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ArribaAbajo- V -

El romanticismo en las costumbres.- La teoría emancipadora: el individualismo.- La autocrítica romántica.- Víctor Huyo.- Primeros años.- El poeta.- El político.- El estilista


Una escuela literaria puede circunscribirse a la esfera del arte o transcender a las costumbres y a la vida social. Este último caso es el del romanticismo, que no fue sólo renovación de las letras, o que, por mejor decir, sólo renovó las letras al través de una renovación profunda de la sociedad en todos sus aspectos, modificando hasta el histórico, y rebasando, por consiguiente, de los límites de la pasajera moda, para adquirir carácter de influencia decisiva hasta mediados del siglo. Cabría decir que la influencia romántica infiltró más todavía la sociedad que la literatura. De los literatos, muchos lucharon con la corriente romántica y retornaron al clasicismo y al enciclopedismo;   —151→   otros la siguieron, nadando entre dos aguas, conservando la sencillez clásica (verbigracia, Lamartine); en cambio, la sociedad, y podríamos decir la vida nacional romántica, domina desde la caída del primer Imperio hasta el advenimiento del segundo. El triunfo del romanticismo, en las letras, fue azaroso, discutido y breve; en la sociedad, largo y natural, porque lo trajeron infinitas concausas, y, sobre todo, las de orden político e histórico. Desde principios del siglo, en Europa, agitada por las guerras napoleónicas, se despierta un ansia inmensa, no sólo de libertad política, sino de independencia nacional; el conquistador, al pretender subyugar a las naciones, iluminó su conciencia, dio cuerpo a aspiraciones mal definidas y comunicó el impulso decisivo a que obedece Europa -hasta que la terrible cuestión económica se presente dispuesta a reemplazar a las cuestiones políticas e históricas, imponiéndose como problema más grave e insoluble-. Hungría, Polonia y Grecia, queriendo sacudir el yugo; Italia, sometida al Austria y aspirando a redimirse; España, destrozada por el combate entre la tradición y las nuevas ideas; Francia, ensayando todas las formas de gobierno y viviendo en perpetua convulsión; Alemania, rehaciéndose para el Imperio; Rusia, queriendo ahogar los gérmenes nihilistas bajo los hielos polares de Siberia -son naciones que sufren a la vez la crisis romántica-. Donde quiera se forman sociedades secretas, estallan insurrecciones, levántanse barricadas,   —152→   corre sangre, se ocultan los proscritos, interesa su suerte, y el romanticismo histórico vence con todos sus caracteres, hasta los tradicionales; porque en ese período mismo, en medio de la fiebre de libertad y hasta de negación sistemática y ciega del pasado, el pasado se impone victorioso por el nuevo culto que tributa cada pueblo, cada raza y cada región a sus antiguos usos, a su idioma, a sus leyendas, a cuanto la distingue y caracteriza.

Volviendo a las letras, si el período clásico fue de sólida unidad, tranquilo y duradero, no así el romántico, cuyo sino era vivir en guerra, y que si vio ensancharse sus dominios no supo asegurar la posesión del terreno conquistado. El origen de esta diferencia es que el clasicismo era un método, y el romanticismo una explosión; y lo que hizo explosión por medio del romanticismo, era lo contrario de la unidad colectiva; el individuo, la personalidad, que es tanto como decir la variedad sin límite; las inagotables formas del sentimiento, del pensamiento y de la fantasía; los temperamentos, los gustos, las rarezas, los antojos -en resumen, el yo, afirmado anárquicamente-. Visto así el romanticismo -y así hay que verle- se explica que sea un Proteo que cambia de aspecto y de figura a cada instante, y se comprende la diferencia, o más bien la contraposición que existe entre poetas unidos para lo insurreccional romántico. Supongamos que varios políticos de tendencias inconciliables se coligan para derribar un poder que todos detestan, y aprovechan   —153→   su caída, no realizando aspiraciones comunes, sino emancipándose y pretendiendo después cada cual imponer su dictadura; apliquemos la hipótesis a las letras, y tendremos la revolución romántica.

Por eso el grito de guerra de los románticos es libertad; pero la libertad que el romanticismo reclama no es aquella que sanciona el derecho de todos, sino la que reconoce, sin trabas ni cortapisas, el de cada uno contra los demás; ¡diferencia capitalísima! La libertad, entendida así, conduce derechamente a la anarquía, y quien considere el estado actual de las letras, sobre todo en Francia, donde el romanticismo tuvo verdadero carácter militante, notará la frecuente y peligrosa evolución desde la libertad a la licencia y desde la licencia a la atomística disgregación que presenciamos, y que ha dado por amargo fruto marcado descenso en el valor estético de la obra literaria y divorcio casi total entre el espíritu de las letras y el de los lectores.

Hubo, sin embargo, en el romanticismo un momento de unidad y cohesión aparente, bastante para producir una ilusión que todavía dura, hubo aparatosa muestra de compañerismo y fraternidad; hubo lazos de simpatía que remedaron otros más fuertes y duraderos, y hubo curiosas afinidades temperamentales, gemelismos del yo, sobre todo en poetas líricos que tal vez ni se conocían, que habían nacido bajo distintas latitudes, en diferentes esferas sociales; un Byron, un Espronceda, un Pouchkine.   —154→   Sin duda que analizados estos gemelismos y afinidades, parecerían mucho menores; el análisis descubre la diversidad y borra la semejanza. Espronceda y Byron, por ejemplo, se parecían más en lo adquirido y artificial que en lo íntimo. Con todo, bastó este género de analogías, que saltaba a la vista, para acreditar la leyenda de las almas hermanas y para que se pudiese escribir con seguridad y leer sin sorpresa que Espronceda, por ejemplo, es el Byron español. La verdad es que, gracias a la emancipación del yo por el romanticismo, Byron pudo ser Byron, y cada uno ser cada uno (no se tome a perogrullada). El dictador aclamado por las masas de la revolución romántica es el individuo; en el romanticismo, la colectividad desaparece.

De aquí nace la dificultad insuperable con que se tropieza para definir el romanticismo; de aquí que las definiciones más opuestas tengan su parte de verdad; de aquí que en él quepan todas las tendencias y todas las direcciones, proclamadas y defendidas con igual derecho. Hay un curioso opúsculo en prosa, de Alfredo de Musset, que pone de manifiesto esta condición especial del romanticismo. Titúlase el opúsculo -ya lo he nombrado antes- Cartas de Dupuis y Cotonet, y su asunto- en que probablemente se inspiró Gustavo Flaubert al planear su prolija novela satírica Bouvard y Pécuchet- no es otro sino los apuros que pasan dos honrados provincianos para averiguar desde su rincón el intríngulis de ese romanticismo   —155→   que tanta bulla mete. Los buenos señores, allá en la Ferté sous Jouarre, que es como si aquí dijésemos Cabeza de Buey, se devanan los sesos y se dan de calabazadas sin lograr enterarse. Sucesivamente van creyendo que el romanticismo será lo pintoresco, lo grotesco, la exhumación de la Edad Media, el desacato a las unidades de Aristóteles, los aires alemanes importados por madama de Staël, la mezcla de lo trágico y lo cómico, la españolería de chambergo y capa, el género histórico, el género íntimo, las rimas con estrambote, un nuevo sistema de filosofía y de economía política, la manía del suicidio, el neocristianismo, la desesperación al estilo de Byron, y hasta el uso de palabras crudas y gruesas -los Dupuis y Cotonet modernos (entre paréntesis), han solido imaginar que esto último era el naturalismo-. Sumidos en un piélago de confusiones, los dos provincianos consultan a cierto curialete petulante, con ribetes de literato, y este les informa de que el romanticismo no es nada de cuanto suponen, sino lo infinito y lo estrellado, el ángel y la perla, el lucero que llora y el pájaro que exhala perfume, y, por contera, lo diametral, lo oriental, lo piramidal y lo vertiginoso... Con tan gallarda explicación, huelga decir que Dupuis y Cotonet se quedan turulatos, sudan la gota gorda y entienden el romanticismo todavía menos que antes. La humorada de Alfredo de Musset tiene su miga: el romanticismo puede ser todas las cosas imaginables, si consideramos que un canon de su estética   —156→   manda a cada escritor abundar en su propio sentido y ostentar por fueros sus bríos y por pragmáticas su voluntad.

De esta licencia desenfrenada nace la inmoralidad esencial del romanticismo. «Cuando un siglo es malo -escribe un autor francés-; cuando vivimos en épocas en que ni hay religión, ni moral, ni fe en el porvenir, ni creencia en lo pasado; cuando para estas épocas escribimos, bien podemos desafiar y conculcar todas las reglas, derrocar todas las estatuas, divinizar el mal y la fatalidad; quien se llame Schiller, dueño es de escribir Los bandidos, y responder de antemano a la posteridad: Mi siglo era así, y como lo he visto lo he pintado». ¿Quién estampó este juicio austero y pesimista? ¿Fue algún moderno padre de la Iglesia, un Bonald, acaso un Luis Veuillot? No por cierto. Fue el escéptico autor de Rolla, fue el libertino cantor de Namuna: el mismísimo Alfredo de Musset. El párrafo encierra en cifra el porvenir literario de nuestro siglo, y anuncia bien claramente ciertos monstruosos delirios que ya registra atónita la historia literaria: el satanismo y el culto al mal erigidos en religión estética, dentro del ciclo del decadentismo, y teniendo por sumo sacerdote a un poeta tan grande como Carlos Baudelaire. Graves consecuencias de un error de principio: la falsa interpretación del concepto de libertad, que, en arte, no es un fin, sino únicamente un medio, una condición para realizar la belleza.

No sospechaban los románticos del primer   —157→   período que llevaban en sí tan funesto germen. Aunque clamasen por libertad a todo trance, existía en ellos el instinto de asociación y el deseo de solidaridad. Los cenáculos y el motín del estreno de Hernani, que a su tiempo recordaremos, revelaron esta tendencia, y acaso más claramente todavía la demostró el anhelo de tener una cabeza, un caudillo, lo que mejor produce la ilusión de la unidad. En la sangre de la generación que siguió a la de la época imperial fermentaba la levadura belicosa, herencia de sus guerreros padres, último rezago de la fiebre de gloria y del ansia de conquistas. Al pacífico terreno de la literatura traían ímpetus marciales, y sentían necesidad de aclamar a un capitán, de seguir una bandera y de respirar el olor de la pólvora. El Bonaparte que les faltaba, lo encontraron en Víctor Hugo39.

Encerrar este nombre prestigioso en algunas páginas, es como recoger el mar en un pocillo. No consiste la dificultad en la grandeza literaria de Víctor Hugo, sino en su amplitud: grande es Víctor Hugo sin duda, pero es más amplio todavía que grande. Están en tela de juicio sus méritos: se le discute con encarnizamiento, y no por una obra, sino por cien obras; no por un género, sino por tres o cuatro en que a la vez marcó su formidable huella; y si en otros escritores, Chateaubriand y Lamartine,   —158→   por ejemplo, se puede aislar la vida pública de la literaria, en Víctor Hugo se eslabonan y compenetran de tal suerte la política y la literatura, desde la publicación de su primer tomo de versos, a los dieciséis años de edad, hasta la del último, a los ochenta y pico, que es doblemente difícil ver bien al poeta envuelto en la densa polvareda que el político arremolinó. Por otra parte, el papel político de Víctor Hugo rebasa de los límites de su nación y tiene algo de universal: su acento, en alas del arte -un arte muy poco helénico, ya muy decadente-, se difunde por los ámbitos de la tierra, y su aspiración, sobre todo en los últimos años de su vida, es a ser algo como Pontífice de la humanidad, la voz que habla desde lo alto de la montaña del espíritu, y concierta a los pueblos y fulmina a los tiranos. De todo lo cual no es posible hacer caso omiso, si hemos de fijar la personalidad literaria de Víctor Hugo con sus acentuados rasgos y su peculiar fisonomía.

Víctor Hugo nació de un noble lorenés de antiguo solar y de una bretona, hija de un rico armador de Nantes. Siguió el padre las enseñas de Napoleón y llegó a mariscal no sin glorias y fatigas; guardó la madre en su corazón la fe legitimista y la adhesión inquebrantable a los Borbones, y divididos los esposos por opiniones políticas, enfriose su cariño, hasta acabar la vida separados40. Mientras persistió el lazo que los unía, el niño Víctor Hugo rodó por Europa,   —159→   en esa existencia nómada de la familia del soldado, a quien los azares de la guerra llevan de país en país, entre riesgos y emociones diarias. Aquellas aventuras sin duda despertaron la fantasía poética de Víctor Hugo, y eran muy propias para exaltarla y para teñirla de vivos colores y llenarla de imágenes y luces. La captura del célebre bandido Fra Diavolo, realizada por el padre de Víctor Hugo; la entrada en España arrostrando peligros sin cuento; la estancia en Madrid, son recuerdos indelebles que acompañan al poeta y adelantan la ya temprana primavera de su genio. España, sobre todo, no cesa un instante de ocupar la memoria del que a los ocho o nueve años de edad visitó la Catedral de Burgos, tiritó a pesar de los braseros en las desmanteladas estancias del Seminario de Nobles de Madrid, y al ver desde lejos el Escorial, lo tomó por un inmenso sepulcro.

Si lo que soñamos y lo que vivamente nos representamos tiene realidad en nosotros, no hay cosa más auténtica que el españolismo de Víctor Hugo. No importa que al tratar asuntos españoles, a que se mostró aficionadísimo, incurriese en errores muy donosos, demostrados y recontados por el docto hispanófilo Morel Fatio en sus Estudios sobre España; el mismo erudito que realiza este trabajo reconoce hasta qué punto actuaban sobre Víctor Hugo las impresiones recogidas, en la niñez, en nuestra patria -imborrables y profundas-. No fue sólo la memoria, sino la plástica y vivaz fantasía de Víctor Hugo, lo que jamás perdió el sello   —160→   español. Los críticos que le niegan las condiciones propias del genio francés, le reconocen las de un Góngora o un Lope de Vega. La energía del claro-obscuro, cualidad maestra de Víctor Hugo, es propiamente española y realza la sombría inspiración de nuestros pintores ascéticos; la amplificación, el énfasis, la pompa y sonoridad del lenguaje, dotes características, españolas también. Desde Corneille hasta nuestros días, ningún poeta francés fue más español que Víctor Hugo «el grande de España».

