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La obra de García Márquez: ensayo de apreciación

Francisco Ynduráin





No parece empresa sin grave riesgo la de intentar condensar algunas opiniones sobre la obra literaria de García Márquez, habida cuenta de la copiosa bibliografía que tenemos ya sobre ella. Si se está de acuerdo, sobra la reiteración, y en cuanto a disentimientos, los motivos podrían resultar prolijos o de escaso interés. Para nuestro autor, las mejores críticas provienen de las universidades norteamericanas, y otro hispanoamericano, Mario Vargas Llosa, ha escrito un esclarecedor ensayo interpretativo -García Márquez: historia de un deicidio (Barcelona, Barral, 1971)-, género en el que ya había mostrado agudeza e ingenio al analizar Tirant lo Blanc. Pero dejemos la crítica de la crítica y demos algunas impresiones de lector, que no aspiran ni remotamente a cerrar con ellas las múltiples posibilidades receptoras en los demás leyentes. Esta obra es abierta, si las hay y las hubo.

Mucho antes de haber ganado el Nobel de Literatura, García Márquez tenía una masa de lectores asombrosa: a más de veinte millones de ejemplares ascendía el número de libros suyos, en versión original o traducidos a las lenguas más cultas. Imaginad cómo habrá aumentado ediciones y tiradas el Premio al haber refrendado un veredicto multitudinario, casi universal. SÍ siempre resulta difícil aplicar un criterio válido para obras de distinta naturaleza, el Nobel reduce esa área de inseguridad al tener como norte fundacional la búsqueda de escritores que crean en el futuro del hombre y cuyas obras hayan fomentado y dado pábulo a esa creencia esperanzada. Los valores puramente literarios se subsumen y acomodan a una proposición de orden ético, que aspira a validez y alcance universales. ¿Resulta así más difícil todavía la concordancia de opiniones?

Adelantaré -sin pruebas, porque no aspiro a demostración- que, considerada en su conjunto, la obra del colombiano me parece haber alcanzado algo que Unamuno viera hace muchos años (1899) en la obra de Rubén Darío, y que es una de las conclusiones a las que uno había arribado sin dar con expresión tan precisa. No argumento de autoridad porque sí, pero acudo en apoyo de una coincidencia que me parece decisiva. He aquí el texto de don Miguel: «Quiero añadir que por ser Darío más hondamente americano que otros poetas de América, por ser intra-americano, es más universal que ellos, porque dentro de su alma americana ha buscado el alma universal y por eso le han oído en París, y fuera de París, cuantos prestan oído a la voz de la humanidad y entienden a ésta cuando en lengua castellana habla». La obra toda de García Márquez rezuma una constante intra-americanidad; de ello ha hecho su autor meollo y corteza de su escritura. Lo que no sabría medir es hasta qué punto ha tenido, además, la intención consciente y el propósito de alcanzar el radio máximo que incluya al hombre de hoy y al de siempre, al hombre con sus condicionantes de tal, asumidas o no. Esa ingente masa de libros suyos en tantas lenguas parece abonarlo con tal receptividad desde tantos puntos de vista y disposiciones lectrices. Claro que esto podría haber ocurrido con obras de muy distinta índole, como de hecho sucede con la que llamamos infraliteratura.

Considerada la obra literaria de Gabriel García Márquez desde una visión panorámica -y ello no implica preterición de sus artículos en la prensa, insoslayables-, lo primero que salta a la vista es que la narrativa se nos presenta en exclusiva: cuentos y novelas tienen como campo de atención y motivos los que ha extraído de su tierra natal, cualquiera que sea el grado de realismo o sobrerrealismo con que nos los transmita. No adelantaremos mucho si incluimos a nuestro autor en lo que se ha llamado «boom» de la novela hispanoamericana, no sin razón, ni sin reservas. Otros escritores de su misma naturaleza y más o menos rigurosamente coetáneos, próximos en cuanto al estímulo formal y a los modelos, fueron ciertos novelistas norteamericanos, particularmente los de la llamada lost generation: Faulkner, Dos Passos, Hemingway, o, en una ocasión, Thornton Wilder, al menos el de Los Idus de Marzo, según testimonio de Gabriel. Venía siendo lugar común en la crítica que la serie novelesca que empieza con Sartoris (1929) y se sitúa en el mítico Yoknapatawpha County -transposición literaria del Mississippi norte- había sido estímulo del Macondo de nuestro autor, nombre que vale para otra mitificación con fondo realista caribeño-colombiano. García Márquez dijo en su discurso al recibir el Nobel que Faulkner había sido su maestro, y pueden verse rasgos en visión y composición que tienen esa influencia, pero a tanta distancia y con tal poder de asimilación y recreación que, para mí, el modelo ha sido superado en el arte de la palabra y en potencia simbólica. Sí, es una opinión personal.

