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ArribaAbajoLibro segundo

De la utilidad y del deleite de la poesía



ArribaAbajoCapítulo I

De la razón y origen de la utilidad poética


Habiendo ya examinado en el precedente libro la esencia y definición de la poesía y asentado por su fin el útil y el deleite, procuraré, en este libro, discurrir difusamente de uno y otro, explicando, con la mayor claridad que me sea posible, en qué consistan, de qué procedan y en qué modo el poeta pueda conseguir uno y otro fin de deleitar e instruir en sus versos. Materia vasta y enmarañada, pero importantísima, como la de quien pende el ser de poeta y la perfección de la poesía en general, y particularmente de la lírica, cuyas reglas se fundan en lo que en todo este libro diremos.

El bien y el mal son los dos ejes o polos alrededor de los cuales se mueven todas nuestras operaciones, o internas o externas, que reciben impulso y movimiento de la natural inclinación con que, o vamos en busca del bien, o huimos del mal. Manifiéstase claramente esto aun en los niños, que sin razón ni discurso alguno, y sólo por natural sentimiento, huyen de todo lo que les causa dolor y lo aborrecen, y aman y anhelan todo lo que les da placer, manifestando su aversión o su amor con toda la elocuencia que entonces saben, que es su llanto o su risa. Y no sólo en la infancia y puericia, sino en toda la vida del hombre se experimenta que todas sus acciones son movidas y ocasionadas de esta natural inclinación al bien o a la utilidad, que es una cosa misma, y aversión al mal. Si el placer tiene tanta parte en las acciones humanas, es porque se considera como un bien, por un tácito silogismo, aunque a veces falaz, con que se arguye que lo que deleita es bueno. Si nuestra naturaleza se hubiera conservado en aquel feliz estado de inocencia y con aquellas prendas con que la adornó el Sumo Criador, no habíamos menester otras artes ni otras ciencias para conseguir nuestra eterna y temporal felicidad, sino esta sola inclinación al bien y aversión al mal. Ésta sola, guiada de la razón, entonces señora e iluminada con el conocimiento de los verdaderos bienes y males, bastaba para dirigir y encaminar a buen fin todas las acciones humanas; pero como por la transgresión de nuestros primeros padres, la naturaleza humana fue despojada de los dones sobrenaturales, que tanto la ennoblecían, y condenada, entre otros castigos, al más deplorable y lastimoso de una ciega ignorancia; perdido desde entonces el tino y conocimiento de los verdaderos bienes y males, hecha sierva la razón, tirano el apetito, se vio el hombre, a fuer de ciego, andar como a tientas en busca de bienes y tropezar con males, no sabiendo discernir éstos de aquéllos por la obscuridad en que caminaba. Fue preciso entonces que el hombre mismo, volviendo en sí, y no sin favor divino, se valiese de la escasa luz de hachas y fanales, quiero decir de las artes y ciencias, para vencer, con este medio, el horror de tan obscura noche y distinguir la verdad de las cosas. La teología le alumbró para las sobrenaturales, la física para las sensibles, la moral para las humanas, y así las demás artes y ciencias le hicieron luz para descubrir algo de la verdad. Pero, entre todas, la que con luz más proporcionada a nuestros ojos y más útil, al paso que más brillante, resplandece es la poesía; porque, como los que salen de un paraje obscuro no pueden sufrir luego los rayos del sol, si primero no acostumbran poco a poco la vista a ellos, así, según el pensamiento de Plutarco50, los que de las tinieblas de la ignorancia común salen a la luz de las ciencias más luminosas, quedan deslumbrados al golpe repentino de su excesivo resplandor. Mas como la luz de la poesía, en quien está mezclado lo verdadero a lo aparente e imaginario, es más templada y ofende menos la vista que la de la moral, en quien todo es luz sin sombra alguna, puede el hombre acercarse a ella sin cegar, y fijar los ojos en sus rayos sin molestia ni cansancio.

Esta es la razón y éste el origen de la utilidad poética, que consiste en que siendo nuestra vista débil y corta, y no pudiendo por eso sufrir, sin cegar, todos de golpe los rayos de la moral, se acomoda con gusto y provecho a la moderada luz de la poesía, que con sus fábulas y velos interpuestos rompe el primer ímpetu y templa la actividad de la luz de las demás ciencias. Tras esto, como los hombres apetecen más lo deleitable que lo provechoso, encuentran desabrido todo lo que no los engolosina con el sainete de algún deleite, y esto es lo que se halla abundantemente en la poesía y la hace utilísima; pues las otras ciencias nos enseñan la verdad simple y desnuda, y el camino de la virtud y de la gloria, arduo, áspero y lleno de abrojos; mas, por el contrario, la poesía nos enseña la verdad, pero adornada de ricas galas, y, como dice Tasso, sazonada en dulces versos, y nos guía a la virtud y a la gloria por un camino amenísimo, cuya hermosura engaña y embelesa de tal suerte nuestro cansancio, que nos hallamos en la cumbre sin sentir que hemos subido una cuesta muy áspera51. Nos dice, por ejemplo, la filosofía que la pobreza puede ser feliz si quiere serlo; que vencer una pasión propia es mayor hazaña que triunfar de un enemigo; que la riqueza ni el poder no hacen feliz al hombre, etc. Estas y otras mil máximas y verdades semejantes que nos enseña la filosofía son simples, desnudas y, como se suele decir, son cuesta arriba para el vulgo, que, despreciándolas por su desnudez y desechándolas por su novedad, o no les da oídos o las juzga extravagantes e impracticables. Pero a poesía, siguiendo otro rumbo, propone estas mis máximas mas con tal artificio, con tales adornos, y con colores y luces tan proporcionadas a la corta vista del vulgo, que no hallando éste razón para negarse a ellas, es preciso que se dé a partido y se deje vencer de su persuasión. Las severas máximas de la filosofía, no sólo no adornan la verdad ni persuaden la virtud que enseñan, sino que antes parece que ahuyentan a los hombres de ellas por la austeridad y entereza que ostentan; pero la poesía persuade con increíble fuerza aquello mismo que enseña. La filosofía, en fin, habla al entendimiento; la poesía al corazón, en cuyo interior alcázar, introduciendo disfrazadas las máximas filosóficas, se enseñorea de él como por interpresa, y logra con estratagema lo que otras ciencias no pueden lograr con guerra abierta.

Ésta es la utilidad principal de la poesía, a la cual se puede añadir la que resulta de la misma considerada como recreo y entretenimiento honesto, en cuya consideración hace grandes ventajas a todas las demás diversiones, pues la poesía, finalmente, aunque carezca de toda otra utilidad, tiene, por lo menos, la de enseñar discreción, elocuencia y elegancia.




ArribaAbajoCapítulo II

De la utilidad particular y propia de cada especie de poesía


Además de la utilidad de la poesía en general, de que hemos hablado, tiene cada especie otra utilidad particular y propia que no es menos importante que la primera. Primeramente, la poesía épica es sumamente útil por la idea perfecta de un héroe militar que suele representar. De suerte que en un poema épico bien escrito logra un príncipe marcial una norma con que arreglar y cotejar sus acciones, y un ejemplo que sirva de estímulo a su valor y le anime a empresas grandes; pues no hay duda que el ejemplo ajeno, aun solamente representado, puede producir maravillosos efectos en un espíritu alentado y bizarro. De Alejandro Magno se puede creer que debió mucho en sus militares hazañas a los ejemplos de heroico valor que leía continuamente en los poemas de Homero, pues se sabe que los llevaba siempre consigo dondequiera que iba, y, aun de noche, los ponía debajo de la almohada; y destinó, para guardarlos, una arquilla muy rica, despojo del vencido Darío, envidiando, en medio de su mayor fortuna, la de Aquiles, que había logrado la dicha de tener para sus hechos tan famoso poeta. Y, sin alejarnos tanto de nuestro siglo, hallaremos muy parecido a esto lo que nos refieren del célebre rey de Suecia Carlos XII, que también llevaba siempre en la faltriquera a Quinto Curcio; y no dudo que las hazañas de Alejandro, con tanta elegancia escritas por este historiador, habrán encendido en generosa emulación el espíritu brioso de ese héroe del norte y dado motivo a sus marciales arrojos, en que manifestó tan raro valor.

No es menor la utilidad que produce la tragedia, en quien los príncipes pueden aprender a moderar su ambición, su ira y otras pasiones, con los ejemplos que allí se representan de príncipes caídos de una suma felicidad a una extrema miseria, cuyo escarmiento les acuerda la inconstancia de las cosas humanas y los previene y fortalece contra los reveses de la fortuna. Además de esto el poeta puede y debe pintar en la tragedia las costumbres y los artificios de los cortesanos aduladores y ambiciosos, y sus inconstantes amistades y obsequios; todo lo cual puede ser una escuela provechosísima que enseñe a conocer lo que es corte y lo que son cortesanos, y a descifrar las dobleces de la fina política y de ese monstruo que llaman razón de estado.

El pueblo y los hombres particulares logran su aprovechamiento en la comedia, viendo en ella copiado del natural el retrato de sus costumbres y de sus vicios y defectos, en cuyo examen cada uno aprende y se mueve a corregir y moderar los propios.

Pues la lírica no carece tampoco de la utilidad, porque, dejando aparte las sátiras, que ya se escriben expresamente para aprovechamiento del pueblo y para corrección de sus vicios, todas las composiciones líricas que contienen alabanzas de las virtudes y de las acciones gloriosas son utilísimas por los buenos efectos que causan en quien las lee. En prueba de esto aquella oda de Horacio, con tanta razón celebrada, Beatus ille qui procul negotiis, etc., ¡cuán dulcemente inspira el menosprecio de las grandezas de una corte y de su bullicio, y cuán hermoso y apetecible pinta el retiro de una aldea! Dejo aparte otros muchos ejemplos que pudiera traer. Solamente parece que puede caer algún género de duda en la lírica vulgar, cuyos argumentos suelen ordinariamente ser de amores profanos. Pero, cuanto a esto, yo considero los líricos poetas como divididos en dos clases: una de lascivos, otra de amorosos. Los lascivos son aquellos que, olvidados de su primera obligación, y negando a la moral y a la religión la obediencia y subordinación que debían, escribieron de asuntos manifiestamente deshonestos. Pero semejantes poetas, aunque en lo demás hubieran llegado a la perfección, ya desmerecieron por defecto tan notable el nombre de buenos poetas; mas de estos tales no hablo ni hallo razón para defenderlos, mayormente estando, a Dios gracias, nuestros poetas exentos de tal nota, pues no se leen en sus obras, que yo sepa, como en algunas de otras naciones, aquellos asuntos tan opuestos a la modestia y recato de las buenas musas, como Epitalamios de Venus, Hurtos nocturnos, Adonis, etc. Los amorosos son aquellos que, siguiendo los conceptos de la filosofía platónica y sus ideas, escribieron sin obscenidad alguna la historia de sus honestas pasiones, manifestando en ella todos os internos movimientos de su corazón, ya absorto de admiración, ya oprimido de temor, ya alentado de dulce esperanza, ya turbado entre contrarios efectos. Y éstos, si no es tratándolos con mucho rigor, no me parece que se pueden tener por poetas dañosos o escandalosos, supuesto que se contentaron con divertir sus lectores con lo suave de una pasión, sin ofender los oídos con lo brutal de un apetito. Y en esta misma diversión, que considerada como tal tiene también su utilidad, según hemos dicho, suelen de ordinario los mismos poetas mezclar discretamente muchas reflexiones y avisos morales, que directamente hacen ver las inquietudes y zozobras de una desordenada pasión, cuyo mayor fruto es la vergüenza del pasado error, como confesaba Petrarca cuando decía: «e del mio vaneggiar vergogna è il frutto; y asimismo Garcilaso en la canción cuarta»:


    Entonces yo sentíme salteado
de una vergüenza libre y generosa:
corríme gravemente que una cosa
tan sin razón hubiese así pasado.
Luego siguió el dolor al corrimiento
de ver mi reino en manos de quien cuento.



Esta utilidad de los versos líricos, aunque sus asuntos sean amorosos, es la que expresa Boscán en el primer soneto, declarando el intento con que escribía sus rimas:


    Nunca de amor estuve tan contento,
que en su loor mis versos ocupase,
ni a nadie aconsejé que se engañase
buscando en el amor contentamiento.
    Esto siempre juzgó mi entendimiento,
que de este mal todo hombre se guardase,
y así porque esta ley se conservase
holgué de ser a todos escarmiento.
    Oh vosotros que andáis tras mis escritos,
gustando de leer tormentos tristes
según que por amar son infinitos:
    mis versos son deciros, ¡oh benditos,
los que de Dios tan gran merced hubistes,
que del poder de amor fuésedes quitos!



Lo mismo quiso advertir Garcilaso en su soneto primero: Cuando me paro a contemplar mi estado, etc., cuyo concepto imitó también Juan de Mal-Lara en otro soneto:


    Volviendo por las horas que he perdido,
hallo cuán poco en todas he ganado,
pues me impidieron todo mi cuidado
en lo que fuera bien tener olvido.
    En vano amor, en tiempo mal perdido, etc.



Estas y otras muchas reflexiones semejantes, aun a vuelta de argumentos amorosos, hacen la poesía lírica bastantemente útil y provechosa para que, aun en su especie, que suele ser dirigida al deleite y deporte de los lectores, no se eche menos esta circunstancia tan apacible.




ArribaAbajoCapítulo III

De la instrucción en todas artes y ciencias


Podemos también considerar otra no pequeña utilidad de la poesía, en cuanto instruye en todo género de artes y ciencias, directa o indirectamente. El poeta puede y debe, siempre que tenga ocasión oportuna, instruir sus lectores, ya en la moral, con máximas y sentencias graves, que siembra en sus versos; ya en la política, con los discursos de un ministro en una tragedia; ya en la milicia, con los razonamientos de un capitán en un poema épico; ya en la economía, con los avisos de un padre de familia en una comedia. Con la ocasión de referir algún viaje podrá enseñar con claridad y deleite la geografía de un país, la topografía y demarcación de un lugar, el curso de un río, el clima de una provincia; y, finalmente, en otras ocasiones, podrá de paso enseñar muchas cosas en todo género de artes y ciencias, como hicieron los buenos poetas. La geografía de Homero es exactísima. Mas, ¿qué digo la geografía? Es opinión común que este gran poeta sembró en sus poemas las semillas de todas las ciencias y artes que fueron después creciendo. Así lo afirma, entre otros muchos, Francisco Porto Cretense en su Prefacio a la Ilíada: Nemo dubitat hunc vatem omnium preclarissimarum rerum dedisse semina; unde postea, tot artes, tot liberales disciplinae natae, auctae, ac confirmatae, etc. Virgilio, tomando ocasión de los viajes de Eneas, enseña gran parte de la geografía del archipiélago y de toda la navegación de Troya hasta Cartago, y de Cartago a Italia. El célebre Luis Camõens, con la ocasión de explicar las pinturas de las banderas y gallardetes de los navíos de Vasco de Gama, hace un epílogo de la historia de Portugal y de las hazañas de los portugueses.