Otros recuerdos dominantes de la infancia de Víctor Hugo son los del huerto inculto e inundado de vegetación del convento de las Feuillantines, donde jugó con la niña que después llegó a ser su novia y esposa, y donde recibió lecciones de un proscripto, el General Lahorie, a quien un día cazaron los esbirros de la policía imperial en el pabellón donde se refugiaba, y sacaron de allí para fusilarle, crueldad que encendió en el pecho de Víctor Hugo rencor violento (aunque no inextinguible, como veremos) contra Bonaparte y su causa. Dícese comúnmente que los niños precoces viven poco, y que mientras viven, son enclenques y enfermizos. Víctor Hugo desmintió esta regla: poseyó un organismo robusto y sano: fue un atleta y un patriarca, después de ser el rapaz prodigioso, el chiquillo sublime, como le llamó Chateaubriand. A los catorce años componía una regular tragedia; pocos meses después ganaba el premio en el certamen de la Academia; a los dieciséis escribía   —161→   sus primeras Odas, que le procuraban alta nombradía; a los diecisiete Bug Jargal; a los dieciocho Han de Islandia, tétrica historia de un antropófago y vampiro; y los admiradores de la lúgubre novela no querían creer que la hubiese ideado el mozalbete lampiño, colorado y rubio, que mostraba los blancos dientes en alegre sonrisa juvenil. Abandonando la carrera militar a que pretendían dedicarle sus padres, la criatura seguía intrépidamente su vocación literaria, y se casaba antes de cumplir cuatro lustros, fundando un hogar sobre la base del producto en dinero de aquel Han de Islandia, tan horrendo y funerario. Las mil pesetas en que vendió el manuscrito fueron el primer pan de los jóvenes esposos, que entre los dos no sumaban treinta y cinco años.

En la juventud de Hugo triunfan los elementos maternales: el poeta es católico y realista ferviente; canta el sacrificio de las vírgenes de Verdun, la trágica suerte del niño martirizado en el Temple por el zapatero Simón, los sufrimientos de la familia real, el vaso de sangre humana bebido por la señorita de Sombreuil para salvar a su padre; su espada de caballero se cruza en el aire con la ligera y envenenada saetilla de Béranger, y la rechaza. Aquellas odas, adornadas con blanca escarapela, son el tributo de lágrimas que, tarde o temprano, había de rendir la poesía a las nobles víctimas de la Revolución.

No se mostró ingrata la Restauración con su precoz vate. El futuro irreconciliable enemigo   —162→   de los reyes se vio pensionado, colmado de distinciones; cruzó su pecho la Legión de Honor. Descontento, a pesar de todo, inclinado ya al liberalismo por la sed de popularidad que había de aquejarle hasta su hora postrera, aprovechó un incidente curioso para hacer ruidosa profesión de fe bonapartista -el bonapartismo era el liberalismo de entonces-. Consistió el incidente en cierta insolencia, o, si se quiere, impertinente altanería del Embajador de Austria, que amaestró a un lacayo para que al decirle los Mariscales del Imperio sus títulos nobiliarios, los reemplazase, cuando anunciaba, con los apellidos a secas. Tres días después del diplomático agravio a los Mariscales, publicaba Víctor Hugo su memorable Oda a la Columna.

Desde aquella fecha figuró en la oposición, y se fundieron estrechamente en su persona el revolucionario político y el literario. En torno suyo se agrupó el Cenáculo, pléyade de pintores, de escultores, de poetas: los hermanos Deschamps, David de Angers, Luis Boulanger, Alfredo de Vigny, Sainte Beuve, Alfredo de Musset; foco de inspiración, tertulia fraternal en que todos se tuteaban. Sin premeditarlo, sin declararlo expresamente, reconocían por caudillo y jefe a Victor Hugo, siguiendo los derroteros que señalaba, y él justificaba su primacía con reiterados ensayos de titán, con la conciencia viva y firme de los nuevos rumbos literarios, probada en el célebre manifiesto de Cromwell. Bien pronto su nombre fue bandera; las luchas en pro del drama romántico inflamaron y soliviantaron   —163→   a la juventud; la aureola de la popularidad, ese don de fanatizar que poseen las reputaciones mixtas, las que salen del terreno del arte puro y se identifican con el movimiento de la opinión, errado o no, en las grandes cuestiones de interés general y humano, levantaron a Víctor Hugo sobre refulgente pedestal, de talco y bronce. Repasemos sus obras, y casi siempre hallaremos aleación de elementos extraños al arte en sus mayores empeños artísticos. La poesía y la elocuencia de Víctor Hugo no se engendran en el alma por misteriosa y divina operación ni explicada ni explicable: vienen de afuera; la invaden, digámoslo así, la arrollan; pasan por ella a manera del torrente por la bóveda del abismo, y salen en bullidora cascada, después de haber salvado los bordes de la sima. Una excepción hay que hacer a esta regla en favor de algunas poesías de las Contemplaciones, inspiradas por el único golpe cruel que sufrió en su vida íntima Víctor Hugo41: la desgraciada muerte de su hija Leopoldina. La regla general es que cada volumen publicado por Víctor Hugo representa, además de una obra de arte, una acción, en el sentido más usual y positivo de la palabra -a diferencia de Lamartine, en quien la poesía era meditación y ensueño-. Las Odas y Baladas,   —164→   son la acción en favor del altar y del trono; las Orientales, la acción en favor de la revolución literaria; Los castigos, un puro rasgo de acometividad, la acción contra el segundo Imperio; Los Miserables, la acción humanitaria; El Papa, la acción librepensadora. Seguid la serie de las producciones de Hugo, y reconstruiréis exactamente las diferentes fases de su vida pública, vida de combate, atacando hoy lo que defendió ayer: las campañas en la Asamblea legislativa por la República democrática y social, el destierro voluntario y calculado en Jersey y en Guernesey, la tenacidad en rehusar las amnistías, en ser el último que conservó la actitud de protesta, que le servía de pedestal, el conciso no a la interrogación del plebiscito, la vuelta a Francia en triunfo, los años de la vejez pasados entre el fulgor de la apoteosis y coronados por un entierro, en que el entusiasmo y la devoción de la muchedumbre tenían la imponente y aterradora violencia del Océano desencadenado.

No hay que dudarlo: el carácter político y revolucionario de la obra de Víctor Hugo hizo de él, ante la multitud, algo más que un poeta: un semidiós. La prohibición de sus libros, cuyos ejemplares pasaban secretamente las fronteras; las ediciones de cientos de miles de ejemplares en diez idiomas a la vez; los clamores apocalípticos desde el islote convertido en Patmos; el papel de apóstol y de profeta desempeñado, tomándolo por lo serio y sin miedo al ridículo, sacaron a Víctor Hugo de la esfera   —165→   relativamente modesta y siempre humana en que se mueve el corifeo de una escuela literaria, y le transfiguraron. Yo no sé si los compatriotas de Víctor Hugo pudieron darse cuenta de esta transfiguración como nosotros, que la hemos contemplado desde lejos. Lo indudable es que se creó, en toda regla, el culto de Víctor Hugo. Nos lo dice Julio Lemaître: el único escritor francés cuyo ataúd fue expuesto a la veneración y a los homenajes de inmensa multitud bajo el arco de triunfo; el único inhumado en el Panteón, es Víctor Hugo42, indicio cierto de que para el Gobierno y para el público Víctor Hugo ocupó un lugar aparte, fuera de la literatura. Colocar a otros poetas en la misma línea, parece todavía a muchos un sacrilegio; y al citado Lemaître, por el delito de sostener que tanto monta Lamartine como Hugo, le hartaron de calificativos injuriosos, poniéndole de envidioso y de reptil43.

Estar fuera de la crítica, sería para un escritor no menos triste y extraño que para un hombre estar fuera de la humanidad. Desvanecidos los prestigios que se debieron a elementos no artísticos, quedará en pie lo que sea gloria de Víctor Hugo, en cuanto poeta. En su   —166→   figura literaria hay tres aspectos que examinar: el lírico, el dramático y el épico, o sea el novelista.

El examen de Víctor Hugo, poeta lírico, ha sido realizado en Francia cuando estaba en su apogeo, y por cierto con gran dureza. Un crítico concienzudo y fundado, Nisard, a quien Víctor Hugo consagró por este hecho un odio a muerte, y a quien con la vehemencia colérica que solía gastar trató de pedante y de asno, fue el primero en someter a revisión los títulos del vate. Nisard (que por más señas se llevó una cátedra de literatura a que Víctor Hugo aspiró inútilmente), representa ese aspecto del ingenio francés, que se manifiesta por reacciones de buen sentido y de equilibrio contra los desates de mal gusto. «La severidad de los críticos de Hugo -escribía Nisard- se explica por la provocativa intemperancia de sus turiferarios y admiradores». La censura de Nisard pecaba por donde suelen las censuras muy minuciosas, tratándose de un talento tan ancho y caudaloso como el de Víctor Hugo: justa y exacta en los detalles, negaba la grandiosidad del conjunto. Reconociendo con Nisard del exceso de colorido, el rechispeo de frases efectistas, la continuidad de la antítesis, el abuso de la lentejuela, lo material y profuso de las descripciones, en que la memoria se sustituye al pensamiento, la prodigalidad asiática de las imágenes, la irrestañable verbosidad, la funesta facilidad de poner en música los lugares comunes, el derroche de imaginación a expensas   —167→   de la razón sólida y de la sensibilidad honda y delicada, la declamación, la poesía sacada del cerebro y no de la entraña, con otras muchas objeciones que cabe poner a Víctor Hugo -no por eso hemos de convenir con Nisard en que Byron, y sobre todo Béranger, sean líricos superiores al autor de las Orientales, y menos todavía en que Víctor Hugo no haya ejercido sobre su época y su país influencia. Ejerció demasiada-. Lo que Nisard dice de Byron, por otros motivos puede aplicarse a Hugo: ni sus amigos ni sus enemigos lo fueron a medias. Algo más que una curiosidad efímera excitó Víctor Hugo, y su acción es duradera, no en la política ni en la filosofía, sino en la técnica literaria. No se muestra justo Nisard cuando dice que Víctor Hugo siempre fue laureado y nunca poeta; nunca creador y dueño de la idea, sino servidor y heraldo de las circunstancias. Con más equidad le juzgaremos nosotros que le vemos desde tan lejos, desde tan abajo, desde tan afuera; nosotros, para quienes no es un ídolo, -ni mucho menos-, al saludar su monumento, sostenido por dos columnas: la magnificencia de la forma y la novedad y riqueza fastuosa del lenguaje.

Ingrata sería Francia si no reconociese los beneficios que debe su hermoso y cultísimo idioma al genio renovador de Víctor Hugo; beneficios realmente incalculables, porque cuando un escritor reanima una lengua y le hace transfusión de sangre y de savia vital, no sólo a las obras de ese escritor, sino a las de todos   —168→   los de su época y de las siguientes se extiende la eficacia de su acción. En el lenguaje fue Víctor Hugo revolucionario, conquistador y triunfador; por esa victoria merece el nombre de Bonaparte del romanticismo, que le atribuí.

«La estrofa tenía una mordaza, la oda arrastraba un grillete, el drama gemía cautivo, cuando yo grité ¡guerra a la retórica y paz a la sintaxis!». Así escribió Víctor Hugo, y después añadía: «¡No haya de hoy más vocablos patricios ni plebeyos! Suscitando en el fondo de mi tintero una tempestad, mezclé la negra multitud de las palabras con el blanco enjambre de las ideas, y exclamé; ¡desde ahora no existirá palabra en que no pueda posarse la idea, bañada de éter y teñida del azul del cielo!».

Esta impetuosa renovación de la lengua por la ruptura total del frío sudario en que se envolvía la momia del clasicismo, no era, nótese bien, una concesión a la inferioridad de los débiles, como suelen ser las reivindicaciones de libertad literaria; Víctor Hugo, al refrescar la tradición de Villon y de Ronsard, al pedir al idioma todos sus recursos, y al diccionario todos sus tesoros, y a la gráfica frase usual todos sus encantos de sinceridad y verdor, toda su energía popular y a veces arcaica, no facilitaba la44 tarea de los que hubiesen de seguirle: al contrario, la dificultaba, haciendo del verso francés una obra de arte de consumada perfección, labrándolo a cincel y martillo, con el vigor   —169→   de un Juan de Arfe. En este respecto, la superioridad de Víctor Hugo sobre Lamartine es de cien codos; como ejecutante, hay que otorgar a Víctor Hugo un puesto único. La maestría no la adquirió laboriosamente; era en él don natural, y apenas quebrantó las ligaduras clásicas que aún le ataban en sus primeras odas, apoderose del dominio de la palabra, de los secretos del arte, y hasta los últimos límites de la vida fue el artífice maravilloso, -aun caduco, vacío y palabrero, como aparece en sus obras de senectud-.

Los críticos suelen citar el siguiente pasaje, en que Víctor Hugo se define a sí mismo: «Su cabeza es horno ardiente, donde se caldea su ingenio, y lanza el verso de bronce, hirviente y humeante, en el misterioso molde del profundo ritmo, de donde se alza la estrofa desplegando sus alas por el ancho firmamento. El amor, la muerte, la gloria, la vida, la ola, que pasa seguida por otra ola, todo soplo, todo rayo, hacen chispear y relucir su alma de cristal, su alma polifónica, de miles de voces, puesta por Dios en el centro de todas las cosas como un sonoro eco».

