Las imágenes simples y naturales,
de las cuales hemos hablado difusamente hasta ahora, no se puede negar que son
de grande adorno y belleza en todo género de poesía; pero las
imágenes fantásticas artificiales, de que trataremos en este
capítulo, distinguen la poesía de todas las demás ciencias
y artes con tan bizarras y vistosas galas, que llegan, en cierto modo, con el
poderoso encanto de sus deleitosas apariencias, a enajenar los sentidos y
embargar el discurso. Cuando se leen las composiciones de un poeta, cuya
fantasía ha sabido con nuevas y vivas imágenes hermosear sus
versos, parece que nuestra imaginación se pasea por un país
encantado, donde todo es asombroso, todo tiene alma y cuerpo y sentido: las
plantas aman, los brutos se duelen, se entristece el prado, las selvas
escuchan, las flores desean, los suspiros y las almas tienen alas para volar de
un cuerpo a otro; amor ya no es una pasión, sino un rapaz alado y ciego,
que armado de aljaba y arpones, está flechando hombres y dioses; y todas
estas cosas deben su nuevo ser a la fantasía del poeta, que ha querido
darles alma y cuerpo y movimiento, sólo por deleitar nuestra
imaginación y por expresar, debajo de tales apariencias, alguna verdad o
cierta o verosímil. La fantasía, pues, del poeta, recorriendo
allá dentro sus imágenes simples y naturales, y juntando algunas
de ellas por la semejanza, relación y proporción que entre ellas
descubre, forma una nueva caprichosa imagen, que por ser toda obra de la
fantasía del poeta la llamamos imagen fantástica artificial.
Observa, por ejemplo, que un monte muy alto parece a la vista que toca el cielo
con su cima, y uniendo esta imagen con la de una columna, en cuyo capitel
estriba algún edificio, por la semejanza y relación que entre
ésta y aquella imagen descubre, firma una nueva imagen, diciendo que
aquel monte sostiene el cielo. Asimismo de la semejanza que nota entre las
imágenes de la risa del hombre y de la amenidad de un verde prado,
cría otra nueva imagen fantástica, diciendo que ríe el
prado; y de la misma manera se imagina que el mar está airado y que se
enfurece contra la orilla o contra un escollo; que el cielo está triste
o alegre, etc. Es verdad que todas estas imágenes, si el entendimiento
las considera directamente y en su sentido literal, son falsas; pero ya hemos
dicho que, aunque sean falsas directamente para el entendimiento, no obstante,
son verdaderas o verosímiles para la fantasía y hacen que el
entendimiento aprenda alguna verdad, a lo menos, probable y verosímil.
Así, el decir que el prado ríe hace comprender indirectamente su
natural hermosura y el efecto que causa su vista, semejante al efecto que hace
en un hombre la risa de otro. Parece también a la fantasía y a la
vista de los que navegan que la playa se aparta, por lo que dijo Virgilio:
Provehimur portu, terraeque urbesque
recedunt.
Aunque, luego que el entendimiento hace
reflexión sobre esta apariencia, conoce el error de la fantasía y
que no es la playa la que se aparta, sino la nave, pero, no por eso, deja esta
imagen de parecer directamente verdadera a la fantasía. Parece asimismo
que el sol sale del mar y se esconde en él; de donde los poetas han
sacado las comunes expresiones de decir que el sol se baña en las ondas
y que va a sumergirse en el océano y otras semejantes. Mas, aunque estas
imágenes sean directamente falsas, no por eso destruyen el fundamento
principal de la belleza poética, que es la verdad real y existente o
probable y verosímil; porque ya contienen una verdad verosímil a
la fantasía y su falsedad exterior no es la que aborrece nuestro
entendimiento, porque no mira a engañarle o hacerle creer lo falso.
Siendo así que cuando un poeta dice que el sol baña ya en las
ondas del océano sus rubios cabellos, no pretende engañarnos,
sino solamente decirnos que anochece, lo cual es una verdad real, aunque el
poeta la expresa de aquel modo que la ha imaginado y concebido su
fantasía. Si se examinan con la misma norma todas las demás
imágenes fantásticas, hechas como se debe, se hallará que
su falsedad exterior y directa no mira a inducirnos a error y a creer lo falso.
Lo mismo debe decirse cuando los poetas atribuyen afectos y sentidos humanos a
los brutos, a las plantas, a las peñas, como cuando dijo Virgilio que
los leones, los montes y las selvas habían sentido la muerte de
Dafnis:
Daphni, tuum poenos etiam
ingernuisse leones
interitum, montesque feri, sylvaeque
loquuntur.
No quería el poeta imponernos en
creer que los montes, las selvas y los leones habían verdaderamente
sentido la muerte de Dafnis, sino sólo que a su fantasía, turbada
de dolor, lo parecía así; y quería manifestarnos su
sentimiento, el cual se colige que había de ser a proporción muy
grande, pues los montes y las fieras gemían por la muerte de aquel
pastor. Si otro poeta dice que sus suspiros vuelan al objeto amado, tampoco
quiere hacernos creer que sus suspiros tengan verdaderamente cuerpo y alas y
que verdaderamente vuelen; su intención sólo es declararnos su
pasión vehemente, que turbando y conmoviendo su fantasía le hace
parecer o desear que sus suspiros vuelen. El entendimiento bien conoce la
directa falsedad de semejantes imágenes; pero, como ya por ellas
comprende alguna verdad o cierta o probable, da licencia a la fantasía
de formularlas y de encubrir con este disfraz los pensamientos del alma.
Concurre también en esto la imaginación del lector, que
recibiendo singular placer de aquellas apariencias y objetos tan nuevos y
extraños, hace que el entendimiento las apruebe, mayormente siendo ya
bastante pretexto para esta aprobación la verdad probable,
verosímil o indirecta, que es objeto proporcionado a su gusto y que
debajo de aquel disfraz se esconde.
Estas imágenes a veces consisten
en una sola palabra, como son las metáforas; a veces se extienden a un
período y a un sentido entero, como las alegorías y las
hipérboles, a veces toman más cuerpo y se dilatan en
pequeños poemas, como los apólogos, las parábolas y las
fábulas y demás ficciones poéticas. Todas estas
imágenes, como ya he dicho, han de ser verdaderas o verosímiles,
indirectamente al entendimiento, y directamente verdaderas o, a lo menos,
verosímiles a la fantasía. Dos causas señala Muratori77
por las cuales semejantes imágenes parecen verdaderas o
verosímiles a la fantasía, es a saber: los sentidos y los
afectos. Por causa de los sentidos parecen verdaderas o verosímiles a la
fantasía las metáforas. Los sentidos corporales y, especialmente
la vista, representan las imágenes de los objetos a la fantasía,
tales cuales las reciben; y esta potencia, como no tiene a su cargo el examinar
la esencia verdadera de las cosas, las cree tales como parecen a los sentidos.
Un remo que esté en parte metido dentro del agua parece a la vista, por
la refracción de los rayos visuales, partido o torcido; la cumbre de un
monte muy elevado parece que toca al cielo, porque no es perceptible a la vista
la distancia que hay desde la cumbre al ciclo, por ser muy agudo e insensible
el ángulo de los rayos visuales que la representan; un caballo que corre
con mucha ligereza, parece que vuela, porque a la vista es casi insensible la
diferencia que hay de una carrera muy veloz a un vuelo. La verdad, la
conveniencia y la necesidad de estas expresiones fantásticas es tan
conocida y notoria, que no sólo la poesía, sino también la
prosa misma se vale de ellas sin tropiezo y con aplauso. Un orador o un
historiador, no hallando entre los términos propios uno que exprima un
pensamiento con toda la viveza y fuerza que desea, recurre a estas
imágenes, y tomando de otra clase de objetos como prestado otro
término, explica con él mucho mejor lo que no hubiera explicado
con cualquiera de los términos propios. Hasta la conversación
familiar admite a veces esta especie de imágenes y se adorna y hermosea
con ellas. Por causa de los afectos y de las pasiones parecen también
verdaderas o verosímiles a la fantasía las alegorías, los
hipérboles y otras imágenes semejantes. Es evidente que las
pasiones, ofuscando la razón y turbando el discurso, representan los
objetos muy alterados y diversos de lo que son en sí, los abultan y
engrandecen, los deprimen y disminuyen. Fácilmente se cree lo que se
desea: un enamorado que desea que sus suspiros sean oídos de su dama
ausente no tendrá mucho que vencer en su imaginación para que
esta potencia se figure allá dentro el vuelo de un suspiro. Y como el
mismo galán se tendría por muy dichoso de verse rendido a los
pies de su dama, con la misma facilidad imagina que las flores del campo
codicien esa misma dicha. Por eso dijo Petrarca en uno de sus sonetos:
La yerba y flores que, con mil matices,
bordan el suelo junto a aquella encina,
ruegan que el bello pie las huelle y toque.
