Desatino histórico-trágico, parodia
inocente de la magnífica tragedia
La muerte de César
Parto laborioso de una compañía de
ingenios averiados
PERSONAS
CURRO CEJAS.
SILVESTRA.
LUCIA.
EL CHATO.
COMPADRE ANTONIO.
CUCHARÓN.
RASCA.
NECIO.
NICASIO.
CHÍCHARO.
CAMORRA.
PENDENCIA.
TACO.
OCHAVO.
Matachines.
Vendedores.
Acompañamiento de pueblo.
Músicos.
Boleros.
La escena pasa en el año 1800.
A Don Antonio Camps y Montañola
Madrid, a la una y veinticinco minutos de la
noche.
En el momento de ir a acostarnos y cuando todavía resuenan
en nuestros oídos los unánimes y estrepitosos aplausos del
escogido auditorio reunido en el comedor de tu casa y compuesto de personas tan
autorizadas en estética, rasgando la tupida lona de nuestra modestia,
nos dan motivos para creer que la producción que acabamos de leerles es
un esperpento dramático en toda la acepción de la palabra,
experimentamos en cuadrilla el vehemente deseo de que tú, Antonio,
cargues con el muerto de la dedicatoria.
A tan simpático y querido amigo ofrecemos nuestra
La muerte de Curro Cejas, y gran chasco nos
llevaríamos si no considerases esta fineza como la mejor prueba de la
afición que te tienen
Los AUTORES.
Prólogo
Hojeando un tomo de poesías de un autor muy listo tropezamos
con la siguiente cuarteta:
El mundo comedia es
Y los que ciñen laureles
Hacen primeros papeles
y a veces el entremés.
El pensamiento altamente filosófico que entrañan
estos renglones nos inspiró esta producción, pudiendo decir que
nuestro sainete histórico-trágico ha salido completo de esta
cuarteta, como Minerva armada de punta en blanco salió de la cabeza de
Júpiter. Amantes de la verdad antes de todo, no pretendemos engalanarnos
con la piel del león y, por aquello de que «Al César lo que
es del César», nos creemos en conciencia obligados a consignar que
si nuestra obra vale algo, se lo deberemos al profundo
Magister que ha sabido con su talento
soplar en nuestro pobre meollo, en cambio de lo que le garantizamos nuestra
gratitud, que será eterna, así como la de nuestras familias.
Hecho ya el propósito, que a la verdad era lo de menos,
tratamos de realizarlo, que era lo demás. Entonces fue cuando empezamos
a notar los innumerables pelendengues que requería. Pero, resueltos ya a
echar nuestro cuarto a espadas contra murmullos y silbidos, si bien nos vino a
la memoria aquello de:
Nadie las mueva
Que estar no pueda
Con Roldán a prueba,
se nos ocurrió por fortuna, casi al mismo tiempo,
también lo otro de Juvenal:
Audaces fortuna iuvat.
Y, haciendo de esta máxima latina una especie de coraza,
dijimos para nuestro capote: salga lo que saliere.
¡Que haya un buñuelo más, qué importa al
mundo!
Como uno de nuestros principales cuidados debía ser
ceñirnos a la verdad histórica, hemos dado la preferencia a un
asunto del año 18... por la inmensa ventaja que teníamos de poder
contar con un testigo presencial del hecho, persona que nos merece entero
crédito y que, a una simple indicación nuestra, se ha prestado
galantemente a ilustrar el argumento.
Esta circunstancia, no lo negaremos, ha sido para nosotros una
verdadera ganga; pues, no solamente nos ha ahorrado la consulta larga y enojosa
de abultados libros de historia, sino que también, gracias a ella, hemos
orillado felizmente la dificultad de formar juicio de los sucesos, que suele
originarse de las varias controversias que éstos ofrecen generalmente, y
hemos hallado la verdad sin necesidad de estudios ni comparaciones.
Aprovechando la disposición expansiva de espíritu en
que nos encontramos, vamos a hacer aquí otra manifestación.
Cuando apareció la Zarzuela en nuestra escena, produjo una verdadera
revolución, y el Sainete, la Comedia y el Drama, estos tres hijos
legítimos de la escuela clásica del teatro español del
siglo XVIII, recibieron una estocada que al principio se creyó muy
peligrosa; pero, como nadie se muere hasta que Dios quiere, el daño que
pudo causar aquella hija espúrea del teatro clásico no fue
más que del momento. Dejose sentir muy pronto una reacción en
favor de lo que nosotros llamaremos unidad de expresión, y las tres
hermanas legítimas volvieron a levantarse de la postración
temporal en que yacieron más bellas y lozanas que las tres Gracias.
¿Cómo no había de suceder así? Sin eso
que nosotros hemos dado en llamar unidad de expresión, y que otros
llamarán como les cuadre, no puede haber trabajo artístico ni
cosa que lo valga. No es posible que una idea pueda convencernos, persuadirnos,
tenga en fin asomo de sentido común, cuando se expresa parte hablando y
parte cantando.
