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La mujer según algunos filósofos

Concepción Gimeno de Flaquer





La mayor parte de los filósofos de la antigüedad han escrito enormes disparates acerca de la mujer, y los filósofos modernos no les van en zaga. Siendo la mujer el ser que agita las más impetuosas pasiones del hombre, no puede este conservar la razón bastante serena para juzgarla. Al leer los libros que los sabios han consagrado al sexo femenino, se deduce que la mujer es arquetipo de perfección o germen de todo mal. La mujer, según autores que blasonan de haberla estudiado (muchas cosas se estudian sin éxito), es ángel o monstruo: para ellos no hay término medio.

Separándome del juicio que de la mujer han formado, y analizando el destino que le señalan, observaremos las mismas aberraciones. Unos piden para la mujer iguales derechos que para el hombre, con lo cual la convertirían en un ente absurdo y descentralizado, que no se podría clasificar, porque moralmente no estaría definido; otros le coartan tanto la voluntad y la acción, que le quitan toda personalidad, convirtiéndola en un ser pasivo, en un ser artificial que solo puede moverse a impulsos del hombre, como se mueve una máquina a impulso de fuerza mayor. Estudiense las teorías de los sansimonianos y de los prudhonianos y se observará la verdad de las apreciaciones que dejo manifestadas.

Los sansimonianos conceden a los dos sexos igualdad de derechos políticos, sociales y morales. Enfantin, uno de los jefes de esta escuela, queriendo favorecer a la mujer, ha proclamado la tesis más inmoral con relación al amor y al matrimonio; tesis que toda mujer sensata tiene que rechazar, porque ataca el orden que el matrimonio ha establecido en la vida social al legitimar los afectos, sin el cual la mujer quedaría perjudicada.

Los proudhonianos, por el contrario, con sus reticencias y cohibiciones esclavizan a la mujer. Proudhon cree firmemente en la interioridad intelectual y moral del sexo femenino respecto al masculino, y la apoya en la debilidad de los músculos de la mujer y en su falta de fuerza física. Mas como el alma no se compone de tejidos, vértebras o músculos, para afirmar el infatigable polemista que moralmente es inferior la mujer al hombre, se burla de los que invocan la igualdad de las almas, con la siguiente frase que, dada su incredulidad, no puede ser más sarcástica y sangrienta: la igualdad de elevación entre el alma de uno y otro sexo podrá demostrarse en el otro mundo, pero en este no.

Tales palabras envuelven aviesa intención. Fáltale al espíritu de la mujer, según Proudhon, la facultad de producir gérmenes, es decir, ideas, por lo cual carece de genio, es antimetafísica, no sigue deducciones, no generaliza, no sintetiza. Esto es negarle a la mujer de una manera vergonzante la facultad de pensar. Según el aforismo de Descartes, pienso, luego soy, el pensamiento es lo que revela nuestra existencia; si la mujer no piensa (según Proudhon), la mujer no existe, es un ser mítico que ha forjado la fantasía. Ahora bien, ¿podrá demostrar Proudhon con todas las sutilezas de su ingenio que el hombre existe no existiendo la mujer? ¡Hasta qué dislates conducen las alambicaciones de los que se creen pensadores, por haber descubierto que la mujer no piensa, que la mujer no es!

No necesitaba Proudhon dirigir una mirada retrospectiva para encontrar múltiples talentos en el sexo femenino, pues en su época figuraban mujeres de brillante ingenio, como han brillado en todos tiempos, mas si no admite que, aun generalizada la instrucción se nivelen las inteligencias en los dos sexos, menos ha de querer admitir el fenómeno de que, siendo poco cultivado el talento femenino, deba sus resplandores a facultades propias o naturales.

La conciencia de la mujer -añade Proudhon- es más débil que la del hombre, por la diferencia que separa su espíritu del nuestro; su moralidad es de otra naturaleza; lo que la mujer concibe como bien y mal, no está bien apreciado; de modo que relativamente a nosotros la mujer puede ser considerada como una criatura inmoral. Observadla: la encontrareis siempre en pugna con la justicia, la desigualdad es su distintivo, en ella no se advierte ninguna tendencia a ese equilibrio de derechos y deberes que es la idea fija del hombre, y por la cual lucha encarnizadamente con sus semejantes. Ella ama las distinciones, los privilegios; la justicia que nivela los rangos le es insoportable.

¡Que aberración! La mujer ama los privilegios y la gloria para el ser que hace palpitar amorosamente su corazón, mientras que el hombre los ama por sí mismo.

¡Que la mujer no conoce la ley del equilibrio! ¿Cómo no la ha de conocer? Son tantos y tantos los derechos que el hombre ambiciona, y por los que pelea eternamente, que para sostener el orden social, se ha visto la mujer obligada a no reconocer más que deberes.