Y Francisco de Borja, príncipe de
Esquilache, dijo asimismo en una de sus églogas:
¿Qué puedo hacer, pastores?
Aconsejadme, fuentes, selvas, prados.
¿He de morir de amores?
Mas, ¿qué podéis decir, si
enamorados,
cuando Fílida os pisa,
vertéis las flores y dobláis la risa?
Un objeto mirado con amor parece mayor,
más noble y más hermoso de lo que es; se le atribuyen prendas y
virtudes que no tiene, y aquellas que tiene parecen a la fantasía de
quien le ama más elevadas, más raras y maravillosas de lo que
son. Al contrario, un objeto mirado con odio, con ira, con temor o con
sobresalto, se ofrece a la fantasía más dañoso de lo que
es, más terrible, más peligroso, etc. De aquí nacen las
exageraciones o hipérboles y otras muchas imágenes
fantásticas. La pasión hacía imaginar a Garcilaso el
resplandor de los ojos de su dama mayor que el del sol, y encareciendo su
belleza, decía en la Canción 4:
Los ojos, cuya lumbre bien pudiera
tornar clara la noche tenebrosa
y escurecer el sol a medio día.
El temor hacía exagerar a Ovidio
que las olas del mar ya eran montes de agua que tocaban las estrellas, ya
hondos valles, cuya sima parecía que bajaba hasta el abismo. De esta
manera las pasiones abultan, como decíamos, los objetos, los engrandecen
y mejoran, o tal vez los empeoran y disminuyen representándolos a la
imaginación muy alterados y diversos de lo que son.
Pero de todas las pasiones, la
más querida de los poetas y la más frecuente en sus obras, es el
amor, ya sea porque es la pasión más grata y más conforme
a nuestra naturaleza, ya sea porque el uso o el abuso de casi todos los poetas
de todas las naciones la ha introducido y establecido como moda en los versos.
Aunque no deja de ser verdad innegable que se puede hacer perfectos versos sin
tratar en ellos de amores profanos, como lo prueban tantos excelentes poetas
que, sin recurrir a semejante asunto, han escrito poemas de cabal
perfección. Pero, como quiera que esto sea, no hay duda que esta
pasión ha hecho concebir a los poetas enamorados un número
infinito de bellísimas imágenes fantásticas. Primeramente
los gentiles no sólo le atribuyeron cuerpo y alma, como a las
demás pasiones, pero observando su gran poder y admirando los efectos de
su violencia, le atribuyeron la divinidad, imaginando al amor como una deidad
vencedora incontrastable de hombres y dioses. Formada una vez esta imagen y
recibida y continuada después por todos los poetas, no como verdad, que
eso entre los cristianos no era dable, sino como imitación de los
antiguos, se formaron después otras muchas imágenes, con las
cuales la fantasía de los poetas ha querido explicar figuradamente en
diversos modos, los varios efectos y accidentes de esta pasión. Por
ejemplo, Tibulo, para expresar el grande incendio en que se abrasaba a los ojos
de su Lesbia, dice que en ellos encendía amor sus dos hachas cuando
quería abrasar a los dioses:
Illius ex oculis, cum vult exurere
divos,
accendit geminas lampadas acer
amor.
Con esta imagen bien da a entender
cuánto y cuán activo fuego debían de haber encendido en su
pecho aquellos ojos, que le prestaban al mismo amor para abrasar otros pechos
que entonces se suponían divinos. El mismo Tibulo imaginaba que, pues
Lesbia se había ido a la aldea, ninguno debía ya quedarse en la
ciudad, y que hasta los dioses mismos trocarían por el campo sus moradas
celestiales. De esta suerte discurría con su enamorada fantasía
en aquella elegía incomparable, que tradujo con singular elegancia y
gracia el célebre y excelente poeta Fray Luis de León:
Al campo va mi amor, y va a la aldea:
el hombre que morada un punto solo
hiciere en la ciudad, maldito sea.
La mesma Venus deja el alto polo
y a los campos se va, y el dios Cupido
se torna labrador por esto solo.
El famoso Petrarca, de quien la reina
Cristina de Suecia dijo que era igualmente grande en lo filósofo y en lo
enamorado, hermoseó en extremo sus poesías con innumerables
imágenes fantásticas. Ya imagina que amor, por vengarse de su
primera resistencia, le hiriese a traición, ya que amor iba a su lado
razonando de su pasión, ya convida a amor a contemplar las glorias y
maravillas de Laura, y otras muchas imágenes de este género. A
imitación de éstas formó Camõens aquella
vivísima y sumamente expresiva imagen de la fragua de amor en la est,
31, cant. 9 de sus
Lusiadas:
Nas fragoas immortais onde
forjavam
pera as settas as pontas
penetrantes,
por lenha coraçoens ardendo
estavam,
vivas entranhas inda
palpitantes.
As aguas, onde os ferros
temperavam
lagrimas são de miseros
amantes:
a viva flamma, o nunca morto
lume
desejo é só que queima e
não consume.
De la misma manera imaginan otros poetas
que amor tenga su habitación y su trono en dos bellos ojos, y que desde
allí acechando hiera y mate; y Anacreonte, dando mayor extensión
a una alegórica imagen, fingió en una de sus dulcísimas
canciones78 que a media noche llamó amor a su puerta, rogándole
que le recogiese en su casa, a donde venía a guarecerse de los rigores
de una noche lluviosa. Recibió el incauto Anacreonte a este ingrato
huésped, el cual le pagó este beneficio con una herida y se le
despidió con este chiste:
Alegraos, huésped mío,
que el arco está sin lesión,
mas no vuestro corazón.
Con la misma libertad con que la
fantasía de los antiguos poetas dio alma y cuerpo a una pasión
como el amor hasta hacerla deidad, animó también las demás
pasiones y otros objetos inanimados. Esta libertad de la fantasía
poética es la que hace que Marte discurra furibundo por uno y otro campo
de batalla, seguido de las tres furias, incitando las haces al estrago y a la
venganza; que la discordia hostigue los corazones y perturbe la paz de los
reinos; que el furor, dentro del templo de la guerra, sentado sobre un
montón de armas y atado las manos atrás con cien cadenas de
hierro, brame rabioso y despechado:
...Furor impius intus
saeva sedens super arma, et centum vinctus
ahenis
post tergum nodis, fremet horridus ore
cruento.
Finalmente, la ira, el temor, los celos, la
esperanza, la gloria y todo lo demás recibe alma y cuerpo y movimiento
en la fantasía de un poeta.
Habiendo dado alma y cuerpo, y
aún divinidad, a las pasiones, fue fácil hacer lo mismo con otras
cosas inanimadas. Los poetas gentiles, ya por explicar con tales
imágenes alguna causa física, ya por alguna otra razón,
dieron alma y cuerpo humano a los ríos, imaginando en cada río un
dios de aquellos que los romanos llamaron
Indigetes, señalándole como
familia suya todas las ninfas que se fingían nacidas y criadas dentro de
aquel río y moradoras de sus cristalinos palacios. Y asimismo en el mar
imaginaron la diosa Tetis con sus damas marinas, que llamaron Nereidas por
hijas de Nereo; imaginaron también un cierto Proteo, pastor del ganado
marino, y glaucos, tritones y sirenas; para los montes, bosques, prados y
fuentes fingieron también ninfas oréadas, napeas, dríadas,
hamadríadas, sátiros, faunos y silvanos. Los poetas cristianos,
aunque reconocen por hijas de la fantasía poética estas fabulosas
deidades, no por eso dejan de seguir e imitar semejantes fábulas y
fantasías de los gentiles, sirviéndose de tales imágenes,
o por imitar a los antiguos poetas y usar una misma locución, o por
adornar con ellas sus versos y explicar con más galas y viveza sus
pensamientos. Así Garcilaso llamaba las ninfas de un río a
escuchar sus quejas en aquel soneto:
Hermosas ninfas, que en el río
metidas,
contentas habitáis en las moradas
de relucientes piedras fabricadas,
y en las colunas de vidrio sostenidas, etc.
Y en la
Égloga segunda:
¡Oh náyades, de aquesta mi
ribera
corriente, moradoras! ¡Oh napeas,
guarda del verde bosque verdadera!...
¡Oh hermosas oréadas, que
teniendo
el gobierno de selvas y montañas
a caza andáis por ellas discurriendo!...
¡Oh dríadas, de amor hermoso
nido,
dulces y graciosísimas doncellas,
que a la tarde salís de lo escondido!...