Hay que llamar miope a Nisard cuando no ve la influencia artística de Víctor Hugo. Sólo un tomo de sus poesías, las Orientales, ejerció tanta, que de él procede la doctrina del arte por el arte, una de las direcciones capitales de la estética moderna: la realización de la belleza por medio del carácter, el fondo sacrificado a la forma, y esta llevada al grado de perfección   —170→   que engendra la impasibilidad, el esoterismo u ocultismo artístico y el pagano culto de la belleza pura. Nadie practicaba menos que Víctor Hugo esta doctrina; nadie más sediento que él de popularidad, más enemigo del aislamiento, más abrazado a la opinión, más codicioso de sus halagos; y, sin embargo, de Hugo proceden los impasibles, los sacerdotes del ideal artístico, retirados a la montaña; la escuela parnasiana de Leconte de Lisle.

Lo más digno de admiración en la poesía lírica de Víctor Hugo, es la fuerza propia que presta a las palabras. Él creía que la palabra no es un casual consorcio de sonidos, sino un organismo, y que una ley vital, oculta e inefable, preside a su génesis y a su desarrollo. Antes de Hugo las palabras eran signos representativos de las ideas; Hugo les atribuyó valor propio, musical, pictórico y hasta sensual y psicológico, y en este respecto descienden del maestro, no sólo Flaubert y Goncourt, los coloristas y los tallistas y lapidarios del verbo, sino los decadentistas y simbolistas, como Verlaine y Mallarmé. Donde mejor demostró Víctor Hugo la vitalidad de las palabras, fue en la sátira y en la invectiva. La sátira no razona, porque si razonase, si probase, si apelase al juicio, dejaría de ser sátira; por el camino de la explicación se llega a la indulgencia, o, cuando menos, a la equidad. La sátira se hace casi sin ideas, con palabras acres, espumantes, sardónicas, palabras que son latigazos y gotas de plomo derretido; y esas palabras de fuego y de   —171→   corrosiva ponzoña, nadie las supo engastar en el verso mejor que Víctor Hugo; nadie las hizo destellar así a la lívida luz de la cólera, como sangrientos carbunclos. Los Castigos, el tremendo libelo contra el golpe de Estado del que Hugo apodó Napoleón el pequeño, son, en su género, obra maestra. Hay momentos en que recuerdan los apóstrofes de los profetas bíblicos, y suenan como el retumbar del trueno o la voz de muchas aguas de que habla la Escritura. El efecto de una poesía tal es en cierto modo material y físico, abrumador y aplastante como un mazazo, y sólo se puede escribir en semejante estilo desde la soledad que hipnotiza y el destierro que exalta, desde un peñón de la costa batido por el mar tumultuoso, turbio, confuso y rugiente como el alma del poeta.

Cuando quise saludar en París a Víctor Hugo, ya muy anciano, recuerdo que me preguntaron algunos franceses, de los muchos que empezaban a burlarse francamente de él: -«¿Por qué va usted a verle?». -«Porque es el último representante del romanticismo» -contesté yo. -«¡Ya lo creo! -con malicia replicaron-; como que se ha empeñado en enterrarnos a todos y en que le hagan el centenario en vida». Eran injustos mis interlocutores. Víctor Hugo fue el último romántico, no por viejo, sino porque, merced a sus facultades prodigiosas, la escuela se sobrevivió a sí misma; porque defendió y mantuvo enhiesto el pendón del lirismo, y, según la exacta frase de Brunetière, se atravesó en el camino de la evolución literaria, situándose   —172→   a manera de dique ante la corriente de las nuevas direcciones. No cabía entonar el funeral del romanticismo mientras aparecían las Contemplaciones y los Castigos y estaba en su apogeo el genio lírico de Víctor Hugo.



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ArribaAbajo- VI -

El drama romántico.- Víctor Hugo.- Alejandro Dumas (padre)


Hemos considerado a Víctor Hugo poeta lírico y político de acción escrita: ahora le toca la vez al dramaturgo. Veremos cómo el drama romántico da sus primeros pasos, y logra una victoria -muy disputada y pasajera-.

Para comprender por qué el romanticismo militante asaltó con tanto empuje la escena, es indispensable recordar sucintamente la tradición del arte dramático francés. De cuantos géneros elevaron en el siglo de oro de Luis XIV las letras al ápice de la perfección, quizás fue el teatro el que voló más alto y llegó a realizar completamente un ideal artístico.

Los españoles acostumbramos decir que el teatro es nuestro verdadero título de gloria; con mayor razón podrían afirmarlo los franceses,   —174→   pues ni Lope, ni Calderón, ni Tirso, con ser tan altos, llegan adonde llega el nombre único de Cervantes; mientras en Francia, en el siglo XVII, ninguno brilla como los de Corneille, Molière y Racine. Sepamos anteponer la justicia a un mal entendido patriotismo, y reconozcamos que el teatro francés, en su buena época y a su modo, no le cede la palma al nuestro. Son entre sí tan diferentes como el día y la noche, y el que se deleita con El castigo sin venganza y La vida es sueño, puede estar a pique de bostezar con Poliuto y Atalia. Observemos la curiosa contraposición del teatro francés y el español; no hay cosa que mejor haga resaltar la verdadera complexión literaria de ambos pueblos. En el siglo XVII nosotros poseemos, lozano y floreciente y hasta exuberante, un teatro romántico en toda regla, al paso que los franceses elaboran un teatro clásico perfectísimo, hecho a torno, según las reglas aristotélicas y las doctrinas horacianas, interpretadas y comentadas por Boileau. Nosotros atropellamos las unidades; ellos las acatan y las ponen sobre su cabeza. Nosotros buscamos el efecto, la sorpresa; ellos el análisis moral y la lógica. Nosotros damos rienda suelta a la imaginación; ellos cultivan la razón y la sensibilidad decorosa y fina. Nosotros empleamos un lenguaje conceptuoso y enfático, y salpicamos su oropel de chispas de diamante; ellos castigan la frase, la funden en un troquel de elegancia y nobleza, la hacen sobria y contenida, y tanto la sangran, tanto la castigan,   —175→   que al fin se empobrece y contrae anemia profunda. Una influencia española, un aura de tras los montes hizo de Pedro Corneille precursor del romanticismo dramático: el público se extasió con el Cid, pero la crítica se mostró implacable: para que Francia tolerase el teatro romántico -ya veremos que nunca llegó a aceptarlo de corazón- se necesitaban todas las acciones disolventes del siglo XVIII, todo el huracán revolucionario y todo el torrente del Imperio. No nos es lícito ya rebajar la literatura dramática del siglo de Luis XIV y exaltar la del período romántico; hoy vemos más claro que se veía en 1830: está calificada la superioridad de Racine, Corneille y Molière... y hasta ¿por qué no estamparlo?, de Voltaire, (en cuanto autor dramático), sobre Víctor Hugo. Hagamos restricciones en favor de Alejandro Dumas, padre, columna del templo del romanticismo en la escena. El teatro francés es clásico de suyo, como el alemán, el español y el inglés son románticos naturalmente. Franceses y españoles han sido al fin y al cabo fieles a su escuela nacional. Y sólo la comprobación de este hecho bastaría para demostrar lo ya dicho varias veces: que Francia no es naturalmente romántica.

A fines del siglo XVIII, Francia y España parecían haber agotado el contenido de su vena dramática; allí, el clasicismo teatral se moría solemnemente de languidez y sopor; aquí, el romanticismo había degenerado en figurón y parodia. Nosotros buscamos la curación alopática   —176→   en la forma moratiniana, en la proporción y el buen gusto, en un realismo discreto; ellos -por el mismo método- en el efectismo y la intemperancia, en el desenfreno idealista y en la briosa renovación del lenguaje. Pero ni aquí llegó a prosperar el teatro clásico, ni el romántico logró aclimatarse allí. La tierra, abandonada a sí misma, vuelve a criar las vegetaciones que siempre crió. Inferior a Francia en la poesía lírica, España, en este siglo, produjo un teatro romántico rico y numeroso, y presenció hasta tres avatares o reencarnaciones del romanticismo (no sería difícil comprobar la filiación romántica de obras estrenadas hace pocos meses). Las corrientes del romanticismo dramático, que tan pronto se secaron en Francia, fluyen aquí todavía.

Con todo, si bien el romanticismo teatral no tuvo en Francia caracteres castizos, las circunstancias lo reclamaban, los tiempos lo llamaban a voces. Los soles que alumbraron el firmamento clásico dejaron en él, al extinguirse, la negrura y la tristeza del vacío. Al finalizar el áureo siglo XVII, en que lengua y literatura alcanzaron tal perfección, unida a ese no sé qué divino que emana de la juventud, el teatro perdió su condición desinteresadamente estética y se hizo propagandista: el dominio de Voltaire sobre la escena la convirtió en cátedra del filosofismo; no sin razón dice un historiador que el Mahometo de Voltaire se sabía de corrido la Enciclopedia, y su Edipo era todo un librepensador, digno de que el rey   —177→   de Prusia lo admitiese en las tertulias de Sans Souci. Después de Voltaire, nueva transformación del teatro: de filosófico se hace político, con José Chenier y -traslado las palabras del historiador citado, Alfredo Nettement- «bajo la Revolución, los aullidos de la plaza pública, las roncas vociferaciones de los clubs, las blasfemias de las callejuelas, tienen eco en la escena; los autores dramáticos explotan la historia de Roma y de Atenas en pro de la República una e indivisible, y se empeñan en demostrar que la antigüedad clásica era... toda una descamisada». Por otra parte, no podía medrar la tragedia en la escena, cuando bastante tragedia era la vida; cuando el honrado Ducis decía que en cada esquina encontraba la espantosa familia de los Atridas, calzando en vez de coturno, grosero zueco -y cuando diariamente, en la plaza pública, se representaba un mismo sangriento drama, terminado por igual catástrofe-.

Al calmarse la tempestad revolucionaria, aparece petrificado el teatro francés. Le envuelven las vendas que ciñen los miembros de la momia; y ya no es filosófico, ni político, sino algo que parece la solución de un problema de mecánica, una jugada de ajedrez. También sobre el teatro ejerce presión la rígida disciplina del Imperio. El único dramaturgo digno de memoria de aquella época, en que, por otra parte, se estrenaron tragedias a centenares, fue José Chenier, de quien se dijo malignamente que más lágrimas habían arrancado sus leyes   —178→   que sus tragedias. Así aleteaba moribundo el arte dramático, hasta que la restauración de la monarquía, tan bienhechora para las letras, vino a infundirle calor vital.

Los primeros ensayos de renovación se hicieron sin romper el clásico molde, grave y solemne. A esta tentativa corresponden las Vísperas Sicilianas, de Casimiro Delavigne, y la María Estuardo, de Lebrun. Ya había sido señal de los tiempos -prematura, mal interpretada aún- cierto artículo del Mercurio, del año 1804, que señalaba a los autores dramáticos el rumbo de la Edad Media, y declaraba no menos interesantes las aventuras y desventuras de Fredegunda y Meroveo, que las de Agamenón y Clitemnestra; a este atisbo romántico se debió, un año después, la aparición de Los Templarios, de Raynouard, acogidos con entusiasmo por un público que empezaba a sentirse ahíto de griegos y romanos, de Apolo y de Júpiter. Y, bien mirado, este cambio de asunto y época en la dramaturgia era nada menos que un cambio de religión social. Al penetrar en el proscenio la historia nacional, traía de la mano al cristianismo. También el teatro sintió el latido del renacimiento religioso.

Poco después, el año 9, una tragedia de Nepomuceno Lemercier, Cristóbal Colón, donde se prescindía de la unidad de lugar y aparecía una decoración que representaba el interior de un barco, produjo en los espectadores tremendo alboroto, un muerto y varios heridos. Fijémonos   —179→   en estos datos, para que la lid campal del estreno de Hernani no nos parezca cosa inaudita y sin precedentes, y para comprender que la pasión literaria siempre se desencadena más en el teatro. Lo cierto es que el crudo impío Lemercier fue un precursor de esos que quedan relegados al olvido y no se dan cuenta de lo que anuncian, pues creyéndose fiel adicto a la tragedia clásica, en más de una ocasión sentó las premisas del drama romántico.

Justo es mencionar por el mismo concepto, o más bien en el de verdadero profeta, pues enunció sus teorías mucho antes de la Revolución, a Luis Mercier, cuyo Ensayo sobre el arte dramático es una impugnación de la tragedia de Racine y una proclama de independencia. Nadie le hizo caso; pasó por lunático y extravagante, como tenía que pasar, en el último tercio del siglo XVIII, el escritor que se reía de Boileau, que ponía en las nubes a Calderón, Lope de Vega y Schiller, que renegaba de imitar a los griegos, y que señalaba, como limpias fuentes de inspiración, la historia patria, y la sociedad y costumbres contemporáneas, la tradición y la realidad ambiente.

Prepararon también los caminos del romanticismo teatral los dramas del género flébil, entre los cuales hubo uno de origen alemán, imitado de Kotzebue, que logró tal éxito de sollozos y gemidos, de pañuelos y frascos de sales, que, según dice ingeniosamente un crítico, las señoras hicieron punto de honra ir a desmayarse en él. Pero el romanticismo teatral   —180→   -no lo echemos en olvido- fue un Jano bifronte, una faz que lloraba a lágrima viva, adosada a otra que reía a carcajadas, una hibridación de lo trágico y lo burlesco y bufonesco; por eso debemos incluir también en la lista de los precursores a los autores cómicos que rehabilitaron la risa, secundando la explosión jovial del Directorio, parecida a la de Florencia, que después de la peste negra se deleitaba con las facecias de Bocaccio.

Advenida ya la Restauración, por todas partes se oye crujir el vetusto edificio del clasicismo. El público esperaba sin saber qué, y con cualquier pretexto se desbordaban su entusiasmo y su nerviosa inquietud. Cuando fermenta el alma del público, suele desahogar en el teatro. Las Vísperas Sicilianas, de Casimiro Delavigne -¡quién se acuerda de ellas hoy!-, obtuvieron una ovación tal, que el autor, conmovido, vertía lágrimas abundantes, y el maquinista, atónito, se atribuía el triunfo, por lo bien que había dado la campanada, señal del degüello. Ya reunía en 1819 Casimiro Delavigne aquella mesnada de admiradores y amigos resueltos a aplaudir, aquella hueste, que más tarde se agrupó en torno de Víctor Hugo y tomó el ejercicio de la alabarda con el celo que un devoto las prácticas religiosas; gente siempre dispuesta a encender los hachones y a desenganchar el tronco del coche para la apoteosis popular del autor dramático.

