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El amor


A primera vista, el amor es una realidad poco importante en la obra de Rosalía. No cabe duda de que no estamos ante una gran poeta amorosa; en ningún momento sus poemas de amor están a la altura de sus mejores obras. Pero una lectura detenida descubre que el tema amoroso, bajo una u otra forma, es bastante frecuente. Tenemos la impresión, no de que el amor haya tenido poca importancia en su vida, sino de que existe una especie de inhibición, de dificultad para tratar y, quizá, para vivir el amor. Nos sorprende la falta de sensualidad, la ausencia de un canto al amor total, pleno, de carne y espíritu. Y nos llama la atención, por el contrario, la insistencia en tratar del amor no correspondido, del amor «que mancha» y que deshonra, del amor desgraciado. No podemos evitar la suposición de que en Rosalía existe una dificultad inicial para la vida amorosa y, conociendo la historia de su familia, nos inclinamos a creer que las circunstancias de su nacimiento (el hecho de ser fruto del pecado y la ausencia de figura paterna en su niñez) provocaron en ella problemas psicológicos. Naturalmente, esto no deja de ser pura hipótesis. Las únicas pruebas que puedo aportar se refieren al análisis de sus   —110→   obras. A este respecto es interesantísima su primera novela, La hija del mar. La escasa calidad literaria y su carácter de obra primeriza deja prácticamente al descubierto un entramado de problemas psicológicos en los que se debate su autora. Pasemos, pues, al análisis de esta novela.

La hija del mar, como casi todas las primeras novelas, es autobiográfica en gran parte de su contenido: ambiente, personajes, sucesos, deseos, sueños, fantasías; todo lo que hasta ese momento ha constituido la vida del autor novel pasa a formar parte de la trama de su primera obra narrativa.

El argumento de La hija del mar, puesto en orden y aclarados desde el comienzo los enigmas que se van desvelando a lo largo de sus páginas, es el siguiente: un personaje, llamado en unos episodios Alberto y en otros Ansot, seduce allá por tierras de América a una joven llamada Candora. Para ello ha tenido que enamorar previamente a la tía de la joven, para poder burlar la vigilancia que ejercía sobre ella. Una vez conseguidos sus propósitos, rapta a Candora para abandonarla poco después en un pueblo de Galicia. En este pueblo, y en ausencia de Alberto, un pescador -Daniel- protege a Candora y a su gobernante o mujer de confianza, Ángela. Candora da a luz a una niña. Inesperadamente, Alberto vuelve. Duda de la paternidad de la criatura y asesina a Daniel de una forma premeditada y cruel. Con ello se gana el odio de Ángela, que amaba al pescador y que ya sólo esperará la ocasión de vengarse. Antes de volver a marcharse, Alberto decide matar también a su hija Esperanza; para ello abandona a la criatura de apenas meses sobre unas rocas en medio del mar.

Sin que sepamos cuándo, Alberto se casa con Teresa, «la expósita», a quien también abandona en un pueblecito de Finisterre.

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Un día de tormenta, Teresa, que es amada y respetada por todos sus vecinos, pierde a su hijo en el mar. Ese mismo día, unos pescadores rescatan a Esperanza de la roca donde su padre la había abandonado. Para paliar la desesperación de Teresa por la muerte de su niño, deciden entregarle a la niña que acaban de salvar y que es de una extraordinaria belleza. Así viven juntas como madre e hija Teresa y Esperanza.

De nuevo aparece Alberto-Ansot de forma inesperada y casi diabólica. En ese momento Esperanza tiene doce años y es amada por un joven pescador, Fausto, que tiene quince. A Teresa la hemos visto siempre consumida por no sabemos qué ocultas ansias. Alberto viene dispuesto a llevarse con él a su esposa Teresa y también a Esperanza. Teresa le ama todavía y accede gustosa; no así Esperanza, que desde el primer momento teme a Alberto.

Las dos mujeres van a dar a una especie de castillo feudal. Allí Alberto pretende seducir a Esperanza, despertando a un tiempo celos e indignación en Teresa, quien, pese a todo, defiende a su hija adoptiva. Tras muchos sufrimientos Teresa logra huir del palacio, y más tarde también Esperanza, pero ésta, al ver muerto a Fausto, que la ha seguido para salvarla, pierde la razón.

Tras este dramático episodio nos encontramos con el malvado Alberto-Ansot tiernamente enamorado de una joven loca -Esperanza- a quien respeta religiosamente, esperando que recobre la razón para aceptar las muestras de amor que ella le prodiga. Sobreviene una crisis y Esperanza está a punto de morir. Ansot vuelve a su antigua maldad, y va a ceder a la tentación de poseerla antes de que muera; circunstancias externas le impiden realizar su propósito. Aparece Candora también loca, convertida en una especie de espectro. Ansot, de nuevo arrepentido, implora su perdón para hacer   —112→   se digno del amor de Esperanza. Ésta recobra la razón y se reconoce como hija de Candora al contarle Ángela su historia. Juntas denuncian a Alberto-Ansot a las autoridades. Aparece Teresa, que viene a vengarse, pero, compadecida del dolor de Ansot, le avisa del peligro que le amenaza, para que pueda huir. Pero es demasiado tarde; Ansot es detenido y ahorcado. Esperanza, después de buscar en vano a Teresa, se suicida arrojándose al mar. Teresa, que también buscaba a Esperanza, ve desaparecer su cadáver entre las olas.

Varias cosas despiertan nuestra atención en esta novela. En primer lugar nos encontramos repetido tres veces un mismo esquema argumental: una mujer joven es preferida por el hombre a otra que es, o ejerce respecto a la primera, el papel de madre. Veámoslo:

Candora es preferida a su tía, bajo cuya «tutela y amparo» vive.

Esperanza desplaza del corazón de Roberto el interés que éste siente hacia Teresa. Esperanza también es preferida a Candora cuando ésta aparece de nuevo.

La tía de Candora ejerce respecto a ella el papel de madre, Teresa es la madre adoptiva de Esperanza y Candora su verdadera madre. En los tres casos, la mujer, la madre, es sustituida en el corazón del hombre por la hija.

En segundo lugar, nos llama la atención que la única persona que consigue despertar en Alberto-Ansot un verdadero amor sea su hija Esperanza. Todos los demás son caprichos, veleidades; sólo su hija le inspira un sentimiento profundo; por ella conoce el dolor y por ella se arrepiente de su vida de crímenes.

En tercer lugar, nos sorprende que Esperanza, loca, ame a su padre, cuando siendo niña afirmaba: «yo no te quiero ni puedo quererte nunca». Esperanza, niña, tiembla, se estremece, se amedrenta ante la presencia del padre, pero   —113→   ¿qué sentimientos se esconden en realidad tras ese temor? La autora nos dice de la joven loca: «Ella le acariciaba continuamente (a Alberto) y con todo el abandono que le permitía su demencia». ¿Podemos interpretar que su locura le permite abandonarse a sentimientos que en su sano juicio le estarían vedados? Recordemos que esta motivación se halla en la base de muchas neurosis.

Antes de buscar una explicación a esos tres hechos, haremos el análisis de los personajes, para ver si pueden dar alguna luz a los sucesos de la trama novelística.

Dos notas caracterizan fundamentalmente a Alberto-Ansot: su poder y su capacidad de atracción; atracción que no excluye el odio, ni el sentimiento opuesto de repulsión, sino que en cierto modo los asimila y los supera. Su belleza física y su depravación moral hacen de él una figura satánica... asequible, sin embargo, al arrepentimiento por amor; lo cual, en definitiva, aumenta su atractivo.

Veamos algunas muestras de su poder:

Era uno de esos seres en que se reconoce un poder irresistible.


(O. C. 731).                


Alberto, el dueño, el señor de aquellas vidas


(O. C. 746 ).                


Cuando se enamora de Esperanza:

Hubo un momento en que llegó a dudar hasta de su omnipotencia para el mal


(O. C. 815).                


Su atractivo queda de relieve en las descripciones físicas: Tiene «ojos azules y hermosísimos», «nariz afilada y perfecta», «colosal y airosa estatura» (O. C. 697-98), «frente pálida y despejada» (O. C. 790), «una voz clara, vibrante», «manos aristocráticas» (O. C. 736), su mirada tiene «la atracción de la serpiente y la dulzura de la paloma» (O. C. 731). En ocasiones   —114→   su risa puede ser «diabólica» (O. C. 698) y su figura adquiere en otras «una belleza casi infernal» (O. C. 813).

La ambivalencia de los sentimientos que inspira podemos resumirla en una frase con la cual la define la autora: «era de esa especie de hombres, carcoma de la sociedad, criminales a quienes todos perdonan, seres que se hacen amar y temer al mismo tiempo» (O. C. 813).

En Esperanza el amor y el odio no son simultáneos: le ama cuando está loca y le odia en su sano juicio. En Teresa, sin embargo, los dos sentimientos se dan unidos, exactamente lo mismo que sucede con su deseo de venganza y su deseo de perdonarle, que al final se impone.

Hay dos detalles de este personaje que me parecen significativos con vistas a una posible identificación. En una ocasión se le califica de «impío y sacrílego» (O. C. 798). El primer adjetivo parece plenamente justificado por lo que de él sabemos, pero no así el segundo; ninguna de las aventuras vistas o contadas de Alberto-Ansot se puede calificar en sentido estricto de sacrílega. Esta palabra no puede considerarse indiferente para Rosalía; ella es el producto de unos «amores sacrílegos», por tanto esta palabra tiene que estar cargada de significación. ¿El recuerdo de su propio padre motivó el empleo de esa palabra? ¿Nos permitirá eso identificar a Alberto-Ansot con una persona real?