¡Qué la conciencia de la mujer es inferior a la del hombre! ¿Saben los proudhonianos lo que es la conciencia?

La conciencia es un sentimiento estético que nos inspira horror a la culpa, porque la culpa es fea, y siendo un sentimiento estético la conciencia, indudablemente ha de estar muy despierta en la mujer, teniendo cual tiene en más alto grado que nadie el instinto de lo bello, que en moral es el instinto de lo bueno. Después de negarle a la mujer el vigor de la idea, los proudhonianos quieren negarle la conciencia, la conciencia, que es lo eximio del sentimiento, lo más etéreo del alma, lo más noble, lo que distingue al ser racional de los irracionales.

La constante observación viene demostrando que la conciencia se desenvuelve antes en la mujer que en el hombre. La conciencia tiene dos fases: existe la conciencia espontánea, y la conciencia educada; la conciencia espontánea se manifiesta en la mujer, la conciencia educada en el hombre. La conciencia espontánea, que es la que se distingue en el sexo femenino, es inmutable, firme, fija; la conciencia educada, que es la única que posee el sexo masculino, está sujeta a mil cambios, es regida por distintas ideas, obedece a leyes sociales. La conciencia espontánea rige todos los actos de la vida; la conciencia educada o artificial es regida por ellos. La conciencia es la reguladora del honor, y el honor tiene origen más alto, base más sólida en la conciencia de la mujer que en la del hombre. El honor muestra siempre la misma forma en la conciencia de la mujer; siendo en ella la virtud la práctica de la moral: el honor en la conciencia del hombre está sujeto a mudanzas. Los hombres del siglo XIX entienden la idea del honor de otro modo que los hombres del siglo XVI; en la mujer, la idea del honor es inmutable.

Necesita la mujer toda una vida de pruebas para que pueda quedar declarado su honor; el hombre se coloca con serenidad ante el cañón de una pistola, tiene cinco minutos de arrojo, y ya es hombre de honor. El honor en el hombre llámase valor o crédito: en la mujer llámase virtud; esto es, la síntesis de todos los sacrificios, de todos los triunfos sobre sí misma, a veces hasta de la inmolación. El honor del hombre se forma con un rasgo de valor físico, material, porque el valor depende del temperamento, con un rasgo de valor que muchas veces es debido a las circunstancias, mientras que el honor de la mujer tiene que ser sostenido por un valor moral, constante, perpetuo. ¡Cuántos crímenes se cometen en nombre del honor!

El duelo, nacido en sociedades bárbaras que no tenían leyes; el duelo, que no es más que la superstición del honor, forma la más alta manifestación del honor del hombre; el duelo, que está reprobado por la religión y por la ley. ¿Qué os parece la lógica de la conciencia masculina? Gran audacia han necesitado los proudhonianos para decir en tono de infalible aserto, que la mujer es un ser inferior al hombre hasta en moralidad.

La mayor parte de los fisiólogos afirman que el organismo de la mujer está más predispuesto que el del hombre a la voluptuosidad, y sin embargo, nadie puede negar que la mujer es más fiel a sus deberes que este. Por cada caso de infidelidad en el sexo femenino, se cuentan noventa y nueve en el masculino.

Añádase a esto que el hombre puede casarse siempre por amor, mientras que la mujer tiene que aceptar el matrimonio las más veces, como única solución a su porvenir.

Si, a pesar de la decantada debilidad de la mujer, y de estar siempre combatida por el que se llama fuerte, sabe resistir y apagar con la voluntad el ardor de los sentidos, ¿dónde brilla la conciencia más pura, en el sexo fuerte que ataca, o en el débil que se defiende?

Prouhdon materializa lo inmaterial queriendo llevar hasta las inaccesibles esferas del espíritu las ecuaciones algebraicas, y resulta de sus alambicados problemas, que la mujer apenas vale la tercera parte que el hombre.

Gran divergencia existe entre las ideas que manifiesta el autor de la Filosofía del Progreso y su conducta: el gran revolucionario, cuyo nombre espantó por mucho tiempo a los tímidos, se complació en rodearse de su familia hasta cuando se entregaba al trabajo. El exaltado defensor del pueblo casose con una humilde obrera, en cuya compañía vivió dichoso. Él mismo educó a sus hijos: su hija Catalina ejerció desde la infancia el cargo de secretario de su padre. La ilustración precoz de la hija de Proudhon asombraba a los amigos del célebre autor de las Contradicciones Económicas. El incansable batallador que convertía la palabra en catapulta, sintió gran ternura hacia su madre, que era una mujer de talento superior, dotada de mucho carácter. Proudhon dice que puso a su hija el nombre de Catalina porque lo había llevado la mujer que le dio el ser. Quise honrar, exclama, la memoria de la pobre labradora que tanto valía, y que vivió desconocida. Apesar de la brusquedad y dureza de Proudhon, rindió a su madre un culto amoroso y tierno.