Lo que importa en esto es saber el cuándo y el cómo, esto es, el tiempo oportuno y el modo poético con que se ha de envolver y disfrazar la instrucción; acerca de lo cual digo que el acierto en el tiempo y modo depende principalmente del juicio y discreción del poeta, prendas que más se adquieren con reflexiones propias que con reglas ajenas. De suerte que la principal regla será observar atentamente cómo y con qué artificio y circunspección los buenos poetas han enriquecido sus obras con instrucciones y doctrinas, sin afectación ni exceso. Además de esto, por decir algo aquí de paso, dejando lo demás para lugar más oportuno, débese advertir que la instrucción por sentencias morales obliga al poeta a mucho miramiento y artificio. Es la sentencia de un pensamiento o concepto útil y provechoso para arreglamiento de la vida humana, declarado en pocas palabras. Las sentencias, según un aviso notable del satírico Petronio, no deben sobresalir del cuerpo de la oración, como sobrepuestas, sino ser entretejidas en el mismo fondo de ella: Curandum est ne sententiae emineant extra corpus orationis expressae, sed intexto vestibus colore niteant. Y el principal cuidado y artificio del poeta, si quiere no ser cansado, ha de esmerarse en usar con mucha moderación de las sentencias morales y en disfrazarlas y envolverlas en la misma acción, como hizo casi siempre Virgilio.

Cuanto a la doctrina y erudición en otras artes y ciencias, es también necesaria una suma moderación. Si un poeta, dice52 el P. Le Bossu, debe saber de todo, no ha de ser eso para despachar su doctrina y ostentar su comprensión y estudio, sino para no decir cosa alguna que se manifieste ignorante y para hablar con propiedad en todas materias. El querer ostentarse erudito sin necesidad ni motivo bastante y leer de oposición en un poema, o en una comedia o tragedia, es tan disonante y tan ajeno de un buen poeta, como propio de ingenios pueriles y de pedantes, que escriben siempre con la mira de parecer doctos y entendidos en todo. Lope de Vega, sea dicho con paz de sus apasionados, ha dado alguna vez en este bajío; pongo por testigo a su Dorotea, y, entre otros ejemplos que pudiera entresacar de sus obras, éste de la Filomena:


    Mezcla con suavidad clarín sagrado,
(sin que puedas temer pájaros viles)
al género cromático y diatónico,
con intervalo dulce, el enarmónico.
    Haz puntos sustentados, haz intensos,
haz semitonos, diesis y redobles...
¿Qué importa que cornejas, que siniestra,
infame multitud de rudas aves
aniquile tu voz sonora y diestra,
si seminimas son para tus claves?
    Desciendan a la música palestra,
y tus decenas altas y suaves
verán Olimpos, donde el tiempo llama
eternas las cenizas de tu fama.



Bien se echa de ver que todo esto no le costó gran fatiga al autor, pues bastaba haber leído algún libro que tratase de música, o haber tenido un rato de conversación con un maestro de capilla, para decorar esos términos y pretender después lucir con ellos y ostentarse entendido en esta arte. Pero cualquier hombre de juicio se reirá de semejante doctrina, sabiendo que lo superficial y lo afectado de ella no puede jamas granjear a un poeta algún mérito sólido y verdadero. No es menos afectada, entre otras, una estancia de José de Valdivieso en el canto 3 de San José:


    Cesen las Vestas, Palas, Citereas,
las Dianas, Flores, Marcias, Fulvias, Celias,
las Hipodamias y Pantasileas,
Hermiones, Penélopes, Aurelias,
Hipólitas, Europas y Panteas,
Helenas, Ariadnes y Cornelias,
Sibilas, Policenas, Artemisas,
Cleopatras, Eurídices y Elisas.



Yo no sé a qué fin trajo el poeta esa tan larga cáfila de mujeres, si no es para ostentar que sabía sus nombres. Mas, ¿qué linaje de ciencia y de instrucción es éste, que solamente consiste en puros términos y que enseña sólo a hacer alarde de que se saben?

Otra cáfila de términos de arquitectura, semejante a ésta, ensartó también el doctor Juan Pérez de Montalbán en su comedia de Don Florisel de Niquea (jornada 1):


    Detrás de este jardín, a breve espacio,
un eminente se ostentó palacio,
con sus columnas, torres y canales,
óvalos, frisos, basas, pedestales,
galerías, estancias, miradores,
ventanas, capiteles, corredores,
y cuanta enseña hermosa compostura
la dórica y toscana arquitectura.



Estos dos últimos versos manifiestan claramente que el autor no era muy inteligente en la arquitectura, de cuyos términos hace tan pomposa ostentación, pues atribuye la hermosa compostura al orden dórico y toscano, que son los más simples y de menos adorno.

Además de este modo de instruir indirectamente, y de paso en las artes y ciencias, puede también la poesía enseñarlas directamente y de propósito, escogiendo para asunto de un poema alguna de ellas. Y aunque semejantes argumentos no son propios de un poeta, que según Platón, como ya hemos dicho, ha de escribir fábulas y ficciones, no historias ni tratados, sin embargo, no dejará de ser útil, en esta parte, la poesía, enseñando, con más deleite que la prosa, una arte o ciencia, como la enseñe con un modo poético, vistiéndola de invenciones y fantasías, que son las galas del verso, y de suerte que no sepa a escuela ni a cátedra: lo que se logrará felizmente con imitar los buenos poetas que han tenido mayor acierto en el modo. Virgilio enseñó con admirable suavidad, elegancia y artificio, la agricultura en sus Geórgicas, argumento ya tratado mucho antes por Hesiodo con más sencillez y con menos artificio. Arato y Manilio enseñaron la astronomía en verso; Lucrecio, la filosofía; Ovidio escribió los Fastos de Roma con la gracia y suavidad de su florido estilo; y, en España, Bartolomé Cayrasco le imitó el asunto en su obra intitulada Templo militante. En Italia, Francisco Lemene, célebre poeta de la ciudad de Lodi, trató los puntos más elevados de la teología en el libro de sonetos que intituló Il Dio; de Fracastorio, famoso médico y poeta, es célebre la Syphilida, donde con estilo excelente discurre de aquel mal contagioso, que en Europa tuvo principio y nombre de los franceses; y el P. Quincio, de la Compañía de Jesús, dio a luz, estos años pasados, la Inarime, poema latino de los Baños de Ischia; y en la misma Compañía florecían no ha muchos tres insignes poetas: el P. Renato Rapin, en Francia, que escribió con mucho primor el poema del Cultivo de los jardines; el P. Nicolás Iannetasio, en Nápoles, que escribió con igual acierto otro poema de la Náutica, y el P. Tomás Ceva, en Milán, que compuso en elegantes versos unas disertaciones filosóficas, que se imprimieron con el título de Philosophia novo-antiqua.




ArribaAbajoCapítulo IV

Del deleite poético y de sus dos principios: belleza y dulzura


Entramos ahora en el dilatado campo del deleite poético, por quien la poesía se aventaja a todas las demás artes y ciencias, valiéndose de este imán con que atrae los corazones y gana las voluntades. El deleite poético no es otra cosa sino aquel placer y gusto que recibe nuestra alma de la belleza y dulzura de la poesía. Dije de la belleza y dulzura, porque, aunque estas dos cosas o calidades los más las tienen por una misma, son en realidad dos cosas muy distintas, como luego veremos.

Muratori53, que con tanto acierto ha escrito de la belleza poética, es de opinión que, como la utilidad es producida por lo bueno, o sea, por la bondad unida con la verdad, así el deleite poético procede de la belleza fundada en la verdad: la verdad de la poesía, adornada de la belleza que a aquélla conviene, deleita el entendimiento, y la bondad, unida con la verdad, aprovecha a la voluntad. La bondad, pues, y la belleza, unidas con la verdad, son, según este autor, las fuentes de donde el útil y el deleite poético derivan.

Y como de la utilidad se ha hablado ya difusamente en los capítulos antecedentes, discurriendo ahora del deleite, digo que éste no procede solamente de la belleza poética, sino también de la dulzura, calidad muy distinta de la otra y que tiene mayor parte en el deleite poético. No olvidó esta distinción la perspicacia de Horacio, que la enseña claramente en su Poética, advirtiendo que no basta que los poemas sean bellos, sino que también han de ser dulces:


Non satis est pulchra esse poemata, dulcia sunto.



Ciertamente que la autoridad de este maestro es tan clara que no admite réplica, y he extrañado mucho que el docto y erudito comentador Richardo Bentleo haya querido mudar el pulchra en pura, por no entender esta diferencia, que ya entendió Dionisio de Halicarnaso, y que se funda en evidentes razones, siendo diversas las calidades de cada una, diversas las cosas de que se componen y diversos también los efectos. Porque la belleza consiste en aquella luz con que brilla y se adorna la verdad, luz que, como enseña el citado Muratori, no es otra cosa sino la brevedad o claridad, evidencia, energía, utilidad y demás circunstancias y calidades que pueden acompañar y embellecer la verdad. Pero la dulzura no consiste propiamente en alguna de estas calidades, sino especialmente en aquellas que pueden mover los afectos de nuestro ánimo, como lo declaró Horacio añadiendo a lo que había dicho:


Et cuocumque volent, animum auditoris agunto.



Los efectos son también diversos, porque la belleza, aunque agrade al entendimiento, no mueve el corazón si está sola; al contrario, la dulzura siempre deleita y siempre mueve los afectos, que es su principal intento. En prueba de esto, algunos pasos de célebres poetas, en cuya belleza han hallado qué censurar los críticos, a pesar de todas sus oposiciones, se han alzado con el aplauso general, por la dulzura y la terneza de los afectos que expresaban. Dígalo la Jerusalén de Tasso, contra quien han escrito tanto los franceses y aun los mismos italianos, especialmente en aquellos dos pasos: el uno de Tancredi, que tan dulcemente se queja sobre el sepulcro de su Clorinda54:


    Oh mármol amado tanto
que tienes mis llamas dentro
de tu durísimo centro,
y por defuera mi llanto,



El otro de Armida, cuando se vio abandonada de su Rinaldo:


    O tú que te me llevas una parte
de mi vida contigo, otra me dejas,
ésa me vuelve, o tómate ésta, o muerte
a entrambas da; detén, detén el paso55.



No se puede negar que en uno y otro ejemplo la belleza de estos versos tiene alguna falta, que ha podido motivar la censura, atendiendo a que la reflexión de llamas dentro y llanto fuera y la de dos partes o mitades de la vida, son más ingeniosas de lo que requiere la pasión; pero, no obstante su dulzura y su afecto, que está tan tiernamente expresado, mueven de tal suerte el ánimo del lector que, no dejando para la crítica arbitrio, ni acción para el discurso, se le embargan todo para lo tierno hablando de la pasión. Esto mismo advertía Quintiliano56hablando de los afectos.

En lo que acabo de decir no es mi intento aprobar ni defender las impropiedades en la expresión de afectos, antes bien expresamente hablaré de semejante defecto en su lugar oportuno. Solamente quiero decir que el poeta que hiciere dulces sus versos con la moción de afectos, habrá dado en el blanco y en el punto principal del deleite poético, y que la dulzura de los versos encubrirá muchas faltas a la belleza. Bien es verdad que si éstas fueran tales y tantas que oprimiesen la dulzura, en tal caso, como la conmoción interrumpida y debilitada por lo afectado y artificioso de la belleza no será bastante para que el corazón se niegue a las oposiciones del entendimiento, será preciso ceder a la razón y desaprobar una dulzura tan defectuosa. Solís expresó muy bien esto en una copla:


    Qué simple aquel ruiseñor
que de su ausente se aleja:
por dar dulzura a la queja,
quita el crédito al dolor.



Concepto al parecer sacado de aquel de Quintiliano (lib. 9), que dice que dondequiera que el arte se ostenta es señal que flaquea la verdad: ubicumque ars ostentatur, veritas obesse videatur. Sólo quisiera yo que Solís, en vez de decir por dar dulzura a la queja, hubiese dicho por dar belleza a la queja, porque, como acabamos de probar, la belleza es muy distinta de la dulzura, y aquélla, y no ésta, puede quitar el crédito al dolor; y, antes bien, la queja, cuanto más dulce, será más creída.




ArribaAbajoCapítulo V

De la dulzura poética


La dulzura poética, como ya hemos dicho, consiste y se funda en la moción de afectos, los cuales, si verdaderos, lastiman o entristecen; imitados, deleitan: bien como deleita la pintura de un fiero dragón, que vivo causaría horror y espanto. No hay duda que sería triste y lastimoso espectáculo el hallarse presente a los clamores y sollozos de una madre a quien impensadamente hubiesen presentado delante la cabeza de un hijo fijada en la punta de una lanza; pero la imitación de este mismo caso en la persona de la madre de Eurialo deleita por extremo y es uno de los más tiernos pasos de laEneida57:


    ¡Triste de mí, que puedo yo así verte,
Euríalo mío! ¡Oh riguroso cielo!
¿Tú eres quien decía mi dura suerte,
que a mi sola vejez daría consuelo?
¿Cómo, cruel, pudiste no dolerte
de me dejar tan sola en tanto duelo?
¿Partiéndote, a la muerte no quisiste
dejarte hablar de aquesta madre triste?...
    Rútulos, si hay piedad en vos, yo os ruego
queráis aquí gustosa muerte darme:
clavadme con mil flechas luego, luego,
quered antes que a nadie aquí acabarme.
Oh tú, oh gran padre, con el bravo fuego
de un fiero rayo quieras ya lanzarme
(si ya te enfado) en la región oscura,
pues me veda otra muerte mi ventura.



