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La Montaña Mágica

Ricardo Gullón





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Cabe inclinarse sobre los días para desentrañar el puro sentido del tiempo, su oculto significado de abstracción inmutable, de fluido que no puede ser captado porque es por esencia huidizo y ligero, siempre idéntico y diverso, no el mismo aquí que en la distancia ni a esta hora y en los siglos lejanos, por encima de todas las contingencias igual a sí mismo, a la imanen que de él nos hemos formado, con su seguro andar de invariable paso aun cuando el temor o el deseo quieran retardar o acercarnos su presencia.

Como un dios, obstinado y potente, que sirviera de trasfondo a la vida, discurre su eterno ser, mientras el hombre, los hombres de carne y hueso, fugazmente sobre el que se agitan, creyendo acaso que su existencia es la única que debe estimarse porque tiene un cuerpo capaz de notar y ser notado. Miden el tiempo, disfrazando con arbitrios pueriles la ignorancia que tienen de sus dimensiones infinitas, ensañándose incluso sobre su cuantía en un determinado y breve instante, tan pronto como carecen de los medios que la naturaleza y su peculiar ingenio puso a su alcance, para intentar fijarlo en parcelas escuetas que el entendimiento humano pudiera abarcar y utilizar.

«¿Puede narrarse el tiempo, el tiempo en sí mismo coma tal y en sí? No, eso sería en verdad una loca empresa.» Así plantea Tomás Mann la cuestión y así la contesta. Ahora bien, digamos nosotros: ¿Puede el tiempo ser elemento principalísimo en la narración? La respuesta nos la da el escritor alemán en el millar de páginas de su obra fundamental La Montaña Mágica, en la que lúcidamente estudia -pues se trata de un verdadero estudio a la alemana- los hondos estratos de esa fuerza recta e inflexible.

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Seguramente no ha sido el propósito de Mann limitarse en esta obra a escribir un estudio sobre el tiempo, sino que ha querido y logrado construir -empleamos aquí este verbo deliberadamente y para que se le tome en su significado literal una verdadera novela, uno de cuyos personajes resultó ser el profundo y constante elemento. Ocurrió así la cosa en razón al ambiente en que coloca el escritor a sus personajes y a la situación personal de éstos; pues es bien sabido que la acción tiene por escenario un sanatorio de Suiza, y que los protagonistas son todos o enfermos o médicos habituados al modo de vivir de aquellos y a su ritmo particular de existencia.

En tan especial atmósfera las horas tienen un valor totalmente distinto del que rige en el mundo, en el país llano; se cuenta por meses o por años. Esto observado, es inevitable fijar la importancia del tiempo, como hacen el autor y el joven Hans Castorp de la novela, que piensan, en primera instancia, liquidar sus impresiones con una breve «digresión sobre el tiempo» con las que apenas consiguen sino fijar un punto de referencia, un hito de partida para la ruta amplia que han de recorrer; pues el tema desborda las páginas de la novela donde quiere confinársele, convertido en una obsesión, en un motivo musical que reviene a lo largo de la melodía.

Hans Castorp, su primo Joaquín, como los restantes tipos del incesante desfile, están escocidos para representar y simbolizar a sus iguales: si el segundo significa el honor, el viejo sentido germano del honor que incita a buscar una muerte que valga en sí misma cuando una vida semejante no es posible, Castorp vale como arquetipo de una juventud desolada que siente la insuficiencia de la cultura como salvación, y busca en todas partes la cuerda a que asirse, creyendo hallarla alguna vez cuando experimenta el influjo de una personalidad.

