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ArribaAbajo Capítulo XIX

Del famoso discurso de D. Quijote a los latinoamericanos, y de su desafío con una Esfinge


En el gran salón del hotel Juárez se hacían multitud de comentarios sobre los incidentes de la sección de apertura del Congreso latinoamericano, recién terminada.

-Ha sido lo inesperado -decía un brasileño, miembro de aquella Asamblea.

-Ciertamente -exclamaba un hondureño-, eso no se había previsto en el programa, ni se nos advirtió.

-Hizo mal el Presidente -interrumpió un representante de Nicaragua, el más rebelde a la proyectada unión de los pueblos americanos de origen latino.

-Señores -replicaba un mejicano-, hay que tener en cuenta las perplejidades que produce la sorpresa.

-Pero, ¿qué es ello? -preguntó el opulento jefe de un trust707, que oía en silencio aquel tiroteo de frases que no explicaban lo ocurrido.

-Si no estuvo en el Congreso, difícilmente se formará idea -contestó el representante de Perú, que hallábase a su lado; y mientras los demás siguieron su disputa, él habló a su interlocutor de este modo:

-Figúrese que entramos todos en el salón de sesiones, a la hora convenida, ni minuto más ni menos. Las tribunas reservadas y la pública rebosaban ya de gente; hacía un calor insoportable, y no había tampoco asientos bastantes en los escaños para tanto congresista. Los más afortunados o más listos los ocuparon, y en un abrir y cerrar de ojos quedaron llenos, y los demás tuvimos que apiñarnos en derrededor de la Presidencia, y en los pasillos laterales, estrujándonos con la posible cortesía. El Presidente hizo un buen discurso, correcto, sencillo, fervoroso y entusiasta, abogando por la concordia de los estados de la América latina. Hablaron muy bien varios miembros representantes de algunos estados del Centro y del Sur, y todos fueron grandemente aplaudidos; pero iba ya a cerrase esa primera sesión cuando de una de las tribunas de preferencia se levantó un hombre que parecía vuelto a la vida, del otro mundo.

-¡Próceres y magnates! -dijo. Y cuando el presidente, aún presa del estupor por la injerencia de tan exótico sujeto, fue a cortarle la palabra, prosiguió aquel-: ¡Soy el alma de la España del siglo XVII, que viene a vosotros!

Al oír el nombre de España, todos se volvieron al orador, y el Presidente no tuvo ánimos para tocar la campanilla. Creyó tal vez que aquel hombre era el esqueleto de la vieja España salido de la tumba, y que al llamarle al orden hubiera parecido que tocaba a muerto. ¿Quién podía asegurar que aquél no fuera algún enviado oficioso de la vieja metrópoli, que elegía aquel momento para recabar su derecho a ser escuchado?

Todos se pusieron a oír, y entonces el esqueleto de la España antigua habló noble y reposadamente, con un lenguaje cervantino, tan pulcro y armonioso que nos traía a la memoria aquel discurso sobre la Edad de Oro, que empieza: «¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos...!»708

Aplaudimos los primeros párrafos por su estilo; los demás fueron aplaudidos también por sus ideas. Traía a nuestra memoria recuerdos de nuestra madre común; renovaba con sencillez y sin declamaciones los votos de ella por la prosperidad de sus hijos; recordaba que todos éramos oriundos de su viejo solar, y venidos aquí como injertos a las razas aborígenes; que gozábamos de los frutos de la hispana civilización, su cultura sus artes y su idioma; y decía que toda el agua del Océano que mediaba entre la vieja madre y sus hijos del Nuevo Mundo no era bastante a borrar la corriente de sangre ibera que circulaba entre ellos.

-Hay un hecho -añadió-; que todas forman con España las ramas salidas de un gran árbol. Podrán no abrazarse, no reconocerse, no amarse, pero son una gran familia. Y si lo son realmente, ¿por qué vivir desunidas y discordes, alimentando recelos y desconfianzas? Ved -añadió- lo que un pastor poeta de mi patria ha escrito no ha mucho sobre este asunto. -Y leyó una oda, que fue también estrepitosamente aplaudida-. Ea, pues, dijo, uníos como hermanas vosotras las naciones del Centro y del Sur de América, pero no olvidéis, en el día de vuestro júbilo, a vuestra anciana progenitora; recibid la amorosa efusión que de ella os traigo y dadme la seguridad de que sois con ella unas en sangre y en espíritu.

Esto fue aplaudido frenéticamente también, y el esqueleto aquel parlante se declaró satisfecho; dijo que así quedaba construida la gran familia iberoamericana, y señaló como ideal de la marcha futura de la Historia la condensación de las diferentes razas y familias de pueblos, igualmente hermanos y concordes, para preparar, ya formadas estas grandes colectividades, el día de la aparición de la humanidad verdadera constituida por todas ellas juntas para el bien, la paz y el progreso.

Las ovaciones se repitieron al terminar, y todos pidieron el nombre de aquel ilustre mensajero de España; pero el entusiasmo se convirtió en asombro cuando el orador declaró firme y resueltamente que era el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, Caballero de la Triste Figura, despertado de su sueño de tres siglos para enderezar los nuevos entuertos que padecía el mundo, y aquél sobre todo, el más grande e increíble de la Historia.

-¿Era un loco?, ¿era un visionario?, ¿era un genio? Estas preguntas se hacía la muchedumbre al salir de Congreso sacudida por tantas emociones -añadió el peruano-; y como parecía haberse evaporado y disuelto entre la multitud el extraño personaje, cual un brujo, y nadie le ha visto más, todavía hay quien duda de que haya sido un ser real, y no un fantasma que tuviera hipnotizados a los congresistas mientras duró su aparición.

El representante del trust del tocino709, que sonreía durante toda esta narración, dijo al peruano que necesariamente tenía que ser un loco el que tal hizo y de tal manera disparató; porque eso de la humanidad era cosa imaginaria, y utópica la constitución de las razas en familias de pueblos unidos; y en verdad que un gerente de aquel trust no podía pensar de otra manera.

-Pero ¿qué hacen los anglosajones? -preguntó el peruano-. ¿Por fortuna no forman su Imperio Británico y sus Estados Unidos una duple alianza para enderezar intereses? ¿No invocan también sus lazos de sangre y de historia? A pesar de la guerra de la independencia americana y de las rivalidades mercantiles que les separaron, ¿no se unen en apretado haz contra los otros pueblos?

El ilustre tocinero iba a responder cuando entró en el salón un periodista, limpiándose el sudor y diciendo muy agitado y en voz alta:

-¡Señores!, ¡noticia!

Callaron todos y el recién llegado arrellanándose en uno de los divanes exclamó:

-He averiguado la verdad; no he parado hasta dar con ese hombre, con ese representante de la vieja España, que ha hablado inopinadamente en el Congreso. He celebrado con él una interview y estoy convencido de que es D. Quijote de la Mancha en persona. Primero le había yo enfocado, sacando de él una instantánea, y había cotejado su fisonomía con todos los dibujos y grabados que poseemos del ingenioso hidalgo en las antiguas ediciones del Quijote, hechas en todos los países del mundo, y he visto que es el original indudable de aquellas copias. Es el mismo aspecto del que aparece en las ediciones ilustradas hechas en Madrid en 1706, en 1771 y 1819; de la impresa en Sevilla en 1854; de la edición inglesa de 1617, y de la de Leipzig de 1780. Sólo difieren las ediciones flamencas de 1662 y 1695, que le presentan gordo como un holandés fabricante de manteca de Flandes710. Además del vivo parecido con los más auténticos retratos, su tipo coincide con el que Cervantes nos describió; y, por último, su locura de caballero andante, sus aventuras nuevas, que él mismo relata a poco que se le ruegue, su talante, y su plena convicción de ser D. Quijote y de haber despertado ahora de un largo sueño en que ciertos encantamientos le han tenido, persuaden de ser su personalidad la de aquel hidalgo manchego que aún va rondando por el mundo.

-También he averiguado -añadió sin dejar que objetasen los oyentes- cuál es el autor de aquella breve oda que nos leyó en mitad de su discurso. Es un pastor de la Mancha; le llaman el Poetilla, y viene a Méjico en pos de una rica herencia de un pariente suyo fallecido. Mandó desde España sus documentos, presentándose como aspirante, y entre otros le disputan el mejor derecho D.ª Luscinda Garríguez, viuda de Altamira, domiciliada en Villacañas, que igualmente remitió los justificantes de su pretensión.

-Quedamos enterados -dijo bruscamente el del trust.

-Muy bien lo del autor de la oda y aspirante a esa herencia; pero no puede ser lo otro de D. Quijote -replicaron algunos de los circunstantes; y sobre ello cargó la discusión, que sostenía valerosamente el periodista, contra casi todos los congresistas y huéspedes del hotel que en el salón estaban.

A todo esto el príncipe había ido en busca de D. Quijote. Estaba maravillado del éxito de su discurso, cuando creyó echar al caballero como gladiador a las fieras de aquel circo, para que lo devorasen y divertirse a costa suya, viéndolo rodar por la arena.

-Dadme un abrazo -dijo al encontrarle disponiendo su viaje de regreso-. Sois un luchador invencible, en toda clase de terrenos. El éxito de vuestro discurso es inmenso, y todos los periódicos de América lo copiarán íntegro.

-¿Qué periódicos son esos? -preguntó D. Quijote admirado.

-La prensa, la gran prensa: unas hojas de papel que publican todas las noticias del mundo, los actos de los Parlamentos y de las Asambleas, las leyes que diariamente se promulgan, los discursos que los oradores pronuncian, las palabras y hasta los gestos de los gobernantes y hombres públicos, y todo el mismo día de haber sucedido, a la hora, al minuto, como si tuviera un inmenso oído para recogerlos, una prodigiosa memoria para retenerlos y una voz potente para divulgarlos haciendo llegar sus relatos a todas las ciudades de la tierra, a todos los rincones del globo, hasta al albergue del campesino y la choza ignorada del pastor -dijo el Príncipe.

-Nunca -exclamó D. Quijote- tuve noticias de tamaño gigante. Sabía de Argos, que tenía cien ojos para verlo todo, pero a cierta distancia; de Mercurio que calzaba alas en los pies para ir de una parte a otra rápidamente711; pero no que existiese esa semidiosa que con un gran oído lo escucha todo en el planeta, que con prodigiosa memoria todo lo tiene y con voz potente todo lo cuenta, y eso en el instante y simultáneamente por las cuatro partes del mundo. Llevadme a visitar a esa poderosa Reina, que tal debe de ser -añadió. Y el Príncipe prometió conducirlo a un palacio donde sólo oiría rugidos de vapor, estremecimiento de ejes y tornillos, letras como las lenguas de un Pentecostés cayendo sobre fríos moldes para darles vida y palabras, y tiradas de papel infinito de inacabables cintas, que sacaban impresas todas aquellas noticias diarias del mundo.

Don Quijote dejó su tarea y se fue a visitar con el Príncipe aquel noble gigante que tan buenos servicios prestaba a la humanidad; y cuando entró por la puerta del Noticiero de Veracruz, la mejor montada de Méjico, y vio mover aquellas letras de plomo correr aquellos galerines712 y como ríos entrar en aquellas prensas gemidoras, funcionar aquellas grandes rotativas, salir aquella inacabable cinta, partirse en hijas y mostrar sus columnas cosas tan variadas, artículos, defensas, telegramas, noticias, misceláneas, discursos y entre otras novedades el relato del discurso del Congreso hispano-latino, y palabra por palabra su discurso, quedose maravillado y se descubrió con respeto, diciendo que rendía homenaje a la más grande maravilla del siglo, que era al libro que él conocía lo que el hipogrifo de vapor a la tarda carreta.

Entonces se enteró de los elogios que de él se hacían, y vio que los aplausos que en el Congreso se le prodigaron repercutían en aquellas columnas, que asemejaban, aunque modestas, las del templo de la Fama713. Saludó a los obreros, salieron a despedirlo los redactores, por haberle conocido algunos de ellos, que se hallaron en la tribuna de la Prensa durante la sección memorable, y volvió a su habitación con el Príncipe, a tiempo que por la calle voceaban ya el Diario de Veracruz con las noticias del Congreso latinoamericano y el gran discurso de D. Quijote de la Mancha.

-¿Está o no acabada mi obra? -preguntó éste al Príncipe-. ¿Está hecha la unión definitiva de los pueblos iberoamericanos con la vieja Hesperia?

Y el Príncipe, sonriendo, respondió:

-Sí, mi señor D. Quijote, completamente hecha y acabada, sin faltarle el más mínimo detalle.

-Ahora que ya puedo partir -dijo el caballero-, y exclamaré como César veni, vidi, vici -pero su interlocutor le objetó que aún no, pues quedaban dos pedazos de América Española, que eran Cuba y Puerto Rico y todo el imperio de España en Oceanía714, usurpados por un gigantazo que allá a la entrada de Nueva York estaba, y que sólo por su ferocidad era comparable a la Esfinge de Tebas715.