Y Lope de Vega Carpio en un soneto:
Tened piedad de mí, que muero
ausente,
hermosas ninfas de este blando río,
que bien os lo merece el llanto mío
con que suelo aumentar vuestra corriente.
Saca la coronada y blanca frente,
Tormes famoso, a ver mi desvarío...
Camõens adelantó
aún más la imitación de los antiguos, pues no sólo
introdujo las ninfas de Mondego a llorar la muerte de doña Inés
de Castro en el canto 3, est. 135 de sus
Lusiadas, pero aún quiso imitar las
metamorfosis de los gentiles, inventando, con feliz fantasía, una
transformación de las lágrimas de aquellas ninfas en fuente:
As filhas do Mondego a morte
escura
longo tempo chorando
memoraram,
e por memoria eterna em fonte
pura
as lagrimas choradas
transformaram.
O nome lhe poseram, que inda
dura,
dos amores, de Ignês, que alli
passaram.
Vêde que fresca fonte rega as
flores,
que lagrimas saõ agua, e o nome
amores.
De esa especie es la fantasía con
que el P. Rapin, en su poema (lib. I), imagina poéticamente el origen
del ornato y simetría de los jardines, fingiendo que, habiendo
concurrido a una fiesta de aldea, entre otros dioses y diosas, Flora, mal
compuesta y desaliñada, se le burlaron y la motejaron los alegres
zagales. La madre Cibeles, sintiendo el caso, la retiró aparte y le
dispuso con ordenado aliño los cabellos, adornándole las sienes
con una corona de verde boj, con cuyo adorno empezó a aparecer hermosa.
De este suceso tuvo origen después el ornato, disposición y
simetría de los jardines:
Olim tempus erat, cum res
hortensis ab arte,
munditiem nullam, nulla ornamenta
petebat.
Sape rosam passim permistam agrestibus
herbis,
vidisses; nec erant per humum segmenta
viarum
digesta in sese et buxo descripta
virenti,
prima autem cultum pro se quesivit et
artem.
Festa dies aderat; vicini numina
ruris,
convenere; ibat pando Silenus
asello,
cum satyris, dabat ipse Deus sua vina
vocatis.
Adfuit et Cybele Phyrgias celebrata per
urbes
ipsaque cum reliquis Flora invitata
deabus
venit, inornatis, ut erat neglecta,
capillis;
sive fuit fastus, seu fors fiducia
formae:
non illi pubes ridendi prompta
pepercit,
neglectam risere. Deam Berecynthia
mater,
semotam a turba, casum miserata
puellae,
exornat, certaque coman sub lege
reponit,
et viride im primis buxo (nam buxifer
omnis,
undique campus erat) velavit tempora
Nimphae,
reddidit is speciem cultus, caepitque
videri,
ex illo ut Floram decuit cultura per
artem
floribus, ille decor post hac quacsitus et
hortis.
Del mismo genero viene a ser la
transcripción que imagina el mismo P. Rapin, de una ninfa de Dalmacia en
tulipán, y de la ninfa griega Anémona en una flor del mismo
nombre. Y de esta especie son también en Fracastoro la fábula de
Sífilo, la de Ileo y otros. De esta manera los grandes poetas, con su
fecunda y bien arreglada fantasía engrandecen las cosas y las hermosean,
imaginando con verosimilitud orígenes y principios maravillosos y
grandes de cosas humildes y ordinarias, haciéndolas con la novedad raras
y deleitosas.
Sabía, por ejemplo, el P. Ceva
que los arcos, las saetas, las espadas, los venenos y las bombas fueron
invenciones de los hombres; pero, su feliz fantasía le sugirió un
origen más grande, más maravilloso y no inverosímil.
Imaginó, pues, que en el ejército infernal79 que
marchaba por los campos de Asiria, iba encubriendo la retaguardia uno de los
caudillos llamado Dramelech, inventor de los arcos y saetas, seguido de un
escuadrón de espíritus inventores de otros abominables
instrumentos de muerte:
Pero volviendo a las pasiones, que
conmueven la fantasía, es menester advertir que no solamente el amor
engrandece y altera los objetos en la imaginación, pero lo mismo hacen
otras pasiones, como el respeto, la admiración, la amistad y otras
semejantes, las cuales si concurren juntas en la fantasía y llegan a
conmoverla con vehemencia, causan aquellos arrobos, éxtasis o vuelos con
que los grandes poetas se remontan a veces tanto, que casi se pierden de vista.
En estos vuelos, en los cuales, como observa el citado Muratori, consiste el
verdadero numen y furor poético, contemplando el objeto y asunto de sus
composiciones, preocupados de admiración, de respeto, de amistad, de
aprecio o de otros afectos, se conmueven y encienden de tal manera con la
agitación de la fantasía, que, arrebatados fuera de sí, ya
parecen otros hombres y hablan con otro estilo. Siguiendo entonces el
rápido vuelo de su conmovida imaginación, suben hasta el cielo,
se pasean por lo pasado y lo futuro, entran como en otro mundo, y todo lo que
ven y dicen es extraño, grande y maravilloso. Garcilaso, en la
Égloga primera, agitado de varios afectos de amor, de dolor, de deseo y
de aprecio, deja volar libremente la fantasía y sobre ella se sube al
cielo a razonar con su Elisa:
Divina Elisa, pues agora el cielo
con immortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas, y no
pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos
do descansar, y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?
Pero no sé yo si se podrá
fácilmente hallar otro vuelo de poética fantasía
más al caso ni más remontado y noble que el que he leído
en una de las canciones de nuestro excelente poeta Lupercio Leonardo de
Argensola. Escribe este poeta una canción en alabanza de Felipe II, con
la ocasión de las fiestas de la canonización de San Diego, y
luego, conmovida y encendida su fantasía por la grandeza del asunto, se
remonta como en éxtasis a imaginar la santidad de aquel monarca y sus
futuros milagros:
En estas sacras ceremonias pías,
donde tu gran piedad, Filipo Augusto,
con admirables rayos resplandece,
verás, como dejando el cetro justo
después de largos y felices días,
al nuevo trono que a tu sombra crece,
nuestra madre Santísima te ofrece
los mismos cultos y la misma palma
que ya nos muestra como en cierta idea:
que tal quiere que sea
la gloria entonces de tu cuerpo y alma,
y que al inmenso templo que edificas
al gran Levita, que en ardiente llama
examinó la de su amor divino,
ha de venir gozoso el peregrino,
no sólo convidado de su fama
por contemplar las aras de oro ricas,
sino por ver si a su dolencia aplicas,
saludable remedio desde el cielo,
como lo das a todos en el suelo.
Vuela después con la misma
fantasía a especificar las virtudes particulares de aquel rey, la
justicia, la clemencia, el valor, la prudencia, la política, y, confusa
entre tantas virtudes, su imaginación duda por cuál de ellas
será invocado de los hombres:
Mas, ¿de cuál de tus hechos
soberanos
te daremos entonces apellido?
¿Si lucirá la espada rigurosa?
¿O retorcido en torno la hermosa
cabeza tendrá el olivo sacro
sus hojas en tu altivo simulacro?
¿O si cuando la trompa horrible diere
señal en los ejércitos, y tienda
la roja cruz el viento en las banderas,
y de la muerte la visión horrenda
envuelta en humo y polvo discurriere
por medio las escuadras y armas fieras,
tu nombre ha de sonar en las primeras
voces que diere la española gente,
pidiendo por tu medio la victoria?
¿O si querrás la gloria
de ser en los concilios presidente,
donde se trata del gobierno humano,
del cual nos dejas singular ejemplo?
¿O si será más propio que el piloto
cuando luchare con el Euro y el Noto,
prometa ronco visitar tu templo,
y allí colgar las velas por su mano?
¿O que en tu protección el rubio grano
envuelva el labrador, y te suplique
que por tu ruego Dios lo multiplique?
Primero vivirás felices años...
Así, los poetas maestros,
concibiendo con arte los afectos propios de su asunto, se remontan en alas de
su fantasía a la más alta región, sin riesgo de caer
despeñados; porque, por más que se alejen de nuestra vista,
siempre van guiados del juicio, asistidos y regidos del arte y de la prudencia,
cuyos consejos y órdenes siguen y obedecen en lo más
rápido de sus vuelos. Al contrario, los malos poetas,
entregándose totalmente al arbitrio de su desordenada imaginación
y corriendo descaminados a rienda suelta sin arte y sin guía,
fácilmente caen en aquellos precipicios que es ya tiempo de advertir en
un capítulo aparte.