La tragedia clásica conservaba, sin embargo, apariencias de vida; la galvanizaba el talento   —181→   del gran comediante Talma, de quien decía el pintor David, con frase gráfica, que al cruzar la escena parecía una estatua animada por la poesía. A fuerza de estudio -Talma no era espontáneo- conseguía fundir el hielo de los alejandrinos, prestarles animación y suplir con el arte las deficiencias del diálogo, levantar llama entre la ceniza de parlamentos convencionales y sin alma, dar acento de verdad a la glacial mentira. Cuando el excelso actor sucumbe en 1826 poseído hasta el último instante de artístico transporte, estudiando sus propios accesos febriles para reproducirlos en la escena, puede decirse que se lleva al sepulcro la literatura dramática del Directorio, del Consulado y del Imperio, y deja el paso franco a la de la Restauración y del romanticismo. Como más tarde la de Víctor Hugo, la gloria de Talma, en un momento dado, cerraba el horizonte y obstruía el porvenir.

Víctor Hugo pasa por fundador del drama romántico, porque formuló concretamente sus teorías, y publicó su Código fundamental en el célebre prefacio de Cromwell, al año justo de la muerte de Talma. Nótese de paso que, al contrario de la poesía lírica, la dramática aparece como un estado reflexivo de conciencia antes de traducirse en acción; y llamo acción a la obra literaria, sea poesía, drama o novela, porque no atribuyo a la palabra acción el sentido material que suelen darle los que la confunden con el esfuerzo de los músculos.

Reconocida esta verdad, debemos rectificar,   —182→   admitiendo que también fue acción muy poderosa el citado prefacio de Cromwell. En este extenso manifiesto, tablas de la ley del Sinaí romántico, al través del velo de brillantes metáforas con que siempre revistió sus ideas Víctor Hugo, domina una afirmación esencialmente democrática: más que libertad, pide igualdad ante el arte. Había sido la tragedia una forma aristocrática; sus personajes, semidioses, príncipes, reyes y héroes; su ambiente, los palacios y los campamentos; su ideal, la nobleza del sentir, la sublimidad del conjunto. Las desdichas de la gente baja no podían aspirar a la dignidad del alejandrino. Para que las lágrimas conmoviesen, era de rigor que las derramase una princesa o una sultana; para morir trágicamente, había que envolverse en los pliegues de un manto de púrpura. Lo que pidió Víctor Hugo era que al lado de los poderosos saliesen a escena los humildes; que lo bello y lo deforme se mezclasen confundidos en el teatro como en el mundo, y que la fealdad, existente en la naturaleza, no quedase excluida de los dominios artísticos. No todo es bello en la creación -decía Hugo-, y lo bello coexiste con lo feo, como el mal con el bien y la luz con la sombra; así en el arte deben entretejerse lo abyecto y lo sublime, constituyendo, por la unión de lo trágico y lo cómico, la forma superior del teatro -el drama-. Esto es lo que, en resumidas cuentas, proclama aquella página memorable; y esta es la idea madre de la estética de Hugo, cuyos rudimentos asegura   —183→   haber entrevisto, contemplando en nuestra maravillosa Catedral de Burgos la efigie grotesca del Papamoscas.

No le faltaban argumentos en pro de su tesis. El más convincente era el ejemplo de Shakespeare. En el teatro sespiriano45, confundidos aparecen lo celestial y lo diabólico, lo monstruoso y lo idealmente bello, Caliban y Ariel, Regana y Cordelia; y a veces la deformidad física, unida a la deformidad moral, da por resultado caracteres como el de Ricardo III, de una beldad siniestra, la beldad del diamante negro; otras, en un mismo personaje, el de Shylock, se mezclan, como la escoria y el fuego en el volcán, los elementos de lo satírico y de lo trágico, produciendo admirable hermosura. Para Víctor Hugo, esta concepción del arte correspondía exactamente al doble ideal filosófico y estético a que se mantuvo fiel al través de las vicisitudes de su larga vida: el maniqueísmo, que era su religión, y el violento claro obscuro, que era su manera artística, la fe en los dos principios del bien y del mal que combaten y combatirán hasta la consumación de los siglos, y el deleite en los juegos de la luz y la sombra, obtenidos por medio de la antítesis y del contraste.

Una de las cosas que más deben inducirnos a desconfiar de las teorías, es ver cómo las modifica la individualidad. Que si Shaskespeare formulase teóricamente la doctrina contenida en sus dramas, diría poco más o menos lo que dijo Víctor Hugo, parece indiscutible. Sin embargo,   —184→   aplicando los mismos principios, Shakespeare creó un teatro inmortal, y Víctor Hugo engendró un teatro que a la vuelta de diez años había de caducar, quedándose como los viejos papelotes: conservado entre cartones, a título de curiosidad y documento.

Pero antes de referir la rápida decadencia del drama romántico, recordemos su advenimiento triunfal. Suficientes pormenores encontramos en Dumas padre, a quien en este caso se puede consultar sin desconfianza, y en quien beben todos los historiadores literarios. Interesante es, por otra parte, que nos refiera la irrupción del romanticismo el que tanto ayudó, sin querer, a su disolución, vulgarizándolo en innumerables libros secundarios, rebajando su nivel y prestándole cierto carácter industrial horripilante para el artista. Dice, pues, Alejandro Dumas, con su franqueza de bon enfant jactancioso, que lanzado el prefacio de Cromwell, sólo faltaba aplicarlo, y que la revolución dramática la inició feliz y atrevidamente su drama La Corte de Enrique III, acogido con atronador aplauso, que en pocas horas hizo del muchacho desconocido el autor ruidosamente célebre. Estimulado Víctor Hugo por la fortuna de la obra de Dumas, tendiole la mano, exclamando: «Ahora me toca a mí», y desde aquel punto y hora dedicose a escribir Marion Delorme, joya sin más defecto que la manía de hacer entrar a los personajes por las ventanas habiendo puertas. (Esta crítica es de Dumas, que en Antoni   —185→   aprovechó también la ventana para dar paso al héroe.) Terminada Marion, sólo faltaba saber si colaría por el tamiz de la previa censura. Azuzada esta por los clásicos, se podía recelar todo: no había faltado quien instigase a Carlos X a que prohibiese la representación de La corte de Enrique III, a lo cual contestó el rey con excelente sentido: «Señores, tratándose de espectáculos, no tengo más puesto que mi asiento de espectador». Al recelo de los conservadores respondía la ciega exaltación de los innovadores. Saliendo de oír leer en el Teatro Francés el manuscrito de Marion, uno del Cenáculo señaló con desprecio al cartel que anunciaba la función de aquella noche, y gruñó: «¡Desdichados! ¡Pues no van a representar una tragedia del mentecato de Racine!».

Repartido y en estudio el drama, súpose que, en efecto, lo prohibía la censura. A fin de interceder por su obra, pidió Víctor Hugo una audiencia a Carlos X, y hubo de acudir a ella con un atavío nada romántico en verdad: casaca, calzón corto y espadín. En hermosos versos ha narrado Víctor Hugo su diálogo con el anciano rey, que negaba al joven soñador la verdad histórica de Marion y quería vindicar a su antecesor Luis XIII, asaz malparado en el drama. Ni el monarca alzó la prohibición, ni Víctor Hugo quiso mejorar la semblanza de Luis XIII. Como se lamentase el empresario, el poeta le mandó volver dentro de un par de meses; y al plazo fijado, le entregó el manuscrito de Hernani.

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¡Bajo qué feliz conjunción de astros nacía este drama, en opinión de su autor impregnado de españolismo, y por el cual hubo crítico que le otorgó generosamente la categoría de grande de España de primera clase! Venía Hernani a sustituir a Marion Delorme, y antes de nacer ya atraía como el fruto prohibido; venía después de La corte de Enrique III, aperitivo para los golosos de novedad y los revolucionarios; sonaba su vibrante nombre ibérico como primer toque de llamada convocando a la juventud barbuda y melenuda que salía de los estudios de pintor y escultor, de las aulas de Derecho y Medicina, de las cervecerías y estaminets del barrio Latino, de los Conservatorios y las Bibliotecas: hueste arrogante y provocativa, que chorreaba pendencia, que respiraba ansiosa el olor de la pólvora, y acudía como las hechiceras del aquelarre, rasgando el aire, predispuesta a la aclamación y al aullido. Antes de estrenarse Hernani ya era atacado rudamente y defendido con devoción idolátrica.

Los que describen el estreno de Hernani, sin pensarlo se sirven de la fraseología militar. Los espectadores no se sentaban, tomaban posiciones; no buscaban el sitio mejor para ver, sino el punto estratégico para combatir; y cual los ligueros en la noche de San Bartolomé, tenían sus jefes y capitanes, se daban contraseñas para reconocerse y caer en masa sobre el enemigo. Divididos en destacamentos de veinte a treinta, requerían en el fondo del bolsillo sus armas ofensivas -las huecas llaves-, o fregaban   —187→   las palmas preparándose al aplauso que había de cubrir el estridente silbido. Hasta en el traje y en el pergeño parecían irreconciliables los dos bandos. Mientras los clásicos movían con desprecio sus burlonas cabezas trasquiladas y ostentaban sus calvas lucias, los románticos desplegaban orgullosos sus luengas crines merovingias y sus barbas dignas de un estuche como el que gastaba el Cid Campeador; y sobre los pantalones verde mar, la nota rabiosa del jubón rojo de Teófilo Gautier recordaba el trapo con que se cita al toro para enfurecerle y la bandera de las revoluciones. Los de la nueva escuela tenían en su favor el arrojo, esa misteriosa tensión de la voluntad y esa acometividad ciega e irreflexiva que todo lo arrolla. Eran la mocedad, mientras los secuaces del clasicismo representaban la fuerza de inercia, la resistencia de lo inmóvil. Como uno de los del bando clásico demostrase en alta voz desaprobación, levantose una cuadrilla de jaleadores románticos y gritó: ¡Fuera ese calvo!, ¡fuera!, ¡que se largue! Y al punto el jefe de otra brigada se alzó más indignado todavía y clamó: ¡No, que no se escape! ¡Matarle, que es un académico!

La contienda de Hernani ¡cosa curiosa!, puede reducirse a un altercado de peluquería. La injuria de los románticos a los clásicos era llamarles pelucones y también rodillas, aludiendo al parecido de una calva con una rodilla desnuda. Los clásicos replicaban mofándose de los melenudos y amenazando trasquilarles como a borregos inocentes.

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¿Y quiénes eran aquellos reventadores de Hernani, derrotados con tal estrépito por una juventud bulliciosa y obscura? Realmente, lo más lucido de la sociedad y de la clase intelectual: gente madura y sólida, de autoridad y de peso, algo volteriana, bien avenida con la poética de Boileau, muy a mal con el calenturiento Schiller, el bárbaro de Shakespeare y el inquisidor de Calderón. El clasicismo expirante tenía de su parte a la censura, a los salones, a la opinión y a la prensa de circulación e influjo; por suya la Academia, por suyos los cuerpos docentes, por suyo el poder, por suyos a los actores. Dumas cuenta detalles divertidos de la hostilidad de las actrices contra el teatro romántico. Muerta la Staël y consagrado a la política Chateaubriand, creíanse dueños de la situación; jactábanse de representar la fidelidad al genio francés, a la razón, al buen gusto y al aticismo; y para defender sus caducas y vetustas tragedias habían hecho creer al vulgo que Shakespeare era un ayudante de campo del duque de Wellington, y el romanticismo una enfermedad como la epilepsia. Y, sin embargo, en sólo una noche, con una especie de motín de estudiantes, una gresca de chiquillos, el romanticismo venció en toda la línea, y quedó la tragedia depuesta en su sarcófago de mármol.

La victoria embriagó a Víctor Hugo, y le indujo a uno de esos yerros que fácilmente cometen los escritores al juzgarse a sí propios: se creyó autor dramático. El aplauso del teatro, aplauso material, que suena y agita las ondas   —189→   del aire, fascina más que todos. Acordémonos de que Cervantes se acogió a la novela después de una decepción en el teatro, por el cual sentía vocación irresistible. En el teatro es donde la gloria se toca y se palpa. Pero la ilusión de Hugo fue breve. Sólo trece años habían transcurrido desde el estreno de Hernani, cuando cayeron al foso los Burgraves, y allí se quedaron para siempre jamás. Víctor Hugo, ante el fracaso, renunció al teatro definitivamente. Y al mismo tiempo que sucumbía, entre la indiferencia y la severidad del público, el último drama de Víctor Hugo, resonantes y locos aplausos saludaban a una tragedia, ¡la Lucrecia, de Ponsard! En los trece años que dominó en las tablas el romanticismo, no se había aplaudido ni por casualidad una tragedia. La muerta resucitaba.

Increíble nos parece hoy la corta vida que disfrutó ese teatro romántico, que tanto dio que hablar y con el cual se creyó descubrir un mundo. No falta quien se frota las manos recordando la temprana muerte de la escuela naturalista. Más en agraz se malogró el teatro romántico. Hay cosas que parecen haber durado mucho, por la intensidad febril con que se agitó en ellas el espíritu de sus creadores, por la resonancia de las disputas que suscitaron. Vieja es la comparación de estas cosas con las estrellas cuya luz vemos mil años después de extinguida; pero no encuentro otra más exacta. El teatro romántico sucumbió, dejando, eso sí, largo rastro, efluvios penetrantes y   —190→   duraderos. Por lo demás, hay que reconocer su fracaso. Quiso dar a Francia un arte escénico nacional, y el tiempo ha demostrado que lo nacional en Francia son Racine y Corneille, Molière y hasta Voltaire y Régnier, y que los románticos procedían de una influencia exótica de Inglaterra y España, y reflejaban a Shakespeare y a Lope de Vega como un espejo convexo que desfigura el rostro. Quiso el romanticismo seguir las huellas del gran Guillermo, traer a las tablas la realidad libre, y trajo principalmente inverosimilitudes absurdas, pasiones hinchadas y huecas como vejigas, situaciones violentas y desenlaces descabellados y de un efectismo burdo: los dogales, puñales y pomos de veneno de la vieja tragedia, reforzados con narcóticos, subterráneos y mazmorras; los desafíos, los raptos, las mujeres arrojadas por el balcón, los verdugos vestidos de rojo y los ataúdes enlutados. De esto algo había en Shakespeare; pero bajo el convencionalismo escénico se advertía la pulsación natural y el copioso torrente sanguíneo de la verdad y de la vida. Si Shakespeare pudiese imaginar, por ejemplo, una ficción semejante a Hernani, jamás la desenlazaría con el recurso de la bocina de caza y la antihumana resignación del sentenciado a morir de tan extraña manera. El héroe de Shakespeare saldría del paso riñendo con Silva, lo cual sería mejor que tomarle, según la frase de Don Juan Tenorio, por un cortador de oficio. A Shakespeare no se le ocurriría semejante final, ni   —191→   permitiría que, como dice Larra, un viejo inexorable y celoso consiga matar a trompetazos el amor más puro y el porvenir más lisonjero de dos esposos felices.