Permítasenos referir un caso que nos pasó con nuestro
profesor de esgrima y que aquí vendrá como de molde para
robustecer lo dicho.
No hace muchos años, un domingo, saliendo de ver a M.
Blondin atravesar de pie y sobre una maroma colocada a gran altura el espacioso
estanque del Retiro, fuimos a merendar a la pradera del Canal, en donde
encontramos al citado maestro que casualmente merendaba allí
también. Estrechamos su mano con el respeto que sus conocimientos
merecían, sentándonos a su lado, y entablada conversación
nos preguntó: -¿Qué les pareció a ustedes la
zarzuela de anoche? -Mala, contestamos, sin saber por qué no nos ha
dejado satisfechos. A lo que el espadachín, mirándonos y
guiñando el ojo de un modo que le era peculiar, nos dijo:
-¡La unidad, compadres, falta la unidad!
Estas sencillas palabras bastaron para apearnos del burro. En aquel
tiempo éramos bastante aficionados a la zarzuela y, desde aquel
día, no hemos vuelto a poner los pies en el teatro de la calle de
Jovellanos.
Tras la abjuración del error bien pronto sentimos renacer en
nosotros los primitivos gustos clásicos. Como una prueba de ello,
diremos que tres días después comprábamos en un puesto de
libros de la calle de Atocha las tragedias de Eurípides y de
Sófocles, que volvimos a leer, saboreando sus bellezas como miel sobre
hojuelas, a la par que nuestros ojos derramaban abundantes lágrimas
arrancadas por el entusiasmo de nuestra exaltada fantasía.
Pasados los primeros transportes de inefable gozo que
debíamos a nuestra conversión, ¡con cuánta tristeza
recordamos que aquel género divino de literatura se hallaba postergado
en nuestros días!
Un partido literario, melenudo, joven y ardiente, en su afán
de crear un nuevo género campanudo y extra-natural,
atropellándolo todo en su insensato desvarío, derribó de
su pedestal de oro a la Escuela clásica, tachándola de
añeja y gastada; como si el arte, este destello divino, pudiese nunca
peinar canas.
Desde entonces la arrogante tragedia yace recostada dignamente y
sumida en sepulcral modorra, esperando un Mesías.
Nosotros, que sentimos por esta jamona el más afectuoso y
noble cariño, si bien no abrigamos la vanidad de creernos enviados, no
hemos podido resistir al deseo de hacer algo por ella. No se nos oculta que
nuestro proyecto levantará gran polvareda en el campo de la literatura.
La inmensa mayoría nos increpará con los nombres de facciosos y
reaccionarios, los más generosos nos dirán que hemos acometido
una empresa superior a nuestras fuerzas.
A los primeros les contestaremos con las propias palabras de
Jesucristo en el Calvario:
Pater, dimite illos. A los segundos les
diremos: no juzguéis la obra, juzgad la intención.
Creemos, sin embargo, que al resucitarla debemos hacerle sufrir
algunas modificaciones o, lo que es lo mismo, arreglarla al siglo XIX. No
atacaremos su conjunto, nos limitaremos tan sólo a limarle las
uñas para quitarle algo de su aspereza.
Un solo acto como conviene a un sainete, que para un ensayo basta,
y si sale malo tendremos la satisfacción de haber hecho poco; en verso y
en romance endecasílabo desde la cruz a la fecha y a asonante por
decoración.
Fieles a nuestro principio de unidad de expresión, tal como
hemos dicho que la entendíamos, la sostendremos inflexiblemente.
El lenguaje que emplearemos será rimbombante unas veces,
liso y llano en otras, pero nunca cursi. Procuraremos arrancar al espectador
una sonrisa de buen gusto, pero evitaremos provocar la carcajada que a nuestro
juicio sienta mal a este género de literatura.
De este modo emperejilada pensamos sacar a relucir nuevamente la
tragedia. No sabemos si el miriñaque que la hemos puesto debajo del
manto oscurecerá sus valientes formas plásticas; pero, no tiene
remedio, es fuerza hacer algunas concesiones a los tiempos en que vivimos. Lo
diremos más claro para que todos nos entiendan. Es necesario ir
trampeando con el público para que aplauda.
En cuanto al argumento, ya lo hemos dicho, está sacado de un
hecho histórico referido por un testigo ocular. Sólo nos hemos
permitido introducir un personaje, cuyo carácter es hijo de nuestro
chirumen. La Silvestra la hemos concebido nosotros: el narrador del suceso nada
sabe de esta individua, no la conoció, pero sí dice, porque le
consta, que cuando polla, anduvo en chicoleos con Cejas y que ambos
convenían en que el Chato fue el natural resultado de
aquéllos.