Capítulo XV
De la proporción, relación y semejanza
con que el juicio arregla las imágenes de la fantasía
Cuanto agracian a la poesía las
imágenes fantásticas bien hechas y formadas con juicio y arte,
otro tanto la afean y deslucen usadas sin regla ni moderación. No puede
haber jamás belleza donde no hay proporción, orden y unidad. El
desorden, la impropiedad, la desproporción y desunión son cosas
directamente opuestas a la esencia de la belleza. Si un pintor, decía
Horacio, hiciese un cuadro en el cual a una cabeza de mujer juntase un cuello
de caballo y, finalmente, rematase la pintura en una cola de pescado,
¿quién podría contener la risa? Pues no es menos
ridícula y disforme una poesía donde la fantasía finge
imágenes desconcertadas, sin conexión y sin juicio, y, como se
dice, sin pies ni cabeza, a modo de sueños de enfermo. La
fantasía, pues, bien como caballo ardiente, requiere mucho tiento para
que no se desboque, y que el juicio cuerdo y remirado le ande siempre a la mano
y la modere en sus fogosidades, para que no se desmande ni desordene, y para
que sus imágenes tengan la debida proporción.
A esta proporción deben las
metáforas su belleza. Entre la cosa significada por el término
propio que se desecha y la significada por el término metafórico
que se substituye, ha de haber necesariamente una cierta semejanza y
relación, que el entendimiento percibe luego y aprueba. Cuando falta
esta semejanza o es tan remota y desproporcionada que el entendimiento no la
discierne bien, la metáfora es inútil, fría y defectuosa.
Si Calderón en la comedia
El mayor monstruo del mundo, llamó,
por traslación, al cielo
mentira azul de las gentes, es cierto que no
tuvo presente la precisa calidad de la proporción en las
metáforas. Porque aunque en nuestra lengua hay palabras
coloradas, con todo eso no me parece que
pueda un entendimiento arreglado aprobar esas mentiras
azules, que por más que se coloreen
con los visos del aire y con las falacias de la astrología, siempre
serán imágenes muy desproporcionadas y muy extrañas. Esta
relación, o proporción y semejanza, así en las
metáforas como en todas las demás imágenes
fantásticas, pende de la semejante constitución de figura, de
movimiento, de acción, de circunstancias y de la semejante
producción de efectos. Si se examinan con esta regla las
metáforas que los buenos autores han usado en verso o en prosa, se
notará claramente en todas ellas esta proporción que buscamos. Si
se dice que
vuela una flecha, el entendimiento ve luego
la semejanza que hay entre el movimiento de una flecha y el vuelo de una ave.
Si se llama
dulce una esperanza,
desenfrenada una pasión,
soberbio un río,
humilde un arroyo,
veloz un ingenio; o si se dice que un escollo
resiste a los asaltos del mar airado, que el
oriente es la
cuna del sol, que la primavera es la
juventud del año, y otras
metáforas de este género, al instante se discierne claramente la
semejanza y proporción que hay entre el significado propio y el
metafórico de tales términos. Pero si con estas mismas balanzas
se pesa el mérito y valor intrínseco de tantas y tan
extravagantes metáforas, que algunos de nuestros autores han despachado
en sus versos y prosas, y que aún hoy día, si no me
engaño, tienen estimación y aplauso, se hallará en ellas
en vez de las calidades necesarias, una suma desproporción. Con el
examen de algunas se podrá juzgar de las demás. Luis de
Góngora, cuyos versos están llenos de tales excesos, alabando la
grandeza y dilatación de Madrid en un soneto, dice:
Que a su menor inundación de casas
ni aun los campos del Tajo están seguros.
Siendo tan diversas y desemejantes en
efectos, en circunstancias, en movimiento, en figura, en fin y en causas la
inundación de un río y la dilatación de una ciudad, no es
dable que un juicio arreglado y prudente apruebe a la fantasía semejante
translación. Aún más extravagante es otra del mismo
Góngora en otro soneto donde dice:
Hilaré tu memoria entre las gentes.
No sé qué justa
proporción pudo descubrir este poeta entre
hilar ycelebrar la
memoria de un sujeto. Su fantasía desreglada, habiendo empezado la
metáfora o alegoría de
gusano, sobre el equívoco del apellido
de
Mora, quiso continuar la metáfora sin
atender a la desproporción e impropiedad, y, buscando aplauso en la
extravagancia y novedad de la locución, dijo:
«Hilaré tu memoria, en vez de
cantaré o celebraré»,
etc. Mas sin apartarnos de Góngora, veamos en otro ejemplo cuán
disformes monstruos puede concebir una fantasía desordenada y en
qué derrumbaderos puede caer. Alaba en el soneto 21 la tercera parte de
la
Historia pontifical, que escribió el
doctor Babia:
Este que Babia al mundo hoy ha ofrecido
poema, sino a números atado,
de la disposición antes limado,
y de la erudición después lamido,
historia es culta, cuyo encanecido
estilo, sino métrico, peinado,
tres ya pilotos del bajel sagrado
hurta a tiempo y redime del olvido.
Dejemos aparte aquella fría
paronomasia de
limado y
lamido, y notemos sólo las
metáforas. Llamar
poema a una historia y
poema lamido de la erudición es
traslación muy extravagante; y no lo es menos aquel
estilo encanecido y peinado, que se mete a
ladrón de pilotos. Pero pasemos a los tercetos:
Pluma, pues, que claveros celestiales
eterniza en los bronces de su historia,
llave es ya de los tiempos y no pluma.
Llamar
claveros celestiales a los Papas,
bronces a los escritos de una historia, y
llave de los tiempos a la pluma, son
también excesos de una fantasía que delira sin miramiento ni
acuerdo. Pero especialmente los
bronces de la historia son insufribles.
Horacio dijo que había levantado con sus versos un padrón a su
fama más duradero que el bronce:
Exegi monumentum aere perennius, de
donde quizás nuestro poeta tomó su metáfora, pero con poco
acierto, porque Horacio solamente compara sus versos al bronce en la
duración. Pero el que quisiese imitar la expresión de
Góngora, en vez de decir que las odas de Horacio son muy dulces,
podría libremente decir que los
bronces de Horacio son muy dulces. Por donde
se echa de ver los excesos en que puede caer el poeta que sigue ciegamente los
caprichos de su fantasía, sin discernimiento y sin juicio, y sin atender
a la debida y justa proporción de las cosas, Acabemos ya el soneto:
Ella, a sus nombres, puertas inmortales
abre, no de caduca, no, memoria
que sombras sella en túmulos de espuma.
Remata aquí el soneto con un
embolismo de imágenes, a mi parecer, en extraño monstruosas.
Porque, ¿qué imaginación, si no es frenética, puede
concebir aquellas
puertas inmortales de memoria abiertas con una
pluma? Pero el último verso, sobre todo, es un espantajo raro, y
tan ruidoso y resonante, que parece que quiere significar algo; y confieso que
al principio no le entendía; pero me reí muchísimo cuando
con algo de trabajo llegué a desentrañarle el sentido y
apuré que
sellar sombras quiere decir escribir, o
imprimir, y los
túmulos de espuma son el papel en que
se escribe o imprime. Qué relación, ni qué semejanza
razonable y justa tengan entre sí las letras y el
sellar sombras, el papel y los
túmulos de espuma, yo, por mí,
no lo alcanzo.
Pasemos ahora reseña a todo el
soneto y veamos qué de monstruos disformes, qué de vanos
fantasmas supo aunar la fantasía del poeta, obrando por sí sola,
sin dar oídos a los consejos de la razón y del juicio:
poema limado y lamido; estilo encanecido y peinado
que hurta pilotos; claveros celestiales; bronces de historia; llave de los
tiempos y pluma que abre puertas de memoria; y memoria que sombras sella en
túmulos de espuma; y de este objeto de risa pasemos a otro objeto
de admiración y de sentimiento, viendo que tales monstruos y tales
fantasmas han sido, con mucha mengua y desdoro nuestro, adorados en
España y celebrados como milagros de poesía, y, lo que es
más, han adquirido a su autor, a lo menos entre los ignorantes, que son
muchos) el glorioso dictado de príncipe de los poetas líricos,
usurpándole injustamente a un Garcilaso, a un Lupercio Leonardo, a un
Herrera, a un Camõens y a tantos otros ilustres poetas españoles,
que con mucha más justicia lo merecían. Por ahora creo que
bastarán los ejemplos propuestos para que cualquiera, si no es que
esté ciegamente apasionado en favor de tal estilo y de estos autores, y
se obstine en cerrar los ojos a la luz de la verdad, conozca ya la deformidad
de tales imágenes, en cuyo desconcierto y desavenencia no puede
jamás consistir la verdadera belleza poética, que pende, como
hemos dicho, de la proporción, propiedad, unión y regularidad de
las partes. Yo no juzgo conveniente perder más tiempo en referir y
censurar delirios semejantes, pero si alguno quisiere divertir su curiosidad
con otros ejemplos, bastará que lea alguno de los poetas de tal estilo,
y especialmente a Góngora, y el
Poema de los Macabeos, de Miguel Silveira,
autor que no cede a Góngora en hipérboles y metáforas
extravagantes y en locución hinchada y hueca.