Todavía hay otro detalle que voy a comentar. Ansot, lleno de remordimientos, siente revivir su pasado; veamos qué es lo que recuerda fundamentalmente:

Mil tumultuosas ideas cruzaron por su cerebro; vasto y fantástico panorama que se desenvolviera ante sus ojos, presentándole, hacinados y en montón, todos los placeres y todas las escenas de su vida... Jamás fenómeno tan extraño le había hecho recordar su pasada vida, sumida en los pliegues del más completo olvido, ni sombras más fantásticas habían girado en   —115→   torno suyo, volviendo a encender las apagadas cenizas de sus recuerdos.

¿Sería, tal vez, que algún espíritu de las tinieblas se complacía en presentar ante sus conturbados ojos el abandono en que había dejado a algunos corazones nacidos para amar y vivir en los goces puros y tranquilos de un alma justa, y la orfandad en que había dejado a seres inocentes, a quienes hubiese arrojado lejos de sí como un mueble importuno, cuando debía cobijarlos y darles abrigo bajo el techo paternal? Lo ignoramos; pero lo cierto es que Ansot se levantó despavorido...


(O. C. 803).                


No deja de ser curioso que de toda su vida de crímenes y engaños, lo que le produce mayor sensación de culpabilidad sea el abandono y la orfandad en que ha dejado a algunas personas. Sobre todo si tenemos en cuenta que la huérfana a la que se refiere (lo dice unas líneas más abajo) es Esperanza, que, en realidad, debía presentarse a los ojos de su padre como víctima de un crimen más que como niña abandonada. Recordemos, en efecto, que Alberto la dejó sobre unas rocas en medio del mar. Esto, más que un abandono, parece un intento de asesinato bastante claro. Sin embargo, llegada la hora de los remordimientos, Esperanza y su madre aparecen como víctimas de abandono y orfandad.

De nuevo tenemos que buscar la justificación a esas palabras, y nos preguntamos si la orfandad de la propia Rosalía y el abandono en que vivió su madre no habrán motivado la aparición de esos sentimientos de culpabilidad en el personaje. Lo que hay que averiguar es si Alberto-Ansot representa a alguien a quien se le pueden atribuir realmente esos sentimientos o si la autora proyectó preocupaciones íntimas sobre un personaje, sin ninguna justificación.

Digámoslo ya: Alberto-Ansot se nos muestra con una serie de rasgos similares a los que tiene la figura del padre   —116→   en las fantasías infantiles femeninas: de colosal estatura, poderoso, bello; despierta a un tiempo admiración y temor. Típico también de estas fantasías es el deseo de sustituir a la madre (en el caso del niño, al padre), de ser insustituible él mismo, ya sea realizando grandes acciones que despiertan su admiración, o salvándole de algún peligro o dando muestras de una abnegación y un cariño sin límites al dedicarse a cuidarlo en una enfermedad, etc. Más adelante veremos cómo también estas fantasías están ampliamente desarrolladas en la novela.

Junto a los rasgos propios del padre en la fantasía infantil, nos encontramos dos detalles autobiográficos o reales: el calificativo de sacrílego y el reproche de abandono.

Se nos puede decir que el reproche es injusto, pero debemos tener en cuenta que lo que haya de generoso en el gesto de D. José Martínez Viojo al impedir que la niña pase a la inclusa, no pudo ser apreciado por Rosalía por dos razones fundamentales. En primer lugar, el niño, el adolescente tiene necesidad de cariño muy concreto: necesita la presencia de la persona y siente siempre la ausencia como un abandono. En segundo lugar, al volcar sobre su madre, una vez que ésta se hace cargo de ella, su necesidad de cariño, Rosalía olvida que esta mujer estuvo a punto de hacer de ella una expósita al abandonarla en los primeros años. En homenaje de amor a la madre, olvida que el techo que le dio cobijo era de su padre.

Antes de seguir adelante por este camino debemos analizar los personajes que faltan para ver si corroboran o desmienten esta hipótesis.

Más que complejo, es el de Teresa un personaje contradictorio. No podemos decir que Rosalía haya creado un personaje rico en matices, porque no es ésta la impresión que produce. Más bien nos sentimos inclinados a creer que en   —117→   su formación han entrado elementos de dos personas distintas y que a eso se debe su falta de unidad. Intentaremos resumir los rasgos fundamentales de su carácter. En primer lugar, Teresa es «la expósita»:

Hija de un momento de perdición, su madre no tuvo siquiera para santificar su yerro aquel amor con que una madre desdichada hace respetar su desgracia ante todas las miradas, desde las más púdicas hasta las más hipócritas


(O. C. 674).                


Pero es también la mujer que lo olvida todo por el amor, hasta a su propia hija:

El amor, cuando es verdadero, es una locura, una embriaguez que lo hace olvidar todo... todo, hasta la misma vida; perdonemos, pues, a esta pobre mujer tanto tiempo ansiosa de las caricias de su esposo, falta del aliento de su vida; no amará menos por eso a su hija, y al despertar de su loco sueño derramará lágrimas por su olvido. ¡Pobre Teresa!


(O. C. 735).                


Veamos a qué extremos puede llevarla la pasión:

Sin esta niña -decía- yo hubiera sido tan feliz como los ángeles del cielo. Él me amaría... Y fue tal la exaltación de sus celos, que pensó en el crimen


(O. C. 747-48).                


Estas frases corresponden al momento en que Alberto se enamora de su hija, despertando así los celos de la madre. Pero el amor maternal termina imponiéndose:

Y, sin embargo, aquella alma tan lacerada y llena de dolores punzantes no aborrecía a la pobre huérfana [Esperanza], quien, aunque involuntariamente, era el perenne manantial de todas sus desgracias


(O. C. 751).                


Olvidándonos ahora de la trama de la novela, pensemos a quién nos recuerda un personaje que «derramará lágrimas   —118→   por el olvido» en que ha tenido a su hija, que piensa que sin esa niña hubiera sido feliz, que llega a pensar en hacer desaparecer a esa niña y que, a pesar de todo, no odia a esa criatura causante de su desgracia. Inevitablemente nos recuerda a la propia madre de Rosalía, D.ª Teresa de Castro. Lo que es sorprendente es que a un personaje que reúne estas características la autora le haya dado el mismo nombre de su madre.

Los rasgos del carácter de este personaje parecen tomados más que de D.ª Teresa de Castro, de la misma Rosalía, y responden en gran parte al primero que hemos visto en Teresa: el de niña solitaria y esquiva, talento oculto bajo humildes ropajes. La fortaleza de su carácter, su apasionado sentir y sus indefinibles aspiraciones, son rasgos típicos de la personalidad de Rosalía de Castro. Veamos cómo aparece descrita:

La pobre niña había adquirido desde sus primeros años cierta apartada reserva para con los que la rodeaban, que rayaba ya en severidad y algunas veces en fiereza


(O. C. 674).                


...el alma triste al par que fuerte, y su dolor y sus lágrimas, la hacían amar aquel errante compañero (el mar) que, como ella, ni hallaba nunca reposo ni cesaba de gemir


(O. C. 686).                


Recordemos la atracción que siempre ejerció el mar sobre Rosalía y sus últimas palabras antes de morir: «abre esa ventana, que quiero ver el mar».

Las horas de aquella mujer llena de aspiraciones que ella no comprendía eran largas, cansadas, y aun irritantes, pues las lágrimas, único consuelo de los que sufren, se negaban a veces a calmar la pena en que rebosaba su corazón


(O. C. 686).                


Estas aspiraciones incomprensibles son un elemento característico de la personalidad de Rosalía, que ha pasado a   —119→   su poesía repetidas veces. Citemos a título de ejemplo un poema del último libro:


   Yo no sé lo que busco eternamente
en la tierra, en el aire y en el cielo;
yo no sé lo que busco, pero es algo
que perdí no sé cuándo y que no encuentro...

(O. S. 365)                


Teresa pertenece a ese tipo de «espíritus intranquilos, errantes», «de los que no encuentran nunca reposo»; emprende largas correrías que «sin objeto solían arrastrarla a parajes lejanos» (O. C. 699). Los campesinos que la ven pasar la llaman «la loca» (704). La semejanza con la imagen que de sí misma tiene Rosalía es sorprendente; recordemos el «¡ahí va la loca soñando!» del poema «Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros» (O. S. 370).

Resumiendo lo anterior, tenemos que este personaje está construido a base del carácter de la propia autora y de circunstancias biográficas de su madre (mujer seducida, abandonada, que vive sola con su hija, etc.).

Los sentimientos contradictorios que Alberto-Ansot le inspira a Teresa pueden tener su motivación en este doble origen del personaje. Podemos pensar que le odia la madre y le ama la hija o a la inversa. Pero, más que este desdoblamiento de funciones, creemos que Teresa representa a Rosalía (es más importante el carácter que las circunstancias externas) y que esos sentimientos contradictorios fueron experimentados en su infancia: resentimiento ante el abandono que sufre, amor hacia la lejana figura del padre inevitablemente idealizada. Tenemos, por tanto, un personaje creado con elementos fundamentales de la personalidad de Rosalía, colocado en situaciones que repiten en rasgos generales la historia de su madre y que experimenta unos sentimientos   —120→   que, en esquema y prescindiendo de detalles, se ajustan al binomio amor-odio, deseo de venganza-deseo de salvación.