-Pues yo seré su Edipo -respondió D. Quijote-, y si se halla lo más a ocho o diez mil leguas de aquí, iremos en unas cuantas horas y le desafiaré y venceré, declarando por España también esos territorios, que se nos arrebataron inicuamente.

-No se halla tan lejos -dijo el Príncipe-; pero os advierto que, como la Esfinge tebana, sólo se dará por vencido del caballero que adivine la respuesta de su enigma, que a todos propone, y que es el siguiente:


»Fui primero flor,
también pez sutil,
luego redentor
y acabé en reptil.



»Nadie ha dado aún con la contestación; así que el monstruo devora al osado que se le acerca, aunque sea más forzudo que Teseo716.

-Ya daré yo con la clave de ese enigma y con su desentrañamiento -dijo D. Quijote-, y veréis enmudecer al vestiglo y quedar sin vida hecho piedra, como los tres magos que hallé en el camino de Jaca y que se convirtieron en montañas cuando los acometí.

-Preveníos, pues, de espada y de ingenio y vamos hacia la Esfinge -exclamó el Príncipe, deseoso de nueva aventura. Y ambos tomaron pasaje para Nueva York, llevando el caballero su espada al cinto, porque no sabe ome lo que avenir puede, y avivando el seso durante todo el viaje, para dar con el significado del enigma del monstruo, que le pareció tendría algo que ver con la historia de la Edad moderna que había hojeado durante el viaje.

Llegados a Nueva York, llevó el Príncipe a D. Quijote ante la Estatua de la Libertad iluminando al mundo717, y al verla el caballero tan alta y colosal, con aquella frente coronada de rayos que parecían hojas de pita, y con aquella antorcha, que creyó ser maza de Fraga718, quedó un tantico suspenso y como encogido, por lo inmenso de la mole y la dificultad de acometerla, estando sobre un pedestal tan fuera de su alcance; pero el Príncipe le animó y le dijo que serían devorados de no resolver la adivinanza enseguida, y D. Quijote, cuadrándose ante la estatua exclamó:

-¡He descifrado tu enigma, Esfinge espantable! ¡Date por muerta! Primero fuiste Flor, porque el navío Flor de Mayo trajo a los primeros de tu ralea a este continente719; también pez sutil, porque como pez surcó aquel navío las olas, desde el viejo al nuevo mundo; luego redentor, porque de tu raza salió un Lincoln, que redimió a los esclavos de sus cadenas720; y hoy eres reptil, porque has sustituido tus generosidades por las malas artes hipócritas de los reptiles, y con ellas has arrebatado a España lo que era suyo y la has desahuciado del Mundo que descubrió.

Y como la estatua callara y no bajase del pedestal a devorar a D. Quijote, éste se persuadió de que había dado con la respuesta, y de que el coloso había quedado muerto instantáneamente.

-Ahora -díjole cara a cara-, si te restan alientos para luchar, baja de ahí, jayán furibundo, con esa maza formidable, que aquí te espera espada en mano un solo caballero; pero si ya eres no más que ese reptil abominable en que la Flor de Mayo de los puritanos ha venido a parar, seguramente no bajarás, aunque hayas quedado con vida; porque los reptiles, más o menos gigantescos, sólo saben enroscarse traidoramente y no luchar con los caballeros frente a frente.

Como temiera el Príncipe que la gente del barco se agolpase, dijo a D. Quijote que la aventura estaba concluida, y que el gigante vencido hallábase ya rígido y hecho bronce, por lo que era indudable que quedaban recuperados por el caballero, como botín de aquella victoria y devueltos a España aquellos territorios usurpados; y D. Quijote, con gran ufanidad, envainó la espada y para más provocar al coloso, por si se fingía de piedra y bronce a fin de esquivar la batalla, le retó de nuevo, y se retiró lentamente, diciéndole al volverle la espalda: «¡Miserable!»




ArribaAbajo Capítulo XX

Del viaje triunfal de D. Quijote por la sojuzgada América y de los territorios que allegó al Imperio del Toboso


Vencida la Esfinge, entró D. Quijote triunfante con el Príncipe en la gran ciudad de Nueva York. Aquel nuevo coloso de Rodas que la defendía, aquella giganta Erifila que la guardaba habían quedado convertidos en estatua inerte, y su aureola de hojas de pita no daba resplandor ninguno y su antorcha, con que pretendía nada menos que iluminar al mundo, no alumbraba siquiera lo que una cerilla de Cascante721.

Dijo el Príncipe al caballero que convenía recorrer de incógnito aquel Imperio sojuzgado y sobre todo aquella capital, por evitarse las continuadas muestras de acatamiento de tantas gentes, con que se retardaría el regreso de ambos. Y como D. Quijote viera que en efecto eran grandes las muchedumbres de aquella ciudad, determinó no darse a conocer entre ellas, para mejor considerar la nueva Babilonia en que había entrado como otro Ciro, aunque sin legiones y sin desviar el curso de aquel río Hudson, que le pareció ser el Éufrates722.

Lo primero que sorprendiole fue que tales multitudes se le hubiesen entregado con sólo haber vencido a aquel coloso de la entrada; pero el Príncipe le aclaró que así como un enjambre de abejas se disuelve matando a la reina de ellas723, así quedaban enervadas e incapaces de resistir todas aquellas muchedumbres, que eran de mercaderes, al ser vencida su única defensora, la giganta aquella de la isla de Bedloe724.

D. Quijote consideró largo rato aquellos bosques de mástiles de navíos y de humeantes chimeneas, que se alzaban a lo largo de los muelles, aquellas inmensas vías rectas y espaciosas, donde se ostentaban majestuosos edificios y la grande y rica barriada de Wall Street725, donde el Príncipe le señaló, explicándole su funcionamiento, los Bancos, las Compañías de Seguros, la Aduana y la Tesorería, que él hubiera creído un templo griego, a juzgar por su pórtico de soberbias columnas. Aquellos monumentos de piedra, aquellos palacios de mármol blanco lo deslumbraron. ¡Y todo era obra de mercaderes, sin más ideal que el negocio, según el Príncipe refería! El caballero no quería dar crédito a sus sentidos.

Fueron a la Bolsa726, en que tantos millones de dollars se cruzan a diario, y subieron a la galería desde donde señaló el Príncipe aquel mundo de negociantes, entre los que circulaban los mil y más corredores de número que intervienen las operaciones. Aquélla era la masa cerebral de aquel pueblo, y el Príncipe fue diciendo a D. Quijote cómo se cotizaba allí todo, desde las deudas de las cien naciones del mundo hasta las acciones de todos los hipogrifos de vapor que recorrían la tierra y los mares; quedando estupefacto el caballero de que sobre aquellos hipogrifos hubiera constituidas poderosas sociedades de explotación, y no menos de que los reinos y los imperios tuvieran deudas y trampas que se negociaran.

Al pasar por la calle de Nassau vio grandes librerías y, aproximándose por curiosidad a sus escaparates, halló en todos ellos su retrato y el libro de sus hazañas, escrito por Miguel de Cervantes, y el Príncipe le dijo que ésa era la demostración de su victoria sobre aquel gran estado; pues sólo a los victoriosos se les sacaba allí en efigie y se les exponía a la admiración del pueblo, cosa con que se había sustituido a los antiguos carros y arcos triunfales caídos en desuso. Y como, siguiendo en derechura, viera D. Quijote el Tribune Building, con su torre gigantesca, y preguntara qué fuese, el Príncipe le respondió que era el Palacio de la Prensa donde se imprimía uno de los grandes periódicos neoyorkinos, recordando el caballero a la colosal dama aquella que todo lo veía, escuchaba, repetía y comentaba por la redondez del globo terráqueo, y creyendo que en aquella altísima torre tendría su puesto de acecho.

No dejó de pararse también ante la casa de Correos, soberbia construcción de granito, hierro y cristal727; quedando aturdido por el gentío y el inmenso número de carruajes que allí paraban, y el Príncipe le dijo de qué modo aquellos buzones tragábanse todas las cartas de aquel sinnúmero de gentes, incesantemente renovadas, para circularlas por todo el mundo en alas de los hipogrifos de vapor.

El río humano, que iba en sentido contrario al de D. Quijote y que tiene según las horas en Broadway sus flujos y reflujos y aun sus corrientes encontradas, dificultaba la marcha del caballero y de su acompañante; pero, a pesar de ello, lograron llegar a la gran Plaza de la Unión728, donde están las estatuas de Lafayette, Lincoln y Washington, y como D. Quijote fuese hacia ellas, creyendo que lo miraban con altanería, el Príncipe le pidió que no se enfadara; que aquellos grandes capitanes habían quedado petrificados también cuando fue vencido el coloso de la entrada; viendo D. Quijote por sus propios ojos que así era la verdad, y que las tres esfinges no parpadeaban siquiera.

Oscureció y en un abrir y cerrar de ojos se encendieron los cientos de miles de arcos voltaicos de la gran Babel, y el paseo del Madison Square729 ofreció un aspecto fantástico, con tantos brillantes carruajes, muchedumbres elegantísimas, jardines y fuentes, iluminado todo con luz de claro día por aquellas potentes lámparas; tal que D. Quijote dijo al Príncipe que, por lo que veía, en aquella ciudad debían de residir hermanadas las dos hadas Electricidad y Lumen, y que de allí mandarían a los otros pueblos sus mensajeros; respondiendo el Príncipe que era rigurosamente exacto, y que el Hada Electricidad vivía allí, en un soberbio palacio, porque había contraído nupcias con aquel famoso Mago llamado Edison730, de quien ya le tenía hablado en otra ocasión; el cual Mago conseguía las mayores diabluras, ayudado de ella, y había inventado aquellas lamparitas incandescentes que el caballero había visto en casa de la Emperatriz de Villacañas, y aquellos fonógrafos que le habían maravillado en la mansión del Nigromante.

Lo que más sorprendió al buen hidalgo fue la diversidad de templos de diferentes religiones, viviendo en paz todas ellas, sin luchas, hogueras, Saints Barthélemy731, Índices expurgatorios, ni Inquisiciones, cuando él recordaba las de su época. Allá estaba la catedral de San Patricio, con sus botareles732 góticos, presidiendo muchos templos católicos733; y, codeándose con ellos, multitud de capillas evangélicas, las dieciséis sinagogas judías734 y hasta el llamado templo masónico. Aquella gran tolerancia le admiró; pero el Príncipe recordole que se trataba de una población de mercaderes, en que el negocio era lo primero, y que para comprar y vender no había que reparar en que los que acudían fueran cristianos o turcos, y sí dejarles entera libertad de adorar a Cristo o al zancarrón735 de Mahoma736.

A la mañana siguiente, fueron a visitar el Parque central con sus lagos, su terraza sobre el más hermoso, y sus paseos adornados de bustos de hombres célebres737, que también halló D. Quijote petrificados por consecuencia del vencimiento del coloso; deteniéndose ante el gran monolito regalo de Ismael Bajá, colocado en pie, altísimo y esbelto, cubierto de jeroglíficos egipcios, que en vano quiso el caballero descifrar. Y como preguntara al Príncipe qué monumento era aquél y éste respondiese que era la aguja de Cleopatra, D. Quijote quedó muy sorprendido de aquella famosa Reina de Egipto, amante de Marco Antonio, hubiera usado en sus labores femeniles tamaña aguja738.

El puente de Brookling le pareció un atrevimiento diabólico739; visitó las fundiciones de hierro, creyendo haber bajado a las mismas fraguas de Vulcano, mejoradas maravillosamente por una serie de ferrerías y artefactos, que debían de ser también infernales maquinarias; vio los diques flotantes, contemplando cuán fácilmente quedaban allí en seco los más poderosos navíos, y sobre armazones inmensos íbanse construyendo otros; y en fin, el Príncipe lo hizo montar en los hipogrifos de vapor que vuelan por cima de la ciudad, asombrándose el valeroso hidalgo manchego de que aquellos monstruos, domeñados por la mano del hombre no corrieran sólo rapidísimamente a ras de tierra y debajo de las montañas por agujeros abiertos por geniales topos, sino que volaran también por cima de las ciudades con toda su inmensa muchedumbre.

Su asombro rayó en estupefacción al reparar en la multitud de automóviles que marchaban por calles y plazas, como si fueran tirados por fogosos caballos invisibles; y aquella noche, desde el puente de Brookling, mirando encendidas todas las luminarias de la población y contemplando en conjunto aquella Babel, cuajada de portentos y maravillas, se creyó transportado a un país fantástico, a la ciudad de un cuento; del cuento de la Noche mil y dos, que tuvo por absolutamente increíble, falso y disparatado el Sultán de las Indias, haciendo por ello degollar a Dinazarda, según el relato de Edgar Poe740. D. Quijote salió aturdido de aquella nueva Caldea741, pero el Príncipe no quiso hacerle volver a Veracruz sin llevarle a visitar otras gigantescas poblaciones de la América sajona: Chicago, entre ellas, con sus doscientos hoteles, sus cuarenta y una línea férreas, sus novecientos trenes diarios, y sus grandes mataderos742. El Príncipe explicó a D. Quijote que en aquella ciudad un incendio, más grandioso que el de Troya y mucho mayor que el de los suburbios de Roma, a cuyos resplandores cantó Nerón con su cítara, había destruido de una vez dieciocho mil casas743, diciendo el caballero que era gran lástima que para apagar aquel incendio de un soplo no hubiera estado allí el Obispo de Urgel.

