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La invención de Bioy Casares1

Emir Rodríguez Monegal





Cuando yo era muy chico, mi madre me contaba cuentos de animales que se aventuraban fuera de la madriguera y corrían peligros. El tema de los refugios y de los peligros todavía me atrae, como si viera en él una imagen del destino del hombre. Me pregunto si alguna vez podré escribir historias civilizadas, en que no pase nada, en que no haya vicisitudes violentas.


Adolfo Bioy Casares (1973)                



I

Toda la primera parte de Dormir al sol (Buenos Aires, Emecé, 1973) está ocupada por el informe que Lucio Bordenave escribe en el Sanatorio Frenopático en que ha sido confinado por el doctor Roger Samaniego. Ese largo informe (llega hasta la página 222) se completa por una breve nota de Félix Ramos, a quien se dirigía el informe, y en la que se comunica el triste destino del propio Bordenave. El contrapunto de estos dos textos no sólo comunica irónicamente el tema central de la novela -estamos encerrados en nuestro cuerpo, como en una cárcel; somos incapaces de «salvar» al otro- sino que también ofrece una clave para la lectura textual de la obra. Porque el texto del informe de Bordenave es también una cárcel, de palabras.

La aventura que relata Bordenave es extraña pero está como envuelta en la trivialidad de cada día. Es un hombre modesto, un relojero, casado con Diana, una mujer hermosa y tiránica; vive abrumado por los parientes de su mujer. Un día su mujer es internada en el Sanatorio Frenopático del doctor Samaniego. Bordenave trata, ineficazmente, de sacarla del sanatorio. Hasta llega al extremo de comprar una perra, que bautiza con el nombre de Diana, para regalar a su mujer cuando salga. Finalmente, Diana regresa pero ha cambiado; es buena aunque sigue siendo hermosa; es otra. Bordenave la reconoce más en la perra que en ella misma. La solución del misterio llevará a Bordenave por laberintos de confusión hasta un instante en que él también será encerrado en el Sanatorio y sufrirá una mutación decisiva.

Como en las anteriores novelas de Bioy Casares, en ésta también hay un desconcertante misterio de quién sabe qué operaciones, una solución no sobrenatural pero sí fantástica. Como en las anteriores novelas, otro texto (invisible pero «citado» en filigrana) provee pistas falsas, mucho horror y estremecimientos paralelos. Me refiero, es claro, a La Isla del doctor Moreau, de H. G. Wells (1896), novela que es más conocida por su versión cinematográfica; The Island of Lost Souls (Earle C. Kenton, 1933). En la ficción de Wells, el siniestro doctor Moreau (Charles Laughton en el film) convertía animales en hombres por medio de sádicas operaciones. Como recordarán los lectores o espectadores, el doctor Moreau no conseguía mantener inmutable la humanización de las bestias. Poco a poco revertían a la animalidad.

En tres de sus cinco novelas, Bioy Casares alude a la ficción de Wells. En La invención de Morel (1940), es la imagen de la isla tropical y el nombre del inventor los que están «citados»; en Plan de evasión (1945) son los experimentos del doctor Castel con los presos de la isla del Diablo los que proveen, a la vez, el escenario común y las alusiones de la trama. En Dormir al sol, Bioy Casares vuelve a Wells, en forma a la vez más literal (el doctor Samaniego realmente produce transferencias entre hombres y animales) y menos científica que la del prototipo wellsiano. Porque en tanto que Wells sitúa su ficción en el límite de lo que la ciencia de su tiempo podría creer posible, Bioy Casares mueve la suya en el territorio de la fantasía pura. El doctor Samaniego (qué nombre) sólo trafica parcialmente con cuerpos de hombres y animales; su verdadera ciencia permutatoria radica en la transferencia de almas.

Desde este punto de vista, la nueva novela de Bioy debe menos a Wells que a su propia obra anterior, como se verá.




II

Porque de lo que realmente se trata en Dormir al sol es de la imposible posesión del ser amado. En efecto: Bordenave adora a su mujer, pero ella se le escapa. Cuando el doctor Samaniego se la devuelve cambiada, Bordenave se niega a reconocer la mejoría. Sí, la nueva Diana es mejor, es más dócil, es más cariñosa, es más fiel, pero es otra. Pronto Bordenave reconoce que se ama a alguien hasta por sus defectos. La otra Diana no le sirve.