Por lo tanto no se nos acusará de haber faltado a nuestro
propósito de no desfigurar la historia. Con el personaje de Silvestra no
hemos incurrido en un desvío, es un verdadero producto de nuestra
fabricación. De los defectos admitiremos la culpa, de sus cualidades
reclamaremos la gloria.
Sentíamos la necesidad de presentar una mujer en nuestro
sainete. Sin la mujer no hay producción posible. Voltaire y Alfieri en
alguna de sus tragedias han prescindido completamente de la costilla de
Adán y, a pesar de sus bellísimos versos, estos admirables
talentos no han podido hacer olvidar esta supresión, consiguiendo tan
sólo poner en relieve el adagio tan sabido de pan con pan,
etcétera.
Además tenemos otras razones que legalizan nuestro invento.
La Silvestra moraliza nuestro argumento. Sin sacar a colación la hermana
del Pelón, ¿de qué modo puede justificarse el que Cejas no
haya dicho al Chato dos cuartos del intríngulis de su nacimiento mucho
tiempo antes? ¿Por qué, queriéndole tanto como se dice, no
lo tenía en su casa a pan y a cuchillo como parece más natural?
No solamente estos argumentos no tendrían contestación, sino que
también nos veríamos obligados a presentar el horroroso cuadro de
un hijo asesinando a su padre, atrocidad que no comprendemos que haya quien
pueda escribirla ni en prosa ni en verso.
Sin la Silvestra nuestro argumento sería disparatado y
horrible; con ella es lógico y simpático. Cejas se priva del
placer de llamar hijo suyo al Chato por no hacer público el desliz de la
madre: como hombre de honor, no quiere hacerlo por sí y ante sí.
Por lo tanto, ruega a la que le salvó la vida en sus mocedades que le
permita decir lo que entre los dos pasó en la cueva. De este relato
depende la felicidad del padre y la fortuna del hijo.
El dilema en que resulta encontrarse colocada la Silvestra es tan
dramático como peliagudo. La mujer se resiste a la idea de ver sacar sus
trapitos al sol; la madre quisiera que se diese a son de trompeta que el Chato
es hijo de Curro Cejas, tan afamado en el Rastro, su sucesor en la contrata y
heredero de sus pesos duros.
¿Quién duda que de esta situación un escritor
de punta hubiera podido sacar tela para más de cuatro pares de
sábanas? Nosotros, que hemos tenido la feliz ocurrencia de crearla, no
podemos decir si llegaremos a sacar para unos calzoncillos.
Tal vez los que nos lean encuentren que somos hasta pesados
hablando de la Silvestra; pero tengan en cuenta que es nuestra primera hija y,
como desgraciadamente tenemos ya cierta edad y poco humor, es muy probable que
sea única. ¡Qué tiene de extraño, siendo así,
que hayamos concentrado en ella todo nuestro afecto, que sea en fin la
niña de nuestros ojos! Lo propio sucede a todos los padres a quienes el
cielo ha querido concederles una sola reproducción.
Apenas ha nacido, ya tenemos por ella disgustos y pasamos malas
noches. Sabemos que hay quien dice: «Que nuestro engendro no tiene nada
de particular, que es buenamente una mujer como otra cualquiera».
Nosotros, sin embargo, aun admitiendo por un momento esta
apreciación, no le creemos un defecto. Presentar la Silvestra como una
parodia de la heroína de Zaragoza, por ejemplo, como tal vez pretendan
los que nos critican, navaja en mano, tomando parte con el Chato en el jaleo
para derribar el monopolio de la contrata del Matadero, además de ser
repugnante en el teatro, sería también del todo contrario a la
verdad histórica.
Es necesario no trocar los frenos. No hemos querido de
ningún modo prestar a nuestra protagonista arranques de un valor
cívico.
La Agustina, ametrallando a los franceses desde las tapias de la S.
H., ha sido ensalzada por el mundo entero, porque, rebosando de entusiasmo,
combatía a los enemigos de su patria entre los que sabía muy bien
que no tenía ningún pariente. Pero, ¿qué se
diría de Silvestra (aun cuando queramos suponer que su hermano el
Pelón le hubiese inculcado principios republicanos) atentando contra la
herencia de su hijo y contra la vida del padre?
Con el Chato, lo confesamos de plano, nos hemos permitido ciertas
franquezas. No sabiendo de él de un modo auténtico sino que,
imbuido también en las ideas de su tío, se creyó el
apóstol de la libertad del Rastro y que esta ciega creencia armó
su brazo con la navaja que sepultó impávido en el pecho de Cejas,
nosotros, dejando incólume al hecho toda su belleza salvaje, le hemos
colgado de nuestra cosecha una gran dosis de veneración y afecto hacia
la víctima a fin de presentarle en batalla contra mayor número de
sentimientos, lo que a nuestro modo de ver no puede menos de dar mayor
interés al personaje.