Nótase en el talento dramático de Víctor Hugo que desde el primer instante aparece en plenitud, y, en vez de subir, va decreciendo. El drama de Hugo nace adulto: obra al fin de quien empezó por codificar el arte dramático. Hay más: a medida que Víctor Hugo se pone en contacto con el público del teatro, gradualmente se desorienta y se extravía. Su primer drama, Marion Delorme, pasa, y con razón, por el más perfecto. En él aparece ya la tesis favorita del poeta, la rehabilitación de los seres degradados y la depuración del mal por medio de una sola gota de bien, como una sola gota de leche del seno de Juno bastó para trazar sobre el negro firmamento el rastro luminoso de la Vía Láctea. Marion Delorme, es la cortesana impura, pero sinceramente enamorada de Didier, el cual, desconociendo su historia, la consagra un culto fino y acendrado; este sentimiento la redime. No importa que, por salvar a Didier del cadalso, Marion se entregue a Laffemas; su dolor, su desesperación, su vergüenza: su horror de la ignominia, son claras señales de la redención de su espíritu hasta entonces abyecto. Igual pensamiento domina en El rey se divierte y en Lucrecia Borgia. Un vil bufón, escoria de la humanidad, asalariado por su monarca para acribillar a sarcasmos a la virtud; un repugnante corcovado de cuerpo y   —192→   alma, un monstruo, conserva, sin embargo, un destello divino, el amor paternal, y es suficiente para despertarle al remordimiento y al arrepentimiento la maldición del viejo ultrajado, y sobra para infundirle la dignidad de hombre, y para que en su conciencia se sienta igual al rey, capaz de pedirle cuentas y de lavar con su sangre la honra de la inocente niña seducida y abandonada. Es la tendencia de Rousseau, la divinización de lo humano. En Lucrecia Borgia sube de punto la atrocidad moral. La Lucrecia de Hugo, nada semejante a la de la historia, pero sí a la de la leyenda, es la hembra luciferina, vaso de abominación, abismo de crímenes nefandos; su nombre es un estigma, y sus actos los de una tigre sedienta de sangre. Pero en el obscuro antro de su corazón penetra algo como rayo de luna visto por la claraboya de un calabozo; la fiera ha tenido secretamente un hijo, y el cariño que le tributa hace que nos interese Lucrecia, que la compadezcamos, y que tal vez nos a traiga con más fuerza que heroínas que nunca han pecado ni sufrido. Ruy Blas es otro aspecto de la misma tesis. Entre la hez de la sociedad busca Víctor Hugo a un mísero lacayuelo, y deposita en su alma el amor, un amor ideal y puro. Gusanillo prendado de una estrella, el lacayuelo se atreve a querer a la reina de España. Al influjo de la pasión adquiere Ruy Blas ese modo de sentir que parece privilegio exclusivo de los nobles y los magnates: el honor caballeresco; y otra cosa que aún vale más; la magnanimidad,   —193→   la alteza de miras, el patriotismo sublimado hasta la abnegación heroica.

No puede negarse que en esta idea hay cierta grandiosidad, pero sobre que no se funda en la psicología científica, implica una especie de sistema mucho más mecánico que todas las unidades, reglas y cortapisas de Boileau. Sirve este sistema para buscar contrastes y efectos, no para trazar caracteres reales, de la casta de Otelo y Macbeth, ni para estudiar el alma como la estudiaba Racine.

La forma de Hugo era espléndida; las situaciones, aunque violentas e inverosímiles, de singular prestigio; pero apagadas las candilejas, cuando el espectador volvía a su casa, cuando el crítico tomaba la pluma, producíase la inevitable reacción contra aquella fantasmagoría vana y brillante. Esperábase con impaciencia la obra maestra, el fruto ya sazonado, una de esas creaciones que subyugan a la envidia, y sólo se veía un descenso vertiginoso hasta llegar a las terroríficas y melodramáticas escenas de Ángelo tirano de Padua y de María Tudor, o a la peregrina y desatinada Edad Media de Los Burgraves. La obra aclamada unánimemente no llegó a producirla Víctor Hugo, ni tampoco -aunque le anduvo más cerca- el otro dramaturgo de la escuela, Alejandro Dumas, padre46.

Tal vez alguien se escandalizará viendo que   —194→   pongo a Alejandro Dumas más alto que a Víctor Hugo en cuanto autor dramático; pero si es mérito la novedad, mi opinión carece de ese mérito: hace muchos años dijo esto mismo un hombre dotado de sagacidad crítica; me refiero a nuestro Fígaro, D. Mariano José de Larra. A propósito del estreno de un drama de Alejandro Dumas, escribía Larra lo siguiente, que al pie de la letra transcribo: «Entre los escritores dramáticos modernos que ilustran a Francia, Dumas es, si no el primero, el más conocedor del teatro y de sus efectos, incluso el mismo Víctor Hugo. Víctor Hugo, más osado, más colosal que Dumas, impone a sus dramas el sello del genio innovador y de una imaginación ardiente, a veces extraviada por la grandiosidad de su concepción. Dumas tiene menos imaginación, en nuestro entender, pero más corazón; y cuando Víctor Hugo asombra, él conmueve: menos brillantez, por tanto, y estilo menos poético y florido, pero, en cambio, menos redundancia, menos episodios, menos extravagancia; las pasiones hondamente desentrañadas, magistralmente conocidas y hábilmente manejadas, forman siempre la armazón de sus dramas; más conocedor del corazón humano que poeta, tiene situaciones más dramáticas, porque son generalmente más justificadas, más motivadas, más naturales, menos ahogadas por el pampanoso lujo del estilo. En una palabra: hay más verdad y más pasión en Dumas, más drama; más novedad y más imaginación en Víctor Hugo, más poesía. Víctor Hugo explota   —195→   casi siempre una situación verosímil o posible: Dumas, una pasión verdadera».

Larga es la cita, pero no quise abreviarla, porque también es substanciosa; encierra un paralelo exacto, aunque benévolo en demasía, cuando otorga a Dumas ese conocimiento del corazón humano y de las pasiones que no poseía en tanto grado, teniendo en cambio el don de saber manejar los resortes dramáticos, un instinto doblemente seguro que el de Víctor Hugo para elegir asuntos nacionales e históricos, como aventajado discípulo de Walter Scott, y un tino especial para abrir caminos al drama romántico, adaptándolo a los asuntos modernos, al movimiento político y filosófico, al espíritu revolucionario, carácter que Larra reconoció en Antony, drama importante de Dumas padre, donde está en germen todo el teatro de Dumas hijo, ideológico, pasional y esencialmente moderno.

Importábame también la cita de Fígaro, porque hace justicia a un gran literato popular, desdeñado con exceso: a un temperamento exuberante y lozanísimo, a un escritor prolífico e inexhausto, a uno de esos pródigos de las letras y del arte a quienes todo el mundo se cree con derecho a mirar por cima del hombro, pero a quienes se lee con deleite siempre que el espíritu pide descanso y solaz; y agrada ver cómo la crítica, no influida por la rutina del elogio, tiene a veces la misión de bajar a los poderosos de su silla y exaltar a los humillados. Laméntase un crítico de que en Francia se   —196→   haya arraigado la mala costumbre de desdeñar y aun de despreciar a los que ya no representan las ideas o los caprichos del momento, y señalando el olvido en que murieron Lamartine, Thiers y Béranger, entiende que los extranjeros aprecian con mayor equidad y tranquilidad las reputaciones francesas. No siempre: los fanatismos no se detienen en la frontera, no pagan derechos de aduanas. A España, por ejemplo, se ha comunicado no sólo la incondicional hugolatría, sino también el menosprecio de Alejandro Dumas padre, considerado únicamente escritor folletinesco, de novela por entregas. Hora es ya de rectificar: en el drama romántico, el puesto de Dumas está a la derecha y delante de Víctor Hugo.

La biografía de Dumas padre es menos interesante que su temperamento. Puede resumirse en estas palabras: escribió sin cuento y supo hacerse leer. Los antecedentes de familia, el atavismo y la transmisión hereditaria, caracterizaron a Dumas. Su padre, que era, como el de Víctor Hugo, general de los ejércitos de Bonaparte, había nacido en Santo Domingo, y la feliz mezcla de sangre y de razas que hizo del padre de Dumas un gigante mulato, de fuerza hercúlea y de arrogante belleza, prolongó su acción hasta producir la robustísima complexión literaria del hijo. Cierto que su abundancia y fluidez tenían el defecto de la vegetación tropical: eran como esas frutas de América, dulces y saturadas de melaza, pero de excesivo tamaño, de pulpa floja e inconsistente,   —197→   y en que lo azucaroso no está contrastado como en las europeas por cierta sana acidez. Los escritos de Dumas cunden y se ramifican y se visten de hojarasca, cual la flora de la zona tórrida: y no era sólo en esto, ni en los signos fisionómicos, los gruesos labios y el crespo cabello, en lo que se le conocía la sangre negra, sino en caracteres morales; la ingenua vanidad, la impávida e incorregible satisfacción de sí mismo, y cierta eterna juventud o más bien infancia de la fantasía, que con todo se encanta, porque todo le parece nuevo y hecho ex profeso para su goce, para su uso exclusivo, y en todo país ve una tierra que descubrir y conquistar. Del negro eran también en Dumas el desorden económico, la afición al lujo y al derroche, el invencible abandono y la tendencia a la pereza sensual y feliz, pereza que en Dumas, por combinación singular, se unía a una laboriosidad que yo llamo volcánica, pues se parece a continua erupción de lava ligera y enfriada presto, que se desborda en forma de novelas, dramas, historias, memorias, narraciones de viaje, cuentos, reflexiones, críticas y hasta artículos de cocina, con un tesoro de recetas. Así como en Dumas hijo preponderó la raza caucasiana, Dumas padre fue siempre el hijo de Cam. Escudada con la doctrina de Taine, que no sólo autoriza, sino recomienda las anécdotas en la crítica literaria, referiré una que muestra la irreductible disparidad de las dos generaciones de Dumas. Cierto día que Dumas padre no tenía botas que poner, pidió a su hijo un par prestado.   —198→   Este abrió un armario, y diciendo «escoge», le señaló veinte pares de botas en fila, muy bien embetunadas y relucientes. Dumas padre tendió la mano, tomó las que le gustaron más, y encogiéndose de hombros, murmuró con el desprecio más profundo: «¡Y después dirán que mi hijo es un genio!».

Entre las particularidades del temperamento de Dumas padre, descollaron la alegría y el buen humor; en sus escritos se advierte este regocijo temperamental, que no nace de las circunstancias exteriores, sino de la salud y de la plenitud fisiológica. Nunca aparece Dumas nervioso, fatigado, hipocondríaco; nunca le faltan ánimos, y sólo su excelente estómago y su vigor sanguíneo explican cómo pudo resistir las orgías de trabajo a que se entregaba. Sus enemigos le acusaron de plagiario y de que sostenía una fábrica de novelas en que sólo era suya la firma. Cierto que asalarió colaboradores secretos como Augusto Maquet; pero si se procuró esa ayuda material, fue porque el tiempo, estírese como se estire, no da más de sí que sesenta minutos por hora; y aun cuando restemos de la obra de Dumas lo que no hizo más que revisar y autorizar con su nombre, queda una cantidad tal de labor, que se presenta para Dumas el mismo problema que para el célebre Tostado: tuvo que escribir mientras dormía. Así lo dice en sus Memorias: «Mis escenas históricas del reinado de Carlos VI fueron uno de los primeros triunfos de la Revista de Ambos Mundos, y este éxito me determinó a escribir una serie de   —199→   novelas que se extendiesen desde el reinado de Carlos VI hasta nuestros días. Mi primer deseo es siempre ilimitado; mi primera inspiración tiende siempre a lo imposible, y después llego a realizarlo, porque me empeño, mitad por orgullo, mitad por amor al arte. ¿Cómo se hace el milagro? Trataré de explicarlo, aunque no lo comprendo bien yo mismo. Se hace trabajando como nadie trabaja; suprimiendo todos los detalles de la vida y renunciando al sueño». El que puede quitarse de dormir y no pierde el equilibrio, la placidez y el ingenio; el que en esa producción incesante como el curso de un río, no es arrastrado y no sucumbe; el que conserva su personalidad y se mantiene presente en su obra y no desciende completamente al fárrago insulso, bien justifica la frase de Michelet, que escribía a Alejandro Dumas padre: «Le quiero y le admiro a usted, porque es usted una fuerza de la naturaleza».