El tema recorre, como una línea invisible de fuego, la obra entera de Bioy Casares. En La invención de Morel, y al margen de la maquinaria que permite proyectar seres de tres dimensiones sobre la realidad, lo que realmente importaba era ese amor imposible entre el narrador y la mujer que solía encontrar en sus paseos por la isla: esa mujer hecha sólo de imágenes cinematográficas. Cuando el protagonista descubre la máquina y aprende a manejarla será para filmarse él de tal modo que sus imágenes coincidan con las de ella, finjan diálogos, aludan a un entendimiento erótico. El amor, parece decir Bioy, es esa ficción sostenida. La verdadera invención de Morel es ésa, y no la entretenida sique imposible parafernalia «Científica».

Esto lo entendió perfectamente uno de sus lectores, Alain Robbe-Grillet, que habría de inspirarse en La invención de Morel para su libreto cinematográfico de L'Anée dernière à Marienbad (1961). El amor, podría decirse parodiando a Leonardo, e una cosa mentale. Excepto que «mentale» aquí significa, naturalmente, todo lo que tiene que ver con las potencias del alma. Como en la obra deslumbrante de André Breton, como en la mejor poesía de Octavio Paz, el erotismo en La invención de Morel es el deseo que va más allá de la destrucción del cuerpo y que hace arder el alma. El protagonista decide consumir su cuerpo y aniquilarse para continuar «vivo» junto a la inalcanzable amada, en la ficción de las imágenes cinematográficas que la máquina de Morel ha eternizado.




III

En Dormir al sol, una luz otoñal recubre la misma experiencia. Si Bordenave carece de toda aventura -Buenos Aires no es una isla, Diana no es una sofisticada mujer del período Art Déco, no hay máquina que perpetúe su imposible unión- es porque ahora, en la literatura de Bioy, la aventura se esconde, se disimula, se internaliza. De hecho, Buenos Aires (el Buenos Aires gris de esta época posperonista que Bioy describe) es una isla, ya que se trata de un mundo aislado del resto del mundo, en que las costumbres de una pequeña y mediocre burguesía son presentadas con ironía y afecto. Si Diana no es sofisticada, no es por ser menos complicada que la Faustina de La invención de Morel. Para Bordenave, ella es tan inexplicable y lejana. Si Faustina parecía amar a Morel y (tal vez) a algún otro de los habitantes de la isla, esta Diana («mi señora», como escribe decorosamente Bordenave) parece también infiel. Su relación con Standle, el siniestro alemán que probablemente ha sido nazi, no es menos intranquilizadora para Bordenave que la relación de Faustina con Morel, en la primera novela de Bioy. Por eso, la decisión de Bordenave de revelar el misterio y arriesgar su propia alma en la empresa, es tan desesperada como la del protagonista de La invención de Morel.

La solución de Dormir al sol es más sórdida, es claro. En vez de una eternidad cinematográfica, el protagonista ha quedado encerrado (como su Diana) en otro cuerpo. El cuerpo triunfa, la animalidad triunfa. Ahora él, como «su señora», podrán reencontrarse (tal vez) en otro plano, otra dimensión de la carne. Pero ese final, que está sugerido es realmente horrible. Tan horrible como el final (aparentemente feliz) de La invención de Morel.

Si el cuerpo humano es una cárcel y no es posible escapar de ella, qué no será para el alma de Bordenave el cuerpo animal en el que finalmente ha quedado prisionero.




IV

Hay otra novela de Bioy que habla de la servidumbre animal de los cuerpos. Es una extraña parábola que se publicó con el título de Diario de la guerra del cerdo (1969). En un Buenos Aires sacudido por las proclamas revolucionarias del General Farrell y sus jóvenes turcos (uno de ellos, el coronel Perón, habría de apoderarse luego del Gobierno), los jóvenes empiezan a dar caza a los viejos: los insultan y golpean, primero; más tarde, empiezan a eliminarlos. Ésa es la guerra del cerdo. A lo largo de toda la novela, el protagonista, Isidoro Vidal, habrá de reconocer que el cuerpo envejece y se animaliza. Sin necesidad de cirugía, la edad nos va operando, nos va mutando, nos acerca a la animalidad. Aunque el libro expone su tema a contrapelo -Vidal encontrará una muchacha que se enamore de él y lo proteja, la guerra del cerdo terminará-, domina sus páginas la triste sabiduría de que el cuerpo es una cárcel y una cárcel que se corrompe y nos transforma en animales.