En su viaje por tales emporios de la riqueza y de la industria, D. Quijote tuvo ocasión de ver los bosques descuajados, los campos maravillosamente cultivados, las máquinas agrícolas movidas por el vapor, los saltos de agua convertidos en dóciles esclavos del hombre, las fábricas de electricidad, los grandes ríos trocados en líquidos caminos del comercio y de la civilización, la actividad febril de aquellas gentes laboriosas y, volviéndose por la Florida744, Paraíso cantado por el Poetilla, recordó al Príncipe el arribo a sus costas de Ponce de León745, congratulándose de que otra vez hubiera vuelto a poder de España esta región privilegiada, por su victoria conseguida contra la esfinge yanqui.

-Ya lo veis -exclamó el Príncipe-, todo os ha servido sumiso y obediente en aquella Tebas de las cien ciudades:746 los carros de vapor, los navíos, los hipogrifos voladores, los puentes que se han tendido a vuestro paso sobre ríos caudalosos, los palacios que os han abierto sus herradas puertas, las Hadas Lumen y Electricidad, que la han iluminado en las noches para recreo de vuestros ojos. Los grandes capitanes que defendían esa moderna Babilonia quedaron convertidos en estatuas de mármol, bronce y granito, como el coloso de Bedloe. Vuestra es, pues, esta Florida de Ponce de León, hasta aquel gran río Mississipi que gentes españolas vieron las primeras, y en cuyo fondo yace el cadáver de su descubridor Hernando de Soto747. Vuestras son ya para España nuevamente aquellas islas del Mar de las Antillas, descubiertas también por españoles, entre ellas la felice en que el gran Colón clavó el morado estandarte de Castilla748. Vuestras son las mil trescientas de Oceanía, usurpadas en guerra traidora por el coloso que dejáis vencido, perlas arrancadas de su florón a la corona de España; y en cuanto a la América latina fusionada queda por vuestra arenga fascinadora; y estrechamente unida al Imperio del Toboso.

-Esto me satisface -respondió D. Quijote, y como añadiese el Príncipe que, al saber las proezas del caballero, sin necesidad de intimación, se habían rendido también y anexado al Imperio ibérico Orán, Bujía y Túnez, Milán, Sicilia y Nápoles, el Franco Condado, el Rosellón y los Países Bajos, y aquel imperio de Alemania que rigió a la par Carlos V, refirió D. Quijote la necedad de su escudero Tragaldabas de haber huido de su lado, robándole un caballo y el cerco de brillantes del retrato de la Princesa de Portugal, por premura y afán de merodeo, cuando, de haber sido fiel, valeroso y sufrido, podía haber elegido en aquella sazón cualquiera de esos estados para gobernarlo con prudencia y comedimiento, como Panza lo hacía del reino de Andorra.

Tomaron en el primer puerto ambos viajeros pasaje para Veracruz, y en el trayecto fue el Príncipe marcando con lápiz rojo en un Mapamundi, de que hizo minuciosa explicación al caballero, todos los países de que quedaba definitivamente formado el Imperio Ibérico, con sus territorios e islas adyacentes, viendo D. Quijote con entusiasmo que constituían gran parte del mundo, y que podía ya, sin temor de dejar a medias su obra, volver al sueño de su cripta, si algún encantador le suministraba algún filtro para aletargarle; pero proponiéndose no dejarse sorprender de nuevo y sí mantener con vigilancia, prudencia y fortaleza aquella colosal herencia que halló perdida, y que había recobrado milagrosamente, desfaciendo los mayores agravios y entuertos de la Historia.




ArribaAbajo Capítulo XXI

De la grande alegría llena de tristeza que tuvo el Poetilla y de su reencuentro con D. Quijote y su regreso a España


Mientras D. Quijote recorría la Pennsylvania749 con el Príncipe, maravillado de tantas grandezas y ufano de sus positivas conquistas, el Poetilla, que había estado todo ese tiempo ocupado en los asuntos que le llevaron a Méjico, buscó lleno de júbilo al caballero, para noticiarle su feliz resultado, cosa que le hizo no pensar en el Congreso latinoamericano, ni en el éxito de su oda, ni en los relatos de la Prensa, ni en las fantasías de su señor.

Habíale sido adjudicada la rica herencia de sus lejanos parientes, que reclamaba, y veíase de la noche a la mañana convertido de pastor en millonario; y, como la lechera con el cántaro sobre la cabeza750, saltaba de alegría pensando que con aquella fortuna dejaría los campos manchegos y compraría hermosas fincas de pan llevar, y levantaría un grande y soberbio palacio, y entonces obtendría la mano de la esquiva viuda de Villacañas, y la llevaría consigo a habitar, alegrar y embellecer aquella suntuosa morada. En todo lo que no había más quiebra sino que el cántaro se rompiese contra el corazón de risco de aquella huraña Señora, y no la pudiera llevar consigo al palacio aquel, y le resultara éste así sombrío y odioso, y todas las fincas de pan llevar muy buenas para dar satisfacciones a la ruin materia, pero no a los anhelos de su alma. La ausencia de D. Quijote alarmó al flamante millonario, y echose a buscarle por toda la ciudad; pero, como el que busca su mal halla, tropezó con una noticia que él ignoraba, respecto a la herencia que se le había adjudicado, y consistía en que uno de los aspirantes a ese caudal, desfavorecido por el fallo, era precisamente la viuda de Villacañas; que acaso al saber que se desestimaba su pretensión, por causa del Poetilla, le cerraría más las puertas de su querer, abriéndole las de su rencor.

Con tal pesadumbre olvidose el Poetilla de nuevo de D. Quijote, y se puso a escribir una sentida epístola a su dueña; pues, aunque él pensaba regresar a España enseguida, sabía que las malas noticias corren mucho y quería prevenir el ánimo de Luscinda, para cuando le llegara aquella mala nueva.

La carta era portadora de estas discretas razones:

«Señora mía del corazón: como la suerte nunca ha de ser colmada para mí, hoy que salgo de la pobreza por la herencia que se me adjudica de un pariente fallecido en Veracruz, viene a enturbiárseme la alegría con saber que a la par os privo de esos bienes a que aspirabais.

»Si mi primera carta llegó a vuestras manos y os dignasteis pasar los bellos ojos por ella, veríais cómo todo sin vos me es indiferente en el mundo; y os digo en verdad que, más que indiferente, odiosa ha de serme esta fortuna de ahora, si por causa de ella puede nublarse un instante el cielo de vuestros deseos.

»Pobre era de riquezas, pero rico de esperanzas, cuando en vos pensando vagaba por los campos manchegos, o sentábame sobre los peñascos con mis libros, dejando discurrir vuestros rebaños, que por ser vuestros me eran queridos.

»Si ahora he de quedar pobre de esperanzas, por ser rico de riquezas, malhaya la herencia que pretendí, y pronto estoy a abandonarla para volverme a mi oficio de pastor, y poder, Señora mía, apacentar vuestras ovejas como antes, pensando en vos y escribiéndoos versos a mis solas.

»Pídoos, Señora, que al menos sólo sienta los rigores de vuestro desvío de entonces, mas no agravados por mi involuntario agravio de ahora; y la que dispone de mi alma entera, disponga a su talante de esa herencia y de mi suerte futura; que todo lo rindo amante y fervoroso a sus pies».

Cerró el Poetilla la carta, mandándola al buzón de la casa postal, y quedose melancólico y ensimismado, leyendo y releyendo el borrador, pesaroso de no haber acertado a verter en aquellas líneas todo el raudal de su devoción y de su tristeza.

Sacó un retrato de Luscinda que había hurtado una vez que estuvo en su casa, pues en estas bagatelas se hace para los amantes una excepción en el séptimo mandamiento, y se puso a considerar aquel rostro agraciado, aquel busto gentil y aquellos vivos ojos negros, que parecían mirarle semiburlones. Como nadie le veía, besó mil veces la efigie y se la apretó contra el corazón, y luego la puso en su mesa sobre la escribanía, de modo que estuviese en pie, y se hizo traer hermosas flores, rodeándola como en un altar.

En esta contemplación hallábase cuando D. Quijote, de regreso de su viaje, entró en el cuarto del enamorado pastor y, sacándole de sus abstracciones, le dijo que ya podían partir hacia España, pues dejaba concluidas y finiquitadas sus empresas, y que el Príncipe también se volvía con ellos, porque le habían salido mal las suyas.

-¡Ay Señor! -exclamó el Poetilla-; ¡cómo quisiera yo que al Príncipe le hubieran salido bien, aunque a mí me hubiesen resultado rematadamente mal! -Y le contó el suceso, que interesó grandemente al caballero, por ver cómo la fortuna se complace en burlarse de los míseros mortales, no haciéndoles beneficio cumplido, sino siempre con mezcla de sinsabores.

-No te apures -dijo D. Quijote-, pues quién sabe si eso que miras como causa de animadversión de la Emperatriz de Villacañas no será sino motivo para inclinarla a tu persona. Porque antes ella era una Reina que tenía grandezas y esperaba otras mayores con esa herencia cuantiosísima, y tú un pobre pastor, aunque armado caballero, sin blanca; mientras hoy ella es una Reina cuya hacienda debe de estar empeñada, como suele acontecer a muchas, y tú un caballero opulento, y ya no hay tanta distancia para que podáis hacer buenas migas. Vámonos, pues, a nuestra tierra, tú cargado de millones y yo de laureles, y descansemos algo de nuestras correrías; que ya siento que los huesos me piden algún reposo.

Accedió el Poetilla a salir en el primer trasatlántico, aun yendo el Príncipe, pero rogando a D. Quijote que no le descubriera ni le señalara como el ganancioso de aquella pingüe fortuna; y allá quedó Veracruz con su castillo de Ulúa, mientras el barco majestuoso salía a las rizadas olas del golfo mejicano, llevando otro mundo de viajeros sobre el puente, que suspiraban o se despedían con ojos lacrimosos de aquella encantada tierra.

-¿Pues no parece que había echado yo raíces en el Nuevo Mundo? -dijo D. Quijote a su opulentísimo escudero-. ¿Qué sensación es ésta de vacío que me embarga? ¡Ayer pena, por abandonar la madre patria y Dulcinea; pena hoy también por dejar este suelo al que nada me liga!

-Será -dijo el Poetilla- que tendremos los hombres algo de plantas o arbustos, pues a mí me sucede lo mismo. ¿Quién sabe si, como leí en cierto libro, traeremos nuestro origen del reino vegetal, y habremos llegado a hombres por transformaciones innúmeras, y a la vez que conservamos algunos instintos de las fieras, por cuyas formas ha pasado la humana progenie, guardaremos también condición de plantas parasitarias?

-Todo puede ser -respondió D. Quijote-; porque hombres y mujeres suelen tener parecidos con árboles y flores. Así una que es alegre y espléndida semeja al naranjo con sus redondas pomas; otra blanca y delicada es como la flor del celindo; este robusto se parece al roble; aquel raquítico y rastrero a la cucurbitácea y cuenta que de éstos son los más.

-Y yo -exclamó el Poetilla- me parezco al sauce; que cuanta más riqueza de agua tiene y goza para alzarse risueño y feliz, más deja caer sus ramas tristes a la tierra, para besar enamorado el ampo de la luna.

-¿Nos seguirán las sirenas? -preguntó D. Quijote, variando de conversación.

-No lo creo -respondió el Poetilla-; pues la principal que se nos entró en el buque a la venida, trocada en Desdémona, quedose allí en Veracruz, en una compañía de ópera de que forma parte. Esta noche representaba Aida751, y me alegro de que no la haya Usía visto, porque no hubiese consentido que muriese enterrada viva.

-¡Pobre mujer -exclamó D. Quijote-, qué triste sino el suyo! ¡La liberté de ser estrangulada y ahora la entierran viva, por lo que te oigo!

-¡Ah señor -respondió el Poetilla-, dejando dibujar una sonrisa; ayer como Desdémona la estrangulaban, hoy como Aida la emparedan, mañana como Lucrecia la envenenarán752, y pasado mañana como Traviata morirá tísica753.

D. Quijote se quedó pasmado de que una sola mujer sufriera sucesivamente tan diversos géneros de muertes, no acabando del todo sino por la tisis galopante.

-¿Sabes qué te digo? -exclamó como síntesis de sus reflexiones-; que de todo puedo yo salvarla, a fuer de caballero andante: del veneno, acudiendo y rematando al que se lo prepare; del emparedamiento, derribando los muros que la aprisionen; y de la estrangulación, arrancándola de manos de su verdugo; pero de la tisis galopante754 no, que eso cae fuera de los dominios de mi profesión y aun de físicos y doctores.