Al triple esquema de sustitución de la madre por la hija que veíamos al comienzo, podemos añadir uno más: Rosalía (un personaje con sus rasgos de carácter) desempeña el papel de mujer seducida y abandonada, de madre solitaria: de nuevo la hija -Rosalía- sustituye a la madre -Teresa-.

Teresa, «la expósita», es amada por Alberto-Ansot; de todas las mujeres que han pasado por la vida de este hombre, ella es la única que ostenta el título de esposa legítimamente; en nadie ha confiado como en ella: «De todas cuantas afecciones he despertado en la loca carrera de mi vida, de ninguna he desconfiado menos que de la tuya» (O. C. 835), y a ella recurre en sus últimos momentos: «Perdóname y quédate conmigo. Aquí podemos todavía ser felices, olvidando todo y volviéndonos a amar» (O. C. 835). Solamente la presencia de Esperanza hace que Alberto la olvide y llegue a odiarla cuando la considera un obstáculo para conseguir sus deseos.

¿Quién es esta Esperanza que conquista definitivamente el amor de Alberto-Ansot, desbancando de su corazón la figura de Teresa-Rosalía? Los que sepan hasta qué punto son autobiográficas las primeras novelas de un autor, no se extrañarán de oírnos afirmar que Esperanza es también Rosalía. Pero mientras Teresa representa una Rosalía real, es decir, construida a base de unos rasgos de carácter que la autora posee realmente, Esperanza representa a la Rosalía ideal, la persona que Rosalía hubiera querido ser, la niña angelical, rubia, alegre, que siembra felicidad a su paso... y que realiza los deseos inconscientes de Rosalía niña: ser amada por su padre sobre todas las cosas y personas.

El personaje de Teresa también da expresión a unos deseos propios de la infancia: ocupar el puesto de la madre.   —121→   Este deseo es absolutamente normal y se considera una etapa en el desarrollo de la persona; sólo su fijación puede dar lugar a anomalías de la personalidad. Pero, en el caso de Rosalía, ocupar el puesto de la madre era sufrir el abandono tras el amor, circunstancia que hace que los deseos infantiles busquen un nuevo cauce para su realización: ya no se tratará de ocupar el puesto de la madre (que lleva implícito el abandono) sino de exaltar la personalidad infantil, convertirse en un ser maravilloso, irresistible, que acapara definitivamente el amor del padre: ese ser es Esperanza.

Se nos presenta este personaje como un ser totalmente idealizado, irreal por sus perfecciones. Un pequeño detalle nos puede dar la medida de su idealización. Teresa tiene los cabellos negros, Esperanza los tiene rubios; Teresa en sus momentos de pasión «era Luzbel transformado en una mujer hermosa» (O. C. 751), Esperanza se presenta siempre como un ser angelical. Para Teresa (para Rosalía) sus cabellos rubios y la tranquilidad de su espíritu son las señales inequívocas de su carácter de ser privilegiado: «Esos cabellos rubios, esa tez blanca como la nieve que corona la cumbre de las montañas, esa tranquilidad eterna, son el distintivo de los serafines y los arcángeles favorecidos del Ser Supremo... Sólo Luzbel, el ángel indómito y soberbio, tenía los cabellos negros, como éstos que coronan mi pobre cabeza» (O. C. 700). Pero hay todavía más: esa cabellera rubia tan admirada disfruta de un privilegio especial, que nos indica el carácter sobrenatural de su poseedora: «jamás crecía más allá de sus hombros» (O. C. 693). Parece claro que el personaje es absolutamente irreal.

Una de las características de Esperanza es la de repartir alegría a su paso y la de ser amada por cuantos la rodean:

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Esa niña ligera y airosa, que alegra las áridas riberas


(O. C. 692).                


¡Bendita seas tú, niña hermosa, santa de nuestros lugares! ¡Bendito sea el día que la Virgen Nuestra Señora te arrojó a nuestras playas!


(O. C. 688).                


En contraste con Teresa, cuya soledad se destaca siempre, de Esperanza se dice:

Acostumbrada a las dulzuras de un cuidado maternal no interrumpido...


(O. C. 703).                


El contraste con la infancia de Rosalía es también evidente. No sólo la compañía, también la alegría es una característica de la de Esperanza:

Saltaba ligera y alegre de peñasco en peñasco


(O. C. 709).                


Sobre su existencia hasta entonces tan alegre y risueña...


(O. C. 743).                


Otra diferencia con Teresa (con Rosalía), espíritu atormentado y difícil, es la sencillez de carácter de Esperanza, la pureza y transparencia de su alma:

¿Quién sería capaz de adivinar entonces los pensamientos de aquella alma sencilla? Sueños, sueños informes, creaciones y delirios, pero delirios inocentes y llenos de pureza


(O. C. 713).                


En Esperanza hay una especie de incapacidad para el mal: el odio, el rencor, el sentimiento de venganza, le son totalmente ajenos; también la pasión amorosa. Su amor es puro como el de los serafines, a quienes se parece. Incluso para defenderse es incapaz de hacer daño.

Esperanza ama a dos hombres: Fausto y Alberto-Ansot. Analicemos las características de este amor.

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Fausto encarna el amor ideal, salvador, el amor sin pecado. Como personaje, está tratado con simpatía:

Marinerillo casi tan joven como ella


(O. C. 688).                


Iba a su lado como un esclavo, subyugado, sin voluntad propia, pero feliz


(O. C. 691).                


Pero, al lado de la figura de Alberto, la de Fausto se desdibuja. Al final sólo nos queda de él la imagen de un niño, apenas de un adolescente, que persigue en vano el objeto de su amor.

El carácter fundamental de Fausto es el de encarnar el amor inocente. Una y otra vez insiste Rosalía en la pureza de los sentimientos que unen a Esperanza y Fausto:

Ella era para su alma lo que ese lago tranquilo y purísimo de los cuentos mágicos, terso cristal del que no se exhalan ponzoñosos vapores y en cuyas arenas plateadas no pueden arrastrarse los asquerosos insectos que mezclan su saliva amarillenta a la transparente linfa del agua


(O. C. 694).                


(Da la impresión de que la autora piensa que eso sólo sucede en los cuentos mágicos, mientras que en la realidad los lagos están llenos de vapores «ponzoñosos» y «asquerosos insectos». Los adjetivos nos indican el desagrado que provoca la realidad, en este caso la realidad erótica, en Rosalía).

Era aquella la primera caricia de amor, el primer beso empañado por el vapor de un sentimiento que, cubriéndoles bajo sus misteriosas alas, había mezclado sus alientos y confundido sus almas.


Tal era aquella primera caricia, cubierta bajo el velo de la inocencia; aquella caricia provocada por deseo que yace oculto en el estrecho corazón de los niños, que con los ojos vendados desde la cuna no habían podido ver ni el principio del mal, ni los cenagosos escalones por donde el hombre llega hasta él


(O. C. 724).                


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Sabemos que Fausto tiene quince años cuando se enamora de Esperanza. No se nos dice la edad de ella, pero es un bebé recién nacido cuando muere el hijo de Teresa, y de eso hace once años justamente el día que tiene lugar la escena a la que se refieren los párrafos anteriores. No deja de extrañarnos la precocidad de ese amor; pero debemos tener en cuenta que Rosalía fue precoz en su desarrollo físico y espiritual, y probablemente a los once años hubiera entrado ya en el período de la adolescencia. En ese momento, para ella, como consecuencia de su propia historia, las nociones de amor y pecado debían de ser bastante cercanas. Es comprensible, pues, que desde los mismos límites de la niñez haga vivir a su yo ideal -Esperanza- un amor puro, que será, además, eterno:

En aquellos corazones se había formado ya un lazo indisoluble, eterno; aquellas dos almas ya no podrían separarse jamás


(O. C. 726).                


En las relaciones de Esperanza con el marido de Teresa se señalan claramente dos momentos en los cuales cambia incluso el nombre de ese personaje: Alberto, primero, y Ansot, después.

El deseo parece ser lo único que impulsa a Alberto hacia Esperanza; ningún sentimiento noble ni desinteresado podemos encontrar en él. Por su parte la niña experimenta unos sentimientos en los que se mezcla el temor y la fascinación. Esto último no se nos dice, pero podemos deducirlo. Veamos algunas escenas "de seducción":

-...no, no, -repitió haciendo un mohín en que se leía toda la voluntariosa terquedad de una niña mimada-, yo no te quiero, ni puedo quererte nunca.

-¿Nunca? -interrogó Alberto con una risa sardónica que hizo estremecer a la pobre niña.


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Y cogiendo una mano de Esperanza, parecía querer hacer paces con aquella pobre paloma que osaba desafiar al gavilán.

Teresa, siempre inmóvil, parecía indiferente a cuanto pasaba en torno suyo; pero el reflejo calenturiento de sus miradas y el leve rosado que coloreaba su frente ancha y tersa indicaban bastante la terrible lucha a que estaba entregado su corazón en aquellos momentos.

A pesar de ello, su rostro estaba impasible...

[...]

Pero Esperanza miró a su madre, comprendió su martirio, las lágrimas llenaron sus ojos e intentó, aunque en vano, retirar su mano de entre las de Alberto


(O. C. 754).                


Creo que es un detalle significativo que sólo después de mirar a su madre Esperanza intente retirar su mano de entre las de Alberto. No digo con esto que su contacto la complaciera, pero sí que hay en ella una pasividad que sólo la vista del dolor de la madre convierte en resistencia activa.