Volveremos a hablar de Dumas padre al llegar a la novela; hoy sólo tenemos que considerarle como autor dramático, y en ese terreno, si Víctor Hugo goza los honores y ostenta los distintivos de la jefatura, es realmente Dumas quien sugiere, no sólo las distintas formas del drama romántico, sino sus ramificaciones, que todavía subsisten. Dumas hijo, Augier y Sardou no deben poco a Dumas padre. Repasad los veinticinco tomos que forman el Teatro completo de Dumas, y allí encontraréis los gérmenes, más o menos desarrollados, del drama histórico, del histórico novelesco, del de intriga,   —200→   del de pasión y hasta del jurídico. El drama histórico, con asunto nacional, es patrimonio del autor de La corte de Enrique III y La Torre de Nesle, y el drama pasional y psicológico procede de Antony, obra que, sin duda, cualquiera que sea el concepto que nos merezca su tesis, y aun cuando repitamos, con Fígaro, que es inmoral, que es la expresión de una sociedad caduca y un grito de desesperación lanzado por la humanidad, descuella entre todo lo que produjo Dumas. Si algún drama romántico pudo aspirar al dictado de obra maestra -imperfecta como los Bandidos de Schiller- es Antony, y por ella habría de sobrevivir el nombre de Dumas padre, aun cuando la corriente del olvido arrastrase sus demás producciones; porque el hospiciano Antony, con todas sus exageraciones y énfasis, sello genuino de la época, es una figura alta y poderosa, de singular energía dramática y de gran acción sobre nuestra fantasía. Antony ha tenido posteridad, y ha hecho soñar y sentir. Las donosas críticas de Fígaro al asunto de Antony están en pie y conservan todo su chiste, salpimentado de buen sentido; porque Larra, que por dentro fue una especie de Antony, era en crítica el más templado y razonable de los eclécticos y hasta el más prudente de los conservadores; pero las faltas de lógica que Larra nota en el drama de Dumas podrían reprenderse en otros que pasan por inmortales; en nuestro Don Álvaro, en el Tenorio, en casi todos los de Schiller; y en la obra maestra de Dumas hijo, que es, sin género   —201→   de duda, La dama de las Camelias, ha observado Zola, sagazmente, iguales ilogismos, nacidos de que los personajes no discurren bien; tienen una falsa concepción de la vida. Si los personajes del drama fuesen santos, sabios o impecables filósofos, no habría drama posible. La misma indignación que suscitó Antony, las controversias, las acres censuras, indican su vigor, denuncian que es de raza vividera y activa. De las obras que nadie combate, desconfiemos; tal vez es que han nacido muertas.

Aunque Dumas padre no era un gran crítico, tenía suma perspicacia, y lo demostró al escribir de Antony: «Esta fue, no solamente mi obra más original, mi obra más personal, sino una de esas obras raras que ejercen influencia sobre una época». Bien dicho, aunque en alabanza propia. Fruto de esa emancipación del yo que trajo el romanticismo, y que fue principalmente labor de la lírica, Antony es un drama lírico, pasional, de sentimiento; Dumas ni aun lo cree drama, sino una escena de amor, celos y cólera, en cinco actos. Si el nombrar a Goëthe al lado de Dumas padre no pareciese malsonante, yo diría que Antony, por sus antecedentes psicológicos, y, sobre todo, por su íntima fuerza, es el Werther francés. ¿Y por qué no? El personaje de Antony es hermano de Werther, de René, de Obermann, de Jacobo Ortis, de Rolla, de todos los desesperados del romanticismo, poseídos de una especie de satánica soberbia, que tuvo grandeza propia. A la acusación de inmoralidad   —202→   tantas veces lanzada contra Antony, Dumas respondía que sus dos culpables, Adela y Antony, recibían terrible castigo: para la una la muerte, el presidio para el otro. Era verdad, pero no por eso queda limpio Antony de la inmoralidad esencial romántica: el desenfreno del lirismo, el yo hecho centro del mundo y pisoteando cuanto se opone a su expansión, leyes, Códigos, respetos humanos, conveniencias sociales, y, por último, la sacra antorcha de la vida. Y por esta condición de Antony, porque el lirismo romántico no se expresó jamás en la escena con tanta energía, con tan impetuosa y diabólica arrogancia, es Antony el primer drama del teatro romántico francés.

Hemos visto que si la poesía lírica fue una gloria para el romanticismo, el drama fue al fin y al cabo un desastre. Ahora tenemos que seguir al romanticismo a otro terreno, el de la novela, que será como ir sobre tizones encendidos, porque ya nos acercamos a lo que acaloradamente se discutió hace bien pocos años, y aún no se ha sentado la polvareda que cegó tantas pupilas e hizo a tanta gente confundir los rebaños de carneros con ejércitos en marcha.



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ArribaAbajo- VII -

La novela romántica.- Los modelos anteriores o precursores del romanticismo.- La novela subjetiva: Adolfo y Obermann.- Las novelistas.- Víctor Hugo en a novela.- Superioridad de Nuestra Señora de París.- La novela simbólica y social


Hemos recorrido los dominios de la poesía lírica y del drama romántico, y llegamos a la novela, género en que el romanticismo no representa un adelanto, sino más bien una dirección falsa, una confusión o error de rumbo; un extravío.

Al servirme de la palabra extravío, quisiera que fuese bien explicada por mí y bien comprendida por los que me leen. El extravío de un género, dentro de un movimiento tan hondo y de tan vitales consecuencias como el romanticismo, no es incompatible con la aparición, en el mismo género, de varias obras dignas de admiración y aplauso, como la derrota de un ejército no es incompatible con los episodios heroicos y las bizarras acciones que realiza.   —204→   Hay que fijarse en que el romanticismo era una tentativa de renovación general, y aspiraba a hacer tabla rasa de lo vigente y establecido, trayendo a cada esfera y a cada orden de la producción artística y literaria nuevas formas e ideales nuevos, y al par exhumando los que yacían ocultos (según se nota en la arquitectura, donde el papel del romanticismo fue mera rehabilitación de los estilos gótico, románico y oriental). Cuando se emprende la tarea de renovar e innovar, el criterio para juzgar del valor de la innovación es, ante todo, comparativo. Si lo nuevo supera a lo que destruye, la innovación era buena y lícita. Si, por el contrario, lo nuevo parece inferior y acusa decadencia; si, pasado el primer instante de sorpresa, gastado el peculiar goce que siempre causa la novedad, se advierte que no alcanza la perfección y riqueza de contenido de lo antiguo, entonces hay un error fundamental de concepto en la dirección innovadora. Así se juzgan, no sólo las revoluciones estéticas, sino también las políticas, y por eso el movimiento político de Francia, en todo un siglo, no ha logrado infundir respeto a la historia.

En el romanticismo -recuérdese que de Francia hablamos-, la lírica y aun la historia son dos aciertos. Acaso no es dado al lenguaje ni a la inspiración llegar más allá de lo que llegaron Víctor Hugo, Lamartine y Alfredo de Musset; y si recordamos la sequedad y pobreza de la lírica en el siglo XVIII, veremos cuán necesaria era la renovación. Como   —205→   las victorias bien ganadas son siempre fecundas, los grandes poetas líricos que sucedieron a Musset, Hugo y Lamartine tienen todos filiación romántica, más o menos clara, pero real; ninguno cuenta entre sus ascendientes a los rimadores del siglo XVIII: saben que proceden del Cenáculo y que no serían lo que son a no haberse bañado en las ondas del lago lamartiniano. Otro tanto, como veremos, puede decirse de los historiadores: las obras históricas de Voltaire, lo más lucido y sustancioso de la historia dieciochena en Francia, no hubiesen bastado para motivar la aparición de los Michelet y Thierry.

Pero, en el teatro, el romanticismo no tuvo más valor que el del cambio, que a veces conviene sólo por ser cambio, aunque nada mejore. La tragedia clásica era superior al drama romántico; y esta afirmación, demostrada por trabajos de crítica seria y sincera, es una verdad patente, ya hoy reconocida. De estas verdades vive la crítica, cuando se eleva a la altura de ciencia exterior y superior al antojadizo gusto personal, y cuando enseña al hombre a juzgar rectamente, aun contra las sugestiones de ese gusto, no depurado por la sensibilidad y la cultura estética. Los testimonios en favor de la superioridad del teatro clásico en Francia, son, no sólo una crítica ilustrada y serena, sino el asentimiento de las generaciones, que a la larga presta consistencia de bronce al erguido pedestal de las obras maestras. Racine, Corneille, Molière, y varios escalones   —206→   más abajo Voltaire, son en Francia los triunfadores del teatro, y por eso hay que inscribir entre las derrotas del romanticismo el drama.

La novela romántica, o al menos la que generalmente recibe este nombre, es otra derrota, o como antes decíamos, un extravío, una desorientación, un error; pero, por razones especiales tuvo apariencias de acierto y aureola de popularidad, más duradera que la del drama. En el drama tenían que luchar los románticos con el recuerdo de glorias muy altas, muy puras, sancionadas por la tradición; en la novela, esa misma tradición, aunque existía, no se había definido, no ostentaba el rico barniz del tiempo; y si antes del romanticismo poseía Francia modelos del género novelesco, no los consideraba tales, porque acababan de aparecer cuando la Revolución lo arrasó todo. La lucha entre la tragedia clásica y el drama romántico terminó con la muerte de ambos adversarios, y la revelación de otra forma nueva, mixta y de transición; nadie refrescó -ni era posible- los laureles de Racine y de Corneille. No así la novela, que sin ruido y a espaldas del romanticismo, y a veces a su sombra, pero no bajo su bandera, supo soldar la cadena de la tradición donde se había roto, para revestir una variedad y riqueza de formas, matices y tonos que probaron su vitalidad, su frondosa lozanía, haciendo de ella el género moderno por excelencia, el más comprensivo, el más amplio, el más hospitalario   —207→   para toda clase de ideas y sentimientos -el poema universal de este siglo, disperso en cientos de miles de estrofas entonadas por millares de voces-.

La novela francesa, inmediatamente anterior al romanticismo, ya no era clásica. No la sujetaron, como decía con palabras de oro Diderot, ni las reglas de Aristóteles ni los preceptos de Horacio; la parte que tuvo de clasicismo se derivaba de la influencia del genio nacional en la prosa, en la lengua; por eso Francia contará siempre entre las joyas de su tesoro literario algunas narraciones de Voltaire, como Cándido, Micromegas y Zadig. Al lado de ese clasicismo que podemos llamar espontáneo, y que brilla en dos cualidades tan francesas como la sencillez de la forma y la diafanidad del pensamiento, encontramos desde el siglo XVIII anticipadas todas las direcciones de la novela que han de sobrevenir. La tierna e inconsciente Manon Lescaut, del abate Prevost, ¡qué posteridad va a tener en las infinitas Magdalenas más o menos arrepentidas, desde La Dama de las Camelias, hasta la recientísima Thais! La lírica Nueva Eloísa, de Juan Jacobo Rousseau, ¡qué serie de estudios pasionales va a inspirar! ¡Qué sartas de corazones doloridos y despedazados va a enhebrar por el hilo de una prosa tan sugestiva como los mejores versos! En cuanto a Dionisio Diderot, los novelistas contemporáneos reconocen en él a su maestro, y a veces insuperable.

Prescindiendo de lunares con que la impiedad   —208→   y la lubricidad de su época afearon las páginas de La Religiosa, de Diderot, es imposible narrar con mayor sentimiento y fuego que aquel escritor desigual e impetuoso, aquel formidable Pantófilo que producía a la vez que la enorme Enciclopedia, paradojas y teorías estéticas, primorosas novelas y cuentos, dramas, ensayos históricos, y que, por escribir, con largueza inconcebible, hasta escribía las obras de los demás. Entre los cuentos de Diderot, hay uno que, enteramente moderno en la intención, recuerda sin embargo una de las mejores novelas ejemplares de Cervantes, La Tía Fingida; me refiero al titulado Madama de la Pommeraye y el marqués de Arcis, cuyo argumento ha servido para el drama Fernanda. Al final de esta encantadora historia, clásica en la forma y humanísima en el fondo, es donde Diderot, que sabía adivinar, y que predijo exactamente los destinos de la poesía lírica, escribió estas palabras, muy significativas entonces: «Si he pecado contra las reglas de Aristóteles y de Horacio, en cambio he referido este suceso tal cual ocurrió, sin quitar ni poner».

Desde mucho antes del advenimiento del romanticismo, poseía, pues, la novela francesa modelos, no clásicos, sino realistas, psicológicos, humanos. Cuando el romanticismo asoma, la novela que inspira es, en resumen, poesía lírica, escrita en prosa: la ráfaga del lirismo, que hacía palpitar las páginas de la Nueva Eloísa, sopla, mansa y dulcemente, en el idilio de Pablo y Virginia, más sentimental que el   —209→   de Dafnis y Cloe. Vibrantes poemas líricos son también la Atala y el René, de Chateaubriand. Durante el primer período romántico, la prosa servía de válvula al lirismo, hasta que pudo derramarse a sus anchas en las estrofas de Lamartine y Musset. Mucho tienen de líricas también, por lo autobiográficas, la Corina y la Delfina de madame de Staël, y lirismo puro fue luego el Rafael, de Lamartine.

La corriente lírica en la novela, bajo el romanticismo, procede de Werther, y se manifiesta con igual fuerza sugestiva y con esa especie de maléfico hechizo que se nota, no sólo en el caso morboso de René, sino en dos libros menos conocidos en España: el Adolfo, de Benjamín Constant y el Obermann, de Esteban Senancourt.

Benjamín Constant, el más francés de los suizos, la antítesis del formal Sismondi, no se parece en nada al tipo del novelista de oficio de la época realista, hombre que lleva a cuestas el deber profesional y sale a caza de documentos, de descripciones, de colores y de formas, atiborrado de teorías y constante y metódico en la producción. Sólo por casualidad fue Benjamín Constant novelista. No se dedicaba a la amena literatura; inclinábase a los estudios serios; había cursado filosofía y ciencias en Inglaterra y Alemania; escribía libros graves, de historia religiosa, y folletos políticos de gran resonancia; ardiente tribuno y orador, sus compañeros le evitaron el destierro que le impuso Napoleón al mismo tiempo que a Madama   —210→   de Staël; y sus inconsecuencias frecuentes, ni amenguaron su popularidad, ni impidieron que a su muerte el pueblo quisiese llevar al panteón sus despojos. Con todas estas circunstancias, Benjamín Constant apenas obtendría dos renglones de mención en las historias de la literatura, si no acierta, en un momento de efusión lírica y doloroso subjetivismo, a emborronar la breve novela titulada Adolfo.