-No tal -dijo el Poetilla-, que hoy hay unos nuevos duendes que también vencen a ese sutil enemigo de la tuberculosis y a otros semejantes que se nos entran en el cuerpo y nos traen la muerte «tan callando», como decía Jorge Manrique755. Porque ha de saber Usía que el hombre, después de haber sojuzgado tantos monstruos, hadas y genios visibles e invisibles, como son el vapor, la electricidad, el éter y en general las fuerzas universales, incluso la del sol, que ya parece va a condensarse y mover máquinas y aparatos, ha descendido también al mundo de lo pequeño, y allí ha sorprendido la lucha de unos geniecillos contra otros, y ha procurado introducir por fáciles inoculaciones en el organismo humano aquellos geniecillos antitéticos a los que se nos entran para matarnos; de modo que ha llegado a poder destruirlos dentro de sí, por la acción antitética de los otros, salvando a la humanidad del garrotillo, de la viruela, de esa tuberculosis que creíase fuera de todo poder, y hasta de la rabia, que era antes incurable y terrible; triunfo hermoso de esos caballeros andantes del laboratorio y de la ciencia, más esforzados que Hércules, que sólo pudo luchar con Tifones756 y monstruos visibles, y no con los infinitamente pequeños y traidores757.

-¿Cómo sabes todo eso? -preguntó D. Quijote-. Ése sí que es el mayor cuento de hadas que he oído en mi vida, y si tú hubieses sido Scherezada y yo el Sultán, no hubiera perdonado a Dinazarda ya por lo desatinado de tu invención.

-Cuento parece y no lo es -dijo el Poetilla-, y he de decir a Usía, que yo lo he leído con mis propios ojos, pues no sólo me dediqué a devorar libros de versos y de historia, sino también de otras ciencias y artes, que todos me los prestaba el médico del pueblo, y en años enteros de guardar rebaños me he sorbido sus lecturas a la sombra de las peñas, que han sido mis asilos, bajo la bóveda azul del cielo, que ha sido mi maestro, y ante la libre Naturaleza, que fue mi Universidad.

-Pues si no es cuento -dijo D. Quijote-, declaro que es la mayor hazaña llevada a cabo en todos los siglos, y de buena gana estrecharía la mano de esos caballeros andantes, que por diversos lados la acometieron.

-Aquí hay uno -dijo el Príncipe, que estaba cerca y había oído la conversación; y presentó a D. Quijote cierto médico y bacteriólogo famoso758, que con él iba bajo la toldilla en que se hallaban, y que era un anciano venerable de larga y blanquísima barba.

Saludole el doctor, y como D. Quijote le refiriese lo que él creía cuento del Poetilla, aquél se lo ratificó diciéndole que esos duendecillos invisibles pululaban por todas partes; pero que el microscopio los hacía visibles y clasificables, y el cultivo los mantenía en el laboratorio, atenuando su virulencia, y en suma, todo consistía en conocer al enemigo y buscarle su rival que lo destruyese, explicándole de un modo accesible a su inteligencia las toxinas y antitoxinas.

-Hay entre nosotros -dijo el bacteriólogo, que sabía algo de las imaginaciones caballerescas de su interlocutor- una doncella andante más esforzada que Bradamanta, más hermosa que Marfisa y más andariega que Angélica759. Ella sube a los astros y los mide y pesa con exactitud; nos da en el espectro de su luz la enumeración de sus componentes; nos saca la fotografía de los planetas y nos traza sus órbitas y sus movimientos; ella baja a las profundidades del mar y nos trae sus medidas, punto por punto, y la descripción de sus mundos, de sus abismos y de sus madréporas; ella recorre la tierra entera y nos forma el catastro de sus floras y faunas; ella sojuzga las fuerzas físicas del globo y las pone obedientes a nuestro servicio; ella, en fin, vence a los enemigos visibles e invisibles del hombre y hasta levanta la punta del velo que encubre el arcano de su pensamiento y de sus destinos.

-Señor mío -dijo D. Quijote con ingenuidad-, sed portador de mi homenaje de admiración para esa doncella andante, y decidme siquiera su nombre, por si alguna vez me la tropiezo, poder conocerla y respetarla.

-Se llama -respondió su interlocutor- la Ciencia, y es la Minerva antigua despojada de su inútil casco de guerrera, y de su lanza, inservible para esas batallas; armada del telescopio, del microscopio, de la dinamo y del escalpelo.

Calló D. Quijote pensando que acaso esa poderosa Minerva sería la que había tendido aquellos puentes admirables que vio en la Pennsylvania, la que había alzado aquellas torres de Babel que se llamaban casas en Nueva York, y hecho correr los hipogrifos de vapor por cima de sus calles y edificios, o por bajo de éstos, y movido aquel aparato maravilloso que ensaya Marconi para hablar con buques que navegasen lejanos y con playas remotas, sin necesidad de alambres transmisores760, y entonces sintió pena de que Dulcinea hubiera quedado muy atrasada en todo esto por causa de su guerra con la Patagonia, que sin duda no le habían dejado tiempo de estudiar estas nuevas nigromancias.

¡Cuán irresistible hubiera sido su poder, de haber llegado a reunir, a su hermosura y corazón valeroso, aquel tesoro de sabiduría, que sojuzgaba a toda clase de monstruos invisibles! Pero, desgraciadamente, no se había curado761 de ello, ni aun del buen régimen de sus estados, y en vez de nobles caballeros andantes, instruidos de esas maravillosas ciencias ocultas, sólo habían salido en sus Reinos, como mala yerba, ignorantes y ambiciosos Panzas, o ladinos y aprovechados Bartolas.

Estas reflexiones amargaban las victorias del caballero y la alegría de las reconquistas llevadas por él al cabo de tantos territorios, para recomponer la imperial corona ibérica; pues ¿de qué servirían, si luego no eran mantenidas por la virtud de aquella Minerva novísima, huida de nuestro suelo, y habituada ya a vivir y prestar sus beneficios a otros pueblos menos valerosos, pero más sabios, trabajadores y hábiles?

Durante todo el viaje fue pensando cómo atraería a esa semidiosa a los alcáceres de su patria; cómo la sentaría en sus cátedras y la llevaría a sus campos y a sus talleres, para infundirles el mágico soplo regenerador762. Pero ésa no era hazaña suya; para ello sentíase sin fuerzas y sin elementos. Se lo recomendaría a su hijo, al Príncipe aquel que había de nacer de Dulcinea, al prometido de la Princesa Beatriz.

«Yo soy ya viejo», pensaba, «para ese nuevo orden de empresas. Acostumbrado a los combates y a las aventuras, me abruman los libros y los estudios. Sólo el hojear aquellos tomos de Historia me produjo vértigos. Después de la batalla de los Cuervos, no sentí el cansancio que me dejó aquel discurso de Veracruz. Volvamos a la patria manchega, con los laureles guerreros, y dejemos algo que realizar a nuestra gloriosa descendencia; no queriendo yo hacérselo todo.»

De esta opinión fue también el Poetilla, a quien la comunicó D. Quijote, y que deseaba apartar al buen caballero de nuevas fatigas, viéndole muy demacrado y macilento. Y así llegaron a Cádiz, donde al ver D. Quijote una división de la armada inglesa, con aquellos barcos de formidables cañones y torres blindadas, que parecían castillos de acero flotantes, preguntó si no había hojas de higuera por allí, para echarlas al mar y hacer que se convirtiesen en acorazados españoles, como en urcas y bajeles las hojas de palmera y oliva del guerrero Astolfo.

-En Cádiz no hay higueras -dijo el Príncipe-; ni siquiera palmeras ni olivos. -Y D. Quijote lo lamentó mucho, por perderse aquella ocasión de haber opuesto una nueva Armada Invencible a aquella británica que orgullosa se balanceaba en los mares.

Apenas había pisado Cádiz, D. Quijote hallose a boca con el Nigromante. En su excursión de recreo con Dulcinea, había llegado a «la ciudad de las murallas blancas», como la llamó Byron763, y allí vivía hacía meses. Grande fue su contrariedad al ver al caballero, que no parecía ser sino su sombra, pero disimuló como antes y le saludó fingiendo contento y satisfacción.

-Todo lo hice como Dulcinea me lo pidió -dijo el de la Triste Figura-: la soldadura de Portugal con España, la reconquista de Gibraltar y la unión de los pueblos iberoamericanos con la Península. Vencí además al coloso yanqui, y recuperé Cuba, Puerto Rico y Filipinas. España vuelve a ser grande como era cuando caí en mi sueño letárgico, y el sol que no se ponía en sus dominios, saliendo ahora por el extremo Oriente, ilumina sus tierras de la Oceanía, estando suspenso en el cenit su Imperio Ibérico, y poniéndose por Ocaso sus inmensas colonias de América. Pero necesito de vos un nuevo prodigio; haced venir a Dulcinea, para que pueda darle cuenta de estos triunfos y concertar ya con ella definitivamente mis bodas.

El Nigromante se lo prometió, y dijo que, como se hallaba ella de nuevo en la Patagonia recomponiendo sus ciudades y arreglando su gobierno, tardaría algunas horas en llegar, por lo que le señaló el hotel allí próximo en que él vivía, y le dijo que volviera a la tarde a aquel palacio, donde llegaría ella a las cuatro en punto.

Holgose mucho de ello D. Quijote, y el Nigromante le dejó, corriendo a noticiar a Dulcinea la nueva aparición del caballero y el enjambre de sueños disparatados que traía como realidades.




ArribaAbajo Capítulo XXII

Del matrimonio de D. Quijote y Dulcinea y los consejos que dio a ella y al Príncipe heredero non nato, y otros desvaríos que se le ocurrieron


La entrevista fue cordialísima entre D. Quijote y la Emperatriz del Toboso, que llegó a la hora en punto señalada, magníficamente vestida, con su estrella de brillantes sobre la frente y su sonrisa inefable en los labios.

-Alzad, valeroso caballero -dijo al de la Triste Figura, que, como siempre, le rindió acatamiento hincando la rodilla-. Ya he sentido los efectos de vuestras proezas maravillosas, y de haber dado cima a las tres empresas que el viejo del desierto del Sahara me ponía por condición. Nueva estoy, flamante y rejuvenecida, tal que todo lo del patagón me ha parecido una pesadilla tétrica. Hasta aquello del hijo nacido de mí lo creo una fábula.

D. Quijote se estremeció, pensando si podría ser un nuevo y temeroso obstáculo para sus ansias el descubrirse que él se había comido la tercera parte del hijo de su dama; pero, consultando al Nigromante sobre el caso en un momento en que aquélla salió a traer un valioso regalo para su campeón, enterado de todo, aquél le descubrió que no y que el cabrito desollado por Tragaldabas era una mera figuración o fantasma de los muchos que suelen forjar y presentar como realidades los encantadores.

-Recibid -dijo Dulcinea a D. Quijote, volviendo con su estuche- estas insignias de la más alta orden de mis Estados -y abriendo la caja de terciopelo y raso, echó al cuello del caballero una cadena de oro con muchos dijes y zarandajas, que solían llevar las damas a la sazón, y en que había un cuernecito, una calabacilla y un borreguillo del mismo metal-. Es el toisón de oro764 -añadió; y D. Quijote lo recibió como la más alta merced de aquella soberana Señora.

-¿De modo -preguntó ella- que ya está hecha la unidad ibérica; que ya es nuestro Gibraltar, y todas las naciones americanas de origen ibero también forman con nosotros una gran confederación de estados hermanos?

-Completamente -respondió D. Quijote; y refirió a Dulcinea y al Nigromante cómo llevó a felice fin aquellas al parecer difíciles conquistas, unas veces con la diplomacia, otras con la espada y otras con el discurso-. Ahora, Señora mía, le suplicó, espero ver colmadas mis ansias y que os dignéis conceder ya a vuestro cautivo caballero la mano y el corazón.

-Éste vuestro era, es y será -dijo Dulcinea-; mi mano va tras él como corderilla. Sea el señor Nigromante testigo de nuestros esponsales y, pues él tiene las órdenes sacerdotales recibidas, aunque está algo retirado de la Iglesia porque no le hicieron Obispo, él mismo bendiga aquí nuestra unión.

-Pues lo queréis, lo haré -exclamó el Nigromante con tono solemne; e instándoles a arrodillarse, les recitó algo que parecía la Epístola de San Pablo, les pidió el sí respectivo y les echó las bendiciones.

-Quijote -dijo Dulcinea-, pues que ya eres mi esposo y Emperador consorte de mis dominios, nada quiero sin ti hacer ni disponer en ellos, y lo primero en que te pido consejo es en si hacemos al señor Nigromante primer ministro, o mejor canciller de nuestro Imperio, sin que su condición sacerdotal sea obstáculo; puesto que ya tuvieron igual categoría en Francia Richelieu765 y Mazarino766, y en España el Cardenal Jiménez de Cisneros767.

-Altos méritos -dijo D. Quijote-, lleva contraídos el señor Nigromante para ese elevado cargo; cuanto más que conviene a un Imperio que su canciller posea esa oculta ciencia de la nigromancia, que todo lo conoce y escudriña, para dirigir mejor la nave del estado y precaverla de escollos; pero ya sabes, Dulcinea, las corrientes de opinión que hay en estos días y dirían los enemigos del estado, al ver un ordenado in sacris de canciller, que te habías entregado en brazos del clericalismo.