Esperanza actúa como si de antemano se supiese vencida. Esa es también la opinión de la autora:

La paloma se rebelaba contra el milano sin pensar siquiera que iba a morir aleteando débilmente y queriendo herirle con su pico suave y sólo acostumbrado a las caricias


(O. C. 762)                


Teresa se opone a los propósitos de Alberto molestándole con su presencia y sus palabras, enfrentándosele físicamente. Esperanza sólo hunde su rostro entre las manos, llora o pide socorro: es incapaz de ofrecer otra resistencia.

Veamos algunas escenas:

Y diciendo esto, trató de apartar suavemente las manos de Esperanza del hermoso rostro que ocultaban.


Y a estas palabras añadió otras acres, incitantes, impúdicas, que la pluma se niega a escribirlas; palabras que ninguna mujer puede escuchar sin sonrojo, porque son al mismo tiempo un ataque a la virtud y un insulto a la mujer.

-¡Dios mío, Dios mío! -sollozaba Esperanza...


(O. C. 756).                


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Cuando el pescador Lorenzo va al castillo de Alberto, su inesperada presencia impide que este lleve a término sus libidinosos deseos. La escena no entra en detalles, pero parece que la seducción no ha sido consumada:

De repente detienen su marcha solitaria sollozos y gemidos, voces que pedían socorro...

Lorenzo creyó reconocer aquella voz; se dirige entonces hacia el sitio de donde parecen salir las voces; llega y, por primera vez, halla una puerta cerrada; le da un fuerte golpe y la puerta salta hecha astillas.

Entonces vio lo que nunca pensó haber visto...

Un hombre se adelantó hacia él pálido de cólera...

Y mientras aquellos dos hombres se acercaban y se injuriaban como si quisieran dejar hervir su cólera, para que su explosión fuese más siniestra, Esperanza se deslizó como una blanca y tímida sombra sobre las paredes de raso, y huyó como Teresa...


(O. C. 767).                


Algo de verdad sorprendente es que Alberto, en plena escena de seducción, segundos antes de declarar abiertamente que va a hacerle a Esperanza «enamoradas confidencias» (O. C. 755), pronuncie estas frases en respuesta a la súplica de la niña de que la deje tranquila:

-Lo siento, hija mía -respondió Alberto con expresión maligna-; bien sabe el Cielo que te quiero y deseo que a mi lado seas dichosa, pero ¿qué quieres tú, inocente, que así huyes del que es tu dueño? Mira: aquí, sobre mi pecho, puedes descansar; nadie turbará tu sueño de inocencia; pero es necesario que no tengas miedo, que vengas confiada...; además, tengo un gran secreto que decirte, y eso sólo te lo diré cuando tu cabeza repose tranquila sobre mi seno, más seguro, más cariñoso que el de un padre


(O. C. 754).                


¿A qué se deben esos apelativos filiales? No olvidemos que Alberto ignora absolutamente que Esperanza es su   —127→   hija. ¿Por qué sus pretensiones amorosas se encubren bajo el aspecto de cariño paternal?

Pero este hecho nos resultará todavía más sorprendente cuando veamos que en la segunda etapa de sus relaciones y justo en el momento en que Ansot se decide a llevar a cabo sus malos deseos, vuelve a darle el nombre de hija, y en esta ocasión no es maligna su expresión, sino únicamente amarga. Veamos los momentos fundamentales de esa segunda escena:

He sido un necio -murmuró con cierto aire cínico y maligno-. Esa mujer se muere y la dejo morir sin haber depositado en su frente virginal un solo beso... ¡Razón tiene en llamarme loco!... Tanta pureza, tanto respeto, después que en otro tiempo traté de romper sin miramiento alguno los lazos que la unían a la inocencia y a la virtud. ¿Qué vértigo fue el que me ha dominado?


(O. C. 813).                


-Necesario es -dijo al fin- que esto concluya de cualquier modo. Y se acercó al lecho de la enferma


(O. C. 814).                


-¿No me hablas, Ansot? -preguntó, al fin, la enferma con voz débil y suplicante- ¿No me quieres ya?

-¡No quererte, hija mía, ...no quererte! -replicó Ansot con amargo acento...


(O. C. 814-15).                


Sin aventurar hipótesis, dejemos constancia de que en dos momentos de gran tensión erótica Esperanza recibe el nombre de hija por parte de su enamorado.

En esa segunda parte de las relaciones entre Esperanza y su padre empezamos a ver las consecuencias del excepcional carácter de la joven. En efecto, Esperanza consigue lo que parecía a todas luces imposible: despertar en el corazón de Ansot un amor puro y desinteresado, con el consiguiente arrepentimiento de su vida pasada. El hecho es tan inexplicable -e inexplicado- que tiene la categoría de milagro:

  —128→  

¡Volvedle la razón, Dios mío!... Yo el impío, el ateo, respetaré vuestros sacramentos y expiaré con una vida sin tacha, al lado de este ángel, mis terribles crímenes... Ya que todo lo ves, debes de haber leído en el fondo de mi alma que no deseo más que su amor, el amor de su corazón


(O. C. 795).                


Las muestras de amor que Ansot prodiga a Esperanza nos revelan su transformación. Pero ¿qué siente ella? En sentido estricto no podemos hablar de los sentimientos de Esperanza, porque la autora insiste de diversos modos en que sus manifestaciones de cariño «no eran dictadas más que por una razón extraviada» (O. C. 794). Veamos en qué consisten tales manifestaciones:

-¡Cuánto te quiero! -y aquella mujer hermosa y espiritual, en medio de su locura, alisaba con sus manos pálidas y transparentes la melena de Ansot, negra como la noche y suave como el raso


(O. C. 794).                


Ella le acariciaba continuamente y con todo el abandono que le permitía su demencia


(O. C. 800).                


[Más atrás hemos comentado ya lo significativo que es que su locura le permita abandonarse a ciertas manifestaciones].

Aquellos otros goces espirituales con los cuales soñaba y que la languidez cariñosa de la pobre loca había revelado a su espíritu, ciego hasta entonces para esa luz suave que mana del cielo, aquello era su dolor continuo...


(O. C. 799).                


No deja de sorprendernos la insistencia en la locura de la joven que acaricia a Ansot, insistencia que resulta forzada, como puede observarse en la primera escena transcrita, en la cual el inciso «en medio de su locura» no sabemos bien si va determinando a «mujer hermosa y espiritual» o a «alisaba con sus manos pálidas»... Da toda la impresión de un añadido que violenta el ritmo natural de la frase.

Sólo en una ocasión la autora parece prescindir de la locura de Esperanza, pero entonces no se nos dice lo que sucede y se deja envuelto en el misterio:

No sabemos, mejor dicho, no queremos decir qué enamoradas palabras cambiaron a aquellos dos seres tan distintos, alma la una pura como la de un ángel, soberbia y manchada la otra como la de Luzbel


(O. C. 807).                


En esta segunda parte se sigue manteniendo el carácter angélico de Esperanza; la conversión de Ansot es, en cierto modo, su apoteosis, la confirmación de su carácter de ser excepcional. Sin embargo, cuando Esperanza se presenta por primera vez ante nosotros la vemos entregada a una ocupación que parece revelar cierta maldad: está destruyendo flores y eso parece producirle un vivo placer:

De cuando en cuando alcanzaba con su mano blanca y transparente las ramas que se adelantaban hacia ella como para acariciarla, contemplábalas largo tiempo con rara curiosidad, y, destrozándolas después con cierto regocijo amargo, se veía asomar a sus mejillas, blancas como la azucena, el carmín más puro que puede bañar el semblante de una virgen.


Como la maldad está en contradicción con toda la psicología del personaje, tenemos que buscar una interpretación diferente a este episodio.

La destrucción de flores tiene clarísimas connotaciones eróticas. En la literatura psicoanalítica abundan los ejemplos de sueños o fantasías en los que la destrucción de flores está simbolizando la pérdida (o el deseo de perder) la virginidad, y el lenguaje designa por el término desfloración al acto que consuma esta pérdida. Naturalmente, las interpretaciones psicoanalíticas nunca son matemáticas, pero hay elementos que indican su mayor o menor acierto. En este caso, el carmín que asoma al rostro de Esperanza apoya la interpretación erótica: el acto de destruir las flores es la realización simbólica de los deseos inconscientes de la joven. El empleo de la palabra virgen (podía haber escrito   —130→   joven) nos sigue manteniendo en la esfera de significaciones eróticas. Todavía hay otro elemento que viene en ayuda de la interpretación psicoanalítica; la locura de Esperanza se manifiesta en su forma más violenta como miedo a los pájaros: la visión de éstos le provoca una especie de ataque histérico: sus ojos se desorbitan, sus labios se comprimen convulsamente, lanza gritos agudos y palabras incomprensibles. Siente que el pájaro entra en su pecho y la destroza por dentro. Sólo cuando Ansot pone su mano sobre el pecho de ella y le asegura que ha matado al pájaro, Esperanza se tranquiliza (O. C. 793). Pues bien, el pájaro, por su agudo pico y por su capacidad de elevarse en contra de las leyes de la gravedad, constituye un clarísimo símbolo fálico. A esto añadimos que el pájaro entra en su pecho, expresión más o menos equivalente a «penetrar en su interior». (Es curioso que en el estrato inferior del lenguaje vulgar la palabra pájaro tiene el mismo significado que en la simbología psicoanalítica).