El origen de Adolfo, como el de las Noches, de Alfredo de Musset, es un desengaño amoroso, menos cruel, aunque mortificante para el orgullo. Seguía Benjamín Constant la estela de Madama de Staël, aspirando a casarse con ella en segundas nupcias, y viose desairado en esta lícita pretensión. Constant tenía amor propio y le hirió la negativa; por despecho, se dio prisa a unirse en matrimonio con una dama alemana de altos blasones. Toda esta historia, con muchos pormenores tragicómicos, v. gr., el conato de envenenamiento de la esposa de Benjamín Constant, es pública por indiscreciones de Sismondi, que recogió con fruición Sainte Beuve, fiel a su sistema de que, para juzgar acertadamente a los escritores, es preciso conocer al dedillo su vida privada, y muy en especial sus amoríos: sistema que otro crítico ilustre llamó «hacer la historia de los grandes hombres con el catálogo de sus pequeñeces».

Tal episodio, que bien puede referirse en el estilo semi-serio que emplea Sainte Beuve, no bastaría para engendrar en otro hombre el tedio mortal, el hastío árido y desolador que se   —211→   desprende de las páginas de Adolfo. Igual reflexión ocurre acerca de René: es preciso que un alma sea de condición especial para que desilusiones que todos sufren alguna vez, inspiren esas elegías, esas rebeliones contra la ley del destino y ese descontento satánico y rabioso. Adolfo se escribió en 1814, aunque no se publicó hasta 1816, y su autor, según la costumbre de entonces, lo había leído manuscrito a varios amigos y en tertulias íntimas; se hablaba del libro, se comentaba antes de que apareciese. El asunto, sencillo y amargo, es un caso de pasión; pinta dos caracteres, el de una mujer constante y apasionada, y el de un hombre aburrido y gastado por dentro, enfermo del mismo mal de René, el famoso mal del siglo: hombre desecado por el análisis, helado antes de la vejez, que quisiera sentir y no puede, y en cuyas manos todo se marchita. Había en Adolfo, en la elegante sobriedad de su refinada prosa y en la contenida vibración de su sentimentalismo, arte suficiente para dorar la verdad; y había también lirismo sincero bastante para infundir la simpatía que adivina el drama real al través del velo de la ficción. Adolfo fue, pues, de esas obras afortunadas en que una generación ve su retrato fiel y exclama: «Así sufría yo, así sentía, pero no sabía expresarlo».

A la misma familia intelectual y moral de René, de Werther y de Adolfo pertenece el Obermann, de Esteban Senancourt: como el altanero René, otro hijo desdichado de nuestra edad, que «ni sabe lo que es, ni a   —212→   qué aspira, ni qué anhela; que llora sin causa, que desea sin objeto, y para quien nada es como debe ser, sino que todo está fuera de su lugar y en el mundo sólo reina el tedio, sentado entre la anarquía y el desorden». En esta desolación incurable, a la legua se trasluce el discípulo de Juan Jacobo, doblemente contaminado por tan peligroso maestro, porque la Naturaleza le castigó con una complexión endeble y un alma nebulosa y triste como un día de lluvia. Senancourt era un muchacho enfermizo, a quien las vagas melancolías de la pubertad condujeron al seminario, y a quien, una vez reconocida la deficiencia de la vocación eclesiástica, quedó siempre, como marca de ella, el retraimiento, la afición a la soledad. Esta clase de hombres llevan la desgracia en el carácter; se suicidan imaginariamente todos los días. Obermann, inferior a Adolfo por el estilo y el análisis -Constant era mejor literato y tenía más experiencia del mundo-, es tal vez superior por la sinceridad y franqueza con que el novelista descubre su alma ulcerada. Obermann pudo ser el modelo de Adolfo: se publicó en 1804, dos años después que El Genio del Cristianismo, donde iba incluido el episodio de René.

Bien se ve que estos primeros novelistas románticos pertenecen al lirismo subjetivo, y tienen, como diría Baudelaire, los ojos atractivos y fascinadores de un retrato. Nos interesan porque hacia donde quiera que nos volvamos, nos miran fijamente. No hablan sino de sí mismos;   —213→   narran su corazón. Invaden las letras como legión de egoístas sin ventura, repitiendo la frase del maestro Juan Jacobo: «Yo no me parezco a los demás; yo no soy como las otras personas...». Penetran en el alma como una cuchillada en las carnes, y afirman su yo insolente y altivo, o quejumbroso y doliente, enseñando con arrogancia a la multitud el corazón ensangrentado. La impersonalidad, que más adelante veremos proclamada a título de canon del arte de hacer novelas, por Flaubert y por Zola, es la reacción contra estos novelistas que mendigaron simpatía o emoción, así como la impasibilidad de los parnasianos es otra protesta contra los poetas que, a ejemplo de Musset y Lamartine, confían a la grosera muchedumbre el secreto de su padecer.

Más tarde que esta dirección lírica, despunta en la novela, respondiendo a una necesidad general, la dirección épica. Los que pueden asimilarse libros como René, Adolfo y Obermann, son siempre minoría: un público formado por la juventud, las almas ardientes y soñadoras, predispuestas al contagio del lirismo. La mayoría, masa anónima e indiferente, ávida de distracción y de novedades que hagan olvidar el peso de la vida, esperaba la novela narrativa, el tipo normal y mediano de la novela; y la muchísima gente a quien interesaban los problemas políticos y sociales, aguardaba la novela de tesis. Por un momento agradaron a los lectores las obras de madama de Souza, madama de Krudener y madama Cottin, aquella a   —214→   quien Barbey d'Aurevilly, furibundo detractor de literatas, llamó «inspiradora de todos los relojes cursis de sobremesa». De las tres, fue sin duda madama Cottin la que consiguió más fama y lectores, y hasta mereció la gloria de que Chateaubriand se inspirase en su Malek-Adel para la figura del Último Abencerraje; sin embargo, nada escribió la Cottin tan romántico y sentido como la Valeria, de la exaltada profetisa madama de Krudener. Recibíanse entonces como el maná ficciones que hoy parecen lánguidas y soporíferas, y cuando el mediocre novelista Fiveé daba a luz una sencilla narración, La dote de Susanita, el hecho adquiría proporciones de acontecimiento, las ediciones se sucedían agotándose rápidamente. Los hábitos intelectuales del pueblo francés le preparaban a exigir el pan cuotidiano de la novela; pueblo de racionalismo y de prosa, el lirismo poético sólo podía dominarle por accesos y a favor de las circunstancias.

Ya despuntaba en estos primeros tiempos del romanticismo un escritor ramplón y pedestre, que no tiene significación artística, pero sí una caracterizada fisonomía nacional: me refiero al verde y jocoso Pablo de Kock, que en sus defectos y cualidades lleva el sello del achatamiento parisiense, y cuya literatura grotesca y bonachona está cortada a la exacta medida de clases sociales que ya no son el pueblo de antes de la Revolución: mesocracia llena de sentido llano, privada de alto instinto estético, y tan dispuesta a llorar en el melodrama y a   —215→   embelesarse con la inventiva de Ponson du Terrail y Montepin, como a descalzarse de risa con las travesuras de Gustavo el Calavera y otras ficciones cuyo solo título lastimaría los oídos menos delicados. Si algún elogio puede hacerse de Pablo de Kock, es que en sus cuadros existe un realismo, -burdo y bajo, es cierto- que todavía puede comprobarse viajando por el interior de Francia o recorriendo ciertas zonas estratificadas de París.

Antes de llegar a la novela objetiva, y a sus representantes, debo aclarar un punto cronológico. En historia literaria no hay nada más engañoso que la cronología. En el período de 1825 a 1840, cuando ensordece el aire el estrépito de las ficciones de Alejandro Dumas, Víctor Hugo y Eugenio Sué, es cuando también florecen y cunden otros géneros de novela bien distintos, algunos de ellos, anuncio de tiempos nuevos, en que el romanticismo novelesco será sólo una memoria. Antes de la época llamada de transición, que suele fijarse hacia mediados del siglo, la transición existe; o al menos, se marcan sus líneas generales. En 1826 aparece el Cinq Mars, de Alfredo de Vigny, tan concienzudo en materia histórica como era desenfadado Alejandro Dumas. En 1834, Teófilo Gautier, en la plenitud de su talento y jefe de la escuela cismática del arte por el arte, da a luz Mademoiselle de Maupin. Un año antes, publica Sainte Beuve su extraña novela erótico-teológica Voluptuosidad. Y de 1827 a 1830 nacen, es verdad que entre la   —216→   indiferencia del público, las mejores obras de Stendhal, y poco después las impecables narraciones de Próspero Merimée. Los maestros que acabo de nombrar, aunque en el tiempo coinciden con el apogeo de Dumas y Sué; aunque alguno de ellos bajó al sepulcro antes de que se conociesen las últimas novelas de Hugo, son de otra generación artística, son a la vez más modernos y tradicionalistas: enlazan la novela francesa, a la que fue encanto del siglo XVIII; continúan a Voltaire y Diderot, y siguen a Rousseau en la tarea de escrutar el corazón humano y estudiar las pasiones. Aunque no les falten resabios de romanticismo (los han tenido, tardíamente, los naturalistas más crudos), ni Stendhal, ni Merimée, ni el mismo Gautier, son novelistas románticos de escuela; y el gran Teo sería capaz de volver a morirse de rabia si sólo un instante le metiésemos en docena con Sué y Dumas padre, escritores sin estilo y sin exigencia artística. A los otros, a los estilistas, hay que considerarles aparte, según desearon y merecieron.

No sólo por orden de fechas pertenece a Víctor Hugo el puesto de honor entre los primeros novelistas románticos. Si Alejandro Dumas padre le vence en el drama, en la novela hay costumbre de poner a Víctor Hugo sobre el creador de Artagnan. En el teatro, la magnificencia del estilo, la calidad superior de la fantasía artística, no pueden reemplazar a la acción, al interés, al movimiento dramático y a la variedad y originalidad de las situaciones   —217→   y caracteres. Víctor Hugo es un gran poeta, pero Dumas es un fecundo e inagotable inventor, aunque vista sus invenciones el ropaje de una prosa harto fácil. Parece que Alejandro Dumas hijo -que también fue acusado de usar mala ropa- explicaba la decadencia rápida de la nombradía de su padre por las deficiencias del estilo, mirra que embalsama y conserva la obra literaria.

Repasad la serie de las novelas de Víctor Hugo, y notaréis que son poemáticas. Si su autor las hubiese versificado, serían un canto más de la Leyenda de los siglos. El don que poseía Víctor Hugo de agigantarlo todo, de ver en una gota de agua reflejado el universo, brilló en sus novelas, las de la primera época y las de la segunda. Esta tendencia a la epopeya y al símbolo, y a que ideas y figuras revistan proporciones colosales, se revela cada vez más en las novelas de Hugo, ya narrativas y dramáticas, ya apostólicas y apocalípticas, como himnos a la caridad universal, apoteosis de los pobres, los abandonados y los humildes, y vaticinio del triunfo final del bien y la luz sobre la maldad y la ignorancia: Ormuz y Arimanes, númenes del poeta.

Las primeras novelas de Víctor Hugo son, no obstante, más sencillas, más conformes a lo que por novela solemos entender. Una de ellas, Bug Jargal, puede pasar por modelo: el poeta la escribió a los diecisiete años, cuando las reglas y tradiciones clásicas sujetaban aún su impetuosa fantasía. Los vuelos de esta se notan ya en   —218→   la siniestra figura del lipemaníaco Han de Istandia, y en las espeluznantes páginas de El último día de un reo de muerte, estudio digno de una clínica, donde se diseca, no el cuerpo, sino el alma, lacerada por el terror y presa del vértigo ante el más allá. Esta obra no merece el olvido en que yace: es de un vigor dantesco, y pocas veces habrá conseguido Hugo unir tan estrechamente la concisión y la energía. El autor inicia allí la campaña contra la pena de muerte, que sostuvo después en la tribuna parlamentaria. Fue siempre en Víctor Hugo, desde los días de la juventud, una obsesión fatídica, una especie de constante escalofrío, la idea de la muerte. En sus versos ha registrado Brunetière numerosos pasajes, donde se nota el estremecimiento de horror que le sobrecoge al pensar en el desenlace inevitable de la vida, sobre todo desde que pereció ahogada una hija del poeta. En el espanto que le infundía la muerte era sincerísimo Víctor Hugo. Sin duda opinaba, conforme con nuestro Espronceda, que la palabra inmortalidad es una de las muchas consejas con que entretenemos al Genio, tan niño como el Amor.

Para obtener eso que decimos inmortalidad, no necesitaría Víctor Hugo haber escrito versos: bastaría Nuestra Señora de París. Un aspecto del romanticismo, el más genuino y universal, está condensado en lo que no sé si llamar novela o poema. Hay naciones donde el romanticismo fue sobre todo el regreso a la tradición y la exhumación del pasado poético   —219→   y glorioso: España se cuenta en el número de estas naciones, por lo cual ha visto en Zorrilla la expresión más cabal del espíritu romántico. Alemania y Escocia también sintieron el romanticismo, principalmente, desde el punto de vista histórico y legendario, como corriente épica: las nieblas y las baladas, las ondinas y las Loreleys del Rin, los héroes de cota de malla y mano de hierro, las retortas y alambiques de Fausto, las ruinas de las abadías y las almenas, vestidas de hiedra, de las torres; Goëthe, Schiller, el falso Osian y Walter Scott, son el romanticismo en sus fuentes primitivas, nacionales. Francia, romántica en la Edad Media, aunque se transformase después por la unidad monárquica y el clasicismo, tenía esta misma veta, que hasta Víctor Hugo nadie había sabido explotar, excepto Alejandro Dumas en algún drama histórico. Estaba reservado a Víctor Hugo reunir en una obra el sentimiento histórico, el religioso y el arqueológico: resucitar la edad Media, «enorme y exquisita».