-Tiene razón Vuestra Merced -dijo el Nigromante, y de grado me quedaré no más que como confesor de la Emperatriz.

-Eso es diferente -respondió el caballero-; por más que vuestra tarea de confesor será sencilla, porque sabiendo todos los sucesos por medio de esa ciencia oculta, en cada instante podéis tener conocimiento de los pecados de la Emperatriz, sin ella declararlos y, con absolverla de cuando en cuando, se simplifica la operación.

-No tal -objetó aquél-, que el bien de la confesión no está en eso, sino en la humilde declaración de las culpas y el propósito de la enmienda, y faltarían estos esenciales elementos.

D. Quijote lo reconoció, como buen cristiano, y el Nigromante quedó con este cargo de director espiritual.

-Otra cosa se me ocurre consultarte, Quijote mío -dijo Dulcinea-, y es qué organización daremos a nuestros reinos: si me declararé Reina absoluta o constitucional, con Ministros responsables de mentirijillas y Cámaras de sempiterna charlatanería.

-No me hables de Constitución -replicó D. Quijote-, que en mis tiempos no se estilaba eso y todo iba a maravilla. El rey ha de ser rey, responsable él mismo ante Dios, ante la Historia y ante su pueblo de los actos de su poder y de sus decretos soberanos. No hay más que dos maneras de gobernar útiles y verdaderas: o ésa, o la del pueblo mismo, haciendo las leyes por sí y rigiéndose por sí propio, como en la república de Atenas. Fuera de ello, todo es mentira y farsa; y esa república ilustrada y no representativa, de gobierno directo del pueblo por el pueblo, no será conveniente todavía, mientras haya tantos Tragaldabas en tus dominios.

Entonces D. Quijote contó lo acaecido con su tercer escudero, y dijo que el primer decreto que esperaba refrendase su consorte la Emperatriz era el de mandar ahorcar a Bartola.

-Así lo haré -dijo ella-, y servirá de ejemplar castigo.

-Será justicia -respondió D. Quijote-, y ahora pasemos a otro asunto. Ya sabes, por lo que te he contado, que nuestro hijo el futuro príncipe de Asturias768 es el prometido de la Princesa Beatriz. Hay que mandar una embajada extraordinaria a Portugal, a pedir la mano de esa Princesa al rey su padre, y debemos escribirle unas cartas autógrafas, si te place.

Dulcinea asintió placentera, y la concordia de voluntades de los regios cónyuges, en aquellos primeros negocios, dijo el Nigromante que era prenda segura de paz y de prosperidad para la nación.

Acabados por aquel día los asuntos interiores, trataron de los exteriores, o sea de las relaciones que convenía mantener con los pueblos. Y D. Quijote opinó que con Portugal, hecha la unión, no debía haber sino unidad de gobierno, de administración y de leyes; pero con gran libertad de régimen municipal para todas las ciudades; pues aun en tiempo de los Césares romanos, existía esta vida libre de los municipios. Las Américas y Filipinas debían gozar de autonomía, gobiernos suyos, administraciones suyas, leyes peculiares de sus usos y costumbres; pero dependencia con la Metrópoli, para la guerra y la paz, y la gloria y el poder de la gran familia hispano-colonial. Respecto a colonias atrasadas, como las africanas, y otras de Oceanía, opinó por un régimen tutelar. Y con todas las naciones extranjeras aconsejó paz y armonía, para que el carro de la civilización no se atascase ni volcara.

-Ahora -añadió el caballero, como si lo tuviera vivo y en la edad de la razón a su lado escuchándole-, quiero dar a mi hijo algunos consejos769. Tú, hijo mío, estás llamado a regir este Imperio colosal, que recompuse y que era de mis mayores. Te lo encuentras rehecho casi todo, incluso la formación de la gran familia iberoamericana. La noble obra de tu reinado debe ser la unión de las varias familias latinas, para que esta gran raza no se vea privada de su glorioso cetro en la cultura del mundo. La raza latina debe sentirse y reconocerse, juntarse y amarse, y tú has de ser el campeón de esta idea, proponiéndola a los demás pueblos en algún Congreso, como yo hice con los de la América española. Procura que algún poeta te haga alguna gran oda alusiva al asunto, y con ella tendrás andada la mitad del camino; que la poesía es suave voz que en las almas se introduce. De todas las familias latinas, la nuestra es la mayor y la más extendida. Sin embargo, si todas quieren hacer de Roma su metrópoli, y firmar las paces en sus altares, no te opongas; que ella es la más antigua de la raza, y la que a eso tiene más derecho770.

-Permítame Vuestra Merced una interrupción -dijo el Nigromante-, y es que sin duda no ha caído en la cuenta de que ahora Roma no es la capital de Italia, porque perdió el Santo Padre el dominio de ella y de todos sus Estados Pontificios771 en tiempos de cierto rey galanteador de doncellas, que se atrevió hasta con la cúpula de San Pedro772. Siendo esto así, ¿qué se hará con el Papa, y qué papel jugará en estas bodas de los pueblos latinos?

-Él las consagrará -dijo D. Quijote-; pero como no será conveniente ir a romper ahora la unidad de Italia, ni dejar a ese pontífice prisionero en una iglesia, ni en un palacio, aunque éstos sean San Pedro y el Vaticano, le darán todos los pueblos otros nuevos Estados Pontificios, para que desde ellos gobierne con independencia la Cristiandad, y serán tales que no los rehusará ciertamente, y se habrá realizado otra aspiración histórica y cristiana de esos pueblos, que se levantaron un día a la voz de Pedro el Ermitaño773.

-¿Cómo? -exclamó el Nigromante, curioso de saber esta quimérica solución.

-Sencillamente -añadió el caballero-, reconquistarán esos pueblos el Santo Sepulcro, y de todos los Sagrados Lugares, en mala hora dejados en poder de gentes infieles, se harán los nuevos estados del Papa, poniendo la cátedra de San Pedro al lado del Monte Calvario, del Huerto de las Olivas y de los más memorables parajes de nuestra Redención. Palestina, arrasada por las guerras y las desidias, florecerá de nuevo. Suntuosos templos se alzarán en ella, ciudades portentosas y cristianas surgirán. Inmenso número de peregrinos afluirá a Jerusalén, y la voz del Vicario de Cristo resonará, como si fuera la del mártir mismo del Gólgota, extendiendo su influjo por el mundo. El Cisma griego se acabará; se reconciliarán las dos iglesias de Oriente y de Occidente, y las herejías de Lutero, Calvino y demás viles reformadores quedarán aisladas, retorciéndose en la impotencia, con la cabeza como la serpiente del Paraíso, aplastada por el calcañar de la Iglesia católica.

El Nigromante, a pesar de sus burlas, no pudo menos de quedar admirado ante aquel portentoso soñador, que recomponía pueblos y razas y arreglaba a su placer la labor futura de los siglos.

-No os admiréis -prosiguió el caballero, viendo la estupefacción del confesor de la Emperatriz-; yo también tengo algo de ciencia oculta para la adivinación de lo futuro, y veo claro, como si se copiara en un espejo, todo lo que ha de suceder en las nuevas etapas de la Historia. ¿Creéis, por ventura, que todo ha de quedar como hoy está? Viendo las mutaciones que ha sufrido el mundo desde que me dormí hasta que me desperté, colijo las que han de sobrevenir, mayores cada día. Se hará cuanto he dicho, y mucho más, sobre todo cuanto ya están doblegados por el hombre y le obedecen sumisos los gigantes, hadas y fuerzas ocultas del universo.

Los pueblos, agrupados en familias, se unirán en razas grandiosas, como los señoríos y baronías minúsculas se unieron en fuertes nacionalidades. Repartido el globo en cuatro o cinco razas, como quien dice, en las descendencias de Sem, Cam y Japhet774, estas grandes agrupaciones pactarán la paz universal y la alianza definitiva de todos los estados del mundo, y cesarán las guerras y conquistas. Sobrevendrá en el interior de cada estado el imperio de la justicia, de la fraternidad y de la razón, y los caballeros andantes colgarán sus armaduras y espadas, no habiendo ya agravios que desfacer, ni entuertos que enderezar, y descolgarán los laúdes para cantar sólo amorosas penas. Las ciudades quedarán aisladas, como inmensas galerías de máquinas que trabajarán solas y sin ayuda del hombre, dando para todos gratis el alimento y el vestido; y en los campos las zagalas en trenza y en cabello y los hidalgos hechos pastores con sus zampoñas renovarán la edad de oro ensalzada de los poetas, y recobrarán el Paraíso perdido por nuestros padres. La tierra seguirá dando frutos para regalo y flores para ornamento; apagaranse los volcanes temibles, y se convertirán en auras suaves los ciclones; las mismas montañas se achatarán, perdiendo sus asperezas, y se bajarán al hombre obedientes, como dromedarios que se arrodillen para recibir su carga; los ríos fecundarán los desiertos y templarán los rigores de los simounes775, y el globo será un inmenso y deleitoso jardín, teniendo por lagos los mares, por macizos los bosques olorosos y por cisnes las góndolas en que pasarán las hermosas, coronadas de flores, cantando.

Dulcinea quedó también maravillada de esos sueños suaves de bienandanza y de la imaginación inagotable de su caballero; orgullosa desde luego, como mujer, por haber cautivado de veras a un espíritu semejante.

Casi no hubiera querido dejarle partir; quizás deseaba mantenerle cerca de ella, oyéndole ese dulce delirar; pero aquello no podía pasar de una hora de divertimento, y el Nigromante ya la miraba impaciente.

Fue preciso fingir que la llamaban de la Manchuria776, en ayuda de Rusia contra el imperio del Sol Naciente y que, teniendo que partir ella, debía quedarse de gobernador general en sus estados de la Mancha su consorte D. Quijote; así que, muy a pesar suyo, con las lágrimas en los bellos ojos, que entristeció como actriz consumada, despidiose de su esposo, haciéndole muchos encargos de que velara por sus súbditos, y de que él mismo se cuidase de mandar ahorcar a Tragaldabas y a todos los de su ralea.

D. Quijote se afectó grandemente con aquella forzosa separación, y preguntó a Dulcinea qué conflicto era aquél de Rusia y el Imperio del Sol, y ella le refirió muy por cima la guerra que mantenían aquellos rusos rubios de largas melenas con aquellos ejércitos del Mikado777, compuestos de hombres de color de aceituna sevillana, de ojos oblicuos y pómulos salientes; diciendo que era tal el pánico en Europa por los triunfos de éstos, que ya constituían lo que se llamaba el peligro amarillo, que hacía a las gentes blancas mirar con horror hasta la bayeta amarilla y todo lo que tuviese color semejante.

-Si es así -dijo D. Quijote-, parte en auxilio de los blancos, que son nuestros iguales y no dejes un aceitunado en todo el haz de la tierra; pues sería cosa triste y fea que nos arrollaran, vencieran y exterminasen, y quedaran imperando sobre el planeta como prototipos de la fuerza, del talento y de la belleza, esas caras amarillas y melancólicas, de abultados pómulos y de ojos perpendiculares778. Dios mismo, al ver así contrahecho a su Adán, mandaría algún diluvio para que volviese a empezar la especie humana, por una pareja blanca y bella, la historia del mundo, y no se dejase arrebatar la supremacía por ninguna desviación de su tipo.

Y como le objetara al Nigromante que todos eran hijos de Dios y tenían derecho al planeta en que vivían, no lo negó D. Quijote, como no negó que los tuertos y los jorobados y los cojos fueran también hermanos nuestros; pero añadiendo que, no obstante, sería una gran desgracia que no llegara a haber en el mundo más que tuertos, o cojos, o jorobados; lo mismo que resultaría horrible que, por estas luchas y preponderancia de una raza inferior, pero más prolífica, no llegara a haber sobre la tierra más que negros o aceitunados.

-Ellos mismos -añadió el caballero- tendrían en tal caso que procurar la reconstitución de la raza blanca para ornamento de la tierra, para nobleza del arte y para deleite estético de los sentidos; porque, decidme, por ejemplo ¿con qué Venus aceitunada y de cara dificultosa podrían sustituir la blanca y armoniosa de Fidias, ni con qué estatuas de su tipo japonés el Apolo de Belveder779, ni con qué rostros las vírgenes de Murillo? Por lo demás, concluyó, cuando esas razas inferiores, aceitunadas o negras, levanten un Partenón, tengan un Dante, canten como un Petrarca, den vida a un Colón, cuenten con un Newton, o reciban el beso de la predilección divina, encarnando en ellas un Verbo, entonces tendrán derecho a hombrearse con la raza nuestra y a disputarle su hegemonía.

Mirose Dulcinea al espejo, arreglose un poco los ricillos dorados, se puso más saliente la estrella de brillantes sobre el promontorio de su cabellera, y vio que D. Quijote tenía razón y que esa estrella era el símbolo del triunfo indispensable de su raza, hermosa y gentil, inteligente y espiritual, suprema expresión de belleza del celeste escultor, que modeló las formas de las criaturas.