Perdónese esta digresión
al celo justo de desarraigar tan mala hierba del Parnaso español, y
prosigamos nuestro asunto. Las imágenes, pues, las metáforas,
hipérboles y alegorías, para que contribuyan a la verdadera
belleza de la poesía, han de tener necesariamente proporción,
semejanza y propiedad. El juicio, para guiar y regir sin tropiezo la
fantasía, debe, primeramente, examinar y discernir la proporción
de las imágenes, aprobando solamente aquellas que sean
verosímiles, proporcionadas y moderadas, y desechando las que parezcan
impropias, desproporcionadas y muy arriesgadas; y esto no sólo en las
metáforas e hipérboles, sino también en todas las
demás imágenes más dilatadas y de mayor cuerpo. Cuando un
poeta forma estas imágenes fantásticas, dando sentidos, alma,
pensamientos y afectos humanos a los irracionales o a objetos inanimados, en un
hecho perfecto que tenga principio, medio y fin, como son las fábulas y
demás ficciones poéticas, entonces es preciso que la
fantasía se rija totalmente por el dictamen del juicio, y que los
pensamientos, los afectos y todo lo demás sea proporcionado y
conveniente al sujeto. Si se atribuyen sentidos y afectos humanos al cielo, al
aire, al sol, al mar, a la tierra, a una planta, a un arroyo, etc., es
necesario que los afectos, los pensamientos y todo lo demás corresponda
proporcionadamente y convenga con el objeto animado, de suerte que el
entendimiento conozca y confiese que el cielo, el aire, la planta, el sol, el
mar, etc., si tuviesen alma, sentido y habla, verdaderamente hablarían,
sentirían y obrarían de aquella misma manera como el poeta lo
finge. Véase, por ejemplo, qué pensamientos y qué
discursos tan propios y tan proporcionados atribuye el citado P. Ceva en uno de
sus Idilios a un arroyuelo:
Fons vitreus de rupe sua descenderat
urnae
maternae impatiens. Neptuni scilicet
arva,
Nereidumque domos et tecta algosa
marinae
Doridos ni elix visendi ardebat
amore.
Cualquier otro motivo o deseo que
hubiera atribuido el poeta al arroyuelo no hubiera sido tan propio como la
curiosidad de ver los anchurosos campos de Neptuno, las casas de las Nereidas y
los palacios de la diosa Doris. Igualmente son proporcionados y propios los
afectos que le atribuye, después que por varios rodeos llegó a la
playa del mar. El arroyo, acostumbrado a su solitaria quietud, se halló
perdido y confuso al mirar aquel inmenso espacio de agua y al oír el
ruidoso murmurio de las olas y de los vientos; hizo lo que pudo, el infeliz,
por volver atrás; pero no siendo ya posible lloró su desgracia y
su inconsiderada curiosidad:
Ah miser, ut longe vidit contermina
coelo
stagna immensa, et murmur aquae, ventosque
sonantes
audiit, ut propius raucos timido pede
fluctus
attigit, ut demum lymphae dedit oscula
arnarae;
infelix ore averso salsam expuit
undam
illico, perque genas lachrimae fluxere; nec
ulla
vi potuit pronos latices a gurgite
serus
vertere...
Es también muy natural que en tal caso
el arroyo, no viendo otro medio, recurriese a las deidades del mar, invocando
su favor en aquel trance:
Quas non ille Deas terraeque
marisque
Nerinen, glaucamque Thetim...
De esta manera, los buenos poetas,
conservando exactamente la debida proporción y conveniencia en las
imágenes, dan a todos sus versos la verdadera belleza,
sirviéndose de la bizarría y de los bríos de la
fantasía, pero moderada y regida por los consejos del juicio. Y para que
se vea la diferencia que hay de las imágenes fantásticas formadas
con juicio y proporción a las que forma una imaginación
desreglada, caréese la fragua de amor de Camõens, cuya pintura
hemos citado en el capítulo antecedente, con esta otra fragua de
Silveira en el libro 2 de
Los Macabeos:
En fraguas de mi pecho, por trofeos,
alienta amor sus llamas crepitantes;
por causa agente aplica mis deseos,
y por materia entrañas palpitantes.
Engendran mis fantásticos empleos
los suspiros del alma vigilantes
nuncios de mis pasiones, mas no vuelven,
que en amoroso incendio se resuelven.
Silveira, sin duda, quiso imitar aquí
a Camõens, pero le imitó muy mal. Porque no veo yo que tengan
propia y proporcionada conexión con la fragua de amor los trofeos, las
llamas crepitantes, la causa agente, los fantásticos empleos y los
suspiros nuncios.
En género de imágenes
formadas con la debida proporción, es admirable la pintura que hace
Ovidio del sueño y de su espelunca en el libro XI de las
Transformaciones:
Est prope cimmerios longo
spelunca recessu,
mons cavus, ignavi domus, et penetralia
somni...
Con todo lo demás que se sigue y que
no refiero por no ser prolijo y porque quiero suplirlo con otra excelente
imagen de Francisco López de Zárate, en su poema de la
Invención de la Cruz, libro X, est.
44, donde a imitación de Ovidio pinta el dios del sueño con
extremada maestría y acierto:
Al hablarle y moverle (estremecidos
los miembros), prolongando se espereza,
a círculo sus brazos reducidos,
que fue corona breve a su cabeza;
con las manos en ojos y en oídos
se probó a desatar de tal pereza,
mas de un golpe cayendo en su regazo,
allá derramó un brazo, allá otro
brazo...
Lánguido el monstruo el respirar
detiene,
dejando lo estruendoso la garganta;
dos veces recayendo se sostiene
en brazo izquierdo, y en derecha planta;
en los ojos las manos entretiene,
perezoso los párpados levanta;
todo de espacio, aunque sin ver, se mira,
y mal dispierto, por dormir suspira.
Cuando las hipérboles y otras
imágenes parecen al juicio algo arriesgadas, las templa y modera con
alguna de las expresiones que ya el uso ha introducido para este fin, como
parece, dirías, juzgarías, etc.
De esta manera el poeta no afirma absolutamente lo que dice, y su imagen
está menos expuesta a la censura. Con esta razón, entre otras,
defendió el marqués de Orsi un lugar de Tasso, en la
Aminta, contra las oposiciones de un autor
francés.
Pero el mayor y más pernicioso
error que la fantasía puede cometer, si no la guía y rige el
juicio, es el que ahora voy a explicar. Que la fantasía movida de alguna
semejanza o proporción se sirva de un término por otro, o dando
crédito al engaño de los sentidos, abulte o disminuya los
objetos, o, finalmente, casi delirando por la vehemencia de alguna
pasión, suponga verdaderas o verosímiles muchas cosas falsas,
todo importa poco, y el entendimiento le permite estos arrojos y excesos, como
diversiones inocentes; pero que después la fantasía,
arrogándose más libertad de la que se le concede, quiera, rebelde
a su señor, coligarse con ol falso, enemigo declarado del entendimiento,
e introducirle, engañosamente disfrazado con capa de verdad, en
conceptos falsos y en sofismas, es exceso que ningún buen poeta debe
permitirle a su fantasía, y antes bien lo debe aborrecer y
oponérsele por todos caminos. Esto sucede siempre que la fantasía
argumenta de lo metafórico a lo propio, y de un sentido equívoco
saca un sofisma. Este error es común a muchos poetas, no sólo
españoles, pero también de otras naciones, los cuales, viendo que
lo maravilloso, lo extraordinario y lo inopinado es muy aplaudido en la
poesía, y no sabiendo, o por pereza o por ignorancia, el modo de
hallarle entre la verdad o la verosimilitud, recurrieron, como a medio
más fácil, a una maravilla falsa y a unas paradojas fundadas en
equívocos y derivadas de las suposiciones y ficciones de la
imaginación poética. Entre el vulgo ignorante, y, especialmente,
entre aquellos que no penetran hasta el fondo de las cosas,
contentándose con la superficie, estas paradojas aparentes y estas
falsas maravillas, con la doradura superficial y aquella exterior brillantez
que ostentaban, lograron ser tenidas por verdadera belleza y por uno de los
más hermosos y exquisitos adornos de la poesía, bien así
como entre niños o entre simples villanos se estiman los biriles como
diamantes y el oropel como oro. La fantasía de un poeta enamorado,
exagerando en la violencia de su pasión la hermosura de su dama, la
llamará tal vez metafóricamente sol; sobre esta metáfora
fundará después un sofisma y querrá probar seriamente que,
aunque el sol verdadero tramonte, no por eso anochece, porque su sol
metafórico está presente. De semejante modo argüía
Lope de Vega Carpio en el soneto 43:
Y como donde estoy sin vos no es día,
pienso, cuando anochece, que vos fuistes
por quien perdió los rayos que tenía.