Todo esto, unido a otros detalles analizados anteriormente -la admiración por Alberto, la pasividad de Esperanza, los celos de Teresa, etc.- hace que, contrariamente a la intención de la autora, nosotros tengamos la impresión de que precisamente la locura permite a Esperanza manifestar sus más profundos sentimientos, sus deseos más ocultos. La última prueba de ello la tenemos en que, una vez recuperada la razón, Esperanza se siente impura, se siente culpable. Sin embargo, sabemos por el mismo Ansot que él «no ha depositado ni un solo beso sobre su frente virginal»; es decir, el sentimiento de culpa viene de la misma Esperanza; no es que haya sido violentada, sino que son los deseos y los sentimientos que han salido al exterior durante su período de locura los que provocan su sentimiento de culpabilidad al recuperar la razón y recordar lo sucedido.   —131→   Pero aún hay más; veamos las palabras de Esperanza, que busca inútilmente a su madre:

Alejémonos de estos campos y estas ciudades que emponzoñaron mi corazón en las largas horas de mi soledad, las unas con los recuerdos de sus caricias, los otros con el aroma de las flores


(O. C. 839-40).                


Si acaso me miras y más pura que yo te sientas al lado de Dios, que todo lo ve y todo lo juzga, si puedes tú medir lo inmenso de mi tristeza, ruégale que me perdone


(O. C. 840).                


Su petición de perdón, el considerarse menos pura que su madre, nos indican que Esperanza no considera lo sucedido durante su locura como actos dictados por una razón extraviada, sino que se siente responsable de ellos y culpable de haber realizado algo malo o prohibido. Pero, fijémonos bien, su sentimiento fundamental no es de vergüenza sino de inmensa tristeza: como Edipo, Esperanza siente la tristeza de comprobar que los deseos más profundos de su corazón son algo condenable. La ceguera para Edipo, y la muerte para Esperanza, serán el castigo que ellos mismos se imponen.

Resumiendo lo expuesto hasta ahora, tenemos: La hija del mar es fundamentalmente una novela autobiográfica en dos sentidos: por tomar elementos de la vida de la autora y por dar expresión a deseos inconscientes. En efecto, se han aprovechado como material novelesco sucesos de la vida familiar, y los personajes reproducen rasgos de la propia Rosalía. Pero más importante es que la novela sirve para dar expresión a sentimientos y deseos que se remontan a la infancia de la autora. Se han novelado fantasías infantiles muy similares a las que constituyen el núcleo del complejo de Electra. Estas fantasías responden a dos tipos fundamentales: de sustitución de la madre y de redención del   —132→   padre. En el fondo de ambas late un mismo deseo infantil: conseguir el amor del padre.

De los sentimientos que aparecen reflejados en la novela, los que forman el estrato más antiguo y más inconsciente son los que se refieren al padre: admiración por él, mezcla de amor y odio, deseo de suplantar a la madre, deseo de ser amada por el padre. Más cercanos a la conciencia son los que se refieren a su madre: admiración basada en haber logrado en cierto momento el amor del padre; compasiva superioridad ante su locura amorosa. Finalmente, al plano consciente pertenecen la condena del hombre que abandona a su mujer y a su hija y el respeto hacia la madre abandonada que vive honradamente y cuida ella sola de su hija.

La conclusión que sacamos del análisis de esta novela es que esos problemas psicológicos infantiles, mal superados por la autora de veintidós años, tienen que haber perturbado su visión del hecho amoroso. Creemos que su complejo de Polícrates21 guarda íntima relación con estos problemas infantiles. En el caso de Rosalía, la raíz inconsciente del complejo no sería el temor a superar al padre, ya que careció de él, sino a la persona que asumió su papel: la madre. El temor al éxito, el convencimiento de que le acarreará males terribles es el freno que el superego de Rosalía pone a su deseo infantil de superar a la madre consiguiendo el amor del padre.

La poesía amorosa de Rosalía es un abundante muestrario de las dificultades del amor humano. Como un Antonioni del siglo XIX, Rosalía ve sobre todo en el amor la incomunicabilidad del hombre, la imposibilidad de su realización.

Veamos en primer lugar aquellos poemas y trozos de novela en los que Rosalía, en forma de reflexión o consejo, nos expone sus teorías sobre el amor.

  —133→  

Para comenzar diremos que Rosalía confiesa una absoluta preferencia por la virginidad. Es el estado más feliz para una mujer, como puede deducirse de un poemilla del año 1874 (ya estaba Rosalía casada desde hacía muchos años) del que transcribimos unos versos.


   ¡Quiera Dios que en el lecho de las vírgenes
por largo tiempo en largo sueño duermas!
    ¡Que es el sueño más dulce
que duermen las hermosas en la Tierra!


(O. C. 1524)                


Ya en su primer libro, La Flor, manifiesta Rosalía su desconfianza ante la felicidad derivada del amor, y se adelanta a los acontecimientos con estas predicciones:



   Si tal su placer ha sido,
si amor tan grande sintió,
tal será el dolor;

   y buscando un bien perdido,
verá que pronto se halló
con llanto solo...


(O. C. 237-38)                


En El primer loco, su última obra en prosa, nos expone Rosalía, por boca de un personaje, sus ideas sobre el amor verdadero y las dificultades de realizarlo. El amor es el principio y germen de la vida. El amor, cuando es verdadero, arraiga en el corazón, alimentado por la atracción que ejercen el cuerpo y el alma de la persona amada. Pero muy raras veces sucede esto. Por el contrario, el amor se convierte en enfermedad crónica, y su manifestación más general es la inquietud constante y la búsqueda continuada del ser que colme las aspiraciones del corazón enfermo:

  —134→  

Sólo desde que la vi empecé a estar triste y a reconocer la fuerza de esa pasión llamada amor (que es, como si dijéramos, el principio, el germen de la vida), cuando este amor es verdadero y arraiga en el corazón alimentado por la irresistible simpatía y los fluidos misteriosos de un cuerpo que nos atrae; por las puras y ardientes aspiraciones del alma que anhela unirse a otra alma que la llama hacia sí con incontrarrestable fuerza, por los instintos naturales de la carne, y todo aquello que da a la vez gusto a los enamorados ojos, aliento al espíritu y da alas al pensamiento para remontarse al infinito, origen y fuente de ese sentimiento inmortal que nos domina. No siempre, sin embargo, o, más bien dicho, muy pocas veces, encuentra el hombre el ideal, porque vive suspirando desde el momento en que empieza a entrever los divinos contornos del alado niño, tras del cual está destinado a correr sin descanso mientras un átomo de juventud anime su cuerpo, ya acaso decrépito. La mayor parte de las veces, el amor toma en nuestra naturaleza el carácter de enfermedad crónica, que se revela de diversas maneras y que sufre diferentes transformaciones a medida que los años avanzan, sin que logremos calmar las inquietudes y la sed eterna de goces inmortales que en nosotros produce. Es entonces cuando malgastamos nuestras riquezas de juventud y vida, de fe, de ilusiones y de esperanzas con cada mujer que nos sale al paso, y a la cual adornamos con gracias que sólo existen en nuestra fantasía, para huir, desengañados, en busca de otras y otras que hemos de abandonar bien presto de la misma manera, ya doloridos y llenos de desalientos, aunque contumaces siempre en el mismo pecado, ya cada vez menos sensibles a lo ideal y más encenagados en lo impuro. Pero ¿acaso, Pedro, tenemos la culpa de tales cosas? Vamos en busca de lo nuevo porque no nos ha satisfecho ni llenado lo que hemos ido dejando atrás; porque hay una fuerza interior que nos impele a ir más lejos, siempre más lejos, en busca de aquello a que aspiramos, de nuestra otra mitad, del complemento de nuestro ser.


(O. C. 1.429-30).                


En Rosalía encontramos generalmente una postura de desconfianza y recelo, cuando no de auténtica aversión, ante el amor-pasión. Los «amores buenos» son suaves, blandos,   —135→   sin violencias, sin arrebatos. Esos -piensa- son los únicos que duran. Comparte en esto Rosalía la creencia común de que la pasión amorosa no suele acabar bien, ni tener nada bueno. Históricamente nos encontramos, además, en la bajada de la ola romántica. Un ejemplo de esta manera de pensar es el poema «Bos amores» (F. N. 181). Veamos ahora su condena del amor-pasión:


   Era delor y era cólera,
era medo y aversión,
era un amor sin medida,
¡era un castigo de Dios!


Que hai uns negros amores de índole pezoñenta
que privan os espritos, que turban as concencias,
que morden si acariñan, que cando miran queiman,
que dan dores de rabia, que manchan e que afrentan.
Máis val morrer de friaxen
que quentarse á súa fogueira.


(F. N. 181)                


Fijémonos en primer lugar en los sentimientos contradictorios que conviven con el amor-pasión: dolor, cólera, miedo y aversión. Sentimientos semejantes hemos visto en los personajes de Teresa y Esperanza. Son curiosas también las características atribuidas por Rosalía al amor-pasión y en las cuales se basa su repulsa: emborracha el espíritu, turba la conciencia; provoca emociones fuertes (cuando acaricia muerde y quema al mirar), da dolores rabiosos, mancha y afrenta. Esta última característica es importante porque con mucha frecuencia encontramos unidos en Rosalía amor y pecado.

Para Rosalía, elemento importantísimo en el amor es el carácter irracional de los motivos que hacen a un ser enamorarse de otro. Visto desde el ángulo de las dificultades, que es el que siempre toma la autora, esto da lugar al amor   —136→   no correspondido: un ser ama a otro sin ninguna razón que lo justifique, ni siquiera la correspondencia, y ese amor se mantiene a pesar de desdenes y desprecios. Veamos cómo habla de ello el protagonista de El primer loco:

¿Por qué no me despreciaba? ¿Por qué no me odiaba y huía de mí para no volver más? Es que el Destino, la fatalidad, la desgracia, la había ligado a mí con inquebrantables lazos, y héchola mi esclava sin que me importase ni ella se diese verdadera cuenta de por qué y cómo me amaba, perteneciéndome en cuerpo y alma, como yo a Berenice... ¡Oh, eterna lucha de la vida! ¿No hay algo en esto que amedrenta, que la razón no puede medir y que hace pensar en la realidad de otras existencias mejores, ya que en ésta estamos condenados a ir de continuo en pos de lo que nos huye y a huir de lo que nos busca?