Hemos dicho, incidentalmente, que el estudio sobre el tiempo que se hace en la novela era un estudio a la alemana, lo que significa que el tema -mejor diríamos todos los temas debatidos- queda agotado, exprimido basta sus posibilidades más remotas, y su alcance revisado con cuidado y con primor,   —235→   con tal finura, que nos da en ocasiones la sensación de que aquella filigrana puede indefinidamente continuar. Esto quiere decir que la actitud de Tomás Mann es, en todo momento, objetiva, incluso en aquellas coyunturas en que la postura de narrador frío podría perjudicar el tono cálido de una escena, que ha de tener en sí todos los elementos de caliente emoción que el creador no pone en su relato impasible. Aparece así el novelista un tanto apartado de sus personajes, no a gran distancia, pero sí separado de ellos: el narrador no se confunde en el grupo que forman sus criaturas, y lejos de agitarse con ellas, de tomar parte en su vida y de apasionarse con su aventura -y en esto se aleja el arte de Tomás Mann del de Franz Werfel-, no abandona su magnífico puesto de observador interesado no más que en narrar fielmente lo que ha visto, pues esto, lo que alcanza con sus ojos, es lo importante, y de tal manera se suplen deficiencias de intuición, ya que si no penetramos en el alma de las gentes ni en el foco vivo de su conciencia, es preciso que para conocerlos, para explicar las razones de su ser en movimiento, recojamos en haz los menudos detalles que pueden iluminar nuestra conciencia de su espíritu con la máxima aproximación posible. Por eso disputan tanto los personajes de Tomás Mann; ésa es la causa de sus interminables y profundas conversaciones: que gracias a ellas vamos aprendiendo a ver en el fondo de sus almas, en ese trasmundo en el cual el escritor alemán no se mueve con soltura, y que lastran su obra de una pesadez indudable, por exhaustiva, por haber vertido en una novela elementos que la perjudican al lesionar lo que nos atreveremos a llamar centros nerviosos, los resortes que la dan vida y denuedo como tal novela. Comprendemos que Tomás Mann no quiso tomar partido y se vio obligado a examinar el pro y el contra de cada una de las cuestiones que brincaron a las páginas de su libro; pretendió, en éste, hacer la novela de las preocupaciones y de los dolores del mundo, y se vio obligado a revisar las distintas actitudes que caben frente a ellos, sin atreverse él, por sí, a rechazar ninguna y dejando al lector que seleccionara   —236→   la más justa o la más conveniente -según fuera en cada caso la aspiración última de uno la justicia o la utilidad-, dándole una intervención que no debiera tener, pues que ante una novela el papel del escritor es perfilar la silueta de un hecho típico que cada lector siente como posible y como revelador, quiero decir, que cada cual apercibe netamente como algo que estuviera escondido al alcance de su mano y que de pronto se descubre con su clara significación presentida.