Porque si amaneció cuando le vistes,
dejándole de ver, noche sería
en el ocaso de mis ojos tristes.
También sería una paradoja muy
rara si se pudiese probar que una persona, aunque esté muy distante y
apartada, no por eso está ausente. Véase con qué facilidad
lo prueba el mismo Lope en el soneto 94, formando una falsa ilación del
sol verdadero al metafórico:
Si de mi vida con su luz reparte
tu sol los días, cuando verte intente,
¿qué importa que me acerque o que me
aparte?
Dondequiera se ve su hermoso oriente,
pues si se ve desde cualquiera parte,
quien es mi sol no puede estar ausente.
Pero esto ¿qué es sino
formar castillos en el aire y fábricas sin cimientos que al más
leve impulso se han de desvanecer y venirse abajo? ¿Quién
admitirá tan falsa moneda, si no es un ignorante que no conozca su valor
y que perciba sólo el sonido de las palabras, sin comprender su
significación? Pues es cierto que cualquiera que se ponga a sondar tales
conceptos, viendo que en vez de silogismo le proponen una falacia, ha de sentir
el engaño y la pérdida del tiempo que gastó en leer versos
cuya instrucción es una falsedad inútil, y cuyo cimiento es tan
flaco que, para derribar todo el concepto, basta advertir que el sol
metafórico de una dama no es lo mismo que el sol verdadero ni tiene las
mismas calidades y atributos. Con esta advertencia se hallará
también muy suya la conclusión de otro soneto del mismo poeta,
que quizás a muchos habrá parecido muy maravillosa:
Dentro del sol sin abrasarme anduve,
siendo cosa muy fácil que un sol
metafórico no abrase.
Una semejanza y proporción muy
justa dio ocasión a los poetas de llamar translaticiamente
fuego al amor. Luego, la fantasía
desreglada de muchos poetas sacó de esta translación mil sofismas
pueriles y mil conceptos falsos y aéreos.
Amor, dirá uno de estos poetas, es
fuego, el
llanto es
agua; es calidad o efecto propio del agua
apagar el fuego: pues ¿cómo mi llanto no apaga mi fuego amoroso?
Tal viene a ser el concepto de una copla de Calderón:
Ardo y lloro sin sosiego,
llorando y ardiendo tanto,
que ni al fuego apaga el llanto,
ni al llanto consume el fuego.
Claro está que el fuego real se apaga
con agua, pero no el fuego imaginario de amor; antes bien, como dijo Tasso en
su
Aminta,
De llanto se alimenta el inhumano
Cupido, y aún no queda jamás sacio.
De la misma estrofa es otro concepto de
Góngora en un soneto a San Ignacio, donde juega también del
vocablo de
aguas muertas:
Ardiendo en aguas muertas llamas vivas,
No es milagro que las llamas vivas ardan en
un lugar que tiene por nombre Aguas muertas, y mayormente si estas llamas
fuesen metafóricas de amor divino. El soneto 8 de Lope de Vega, sobre el
caso de Leandro, está todo tejido de semejantes sofismas:
Por ver si queda en su furor desecho,
Leandro arroja el fuego al mar de Abido,
que el estrecho del mar al encendido
pecho parece mucho más estrecho.
Rompió las sierras de agua largo
trecho;
pero el fuego, en sus límites rendido,
del mayor elemento fue vencido,
más por la cantidad que por el pecho.
El remedio fue cuerdo, el amor loco;
que, como en agua remediar espera
el fuego, que tuviera eterna calma.
Bebióse todo el mar, y aún era
poco,
que si bebiera menos no pudiera
templar la sed desde la boca al alma.
Bien creo que algunos, en cuya
opinión los autores citados y sus conceptos son venerados como
oráculos de la poesía, no aprobarán esta censura y
quizá llamarán atrevimiento lo que en mí sólo es
amor de la verdad; y, sin examinar mis razones, condenarán lo que digo,
sólo porque es contrario a las opiniones de que están preocupados
y a la fama de los poetas que han tenido hasta ahora por infalibles. Pero si,
como jueces justos y desapasionados, quieren primero oír las partes y
pesar las razones antes de dar sentencia, espero que la justicia y razón
en que me fundo tendrá fuerza bastante para que, quitado el velo de la
pasión, que no dejaba ver la verdad, pronuncien a mi favor. Y cuando el
vulgo ignorante, cohechado de su pasión, sentenciare contra mí,
tendré a lo menos derecho de apelar al tribunal de los doctos y
desapasionados. Y digo aún más, que si por ventura mis futuros
opositores me hacen ver que mi sistema es mal fundado, que mis razones son
insubsistentes, y me prueban con evidencia que las metáforas
extravagantes, las imágenes desproporcionadas y los conceptos falsos de
tales poetas son los mejores y los que constituyen la verdadera belleza
poética, yo entonces, convencido, confesaré mi error, me
desdiré de cuanto he dicho y tendré de hoy más, por mis
Homeros, por mis Virgilios y por mis Horacios, a Góngora, a Silveira y a
todos los demás secuaces de su estilo. Pero mientras esto no se me
prueba, y por otra parte veo la evidencia de las razones, la congruencia del
sistema, la autoridad y el ejemplo de tantos y tan insignes poetas y escritores
que sostiene y confirma cuanto he dicho, no hay razón para que yo,
traidor a la verdad que conozco, deje de publicarla, por adular, con mi
silencio a la ignorancia y deslumbramiento de aquellos que tienen por mengua el
mudar de opinión y el desaprender y despreciar, ya viejos, lo que
aprendieron y admiraron jóvenes. Además, que no es bien que se
consientan en la poesía española tales lunares y afeites tan
ajenos que la afean y desdoran, cuando le sobra su nativa hermosura y el adorno
propio de sus ricas galas y atavíos. La verdadera belleza poética
está fundada en la verdad, y se compone de perfecciones reales, no de
desconciertos o ilusiones aéreas. Al entendimiento humano, criado para
conocer la verdad, si no está depravado y descompuesto, nunca puede
parecer hermoso lo falso.
En dos casos solos se permiten esos
sofismas y conceptos falsos fundados en el sentido metafórico o
equívoco. El primero es en el estilo jocoso, en el cual, como el fin es
hacer reír, se consigue esto muy bien con tales conceptos, porque el
entendimiento se alegra por extremo de descubrir el engañoso artificio
del poeta y resolver el sofisma con su agudeza y conocer la facilidad de la
paradoja aparente. El segundo caso es cuando el poeta, por la violencia de su
pasión, se finge como delirante y frenético. Es muy natural
entonces que un loco discurra mal y forme conceptos falsos, y crea realidad lo
que sólo es imaginación suya. Es un ejemplo muy al caso aquel
elegantísimo epigrama de Porcio Licinio, antiguo poeta, que,
según refiere Aulo Gelio en sus
Noches áticas, lib. 19, cap. 9, dijo
en un convite Antonio Juliano, español de nación y maestro de
retórica, para contraponer la gracia y delicadeza de los latinos poetas
a la de Anacreonte y Safo:
Custodes ovium, teneraeque propaginis
agnum
quaeritis ignem? Ite huc: quaeritis? ignis
homo est.
Si digito attigero incendam sylvam
símul omnem.
Omne pecus flanima est, omnia quae
video.
Cuyo concepto imitó aquel insigne
poeta portugués Diego Bernardes en su
Lima, égloga III:
A viva chama, aquelle intenso
ardor
que brando sinto ja pe lo
costume,
de noite de si da tal
resplandor,
que mil pastores vem a buscar
lume.
Se finge el poeta latino
frenético de amor, y, delirando, imagina que su fuego amoroso es
verdadero fuego, capaz de abrasar un bosque: cuanto tocaba y miraba todo era
fuego. No me parece dotado de igual belleza aquel otro epigrama de Q. Catulo,
referido en el mismo lugar de Aulo Gelio:
Quid faculam praefers Phileros qua nil opus
nobis?
Ibimus: hic lucet, pectore flamma
satis...