(O. C. 1.479).                


En la novela Flavio encontramos expuestas teorías sobre el amor que demuestran el recelo de la autora. La protagonista, Mará, es una joven que recuerda por muchos rasgos de carácter a Rosalía; como ella, escribe versos, su alma «era inclinada a la duda, aunque deseaba creer», sufre crisis de amargura, es fría de apariencia, pero de apasionado corazón, y, como Rosalía, padece también un complejo de Polícrates que le hace temer el golpe desde el placer. Mará se niega a entregarse al amor de Flavio por temor a que éste la olvide después:

Si supiese que no habría de olvidarme jamás..., la misma vida daría por su amor...; pero ¿quién puede leer en el inmenso porvenir?...

(O. C. 1.057).

Esta forma de pensar le parece a Rosalía poco femenina. La esencia de la femineidad consiste en entregarse al amor aunque éste cause humillaciones o dolores. Veamos cómo lo expone la autora por boca de un personaje:

  —137→  

-Tenéis un alma fuerte como la roca y no se puede hablar de amor con los mármoles... ¿Por qué siendo como sois habéis engañado a Flavio, Mará?... Vuestras palabras me hacen daño..., son ásperas como el ruido de la tempestad que azota las ruinas abandonadas..., debéis vivir sola entre los hombres, no debéis ser amada...; siempre he pensado lo mismo de vos... ¡Si supierais cuánta ternura, cuan dulce sentimiento inspira el rostro de una mujer bañado por las lágrimas...! ¡Cuánto es amada la que se resigna a sufrir cuando es olvidada!... ¡Cuando se la ve descender hasta la misma tumba amando los recuerdos que la hacen morir! ¡He ahí la poesía de la mujer! Si os avergonzáis, pues, de amar, Mará, renegad de una vez para siempre de vuestro sexo...


(O. C. 1.054)                


Mará se decide a aceptar su destino, se entrega sin reservas al amor de Flavio y no se hace esperar el triste desenlace. Es abandonada por su enamorado, que con el paso de los años se hace un hombre sin escrúpulos y se ríe del gran amor de su juventud; ella se retira de la vida de sociedad que había frecuentado.

Una idea repetida en Rosalía es que el amor crea espejismos; el enamorado adorna el objeto de su amor con cualidades de las que carece en absoluto. Esta concepción del amor es bastante común; lo típico de Rosalía es la nota de dolor que trae el desengaño, y el carácter inevitable de éste:


Mentras o amor non mude,
si es fea, coma ti n´habrá mullere
de maior xentileza e mellor pranta;
si es infame e perdida, serás santa
das que o son sin querelo parecere;
e si es boba e sin sal, é que escondida
tes a esencia i a gracia bendecida,
dentro dun misterioso relicario
donde só o amante cego e visionario
a esencia atopa i o elisir da vida.


(F. N. 308-309)                


  —138→  

En términos generales estas ideas responden a la teoría stendhaliana del amor. Pero Rosalía suele insistir en el desengaño posterior («En sus ojos rasgados y azules», O. S. 348).

Veamos ahora, expresadas en forma lírica, estas mismas ideas sobre el amor.

En su primer libro de poemas no podía faltar la romántica promesa incumplida, un amante que se va en un velero y una joven que muere de amor: «Un desengaño» (O. C. 215).

En Cantares gallegos encontramos convertido en seductor a un importante personaje del folklore popular: el gaitero, que con sus músicas enamora a las jovencitas: «Un repoludo gaiteiro» (C. G. 51).

Existen también en Rosalía ejemplos de incomprensión dentro del amor. No de desamor, ni de engaño, sino exactamente de las dificultades de amarse, de los problemas de comunicación que están en la raíz de todo amor:


   ¿De qué, pois, te queixas, Mauro?
¿De qué, pois, te queixas, di,
cando sabes que morrera
por te contemplar felís?


(C. G. 27)                


El poema tiene un aire autobiográfico. Rosalía firmaba «Rosa» en las cartas a su marido. Y la «Rosa do triste sorrir» de esta composición nos recuerda a la autora.

Estas dificultades son a veces expresadas desde el ángulo de la comicidad. En Cantares, una pareja se reprocha mutuamente los cambios de humor que desconciertan al otro: «¿Qué ten o mozo?» (C. G. 119).

Muy frecuente es la queja del amante que se siente olvidado, a veces de una gran concisión, que resume una larga   —139→   historia de amor mal correspondido. Así en este breve poema de Follas novas:


Cando era tempo de inverno,
pensaba en dónde estarías;
cando era tempo de sol,
pensaba en dónde andarías.
¡Agora... tan sóio penso,
meu ben, si me olvidarías!


(F. N. 172)                


La fidelidad amorosa de la mujer que ha sido traicionada es tema frecuente en Rosalía y responde al concepto de la femineidad que hemos visto expuesto en la novela Flavio: bajar al sepulcro amando los recuerdos que la hacen morir:


-Cal se pisan as herbas, el pisóute...
      ¡Ódiate! ¿E n'o odiarás?
-Anque me odie, e me pise, e me maldiza,
      heillo de perdoar.


(F. N. 288)                


Por el contrario, el hombre reacciona con violencia ante la traición femenina. Ella le dio un clavel como prenda de amor y al pasar por un río el clavel se hundió; el engañado desea que ella corra la misma suerte que el clavel:


   «Quíxente tanto, meniña,
tívenche tan grande amor,
que para min eras lúa,
branca aurora e craro sol,
augua limpa en fresca fonte,
rosa do xardín de Dios,
alentiño do meu peito,
vida do meu corazón».
Así che falín un día
camiñiño de San Lois,
—140→
todo oprimido de angustia,
todo ardente de pasión,
mentras que ti me escoitabas
depinicando unha frol
porque eu non vise os teus ollos
que refrexaban traiciós.
Dempois queme dixeches,
en proba de teu amor,
décheme un caraveliño
que gardín no corazón.
¡Negro caravel maldito,
que me firéu de dolor!
Mais, a pasar polo río,
¡o caravel afondóu...!
Tan bo camiño ti leves
como o caravel levóu.


(C. G. 57)                


En este poema no coinciden los tiempos verbales por descuido de la autora. Las palabras evocadas por el enamorado debían ir en presente: «Quérote tanto, meniña». Son pasados vistos desde el momento del que habla, que al recordar el pasado dice: «así te hablé un día». Lo hablado, por tanto, debía ir en presente. Sin embargo el pretérito indefinido contagió al verbo inicial y así escribió: «Quíxente».

El poema de mayor lirismo sobre el tema del amor no correspondido me parece «Díxome nantronte o cura», de Cantares gallegos; en él se mezclan humor, ternura y picardía con auténtico sentimiento. Se trata del amor de una jovencita por un mozo que no le hace ningún caso. La joven comienza contando con gracia sus problemas morales: el cura le dice que es pecado; pero, al intentar rechazar el pensamiento de su amor, éste vuelve con más fuerza, y además -piensa- ¿quién siendo joven no busca lo que desea?

Es notable el desenfado con que la joven habla y lo decidido de su postura; está dispuesta a conseguir que Xacinto   —141→   la quiera, o soltera, o casada. Nos encontramos ante un verdadero deseo amoroso manifestado con gran libertad; se trata de conseguir como sea -«quixera atentalo e todo»- el amor de un hombre. Posiblemente este joven no es de gran belleza, a juzgar por lo que dicen de él, pero ella lo encuentra hermoso y no le importa lo que digan:



Din que parés lagarteiro
desprumado,
si é verdad, ¡meu lagarteiro
tenme o corasón prendado!

«Cara de pote fendido»
ten de alcume;
mellor que descolorido,
quéroo tostado do lume.

Si elas cal eu te miraran22,
meu amore,
nin toliña me chamaran,
nin ti me fixeras dore.


(C. G. 54)                


A continuación viene una bella descripción del amante dormido en la que se funden notas realistas con hermosas metáforas de tono bíblico: el joven duerme con la boca entreabierta, como un niño, y sus cabellos mojados por la lluvia parecen manadas de ovejas que se esparcen sobre el campo.

  —142→  

Ante esta visión de su amado, la joven da rienda suelta a su amor en expresiones de gran lirismo.



¡Meu Dios! ¡Quén froliña fora
das daquélas...!
¡Quén as herbas que en tal hora
o tiñan pretiño delas!

¡Quén xiada, quén orballo
que o mollóu!
¡Quén aquel mesmo carballo
que cas ponlas o abrigóu!


(C. G. 55)                


Se mueve el joven como si fuera a despertarse y ella, presa de gran emoción, se decide a hablarle, ¿a declararle su amor? Posiblemente, como se deduce de su decisión posterior: siente vergüenza y se resigna a callarse si él no la enamora.

Aquí se cierra la aventura amorosa de la joven y las cosas vuelven a ser como al comienzo; a vueltas con lo que el cura le dice y con su amor, más fuerte que todo.

También gracia, aunque amarga, tiene un breve poema de Follas en el que una mujer ofrece su amor a sabiendas de que es rechazado:


O meu olido máis puro
dérache si eu fora rosa,
o meu marmurio máis brando
si é que do mar fora onda,
o bico máis amoroso
se fose raio da aurora,
si Dios... Mais ben sei que ti
non qués de min nin a groria.