Hispanoamericanos e iberoamericanos -para incluir Brasil- han tenido acceso con notable retraso al cultivo de la gran novela, precedidos por los norteamericanos, aunque tengamos en cuenta el Periquillo Sarniento y Don Catrín de la fachenda, del mexicano Fernández de Lizardi, en el siglo pasado. Acaso haya que hacer un lugar aparte para lo ocurrido en Buenos Aires como centro europeizante adelantado. Pero, vista ahora la novela hispana de ultramar, se nos ofrece como una explosión fulgurante y masiva, con las consiguientes variedades y niveles de calidad, casi siempre con el denominador común de buscar expresión novelada a la intra-americanidad de cada cual, desde un Arguedas a Cortázar o Carpentier, por poner dos extremos.

Incidentalmente no puedo menos de recordar cómo lo americano, más especialmente lo mexicano, ha venido tentando plumas europeas, sajonas sobre todo, como las de D. H. Lawrence (The plumed serpent, 1926), Aldous Huxley (Eyeless in Gaza, 1936, o su anticipación utópica, pero con resonancias mexicanas, Brave New World, 1932 ), Graham Greene (The Power and the Glory) o Malcolm Lovwry (Under the volcano, 1948). Algo que parece obvio es que naturaleza y vida, paisaje y fauna de Río Grande hacia el lejano sur ofrecen a propios y extraños -sobre todo cuando los primeros adoptan un punto de vista distanciado, desde lo que llamamos civilización occidental- una fisonomía complejísima donde aparecen vinculaciones con un trasfondo primitivo que incide en lo mágico y de él toma fuerza y vuelos. Si comparamos esto con lo que han escrito en el plano sobrerreal autores de New England (Poe, Hawthorne, Melville) tendremos una pauta de referencia muy ilustrativa: los newenglanders, menos fundidos con un entorno natural primitivo, parecen más cerebrales, no tan viscerales como los nuestros, que no les han cedido en inteligencia.

Dejaré en interrogación, pero no sin urgencia por una respuesta, el valorar cuál ha sido la contribución hispana peninsular a este mundo novelesco de nuestra otra orilla. La diáspora de guerra y posguerra ha hecho que se siguiera, no sin gloria, lo que iniciaron Ciro Bayo y Valle-Inclán, y así tenemos la obra de Rosa Chacel, Francisco Ayala, Serrano Poncela, Martín de Ugalde, entre otros, o, desde España misma, González Aller, con su Niña huanca.

Pero el tema se me va ensanchando en radios de mayor longitud y García Márquez no tiene la atención debida. Vengo, pues, a su obra novelesca, y, siguiendo un orden no muy lógico, parto de una visión global de sus escritos para, luego, fijar mi atención en aspectos parciales de ellos. Por de pronto, vemos que no es un autor prolífico, pero sí de una gran concentración, en momentos críticos de madurez lenta, sin concesiones a la ocasionalidad publicista y siguiendo un proceso de intensificación cuya cima primera la veo en El coronel no tiene quien le escriba (1961) (él ha dicho que la considera su mejor obra), y alcanza su hasta hoy sumo ápice en ese compendio y semillero de novelería que es Cien años de soledad (1967). De aquí saldrán, en algún modo, con voz nueva y estilos distintos, personajes y situaciones que darán lugar a otros relatos, y en ésa, su novela más ambiciosa y plural, han cuajado motivos de narraciones menores precedentes. Sus dos novelas posteriores, El otoño del patriarca (1975) y la más reciente y última, por ahora, Crónica de una muerte anunciada (1981), suponen más novedad en la técnica narrativa y en el maleamiento del lenguaje (maleamiento, de malleus, ¡ojo!). No deja de ser notable que el autor parezca proceder por zancadas de siete años en su producción más relevante.