Dicho esto, sentimos nuestra conciencia gozar tranquila de aquella
mansa felicidad que experimenta todo buen cristiano después de haber
confesado hasta sus menores culpas.
Los demás personajes los hemos conservado tales cuales eran.
El Compadre Antonio pendenciero y sorna. Espabilado y diligente Nicasio; a
Cucharón viejo achacoso con sus puntas de verde, con mucha
gramática parda y anchos ribetes de vanidoso.
En cuanto a Curro Cejas, no nos hemos permitido tocarle si quiera
el pelo. Exhibimos su mismísimo retrato arrancado
fotográficamente del natural y se recomienda de sobra por sí solo
para atrevernos con él. Nada necesita ni admite. Perfilarlo sería
hacerle desmerecer.
Los años que han transcurrido desde que acaecieron los
sucesos a que nos referimos permiten discurrir ahora sobre ellos con completa
imparcialidad, o lo que es lo mismo, ser profeta de lo pasado. Cejas, como bien
claramente se ve hoy, era un hombre de bien a carta cabal, de mucho pelo en
pecho y ninguno de tonto, justiciero y liberalote. Si bien aspiraba a tener el
monopolio de los despojos del Matadero, no le guiaba la sórdida avaricia
de lucro, ni la vanidad de mandar a un puñado de gente; muchos y muchos
otros medios de vivir holgadamente, sin tantos disgustos ni quebraderos de
cabeza, hubiese encontrado un hombre de su talla y de su temple.
Otro móvil más grande y desinteresado era el suyo.
Con su buen criterio al echar la vista sobre los tripicalleros, entre los que
habían cundido desgraciadamente la inmoralidad y todo género de
vicios, comprendió que habían menester una mano fuerte e
ilustrada que les dirigiera para salvarles de la perdición adonde
corrían. Sintiose con fuerzas para hacerlo y sin miras personales,
llevado tan sólo por el noble afecto que profesaba al Rastro, se propuso
ser su redentor.
En una palabra, Cejas vivía sólo para hacer la
felicidad de aquella gente; el Chato pedía para ellos la ruina.
También es verdad que lo que para nosotros es muy claro no
podía serlo tanto para el Chato en aquel entonces. Él y su
comparsa creyeron de buena fe cumplir una obra buena: fanáticos,
obcecados por la idea de libertad, se lanzaron heroicamente puesta la mano
sobre su conciencia a cometer una solemne barbaridad.
El joven Ochavo, hijo único de un hermano de Cejas, a la
noticia de la muerte de éste, no tardó en volver de Esquivias y,
encontrándose con el belén que había surgido en el Rastro
a consecuencia del crimen cometido, dijo para sí: «Ésta es
la mía». Hizo valer sus derechos en calidad de pariente con una
energía de la que hasta entonces no se le creyera capaz y, a pesar de
ser un mozo de constitución enclenque, sacudió palo de ciego a
los enemigos de su tío, atemorizó a unos, inspiró
confianza a otros, se calzó con la contrata y, por fin, restablecida la
calma, supo con muy buen tino y no menos constancia seguir las huellas trazadas
por el mismo Curro Cejas.
Los demás individuos que sacamos a colación, como son
Rasca, Necio, Taco,
et tutti quanti, son poco importantes
para que merezcan entretenernos en hablar de ellos.
Aun cuando parece que podríamos excusarlo preferimos decirlo
ahora, que es tiempo, no sea que mañana u otro día algún
chusco, que nunca faltan, por una tontería nos hiciese salir los colores
a la cara.
Si hacemos aparecer a Ochavo inmediatamente después de la
muerte de Cejas, no se vaya a creer que es porque no sabemos que tardó
en estar de vuelta a Madrid hasta el otro jueves y que, antes de llegar a
hacerse con la contrata, hubo toros y cañas. Hemos precipitado la
acción porque así nos convenía para poder presentar
incontinenti al espectador la moraleja de que
Si los conspiradores fueron por lana, volvieron
trasquilados.
Un chico amigo nuestro muy entendido en cosas de teatro nos ha
significado que el sainete debía acabar con las palabras del Chato
dirigidas a Silvestra
¡Ah, perra, y lo callabas!
No diremos que el mozo ande del todo errado, pero téngase
entendido que, si bien estamos persuadidos que esta conclusión
sería de gran efecto, no podemos admitirla sin faltar al compromiso que
al empezar hemos contraído con la moralidad del caso, compromiso que no
puede cumplirse sino con
La contrata es mía.
Nos queda únicamente por decir la parte más
lastimosa. Las producciones del género de la nuestra difícilmente
podrán ejecutarse en la tierra de los garbanzos como Dios manda. No nos
hagamos ilusiones; hacen falta muchas cosas que son esenciales. Cualquier
empresario que lo intente se ha de ver amarillo, verde o de color de rosa y no
ha de conseguir cosa de provecho.