Enseguida se colocó su sombrero de amazona, cogió el látigo de montar e hizo como que partía hacia aquellas remotas regiones, a dar en la cara a todos los ejércitos del Mikado. D. Quijote la abrazó, la dejó salir de la estancia y se quedó un momento con el Nigromante, que procuraba consolarle y animarle para que partiese incontinenti a su Regencia de la Mancha.

Cuando el caballero partió para tomar el camino de su tierra manchega, Dulcinea salió de su escondite; dejó el látigo, se quitó el sombrero de amazona y se colgó al cuello del Nigromante, diciéndole con mimo:

-¿Te has enojado de que haya hecho tan a lo vivo mi papel?

-No, hija -respondió éste-; así como así, a ese pobre sonámbulo le pasa lo que a cierto perro flaco de un labrador de secano, que yo conocí, que tan débil y desmedrado estaba, que hasta para ladrar tenía que arrimarse a la pared.

Sonrió Dulcinea; no hablaron más del caso, y se vistieron para bajar al comedor del hotel, porque ya había sonado la tercera campanada.




ArribaAbajo Capítulo XXIII

De la vuelta de D. Quijote a su solar manchego y de sus aventuras con la dama cautiva y después en el alcázar encantado


Por todas partes se extendía el triste yermo de la Mancha, sin una mata ni un árbol. Por la llanura polvorosa iba un hombre montado a la mujeriega sobre una borrica, y detrás otro con el equipaje, también en caballería menor, más chica y falta de pienso. Era D. Quijote el primero y un arriero el segundo. El emperador consorte habíase resignado a ir de aquella humilde manera a sus estados por no haber otro medio de locomoción, ni tener con qué pagarlo tampoco.

Sin el Príncipe y el Poetilla, que le costeaban antes sus viajes y a los que perdió de vista por sus devaneos con Dulcinea; no sabiendo dónde andaría el ministro de Hacienda de su Imperio, y habiendo agotado sus últimas monedas, la noche anterior a aquella mañana no había podido cenar. No lo tuvo a mal, sin embargo, acordándose de que Enrique el Doliente780 también se pasaba sin cena algunas noches, por sus mercedes y descuidos; pero la sensación de vacío del estómago, y la melancolía del paisaje le amortiguaban el espíritu, de modo que ya no tenía ánimos de acometer aventuras. Viera lo que viera, él seguiría adelante hasta llegar a Argamasilla.

Pasó un rebaño de carneros y lo dejó ir como si tal cosa, aunque allí podían marchar Pentapolín y Alifanfarón; vio en sendas mulas dos trajinantes, y por no reparar entornó los ojos; pintáronse ante él las aspas de cuatro o seis molinos agitadas velozmente por el viento, y no aceptó el reto que parecían lanzarle aquellos gigantes desaforados.

Acompañaba con el cuerpo decaído los movimientos de la caballería, y así marchaba a paso tardo, tal vez comparando aquel despoblado Imperio suyo con la populosa Pensilvania; aquella borrica con los hipogrifos de vapor, aquellos campos yermos con los otros de cultivo prodigioso, donde las sembradoras y trilladoras se cruzaban centuplicando la labor de los hombres, que no tenían brazos bastantes para recolectar. Y sin embargo, no había duda de que él venció a la Esfinge de aquella Tebas de cien torres781 y de que anexó a su querida Mancha inmensos y fértiles territorios, ciudades industriosas, multitudes inteligentes, un mundo nuevo de actividades y maravillas.

Su tristeza provenía acaso de pensar cómo se conservaría todo aquello anexado a su desolado reino; pues mientras el mundo entero habíase transformado desde Felipe II acá, la Mancha continuaba inmóvil e igual, con sus páramos, su pastoreo y sus molinos de aspas. Ni una vena de agua recibía que apagase su sed; ni una iniciativa que transformase su suelo; ni una maquinaria que lo removiese; ni un invento que sustituyera a aquellos gigantes de las aspas perezosas. Por no haber, tampoco había ni un árbol, cuyas hojas arrojadas al mar pudieran convertirse en navíos que oponer a las flotas de acorazados extranjeros, que allá en las playas españolas había visto pavonearse orgullosos.

Mientras él viviera, todo lo sostendría el esfuerzo de su brazo; sería Atlante manteniendo sobre sus espaldas el peso del mundo; pero él no podía ser inmortal, y al cerrar los ojos, ¡adiós! El triunfo sería de los más fuertes, de los más numerosos, de los más industriosos y pujantes, y ese mundo se escaparía de nuevo, y sus luchas y sus empresas habrían venido a ser inútiles.

¡Ah, no! Él llamaría a los sabios de su reino, a los genios, a los talentos privilegiados y les diría: «Amigos míos, en esta nueva era de mis aventuras he visto muchas cosas; he salido de nuestras fronteras; he reparado en el progreso de otros pueblos. Todo marcha fuera de aquí, y todo aquí permanece estacionario. Si los demás caminan adelante y nosotros no andamos, nos quedaremos solos, atrasados y débiles, y ellos se llevarán la palma del triunfo, el fruto de la civilización, el cetro del poderío. Venid, reuníos, estudiad, trabajad; traedme aguas para estos campos, máquinas para estas industrias, fomento para estas riquezas, vida, ciencia y actividad para estos hombres. ¡Se mueren, se mueren somnolientos, mirando como budistas el cielo del nirvana! ¡Sus mismos carneros enflaquecen, y hasta enmohécense las aspas de sus molinos y sus casas terrosas van hundiéndose poco a poco!»

D. Quijote dejó caer la cabeza sobre el pecho, anonadado, y cesó de hablar mentalmente; pero a poco la levantó por un ruido y por una nube alada que se alzó, oscureciendo el sol.

-¡La langosta!782 -dijo-: éstos son los invencibles ejércitos de mis estados; allá van, hambrientos también, a devorar los cardos y pitas que respetó la sequía. A falta de cantos de aves, contentémonos con ese rumor confuso de élitros. Sigan, sigan marchando los cordones de mosquitos, más numerosos que los soldados de Jerjes783. ¡Adelante, luchadores de la vida784; vosotros también peleáis por el sustento y, pues sois más activos y resueltos que nuestros hombres, merecéis acorralarlos y sitiarlos por hambre!

Abatiose la nube, negreando por aquel campo, y D. Quijote volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho, decaída y triste.

De pronto, reparó en una pequeña polvareda que se alzaba por el camino. Era la de una calesa785, tirada de dos mulas, que venía por la curva de la carretera, y con la que indefectiblemente se encontraría, a causa de ir él por medio del campo, aprovechando una senda más corta, que con el camino empalmaba.

El caballero se acordó de su aventura de antaño con el vizcaíno786; quizás iba también en aquella calesa, cautiva y llorosa, alguna principal dama, y sería ocasión de libertarla, librando otro terrible combate con su forzador. Se animó con esta idea, y se puso a horcajadas787 sobre la pollina, por ser impropio de los caballeros ir a la mujeriega788; taconeó a su pacífica hacanea, y pronto llegó cerca de la calesa tirada por aquel par de mulas sudorosas.

-¡Mi señor D. Quijote! -dijo asomando la rubia cabeza un doncel, que dentro del carruaje iba. Y como el caballero no reparó en él, porque escudriñaba el sitio de la cautiva dama que debía de ir allí, volvió a decir el viajero más fuertemente-: ¿No me ha conocido Usía? ¡Soy el Poetilla!

Acercose entonces al estribo el de la Triste Figura; paró el carruaje, y hallose en efecto con el Poetilla, y oculta a su derecha en el mismo asiento a la Emperatriz de Villacañas; lo que le produjo gran sorpresa.

-¡Señora! -dijo saludándola cortésmente; y luego, dando la mano al Poetilla, le preguntó en voz baja-: ¿Qué es esto?

-Es, mi señor D. Quijote -respondió aquél en voz alta-, que soy el hombre más feliz de la tierra; que lágrimas ablandan peñas, más que dádivas todavía, y las muchas que he derramado de mis ojos, los suspiros de mi pecho y las ternuras y amor de mi corazón ablandaron al fin a mi dulce Señora y dueña, que ha consentido en ser mi esposa y que como tal tengo el gusto de presentaros.

-Sea para bien, y el cielo colme a la Señora Emperatriz y a su consorte de toda clase de venturas -exclamó el caballero. Y la dama le dio las gracias, con aquel picaresco mohín que solía usar, preguntándole muchas cosas de sus últimas empresas.

-Dejad esa borrica -dijo el Poetilla-, que ni propia es de caballeros andantes, y subid a nuestra carroza, donde todo el asiento de enfrente está desocupado; que los tres podemos ir dentro muy holgados, y pasar el camino en explicaciones, en vez de estar parados aquí para ellas.

Apoyó la Emperatriz de Villacañas esta invitación, y D. Quijote, bajándose de su burra parada, montó en el vehículo, tomando asiento al vidrio789, frente a los dos esposos.

Sacó entonces el feliz matrimonio la cesta de las viandas y, poniendo a cada uno en sus rodillas una servilleta por mantel, repartiéronse un pollo asado, unos trozos de carne mechada, sendas ruedas de merluza frita, dulces y pastas, y una botella de vino de Burdeos, con lo que se reanimó el nuevo D. Enrique el Doliente.

-¿De modo que vais a Argamasilla? -dijo la hermosa Luscinda-; casualidad es que podáis venir todo el viaje con nosotros; porque también a esa villa nos dirigimos, a tomar posesión de una extensa labor que hay en las afueras y que tiene un caserón antiguo cerrado desde que empezó el pleito de la herencia de nuestro pariente el mejicano.

-Para D. Quijote no haya reserva -interrumpió el Poetilla-. Ya que Usía tenía cabales noticias de mi pasión, téngalas también del resto de su historia. Volví como sabe Usía de Méjico; antes escribí a mi Señora y dueña, renunciando a la herencia y a todo si había de aumentar contra mí sus rigores. Llegué a Cádiz, donde se me evaporó Usía; me encaminé a Villacañas y, cuando creí encontrar en Luscinda enconos y desdenes, me recibió con agrado, me dio el parabién por mi suerte y sólo me impuso el castigo de hacerle una colección de mis versos. Cumplí la grata penitencia, para lograr la absolución de mi culpa, y entonces, leyéndolos yo un día, tan enamorado como Paolo a Francesca, pero más honesto y respetuoso, los dos nos miramos, comprendimos que nos queríamos, y nos juramos amor790.

El hermano de Luscinda, el Príncipe D. Juan, como Usía le llama, tomó a mal nuestras relaciones y quiso ponerles valla. Amenazome furioso y yo le respondí sereno que al talante quedaba de su hermana y no de él. Quiso obligarla a desistir y no cejó, y por último, para evitar una grave colisión, que yo sentía sólo por ella, contrajimos matrimonio en secreto y salimos de Villacañas, sin ser vistos del indignado Príncipe, que contaba sin duda con el patrimonio de su hermana para derrocharlo en el Veloz-Club y en sus correrías, viajes y diversiones. Ahí tiene Usía por qué nos venimos a la pacífica y oculta Argamasilla, donde él ignora se halla esa hacienda y ese antiguo palacio cerrado, del que pronto haremos morada alegre y feliz; que los nidos son tristes o alegres según los pájaros que los ocupan.

Satisfecho quedó D. Quijote de este relato, enojándose por la terquedad e injusticia del Príncipe D. Juan, y dijo que él iba a ocupar el palacio que tendría a su vez allí la Emperatriz del Toboso; pues también había logrado la inefable ventura de contraer con ella matrimonio según el Santo Concilio Tridentino, y ella le había dejado de gobernador general de sus reinos, mientras iba a prestar cierto auxilio a los blancos contra los aceitunados, en una guerra que mantenían en el extremo Oriente.

Regocijose mucho Luscinda con la relación de todo esto, que el caballero le hizo punto por punto, y díjole que, puesto que se hallaban en territorios del Imperio del Toboso y tenía ella noticias de que el palacio real de Dulcinea estaba en obras de decorado y reforma, se dignara su emperador consorte irse a habitar con ellos al otro alcázar de la finca aquella de las afueras de Argamasilla, y pasar unos días en reunión; a lo que D. Quijote accedió, con tal de que no se turbase con su presencia la dicha de los jóvenes emperadores de Villacañas, en honor de quienes, después de pasado algún tiempo y de lograr se aplacase el Príncipe D. Juan, haría solemnes fiestas en toda la Mancha.

Durante estas conversaciones, seguía la calesa carretera adelante con su tiro de mulas, y las dos borricas iban detrás con el arriero y el fardo en que llevaba D. Quijote su ropilla, la armadura regalo de la Princesa Beatriz, y demás chirimbolos de su oficio de caballero.