Una visión panorámica de toda esta obra la muestra evolucionando desde el estilo menos complicado de La hojarasca (1955), donde ya se estaba gestando la historia de Macondo, pasando por esa maravilla de El coronel, modelo de cuento en que con la más ceñida economía de medios expresivos se ha logrado el efecto más cautivador, obra acabada, perfecta. Una vez lograda la creación de ese lugar de Macondo, instalado ya definitivamente en la geografía literaria, en la plenitud de los cien años de soledad, se advierte, y lo ve cualquiera, una rebusca más calculada de artificios narrativos, de técnicas de estilo y de composición tomadas y hechas propias con marca muy suya. Primores de lenguaje y de formalismos, tienen para mí un valor supeditado a la capacidad inventiva y evocadora de una problemática humana del máximo rango y vigencia. Vayamos, pues, acercándonos al autor con esta mira.

Se nos impone ahora su obra como algo surgido de un contacto muy directo con su tierra y sus problemas, los de sus hombres, y la transmutación por el arte de la palabra no pierde tal vinculación con una y otros. Estamos de acuerdo con lo que dijo en su discurso ante la Academia sueca la víspera de recibir el Nobel, bajo el título «La soledad de América Latina». Fue una demanda de atención y respeto para sus coterráneos, una queja por la historia reciente de aquellas naciones, sometidas a las más humillantes dictaduras y desdeñadas por las llamadas potencias occidentales: «América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío [...] La violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento». Para terminar pidiendo «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra». Ideas que se remachan en un artículo, «Cena en paz en Harpsund» (El País, Madrid, 22 de diciembre de 1982), donde cuenta su conversación con el primer ministro de Suecia, Olof Palme, dedicada toda ella a los dictadores americanos y la situación de las seis naciones de la América Central, especialmente afectadas por un poder excesivo. Todavía en un artículo posterior (5 de enero de 1983): América Latina «es una y tal vez la más dominante de mis obsesiones». ¿Las otras dos?