Es innegable que en España quedan aún algunos actores
que valen, pero están tan repartidos como la gracia de Dios, y se
necesitarían esfuerzos poderosísimos para reunirlos hoy.
No es nuestro ánimo ni tampoco de nuestra competencia
meternos en honduras para averiguar las causas de la decadencia de nuestro
teatro. Nos limitaremos a consignar este triste hecho, diciendo además
de paso que algunos de nuestros hombres de Estado han hecho laudables esfuerzos
para sostenerlo dignamente; pero por desgracia han sido muy contados y desde
que se cerró el teatro Español hace doce años ha quedado
abandonado a sus propias fuerzas, que por cierto son muy exiguas.
Nosotros que somos apasionados del arte de Talía hacemos
fervientes votos para que salga del prolongado e inmerecido letargo en que se
encuentra, porque estamos de perfecto acuerdo con lo que dice
Moratín:
que el arte dramático interesa desde el
zapatero al Rey.
Es muy posible que no se perdiese gran cosa si se dejase de
representar nuestra obra; es más, tal vez nos evitaríamos una
silba. Pero ello es que a ningún autor que escribe para el teatro se le
ocurre que puede hacer fiasco, antes al contrario se le hace la boca agua
pensando en el gustazo de salir a la escena al final de la
representación modestamente arrastrado por los actores, que se ven en la
necesidad de mostrarle al público que le reclama a voz en grito y
batiendo las palmas con un ruido infernal, pero más agradable al
oído del autor que cualquier sonata de Mozart o de Beethoven.
Nosotros, sin embargo, sabremos conformarnos con nuestra suerte,
sea la que quiera tocante a la representación.
Pero para salir de dudas acerca del mérito que pudiera tener
nuestro sainete, nos propusimos desde luego leerlo a nuestros compinches, que
tienen por costumbre reunirse la mayor parte de las noches en casa de nuestro
amigo Camps y Montañola. Convenimos todos y quedó fijada la
lectura para el jueves lardero.
Nos quedaba no más que el tiempo preciso para darle la
última mano. Llegada la hora, a decir verdad la camisa no nos llegaba al
cuerpo. Sentíamos una especie de sudor tan frío como puede
sentirlo el recluta más cobarde la primera vez que se halla frente al
enemigo.
Todo se nos iba en observar las fachas de los oyentes.
Después de la escena segunda empezamos ya a cobrar aliento: en la
fisonomía de todos se notaba que le iban tomando gusto.
A la conclusión, un maestro de primeras letras, que nos
había honrado con su presencia, se levantó de su asiento y vino a
estrecharnos la mano y a felicitarnos con efusión. En aquel momento, no
tenemos inconveniente en decirlo, experimentamos un arranque de vanidad. Se nos
pasó por la imaginación que
Nosotros tampoco éramos ranas.
De regreso a la casa de huéspedes en donde vivimos, y antes
de colarnos entre sábanas, borroneamos una carta dirigida a
Montañola ofreciéndole nuestro esperpento, fiados por lo que
acabábamos de oír en que no era buñuelo del todo.
Al día siguiente recibimos del dedicado otra epístola
que trasladamos a continuación, rogando al público que tenga en
cuenta que Antonio en su amistad por nosotros exagera mucho el mérito de
la obra.
«El comedor de mi casa es ya un templo de las musas desde que
resonaron en sus paredes los inspirados acentos con que cantáis La
muerte de Curro Cejas.
Poetas que aventajan a Don Ramón de la Cruz y a
Gutiérrez de Alba, serán siempre la gloria de la patria y
ennoblecerán cuantos asuntos traten. Don Ramón de la Cruz
ensalzó el Buñuelo, ennobleció a Pancho y a Mendrugo y dio
inmortalidad al basurero de Ceuta. Gutiérrez de Alba revela a nuestra
edad el caballerismo épico de Diego Corriente. ¿Por qué,
pues, vosotros no habíais de inmortalizar a Curro Cejas?
Gracias, pues, amigos míos. Gracias mil por haber asociado mi
nombre a vuestra gloria y, cuando el público al oír vuestros
armoniosos versos corone de verdes laureles vuestra frente, recordad que si son
más ruidosos sus aplausos no son más sinceros, ni más
entusiastas que los que os prodigó en el comedor de su casa vuestro
agradecido amigo
ANTONIO»
Acto único
Habitación de
CURRO CEJAS, con pocos muebles y, entre ellos, algunos
efectos de tripicallería.
Escena I
CURRO CEJAS y
COMPADRE ANTONIO, picando un cigarro. Dos Escribientes
a quienes
CURRO CEJAS va dictando.
COMPADRE ANTONIO
Cejas,
premite que el compadre Antonio
la cucharada en tus asuntos meta
y te diga clarito y sin rodeos
que estás haciendo en el negocio el bestia.