(F. N. 294)                


  —143→  

Las dificultades del amor proceden a veces de la volubilidad del otro. Si hay corazones en los que el amor arraiga indeleblemente a pesar del olvido o la traición, también los hay en los que el amor apenas deja levísima huella: son como «caminos muy transitados» en los que unas pisadas borran las huellas de las otras (O. S. 378).

El amor feliz tiene escasa representación en la obra de Rosalía. En La Flor encontramos un poema, «Dos palomas», abarrotado de tópicos, sin la menor originalidad y sin ninguna vibración de intimidad.

En Cantares encontramos la glosa a una canción de alba, «Cantan os galos pra o día», que es una de las joyas más antiguas del cancionero popular. Según Bouza Brey23, fue reproducida por Milá y Fontanals en 1877, pero en su opinión Rosalía la recogió a través de la novela La Cita, de N. Pastor Díaz, que la incluyó en su obra muchos años antes. El tema pertenece a la tradición universal: es la separación de los amantes al llegar el alba. Rosalía, como Pastor Díaz, rompe la tradición en el sentido de que los dos enamorados no han consumado su amor; pasan juntos la mitad de la noche, yacen en el mismo lecho y, detalle de tierno realismo, ella le calienta los pies. Llega el alba y ni siquiera se han besado.

Incluso forzada por el tema de la cantiga popular, Rosalía da preferencia, a la hora de la glosa, al amor no realizado. ¿No supone esto una cierta inhibición ante el amor, una cierta incapacidad para cantar la alegría del amor total? Creemos que sí, y nos ratifica en la idea otro poema en el que se insiste sobre el tema del amante que no llega a consumar sus propósitos. El poema, junto con otro, va encuadrado por el título «Las canciones que oyó la niña». Suponemos   —144→   que esto de «niña» hay que interpretarlo en el sentido de 'joven', so pena de considerar el poema como un antecedente de Lolita.

El comienzo es poco original: una visión femenina tras unas cortinas vaporosas hace volar la imaginación del enamorado, que in mente abraza a la mujer.

Pero, cosa curiosa, percibe con su imaginación el «aroma purísimo» que exhala la joven, es presa de remordimientos y la deja libre. Insiste en la fidelidad de sus sentimientos, pero dejando bien claro que, aunque se tienda a su lado en el lecho, se limitará a mirarla y, puntualiza, «no tocaré tu cuerpo». La pureza de la joven ahuyenta sus «malos deseos». Esto es en definitiva lo importante: que los deseos amorosos sean considerados malos deseos:


...te estreché contra mi seno.
Mas... me ahogaba el aroma purísimo
que exhalabas de tu pecho,
y hube de soltar mi presa
lleno de remordimiento.
   Pero... ya no me temas, bien mío;
que aunque sorprenda tu sueño,
y aunque en tanto estés dormida
a tu lado me tienda en tu lecho,
contemplaré tu semblante,
mas no tocaré tu cuerpo,
pues lo impide el aroma purísimo
que se exhala de tu seno.
   Y como ahuyenta la aurora
los vapores soñolientos
de la noche callada y sombría,
así ahuyenta mis malos deseos.


(O. S. 351)                


Parece claro que, aunque Rosalía comprende que «los fluidos misteriosos de un cuerpo que nos atrae», «los instintos   —145→   naturales de la carne» (O. C. 1429) son elementos importantes en el amor, no llega a darles expresión poética. En casos como éste es donde tenemos que recurrir para su explicación a problemas psicológicos de la autora, que producen una inhibición en ella ante el amor carnal y la llevan a relacionarlo con el pecado. En efecto, los "amores pecaminosos" tienen una amplia representación en su obra, y Rosalía gusta de destacar los remordimientos, los dolores y calamidades que caen sobre quienes los viven.

En ocasiones aparecen referencias a estos amores sin que el tema del poema lo exija. Así, al glosar el cantar popular que comienza «Eu ben vin estar o moucho» (C. G. 72), la protagonista confiesa sentir remordimientos por pecados de amor, nota que está totalmente ausente del cantar y que Rosalía añade para dar una base psicológica al miedo que inspira el mochuelo.

Muy frecuentemente Rosalía no concreta las circunstancias de estos amores pecadentos. No sabemos si la mujer es soltera o casada, no se nos habla tampoco de las razones que la llevan a esos pasos. A Rosalía parece interesarle pintar solamente la inquietud que producen: intranquilidad, temor, antes; remordimiento, después («Nin as escuras», F. N. 208).

El temor de la mujer es el sentimiento predominante en el comienzo de la aventura. Acabada ésta, vienen la vergüenza y el remordimiento, el sentimiento de culpabilidad.

En el poema que comienza «¡Valor!, que aunque eres como branda cera» (F. N. 218), se alude a la muerte que sobrevendría a los amantes si son sorprendidos. Esto hace pensar en una mujer casada, ya que un mal paso de una joven soltera no suele ser castigado con la muerte. El tipo de sociedad matriarcal que existe en Galicia hizo -y hace todavía- que el código del honor sea muy diferente al de   —146→   Castilla. La madre soltera, por ejemplo, era un elemento relativamente frecuente y fácilmente asimilable por la sociedad; la joven seducida es objeto de compasión y nunca de repulsa por parte de la comunidad. Pero distinto es el caso de la mujer casada; para ella la condena es absoluta. Por eso nos inclinamos a creer que este poema habla de un amor adúltero.

La referencia a la falta de libertad, al peligro y a la muerte que les espera si son sorprendidos, son los elementos en que nos apoyamos para creer que se trata de un amor adúltero. El único poema en que se nos habla claramente de este tipo de relaciones es el que lleva por título «Eu por vós e vós por outro», poema de tono humorístico (F. N. 216).

Referencias a amores que manchan o que envilecen son muy frecuentes:


   Fue cielo de su espíritu, fue sueño de sus sueños,
y vida de su vida, y aliento de su aliento;
y fue, desde que rota cayó la venda al suelo,
algo que mata el alma y que envilece el cuerpo.


(O. S. 348)                


Como en el cantar del moucho, en otro poema de En las orillas del Sar, el tema del amor pecaminoso se interfiere en el tema principal. Un joven que va a morir le pronostica a su enamorada que lo olvidará y será feliz con otro hombre; ella lo niega, pero con el paso del tiempo se enamora de nuevo. Todo indica que se trata de un canto al carácter efímero del amor. Pero Rosalía hace que este segundo amor sea un amor que mancha, con lo cual se rompe la unidad del tema («Quisiera, hermosa mía», O. S. 356).

Un ejemplo más de cómo Rosalía insiste en este tema del "amor que mancha", es el poema que comienza «Sed   —147→   de amores tenía, y dejaste que la apagase en tu boca» (O. S. 390). En él encontramos una actitud de comprensiva compasión hacia la mujer y de gran dureza respecto al hombre. Sólo en un poema, entre todos los que tratan el tema del amor prohibido, vemos que lo que queda en primer plano es el amor. Hasta ahora hemos visto el dolor, los remordimientos, la vergüenza, el temor, la mancha... No faltan aquí estos elementos, pero se confiesa que el amor es más fuerte que todos ellos:


-Espantada, o abismo vexo
a onde caminando vou...
¡Corazón..., cánto es tirano,
i es profundo, meu amor!
Pois eu, sin poder conterme,
n'escoito máis que unha voz,
e adonde ela quer que vaia,
sin poder conterme, vou...


(F. N. 219)                


Aquí el dolor por el hogar perdido -hogar paterno, puesto que habla de «la casa donde nací»- y el presentimiento de calamidades contribuyen a poner de relieve la fuerza del amor que la empuja. Es un poema excepcional, por ello. También lo sería el que le sigue inmediatamente en Follas novas si al final Rosalía no interviniese de una forma totalmente inesperada, lo que da un carácter distinto al poema. Se trata de una composición dialogada en la que dos amantes expresan su amor, un amor más fuerte que cualquier vínculo humano e incompatible con ellos; un amor que los unirá en cuerpo y alma mientras vivan y aún más allá.

El tono de la composición, el amor apasionado que demuestran los dos amantes, las repetidas alusiones a Dios, por cuya voluntad parecen haberse unido «por toda la eternidad» y que aparece en cierto modo como patrocinador de   —148→   esta unión, todo ello hace que nos sorprenda esta estrofa final:


Cal ó paxaro a serpente,
cal á pomba o gavilán,
arrincóuna do seu niño
e xa nunca a el volverá.


(F. N. 220)                


¿Cómo íbamos a pensar que se trataba de un engaño, que como la serpiente al pájaro y el gavilán a la paloma, a esta mujer la hará su víctima el hombre? De nuevo lo que queda de relieve es la ruptura, la separación del hogar -aquí no sabemos si paterno o conyugal-. La ha arrancado de su nido y ya nunca volverá a él. La desconfianza, el prejuicio de Rosalía es evidente. A esta mujer que confiesa por sí misma su deseo de pertenecer al hombre («quiero ser vuestra y que seáis mi señor natural») la considera arrancada de su hogar.