Aquellas estirpes condenadas a den años de soledad son, desde luego, las de su tierra y las que él considera sometidas y humilladas a poderes extraños, no sin apoyo y aun requerimiento, a las veces, de los mismos nativos. En otra ocasión se quejó de cómo vemos desde Europa al hispanoamericano en caricatura simplista: bigote, guitarra y revólver. De todo ello venimos a confirmar lo que su obra literaria denuncia en escritura comprometida y, hay que decirlo, muy por encima de una propaganda directa, raciocinante o apasionada, que deja ancho espacio para ser gozada sin esas referencias, en su pura belleza por la palabra. Dejemos, pues, pero sin olvidarlo, lo que esa obra tiene de alegato y denuncia a casos tan concretos; pero recordemos que fue después de su primer viaje al África negra cuando adquirió un sentido más pleno de su condición humana, con lo que las implicaciones de sus escritos van ganando en ámbito y aplicación. Nada humano le es ajeno, especialmente en lo que a la opresión se refiere, aunque sus relatos tengan escenario localizado y, en una coyuntura histórica determinada, la reciente, hasta reminiscencias que nos llevan a la época virreinal. Pero esos den años de soledad creo que valen para cualquier centuria de cualquier lugar si hacemos una lectura en profundidad, y no forzada. ¿Por qué? Sin entrar en las intenciones del autor -toda obra genial ha superado con creces tal intencionalidad-, pienso que, en este caso, el texto desborda en sentidos y por pura penetración «poética» los planos local y temporal mitificados en los que ha situado personajes y acción. Esos cien años son, efectivamente, los que han gravitado como experiencias vividas o librescas sobre García Márquez: las guerras civiles de los mil días (1899-1902), la «hojarasca», que trajo y se llevó la explotación bananera -United Fruit Company- y, con ella, una manifestación, entre tantas otras, de la prepotencia de los «gringos» sobre los indígenas, más otros contactos con seres de civilizaciones extrañas: gitanos, árabes, italianos o franceses (francesas, más bien). En todas estas situaciones sociales el motivo dominante, el término en que se cifran diversas experiencias vitales, no es otro que el de soledad: soledad individual y colectiva, soledad en el ejercido del poder despótico y en sus víctimas, soledad en el amor, soledad en la espera y en la esperanza frustradas. El escritor ha tenido clara evidencia visionaria y voluntad de expresar tal estado de solitariedad, en varias instancias, no, acaso, en la última. Veamos: en una en revista publicada en la revista Triunfo (14 de noviembre de 1970, págs. 12-18) contestó a las inteligentes preguntas de Ernesto González Bermejo y nos dejó en las respuestas, grabadas, para más certidumbre, una orientación lectora que me sigue pareciendo actual y vigente. Tomemos algunos pasajes en los que García Márquez se manifiesta sobre la soledad y veremos cómo es una constante con variaciones ocasionales y ocasionadas: así, en el coronel que espera en vano, en La mala hora, donde el alcalde se va hundiendo en su soledad de frustrado, «lo que era, evidentemente, un reflejo de la situación del país». O, en visión de conjunto: «En realidad uno no escribe sino un libro... En mi caso, sí, es el libro de Macondo. Pero si lo piensas con cuidado verás que el libro que yo estoy escribiendo no es el libro de Macondo, sino el libro de la soledad». Precisará aún más: «El punto que más me interesaba al escribir el libro (Cien años de soledad) es la idea de que la soledad es lo contrario de la solidaridad y que yo creo que es la esencia del libro [...] La soledad considerada como la negación de la solidaridad es un concepto político [...] Y nadie lo ha visto o, por lo menos, nadie lo ha dicho». Sin embargo, ese concepto reducido a su área política y aun con su antagónico de solidaridad, resulta insuficiente para resumir otros sentidos que Gabriel ha confiado a su palabra favorita: no es la misma la soledad que sienten y gravita sobre Aureliano Buendía y su familia, sobre Úrsula en su decrepitud o sobre Amaranta y su amor malogrado, o los veteranos esperando en vano carta con las retribuciones prometidas. Aureliano «apenas si comprendió que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un honrado pacto con la soledad» (en la novela, 1ª. ed., pág. 174, y en tantas otras más, de que hago gracia).

Ahora el vocablo tiene una densidad y una proyección que van mucho más allá de las coordenadas circunstanciales, históricas o sociales: el sentimiento de soledad ha trascendido y nos pone ante el hombre en trance de muerte próxima inevitable. Estamos ante algo de validez universal para todo hombre de cualquier lugar o tiempo, sean las que fueren las resonancias -remedios o resignación, rebeldía o indiferencia- con que cada cual acompañe ese estado supremo en el destino. Soledad es palabra clave que suena como leitmotiv ya en voz del narrador, ya desde el propio punto de vista de los personajes. Ahora cabe decir que el colombiano ha dotado a palabra de tan dilatado abolengo literario de una nueva signifícación, de un halo de connotaciones que le son peculiares, haciendo que tenga valor privado algo tan usual y tópico en la experiencia humana. Hace casi medio siglo el romanista alemán Karl Vossler -tan olvidado hoy- inició unos estudios sobre la expresión de la soledad en la lírica hispana, que después recogió en libro memorable. Desde textos medievales peninsulares o de otros romances, soledad tenía casi exclusivamente resonancias amorosas, resumía, como la saudade portuguesa, un dolor de ausencia o desamor, y tuvo acuñaciones léxicas de menos fortuna, pero de bella resonancia: la «solitud» de Gómez Manrique, la «soledumbre» de fray Hernando de Talavera. De ahora en adelante la voz «soledad», de abolengo coloquial y literario tan antañón, pasa a ser propiedad privada de García Márquez. ¿Cuántos escritores han cumplido hazaña igual o semejante?

Otro de los grandes motivos humanos que el escritor ha fijado en términos literarios está en El coronel no tiene quien le escriba, su obra predilecta. El suceso, la anécdota, no pueden ser más simples ni de menos trascendencia si se toman en su circunstancia realística: un coronel que espera años y años la pensión prometida y la incierta victoria de su gallo de pelea, remedios posibles para su miseria. Ni llega la pensión, ni el relato llega hasta la pelea gallera: se nos instala en el área de la espera pura, con doble tensión, retrospectiva y prospectiva. Como el relato empieza in medias res y no llega a final, feliz o desdichado, parece que con ello se nos da el estado de espera en su más nuda y honda realidad humana. Verdad es que el cuento se apoya en hechos reales o posiblemente tales; pero una vez más lo ocasional concreto ha trascendido a un plano de validez universal, la actitud de espera que marca al hombre en su destino y que se atenúa o enmascara con mitos, creencias, esperanzas más o menos fundadas. Pero, atención, sin asomo de moraleja o moralina. Estéticamente puro. Otro de los motivos básicos en la narrativa de García Márquez es el del poder y sus abusos. De nuevo creo que nos hallamos ante personajes cuya base real es identificable con uno o varios dictadores hispanoamericanos (o europeos, en última instancia); pero la pluma del escritor ha mitificado los hechos y nos los ha convertido en algo que, sin perder apoyaturas realísticas, nos instala en un mundo de fantasía remontada, con lo cual gana en ejemplaridad y significancia universales. Hay, en el fondo, la tesis de que si todo poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. De ahí que las monstruosidades que se nos dicen adquieran el rango de tipificación generalizante, sin dejar de conservar el color y el carácter de unas tierras donde la naturaleza parece haber mantenido la potencia genesíaca con la que se asocia toda desmesura humana. La obra, con muy acusada singularidad artística, puede situarse en la línea de las que han tenido como «héroes» a personajes históricos o no de la misma calaña: el Tirano Banderas, de Valle; Bocanegra, de Francisco Ayala; el señor Presidente, de Asturias, como ejemplos más dignos. Diré, todavía, algo más sobre esta novela, pues aquí el autor ha alcanzado un nivel de estilo y enfoques más recargados de artificio, con una irrestañable vena de dicción directa en fundidos de perspectivas que hasta hacen ociosa, o casi, la puntuación. One pièce de bravoure!

Al cabo de otros siete años de silencio, todavía nos ha dado un nuevo relato, Crónica de una muerte anunciada (1981), ingeniosamente organizado para recomponer, con fragmentos dispersos e inconexos, «el espejo de la memoria». Muerte y espera de noticias inspiran las tensiones del novelar y hasta parece proponerse algo como tesis de validez general: «Dadme un prejuicio y moveré el mundo».

Quedan muchos aspectos en la condensada obra del colombiano que no han podido ni ser apuntados. El de más entidad me parece su tratamiento de lo fantástico, inextricablemente presentado junto con lo real verosímil. En la muy larga lista de obras y modos de tocar este aspecto de la experiencia humana, artística o no, la pluma del colombiano ha dejado una marca personal, aunque no podamos menos de recordar a ese asombroso Juan Rulfo y su Pedro Páramo, o la mitificada Región, de Juan, Benet, además del ya citado condado faulkneriano.






Bibliografía de García Márquez

  • Trece relatos en el diario de Bogotá El Espectador (julio 1948-mayo 1954).
  • La hojarasca, Bogotá, 1955.
  • El coronel no tiene quien le escriba, Medellín, 1961.
  • La mala hora, Madrid, 1962. Edición íntegra, México, 1966.
  • Los funerales de la Mamá Grande (Cuentos), México, 1962.
  • Cien años de soledad, Buenos Aires, 1967.
  • La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (Cuentos), Buenos Aires, 1972.
  • Ojos de perro azul, Barcelona, 1974. El otoño del patriarca, Barcelona, 1975.
  • Todos los cuentos de Gabriel Márquez, Barcelona, 1975 (no todos).
  • Crónica de una muerte anunciada, Bogotá, 1981.
  • Textos costeños, Barcelona, 1981 (artículos desde 1948)1.

Sobre la obra de García Márquez:

  • Mario Vargas Llosa, Historia de un deicidio, Barcelona, Barral, 1971, y Peter Earle, García Márquez, en la col. «El escritor y la crítica», Madrid, 1981, donde se completa la información de Vargas Llosa en la bibliografía sobre nuestro autor.
  • Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, La novela en América latina: diálogo, Lima, 1968.




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