Asimismo en las representaciones teatrales el auditorio recibe placer, y, como dice San Agustín58, llora con gusto en aquellas imitaciones de trágicos sucesos que, si fueran verdaderos, causarían sólo aflicción y tormento; antes bien, en tales sucesos el dolor mismo es el deleite de quien los ve representar: dolor ipse est voluptas eius. La razón fundamental de todo esto se explica claramente por medio de aquella ley de recíproca amistad que Dios, con divino acuerdo, ha establecido entre el alma y el cuerpo, por la cual ley, a las impresiones hechas en el cuerpo, se siguen inmediatamente ciertos movimientos del alma, y los pensamientos del alma producen ciertos movimientos en el cuerpo. Los objetos lastimosos u horribles, siendo verdaderos y estando presentes, afligen u horrorizan nuestra alma con mayor fuerza que estando lejos o siendo imitados, porque como presentes hacen mayor impresión en los sentidos, de la cual se sigue mayor conmoción en el ánimo; y como imitados, aunque ocasionen los primeros movimientos en el cuerpo, no llegan a mover el alma, que ya los conoce fingidos; nuestra alma, pues, conociendo que aquel objeto lastimoso es imitado y no verdadero, reprime la conmoción que debiera seguir en ella detrás de las impresiones del cuerpo por la ley ya dicha, y al mismo tiempo recibe placer y gusto de descubrir y advertir el engaño de la imitación y la perfección con que se imita aquel objeto. Por esta razón, mientras no se reconoce y advierte el engaño, lo imitado o imaginado mueve tanto como lo verdadero; y por esto mismo en las tragedias, como ya hemos dicho, se llora con gusto; lo cual sucede cuando, por la viva imitación de los objetos lastimosos, las primeras impresiones que recibe el auditorio son muy fuertes, y consiguientemente mueven afectos muy vehementes, porque entonces, por la repentina violencia de las impresiones, hechas en los sentidos por el objeto imitado, no puede el alma reprimir de un golpe sus primeros movimientos, que producen en los ojos el natural efecto del llanto, y al mismo tiempo el alma, advirtiendo el yerro de haberse conmovido en la representación de un objeto fingido como si fuera verdadero, y admirando la perfección del arte y de la imitación, siente internamente un dulcísimo placer.

Aquí se puede con razón preguntar por qué el ver u oír las pasiones ajenas tenga en nosotros tanta fuerza que nos mueva, nos interese y empeñe en los mismos afectos. A cuya duda no sabré dar más bien fundada ni más ingeniosa respuesta de la que hallo en el doctísimo P. Bernardo Lamy59. Los hombres, dice, están enlazados el uno al otro con una rara simpatía, la cual hace que, naturalmente, se comuniquen sus pasiones vistiéndose recíprocamente de los pensamientos y afectos de aquellos con quienes tratan, como no haya algún obstáculo que detenga el curso de la naturaleza; y esto sucede porque nuestro cuerpo está de tal manera organizado y dispuesto, que la sola visita de una persona enojada, moviendo nuestros espíritus y nuestra sangre, nos comunica un cierto movimiento de enojo, y un semblante melancólico nos da melancolía. Es éste un efecto admirable de la sabiduría de Dios, que nos ha hecho primeramente para sí, y en segundo lugar, los unos para los otros. Porque como las pasiones son las que dan movimiento al alma para que busque el bien y evite el mal, la naturaleza con esta simpatía nos inclina a remediar el mal de nuestro prójimo y a procurarle todo aquel bien que desea. Esto mismo había ya insinuado el ingenioso Horacio cuando dijo:


    Ut ridentibus adrident, ita flentibus adflent
humani vultus.



Ésta es la dulzura poética, y éste su fundamento y su origen. De lo cual se ve claramente cuán diversa es de la belleza y cuánto la excede en el deleite que produce. La dulzura deleita siempre y a todos, porque, como procede de un principio natural y la naturaleza obra siempre constantemente sin variar, eslabonando siempre los mismos efectos de las mismas causas, es preciso que la viva imitación y representación de pasiones y afectos excite siempre en nosotros, por la natural simpatía, una suave conmoción de semejantes afectos. Pero, la belleza poética, como es de la jurisdicción de los entendimientos, tan variables y diversos en sus juicios, y como debe su ser más al artificio que a la naturaleza, no siempre consigue el fin de deleitar generalmente a todos. Por esto vemos que un mismo paso a unos parece ingenioso, agudo y elegante, y a otros parece afectado y frío. Y esta diversidad de pareceres procede de la diversidad de gustos y de la diferente disposición de ánimo con que cada uno mira una misma cosa, según las opiniones de que está preocupado y según su genio y sus estudios. Pero las pasiones, los afectos y la simpatía natural que causan la dulzura poética, son comunes a todos: todos las sienten y en todos hacen su ordinario efecto. Ni el entendimiento mudable, ni el genio diverso, ni las varias preocupaciones, ni los diferentes estudios, pueden hacer que no muevan a compasión las lágrimas de una persona afligida, que no enternezcan los extremos de un amante apasionado y que no cause alegría la risa de un hombre contento y regocijado.

Esta calidad de la dulzura poética es por quien hoy día se estiman tanto, entre los ingenios de buen gusto, los fragmentos de la poetisa Safo y las odas de Anacreonte; y por esta misma, además de otras circunstancias, por las cuales se descuella tanto sobre el vulgo de los demás poetas, durará siempre inmortal la fama del gran Virgilio, y lograrán entre los entendidos más estimación dos versos suyos, en los cuales exprese con su acostumbrada dulzura algún afecto, que toda la magnificencia de Lucano, toda la pompa de Claudiano y toda la agudeza de Marcial. Y por la misma, a mi entender, se deberá también apreciar más un soneto afectuoso de Garcilaso, o de Lupercio Leonardo; o de otro cualquier poeta de buen gusto, que todos los conceptos y toda la afectación de Góngora, o de otros poetas del mismo estilo.

Para acabar de entender las ventajas de la dulzura sobre la belleza, cotejaremos ahora un mismo concepto, adornado de belleza por un autor, o expresado con dulzura por otro. Marcial y Garcilaso escribieron a un mismo asunto sobre el caso de Hero y Leandro: el uno el epigrama 25, In Amphit., y el otro el soneto que empieza: Pasando el mar Leandro el animoso, y ambos concluyen con un mismo concepto. Marcial dice en su último pentámetro:


Parcite dum propero, mergite dum redeo.



Y Garcilaso en su último terceto:


    Ondas, pues no se excusa que yo muera,
dejadme allá llegar, y a la tornada,
vuestro furor ejecutad en mi vida.



En aquel pentámetro de Marcial resplandece una suma belleza por la brevedad y claridad con que se expresa el concepto, y por el artificio de la locución, esto es, por la figura isocolon, o de períodos iguales, y por las figuras que los latinos llaman silimiter cadens y similiter desinens. El terceto de Garcilaso no tiene nada de esto. Conocía nuestro poeta que la demasiada brevedad a veces disminuye el efecto y que se opone a la pasión lo artificioso de las palabras, por lo que, desnudado el concepto de Marcial de todo ese artificio, le dejó en su sencillez natural, y amplificándole con más afecto, quiso hacerle menos bello, por hacerle más dulce.

El mismo Garcilaso añadió también, con una breve repetición, mucha dulzura a otro pensamiento que imitó de aquel verso de Virgilio: Dulces, exuviae, dum fiata deusque sinebant, en uno de sus sonetos, donde dice:


    Ay dulces prendas por mí mal halladas;
dulces y alegres cuando Dios quería, etc.



De todo lo cual se colige que, como los diestros pintores con pocas pinceladas saben retocar un lienzo de tal suerte que le avivan, ennoblecen y perfeccionan, así los buenos poetas, con ciertas minucias, al parecer que pocos conocen, con una palabra, con una repetición, con un apóstrofe, con un epíteto expresivo, con una voz afectuosa y otras cosas semejantes, saben mejorar un concepto y añadirle singular gracia y realce.

El célebre Luis de Camõens dio a entender que sabía muy bien esto mismo, pues escogió con tanto cuidado las voces más tiernas para dar mayor dulzura a este soneto, que así por ésta, como por otras circunstancias, es extremado:


   Está o lascivo e doce passarinho
com o biquinho as penas ordenando,
o verso sem medida alegre e brando
espedindo no rustico raminho.
    O cruel cazador, que do caminho
se vem calado e manso desviando,
na pronta vista á seta endereitando,
en morte lhe converte ò charo minho.
   Dest'arte e corazao, que liure audava,
(posto que jà de longe destinado)
onde menos temia, foi ferido.
    Porque o frecheiro cego m'esperava
pera que me tomasse descuidado,
em vossos claros olhos escondido.






ArribaAbajoCapítulo VI

Reglas para la dulzura poética dilucidadas con varios ejemplos


Pues queda ya claramente explicado lo que es y en qué consiste la dulzura poética, veamos ahora las reglas y los modos con que el poeta puede hacer dulces y afectuosos sus versos. La retórica enseña difusamente este punto, dando reglas para mover los afectos; por lo que, remitiéndonos cuanto a esto a lo que se halla escrito en muchos libros y autores de retórica, me contentaré con insinuar aquí brevemente los principales preceptos, añadiendo algunas observaciones particulares y propias de la poesía, a cuya práctica darán luz varios ejemplos.

La principal regla en la cual se cifran y encierran todas las demás es, según Quintiliano y todos los mejores maestros, mover primero nuestros afectos para mover los ajenos. Summa enim, quantum ego quidem sentio, circa movendos affectus, in hoc posita est ut moveamur ipsi. Debe el poeta internarse en los afectos que imita, observando con atento cuidado todo lo que en tales casos suelen naturalmente hacer y decir las personas agitadas de semejante pasión. Un amante, por ejemplo, afligido por la muerte de la persona que amaba, halla naturalmente motivos de mayor dolor en todos los objetos que le acuerdan la pérdida de su dueño y se la representan a su turbada imaginación. De estas circunstancias se valió Garcilaso en la Égloga primera, para pintar con dulzura extremada el sentimiento de Nemoroso, que, afligido por la muerte de su Elisa, se vuelve a los objetos que le representaban su pasada felicidad con estas tiernas quejas:


    Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas,
verde prado, de fresca sombra lleno,
aves, que aquí sembráis vuestras querellas,
yedra que por los árboles caminas
torciendo el paso por su verde seno:
yo me vi tan ajeno
del grave mal que siento,
que, de puro contento,
con vuestra soledad me recreaba;
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría,
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.
    Y en este mismo valle donde agora
me entristezco y me canso en el reposo,
estuve ya contento y descansado.
¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
Acuérdome, durmiendo aquí algún hora,
que, despertando, a Elisa vi a mi lado, etc.



Virgilio, que en la expresión de los afectos es incomparable, puede franquearnos muchos ejemplos. Nótese, entre otros, la maestría de aquel paso de Niso y Euríalo en el lib. IX, y véase cómo siguió y copió exactamente la naturaleza, y con qué vivos colores pintó el afán, la turbación y la precipitación de Niso por acudir a su amigo Euríalo y librarle del riesgo. Pero mejor lo dirá la traducción de nuestro Gregorio Hernández de Velasco, por quien España no tiene que envidiar a Italia su Aníbal Caro:


    A mi, a mi, veisme aquí, yo hice el daño:
en mí sea el hierro agudo ensangrentado,
Rutulos, yo el autor soy de este engaño,
que éste nada ha podido, nada ha osado.
El cielo sabe bien que no os engaño,
y las estrellas, que nos han mirado;
sólo ha ofendido (el cielo es buen testigo)
en ser del infelice Niso amigo.



A veces una sola circunstancia que manifieste y pinte la vehemencia de una pasión, basta para dar mucha dulzura a los versos. En el idilio XXIV de Teócrito hay una pintura de un amante, cuya pasión se expresa más con la sola circunstancia de bajarse a besar el umbral de una puerta, que con las más tiernas quejas que el poeta pudiera haber imaginado:


    Ya no pudiendo resistir su pena,
fuese llorando hacia el cruel albergue,
y, llegando al umbral, besóle y dijo, etc.



Semejante a esta pintura es otra del licenciado Luis de Soto en la égloga que empieza: Las bellas Hamadríadas que cría, etcétera, donde enriquece nuestra vulgar poesía de todos los primores y gracias de la griega y latina:


    Yo vide, al tiempo que la aurora muestra
en este día su rosada lumbre,
al triste Pilas húmedas mejillas,
a quien la mano diestra
era coluna, y de ella las rodillas;
que destas florecillas
con sus lamentos marchitó tal suma, etc.



La mezcla de muchas figuras juntas, que, como enseña Longino60, es el mejor medio para mover las pasiones, y, sobre todo, aquellas figuras que son más propias para explicar los afectos, como la exclamación, la hipérbaton y la apóstrofe a las cosas inanimadas o ausentes, contribuyen mucho a la dulzura poética. En la Égloga primera de Garcilaso es muy tierna aquella apóstrofe a Elisa, donde canta su apoteosis:


    Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas?, etc.



Asimismo se exprime muy bien el afecto con la improvisa mutación de discurso, de asunto y de personas, por medio de exclamación y de apóstrofe, como en el idilio VIII de Teócrito:


    Viento a las plantas, sequedad al río,
red a la fiera, lazo al pajarillo,
al hombre daña amor. ¡Oh Padre, oh Jove,
no amé yo solo, que tú y todo amaste!



De la mezcla de varias figuras, que manifiesten vehemente pasión, hay un ejemplo muy al caso en la Égloga segunda de Garcilaso:


    Vosotros, los de Tajo en su ribera,
cantaréis la mi muerte cada día;
este descanso llevaré aunque muera:
que cada día cantaréis mi muerte,
vosotros, los de Tajo en su ribera.



Aquí el apóstrofe, la repetición, la anadiplosis o trocamiento, la epanástrofe o reversión, mueven con mucha dulzura los afectos. Éste es un paso en que Garcilaso imitó a Virgilio en la Égloga décima, donde dice: «trislis al ille tamen cantabitis», etc. O por decir mejor, es imitación de Sannazaro, que en la Prosa 8 de la Arcadia dice: «voi, Arcadi, cantarete nei vostri monti la mia morte; Arcadi, soli di cantare esperti, voi la mia morte nei vostri monti cantarete»;en la cual imitación nuestro poeta hizo, a mi parecer, gran ventaja al italiano, porque Sannazaro hace la repetición con demasiada servidumbre y sujeción, lo que manifiesta mucho el artificio y disminuye el afecto; pero Garcilaso, con mucho acuerdo, interrumpe la repetición con aquel verso: Este descanso llevaré aunque muera, y muda también algo en la reversión.

Esta razón, además de ser clara, está fundada en un precepto muy notable de Aristóteles en el libro 3, cap. 9, de su Retórica, el cual, según la traducción de Mayoragio, es el siguiente: Neque servanda semper est proportio, ut omnia consentanea videantur: sic enim fallitur auditor... alloquin aperta fient omnia. Si vero aliquid servatuinfuerit, aliquid non, sequitur artificium, cum tamen idem fiat, etc.