Al atardecer, divisaron Argamasilla de Alba, y antes de llegar a ella vieron el gran campo cubierto de eriazo791 en la finca a que iban, y el caserón que solitario alzábase en medio, como antiguo granero, convento o palacio de duendes, habitado por aviones. Salieron los guardas y colonos792 a recibir a sus amos; echaron éstos pie a tierra, así como D. Quijote; y los criados, que ya habían limpiado las habitaciones y preparado la comida, fueron enseñando a los señores las estancias de aquéllas, que aún olían a humedad, y de las que habían sacado carros de basura y quitado telarañas horrendas.

Abajo, a la derecha, estaba la capilla con los dorados de los arcos desconchados, los pisos destrozados, los altares medio derruidos, los cristales de las ojivas rotos, los techos carcomidos y los santos apolillados, manteniéndose en equilibrio inestable en sus hornacinas. A la izquierda hallábanse trojes vacías, graneros y almacenes y pajares con restos de granzones793; además las habitaciones de los labradores, y detrás las cuadras con las pesebreras deshechas y el suelo apisonado de repodrido estiércol. Arriba, grandes salones con vigas, cuyas cabezas corroídas por el tiempo sustentábanse por modernas correderas; alcobas lóbregas, con lechos sin ropas que parecían tumbas; un comedor grandísimo, con las paredes llenas de pinturas, paisajes y episodios cinegéticos, apenas descifrables; una ancha cocina de campana, fría como si en ella no se hubiera encendido lumbre en dos siglos; y en la mayor parte de las habitaciones mesas antiguas que fueron doradas y que la humedad y los años dejaron verdes; estrados cuyas vestiduras de damasco resultaban rotas y deshilachadas; sillones de baqueta, con madera de encina y de roble, que resistieron mejor los embates de las centurias; y sobre la chimenea de amarillento mármol, una caja de rapé abandonada, testimonio de una época en que nadie nos tosía y nosotros estornudábamos a placer; recuerdo dejado allí por algún viejo castellano, que se entretenía en relatar a sus deudos y contertulios sus hazañas y proezas de la batalla de San Quintín794.

Luscinda y el Poetilla lo hallaron todo a pedir de boca. ¿Qué importaba el nido, si ellos eran los pájaros y sentíanse jóvenes y felices? D. Quijote, por su parte, no pudo menos de comparar aquel viejo caserón con las casas magníficas y modernas de Nueva York, que él había visto; con las alegres de Veracruz; con aquellos parques y jardines y palpitaciones de vida nueva.

Reparó en la tabaquera, la cogió y le pareció la caja de Pandora. Estaba abierta; de su minúsculo recipiente habían salido todos los bienes y los males de un siglo pretérito; pero en su fondo no se encontraba la esperanza795. Tampoco él la hallaba dentro de sí mismo; veíase agotado, y tenía, como Alejandro796, el presentimiento de que sus funerales serían desastrosos.

La comida fue alegre para los novios, que comentaban sus detalles y las deficiencias del lugar y el servicio, con sátiras y bromas. En el amplio comedor estaba la mesa que cojeaba; alrededor de ella los tres comensales, en sillas no muy seguras; en el centro, para alumbrarles, un velón monumental de cuatro mecheros, con pantallas, despabiladeras, apagaluces y todos los adminículos de su época, lleno de aceite, con las cuatro torcidas y humeantes. Primero apareció la gran paila de azófar797 con el arroz; después todo el séquito de fuentes, asadores y cuajaderas de la batería de cocina antigua, conteniendo las ensaladas, los asados y las frutas de sartén, ahumadas por haberse hecho en la cocina de los labradores; y, por fin, vino el viejo servicio de té, de porcelana de Sèvres, con piezas desportilladas por la incuria y lamentable ignorancia de los que las manejaron, ostentando en las ochavas de sus tazas y en sus platillos, pintados de azul y oro, figurillas de damas y caballeros, resaltantes con los más vivos colores, que parecían tomar, por la transparencia de la porcelana, el tinte dorado de la caliente infusión.

D. Quijote miraba por primera vez con tristeza el velón fúnebre, con sus cuatro luces siniestras de mal agüero. Comió poco y desganado, y sintió escalofríos. La velada la pasó melancólico y, llegada la hora de dormir, fue a la amplia alcoba que le destinaron en el ala derecha del edificio, mientras Luscinda y el Poetilla, despidiéndose, se retiraron a la suya del ala izquierda. Allá fue a parar con el caballero, a su dormitorio, el siniestro velón, de que apagó tres luces, dejando una sola. Cerró la puerta con el pestillo, y reparó en el confortable lecho de mullido colchón y recias mantas, que convidaban al reposo. Acostose dando tiritones y sopló a la luz aquella, dejando en absoluta oscuridad la alcoba, donde había además un viejo estrado, una cómoda y un antiguo ropero. Cerró los ojos y no pudo dormir; los apretó más aun, pero nada; parecía que, como Macbeth, «había asesinado al sueño»798. En esto oyó en la habitación un extraño y leve ruido. Tic, tic, tic, sonó sin saber a dónde, y pasó un instante y volvió a resonar tic, tic. El caballero encendió con la pajuela la luz del velón, incorporose en la cama y miró a todas partes. Tic, tic, tic, volvía a sonar de cuando en cuando, y nada veía que produjera este extraño martilleo. Durante una hora, con cortos intervalos, no dejó de escuchar aquel misterioso tic, tic.

-¡Duende o diablillo maléfico -exclamó el de la Triste Figura desencajado, incorporándose en el lecho-; muéstrate corporal y tangible, para que yo pueda ser contigo en singular batalla! Pero como si el invisible enemigo, al que retaba, se riera de su desafío, volvía a sonar imperturbable el desesperante tic, tic.

D. Quijote saltó de la cama, dispuesto a buscar por todos lados al duendecillo burlador; registró sábanas, cómoda y ropero; miró debajo del lecho y aun de las sillas, pero nada. A sus requisas callaba el enemigo implacable, y cuando el caballero se acostaba, creyéndole ahuyentado, volvía a escuchar el golpe de su pequeño y sonoro martillo.

Así estuvo hasta la madrugada, en que la luz empezó a clarear entrando por las rendijas de los postigos y por alguna que otra grieta del paredón de la fachada. Arrebujado en sus mantas, D. Quijote se tapaba los oídos, por no percibir el odioso martilleo y deseaba la venida del sol para dejar aquel dormitorio encantado.

Por fin fue de día, y se vistió presurosamente; pero el ruido no sonaba ya, y él se propuso no decir nada al Poetilla ni a Luscinda, por temor de que le creyesen vencido y anonadado por aquel duende insignificante.

Salió a los corredores de la casa, preguntó a los criados por los señores y le dijeron que era muy temprano y que dormían sosegadamente. Entonces se asomó al campo y respiró el aire frío de la mañana. Allí iban las yuntas con los aperadores799, a labrar una de las cuatro hojas del secano800; mientras reposaban somnolientas las otras tres. La tierra necesitaba descanso para producir, y por eso cada hoja reposaba tres años, para trabajar por el hombre uno sólo. ¿Por qué no descansaban de igual manera las otras tierras que él vio en otros países, en que con abonos, irrigaciones y cultivo intensivo, unían unas a otras las cosechas? ¡Ah, era que allí los hombres no descansaban tampoco!

Dio un corto paseo por la llanura, pisoteó unas cuantas manchas de grillos apegotados por el entumecimiento de la helada, y se volvió al caserón entrando en la capilla. Allí rezó un padrenuestro; miró aquellos santos estropeados, que parecían momias egipcias, y curioseó un viejo retablo, que tenía un letrero ilegible.

Al cabo de más de dos horas, Luscinda y el Poetilla se levantaron y salieron regocijados a su encuentro.

-¡Buenos días! ¡muy buenos días! -le dijeron, y él les saludó con afabilidad; pero notaron que estaba más amarillo y que tenía grandes ojeras.

-¿Se ha dormido bien? -preguntaron.

-Regular -contestó el caballero sin querer hablar para nada del tic, tic; y les devolvió la pregunta, a que contestaron también picarescamente: «¡Regular!»

-Ahora al desayuno -exclamaron; y cogiéndole los dos, cada uno de un brazo suavemente, lleváronle al comedor, donde estaba preparado el café, en el servicio de porcelana desportillado, cuyas figurillas burlonas parecían burlarse y sonreír.

¿Serían ellas las del tic, tic? ¿Tendrían la virtud de desprenderse durante la noche de sus ochavas de porcelana, para correr libres y endiabladas por el caserón y dar aquellos golpecitos siniestros?

D. Quijote estuvo mirándolas, y se persuadió de que ellas eran las que, inmóviles y petrificadas durante el día en aquellas tazas de Sèvres, lograban romper su prisión en las sombras y en el silencio nocturno, y saltaban y se escondían para acometer alguna labor infernal. Una de ellas tenía efectivamente un martillito en la mano. Sus golpes serían los causantes del aterrador tic, tic.

Sin embargo, sin saber por qué, presintiendo otras causas siniestras, temía que llegase la noche. Él, que había desafiado al coloso de la Libertad iluminando al mundo, no se atrevía a lanzar igual reto a la figurilla aquella del martillito minúsculo. Habría dado algo por romper aquella taza, sin que Luscinda lo notara.

A la tarde le entró, como en la anterior, el extraño escalofrío. No tuvo ganas de comer, y por más que Luscinda y el Poetilla le instaron, apenas probó un poco de sopa. Estaba contrariado también, al ver que había llegado a la Mancha como emperador consorte y gobernador de aquellos reinos y no habían aparecido por allí para saludarle los magnates, próceres, personalidades y autoridades de sus estados. Además, pensaba con tristeza en la ausencia de Dulcinea.

Antes de acostarse, cogió con disimulo la taza de la figurilla del siniestro martillo y, en un descuido de Luscinda, se asomó al balcón del comedor y la arrojó al campo con toda la fuerza de su brazo, muy lejos, cerrando enseguida las maderas.

Acostose aquella noche confiado, aunque trémulo por los tiritones y con la frente abrasada por un extraño fuego. Apagó el velón; cerró los ojos, y ya iba a dormirse cuando dentro de la habitación volvió a sonar el odiado tic, tic. «¡Dios mío!», murmuró tembloroso; «ya está aquí.» Y pasó la noche entera arrebujado en las sábanas y las mantas, tapándose la cabeza y los oídos para librarse de aquel temeroso ruido.




Arriba Capítulo XXIV

De la inesperada y nunca bien sentida muerte del caballero andante


Al día siguiente, apenas pudo levantarse, debilitado por la fiebre y por el insomnio. La mañana era fría y húmeda; el cielo estaba nublado, y una menuda lluvia caía como velo de nieblas por el dilatado campo manchego. Allá, a lo lejos, apenas podían distinguirse los grupos de casas de Argamasilla y su cementerio de tapias terrosas.

D. Quijote se sentó a la ventana en un viejo sillón de baqueta, y se arrebujó con una manta los pies, helados como el granizo. Abrigose la cabeza con un gorro de dormir que solía usar, y dejó abierto el pestillo de la puerta de su cuarto.

Un criado antiguo de la casa le trajo el desayuno y lo puso a su lado sobre una mesilla. El caballero preguntó por los señores, y aquél dijo que, como la mañana era desapacible, habían encargado que no se les despertarse hasta las diez.

No se sintió con apetito y dejó íntegros el café y el bollo de leche. Echó la cabeza sobre el respaldo y comenzó a dormitar, más bien en sospechoso letargo que en sueño benéfico.

A las once entraron el Poetilla y Luscinda y alarmáronse mucho de verle así; pero se despertó, y entonces le hablaron cariñosamente y él respondió a sus preguntas. El Poetilla le tomó la mano y sintió que le ardía.

-Mi señor D. Quijote tiene un poco de fiebre -dijo-; es preciso cuidarlo, llamar al médico y que le recete.

-Sí, ahora mismo -exclamó Luscinda; pero el caballero con un ademán la detuvo.

-No, balbuceó; no es nada: que he dormido poco y me siento algo trastornado, pero pasará. ¡Ese tic, tic lo tengo metido en el cerebro; es un martilleo que me golpea al cráneo; un punzón que me horada las sienes y que parece que va llegándome al centro de la vida!

Los dos novios se miraron estupefactos, sin comprender nada.

-¡Sí -continuó D. Quijote-; parecía el golpe de un péndulo invisible; el de una gota de agua que a fuerza de caer repetida agujerea una piedra; dientecillo de un duende que roe un esqueleto, para deshacerlo!

-¡Bah! -interrumpió el Poetilla, viendo tan desencajado al caballero-; figuraciones no más, tintineo de oídos, que no ha debido preocuparos.

-Muchas veces me sucede a mí eso -añadió Luscinda-; sobre todo cuando cambia el tiempo, cuando amenaza lluvia, como ahora.

-¡No -respondió el caballero-, no era eso; sonaba por aquí dentro de la alcoba y por más que he buscado y registrado nada he visto! ¡Es lo invisible, que da sus traidores golpes; mi encantador enemigo, que ha adoptado contra mí el peor y más temible de los disfraces, y que me ataca en la forma más alevosa!