La experiencia de Bordenave es distinta pero no opuesta. También él habrá de vivir junto a su Diana la experiencia de esas inexplicables mutaciones. Cuando la mujer regresa del Sanatorio es «Otra»; es decir: ha cambiado su alma aunque su cuerpo sigue siendo el mismo. Sería fácil leer la novela al trasluz de una experiencia sicoanalítica, decir que Diana ha cambiado porque han curado su alma enferma. Pero Bordenave no aceptaría esa solución, que es la que le propone el doctor Samaniego. Él sabe que su mujer es otra; que la perra Diana lleva ahora su alma; que la mutación no ha ocurrido en el cuerpo solamente.




V

Lo que ha cambiado es la percepción de la realidad, tema que unifica centralmente las cinco novelas de Bioy Casares. En La invención de Morel, la realidad de la mujer amada era una ficción cinematográfica de tres dimensiones; en el Diario de la guerra del cerdo, hay una ficción política que enmascara una verdadera alegoría sobre la decadencia de la envoltura corporal; en Dormir al sol, la «otra» Diana no es la mujer cambiada que el doctor Samaniego devuelve a Bordenave, sino la perra Diana. En las tres novelas, una distinta percepción de la realidad es el oculto milagro que esas ficciones realizan.

Lo mismo pasa en las otras dos novelas que ha escrito Bioy. En El sueño de los héroes (1954), Emilio Gauna, el protagonista, vive dos veces una misma muerte en Carnaval: en 1927 es salvado de la muerte por la intervención de un Brujo y de una mujer que lo ama; en 1930, en la misma noche revivida, ni el brujo (ya muerto) ni la mujer, podrán salvarlo de su destino de compadre. La misma realidad (como en el cuento de Borges, «La otra muerte») produce dos versiones paralelas o incompatibles. En Plan de evasión (1945), Bioy propone una teoría de la percepción. El doctor Castel, gobernador de la Isla del Diablo y discípulo algo literal de William James, realiza unas operaciones en los prisioneros que alteran su percepción de la realidad. Los sentidos se cambian y confunden, como en el famoso soneto de Baudelaire, que el texto menciona, o en el otro no menos famoso de Rimbaud sobre las vocales. Alterada la percepción, el mundo es otro, la realidad se muta, somos distintos.

Eso es lo que al fin habrá descubierto Bordenave en la cárcel de ese cuerpo de perro en que, al fin, queda encerrado. Pero todo cuerpo es cárcel, aunque todo cuerpo también sea el único medio posible para lograr la salvación.




VI

Los personajes de Bioy Casares no sólo sufren la cárcel del cuerpo: también están encerrados en otro cuerpo más inescapable. Me refiero al cuerpo del texto. No es casual que cuatro de las cinco novelas consistan en «informes» o «diarios» que alguien escribe para dar a conocer la aventura de sus protagonistas. Así, La invención de Morel es un testimonio que deja el protagonista sobre su aventura, como quien arroja una botella al mar. Plan de evasión está compuesta por un tío del protagonista sobre la base de las cartas que éste le escribía y contiene, incrustados, otros textos (una carta del primo del protagonista, el informe y testamento del doctor Castel), lo que le da un carácter complejo. El Diario de la guerra del cerdo es de autor anónimo pero sigue al pie de la letra la estructura formal del Diario. Ya se ha visto que Dormir al sol consiste en dos textos, de desigual extensión, que testimonian sobre la aventura.

La única aparente excepción es El sueño de los héroes, narración en tercera persona en que el protagonista está visto desde afuera. Pero aún aquí, la narración impersonal se abre por lo menos cuatro veces para dejar hablar a un «yo» que parece testigo de los acontecimientos. En todos los casos, y esto es lo que me importa subrayar, Bioy Casares quiere llamar la atención, discreta o violentamente, sobre el mismo texto de su narración. El texto se revela a sí mismo, habla de sí mismo, se hace consciente. Hay una razón para ello.




VII

Casi todos los personajes de Bioy escriben, aunque no siempre sean escritores. Pero si escriben es por una compulsión que arranca de la situación misma en que están insertos. Escriben para dejar testimonio de su aventura, como el protagonista de La invención de Morel, o como el doctor Castel, en Plan de evasión. O escriben para registrar lo que sus ojos vieron: el anónimo relator de El sueño de los héroes, o el anónimo diarista del Diario de la guerra del cerdo. O escriben para salvarse, como Bordenave, en Dormir al sol.

Porque si Bordenave escribe es para que Félix Ramos venga a sacarlo del Sanatorio. Él sabe que escribir es lo contrario de vivir, pero sigue escribiendo porque si no escribe no se sabrá lo que le ha pasado y no podrá ser salvado. Si al principio escribir parecía lo opuesto de vivir, al final de su encierro, escribir es salvarse; o, por lo menos, tratar de salvarse. Pero lo que Bordenave no sabe (aunque Bioy y sus lectores sí saben) es que escribir no les servirá de nada. No hay salvación en escribir.

La escritura es otra cárcel, Bordenave queda encerrado en ella, como el protagonista de La invención de Morel en su testimonio, como Enrique Nevers y el doctor Castel en sus respectivos planes de evasión, como Emilio Gauna e Isidoro Vidal en los relatos que escriben anónimos testigos de sus aventuras. En el texto, dentro del texto, en las entrelíneas del texto, está la única realidad de que disponen, o han dispuesto nunca, estos seres. Están hechos de palabras y no de carne o de alma, sin embargo esas palabras transmiten el ardimiento del amor, o el horror a estar encerrados, o la desesperanza de la soledad.




VIII

Cuando Bioy era muy niño, la madre le contaba cuentos de animales encerrados en sus madrigueras, aterrados por los peligros del mundo exterior. De grande, Bioy Casares ha desarrollado en cinco novelas y otros tantos libros de cuentos la inagotable parábola del hombre, encerrado en la cárcel de su ficción, amenazado por «adversos milagros», tratando de escapar de la circularidad de una escritura que, fatalmente, siempre se remite a sí misma. Esa escritura alcanza en Dormir al sol una suerte de cálida, luminosa, perfección.




IX (y última)

Hacia 1951 me encontré con Bioy en el barco que nos traía de Europa: era el Andes, muy estirado, muy aburrido en su primera clase, muy divertido e informal en la turista. (Nicanor Parra también viajaba en ese barco: pero esa es otra historia). Aburrido del protocolo de la primera, Bioy solía visitarme en el bar de la turista. Recuerdo que una vez hablamos de escribir ficción y que hasta trató de persuadirme (su generosidad es infinita) de que yo debía escribir cuentos. «Nada más fácil», me dijo. Y puso el inalcanzable ejemplo de Borges, y el suyo propio. También conversamos una vez de los problemas de estilo. Reconoció que influido por Borges, antes solía trabajar infinitamente cada frase, cada palabra «Ahora creo que no es así», me dijo. «Creo que hay que dejar que la frase se distienda, que esté menos apretada, que corra al aire». Desde aquel encuentro, noté que Bioy cumplía su palabra. A la complejidad, casi intolerable de Plan de evasión y los cuentos de La trama celeste (1948), dio lugar un desarrollo más fluido, como el de El sueño de los héroes (1954). Pero donde encontré la mejor prueba de lo que Bioy me había dicho en el Andes fue en un cuento que publicó en plaquette en 1954: Homenaje a Francisco Almeyra.

Redactado en 1952, este cuento reconstruye el destino de un joven poeta argentino que ha encontrado en el Montevideo de 1839, refugio contra la tiranía de Rosas. El cuento parecía hablar sólo de aquella dictadura; al trasluz, también hablaba de los años más tristes del gobierno de Perón. La prosa era lisa y llana, pero el texto podía ser leído como el palimpsesto que en realidad había creado Bioy. Un poco más tarde, en la colección de cuentos de Guirnalda con amores (1959) reconocí la misma escritura, el mismo arte escondido. El cambio anunciado en el Andes se había cumplido del todo.

Pero si Bioy había allanado su estilo y había aprendido las complejidades estructurales de sus ficciones, no había abandonado esa busca que signa toda su obra: la búsqueda de un conocimiento de la realidad. Inscrito en el cuerpo, o en el alma, de la mujer amada (texto real que se descifra con el deseo), o escrito sobre el papel, ese código de la realidad es el último término al que se dirige esta gnoseología de la ficción que el nombre de Adolfo Bioy Casares resume. Allí se encuentra la última unidad de una serie extraordinaria de textos que sólo ahora la crítica está empezando a leer como es debido.





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