En una carta íntima dijo a uno de sus amigos: No me casé apasionado, me casé por reflexión. Muerta mi madre, sentí un vacío que solo podía llenar la paternidad, y la busqué por caminos rectos y honrados. Me casé porque sentía nostalgia de hogar.

Ya veis que el proclamador de los Principios de organización política también sintió la necesidad de organización doméstica, y empezó por organizarse a sí mismo.

Los dos únicos sentimientos tiernos que existieron en el corazón del impugnador del derecho de la propiedad fueron el afecto hacia su madre y hacia su hija.

Muchos de los grandes hombres han menospreciado a la mujer con sus palabras y la han venerado con sus hechos. ¿Qué mayor triunfa para el sexo femenino?

Otro filósofo moderno que abriga ideas retrógradas hacia la mujer, y que le niega iniciativa, es el célebre historiador, matemático y astrónomo Augusto Comte, a pesar de que tanto él como sus secuaces, alardean de rendir ferviente canto a las mujeres.

Los reaccionarios han tratado al sexo femenino mejor que Agusto Comte, pues ellos, que le niegan un lugar en el alcázar de la ciencia, le dan alto puesto en el hogar, entregándole el cetro doméstico, mientras que el filósofo positivista confina a la mujer a la vida privada, convirtiendo sn casa en cautiverio. No porque lo haga de una manera solapada deja de condenarla al servilismo, pues dice así: El sexo femenino está llamado a la obediencia, por ser el sexo afectivo.

Según el autor de El catecismo positivista, el hombre es un ser eminentemente activo, y la mujer es solo una influencia moral. Opina que la mujer no debe mezclarse en ninguna cuestión sociológica ni tampoco industrial, porque la biología comparada demuestra que el sexo femenino está constituido en una especie de infancia eterna. Proclama la reclusión de la mujer basándola en que el cumplimiento de sus deberes exige gran concentración de espíritu, y añade sofísticamente: Si los filósofos deben retirarse de la vida práctica para que no se altere la pureza de sus teorías, mucho más la mujer, que es un elemento de influencia moral.

Estas palabras encierran bajo una bella forma la nulificación de la mujer, pues le prohíben toda participación en la industria, en el comercio y hasta en el arte. Augusto Comte concede al hombre la dirección completa de la mujer, con el pretexto de que es más enérgico que ella. ¡Cuán falsa afirmación! A cada paso se ven mujeres teniendo que ocultar su energía para que el marido no se abochorne de la que le falta. Indudablemente el célebre socialista, se ha olvidado de muchos hechos históricos que nos presentan a la mujer enseñando al hombre a darse la muerte, antes que sucumbir al enemigo. Según las teorías de Augusto Comte, la mujer es un ser subalterno ante la ciencia, subalterno en la vida social y subalterno en la familia, pues en el hogar entrega el mando al hombre, sentenciando a la mujer a ciega obediencia. ¿Qué esfera de acción concede a ésta? Ninguna: al decir que la mujer es un elemento de influencia moral y condenarla a la pasividad absoluta, contradice su teoría. ¿Cómo ha de hacer sentir la mujer la influencia moral que le otorga, si vive ajena al mundo exterior y desconoce la marcha del progreso y los deberes que la sociabilidad impone al individuo? ¿Cómo la ha de hacer sentir careciendo de iniciativa?

Augusto Comte se equivoca: el hombre debe tomar la dirección en los asuntos políticos y en los negocios; pero sin que la mujer sea extraña a ellos.

Después de prohibirle a nuestro sexo la acción y todos los medios para que pueda bastarse a sí mismo, debió comprender Augusto Comte que su teoría era inhumana, pues con tal plan la mujer quedaba sujeta a la miseria, ya que le ha negado hasta la facultad de heredar; y por no retractarse de cuanto había manifestado, coronó su obra con este pensamiento: A falta del marido o los parientes, la sociedad debe garantizar la existencia material de cada mujer.

¡Brava ocurrencia! La mujer tiene que apelar al matrimonio para defenderse de la miseria, ¿y si no encuentra marido? La mujer tiene que ser mantenida por sus parientes ¿y si son pobres? La mujer tiene que ser protegida por la sociedad, y ¿quién establecerá esas leyes de protección? El hombre, ya que tiene el mando; más ¿quién responde del acierto y la moralidad de tales leyes? Hay protecciones que abruman, que son un suplicio: y el sexo femenino no puede menos de rechazar la protección que le ofrece el ilustre pensador. La mujer renuncia a tan noble, a tan inusitada generosidad, como renuncia al derecho del amor libre que para ella reclama el sabio Fourier, con el cual perdería todo prestigio al perder el pudor, que es en nuestro sexo como la fragancia en la flor.