El profundo observador que es Tomás Mann toma como campo de experiencias el pequeño mundo que es un sanatorio aislado en una cumbre suiza, y nos parece sintomático de la necesidad un tanto inhumana que padece el autor de sacar a sus lentes de la corriente de vida en que se hallaban sumergidas este claro hubo de centrarlas en un ambiente donde él puede maniobrar sin el sobresalto y el empuje de la fuerte vida total, y hacernos así asistir a un desfile de rostros caracterizados bien a su guisa, sazonados para el fin a que les destina, y demostrarnos que, a pesar de lo antes dicho y sin que signifique contradicción, sino afirmación de su postura deliberada de ecléctico, mejor de hombre que no quiere dar su opinión y la oculta entre las que expone contradictorias, no carece de un aguzado sentido de la medida, que se manifiesta certero en la arquitectura de la novela, trazada serena y ponderadamente, y en la misma sustancia de las conversaciones que la llenan en sus tres cuartas partes y que contribuyen a diluir la intensidad de la acción que para desvanecer en el lector hasta la postrera posibilidad de misterio se adelanta, por boca del narrador, a darnos noticia de cuanto puede implicar secreto, utilizando una facultad poco usada que hubiera parecido herejía a cualquier folletinista al uso; gracias a su posición de privilegio puede decirnos cuál ha sido la suerte final de un personaje o el desenlace de una situación apenas planteada, renunciando al acicate que el interés por conocerlas hubiera supuesto en el lector. Mas ¡ay!, no se crea que es todo puro desinterés o revelación de una técnica de recursos hábiles y desconcertantes; la debilidad del autor es, ya lo dijimos, los   —237→   debates, las cuestiones sometidas a controversia, lo cual podría ser perjudicado por el interés puro que la trama despertara; pues bien, si adelantándose a ese interés esclarece los desenlaces, es natural que podamos asistir a esas conversaciones y disputas aligerados de prisas y prontos a prestarles la atención y el espacio que requieren, puesto que con el alivio de haber penetrado en lo más oculto de la obra puede saborearse mejor el jugo de los diálogos. Procedimiento que, a no dudarlo, perjudica a la novela aunque enerve impaciencias. Y que, por contra, produce en Mann el deseo de que aquellas escenas ya anticipadas se remonten tanto como sea posible para compensar así el conocimiento que ya teníamos de su íntima contextura. Así, por ejemplo, sabemos que Joaquín ha de morir, desde mucho antes que haya llegado el momento en que, dentro del orden de la obra, corresponde trazar el acontecimiento, y, cuando éste adviene, Tomás Mann, pone al relatarlo una tal fidelidad poética, lo narra tan sobria y justamente, rodeando cada palabra de un lírico nimbo, que la emoción se hace arrebatadora hasta alcanzar un grado de fuerza y de belleza que no lo supera ninguna otra página de la obra, con una delicadeza que se clava en el lector por su misma calidad de cosa tierna, sencilla y humana. Por la severidad y riqueza de su lenguaje, por el bellísimo contorno de las frases, que alcanza una madurez plena, y más todavía por la profundidad de sus pensamientos, por el acervo de cultura utilizado en su construcción y que demuestran que es la obra de un heredero en el sentido goethiano, aun cuando sin precisar categorías superfluas, La Montaña Mágica es un producto clásico, una «Suma» de conocimientos y de problemas planteados y de soluciones apuntadas o sugeridas que compendia lo que un hombre de la altura de Tomás Mann siente latir en un determinado instante de su vida: instante que, referido a las usuales medidas de tiempo, se extiende durante una docena de años.

Hans Castorp llega al Sanatorio Bergohf para acompañar a su primo Joaquín, que allí está curándose una lesión pulmonar, con propósito de permanecer las tres semanas que dura su   —238→   etapa de vacación. Y he aquí que, influenciado por la violencia del clima que, si finalmente cura, comienza por exacerbar las lesiones, se siente enfermo por la explosión de un foco latente en su pulmón izquierdo, y se ve obligado a quedarse por tiempo indeterminado. Se enamora, conoce a varios tipos más o menos interesantes, dos de ellos Napta y Settembrini, verdaderamente notables, uno extraordinario, Peeperkón, otros vulgares. Mueren unos, otros se van, llega la guerra de 1914, cuando él lleva siete años en el Sanatorio, y la última visión que de él se nos da es una escena de la ofensiva alemana, la única que no tiene lugar en La Montaña Mágica.

Es curioso basta qué punto el sentido de lo cómico falta en este libro de tan auténtica raíz germánica, donde algunos rasgos divertidos que surgen no los aporta el autor siguiendo un impulso espontáneo de su naturaleza, sino porque los observó y los anota en su papel de vigía imparcial y escrupuloso. Por el contrario, todo el libro aparece transido de una fuerte esencia lírica, de la reposada y soñadora poesía que se escapa de los ojos de una mujer inclinada sobre su pasado, lleno de gratos recuerdos, como si esta actitud luminosa que permite a Tomás Mann acercarse a las cosas con el paso seguro de una potencia invencible perjudicara las posibles derivaciones que el humor habría utilizado en su contorno. Lirismo y análisis no concuerdan bien; por eso aquí el psicólogo se bate en retirada, al contrario de lo que ocurre en La muerte de Venecia, donde su triunfo fue claramente registrado. Tipos potentes los que vemos en esta Montaña Mágica que reluce te nieve y sol, tipos que, sin peder su valor de símbolos, tienen un cuerpo, una raíz que los sujeta a la realidad concreta le un lugar o de un país determinado.