¿No basta que esa turba de gandules
5
a cada instante contra ti se
güelva
y que yo trague quina y que me aguante
sin repartir una
mojá siquiera?
¿Es preciso, ¡canastos!, todavía
hacerles dueños de tu casa mesma,
10
mientras que a mí y a los que somos netos
nos das en las narices con la puerta?
A cientos contar puedo los
perdíos
que el hocico regalan en tu mesa
y, aunque otros tantos a beber te ayudan,
15
tu dinero entra solo en la taberna.
Churro, Nicasio, Mirlo, Franco y Cima
triunfan y gastan sin tener hacienda.
Con miel intentas aumentar amigos
y ellos se acercan a mamar la breva;
20
el dulce chupan que les das por cebo
y el anzuelo nos clavan. ¿Hay
pacencia
para ver con pachorra tal infamia?
La sangre tengo frita ya en las venas.
Cejas, vuelve por ti, mira adelante.
25
Si no sacas la pata..., nos revientan.
No hagamos más el oso, que es muy justo
que empieces a tirar mejor tus cuentas,
y si el año que acaba nos dio sebo,
procures que el siguiente dé manteca.
30
Pronto me tienes a buscar el bulto
y exterminar del barrio esa ralea;
mas para hacerlo, Curro, necesito
que gustoso me otorgues tu licencia.
Al amo, su criado se lo pide;
35
al compadre, el compadre se lo ruega.
CURRO CEJAS
Antonio, me trabucas.
(Dictando.)
En sus puestos
seguirán los que corren de mi cuenta
y cobrarán sobre el jornal que hoy tienen,
sin que haya
destinción, media peseta.
40
Los vendedores de mondongo y callos,
los que fabrican cuerdas de vihuela
y, en fin, cuantos del género de casa
surten constantes su tinglado o tienda
tomarán en especie media azumbre
45
por cada veinte reales de su cuenta.
Así se ha de cumplir.
(Al
COMPADRE ANTONIO.)
¿Qué te parece?
¿Está bien
trabajao? Lástima fuera
que hombre de chapa, que nació en el Rastro,
pueda igualarse con cualquier chancleta.
50
Portarme debo sin manchar mi clase:
a todos protección, camorras fuera;
que el sol al alumbrar, compadre Antonio,
a todos igualmente nos calienta.
No me hables de atropellos.
(Sigue dictando.)
Es preciso,
55
pa que puedan cumplirse las ofertas,
que todo ande muy listo: abrir el
párpago
y que extienda su tráfico la empresa,
mandando a Candelario de esas tripas
que en gran porción tenemos de existencia,
60
y los cuernos que aquí no se consumen
yo mismo los pondré en Ingalaterra.
Ésta es mi voluntad.
COMPADRE ANTONIO
Bravo, compadre.
CURRO CEJAS
(Dictando.)
Quiero en
presona colocar la hacienda
y a la cabeza ir de mi cuadrilla.
65
(Dirigiéndose al
COMPADRE ANTONIO y dándole la mano.)
Conmigo te vendrás. Aquella tierra
y el ejercicio apretarán tus
niervos
y hallarás el valor con que hoy no cuentas.
COMPADRE ANTONIO
¿Cobarde yo? Que vengan esos guapos
que nombra por valientes la plazuela
70
y uno por uno medirán el suelo
en teniendo el avío en mi derecha.
Que vengan todos juntos cara a cara
ahora mismo al Campillo de Manuela
y, aunque vea sobre mí tantas cuchillas
75
como granizos manda una tormenta,
no haya miedo que
güelva las espaldas
quien prefiere morir de esta manera.
Mas sin querer, compadre, me espeluzna
sólo pensar en entregar la jeta
80
cuando el cuerpo y el alma gozan juntos
del tufillo especial de la taberna.
Allí sobre una mesa recostado,
y en completo descanso la conciencia,
el caletre contempla un paraíso
85
mejor mil veces que el de Adán y Eva.
Platos grasientos que en revueltas filas
el dorado velón su brillo aumenta,
al más inapetente y ruin estómago
la gazuza y vigor luego despiertan,
90
ya presentando los chorizos frescos,
los huevos duros, las sardinas secas,
o ya cubriendo con el trapo blanco,
a fin de que las moscas no lo muerdan,
barbos del Tajo, peces del Jarama,
95
tostado tarazón del de truchuela
y, rebozada con tomate frito,
del sabroso carnero la chuleta.
Y si a esto un majo con salero entona,
al alegre compás de la
vigüela,
100
un fandango hasta allí que al cuerpo pincha
y al alma al mismo tiempo aguijonea,
y entre el canto y el vino y la algazara,
en palique amoroso con mi prenda,
tumbo diez chicos que gustar me brindan
105
el Yepes, el Arganda y Valdepeñas.
Quisiera ser más grande treinta veces
pa que un goce mayor en mí
cupiera.
¡Es un dolor que en tan feliz momento
algún cobarde sobre mí se venga
110
y me largue a traición con mano dura
catorce o quince
puñalás traperas!
Quiero morir luchando, ya lo he dicho
y cien veces repito. Echa una yesca.
CURRO CEJAS
(Sacando los chismes dice:)
Si hasta el tuétano gozas, caro Antonio,
115
¿qué te importa morir en la taberna?
Yo, de las muertes que conoce el mundo,
tan sólo admito la forzosa.
Escena II
CURRO CEJAS,
COMPADRE ANTONIO y
CHÍCHARO. El último llega
apresurado.
CHÍCHARO
¡Cejas!
Estalló la bomba. El barrio entero
en corrillos ocupa la plazuela
120
y a armar la gorda decididos se hallan
en contra tuya, apenas amanezca.
Quieren tomar del Matadero mesmo
los despojos que solo mangoneas.
Esto dicen. Y aquí traigo unas coplas
125
que el barbero te ha escrito de burlesca.
(Entrega a
CURRO CEJAS las coplas.
CURRO CEJAS se sienta a leerlas.)
En papel de un cigarro puesto traigo
el nombre del traidor que más gallea;
como todos aquí le conocemos,
excuso, por lo tanto, dar más señas.
130
COMPADRE ANTONIO
(Mirando el papel.)
¿Lo ves, compadre? Confirmado tienes
lo que hace poco te soplé a la oreja.
Mas, ¿qué hacemos aquí? Chícharo, en
marcha,
y repartamos a destajo leña.
Caiga el que caiga, sí, mira su nombre.
135
¡Que muera el Chato!
CURRO CEJAS
¡El Chato! ¡El pico cierra!
(Se levanta y toma el papel.)
¿Quién te ha dado este pliego?
CHÍCHARO
Cena-oscuras,
esta noche al salir de la taberna.
CURRO CEJAS
¿Y probarlo podrá si se le pide...?
CHÍCHARO
Pruebas y gordas sobrarán a espuertas,
140
tan pronto como tú...
CURRO CEJAS
La lengua muerde,
o te rompo el testuz si te berreas.
No le importan a Curro los
timultos:
tiene mucho valor y los desprecia.
(Rasga el papel.)
COMPADRE ANTONIO
¡Buena salida!
CURRO CEJAS
(A
CHÍCHARO.)
De mi parte diles
145
que no pongan a prueba mi
pacencia,
que les he visto el juego, que sé todo
y conozco sus nombres.
COMPADRE ANTONIO
Y habrá gresca.
CURRO CEJAS
Ni una palabra más.
CHÍCHARO
Y al Rapa-barbas,
¿qué le digo?
CURRO CEJAS
Que no sea tan fachenda,
150
que abandone el oficio de coplero
y que aprenda mejor a sacar muelas.
(Vase
CHÍCHARO.)
Escena III
CURRO CEJAS y
COMPADRE ANTONIO.
CURRO CEJAS
Escucha. En los jaleos de la vida,
que entre bromas, compadre, y entre fiestas,
siempre pegados al amor y al vino,
155
parece que no corre, pero vuela,
nunca dijiste para tu capote:
¿por qué no me da un chico mi parienta?
Un chico a quien dejar pudiera un día
mi ajuar, mi nombre, mi pequeña hacienda...
160
COMPADRE ANTONIO
No me aflijas, compadre. Nunca el cielo
ni encanijado me lo dio siquiera.
CURRO CEJAS
Ésa es la causa por que solo gozas
cuando vas al copeo a las tabernas.
Y por eso dispuesto te hallas siempre
165
a
espanzurrar con gusto una docena.
COMPADRE ANTONIO
Eso es mucha
verdá, yo lo confieso,
mas chicos no se compran en la tienda.
Pero tú, que a pesar de dos mujeres
que, una tras otra te entregó la Iglesia
170
en contra de tus buenas intenciones,
la comadre jamás llegó a tu puerta,
gozar debes la vida alegremente
gastando con anchuras lo que tengas,
y el que venga detrás que apriete el paso
175
y allá se las componga como pueda.
CURRO CEJAS
Cuando se logra lo que yo ya tengo,
fundar un mayorazgo se desea.
Necesito heredero.
COMPADRE ANTONIO
¿Dónde le hallas?
CURRO CEJAS
¿Que dónde, dices? En mi sangre mesma.
180
COMPADRE ANTONIO
¡Tu sobrino! ¡Trabajas para Ochavo!
Ese mozo no vale una peseta.
CURRO CEJAS
Mal conoces, compadre, a ese chiquillo,
pues tiene más injundia y más mollera
que muchos que se tienen por
dotores.
185
Mas la has errado: mi intención no es ésa.