En vez de inventar Augusto Comte nuevos cautiverios para la mujer, subordinándola a sus parientes o a la sociedad, ¿por qué no inventa medios de remunerar mejor el trabajo femenino para que este sea su escudo?

La mujer digna no quiere depender más que del hombre a quien ama, o del trabajo; del trabajo que es la única dependencia que no envilece.

La escuela positivista parece esforzarse en querer demostrar a la mujer que no tiene personalidad, del mismo modo que los turcos se esfuerzan en convencerla de que no tiene alma, por cuya razón no entrará en el paraíso.

¿No os parece que la mujer no debía esperar ser tratada por Augusto Comte como la tratan los turcos?

Afirma el citado filósofo que la mujer carece de carácter e iniciativa; al Cardenal Mazarino parecíale lo contrario, tanto, que llegó a quejarse de la intervención de las mujeres en la política, pues, hablando una vez con D. Luis de Haro, Ministro español, le dijo que envidiaba a los españoles porque sus mujeres solo eran vanidosas, mientras que las francesas no sólo querían lucir galas, sino que aspiraban a gobernar la nación. Tenemos tres damas, añadió, tan capaces de gobernar tres reinos como de perturbarlos: la Duquesa de Longueville, la Princesa Palatina y la Duquesa de Chevreuse.

«Por fortuna, contestó D. Luis de Haro, las españolas solo piensan en gastar el dinero de sus maridos o de sus amigos, pues si les diera por asociarse a nuestros negocios, los estropearían todo como lo hacen las francesas».

Nada tienen que agradecer las mujeres a la cortesía del cardenal francés y del ministro español, porque ambos fueron muy poco galantes al emitir su opinión acerca de ellas, a pesar de que han brillado, tanto en España como en Francia, mujeres dotadas de gran civismo y de gran valor.

En el siglo XVI Catalina de Pathernay y Ana de Rohan sostuvieron el sitio de la Rochela, centro de las fuerzas calvinistas, y prisioneras en el castillo de Niort, demostraron la misma energía de carácter que al defender la Rochela, pues sabido es que a pesar de morirse de hambre, no quisieron capitular.

Las francesas han tenido siempre afición a los negocios de estado; muchas de ellas se distinguieron por su sagacidad en los asuntos diplomáticos.

En el siglo XVII brillaron en Francia distintas mujeres por su habilidad política. La célebre Duquesa de Longueville fue heroína de la Fronda; la Duquesa de Montpensier, prima hermana de Luis XIV, conocida con el título de Grande Mademoiselle, manejó la espada con la misma facilidad que la pluma; anhelante de gloria se puso al frente de un ejército para defender a la ciudad de Orleans, arengó a la muchedumbre, logrando calmar a los descontentos y estableció la paz. Fue denominada la Doncella de Orleans, porque su valor despertó el recuerdo de Juana de Arco, que dos siglos antes había defendido aquella plaza. Refiérese que, habiendo rechazado las proposiciones de casamiento hechas por un hijo de la reina de Inglaterra, cuando le hablaron a la Reina de las hazañas de la Duquesa de Montpensier, contestó: es natural que haya salvado a la ciudad de Orleans cual Juana de Arco, habiendo empezado por rechazar a los ingleses. Esta irónica agudeza fue muy celebrada.

Álzanse ostentando su poder en el mismo siglo Madame de Maintenon. que avasalla nada menos que a Luis XIV, mientras que la Princesa de los Ursinos rige los destinos de España, siendo la consejera de María Luisa de Saboya, esposa de Felipe V, que domina al rey, y este a los españoles. Temistocles tenía razón al decir a la compañera de su vida: Mira, mujer, los atenienses mandan a los griegos, yo a los atenienses, tú a mí, y a ti nuestro hijo: por tanto, vete a la mano en tu autoridad, porque aquel manda en todos los griegos.

Es indudable que en la corte de un rey imperan las mujeres y en la de una reina los hombres. Aceptada tal verdad, no debieran estos haber promulgado la ley sálica. Y no se crea que solo la mujer amada ejerce influencia política, como la ejercieron la duquesa de Etampes en Francisco I, Diana de Poitiers en Enrique II y Gabriela de Estrées en Enrique IV; la ejercen también la madre y la hermana, cual Blanca de Castilla en San Luis y Beatriz de Choisseul en el ministro de Luis XV, la cual indujo a su hermano a rechazar la alianza política propuesta por la Du Barry, favorita del Rey, suceso que ocasionó la caída del Ministerio.





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