Sumergirnos en la corriente violenta que es la vida, tal es el papel de la novela y lo que a ella debemos exigirle; que su calor nos llegue por todas partes y que su presencia se imponga a nosotros y nos haga exclamar: ¡Así ocurrieron estos acontecimientos y no de otra manera! Si Hans Castorp se enamora es porque las cosas no podían ocurrir de otro modo; cuanto, al   —239→   comenzar, sus nervios se alteraban al apercibirse que, a una hora determinada, la puerta del comedor se abriría empujada por una mano que no se cuidaría de cerrarla, ocasionando así un portazo brusco que desentonaba en aquella recogida sociedad y sus ojos se apercibieron de que, ¡naturalmente!, era una mujer la que entraba y de una manera tan ruidosa, todo estaba dispuesto para que aquella conducta impar llamara la atención hacia aquella muchacha de andar furtivo que inclinaba ligeramente la cabeza al aproximarse a su mesa con una mano en el bolsillo, mientras con la otra se arregla el cabello de un rubio rojizo arrollado en trenzas, y preferentemente hacia aquella mano ancha, dedos cortos, que hormigueaba en los rizos de la nuca. Por eso nadie se sorprenderá de que el joven Castorp siga fijándose y amplíe el radio de sus observaciones hasta los pómulos anchos y los pequeños ojos orientales de Kirguis, ni de que en otra ocasión admire sus brazos redondos, suaves, a través de la transparente manga de gasa de la blusa, e incluso sueñe con ella, ni de que llegue un día en que a solas con Claudia la declare su amor con las palabras más puras y más verdaderas, y pueda decir: «... el cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen más que una. Pues el cuerpo es la enfermedad y la voluptuosidad, y es el que hace la muerte». Y sienta sus palabras cuanto continúa: «¡Oh, encantadora belleza orgánica, que no se compone ni de pintura al óleo ni le piedra, sino le materia viva y corruptible, llena del secreto febril de la vida y de la podredumbre!». Palabras exactas y, por certeras, profundas, pues que nos traen en su seno el mágico misterio del amor, que no es vagido del espíritu, puro estertor lírico, sino arrebato hacia la carne maravillosa que se enciende con «el secreto febril de la vida y de la podredumbre», es decir, de la muerte, que la llena en su existencia de materia viva y corruptible, cien veces más gloriosa, sólo por eso, que las creaciones del pincel o del buril, que aun en su maravilla, no pueden sino dar ilusión, engaño, pues que al artista le falta siempre el poder último y terrible de colmar las venas de sangre encendida y vital. Humanos Hans Castorp   —240→   y Claudia en sus relaciones, como las que aquél mantiene con Settembrini, el italiano pedagogo, ni ridículo ni excéntrico con sus pantalones a cuadros y su levita gris, hablador impenitente, con algo de Mefistófeles y un poco organillero, como lo encuentra a veces su joven amigo, a quien advierte desde el día siguiente a su llegada de los peligros que allí le esperan y le incita a la partida si no quiere dejarla para cuando sea tarde y le haya vencido la atracción del lugar. Así ocurre; una vez ligado a este nuevo mundo y a su vida, que puede llamarse horizontal por las múltiples horas destinadas al reposo, ya no hay manera de abandonarlo; se ha perdido contacto con la llanura, con las gentes de allí abajo y con su vida agitada, a la que ya no se le halla sentido, y un hombre prudente y cauto, como es, por ejemplo, Tiennapel, el tío de Hans, que va en cierta ocasión a visitarle, apenas se apercibe de esta fuerte atracción de la montaña y del horizontalismo, huye hacia su país sin esperar siquiera a despedirse de su sobrino. Pero Hans Castorp se queda y Settembrini puede así buscare para ejercer su magisterio.

La novela de Tomás Mann es un libro absoluto en el sentido que le da a la frase Charles Morgan, cuando la aclara y completa, diciendo que «Las circunstancias en que los leemos no los alteran más que un lago no es alterado por las movibles imágenes de nosotros mismos, que percibimos en su seno». Quiere decirse, pues, que La Montaña Mágica es un libro inmutable, un libro que no puede ser modificado por la actitud con que nos situemos frente a él, porque ha trascendido, se ha elevado sobre sí mismo y sobre los azares del tiempo y se colocó en el fondo de la vida eterna e inquieta, del Instante que no tiene nombre, ni ayer ni futuro.





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