COMPADRE ANTONIO
Entonces no hay remedio, será otra.
CURRO CEJAS
¿Estamos solos?
COMPADRE ANTONIO
Pero...
CURRO CEJAS
Presta orejas.
Allá cuando cumplí los veinticuatro,
estando yo con otro en la taberna,
190
disputa armamos entre yo y el otro
sobre el precio de un par de castañuelas.
Se enzarzó la cuestión: el compañero,
al verse
aturrullao, con cierta flema
soltó palabras que me hicieron daño
195
y añicos le hice un jarro en la cabeza.
Sin más, es claro,
pa el Barranco juntos
emprendimos como dos saetas,
por más que en impedirlo se empeñaron
Chichante, Viricú y la tabernera.
200
Dos viajes tiramos y de un salto
me dejó su navaja por herencia.
El bulto escurro porque veo encima
dos alguaciles que hacia mí se acercan
y, perseguido por los dos sabuesos,
205
entro en la villa sin mirar la puerta.
No sé cuánto corrí. Ya echaba el bofe
cuando, al pasar delante de una tienda,
una moza me sale de repente
que, del embozo asiéndome con fuerza,
210
«cuélate» grita y, sin gastar cumplidos,
me encajé de cabeza en la trastienda.
«Libre estás», dice, «pero estoy
perdida;
quiera Dios que mi hermano no te huela».
Y, levantando una pesada trampa,
215
a un sótano me empuja, tapa y cierra.
Que este belén me sucedió hace mucho
con sus canas lo prueba mi cabeza;
mas solamente al recordarlo, Antonio,
se me hace la saliva una jalea.
220
Del peligro en que entonces me encontraba
ni un solo instante me acordé siquiera
y el lance, la taberna y alguaciles
bendigo siempre cuando pienso en ella.
Con gran esmero me cuidó en
presona,
225
y, viendo a la ocasión la puerta abierta,
a fuerza de palique, en un
menuto
se enredó de tal suerte la madeja,
que, de patas metido en el enredo,
conseguí...
COMPADRE ANTONIO
No prosigas, etcétera.
230
CURRO CEJAS
La pobre se mamaba cada susto
cuando a mí la llamaba la querencia,
que hubiera preferido un
senapismo
a verse por su hermano descubierta;
que ha sido de rigor en su familia
235
el dar tierra con palma a las solteras.
Como nada en el mundo dura siempre,
una noche, por fin, tomó la puerta,
pero estaba de Dios. Cuando yo andaba
entre Getafe, Torrejón e Illescas,
240
del pecado que entrambos cometimos
ella sola purgó la penitencia.
COMPADRE ANTONIO
¡Ya! ¡Padre fuiste!
CURRO CEJAS
La casó su hermano
con uno que enterrado está ya en Ceuta.
Y ella las cosas arregló de modo
245
que al pobre muerto le agregó...
COMPADRE ANTONIO
¡Canela!
Pues la cosa, por Dios, no trae malicia.
Y tú...
CURRO CEJAS
Yo, mutis, como mosca muerta.
Mientras ella lo mande, yo me callo.
Convencerla no puedo, que es muy terca.
250
Como el hijo, aunque es hombre, el caso ignora,
por más que hago por él, me hace la guerra.
COMPADRE ANTONIO
Basta, ya me la olí: pues es el Chato;
y la moza del cuento, la Silvestra.
¡Y así se porta quien pasar pretende
255
por patrón de casadas y doncellas!
CURRO CEJAS
Y con eso, compadre, ¿qué tenemos?
Si tuvo algo que ver, tuvo con Cejas.
De lo que has escuchado cierra el pico.
Mucho cuidado con mover la lengua.
260
COMPADRE ANTONIO
Gente se acerca.
Escena IV
Dichos,
CUCHARÓN,
CAMORRA,
PENDENCIA,
EL CHATO,
RASCA,
NICASIO,
TACO,
NECIO, Acompañamiento con guitarras y
baile.
CURRO CEJAS
Adentro, caballeros.
Acércate, Camorra, y tú, Pendencia.
Envidia en Lavapiés y en las Vistillas
dais los dos punteando la vihuela.
Nadie está triste donde estáis vosotros
265
tocando seguidillas o manchegas.
CAMORRA
Me
abichornas... Mis toques no merecen
que me des por lo fino
enhoragüenas.
PENDENCIA
Yo, a pesar de mi mérito y mi puga,
aún no he pasado de amarrar becerras.
270
CURRO CEJAS
¿Aún amarras becerras? Ven tú, Chato,
y nómbrale...
EL CHATO
Yo, ¿qué?
CURRO CEJAS
Lo que tú quieras.
EL CHATO
Desde mañana puedes en mi nombre
usar puntillas y gastar coleta.
(Le quita el mandil y le pone un
cinturón de cuero.)