La actitud más general de Rosalía ante la mujer pecadora es de compasión: la considera engañada, seducida. Sus denuestos son contra el hombre o contra la misma pasión; a la mujer la compadece: lo pierde todo y no gana nada; sólo el dolor y la vergüenza la esperan. La gran disculpa es, sobre todo, que, en la mujer, la pasión va siempre mezclada con el amor puro y desinteresado. Citaremos como último ejemplo de pasión amorosa desgraciada el poema titulado «Margarita». Consta de tres partes: la primera, de carácter introductorio, adelanta en forma de conceptos generales los acontecimientos que va a narrar; en la segunda se exponen estos hechos de forma dramática; en la tercera se sacan consecuencias de ellos y se reflexiona sobre las causas. Los sentimientos que acompañan a este amor prohibido son los habituales en Rosalía: dolor, «lástima infinita», angustia... Veamos la reflexión final:

  —149→  

¡Ah! Cuando amaba el bien, ¿cómo así pudo
hacer traición a su virtud sin mancha,
malgastar las riquezas de su espíritu,
vender su cuerpo, condenar su alma?
Es que en medio del vaso corrompido
donde su sed ardiente se apagaba,
de un amor inmortal los leves átomos,
sin mancharse, en la atmósfera flotaban.


(O. S. 326)                


Con esto abandonamos el tema de las relaciones entre amor y pecado y continuamos examinando otros aspectos del amor en Rosalía.

Hemos visto la escasísima representación que tiene en su obra el amor feliz. Aparte de su inhibición ante el amor carnal, de su desconfianza ante la pasión y de las dificultades intrínsecas del amor (incomprensión, amor no correspondido...), otros elementos vienen a dificultar la vida amorosa; los más importantes son el paso del tiempo y la ausencia.

Como siempre que se refiere a algo de sobra conocido, Rosalía alude a la pérdida del amor sin explicar causas, como un hecho natural: el amor desaparece con el tiempo. Así dice en «Campanas de Bastabales»:


Que os amores xa fuxiron,
as soidades viñeron...
De pena me consumiron.


(C. G. 58)                


La referencia al tiempo se hace a veces explícita. El tiempo trae consigo el desengaño de forma inevitable:


Lévame a aquela fonte cristaíña
      onde xuntos bebemos
as purísimas auguas que apagaban
sede de amor e llama de deseios.
Lévame pola man cal noutros días...

  —150→  
      Mais non, que teño medo
      de ver no cristal líquido
      a sombra daquel negro
desengaño sin cura nin consolo
      que antre os dous puxo o tempo.


(F. N. 188)                


Rosalía se interroga sobre la causa de esa pérdida del amor sin encontrar razones que la justifiquen:


¿Por qué, corazón,
por qué ora non falas
falares de amor?


(F. N. 184)                


En el poema «Vivir para ver» (F. N. 291) escuchamos el reproche de la mujer que ha esperado inútilmente la vuelta del hombre amado. La ausencia hizo olvidar la promesa dada:


Que os anos pasaron,
as frores mucharon,
os negros cabelos
en branco tornaron;
e nunca máis, nunca,
¡poder dun querer!,
quixeches volver...
Vivir para ver.


Rosalía, como Campoamor, parece opinar que la ausencia es el peor de los pesares:


Non é sufrir chorar sangre
ós pes de quen un quer ben;
del vivir lonxe e olvidado...
¡éste sí que penar é!


(F. N. 246)                


  —151→  

Por unas u otras razones, por relación con el pecado que provoca remordimientos, por incomprensión, por no ser correspondido, porque se pierde con el tiempo y la ausencia, hemos visto casi siempre unidos en la obra de Rosalía amor y dolor. Esto llega a crear casi un reflejo. Cuando se habla de amor, inmediatamente aparece el dolor; el amor trae aparejado el dolor. Diríase que Rosalía no puede desligar uno del otro. Para ella, amar es sufrir. Por eso, muchas veces, sin que lo pida el tema, nos encontraremos con esta relación:


Tiven tan fondos amores
a tan fondas amarguras,
que eran fonte de dolores
nacida entre penas duras.


(C. G. 96)                


Como culminación de esta relación del amor con el dolor podemos citar el romance que lleva por título «N'hai peor meiga que unha gran pena» (F. N. 201-206). En él, como en una leyenda bretona, amor y muerte se entrelazan en una historia hermosamente contada.

Una joven campesina, Marianiña, presiente en la naturaleza que la rodea el anuncio de su muerte:


-Que onte á mañán na devesa
a iaugua se tornóu roxa
cando me fun lavar nela;
que en baixo dos meus peíños
íñanse muchando as herbas;
que ó ferirme o sol na cara,
tornóuma color da cera...


(F. N. 201)                


La madre piensa que la han embrujado y le ofrece ir a la romería de San Pedro Mártir aunque tenga que vender bueyes y vacas para ello. La joven afirma que su único remedio   —152→   está en un corazón y que una persona le ha echado plagas. La madre quiere entonces conocer los hechos.

A las preguntas de su madre, Mariana no contesta directamente, sino que comienza con una apasionada evocación de su amado, el conde, «prometido da condesa»:


-¡Ai, mi madre! Era bonito
coma os anxos das igresias;
era en falas amoroso,
muito, muito máis que as sedas;
era doce..., muito, muito
máis que a mel que sai da cera.


(F. N. 203)                


Ante esa confesión, la madre no reacciona con indignación; los sentimientos predominantes son el dolor y la compasión, aunque piensa también en la honra perdida.

A pesar de todos los cuidados y atenciones, Marianiña se va consumiendo poco a poco. Su madre decide ir a ver al conde, que da muestras de gran nobleza:


-¿Conque morre a namorada?
¿Por min morre a linda nena?
¡Nunca!, porque eso non fora
dino da miña nobreza.


Todo puede acabar felizmente. El conde, enamorado, devolverá a Marianiña honra y amor. Pero tristes presagios los acompañan en el camino:



-Meu señor..., ¿n'oís os corvos?
Venen camino da aldea...
Mirá cál baten as alas...
Cál baten as alas negras.

-Señor, señor..., pouco andamos;
picade, por Dios, espuela,
—153→
que ó salir, á mañanciña,
n'había enfermos na aldea
si non era miña filla,
que tiña o color da terra,
i os pes coma a neve fríos,
i as manciñas coma cera,
i ó redor dos tristes ollos
unhas coma manchas negras.


(F. N. 205)                


Los presagios resultan ciertos y el sino trágico del amor se cumple. Marianiña muere sin llegar a ver al conde.

Aparte de la pérdida del amor, encontramos reiterada en Rosalía una situación que podíamos calificar de pérdida de la capacidad de amar. Hay un momento en la vida de la mujer en que el amor deja de ser algo operante y pasa a ser una parte de su pasado. En el poema «Olvidémolos mortos» (F. N. 281) una mujer experimenta la imposibilidad de entregarse a un nuevo amor.

Ante la pasión del hombre permanece fría e insensible y siente que el hastío, «como espada de dos filos», invade su espíritu.

En uno de los últimos poemas de En tas orillas del Sar , Rosalía ha hecho el resumen de su evolución respecto al amor. El amor es, al comienzo, una de esas bellas ilusiones juveniles que hacen hermosa la vida; el amor da alegría y sin amor no se concibe vivir:


Tú para mí, yo para ti, bien mío
-murmurabais los dos-.
Es el amor la esencia de la vida,
no hay vida sin amor.


Pasa el tiempo, viene el desengaño; desengaño de un amor concreto pero no del amor. Queda la esperanza de   —154→   recomenzar -«tú de otro y de otra yo»- y con ella el ansia incesante que nos lleva en pos de lo imposible.

Finalmente, sólo queda la aceptación de los hechos irremediables: el amor, como la juventud, se va para siempre. Rosalía lo acepta valientemente:


   No sueñes, ¡ay!, pues que llegó el invierno
frío y desolador.
Huella la nieve, valerosa, y cante
enérgica tu voz.
¡Amor, llama inmortal, rey de la Tierra,
ya para siempre ¡adiós!


(O. C. 657-58)                


El amor ha sido, pues, una realidad importante en la obra de Rosalía; importante y problemática, y no creo que a su concepción del amor se le pueda dar una explicación unitaria. En parte debe de derivar de antiguos y mal superados problemas infantiles, y en parte, de su propia experiencia vital. Hasta qué punto los prejuicios infantiles y la experiencia de la mujer se influyeron, es algo que escapa a los límites de este estudio. Un amor, plena y armoniosamente vivido, resuelve problemas de tipo neurótico anteriores a él; pero también tendencias neurotizantes de origen infantil hacen fracasar un amor maduro. Nosotros hemos dejado aparte la vida de Rosalía para examinar únicamente la concepción del amor que nos dejó en su obra.

Desde su primera obra, La hija del mar, Rosalía se nos muestra enredada en una compleja trama sentimental: identificación con la madre, deseo de superarla, deseo de conseguir el amor del padre, sentimiento de culpabilidad. Estos sentimientos profundos toman en la novela la forma de amor desgraciado (amor no correspondido de Teresa, amor culpable en Esperanza). El hombre aparece como seductor o como objeto de un amor al que no corresponde. La misma   —155→   temática aparece en su obra poética. El amor feliz apenas tiene representación; se habla de él en forma abstracta: debe ser suave, sin violencias, sin sobresaltos, lo opuesto al amor-pasión. El amor carnal inspira un fuerte recelo, se elude tratar de él. El amor lleva aparejado el dolor. El amor, en lo que tiene de felicidad, es una ilusión que el tiempo desvanece. Del amor prohibido se destaca sólo el remordimiento, la angustia, la vergüenza; la mujer es, en él, siempre la víctima.

Esta es la visión del amor que ofrece Rosalía: visión pesimista, negativa, que en parte tuvo que estar condicionada por su historia infantil y sus problemas de aquella época; pero, en parte también, por su vida de mujer. Mientras no tengamos una biografía bien documentada de Rosalía, nos moveremos en el campo de las hipótesis.



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