No es necesario absolutamente para la dulzura poética que los afectos movidos sean de amor, de compasión o de dolor; cualquiera otra pasión o afecto que se exprese tiernamente puede hacer dulces los versos, como se echa de ver en aquella oda de Horacio: Beatus ille, qui procul negotiis, etc., y en otras muchas de este mismo poeta y de otros, que no dejan de ser dulcísimas, aunque sus asuntos no sean de amor ni de compasión.




ArribaAbajoCapítulo VII

De la belleza en general y de la belleza de la poesía y de la verdad


Hasta aquí hemos hablado de la dulzura, ahora hablaremos de la belleza de la poesía. Pero como el conocimiento de las cosas particulares pende del de las universales, habremos de examinar primero lo que es la belleza en general y considerada como en abstracto, para entender después mejor la belleza particular de la poesía; indagación que no es nada fácil como parece, pues el filósofo Hipias, en Platón, se confundió con las preguntas de Sócrates sobre este asunto y se vio precisado a desdecirse muchas veces. Sin embargo, yo procuraré aclarar brevemente este punto, ayudado de las doctas especulaciones del señor Crousaz, que ha escrito un tratado de belleza con singular penetración y fundamento, a cuyas demostraciones y pruebas me remito en cuanto aquí dijere, por no dilatarme demasiadamente.

La belleza no es cosa imaginaria, sino real, porque se compone de calidades reales y verdaderas. Estas calidades son la variedad, la unidad, la regularidad, el orden y la proporción61.

La variedad hermosea los objetos y deleita en extremo, pero también cansa y fatiga, siendo necesario que para no cansar sea reducida a la unidad que la temple y la facilite a la comprensión del entendimiento, que recibe mayor placer de la variedad de los objetos cuando éstos se refieren a ciertas especies y clases.

De la variedad y unidad proceden la regularidad, el orden y la proporción, porque lo que es vario y uniforme es, al mismo tiempo, regular, ordenado y proporcionado. Estas tres calidades son también necesarias como las otras para la belleza de cualquiera especie, porque lo irregular, lo desordenado y desproporcionado no puede jamás ser agradable ni hermoso en el estado natural de las cosas. Es fácil aplicar todo lo dicho a los cuadros de un jardín, a un palacio, a un templo y a todos los demás objetos a quienes damos el nombre de bellos, consistiendo su belleza en lo vario y uniforme, en lo regular, en lo bien ordenado y proporcionado de sus partes.

En la proporción se incluye otra calidad o circunstancia de la belleza, también muy esencial, y consiste en todo aquello que hace un objeto más propio y apto para conseguir su fin. Por esta circunstancia persuadió Sócrates a Hipias que una cuchara de madera era más bella que otra de oro, habiendo de servir para una olla de barro. Y en esta misma circunstancia se funda la belleza del cuerpo humano y de todos sus miembros.

La belleza obra en nuestros ánimos con increíble prontitud y fuerza, y un objeto nos parece bello antes que el entendimiento haya tenido tiempo de advertir ni examinar su proposición, su regularidad, su variedad y demás circunstancias. A todo se anticipa la eficacia de la hermosura, y parece que quiere rendir la voluntad antes que el entendimiento y que no necesita de nuestra intervención para triunfar de nuestros afectos.

Sin embargo, puede ser mayor o menor la eficacia de la belleza, según la varia disposición de nuestro ánimo. La educación, el genio, las opiniones diversas, los hábitos y otras circunstancias pueden hacer parecer hermoso lo que es feo, y feo lo que es hermoso. En algunas partes de África se tienen por circunstancias de belleza la nariz roma y el color atezado, porque los niños, desde que nacen, no ven otro género de rostros ni otra tez mejor, y de esta manera se acostumbran a juzgar hermoso lo que entre nosotros es feo. Un hombre condenado a muerte que tenga delante de sí un cuadro de un crucifijo de mano de Rafael de Urbino, o de Ticiano, o de Jordán, o de otro famoso pintor, aunque entienda de pintura, no reparará en la belleza y maestría de la que tiene presente, porque su aflicción y su desgracia le tendrán embargadas todas las potencias y le ocuparán todos sus pensamientos en la muerte que espera por horas. Pero, como hay disposición de ánimo que disminuye la actividad de la belleza, hay también disposición que la acrecienta. Una hermosura bizarra y varonil hará más impresión que otra cualquiera en el ánimo de un hombre de genio feroz y marcial; y, al contrario, un semblante halagüeño y apacible, prenderá con más fuerza a uno que sea de genio sosegado y pacífico.

Además de estas disposiciones de nuestro corazón, puede haber en los objetos mismos otras disposiciones o calidades que aumenten la eficacia de su belleza. Estas calidades son tres: grandeza, novedad y diversidad. Así, vemos que igualmente concurren a acreditar de hermoso un palacio o un templo lo grande del edificio, lo nuevo del diseño y lo vario de su disposición y de su adorno.

Supuestos y entendidos estos principios de la belleza en general, será muy fácil aplicarlos a la poesía y a sus reglas, cuya particular belleza consiste en esas cinco calidades que hemos dicho: variedad, unidad, regularidad, orden y proporción; o, por decir mejor, consiste en la verdad acompañada y hermoseada con esas cinco circunstancias o calidades. De manera que las verdades razonadas con variedad uniforme y proporcionadas con regularidad y orden, son los adornos y los principales fundamentos sobre los cuales estriba y por los cuales brilla y resplandece más la belleza de los versos. En estas cinco calidades se funda la razón por la cual los preceptos poéticos hacen tan hermosamente agradables todas las diversas partes y especies de la poesía; y a poca reflexión se entenderá fácilmente, y de estos mismos principios procede la bien ideada formación de todas sus particulares reglas, como la unidad de acción, de tiempo y de lugar en las tragedias y comedias, la unidad de acción y de héroe en el poema épico, la verosimilitud de la fábula, la variedad y conexión de los episodios, la igualdad o la diversidad uniforme de las costumbres, la proporción de las imágenes y de las metáforas, la congruencia de la locución con las circunstancias y con el fin, y todo lo demás que iremos después explicando en su oportuno lugar.

La basa, pues, y el fundamento de la belleza poética es la verdad, que de suyo tiene el ser variamente uniforme, regular y proporcionada: circunstancias que la constituyen siempre hermosa. Por el contrario, la falsedad ostenta siempre la fealdad y descompostura de las partes que la componen, en las cuales todo es desunión, irregularidad y desproporción. Encuentra también la verdad disposiciones ya favorables, ya contrarias, así en nosotros como en sí misma. En nosotros, por las varias preocupaciones, gustos, genios, costumbres y pasiones de cada uno, que hacen que una misma verdad agrade a unos y desagrade a otros, y parezca más o menos bella según la diversa disposición de ánimo con que cada uno la considera y la recibe. En sí misma por aquellas tres circunstancias de la grandeza, novedad y diversidad, o las contrarias a éstas, que acrecientan o disminuyen su belleza y su eficacia. Porque como las verdades que se representan al entendimiento con la recomendación de grandes, de nuevas y varias, hacen en él mayor impresión y le suspende y deleitan con más fuerza, así, al contrario, las verdades triviales, ordinarias, vulgares y de poca importancia, no sólo no admiran, sino que causan enfado y disgusto. Sobre todo la obscuridad se opone directamente a la belleza de la verdad, frustrando todos los buenos efectos que pueden producir en nuestros ánimos las circunstancias de lo grande, de lo nuevo y de lo vario. En las Soledades, de Góngora, habrá sin duda muchas verdades o muchos conceptos verdaderos que tendrán todas esas circunstancias, pero ¿quien podrá desemboscar de tan enmarañadas cláusulas alguna verdad o algún concepto que llene la curiosidad concebida? Quizá por la obscuridad de tales poesías, donde a veces con dificultad se encuentra el sentido gramatical y la construcción, dijo Quevedo aquello de: «ni me entiendes, ni me entiendo; pues cátate, que soy culto», y quizá por lo mismo dijo Juan de Jáuregui en una canción que compuso aposta, haciendo burla de semejante estilo:


    Canción, al que indignare
tu voz altiva y sílabas tremendas,
dile que en silogismos no repare,
que no te faltará de quien lo aprendas,
basta que tú me entiendas,
y que el lenguaje culto
muchos no lo distinguen de el oculto.



Si se considera y examina cuanto hemos dicho acerca de la belleza en general y de la belleza de la poesía, se hallará todo muy conforme a la opinión de Muratori62. Colocó este autor la belleza poética en la luz y resplandor de la verdad, que, iluminando nuestra alma y desterrando de ella las tinieblas de la ignorancia, la llena de un suavísimo placer. Esta luz consiste en la brevedad, claridad, evidencia, energía, novedad, honestidad, utilidad, magnificencia, proporción, disposición, probabilidad y otras calidades, que pueden acompañar la verdad, calidades que, si bien se carean, se reducen a las mismas cinco que arriba hemos dicho.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De las dos especies de verdad cierta o probable


Dirán muchos que ando muy errado en asentar la verdad por base y fundamento de la belleza poética, cuando nadie ignora que la poesía es una continua fragua de mentiras. La invención de tantas falsas deidades y de tantas fábulas, y la vanidad de los conceptos de los poetas, que juran que los mata un desdén y luego los resucita un favor, que el sol se confiesa vencido de los ojos de Filis, a cuya presencia reverdece el prado y se adorna de rosas y azucenas nuevamente producidas por el contacto de su pie, y otras mil expresiones de este género, desmienten este principio, y, al contrario, prueban que, no la verdad, sino la mentira es el fundamento de la belleza de la poesía. Esto dirá el vulgo que mira las cosas por la corteza, pero todo quedará desvanecido como se advierta con el citado Muratori63 que la verdad es de dos especies. Una es la verdad que de hecho es o realmente ha sido; otra es la verdad que verosímilmente es o ha sido o ha podido y debido ser según las fuerzas y el curso regular de la naturaleza. La primera verdad es la que buscan los teólogos, los matemáticos y las otras ciencias, como también la historia. La segunda especie de verdad pertenece a los poetas, a los retóricos y a veces a los historiadores. De la primera verdad se forma la ciencia, de la segunda nace la opinión; la una puede llamarse verdad necesaria, evidente o moralmente cierta, como sería decir que Dios es eterno y omnipotente; que la tierra es redonda; que el sol calienta y resplandece; que Roma, en otros tiempos, fue república y conquistó muchas provincias de Europa y de Asia; que un ejército de cristianos acaudillados por Godofredo de Bouillón recobró la ciudad de Jerusalén del poder de los sarracenos, etc. La otra puede llamarse verdad posible, probable o creíble, que comúnmente se dice verosímil, como sería decir que debajo de la luna hay fuego elemental; que Rómulo y Remo se criaron a los pechos de una loba; que en la conquista de Tierra Santa, en tiempos de Bouillón, hubo un gallardo sarraceno llamado Argante y una valerosa amazona llamada Clorinda, etc.

La belleza poética debe estar fundada en una de estas dos verdades, o en la verdad real y existente, o en la posible y verosímil. Si nuestro entendimiento no aprende en la poesía una de estas dos verdades, no puede hallar en ella deleite ni belleza alguna, porque lo falso, conocido por tal, no puede jamás agradar al entendimiento ni parecerle hermoso.

Esto supuesto, ya no habrá motivo para decir que la poesía es fragua de mentiras y que su belleza no puede con razón fundarse en la verdad. Porque, además de que en los poemas y en toda especie de poesía se halla mucha parte de la verdad real y existente, ya de historia, ya de geografía, ya de moral, ya de física, la otra parte que el poeta añade pertenece a la otra clase de las verdades posibles, creíbles y verosímiles. En lo cual no puede haber duda, si se advierte la distinción que hay entre la ficción y la mentira, como la advirtieron el Muratori y el doctísimo marqués Juan José Orsia64, según un agudo pensamiento de San Agustín, que dice que la mentira tiene por blanco el engañar y hacer creer lo falso, pero la ficción, aunque en la apariencia es mentira, se refiere indirectamente a alguna verdad que en sí encierra y esconde65: Quod scriptum est de domino, finxit se longius ire non ad mendacium pertinet; sed quando id fingimus, quod nihil significat, tunc est mendacium. Quam autem fictio nostra refertur ad aliquam significa tionem, non est mendacium, sed aliqua figura veritatis. Alioquin omnia, quae a sapientibus et sanctis viris, vel etiam ab ipso dominofigurate dicta sunt, mendacia deputarentur, quia secundum usitatum intellectum non subsistit veritas in talibus dictis... Ficta sunt ergo esta ad rem quandam significandam... Fictio igitur, quae ad aliquam veritatem refertur, figura est, quae non refertur mendacium est, etc.

Todas las fábulas poéticas de los antiguos figuraban de ordinario alguna verdad, o teológica, o física, o moral. Por ejemplo, la transformación de Júpiter en lluvia de oro, para penetrar el alcázar donde estaba encerrada Dánae; los encantos de Circe, que transformaba en puercos todos los pasajeros que a su isla aportaban; los milagros de Orfeo y de Anfión, que al son de sus liras movían las peñas y las selvas, eran todas ficciones, no mentiras; porque, aunque en lo exterior tenían visos de serlo, encerraban en sí y figuraban verdades de provechosa enseñanza. Pues la lluvia de oro significaba claramente que no hay puerta que no se abra con llave de este metal, ni muralla que resista a sus baterías; los encantos de Circe eran figura de los torpes placeres, y los prodigios de éstos tan diestros y músicos, Orfeo y Anfión, eran símbolo claro de la fuerza que tiene la elocuencia para mover hasta los más feroces ánimos y los más empedernidos corazones. Y así, discurriendo por todas las fábulas, ninguna se hallará que no se refiera indirectamente a alguna verdad. Homero llenó todos sus poemas de semejantes mentiras aparentes, tanto, que hasta los mismos gentiles le censuraron que hubiese atribuido a sus dioses no sólo pasiones, sino aún vicios humanos. Sin embargo, los eruditos descubren muchas verdades escondidas y envueltas en sus ficciones, de cuyas alegorías compuso un libro Heráclides Póntico.

Los hipérboles y demás fantasías y figuras poéticas, no menos que las fábulas, aunque parezcan mentiras, siempre significan alguna cosa verdadera. Cuando dice un poeta que ríe el prado, que calla el mar, quiere decir, con semejantes metáforas, que el prado es ameno y que el mar está en calma. Asimismo, cuando dice «que un caballo corre más veloz que el viento y que las olas del mar ya suben a las estrellas, ya bajan al abismo», etc., pretende, con tales exageraciones, decirnos la verdad, esto es, la gran velocidad de aquel caballo y la violencia extraordinaria de aquella borrasca; y no pudiéndolo decir tan precisamente que ni exceda ni falte, dice más de lo que es para que se crea lo que es, siendo en estos casos mejor, como enseña Quintiliano, que la expresión pase algo más allá de la raya, por no quedar corta: melius ultra, quam citra stat oratio.

Lo mismo digo de los demás encarecimientos poéticos, que, aunque en lo exterior son falsos, siempre significan alguna verdad o alguna cosa que a lo menos parece verdad a la fantasía del poeta; lo cual se entenderá más claramente distinguiendo las verdades en absolutas e hipotéticas. No es verdad absoluta, antes bien es falso, que la presencia de una dama haga reverdecer el prado y nacer a cada paso azucenas y claveles, que codiciosos y atrevidos aspiran a la dicha de ser pisados de tan hermosos pies; pero en la hipótesis de que las flores tuviesen sentido y conocimiento de la hermosura de aquella dama, y estuviesen tan enamoradas como el poeta, es verdad que formarían tales pensamientos y tendrían tales deseos. Asimismo es verdad hipotética que un hombre agitado de una violenta pasión, olvidándose de que los cielos, los árboles y las peñas son incapaces de entender sus quejas y de interesarse en sus pasiones, no obstante les hable como si tuviesen alma y sentido y les atribuya pensamientos y discursos de racionales. El poeta, con tales encarecimientos y figuras, no quiere engañarnos, sino sólo darnos a entender, sin quedar corto, la extremada hermosura de aquella dama y la violencia de aquella pasión que le trae como fuera de sí. De manera que todo lo que al vulgo parece mentira poética, si bien se mira, contiene siempre, directa o indirectamente, alguna verdad, ya absoluta, ya hipotética, ya cierta y real, ya probable, verosímil y posible.




ArribaAbajoCapítulo IX

De la verosimilitud


Tiene tanta parte en la poesía y en la belleza poética la verosimilitud y hemos hecho tantas veces mención de ella, que me parece inexcusable el examinar aparte y más de cerca su naturaleza. Es este término de suyo tan claro y tan común, que no creo que haya capacidad tan corta que no comprenda lo que significa. Al oír un hecho, una historia, o una circunstancia, dícese que es verosímil o inverosímil; y si se lee un poema o se ve representar una comedia, dícese luego, sin tropiezo, si son o no verosímiles los lances, el enredo, la locución, etcétera, y todos entienden lo que en tales casos quiere significar este término verosímil. Todos tienen presentes en la memoria las ideas o imágenes de las cosas vistas u oídas, y cotejando luego con estas ideas e imágenes la representación que el poeta hace de otras ideas e imágenes, ven, en una ojeada, si se parecen o no unas a otras, y entonces se dice que son verosímiles o inverosímiles aquellos lances, aquella locución, etc. Paréceme, pues, que la verosimilitud no es otra cosa sino una imitación, una pintura, una copia bien sacada de las cosas, según son en nuestra opinión, de la cual pende la verosimilitud; de manera que todo lo que es conforme a nuestras opiniones, sean éstas erradas o verdaderas, es para nosotros verosímil, y todo lo que repugna a las opiniones que de las cosas hemos concebido es inverosímil. Será pues verosímil todo lo que es creíble, siendo creíble todo lo que es conforme a nuestras opiniones. Por ejemplo, la opinión que tenemos de Aquiles, de Alejandro, de Escipión, etc., es que fueron muy valientes y esforzados capitanes; con que si el poeta nos los representa pusilánimes y cobardes, diremos, con razón, que su representación es inverosímil, porque repugna manifiestamente al concepto que de tales capitanes hemos formado. Asimismo, los pastores, según nuestra opinión, son incultos, ignorantes y rudos; por lo que si un mal poeta introduce un pastor o un hombre del campo a hablar de filosofía y de política, y a decir sentencias tan graves como las diría un Sócrates o un Séneca, a cualquiera parece inverosímil esa imitación, como tan desemejante del concepto que de tales personas hemos hecho. Y lo mismo será si la frase, los términos y el artificio con que el pastor explica sus pensamientos fueren tales, que más parezcan estilo de un culto cortesano que de un villano rudo. Pero, al contrario, que en la conquista de Jerusalén, en tiempo de Godofredo, mediasen embajadas de una parte a otra para tratar de paz o de ajuste; que entre los sarracenos hubiese un hombre de mucho valor llamado Argante; que dos príncipes jóvenes se rindiesen a los halagos de una hermosura; que alguno del ejército, por envidia, hablase mal de uno de los príncipes y éste, colérico y vengativo, le diese muerte; que una maga formase por encanto palacios y jardines deleitosos; que en el ejército se amotinasen soldados sediciosos, etc., todas son cosas conformes a nuestras opiniones y a lo que hemos visto o leído que sucede en otras ocasiones semejantes, de suerte que todas nos parecen verosímiles, probables y posibles, y nos deleita el aprender que aquella conquista pudo haber sucedido como el poeta la refiere.

Sin embargo, de todo lo dicho, hay poetas que deleitan por extremo con imágenes y cosas que son increíbles para muchos, y, por consiguiente, inverosímiles. Por ejemplo, Ariosto, siguiendo el estilo de los libros de caballerías, llenó su poema del Orlando furioso de anillos y astas encantadas, de hipogrifos, de novelas contrarias a la historia y de otras mil cosas de este género, inverosímiles para cualquier hombre de juicio y que sepa algo de historia, con que parece que no es necesaria la verosimilitud para la belleza poética y para el deleite que de ella procede.

A esta dificultad responde oportunamente Muratori66 distinguiendo dos verosimilitudes: una popular, otra noble; la popular es aquella que parece tal al rudo vulgo y a las personas legas; la noble es aquella que sólo parece tal a los doctos; con esta diferencia: que lo que es verosímil para los doctos, lo es también para el vulgo, pero no todo lo que parece verosímil al vulgo lo parece también a los doctos. Todos los cuentos que se leen en los libros de caballería y en algunos poetas que han seguido su estilo, como Ariosto, Boyardo, Berni y otros, tiene la verosimilitud popular que basta para deleitar al vulgo, a cuyo entretenimiento son dirigidas aquellas invenciones, las cuales también divierten a los doctos con su verosimilitud popular, en la cual admiran la destreza y artificio del poeta, que con ella ha sabido conseguir perfectamente su fin, que era sólo entretener y divertir al vulgo.

La verosimilitud popular, de que hablamos, nos da ocasión de examinar una duda perteneciente a este lugar, es a saber, si lo verosímil pasa los límites de lo posible, quiero decir, si es verosímil solamente lo posible o si a veces son también verosímiles los imposibles y, consiguientemente, si se pueda dar alguna verdad inverosímil e increíble. A primera vista parece que es clara la afirmativa; y así lo siente el marqués Orsi67, aplicando, con la autoridad de Egidio, a dos operaciones del entendimiento, esto es a la creencia científica y a la simple persuasiva, dos consentimientos diversos que da el entendimiento, o arreglado de su propia luz, o movido del apetito. De estos consentimientos resultan dos principales creencias: del primero la una, que tiene por objeto lo necesario como verdadero; del segundo la otra, que tiene por objeto lo contingente como creíble. La primera especie de creencia tiene su fundamento en la ciencia, la segunda en la opinión. De aquí concluye, con el filósofo Bonamici, que se puede dar una verosimilitud no verdadera y una verdad no verosímil. Porque lo verdadero y lo posible pueden discordar tal vez de lo creíble, siendo lo creíble y lo posible diversos según la definición del Castelvetro, que dice ser «la posibilidad aquella potencia en la acción que no tiene imposibilidad de venir al acto, y la credibilidad ser aquella conveniencia en la acción por la cual puede creerse que sea reducida al acto». La naturaleza y la opinión tienen diversos confines, de modo que una misma cosa puede caber en lo posible y no en lo creíble, y otra puede caber en lo creíble y no en lo posible. Si sucede que lo posible pase más allá de lo creíble, también sucede que lo creíble exceda a veces a lo posible.

Pero todo este obscuro razonamiento, si yo no me engaño, tiene mucho de sofístico. Toda la cuestión se reduce a saber si lo imposible es creíble y si la verdad es a veces inverosímil e increíble. Si todo el antecedente discurso se ciñe a probar que los hombres se engañan frecuentemente en sus juicios, teniendo por posible y creíble lo imposible, y por falso e inverosímil lo verdadero, es eso de suyo tan evidente, que no necesita de prueba; pero, si con ese discurso se quiere probar una como paradoja, esto es, que la verdad, conocida por tal, pueda ser inverosímil, y lo imposible, conocido por tal, pueda ser verosímil, me parece que los argumentos son falaces y sofísticos. Y la razón es clara, porque una cosa es la naturaleza de las cosas y otra es nuestra opinión. No es extraño ni nuevo que nuestra opinión no se conforme con la naturaleza de las cosas; y así puede muy bien una misma cosa ser imposible en sí y ser posible y creíble en nuestra opinión, ser verdadera en sí y ser falsa en nuestra opinión, y, consiguientemente, increíble. Esto me parece innegable; pero también lo es que nuestra opinión no puede dejar de conformarse con nuestra misma opinión, y así no puede ser jamás que nuestra opinión tenga una cosa por verdadera y al mismo tiempo por falsa e increíble, o la tenga por imposible y al mismo tiempo por posible y verosímil; y esto mismo es, a mi parecer, lo que viene a probar el discurso del citado autor. Finalmente, para dar fin a esta cuestión, digo que son cosas muy distintas la esencia y naturaleza de los objetos y la opinión que de ellos tenemos; no porque ésta no convenga a veces con aquélla, sino porque la opinión no pende de la naturaleza de las cosas; de suerte que no vale el argumento de una a la otra, siendo siempre evidente, sin necesitar de más pruebas, que la verdad, conocida como verdad en nuestra opinión, no puede jamás dejar de tener el asenso de ella y ser creíble y verosímil; y asimismo lo imposible, conocido como imposible en nuestra opinión, no puede jamás ser tenido en ella como posible, y consiguientemente, por creíble y verosímil, porque la posibilidad o imposibilidad, la verdad o la falsedad de una cosa, pende del ser y naturaleza de la misma cosa, pero su verosimilitud o inverosimilitud, su credibilidad o incredibilidad, pende de nuestra opinión. Los argumentos que prueban que una cosa por su naturaleza imposible o verdadera es a veces, en nuestra opinión, verosímil o inverosímil, prueban lo que nadie ignora ni nadie dificulta, y las definiciones de Castelvetro de la posibilidad y credibilidad son del todo inútiles, y, en lugar de aclarar, obscurecen más la cosa definida. Yo no entiendo qué quiere decir que la posibilidad es aquella potencia que no tiene imposibilidad de venir al acto: porque si el término posibilidad es obscuro, lo es también el término imposibilidad, lo cual es definir una cosa obscura por otra igualmente obscura, y añadir tinieblas a tinieblas. Esta definición, a mi parecer, quiere decir en conclusión: que lo posible es una cosa que no es imposible; y la otra definición se reduce también a semejante sentido: que lo creíble es una cosa que se puede creer. Pero todo eso ya se lo sabía cualquiera sin la definición.

Acerca de la verosimilitud tenemos a Aristóteles68 un precepto comúnmente aprobado de todos, es a saber, que los poetas deben anteponer lo verosímil y creíble a la misma verdad. Lo cual se debe entender, según el citado marqués Orsi69, de la verdad perteneciente a las ciencias especulativas y a la historia. La razón de este precepto, así entendido, es evidente: porque como el fin del poeta es enseñar y aprovechar deleitando no siendo tan acomodada para este fin la verdad histórica o científica como lo es lo verosímil y creíble, es justo que el poeta eche mano de éste, como más oportuno, antes que de aquélla, que tal vez será opuesta a su intento. El historiador refiere los hechos como han sucedido, y así no suelen exceder los límites de lo ordinario y común; al contrario, el poeta busca siempre lo extraordinario, lo nuevo, lo maravilloso, y para esto es mucho mejor la verosimilitud poética que la verdad histórica. Si Homero se hubiera contentado con referir la guerra de Troya como sucedió y los viajes de Ulises como quizás habrán sido, no nos hubieran podido deleitar con tantas maravillas y con tan estupendos sucesos. La verdad histórica de la venida de Eneas a Italia, de la conquista de Jerusalén por Godofredo, y del viaje de Vasco de Gama, no es tal ni tan admirable y deleitosa como nos la pintan Virgilio, Tasso y Camõens, los cuales la hicieron maravillosa, nueva y extraordinaria, valiéndose de la verosimilitud poética y anteponiéndola a la verdad histórica, siempre que con bastante razón pudieron hacerlo. Asimismo la verdad de las ciencias no es siempre conforme a las opiniones del vulgo; y como lo que no es conforme a la opinión no es creíble ni persuade, ni puede ser útil, por eso es preciso que el poeta se aparte muchas veces de las verdades científicas por seguir las opiniones vulgares. Que el ave fénix renazca de sus cenizas, que el viborezno rompa al nacer las entrañas de su propia madre, que el basilisco mate con su vista, que el fuego suba a su esfera colocada debajo de la luna, y otras mil cosas semejantes que las ciencias contradicen e impugnan, pero el vulgo aprueba en sus opiniones, se puede muy bien seguir y aún a veces anteponer a la verdad de las ciencias, por ser ahora, o haber sido en otros tiempos, verosímiles y creíbles entre el vulgo y, por eso mismo, más acomodadas para persuadirle y deleitarle.




ArribaAbajoCapítulo X

De la materia y del artificio


Ya hemos visto el fundamento principal de la belleza poética, que es la verdad, o real, o verosímil y probable. Pasemos ahora adelante a inquirir y explicar todo lo demás que es necesario para la belleza de los versos. Y primeramente es menester suponer que ésta deriva principalmente de dos como fuentes o principios, que son la materia y el artificio. Ya hemos dicho que nuestro entendimiento desea aprender y que le es sumamente agradable la verdad que aprende; ahora es bien advertir que no todas las verdades le agradan, y que hay algunas que no sólo el entendimiento las mira con indiferencia y tibieza, sino que a veces le cansan y enfadan. De este género son las verdades ordinarias, vulgares, bajas y triviales. Solamente las verdades nuevas, grandes y maravillosas son las que el entendimiento ama, desea y recibe con admiración y con gusto. El poeta, pues, si quiere que sus versos sean bellos y deleitosos, debe en primer lugar, buscar o inventar verdades que tengan estos requisitos, eso es, debe buscar o inventar materia nueva, maravillosa, extraordinaria y grande, o, a lo menos, cuando la materia por sí no lo sea, debe hacerla parecer tal con el artificio. Y si con feliz unión pudiese juntar uno y otro requisito, hallando materia nueva, rara y extraordinaria, y adornándola con el correspondiente artificio de pensamientos ingeniosos, de figuras elegantes, de locución dulce, armoniosa y propia, entonces podrá estar seguro de haber dado en el blanco y de haber cumplido enteramente las obligaciones de buen poeta.

La naturaleza regularmente sigue un mismo tenor, obrando según el curso ordinario de las cosas. Sin embargo, de cuando en cuando, como para ostentar su poder, suele obrar portentos y producir raros monstruos. Entre las muchas cosas comunes y ordinarias que suceden, no deja de haber algunas maravillosas y grandes, de las cuales puede echar mano el poeta como de materia apta para picar nuestro gusto y excitar nuestra curiosidad y admiración. La historia, por ejemplo, entre muchos sucesos comunes y ordinarios, trae tal vez algún hecho extraordinario que se lleva nuestra atención. La arrogancia de Mucio Scévola, irritado contra su misma mano, cuando erró el tiro dirigido a Porsenna; la intrepidez de Horacio Cocles en la puente del Tíber, deteniendo a todo el ejército de Toscana; las hazañas de Alejandro Magno y de Julio César; las de nuestro famoso rey don Jaime, llamado el Conquistador, y las de Hernán Cortés y de sus españoles en el descubrimiento y conquista de Méjico, son materia de suyo grande, admirable y extraordinaria. Lo mismo digo de otras muchas cosas, verdades y sucesos, ya de suyo aptos para la admiración, deleite y belleza de la poesía, que el poeta hallará fácilmente si discurre con el pensamiento por los tres reinos de la naturaleza: intelectual, material y humano. Pero, si no hallase materia capaz de deleitar y mover nuestra admiración, o quisiese servirse de materia trivial y ordinaria, es preciso entonces que recurra al artificio, supliendo y ayudando con éste la falta y la imperfección de aquélla. Que un hombre ausente de su patria por el espacio de veinte años haga diversos viajes de uno en otro país, es cosa muy ordinaria y que no tiene nada de grande ni de maravilloso; pero ¡con qué artificio, con cuántas y cuáles maravillas, y con que estilo ennobleció Homero, y hermoseó los viajes de Ulises! Tempestades horribles, naufragios, escollos, sirtes, sirenas, monstruos, encantos, Polifemos, Circes, Calipsos; el cielo mismo dividido en bandos por un hombre, habiendo deidades que le protegían, deidades que le perseguían; y Ulises, finalmente, vencedor de todos sus enemigos y obstáculos, con su valor, su prudencia y sufrimiento, son todas maravillas y circunstancias tan extraordinarias, que hacen noble, grande, deleitosa y admirable la materia más baja y más vulgar. Asimismo, decir que la reina Dido fue desgraciada en maridos, porque, muerto el primero, se vio precisada a huir, y, abandonada del segundo, se dio la muerte, es una verdad que no excede de lo ordinario ni tiene circunstancia alguna de grande ni de maravillosa; no obstante, Ausonio expresó con tal artificio esta misma verdad, que la hizo parecer muy hermosa en este dístico:


   Infelix Dido, nulli bene nupta marito!
Hoc pereunte fugis, hoc fugiente peris.



Es evidente que aquí, la artificiosa disposición de las palabras, la brevedad y la claridad con que está expresado el pensamiento, le dan una belleza y gracia que no tendría por sí y dicho con otros términos. La poesía, pues, puede ser estimable, o por la materia grande, nueva y rara, o por el artificio, o juntamente por el artificio y por la materia, que concurran de mancomún, ya con la grandeza y novedad de las cosas, ya con el adorno y la manera de decirlas, a formar la más cabal y perfecta belleza de que es capaz la poesía. Resta ahora que veamos cómo se puede hallar materia que tenga estas propiedades y circunstancias, o cómo se puede hacer que parezca tenerlas con el artificio.




ArribaAbajoCapítulo XI

Cómo se halle materia nueva y maravillosa por medio del ingenio y de la fantasía con la dirección del juicio


Supuesto que la belleza poética consiste principalmente en lo raro, maravilloso, grande, extraordinario, nuevo, inopinado e ingenioso de la materia y del artificio del sujeto imitado, o del modo de imitarle, veamos cómo y con qué medios se halle esta materia.

Pertenece este encargo, como enseña el doctísimo Muratori70, al ingenio y a la fantasía del poeta, que son como dos potencias del alma. Un feliz, agudo y vasto ingenio, una veloz, clara y fecunda fantasía, son como los proveedores y despenseros de la novedad, de la maravilla y del deleite poético. Y si a estas dos potencias o facultades se añade el juicio, que es la potencia maestra y el ayo y director de las otras dos, se hará un compuesto feliz de todas las partes que se requieren para formar un perfecto poeta. Las dos primeras potencias son como los brazos del poeta, que hallan materia nueva y maravillosa, o la hacen tal con el artificio; el juicio es como la cabeza, que las preserva de excesos, rigiéndolas siempre por dentro de los límites de lo verosímil y de lo conveniente. La fantasía y el ingenio son los que viajan, descubren nuevos países y vuelven a casa cargados de ricas mercaderías; el juicio es la brújula que los guía y rige en sus navegaciones, para que no den en algún escollo, ni alarguen demasiadamente sus rumbos, y para que arriben felizmente al puerto determinado.

Esto supuesto, hallar materia nueva o sacar de la materia propuesta verdades nuevas, no es otra cosa sino descubrir en el sujeto propuesto aquellas verdades menos conocidas, menos observadas, más recónditas y que más raras veces nos ofrece la naturaleza en cualquiera de los tres mundos intelectual, material y humano. Y como la poética imitación tiene por objeto principal las cosas del mundo humano, esto es la moral, las acciones, los afectos y pensamientos del hombre, de estas cosas es de donde más ha de procurar el poeta sacar verdades peregrinas y raras. Pero ya hemos dicho, que la naturaleza, en el mundo humano y material, no suele producir cosas raras y extraordinarias, siguiendo siempre su acostumbrado curso y eslabonando los mismos efectos de las mismas causas. Por esto el poeta, si quisiere en las acciones, afectos y pensamientos del hombre hallar y proponer verdades nuevas y maravillosas, es preciso que se valga de su ingenio y fantasía, procurando descubrir lo que más raras veces suele acontecer, lo que solamente es posible y lo que parece verosímil y probable. Esto viene a ser lo mismo que los maestros de poética llaman mejorar y perfeccionar la naturaleza y lo que nosotros hemos dicho imitar la naturaleza en lo universal y en sus ideas, de todo lo cual hemos hablado ya en el libro primero.

El poeta, pues, debe perfeccionar71 la naturaleza, esto es, hacerla y representarla eminente en todas sus acciones, costumbres, afectos y demás calidades buenas o malas. Si quiere pintarnos un valeroso y excelente capitán, recurre a las ideas universales, y según éstas le coloca en el más alto grado de valor; asimismo si quiere ponernos delante el retrato de un vicioso, le copia con tan vivos y subidos colores, que raras veces la naturaleza suele producir cosa semejante. Por ejemplo, rara vez y con dificultad se hallará en el mundo un avariento tan extravagante como el Euclión de Plauto, o como el don Marcos de El castigo de la miseria, de Zamora, o un soldado tan vanamente baladrón como el Pirgopolinices del mismo Plauto, o una mujer tan afectada como la doña Beatriz de Calderón, en la comedia No hay burlas con el amor, o como la de Cañizares en La más ilustre fregona, o un hombre tan aprehensivo como El enfermo imaginario, de Molière, y otros semejantes. Finalmente perfecciona la naturaleza en todas las cuatro partes principales del poema, según la división de Aristóteles, esto es, en la fábula, en las costumbres, en la sentencia y en la locución. Porque, o busca para la acción y argumento de su poema entre las verdades históricas alguna que sea de suyo grande, maravillosa y extraordinaria, o volviéndose a la clase de las verdades verosímiles, nos representa lo más raro y peregrino que tenga la naturaleza entre sus entes posibles y en sus ideas universales. Escoge, por ejemplo, el poeta, para la fábula de su poema, la conquista de Jerusalén; y queriendo, según su obligación, deleitarnos con lo extraordinario y grande, procura perfeccionar la naturaleza en la fábula, esto es, refiere aquella conquista, no cómo fue, sino cómo pudo haber sido, haciendo aquel asunto grande y maravilloso con lo que le añade de lo verosímil y probable. De la misma manera perfecciona las costumbres de las personas introducidas, colocándolas en el más eminente grado de perfección o imperfección; si bien se debe advertir que esto no es indispensable y precisa obligación, porque, también, puede el poeta representar costumbres medianas que no excedan de lo común y ordinario. Perfecciona también la sentencia y la locución, esto es, el estilo, los conceptos y las palabras; pero esto pertenece también al artificio de que hablaremos luego.




ArribaAbajoCapítulo XII

Del artificio poético dilucidado con varios ejemplos


Por artificio se debe aquí entender aquella manera ingeniosa con que el poeta dice las cosas, la cual pende, como ya hemos dicho, del ingenio y de la fantasía del mismo poeta; y si queremos ahondar más en la esencia del artificio, hallaremos que todo consiste en los tropos y figuras bien manejados. Una viva metáfora, una alegoría bien aplicada, una comparación expresiva, una repetición oportuna, una apóstrofe, una interrogación y otras cosas semejantes bastan para adornar vistosamente la materia y hacerla bella y deleitosa, aunque de suyo no lo sea. Igualmente se deleita nuestra alma en aprender verdades nuevas y maravillosas, y en aprender nuevos modos de decir las verdades. En uno y otro caso halla el entendimiento motivos de placer y de gusto, ya por la ingeniosidad del poeta, que le ofrece materia nueva y de suyo agradable, ya por el artificio y por los nuevos modos con que adorna y hermosea una materia trivial y ordinaria. Por ejemplo, no sería pensamiento muy nuevo ni muy maravilloso el decir que un amante, adorando lo más soberano de una belleza, ni teme ni espera; pero el artificio y la manera con que dijo este mismo concepto uno de nuestros mejores poetas, Luis de Ulloa, en unas décimas, le añade la gracia y belleza que no tenía, por medio de una alegoría muy bien aplicada al sujeto y expresada con estilo y palabras que hermosean todo el concepto:


    Con este fin, mi deseo,
sin otro interés humano,
sigue lo más soberano
que en vuestra belleza creo;
y paso, cuando lo veo,
a región de tal templanza,
que ni en la desconfianza
se muestra helado el temor,
ni se encienden al favor las alas de la esperanza.



Con semejante artificio de una metafórica expresión mejoró Calderón un concepto que ya de suyo era ingenioso y noble en aquellos versos:


    El que adora en confianza
de poseer lo que adora,
mérito ninguno alcanza,
pues enjuga lo que llora
el aire de la esperanza.



Veamos, además de esto, un pensamiento ingeniosísimo, grande y noble, a quien todavía ha añadido singular lustre y esplendor el raro y hermoso artificio con que lo exprime el discretísimo poeta arriba citado, Luis de Ulloa. Observa el poeta que, según un célebre axioma peripatético, que también le adoptó Gasendo en su Filosofía y le ilustró Locke en la suya con suma claridad y fundamento, el conocimiento de las cosas nos viene por los sentidos, debiendo pasar primero por este conducto todo lo que el entendimiento comprende; echada esta base, se hace asimismo una objeción muy filosófica y muy ingeniosa, dificultando cómo hayan podido enamorarse su razón y sus potencias internas y, al mismo tiempo, quedar libres de esta pasión los sentidos exteriores. Este pensamiento tan ingenioso, tan agudo y elevado podía muy bien deleitar nuestro entendimiento, aunque el poeta le hubiera dicho con palabras sencillas y sin adorno ni artificio alguno; pero nuestro Luis de Ulloa, no contento con haber hallado una materia deleitosa y admirable, quiso hacerla aún más deleitosa y más nueva con el artificio que usó en estos versos:


    Mas como al conocimiento
se pasa por los sentidos,
que a cuanto están defendidos
se niega el entendimiento,
desvanece al pensamiento
ver que en guerra tan trabada
esté a fuerza asolada
y las potencias rendidas,
quedando tan sin heridas
los que guardaban la entrada.



Finalmente, no sólo una alegoría, como la precedente, hermosea y mejora la materia, pero el mismo efecto hace una oportuna repetición, como aquella de Lupercio Leonardo en un soneto: Yo vi, yo vi los ojos, no es mentira, etc., una reversión o redoblamiento de voces, como aquel de Garcilaso: Vosotros, los del Tajo en su ribera, etc., una exclamación afectuosa, una apóstrofe, y, finalmente, una palabra sola bien colocada, propia y expresiva, como en estos versos de Luis de Ulloa:


    En sitio tan favorable
y dichoso, a cada uno
de los planetas halló,
que parece que los puso.



Lo que hasta aquí se ha dicho parece que bastará para formar por ahora un justo concepto de lo que es el artificio poético y para que se pueda entender lo que vamos a decir sobre este mismo asunto. Distinguiremos, pues, al ingenio de la fantasía, y veremos qué género de artificio es el que compete a cada una de estas dos potencias y en qué modo el juicio las asista y rija.

Todos los objetos sensibles, por el conducto de los sentidos exteriores, introducen en nuestra alma una imagen o copia de sí mismos, la cual imagen, como quiera que los físicos expliquen esto que no es de nuestro intento, se imprime y dibuja en el cerebro o en otra parte donde el alma ve y comprende esas imágenes. Pero dividiendo para mayor inteligencia la misma alma como en dos partes y considerándola por dos diversos lados, ya ocupada en esas imágenes sensibles, ya en las cosas puramente intelectuales, llamarémosla con diversos nombres, ya fantasía o aprehensiva inferior, ya entendimiento o aprehensiva superior.