Hay, entre las impresiones estéticas, una que ha sido descrita por los artistas de la palabra con mágica frase y saboreada en silencio por los que yo llamaría poetas mudos: es la que causa una solitaria catedral. Solemne y mística emoción se apodera del que, al caer la tarde, se pierde en las naves, a la sombra de los pilares majestuosos, en cuyos capiteles de hojarasca quiebra sus luces multicolores47 el calado rosetón florecido y abierto sobre el muro como una rosa celestial. Hubo, sin embargo,   —220→   un tiempo en que las piedras nada decían al alma del hombre; en que hasta el poeta pasaba indiferente bajo las bóvedas, y en que ni el oro amortiguado de los retablos, ni el aéreo encaje de las agujas, ni siquiera la voz del órgano, despertaban en su espíritu los prolongados ecos que hoy despiertan; al contrario, suscitaban repugnancia y enojo contra los siglos de barbarie que alzaron esas torres y prolongaron esas ventanas ojivas y grabaron esos capiteles historiados y simbólicos. La impresión deliciosa tan dulcemente sentida por Bécquer y tan magníficamente sugerida por Zorrilla, no es espontánea: requiere una educación, una preparación literaria y artística, una operación de las cataratas de la fantasía, que abre sus ojos a la claridad misteriosa de un ideal. Antes de Nuestra Señora de París, padecía Francia de ceguera; ciego estaba Chateaubriand, que hablaba tan torpemente de la arquitectura gótica; ciegos los pintores, los escultores, los arquitectos, los demoledores vandálicos de iglesias, abadías y castillos. Víctor Hugo, anticipándose a los arqueólogos eruditos y a las pacientes y científicas restauraciones de Viollet le Duc, descubrió las encantadas regiones de la Edad Media y dio un nuevo continente a la fantasía. El poeta presintió lo que habían de confirmar los sabios. El cenáculo romántico, que las noches de luna corría a contemplar, bañados en olas de plata, los endriagos y alimañas fantásticas en la era de plomo de Nuestra Señora, y se extasiaba ante las gárgolas y   —221→   cresterías, ante las agujas de filigrana y los pórticos de rica imaginería y bordadas archivoltas, practicaba el rito de un nuevo culto, que hoy siguen todos los pueblos civilizados.

¡Cómo vive, y con qué extraña vida imaginativa, la catedral de Víctor Hugo! Más que las convencionales figuras de Claudio Follo, de Cuasimodo y de la Esmeralda, la anima el pueblo que hierve y bulle en sus naves, prestando a las piedras el calor de la historia y del sentimiento; los mendigos y los nobles, los truhanes y los arqueros, el populacho fanático, ingenuo, pueril, apiñado en torno de la picota o embelesado ante las danzas de la gitana. La idea de la fatalidad, del Ananké terrible, que algunos censuran, es en mi concepto la impresión profunda de la Edad Media, en que fuerzas ciegas preparan el porvenir y empujan los sucesos. En Nuestra Señora, Víctor Hugo cumple su programa: lo grotesco realiza lo sublime.

Ya sé cuanto se ha dicho acerca del grado de verdad histórica y científica que alcanza Nuestra Señora de París. Ni aquel populacho, ni el templo mismo, ni detalle alguno del cuadro, son fiel trasunto de la Edad Media que el autor quiere retratar. Ni Gringoire, ni Frollo, ni el capitán Febo, ni ninguno de los personajes se asemejan en lo más mínimo a lo que pudieron ser en aquel tiempo sus congéneres. Todo es falso, todo visto por los ojos de un poeta del Cenáculo, que narra sus ensueños, la sugestión de su mente ante un edificio maravilloso. Y no dudo de que sea fundado este reparo; lo   —222→   innegable es que otro tanto pudiera decirse de cuantas novelas histórico-arqueológicas figuran en los anales literarios. Ni las de Walter Scott, ni la Novela de una momia, ni Salambó, ni aun las que pretenden, ante todo, alardear de exactitud y precisión en los estudios que las precedieron y fundaron (como las de Ebers, verbigracia), serán un documento exacto respecto a una época; porque hay algo en la esencia del pasado que se nos escapa, que al tocarlo se evapora, y estamos condenados a que ni el novelista, ni quién sabe si el mismo historiador profesional, logren devolvernos la imagen exacta de lo desvanecido. Lo único que podemos exigirles es la ilusión y más que la ilusión misma, la excitación imaginativa que nos permite recrear interiormente lo que ningún poder conseguirá volver a la vida que tuvo.

Un ejemplo de esta sugestión, es el ya citado hecho de la influencia que ejerció sobre el historiador Thierry la descripción de Meroveo en su carro de guerra, en la mágica, pluma de Chateaubriand. ¿Supondría Thierry que tan bello trozo literario era pintura exacta del encarnizado combate que describe? No cabe que así lo creyese. Ni tampoco es necesario que el poeta persuada como el erudito, concordando y depurando textos, indagando noticias aisladas, aquilatando contradictorias opiniones. No diré que no convenga siempre acercarse lo más posible a la verdad, y que deba darse de una época pintura enteramente caprichosa y anacrónica; ni menos sostendré que Víctor Hugo   —223→   se cuente entre los más escrupulosos, ni entre los auténticamente documentados. A veces se creería que Víctor Hugo, que en algunos de sus poemas y en digresiones de sus novelas hace un derroche de erudición, sabía realmente poco, lo justo para poetizar, y nada más que eso. No fue hombre de sujetarse a quemar aceite, porque su propio foco imaginativo le calentaba y alumbraba sin medida.

Otro mérito, aunque ajeno a las letras, pero no al arte, tiene Nuestra Señora. Y es que se enlaza con la campaña que realizó Víctor Hugo para salvar los restos de los monumentos de antaño que todavía quedaban en pie sobre el suelo de Francia y que las «bandas negras» demolían. La fantasía de Hugo, que después ha de llenarse de humareda política, de intenciones y escenas humanitarias y revolucionarias, en que el pueblo aparece como un Cristo cargado con su cruz, estaba, en la época de Nuestra Señora, poblada por cuadros de la Edad Media, y aleteaba en el azul de lo caballeresco, lo poético y lo bufonesco de aquel período. Harto se ha dicho que, en Víctor Hugo, la idea un poco persistente adquiría caracteres de alucinación visionaria. Alrededor de la basílica de bordadas piedras, de misteriosos rincones, de ecos profundos que duermen bajo las bóvedas, Hugo agrupó todas sus brujerías y hechizos, toda la vida extraña que presta la imaginación al pasado, por lo mismo que el pasado no puede desmentirla. Y es inútil buscar otra cosa en Nuestra Señora, y ha sido lo bastante   —224→   para que un movimiento romántico y apasionado se produjese, y el respeto y el entusiasmo por las piedras viejas fuesen uno de los dogmas del arte y de la poesía.

Obsérvase un caso muy frecuente en literatura; y es que dos grandes escritores rivales y que se contradicen, coinciden, sin embargo, en un aspecto esencial de su genio, y sin quererlo, y aun repugnándolo, siguen el mismo camino y van a parar al mismo fin. En apariencia, nada más opuesto que Víctor Hugo y Emilio Zola. Representa el uno el poético romanticismo y el señorío de la desatada imaginación: el otro, el plebeyo naturalismo, la teoría del «documento». Son dos jefes de escuela, de escuela enemiga: para que el uno suba, el otro tiene que descender; dos astros que no pueden estar juntos en el horizonte; se detestan, se excomulgan, se denuncian recíprocamente como un peligro para las letras o una ignominia del arte. Diríase que se rechazan cual el aceite y el agua. No sé si los críticos franceses habrán observado que los supuestos adversarios tienen muchos puntos de contacto, y lejos de contraponerse, se reúnen en la senda del poema épico. Las novelas de Zola, en su mayoría, ofrecen singular semejanza con las de Víctor Hugo. Unas y otras pasan de los limites de la novela propiamente dicha, y, a su manera, sustituyen a las heroidas antiguas, rimadas y con intervención de máquinas sobrenaturales. La epopeya militar, heroica y cosmográfica, La Araucana, Las Luisiadas, La   —225→   Henriada, se vuelven sociales, y llámanse ahora Los Miserables, Los Trabajadores del mar, Germinal o La Derrota -que también las derrotas son epopeyas-.

En Zola, como en Víctor Hugo, se advierte la tendencia, no sólo al personaje simbólico, sino al protagonista impersonal. ¿Quién es el verdadero héroe de Nuestra Señora de París? Ni Cuasimodo, ni Frollo, ni la Esmeralda, sino la Catedral. ¿Y en los Trabajadores del mar? El Océano. ¿Y en Noventa y tres? La Revolución y la Vendea, el torreón y la guillotina. Observad lo mismo en Zola; sus personajes principales son ya los mercados, ya un almacén de novedades, ya un tren en marcha, ya una mina llena de trabajadores, ya un huerto inculto, ya la tierra, ya una vasta capital, y siempre la muchedumbre, lo colectivo, sobreponiéndose al individuo y anulándolo, y siempre el lirismo queriendo romper la corteza épica -el lirismo indestructible, el cáncer, según confesión de Zola-. La observación minuciosa, vigorosa y hasta prolija de la realidad externa, no es más que la cubierta del método de Zola; las crudezas, porquerías, obscenidades y brutalidades, procedimientos retóricos, que también encontramos en Víctor Hugo, el cual, como sabemos, trajo la novedad de llamar a las cosas por su nombre y de igualar a las palabras gordas, apicaradas y plebeyas con las palabras aristocráticas, selectas y cultas. Si leemos primero Los Miserables y después Germinal, esos dos himnos a los desheredados y a   —226→   los proletarios, percibiremos la conformidad del talento y hasta del procedimiento en dos hombres que parecen antagónicos.

Si fuese dable extenderse todo lo que pide el asunto, me agradaría motivar y explicar la aparente contradicción entre mis elogios a Víctor Hugo y los infinitos defectos que veo en él. Para concretar en juicio breve mi opinión total sobre el poeta y el escritor que ha llenado el siglo, y teniendo la suerte de encontrar este juicio, bastante conforme con el mío, en un libro de D. Juan Valera, no haré más que trasladarlo, con ventaja del lector.

Antes de formular ese juicio Valera en los Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas, empieza por hacer una divertida anatomía de las ideas y el estilo de Hugo. No cabe más ática ironía, más fina y mordaz intención satírica, que la de Valera al pintar a Hugo apóstol, príncipe, emperador y pontífice de los románticos, y al fustigar su afectación, su amaneramiento y sus inaguantables extravagancias, que, según frase de Valera, abundan más en sus obras que las amapolas en Julio, en mal escardada haza de Andalucía. Citaré el párrafo, para que se aprecie su tono de indulgente severidad: «Imposible parece que el que ha sabido escribir los más hermosos versos de que pueda jactarse Francia, haya podido acumular tanto delirio, tanta rareza, tantos dichos estrafalarios, que parecen frases de un loco. ¿Qué engreimiento, qué soberbio desdén hacia el público no suponen las audacias y los extravíos de estilo   —227→   de Víctor Hugo? ¿Quién sino él se hubiera atrevido a llamar jamás a la duda «murciélago que extiende sobre el espíritu sus lívidas y asquerosas membranas»; al punto, «bola fatal que cae sobre la i, boliche tántalo»; a Dios, «arriero triste», yal mundo, «burro resabiado»; al caos, «huevo negro del cielo»; a la hidra, «crisálida del ángel»; al rey, «paria siniestro de la aurora»; al defecto, «ombligo de la idea», y a Voltaire, «pulga que, esgrimiendo su aguijón radiante, salta, átomo espantoso, la anchura de la tierra y la altura de un siglo»?

Tal sarta de rarezas es flor de cantueso para los estupendos absurdos que va anotando Valera en las obras de Hugo; afirmaciones inauditas como la de que «la ignorancia relincha y la ciencia rebuzna», o que «el ideal es un ojo que la ciencia arranca», lo cual no quita para que la ciencia, pocos renglones después, sea «Dios líquido corriendo por las venas de la humanidad». A lo cual debemos sumar incesantes contradicciones filosóficas; la existencia de Dios tan pronto afirmada como negada, y peregrinas y estrafalarias lamentaciones sobre leyes fisiológicas a que está sujeto el género humano y necesidades que le aquejan, que no me atrevo ni a indicar aquí. Después de recontar en substanciosas páginas las calenturas de la musa de Hugo, Valera termina con este párrafo:

«Aquí entra lo vergonzoso, lo humillante para mí. A pesar de tantas monstruosidades, Víctor Hugo me gusta. Y no me gusta así como quiera, sino que, hechizado por la magia potente   —228→   de su palabra, por la prodigiosa fuerza de sus conjuros, me inclino a declararle uno de los más grandes poetas que ha habido en el mundo, y el mayor acaso de nuestro siglo, tan rico en grandes poetas». Para explicar por medio de una anécdota la aparente contradicción, Valera refiere el caso de aquella dama que, habiendo visto al rey intruso José Bonaparte, a quien le pintaban feo, estúpido y borracho, echose a llorar, y dijo llena de rubor: «¡Soy una traidora! Pepe Botellas me parece guapo. En vez de ser tuerto, tiene dulces y hermosísimos los ojos. ¡Soy una traidora!». «No menos compungido», añade Valera, «me acuso yo de debilidad y de traición semejante. La musa de Víctor Hugo me parece guapa musa; pero mi debilidad es más imperdonable y mi traición más negra que la de la dama. Yo no soy tan inocente como ella era entonces; ella, además, vio que el rey intruso no era tuerto, feo ni borracho, y yo sigo viendo en Víctor Hugo todos los desatinos, todas las extravagancias que he apuntado, y millares más que no apunto para no cansar, y, sin embargo, yo pongo a Víctor Hugo en el trono como rey de los poetas».

Compartiendo en algún modo los sentimientos de Valera respecto a Hugo, no llego a otorgar al autor de las Orientales la monarquía poética. Aun en ese terreno tiene para mí rivales, y rivales acaso preferidos. Como novelista, representa dentro del romanticismo el sentido épico, y para regresar al lirismo, tenemos que volvernos hacia Jorge Sand.