Aquí el poeta, al parecer, no se
finge loco; solamente puede ser que hablase de burlas, en el cual caso se
podría dar pasaporte a este concepto. Pero si hablaba de veras, el
concepto es muy malo y es ropa de contrabando. Porque decir seriamente al paje
que estaba de más el hacha con que le alumbraba, bastando ya para esto
la llama de su pecho, es decir que no se le daba nada de caer y darse
algún golpe, si la noche era obscura. Yo, a lo menos, en tales casos,
más quisiera la escasa luz de un candil que las llamas de todos los
enamorados del mundo. Para fingir con acierto semejantes delirios de la
fantasía, como el del epigrama de Porcio Licinio, es menester mucho
juicio y mucho tiento, porque son una especie de arrojo que se admira en los
grandes maestros, pero raras veces se imita.
Antes de concluir este capítulo,
no será inútil ni fuera de sazón advertir que la prosa se
sirve también de metáforas, hipérboles y alegorías,
pero con más moderación que la poesía. Las demás
imágenes fantásticas, en las cuales los poetas atribuyen alma y
sentido a las cosas inanimadas y discurso a los brutos, son jurisdicción
y territorio propio de la poesía, y sólo con licencia puede
pasearse tal vez por él la prosa, especialmente la oratoria, la cual,
como también se ocupa en la conmoción de afectos, suele, alguna
vez, agitada por la violencia de alguna pasión, la fantasía
formar semejantes imágenes. Tal viene a ser aquella de Cicerón en
la oración por M. Marcelo:
Parietes medius fictus C. Caesar, ut mihi
videtur, huius curiae tibi gracias agere gestiunt, quod brevi tempore futura
sit illa autoritas, in his mairorum suorum et suis sedibus. Otros
muchos ejemplos como éste se hallarán en los buenos oradores,
pero siempre con mucha sobriedad y moderación, como quien camina por
territorio ajeno, o como quien se adorna con galas prestadas. Mas no solamente
pueden permitirse estas imágenes, usadas con la dicha moderación
y juicio, en las oraciones, pero aun en todas aquellas prosas que participan
más de la oratoria que de otra especie. Por esto me ha parecido
bellísima, aunque muy poética, una imagen o fantasía del
doctísimo P. F. Benito Feijoo, bien conocido en la república
literaria por su juicio, su erudición y su ingenio. Dice este autor en
el tomo 3 de su
Teatro crítico, dis. 12, número
24, hablando de un príncipe:
«Su genio se había puesto de mi parte
contra su cólera, y en aquellos suavísimos y soberanos ojos, que
a todos momentos están decretando gracias, parecía que la piedad
se estaba riendo de la ira». Aquí este célebre autor
anima el genio, la cólera, la piedad y la ira, y conociendo ser muy
arrojado este vuelo de su fantasía para la prosa, modera la imagen
añadiendo, con mucho juicio, a imitación de Cicerón, aquel
parecía.
Pero en un discurso filosófico, o matemático, o
teológico, o en una historia, donde se examina y se busca la verdad con
ánimo tranquilo y sosegado, sin ninguna conmoción de afectos, y
donde la fantasía se debe retirar y ceder todo el mando a la
razón y al discurso, no pueden permitirse semejantes imágenes, si
no es usurpándose injustamente la jurisdicción propia de la
poesía. En el cual caso los críticos tendrían mucha
razón de tomar las armas contra tales usurpadores. Por esta
consideración no he podido jamás inducirme a aprobar una imagen
de Solís en la
Historia de Méjico, lib. 1, cap. 8:
«Llegaron, dice,
a un promontorio o punta de tierra introducida en
la jurisdicción del mar, que al parecer se enfurecía con ella
sobre cobrar lo usurpado y estaba en continua inquietud porfiando con la
resistencia de los peñascos». Esta imagen fuera muy buena
para adornar un soneto o una canción, pero en una historia, cuya modesta
majestad no sufre tales afeites, me parece muy impropia y muy fuera de
sazón.
Capítulo XVI
De las imágenes intelectuales o reflexiones
del ingenio
Habiendo ya visto difusamente lo que
contribuye la fantasía a la belleza poética, pasemos a ver lo que
el ingenio del poeta la hermosea y adorna. Es el ingenio, según
enseña Muratori80,
aquella facultad o fuerza activa con que el entendimiento halla la semejanza,
las relaciones y las razones intrínsecas de las cosas. Cuando el ingenio
se ocupa en considerar un objeto, vuela velozmente por todos los entes y
objetos criados y posibles del universo, y escoge aquellos en quienes descubre
alguna semejanza, o de figura o de movimiento, o de afectos y circunstancias,
respecto del sujeto que contempla; observa todas las relaciones y
analogías de objetos, al parecer muy remotos y diversos, pero que tienen
con él alguna conexión; y, finalmente, penetrando con su agudeza
en lo interno del objeto, halla razones de su esencia, nuevas, impensadas y
maravillosas, ya sean verdaderas, ya solamente verosímiles, supuesto que
la poesía admite, indiferentemente, unas y otras. De la diversa
habilidad y aptitud de los ingenios para tales vuelos nace su
distinción; porque el ingenio que sabe hallar la semejanza y
relación que tienen diversos objetos se llama, con propiedad, grande y
comprensivo; y el que, internándose en su objeto, descubre nuevas
razones y causas ocultas, llámase agudo y penetrante. Finalmente, estos
vuelos son reflexiones y observaciones que el entendimiento hace sobre un
sujeto que, por ser más propias del ingenio, las llamaremos, con el
citado autor,
reflexiones ingeniosas o imágenes
intelectuales, a diferencia de las otras que, por ser más propias
de la fantasía, hemos llamado
fantásticas.
Todos los objetos tienen diversos visos y diversos lados, por los
cuales, mirados con atención, descubren un gran número de
relaciones ocultas y no advertidas, que el ingenio con sus reflexiones
desentraña y manifiesta. Porque, ahora, cotejando dos diversos objetos,
nos hace ver su semejanza, como en las comparaciones; ahora, supuesta esta
semejanza; sustituye un objeto a otro como en las metáforas; ahora,
extendiendo esta sustitución a las circunstancias que acompañan
el objeto, nos muestra, como por un velo o por un vidrio transparente, una
cosa, diciendo otra, como en las alegorías; ahora, mirando el objeto por
otros lados y anudando sus relaciones y los cabos al parecer sueltos, le enlaza
y ata con otros mil objetos muy distantes y muy diversos; y, finalmente,
fijándose atentamente a contemplar la esencia, las propiedades y
circunstancias del objeto, descubre en él verdades nuevas y razones
ocultas y maravillosas.
Mas como de las metáforas y
demás imágenes que de la semejanza se forman hemos discurrido en
los antecedentes capítulos, juzgando ser oportuno aquel lugar por la
dependencia que de la fantasía tienen, sólo resta ahora que
tratemos de las
comparaciones y luego de las
reflexiones con que el ingenio halla las
relaciones de las cosas y descubre verdades y razones nuevas y peregrinas, cuyo
resplandor ilustra, embellece y adorna en extremo la poesía.
La comparación es una imagen de
la cual nos servimos para hacer entender mejor algún objeto que
pudiéramos describir y pintar; pero, presumiendo que quedaríamos
cortos y seríamos obscuros en la descripción, echamos mano de
otro objeto que se le parece, y, con su imagen y pintura, damos mejor a
entender y hacemos más claro y perceptible lo que queremos explicar.
Quería Garcilaso declarar el error y engaño de su razón,
que concedía a su pensamiento un objeto tan deseado como dañoso.
Discurriendo, pues, su ingenio, por todos los entes, halló luego, entre
ellos, uno, cuya semejanza hacía más claro el objeto que una
larga descripción; vio que sucedía lo mismo a su razón que
a una madre cuando, vencida al llanto de un hijo enfermo, le concede alguna
cosa de la cual, comiendo, se le acrecienta el mal. Con esta
comparación, tan bella como tierna, logró él explicar
claramente lo que quería decir, y al mismo tiempo adornó de
incomparable belleza este soneto:
Como la tierna madre, que el doliente
hijo le está con lágrimas pidiendo
alguna cosa, de la cual, comiendo,
sabe que ha de doblarse el mal que siente;
Y aquel piadoso amor no le consiente
que considere el daño que haciendo
lo que le pide, hace, va corriendo
y aplaca el mal, y dobla el accidente;
así a mi enfermo y loco pensamiento,
que en su daño os me pide, yo querría
quitalle este mortal mantenimiento.
Mas pídemelo y llora cada día,
tanto, que cuanto quiere le consiento,
olvidando su muerte y aún la mía.
Me ha parecido también extremada
y sumamente ingeniosa aquella comparación de Solís en la
Comedia de las amazonas:
Como suele crecer lento
el pimpollo, tanto que
ninguno crecer le ve,
y todos ven el aumento,
así acá en el desaliento
de mi corazón rendido,
esta fuerza del sentido
tan oculta viene a ser,
que no se siente crecer,
y se siente que ha crecido.