En tres maneras, dice Muratori72, se pueden formar estas imágenes o ídolos. La primera, es cuando el entendimiento sólo las concibe, sin que la fantasía tenga más parte que la de suministrarle la semilla de tales imágenes; así, por ejemplo, de las varias infinitas imágenes de hombres concebidas variamente en la fantasía, forma el entendimiento de nuevo estas otras imágenes: que el hombre tiene la facultad de reír; que los hombres grandes suelen tener grandes defectos; que los hombres, a veces, son peores que brutos, etc., las cuales más propiamente se pudieran llamar reflexiones del entendimiento, o, a lo menos, imágenes intelectuales o ingeniosas, porque comprenden todos los discursos y reflexiones que hace el entendimiento sobre todas las ciencias y artes, y sobre todos los demás objetos. La segunda manera es cuando el entendimiento y la fantasía, coligados en concorde unión, las conciben y forman. Lo cual sucede cuando la fantasía, consultando con el entendimiento y siguiendo siempre su dictamen, ya expresa las imágenes que ha recibido por los sentidos, o, ya uniendo algunas de ellas o separándolas, forma y compone otras nuevas. La tercera manera es cuando la fantasía se usurpa las riendas del gobierno y manda despóticamente en el alma, sin oír los consejos del entendimiento. Pero, semejantes imágenes, hijas de una loca y desenfrenada fantasía, en las cuales todo es falsedad, desorden y confusión, no caben en la poesía, ni aún en los discursos de hombres de sano juicio, dejándose sólo para los que, o dormidos sueñan, o calenturientos desvarían, o enloquecidos desatinan. Hablaremos, pues, solamente de las dos primeras especies de imágenes, esto es, de las que forma el entendimiento solo o la fantasía guiada por el entendimiento; y en primer lugar de estas últimas, reservando las otras para más adelante.

La fantasía, pues, coligada con el entendimiento, que la precisa a buscar y envolver alguna verdad en sus imaginaciones, puede y suele producir imágenes, que, o son directamente verdaderas, tanto para la misma fantasía cuanto para el entendimiento, como sería la imagen de un prado verde y florido, de una batalla, de una tempestad, de un caballo y otras semejantes, las cuales imágenes representan una verdad o una cosa real y verdadera, o son sólo directamente verosímiles a la fantasía y al entendimiento, como el imaginar la ruina de Troya, el caso de Euríalo y Niso, los amores de Dido y Eneas, de Angélica y Medoro, y otras cosas de este género, que el entendimiento y la fantasía aprueban y reconocen como verosímiles y probables; o, finalmente, las imágenes son directamente verdaderas o, a lo menos, verosímiles a la fantasía, pero sólo indirectamente parecen tales al entendimiento. Como, por ejemplo, cuando la fantasía, viendo un arroyo que da mil vueltas y giros por una amena y florida campaña imagina, y le parece verdad o a lo menos verosímil, que aquel arroyo esté enamorado de aquella deliciosa vega y no sepa alejarse de ella, la cual imagen, no directamente, porque su directo sentido es falso, sino indirectamente, hace conocer al entendimiento una verdad, esto es, la amenidad de aquel sitio y los varios giros de aquel arroyo. Las primeras y segundas imágenes que la fantasía forma pintando las cosas como son o como pueden ser y parecer a la misma fantasía y al entendimiento, se pueden llamar propiamente imágenes simples y naturales. Las terceras, que deben más propiamente su ser a la fantasía que las firma de nuevo uniendo dos o más imágenes simples y naturales, se pueden llamar imágenes artificiales fantásticas. El moverse y el volar es propio de cosas animadas, el saludar es propio de los hombres; la fantasía, uniendo estas imágenes naturales, imagina que la fama vuela y que las avecillas saludan el primer albor del día. Y aunque estas cosas directamente son falsas, no obstante, porque ya continúan indirectamente alguna verdad o alguna verosimilitud, basta esto para que el entendimiento las apruebe y permita el uso de ellas a la fantasía. El célebre P. Tomás Ceva, de la Compañía de Jesús, describe en elegantes versos lo mismo que aquí hemos dicho de esta potencia:


   ...In nobis est quaedam nempe facultas,
penniculis vivis se sponte moventibus omnia
ad vivum referens. Manc mens regit ordine certo
assistens operi, et praescribens singula nutu.
Ni faciat, volat illa exlex, deliria pingens,
qualia murorum in limbis..., etc.
Talia non ratio, non mens (quippe absona) cudit,
sed sensus parit iste amens, mentisque magistrae
explicat ante oculos. Illa autem digerit omnia
inque unum cogit, delectu singula multo,
expendes caute statuitque simillima vero,
iisdemque instillat mores, praeceptaque vitae,
collocat et mutat, variaque in luce reponit,
donec in integram coeant idolia formam.



Antes de pasar adelante quiero decir algo brevemente de los placeres de la imaginación y fantasía, según lo que ahora me sugieren los discursos de un célebre autor inglés73. Divide, este autor, los placeres que produce la imaginación en primitivos y derivados; los primeros son aquellos que proceden inmediatamente de los objetos que tenemos delante; los segundos son los que nacen de las ideas de estos mismos objetos y de su representación o imitación. En los primitivos la causa que los produce es lo grande, lo extraordinario y lo hermoso de los objetos. Por esta razón es deleitable la vista de una campaña abierta, de un gran desierto inculto, de una cordillera confusa de montes, de rocas o escollos muy elevados, de un precipicio muy profundo o de otros objetos semejantes, en los cuales se admira la tosca magnificencia de la naturaleza en sus estupendas obras. Y mucho más deleitable es la vista de un dilatado y despejado horizonte, por el cual pueden los ojos explayarse libremente y gozar de la divertida variedad de objetos que se presentan al derredor, en los cuales agrada y deleita la variedad, la novedad y la hermosura. Los placeres derivados consisten y se fundan en la perfecta imitación y copia de los objetos naturales, en la cual se ejercitan las artes imitadoras, como la escultura, la pintura y la poesía. Esta última deleita y divierte la imaginación con sus descripciones, sus alegorías, sus metáforas y sus imágenes. Los tres más famosos poetas de la antigüedad son también los que supieron embelesar más dulcemente la imaginación de sus lectores. Los poemas de Homero se parecen a aquellos desiertos dilatados, a aquellos montes y valles, y otros objetos naturales, toscamente grandes y admirables; la Eneida de Virgilio es semejante a un delicioso vergel, en cuya compostura y aseo anduvieron a porfía la naturaleza y el arte; las Transformaciones de Ovidio son como un país encantado por donde a cada paso se encuentran monstruos, prodigios y fantasmas.




ArribaAbajoCapítulo XIII

De las imágenes simples y naturales


Volviendo ahora a la insinuada división de las imágenes en simples y naturales, o fantásticas artificiales, digo que por imágenes simples y naturales entiendo la pintura y viva descripción de los objetos, de las acciones, de las costumbres, de las pasiones, de los pensamientos y de todo lo demás que puede imitarse o representarse con palabras. Esta acción, o este acierto en pintar vivamente los objetos, se llama evidencia o enargía; y es cierto que en ella consiste gran parte de la belleza poética y del deleite que la poesía produce; pues en la enargía concurren los dos efectos de admiración y enseñanza, que, según Aristóteles son para el hombre de los más agradables. Alégrase el alma de aprender la idea o el objeto representado y de carear la copia con su original, admirando la semejanza y, al mismo tiempo, la maestría de la imitación. Y en verdad, ¿cómo no ha de deleitar sumamente el mirar sin peligro alguno, ya los trances de una batalla, ya la furia de una tormenta, ya el incendio de una casa, ya los estragos de una fiera, ya otros objetos vivamente pintados con las solas palabras, y a veces mucho mejor que con los más finos colores? ¿Cómo no ha de ser por extremo agradable ver, como presentes, cosas muy distantes, sucesos muy antiguos y personas de otros siglos? Y pues no hay duda alguna que estas pinturas bien hechas son sumamente deleitosas y agradables, veamos en qué manera ha de hacerlas el poeta y cómo ha de llevar el pincel, para que salgan de su mano cabales y perfectas y con todas aquellas circunstancias y calidades que más deleitan y admiran. La primera y principal regla es fijar atentamente la vista en la naturaleza, imitarla en todo y seguir puntualmente sus huellas. La belleza de la copia estriba en la semejanza con su original, y lo artificioso se aprecia más, cuanto más se parece a lo natural. De suerte que cuando el poeta quiere pintar una batalla, una borrasca, un hombre enamorado o colérico, una mujer afectada y otras cosas semejantes, su primer cuidado ha de ser el considerar atentamente lo que sucede en una batalla, en una tempestad, e imaginarse vivamente las acciones, las palabras y los pensamientos más naturales y más propios y acostumbrados en las personas sujetas a semejantes pasiones o defectos. Hecho esto, y figurada ya vivamente en la fantasía la imagen del objeto que se quiere pintar, es menester buscar las palabras más propias y más expresivas, las frases más naturales y más convenientes al asunto y darles aquel orden y colorido que pueda hacer más fuerte impresión. Con esta diligencia el retrato saldrá cabal y perfecto; la copia será parecida a su original y se conseguirá el fin, que es el deleite poético. Los ejemplos darán mayor luz a esta doctrina; en ellos podremos observar la felicidad y el artificio con que los buenos poetas han dibujado y coloreado sus pinturas. Y, comenzando por Lupercio Leonardo de Argensola, para que me deba aquí como compatriota el primer lugar, que ya por tantos títulos merece, observemos cómo describe la entrada del invierno en un soneto:


    Lleva tras sí los pámpanos octubre,
y con las grandes lluvias, insolente,
no sufre Ibero margenes ni puente,
mas antes los vecinos campos cubre.
    Moncayo (como suele) ya descubre
coronada de nieve la alta frente;
y el sol apenas vemos en oriente,
cuando la dura tierra nos lo encubre.
    Sienten el mar y selvas ya la saña
del aquilón, y encierra su bramido
gente en el puerto y gente en la cabaña...



Este poeta, habiendo felizmente copiado en su imaginación el rígido aspecto del invierno por los objetos circunvecinos, y habiendo hallado palabras propias naturales y expresivas, deja después espaciar la fantasía por objetos más remotos y nos imprime vivamente en la imaginación la violencia de las tempestades, los bramidos de los huracanes, de cuya furia y rigor parece que estamos viendo cómo la gente se guarece en puertos y cabañas.

Extremada me ha parecido también la pintura del incendio de una casa que hace Tomé de Burguillos, poeta de singular mérito, en la Gatomaquia:


    Así suelen correr por varias partes
en casa que se quema los vecinos,
confusos, sin saber adónde acudan.
No valen los remedios, ni las artes:
arden las tablas, y los fuertes pinos
de la tea interior el humor sudan.
Los bienes muebles mudan
en medio de las llamas;
éstos llevan las arcas y las camas
y aquéllos con el agua los encuentran;
éstos salen de el fuego, aquéllos entran;
crece la confusión y más si el viento
favorece al flamígero elemento.



También aquí la fantasía del poeta imaginó muy felizmente todo lo que sucede en el incendio de una casa y lo representó con voces y expresiones muy propias. Entre los poetas latinos, Ovidio es excelente en pinturas: la de Sileno en los Fastos es una de las buenas de este poeta; y va acompañada de la de Baco y Ariadna:


    Ebrius ecce senex pando Silenus asello,
vix sedet, et pressas continet arte tubas.
    Dum sequitur Bachas, Bacchae fugiuntque petuntque
quadrupedem ferula dum malus urget eques;
    in caput aurito cecedit delapsus asello:
clamunt satyri, surge, age, surge Pater, etc.
    Iam Deus e curru, quem summum cinxerat uvis,
tigribus adiunctis aurea lora dabat.
    Et color, et Theseus, et vox abiere puellae,
terque fugam petiit, terque retenta metu.
    Horruit, ut steriles agitat quas ventus aristae,
ut levis in madida canna palude tremit.
    Cui Deus: en adsum tibi cura fidelior, inquit.
Pone metum, Bacchi, Gnossias, uxor cris...
    Dixit, et e curru ne tigres fila timeret,
desilit, imposito cessit arena pede.



Tiene también algunas pinceladas muy buenas otra pintura del mismo poeta, en el primero de las Transformaciones, donde describe el diluvio de Deucalión y, después de haber referido los estragos de las lluvias y de los ríos que inundaron la tierra, se dilata en las circunstancias:


    Si qua domus mansit potuitque resistere tanto
indeiceta malo; culmen tamen altior hujus
unda tegit, presseaeque labant sub gurgite turres.
Iamque mare et tellus nullum discrimen habebant;
omnia pontus erant, deerant quoque litora ponto.
Occupat hic collem: cymba sedet alter adunca,
et ducit remos ubi nuper ararat.
Ille supra segetes, aut mersae culmina villae
navigat; hic summa piscem deprendit in ulmo:
at lupus inter oves, fulvos vehit unda leones, etc.



Sin embargo, si atendemos a la censura de Séneca74, Ovidio en este lugar dio demasiada libertad a su fantasía y a su florido ingenio, porque, después de haber dicho con mucho acierto: Omnia pontus erant, etc., parece muy impropio y pueril en entretenerse en tantas menudencias y pararse a ver lo que hacían los lobos y las ovejas, cuando perecía todo el orbe. Es verdad que Farnabio pretende disculpar a Ovidio con el ejemplo de Virgilio, que en el tercero de las Geórgicas, describiendo los efectos de la peste, toca también semejantes particularidades.


    Non lupus insidias explorat ovilia circum,
nec gregibus nocturnus obambulat: acrior illum
crua domat: timidi dammae, cervique fugaces
nunc interque canes et circum tecta vagantur.



Pero, si bien se mira, la diversidad del asunto y de la expresión hacen ver claramente la diferencia que hay de una descripción a otra.

Entre los modernos, yo no he visto poeta de más fecunda, más feliz, ni más viva fantasía que el célebre P. Tomás Ceva, de la Compañía de Jesús, de quien ya hemos hecho mención. De las muchas pinturas extremadas que tiene su poema Puer Jesus, entresacaré alguna para dilucidar este punto. En el libro IV refiere lo que sucedió a la Virgen Santísima al pasar por los bosques de Endor, yendo a ver a San Juan Bautista:


    Ventum erat in montana Endor sylvestria; summus
aestus erat: puteus sub collibus unicus, unde
hauribat geridas omnis vicinia lymphas,
heu fuge, Diva poli: torvus leo circuit undam
egressus sylva, atque oculis loca saevus oberrat:
at non illa ferae ingentis deterrita rictu.
    Continuo ut vidit: misera haec sitit, inquit, anhela
bellua: tanta illi pietas, maternaque cura,
et teneri sensus; abiegna tinus urna
compede ferrata inserta, farposuque sonoro
in preceps missa, teretis vertigine torni
hausit aquam. Impatiens quadrupes pede rectus utroque,
ut stillans educta udo stetit hydria saxo,
aeger hians gelidae incubuit; cui mater amoris,
at tu, inquit, gregibus posthac ne noxius ullis,
neu pueros laede insontes, tenerisque juvencis
parce ferox; catulisque tuis hos praecipe mores.
    Dumque bibit large, mersa cervice, comantes
Illa toros, manibusque iubas mulcebat eburnis.
Ut satur eduxit torvum caput undique rorans
rugitum dedit ingentem... etc.
...Iam saltum evaserat omnem
Nazaris; ecce autem retro conversa, iubatum
miratur comitem vestigia pone sequentem.
    Perge, ait, in sylvam, perge inquam. Iterumque morantem,
supploso increpuit pede terrens, bisque nivales
percussit palmas. Illa agre in tecta redibat,
instar ovis gradiens placide..., etc.



En esta bellísima pintura es notable, sobre todo, la destreza y propiedad con que el poeta describe el pozo y la priesa y ansia del león sediento, los halagos y preceptos de la Virgen a la fiera y a sus cachorros y la acción de hacerla retirar y quedar atrás, como si fuera un perrillo o una mansa ovejuela.

Débese aquí advertir, según un aviso de Muratori75, que estas vivas descripciones y pinturas de los objetos, que encargamos tanto al poeta y alabamos tanto, no son lo mismo que esas otras descripciones pueriles, por ejemplo, de una batalla, de una tempestad o de otro cualquier objeto, que los estudiantes suelen hacer en las escuelas de retórica para ejercitar el estilo; las cuales descripciones, de ordinario, no son más que una amplificación o numeración de partes, de causas, de efectos, de antecedentes y consecuentes; semejantes descripciones, propias de niños y de necios pedantes, ni se estiman, ni aprecian, ni deben tener lugar en la buena poesía; porque no hacen más que llenar el oído de vanas palabras, sin penetrar más adentro a la fantasía, ni dejar en ella impresa una viva imagen del objeto que describen. Un buen poeta, que quiere hacer una pintura perfecta, debe fijar atentamente su imaginación en el objeto y observar en él aquellos delineamientos y visos, aquellas acciones y costumbres que pueden hacer más fuerte impresión en la fantasía ajena; y, en fin, como advierte el citado Muratori, debe notar aquellos últimos, más finos, más sobresalientes y más necesarios colores de las cosas, de las costumbres, de los afectos y de las acciones, y, después, procurar imprimirlos bien en la imaginación del lector con expresivas y correspondientes palabras. Para aclarar esto, me franqueará otro ejemplo el citado P. Ceva en el libro VII de su poema, donde pinta la conversación de unas mujeres sentadas al derredor del hogar, en tiempo de invierno y ocupadas en sus labores:


    Nam semel hybernis circumfusae ignibus Esther,
atque uxor Jonathae, et Damaris longaevaque Charmis,
Nazariaeque aliae strepera, ingentique corona,
ad risum faciles, pars vellera, crudaque lina
carpebant: aliis labor hirtis solvere echinis
castaneas, aliae torquebant flamina fusis.
Forte autem reliquas aderat, spectabilis inter
nupta recens Agar, Engaddi e rure puella,
quam patris profugus tectis formosus Heberus
nunc primum in patrias sibi nuptam duxerat aedes.
Hanc croceis vittis, aurumque imitante orichalco
insignem, faciesque novas, nova rura timentem,
turba peregrinam paulatim massuescere blandis
cogebant refugam dictis, trepidamque ciebant.
Primaque Charmis anus de more interrogat, utra
rura magis placeant Engaddi, an Nazareth? Illa
cui pudor ingenuus nativaque gratia linguae,
haud meditata diu responsum: Nazareth, inquit.



En esta exquisita pintura, los delineamientos de más fuerte impresión y los últimos más finos y más sobresalientes colores de que hablábamos, son aquella costumbre mujeril de coronar el hogar, aquella bulla y chacota de su conversación, las labores tan propias en que el poeta las describe ocupadas, el encogimiento de Agar, tan natural en una novia recién llegada, y sobre todo aquella costumbre de comenzar la conversación con una forastera preguntándola qué país le agradaba más. Éstas son las circunstancias que se imprimen más fuertemente en la imaginación, y éstos los golpes de pincel que pintan viva la imagen del objeto, mucho mejor que todas las amplificaciones y numeraciones de partes con que quizás un pedante se hubiera difundido en tal pintura, moliendo inútilmente sus lectores. De esto se puede echar de ver claramente cuán diversas sean las pinturas de los buenos poetas de esas otras descripciones pueriles y cansadas. En las primeras, el poeta coge en acción y movimiento los objetos y, representándolos con vivas palabras, hace de modo que parece que se están viendo mover y obrar como el poeta los describe; en esas otras, todo es muerto, sin acción y sin alma, Para mayor prueba de esto, basta decir que, a veces, se forma una perfecta pintura con una sola circunstancia, en la cual consiste, tal vez, lo más fino y sobresaliente de los colores y delineamientos del objeto; y si no, véase cómo Luís de Ulloa, poeta a mi ver de los mejores en la lírica, con una sola circunstancia, supo hacer una inimitable pintura de la turbación, del sobresalto y miedo de la hermosa judía Raquel cuando entraron los conjurados en su aposento para matarla:


    Traidores fue a decirles y, turbada,
viendo cerca del pecho las cuchillas,
mudó la voz y dijo: Caballeros,
¿por qué infamáis los ínclitos aceros?



Este discretísimo poeta, dando de mano a todo lo pueril y frío de largas descripciones, que otro hubiera abrazado luego, para hacer ostentación y alarde de su ingenio, se entró inmediatamente en los afectos, y, con su buen gusto y viva fantasía, halló una circunstancia que expresa mucho más de lo que yo puedo aquí decir. Y obsérvese ahora, de paso, cuánto más fuego, más afecto y más alma hay en este principio del razonamiento de Raquel, que en todo lo que la hace decir el conde de Cerbellón en su Retrato político de Alfonso. También el gran Camõens en sus Lusiadas, canto 2, est. 100, con una sola circunstancia, representó vivamente el efecto y espanto que causó el estallido de los cañones en los moros la primera vez que le oyeron:


Tapam co'as maõs os mouros os ouvidos.



Y en el canto 4, est. 28, hizo otra pintura semejante, aunque, me parece, que es imitación de otros poetas:


    E as mães, que o son terribil escuitaram,
aos peitos os filhinhos apertaram.



Francisco López de Zárate en su Poema de la invención de la Cruz, lib. 3, est. 12, con una sola circunstancia que notó en un verso, formó una pintura muy natural del efecto que hace cualquier cuerpo al sumergirse en el agua:


    Sumióse a lo profundo de las ondas
al ausentarse haciendolas redondas.



Y pues hemos llegado a hablar de estas ocultas circunstancias y de estos más subidos colores y delineamentos más delicados que sólo descubre en los objetos la penetrante fantasía de los mejores poetas, y que hacen tan estimables las pinturas, no quiero pasar en silencio una del divino Homero, cuya gran fantasía se remonta entre las de los demás poetas Quantum lenta solent inter viburna cupressi. La pintura es del libro XI de la Ilíada, aunque prevengo que pierde muchísimo en mi traducción. Cebriones Troyano exhorta a Héctor desde su carro a entrar adonde estaba más trabada la batalla entre griegos y troyanos:


    Así diciendo, azota los caballos
con látigo sonoro, ellos, del dueño
entendiendo el castigo, le obedecen,
y hollando los cadáveres y escudos,
por medio de troyanos y de griegos
llevaban velocísimos el carro,
cuyo eje y delantera salpicaban
con el rocío de la vertida sangre
las ruedas y los pies de los caballos.



De la misma imagen se vale también en el libro XX y, es cierto, que aquella circunstancia de estar el eje salpicado y sucio de la sangre que de las uñas de los caballos y de las ruedas resurtía, hace muy bien imaginar la gran mortandad y el estrago horrible que por todo el campo había.

Pero, no siempre, ni todos los poetas, usan este compendioso y abreviado modo de pintar por medio de una circunstancia que sea la más reparable en el objeto; suelen también, frecuentemente, algunos poetas dilatarse en las pinturas, tocando todas las circunstancias y particularidades que ofrecen una imagen grande y cabal del objeto. Castelvetro distingue estas dos diversas maneras de pintar las cosas con los nombres de manera universalizada y manera particularizada. La primera pinta las cosas brevemente y como en escorzo, señalando sólo las partes más principales o más importantes para que se conciba la imagen, dejando lo restante a la imaginación del lector, que de lo que allí alcanza a ver, ya arguye, o puede argüir, todo lo demás del objeto. La segunda representa con menuda y copiosa descripción todos los miembros y todas las partes y circunstancias del objeto. Una y otra manera de pintar, siendo bien hecha, es buena y loable; una y otra tiene sus parciales. Homero, Ovidio y Ariosto usan más la manera particularizada, Virgilio casi siempre practica la otra, conservando así en su poema aquella majestad y grandeza que le han granjeado tantos encomios en todos tiempos.

Sin embargo, a mi entender y según el parecer de Muratori76, la manera universalizada hace ventaja a la particularizada; porque produce un deleite particular que no se logra en la particularizada; el cual deleite consiste en hacernos concurrir sensiblemente con nuestro entendimiento y nuestra fantasía en la formación de la imagen y en su cabal inteligencia; lo cual para nuestra alma es de singular gusto y placer, siendo como una lisonja de nuestro ingenio, de nuestra penetración y habilidad el pensar que hemos conocido, entendido y descubierto enteramente, con algún género de cooperación nuestra, aquel objeto que el poeta, artificiosa y adredemente, nos ocultaba y escorzaba. Observemos practicado este artificio en la pintura que Virgilio en su Eneida, lib. 3, hace de Polifemo, artificio que ya notó también Servio Honorato en el libro 6:


    ...Expletus dapibus, vinoque sepultus
cervicem inflexam posuit, iacuitque per antrum
Immensum...
Monstrum horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptum
trunca manum pinus regit, et vestigia firmat...
   ...Graditurque per aequor
iam medium, nec dum fluctus latera ardua tinxit.



El poeta, en vez de detenerse a decir cuántos codos tenía de alto ese desmesurado jayán, indirectamente y con artificio nos hace comprender su agigantada corpulencia y nos da a entender mucho más de lo que dice. Porque, ¿qué disforme cuerpo será el de un hombre que, tendido en tierra, ocupa y cubre toda una inmensa caverna? Y ¿qué estatura la de quien trae por cayado un pino y que, habiendo entrado ya en alta mar, todavía no le daba el agua a la cintura?

De este género es otra excelente imagen de Camõens en sus Lusiadas, cant. 10, est. 12:


    E canta como lá se embarcaria
em Belem o remedio d'este dano,
sem saber o que em si ao mar traria
O gram Pacheco Achilles Lusitano.
O peso sentirão, cuando entraria
o curvo lenho, e o fervido oceano,
cuando mais n'agoa os troncos, que gemerem
contra sua natureza se metterem.



Aquí también este gran poeta portugués nos hace con mucho artificio imaginar la gran robustez de este héroe y su gallardía y denuedo, pues el navío, y aun el mismo océano, sienten su peso que los agobia y oprime contra su naturaleza. Parece que Camõens quiso aquí imitar aquel paso de Virgilio en el 6 de su Eneida:


       Ille accipit alveo
ingentem Aeneam: gemuit sub pondere cymba
sutilis, et multam accepit rimosa paludem.



La segunda regla, cuanto a las pinturas y descripciones, que viene a ser no regla aparte, sino como modificación y condición de la primera, es que en ellas se abstenga el poeta de todo lo que puede dañar a su intento. De suerte que, si el intento del poeta es regocijar los ánimos de sus lectores, inspirándoles ideas de placer y de alegría, podrá entonces detenerse en las circunstancias más hermosas, más agradables y placenteras del objeto que describe; pero si, al contrario, quiere infundir lástima o terror u otro afecto violento, le será preciso, entonces, dar de mano a todo lo florido y regocijado de la pintura, conformándola y acomodándola en todo a los efectos que quiere inspirar a sus lectores. La descripción del diluvio que hace Ovidio y que arriba hemos visto censurada, puede servir de ejemplo de semejantes descripciones que dañan al intento del poeta; de las cuales hay también muchas en las tragedias de Séneca, opuestas a su mismo designio. El P. Le Bossu reprende una de ellas con mucha razón en la tragedia de Edipo: estaba este rey de Tebas esperando de la boca de Creón la relación de un caso muy funesto y lamentable; pero el poeta, olvidado de su intento, le hace empezar su relación por una amena y florida descripción de un bosque, donde dice que había cipreses, quejidos, arrayanes, laureles, etcétera, y que las bayas de éstos son amargas, que aquéllos son siempre verdes, que los otros son buenos para la fábrica de navíos, y otras muchas cosas bien ajenas de la priesa y zozobra con que Edipo le escuchaba:


    Est procul ab urbe lucus ilicibus niger,
dircoea circa vallis irriguae loca,
cupressus altis exerens sylvis caput
virente semper alligat trunco nemus:
curvosque tendit quercus, et putres situ
annosa ramos: hujus abrupit latus
edax vetustas: illa iam fessa cadens
radice fulta pendet aliena trabe,
amara baccis laurus, et tiliae leves,
et paphia myrtus, et per inmensum mare
motura remos alnus..., etc.



En nuestras comedias hay también mucho de esto; pues, muchas veces, el poeta deja que un herido se desangre o que no se acuda luego a un gran riesgo, sólo por no perder un concepto agudo o una descripción muy elegante, que sería más natural se dejase para otra ocasión y, entre tanto, se acudiese luego a lo más importante.

Debe, pues, el poeta que desea la perfección de sus versos, tener siempre presente en sus pinturas y descripciones su principal intento y considerar bien lo que en ellas hace o no hace al caso y quitar todo lo que puede dañar a su designio, aunque lo que se quite sea un gran pensamiento, al parecer, o una expresión de las más elegantes e ingeniosas; que no por eso perderá la descripción, antes bien ganará mucho; y será más bella, porque más propia y más del caso. La autoridad de Horacio confirma claramente esta regla en aquellos versos de su Poética:


    Incoeptis gravibus plerumque, et magna professis
purpureus late qui splendeat unus et alter
assuitur pannus; cum lucus et ara Dianae
et properantis aquae per amoenos ambitus agros,
aut flumen Rhenum, aut pluvius describitur arcus.
Sed nunc non erat his locus...