-No lo penséis, interrumpió el Poetilla, deseoso de librar a D. Quijote de aquella alucinación. Usía ha vencido a todos sus enemigos: a los encantadores, que dejó trocados en piedras; a los gigantes adelgazados, que cayeron con estrépito; a los monstruos de vapor, que le condujeron sobre sus espaldas obedientes; a Suero de Quiñones y a sus caballeros, que le atajaban el paso; a las fieras del Retiro, al temible Otelo, a los ejércitos episcopales de Andorra, al oso de Favila, a las baterías de Gibraltar y a la esfinge de Nueva York. No puede Usía pensar que aún quede un enemigo en pie que le ataque de esa manera.

-¡Y sin embargo, le hay! -insistió D. Quijote-. Ya te avisaré, Poeta amigo, cuando oiga que se aproxima, para que tú mismo lo sientas. De día calla, de la luz huye, ampárase de la oscuridad, cobra alientos en la sombra, de la noche silenciosa se protege. Barrena misteriosa, va entrando a la sordina y parece agujerearme la frente, sin que pueda arrancarla de mi cráneo.

-Ea -interrumpió Luscinda-; para que el señor D. Quijote se tranquilice, yo vendré también a oír ese martilleo misterioso, y he de dar con el duende y aplastarlo, o pierdo la corona de Villacañas.

-¡Aplastarlo! -murmuró D. Quijote con amargura-. ¿Y si es la muerte misma, que viene silenciosa a tocar con la punta de su guadaña mi cerebro o mi corazón? ¿Quién aplasta a la muerte, que es lo único inmortal que hay en la vida?

-Ya la ha desafiado Usía y vencido mil veces -replicó el Poetilla-, y demostrado no temerla.

-¡Y no la temo en realidad! -exclamó D. Quijote, haciendo un esfuerzo por incorporarse-. ¡Y la desafío ahora mismo! ¿Por qué arredrarse? No hay más que tres soluciones: o nos dormimos para siempre en eterno reposo, lo que no puede ser un dolor; o despertamos a otra vida material semejante a la presente y tampoco parecerá esto un mal, aunque traiga los azares de la nuestra; o pasamos a disfrutar vida de espíritu, y eso sería positivamente un bien. A todo estoy pronto; pero soy cristiano, y este bien es el que espero.

-Entonces -replicó el Poetilla-, fuera penas; sonriamos como los gladiadores en el circo, y venga cuando quiera a herirnos la invisible guadaña.

-¡Sí!, pero no de ese modo -dijo el calenturiento caballero-; que no se la sienta venir y hacer sonar anticipadamente sus golpes; que no oiga yo ese tic, tic implacable del reloj de la eternidad.

Cayó, al acabar estas palabras, en una especie de estupor, y el Poetilla y Luscinda resolvieron que fuese un criado volando a avisar al médico de Argamasilla. Por si D. Quijote despertaba, se rogaría al doctor que echase una excusa, y que dijera ser médico de la Real Cámara de la Emperatriz del Toboso, que iba a ponerse a disposición del emperador consorte. Se le referiría sustancialmente la manía de D. Quijote, para que la secundara; porque más paniaguados ha de tener la locura que la discreción, y así podría observarle, diagnosticar y recetar.

Hubo un momento en que los novios temieron que el caballero se les muriese, como quien dice, en las manos; pero salió del letargo, y se reanimó merced a un caldo que le hicieron beber con una copa de vino generoso.

Habíase despejado el cielo, y el sol de la tarde iba buscando, mojado y como lleno de lágrimas, los cerros distantes del Occidente. D. Quijote lo miró, se volvió al Poetilla y a Luscinda y, señalando al astro fúlgido con la amarilla mano, les dijo:

-Vedlo ahí; va a buscar las Américas; paseará el Pacífico; asomará por Oceanía, y volverá mañana a Iberia, para quedar suspenso sobre sus reinos. ¡Por todas partes alumbrará de nuevo tierras españolas! ¡Es el Imperio que lego a mi hijo, para que lo sostenga hasta perder la última gota de su sangre: el que teníamos y que nos fue quitado a pedazos; el que debimos siempre mantener! ¡El cielo ha querido que vea yo, como Carlos V desde las ventanas de Yuste y como Felipe II desde el Escorial, ese sol, engarzado como topacio giratorio a la corona de España!801

Luscinda y el Poetilla no pudieron contener las lágrimas, al oír estas palabras de un alma ilusa, pero patriótica y ferviente. Volvieron el rostro para disimular la emoción, y no intentaron articular ni una frase.

¿Para qué? ¿No era un crimen quitar su visión magnífica al caballero; sobre todo en esos últimos instantes, en que las sombras por sí mismas se encargarían de borrarla?

-¡Sigue, sigue tu camino, girasol inmenso de las alturas -continuó D. Quijote-; esclavo enamorado de mi patria! ¡Tú no te pondrás ya para ella; para mis ojos sí, muy pronto! ¡Mañana retornarás a derramar tus rayos sobre sus montes; pero yo no te veré! Y se agarró una congoja al pecho del enfermo, que más parecía un ataque de disnea802.

En esto vinieron a avisar a Luscinda de que había llegado el médico, y ella, llorosa y sobrecogida, salió a advertirle de lo que pasaba.

D. Quijote, tranquilizado de su fatiga, había caído en su modorra, y cuando entró el doctor aún estaba con ella. Le examinó, le tomó el pulso, sin que él lo notara, y movió la cabeza con un movimiento de mal agüero.

-Está muy mal -dijo-; se les muere a ustedes; este anciano tiene una lesión del corazón; el gran músculo no funciona bien; se le acaba la cuerda; se apaga poco a poco.

-¿Qué se hace? -preguntó Luscinda.

-Reanimarle en los síncopes -respondió el galeno-; ponches, vino generoso; y aproximando un tarrito de éter al enfermo, éste comenzó a volver en sí.

-Señor -dijo el médico al verle en su conocimiento-, he venido a ponerme a las órdenes de Vuestra Merced; soy el médico de Cámara de la Emperatriz del Toboso, y he sabido vuestra llegada.

-¿De la Emperatriz? -dijo D. Quijote-. ¿La habéis visto ha mucho? ¿Está bien? ¿Cuándo volverá del extremo Oriente?

-Pronto, muy pronto -contestó el doctor-. La he dejado muy buena, comprándose, por cierto, en Golconda un collar de riquísimas perlas.

-¿Y de su empresa con los rusos en la guerra esa que sostienen con el Imperio del Sol naciente? -preguntó D. Quijote.

El médico no sabía qué contestar y, como no entendía las señas que le hacía el Poetilla, interpretando al revés sus deseos, respondió:

-Esta guerra está ya para terminar. No quedará pronto un ruso para un remedio. Sus acorazados vuelan por los aires en pedazos; sus puertos son bombardeados y destruidos; su ejército de tierra se repliega sin lucha y sin gloria803.

D. Quijote, que había ido palideciendo aun más de lo que lo estaba, hizo un supremo esfuerzo y se levantó:

-¡No! -dijo-; ¡no lo puedo consentir! ¡Pronto, mi lanza y mi caballo; voy en socorro de la Emperatriz, para conjurar ese peligro amarillo! ¡No faltaba más sino que la raza aceitunada se enseñorease del mundo!

El médico comprendió que había dicho una tontería y no sabía cómo salir del embrollo; pero el Poetilla acudió en su auxilio y explicó que las noticias del doctor eran atrasadas; pues se referían a su salida del extremo Oriente y a la llegada de la Emperatriz del Toboso; desde cuya fecha todo había cambiado, y lo que no quedaría en el mundo era una aceituna sin escabechar.

Apaciguose D. Quijote, y el médico, para no cometer otro lapsus, se marchó, hablando reservadamente con Luscinda en los corredores, y diciéndole que no había esperanza, y que aquellos súbitos arranques del enfermo eran las últimas y mayores claridades intermitentes de una luz que se extinguía.

Con esta dolorosa certeza, derramó nuevas lágrimas ocultamente Luscinda, y se arrepintió de las burlas tenidas con D. Quijote; máxime cuando veía que era un espíritu noble y generoso, perturbado solamente en aquello de la caballería andante.

Se hizo cuanto el médico dijo, y se avisó a prevención al cura del pueblo, que no estaba allí, sino visitando unos majuelos; por lo que no pudo ir enseguida.

Lo temible para el caballero era la noche. Al oscurecer, le entró mayor disnea, y volvieron sus alucinaciones siniestras.

Habíanle acostado, y al lado de su lecho estaban los dos novios, consagrando a la piedad las horas que creyeron destinadas a la felicidad y al amor.

D. Quijote hallábase incorporado en el lecho, sobre tres almohadones; pues no podía estar de otro modo por la fatiga. Había oscurecido del todo, y el agorero velón de cuatro mechas804 alumbraba la escena sobre la mesa de la alcoba.

Hubo un momento en que todo callaba, y en que parecía más tranquilo el caballero. De pronto sonó en la habitación el terrible tic, tic.

-¿Oyes?¡Ya está aquí! Escucha sus siniestros golpes. -Y conteniendo el aliento el Poetilla y Luscinda oyeron efectivamente tic, tic, tic.

-Señor -exclamó el Poetilla repuesto de la impresión-, ya sé lo que es; descanse Usía por piedad, que no es nada. Una polilla que roe la madera de ese armario, o de esa cómoda tal vez... Nada, en suma.

Luscinda se había también sobrecogido.

-¡Una polilla! -dijo D. Quijote-. ¡Terrible gusano! ¡Es el colaborador del tiempo que nos destruye, de los siglos que todo lo truecan en polvo! ¡Le tengo miedo! ¡Matadlo que, si no, él me matará!

Callaron afectados los novios y cesó en aquel instante el tic, tic.

Era verdad; aquel imperceptible ruido resultaba más temible que los golpes de la piqueta, que los cortes del hacha, que los chisporroteos del incendio y el bramido del huracán. Éstos derribaban, arrasaban de una vez; aquél era el chirrido de la barrena inexorable que mina y destruye todas las cosas. Y el Poetilla y Luscinda se miraban, pensando que también a ellas les advertía que su dicha y los latidos de su corazón tenían que acabar. Tic, tic, tic volvió a oírse en el silencio de la alcoba, y ya no tuvo D. Quijote fuerzas para articular más que confusas palabras. Abrió los pasmados ojos; hizo un esfuerzo de terror, y dejó caer pesadamente la cabeza y los brazos, durmiéndose para siempre.

Habíase acabado la cuerda de aquel corazón valeroso. Luscinda y el Poetilla se arrodillaron a los pies de la cama y rezaron fervorosamente.

A poco llegó el sacerdote; pero ya era tarde, y se concretó a rezar con los dos jóvenes por aquel muerto inmortal.

Retiraron a Luscinda, presa de una congoja. El Poetilla y el sacerdote amortajaron al difunto. Estaba consumido; hecho un esqueleto.

Sus últimas palabras, antes de acabar, fueron: ¡Pobre Imperio! ¡Pobre Dulcinea! Se durmió soñando todavía en la salvación de su patria y en el ideal de su amor.

Sin más acompañamiento que los labriegos de la finca y presidiendo el duelo el Poetilla, condujéronle al cementerio fronterizo y allí fue colocado en la bóveda de los Quijana.

Luscinda vio enlutada su luna de miel con aquel inesperado suceso. Cobró miedo a aquel edificio, donde también desvelada en su alcoba oía el temeroso tic tic.

Decidieron, pues, dejar el caserón en que la sombra del caballero se les aparecía triste y azorada, sobrecogida de pavor, ante aquel enemigo invisible, y volvieron a Villacañas arrostrando el enojo del Príncipe D. Juan.

La familia Panza permaneció en su imperio de Andorra, tan feliz y contenta. Desdémona continuó muriéndose a diario en todas las capitales de América y de Europa, unas veces ahogada, otras envenenada, otras emparedada y otras tísica de remate. A Bartola no hubo quien le ahorcara, y siguió de alcalde perpetuo de Argamasilla. Y en cuanto al cervantófilo D. Lucas Gómez, tuvo un ataque de parálisis, a causa del soponcio que recibió al saber que existía en España un folloncico que, sin sus méritos ni sus títulos, había osado adicionar la obra de Cervantes, no ya con un ligero Buscapié, sino escribiendo una nueva y última salida del valeroso hidalgo805.

Por supuesto, que ésta dio que hablar a los críticos y no poco; pues, aparte de lo temerario del intento, la tuvieron por falsa y apócrifa, objetando ser imposibles la resurrección o el despertar del caballero al cabo de tres siglos, y que se levantase con fuerzas para tantas hazañas; pero otros sesudos sostuvieron que bien podía ser verdad todo lo relatado en esta historia, con la sencilla explicación de que el D. Quijote de ella no fuera el mismo héroe de Cervantes, sino algún nuevo loco encariñado con ese personaje y posesionado de su papel, que hubiera salido por el mundo a continuar sus aventuras. Y hay que convenir en que ésta fue la opinión que prevaleció; si bien muchos siguieron creyendo que el generoso acometedor de estas empresas era el verdadero y auténtico de la crónica de Cide Hamete Benengeli.







 
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