Comparación que después
imitó un célebre poeta moderno italiano, Pedro Jacobo
Martelli.
Todos los maestros de retórica
convienen que, para que las comparaciones sean justas y buenas, basta que
concuerden en el punto principal, en quien estriba el concepto y sobre el cual
cae la aplicación de la comparación81; no importa que en lo demás no
convengan exactamente. Así en la comparación de Garcilaso, uno y
otro objeto concuerdan admirablemente en el punto principal: el hijo y el
pensamiento, entrambos enfermos, piden a la madre y a la razón una cosa
respectivamente dañosa a uno y otro, y la madre y la razón se los
conceden, aunque conocen el daño que les ha de causar. Éste es el
punto principal que se pretende explicar, y en éste convienen
perfectamente la comparación y el objeto comparado. No importa
después que la razón no sea madre del pensamiento, como la otra
lo es de su hijo, ni que las enfermedades del hijo y del pensamiento sean
diversas, y diverso lo que piden. Pero esta regla es tan clara y tan autorizada
que no necesita de más prueba ni de más explicación.
Es también regla general
indubitable, y a mi parecer muy necesaria, que el medio término, o sea,
el objeto del cual se toma la comparación, sea más claro y
más conocido que el objeto comparado, o a lo menos no sea más
obscuro ni menos conocido. La razón de esta regla es clara, porque
querer explicar una cosa que es o se supone obscura, con otra más
obscura y menos conocida, es un absurdo que no tiene igual82. Sin embargo, el doctísimo
marqués de Orsi, queriendo defender contra la objeción de esta
regla una comparación de un autor italiano, con sutil e ingeniosa
división distinguió el oficio de las comparaciones83, diciendo ser
unas dirigidas simplemente al fin de adornar, otras al fin de explicar mejor lo
que se dice, y otras al fin de expresamente probar; y en estas dos
últimas, que sirven de prueba o de explicación, concede ser
necesario que el objeto extranjero, o el medio término, sea más
claro, más familiar y más conocido; pero en las comparaciones
hechas solamente para adorno, el tomar, dice, las similitudes de objetos
remotos y no tan conocidos, es empeñar más la atención con
la novedad. Pero en este discurso, mirado a buena luz, me parece que hay alguna
equivocación, porque todas las comparaciones, a mi entender, son para
explicar o probar otra cosa. Debemos, pues, distinguir la comparación
misma del uso de ella. Es cierto que el servirse de comparaciones es con el fin
de adornar el estilo, y que el uso de las similitudes, ya sean para explicar o
ya para probar, siempre será un hermoso y rico adorno en cualquier
composición. Pero la comparación misma, en sí, no es
más que la explicación de una cosa que antes era o se
suponía ser obscura y poco conocida.
También necesita de
explicación lo que se dice, asentando como regla, que sean mejores las
similitudes sacadas de objetos remotos y poco conocidos. Porque si esta regla
se ha de entender de cosas remotas y apartadas de nuestro conocimiento y
capacidad, no hay razón para aprobarla, pues claramente se ve que eso es
querer caer adrede en el defecto de la obscuridad. Al contrario, el sacar las
similitudes de cosas conocidas y familiares es el mejor medio para dilucidar
cualquiera verdad por sutil y obscura que sea, como enseñó el
doctísimo P. Lamy84.
Pero si solamente quiere decir que las similitudes se deban sacar de objetos
remotos, no de nuestro conocimiento, sino del objeto comparado, y que no sean
siempre las mismas ni con los mismos objetos, en tal caso, la regla es muy
justa y muy digna de que se observe exactamente en el verso y en la prosa.
Entonces las comparaciones serán estimables por doble motivo, por claras
y por nuevas, y deleitarán en extremo el entendimiento,
enseñándole cosas nuevas y enseñándoselas con
facilidad y claridad. Esto quiere decir que las comparaciones han de ser
sazonadas con la variedad, que es una de las calidades más necesarias
para la perfecta belleza de la poesía, y, finalmente, que no se eche
mano siempre de unos mismos objetos para las similitudes. Este defecto y abuso
se había introducido en las óperas de Italia, en cuyas arietas se
repetían siempre las mismas comparaciones de navecilla, arroyuelo,
tortolilla, corderilla y otras semejantes, que ya cansaban por ser tan vulgares
y tan sabidas. Pero enmendó este abuso y le compensó
abundantemente el célebre Pedro Metastasio, que ha sabido hermosear sus
dramas con similitudes siempre nuevas y siempre acertadas.
Esto me trae a la memoria una
observación de la erudita madame Dacier en las notas al libro XII de la
Ilíada. Las comparaciones, dice, que
más admiran y deleitan son las que se sacan de algún arte opuesta
al objeto a quien se aplican. En esto es incomparable Homero; sus
comparaciones, sacadas casi siempre de artes opuestas y de cosas muy remotas
del objeto comparado, forman una suavísima armonía, bien como en
la música los altos y bajos. De este género es, en el libro XII
de la
Ilíada, la comparación de los
licios y dánaos a dos vecinos que, contendiendo sobre los
términos de un campo, altercan sin moverse de un paraje, por una
pequeña porción de tierra; y no menos bella es otra
comparación del libro XI, sacada de la agricultura, objeto muy remoto y
muy diverso de una batalla:
Como tal vez de opuestos segadores
dos tropas suelen por los mismos surcos
a porfía segar de cabo a cabo
de un rico labrador la mies dorada;
caen a un lado y otro, en densa lluvia,
haces de avena y trigo, así los griegos...
Lo mismo observó el P. Lamy85 en la
Eneida, donde Virgilio adredemente se
sirvió de comparaciones sacadas de cosas humildes, como a fin de dar
pausa y descanso a la aplicación de sus lectores y entretejer, con
hermosa variedad, en lo grande y elevado de su argumento, lo pequeño y
sencillo de otros objetos.
A esto mismo parece que miró Juan
de Jáuregui, poeta de singular mérito, cuando, en su
canción o elegía por la muerte de la reina doña Margarita,
concibió aquella tan hermosa como grande y noble comparación,
tejida de muchas imágenes, por su variedad y propiedad extremadas:
Quien vio tal vez en áspera
campaña
árbol hermoso, cuya rama y hoja
cubre la tierra de verdor sombrío;
donde el ganado cándido recoja,
alejado el pastor de su cabaña,
y allí resista al caluroso estío;
la planta, con ilustre señorío,
ofrece de su tronco y de sus flores,
y de su hojoso toldo y fruto óptimo,
olor y dulce arrimo,
sustento y sombra a ovejas y pastores,
hasta que la segur de avara mano
sus fértiles raíces desenvuelve,
atormentado en torno su terreno,
por dar materia al edificio ajeno.
Siente la noche el ganadillo, y vuelve
al caro albergue, procurado en vano,
y viendo de su abrigo yermo el llano
forma balido ronco, y su lamento
esparce ¡ay triste!, y su dolor al viento,
no de otra suerte...
Las alegorías tienen aquí
su oportuno lugar, por ser una especie de tácitas comparaciones. El
poeta, en las alegorías, descubierta la semejanza y proporción de
dos objetos, habla del uno queriendo que se entienda del otro; y de esta manera
el lector participa también del gusto de penetrar por sí solo el
sentido oculto, siendo esta penetración como una lisonja de su ingenio.
Horacio, en el lib. 1, od. 14, habla alegóricamente de un bajel que se
entrega de nuevo a los riesgos del mar, queriendo que esto se entienda de la
República romana o de Bruto que renovaba las guerras civiles:
O navis referent in mare te
novi
fluctus. O qui agis? Fortiter
occupa
portum. Nonne vides, ut
nudum remigio latus,
et malus celeri saucius Africo
antennaeque gement?...
Es también muy buena aquella
alegoría que Luis de Ulloa, en sus octavas, hace hablar a uno de los que
le aconsejaban la muerte de la hermosa hebrea:
No la corona del mayor planeta
dejéis que asombre más planta lasciva,
que oprime lo que finge que respeta,
y con mentido culto lo cautiva;
rayos que presten la virtud secreta
del cielo a nuestra saña vengativa,
cuando por nudos tan estrechos pasen,
respeten el laurel, la yedra abrasen.
Crece el gusto del lector cuando ve que
el poeta, en señal de respeto y de que estima su aprobación,
encubre con velo alegórico algún sentido que pudiera tal vez
ofender sus oídos y desazonar su modestia. Por esta razón me
parece muy apreciable, entre otras, la oda V del libro II de Horacio,
Nondum subacta ferre jugum valet,
etc., que tradujo con mucha propiedad el príncipe de Esquilache: