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ArribaAbajoCapítulo XIV

De las imágenes fantásticas artificiales


Las imágenes simples y naturales, de las cuales hemos hablado difusamente hasta ahora, no se puede negar que son de grande adorno y belleza en todo género de poesía; pero las imágenes fantásticas artificiales, de que trataremos en este capítulo, distinguen la poesía de todas las demás ciencias y artes con tan bizarras y vistosas galas, que llegan, en cierto modo, con el poderoso encanto de sus deleitosas apariencias, a enajenar los sentidos y embargar el discurso. Cuando se leen las composiciones de un poeta, cuya fantasía ha sabido con nuevas y vivas imágenes hermosear sus versos, parece que nuestra imaginación se pasea por un país encantado, donde todo es asombroso, todo tiene alma y cuerpo y sentido: las plantas aman, los brutos se duelen, se entristece el prado, las selvas escuchan, las flores desean, los suspiros y las almas tienen alas para volar de un cuerpo a otro; amor ya no es una pasión, sino un rapaz alado y ciego, que armado de aljaba y arpones, está flechando hombres y dioses; y todas estas cosas deben su nuevo ser a la fantasía del poeta, que ha querido darles alma y cuerpo y movimiento, sólo por deleitar nuestra imaginación y por expresar, debajo de tales apariencias, alguna verdad o cierta o verosímil. La fantasía, pues, del poeta, recorriendo allá dentro sus imágenes simples y naturales, y juntando algunas de ellas por la semejanza, relación y proporción que entre ellas descubre, forma una nueva caprichosa imagen, que por ser toda obra de la fantasía del poeta la llamamos imagen fantástica artificial. Observa, por ejemplo, que un monte muy alto parece a la vista que toca el cielo con su cima, y uniendo esta imagen con la de una columna, en cuyo capitel estriba algún edificio, por la semejanza y relación que entre ésta y aquella imagen descubre, firma una nueva imagen, diciendo que aquel monte sostiene el cielo. Asimismo de la semejanza que nota entre las imágenes de la risa del hombre y de la amenidad de un verde prado, cría otra nueva imagen fantástica, diciendo que ríe el prado; y de la misma manera se imagina que el mar está airado y que se enfurece contra la orilla o contra un escollo; que el cielo está triste o alegre, etc. Es verdad que todas estas imágenes, si el entendimiento las considera directamente y en su sentido literal, son falsas; pero ya hemos dicho que, aunque sean falsas directamente para el entendimiento, no obstante, son verdaderas o verosímiles para la fantasía y hacen que el entendimiento aprenda alguna verdad, a lo menos, probable y verosímil. Así, el decir que el prado ríe hace comprender indirectamente su natural hermosura y el efecto que causa su vista, semejante al efecto que hace en un hombre la risa de otro. Parece también a la fantasía y a la vista de los que navegan que la playa se aparta, por lo que dijo Virgilio:


Provehimur portu, terraeque urbesque recedunt.



Aunque, luego que el entendimiento hace reflexión sobre esta apariencia, conoce el error de la fantasía y que no es la playa la que se aparta, sino la nave, pero, no por eso, deja esta imagen de parecer directamente verdadera a la fantasía. Parece asimismo que el sol sale del mar y se esconde en él; de donde los poetas han sacado las comunes expresiones de decir que el sol se baña en las ondas y que va a sumergirse en el océano y otras semejantes. Mas, aunque estas imágenes sean directamente falsas, no por eso destruyen el fundamento principal de la belleza poética, que es la verdad real y existente o probable y verosímil; porque ya contienen una verdad verosímil a la fantasía y su falsedad exterior no es la que aborrece nuestro entendimiento, porque no mira a engañarle o hacerle creer lo falso. Siendo así que cuando un poeta dice que el sol baña ya en las ondas del océano sus rubios cabellos, no pretende engañarnos, sino solamente decirnos que anochece, lo cual es una verdad real, aunque el poeta la expresa de aquel modo que la ha imaginado y concebido su fantasía. Si se examinan con la misma norma todas las demás imágenes fantásticas, hechas como se debe, se hallará que su falsedad exterior y directa no mira a inducirnos a error y a creer lo falso. Lo mismo debe decirse cuando los poetas atribuyen afectos y sentidos humanos a los brutos, a las plantas, a las peñas, como cuando dijo Virgilio que los leones, los montes y las selvas habían sentido la muerte de Dafnis:


    Daphni, tuum poenos etiam ingernuisse leones
interitum, montesque feri, sylvaeque loquuntur.



No quería el poeta imponernos en creer que los montes, las selvas y los leones habían verdaderamente sentido la muerte de Dafnis, sino sólo que a su fantasía, turbada de dolor, lo parecía así; y quería manifestarnos su sentimiento, el cual se colige que había de ser a proporción muy grande, pues los montes y las fieras gemían por la muerte de aquel pastor. Si otro poeta dice que sus suspiros vuelan al objeto amado, tampoco quiere hacernos creer que sus suspiros tengan verdaderamente cuerpo y alas y que verdaderamente vuelen; su intención sólo es declararnos su pasión vehemente, que turbando y conmoviendo su fantasía le hace parecer o desear que sus suspiros vuelen. El entendimiento bien conoce la directa falsedad de semejantes imágenes; pero, como ya por ellas comprende alguna verdad o cierta o probable, da licencia a la fantasía de formularlas y de encubrir con este disfraz los pensamientos del alma. Concurre también en esto la imaginación del lector, que recibiendo singular placer de aquellas apariencias y objetos tan nuevos y extraños, hace que el entendimiento las apruebe, mayormente siendo ya bastante pretexto para esta aprobación la verdad probable, verosímil o indirecta, que es objeto proporcionado a su gusto y que debajo de aquel disfraz se esconde.

Estas imágenes a veces consisten en una sola palabra, como son las metáforas; a veces se extienden a un período y a un sentido entero, como las alegorías y las hipérboles, a veces toman más cuerpo y se dilatan en pequeños poemas, como los apólogos, las parábolas y las fábulas y demás ficciones poéticas. Todas estas imágenes, como ya he dicho, han de ser verdaderas o verosímiles, indirectamente al entendimiento, y directamente verdaderas o, a lo menos, verosímiles a la fantasía. Dos causas señala Muratori77 por las cuales semejantes imágenes parecen verdaderas o verosímiles a la fantasía, es a saber: los sentidos y los afectos. Por causa de los sentidos parecen verdaderas o verosímiles a la fantasía las metáforas. Los sentidos corporales y, especialmente la vista, representan las imágenes de los objetos a la fantasía, tales cuales las reciben; y esta potencia, como no tiene a su cargo el examinar la esencia verdadera de las cosas, las cree tales como parecen a los sentidos. Un remo que esté en parte metido dentro del agua parece a la vista, por la refracción de los rayos visuales, partido o torcido; la cumbre de un monte muy elevado parece que toca al cielo, porque no es perceptible a la vista la distancia que hay desde la cumbre al ciclo, por ser muy agudo e insensible el ángulo de los rayos visuales que la representan; un caballo que corre con mucha ligereza, parece que vuela, porque a la vista es casi insensible la diferencia que hay de una carrera muy veloz a un vuelo. La verdad, la conveniencia y la necesidad de estas expresiones fantásticas es tan conocida y notoria, que no sólo la poesía, sino también la prosa misma se vale de ellas sin tropiezo y con aplauso. Un orador o un historiador, no hallando entre los términos propios uno que exprima un pensamiento con toda la viveza y fuerza que desea, recurre a estas imágenes, y tomando de otra clase de objetos como prestado otro término, explica con él mucho mejor lo que no hubiera explicado con cualquiera de los términos propios. Hasta la conversación familiar admite a veces esta especie de imágenes y se adorna y hermosea con ellas. Por causa de los afectos y de las pasiones parecen también verdaderas o verosímiles a la fantasía las alegorías, los hipérboles y otras imágenes semejantes. Es evidente que las pasiones, ofuscando la razón y turbando el discurso, representan los objetos muy alterados y diversos de lo que son en sí, los abultan y engrandecen, los deprimen y disminuyen. Fácilmente se cree lo que se desea: un enamorado que desea que sus suspiros sean oídos de su dama ausente no tendrá mucho que vencer en su imaginación para que esta potencia se figure allá dentro el vuelo de un suspiro. Y como el mismo galán se tendría por muy dichoso de verse rendido a los pies de su dama, con la misma facilidad imagina que las flores del campo codicien esa misma dicha. Por eso dijo Petrarca en uno de sus sonetos:


    La yerba y flores que, con mil matices,
bordan el suelo junto a aquella encina,
ruegan que el bello pie las huelle y toque.



Y Francisco de Borja, príncipe de Esquilache, dijo asimismo en una de sus églogas:


    ¿Qué puedo hacer, pastores?
Aconsejadme, fuentes, selvas, prados.
¿He de morir de amores?
Mas, ¿qué podéis decir, si enamorados,
cuando Fílida os pisa,
vertéis las flores y dobláis la risa?



Un objeto mirado con amor parece mayor, más noble y más hermoso de lo que es; se le atribuyen prendas y virtudes que no tiene, y aquellas que tiene parecen a la fantasía de quien le ama más elevadas, más raras y maravillosas de lo que son. Al contrario, un objeto mirado con odio, con ira, con temor o con sobresalto, se ofrece a la fantasía más dañoso de lo que es, más terrible, más peligroso, etc. De aquí nacen las exageraciones o hipérboles y otras muchas imágenes fantásticas. La pasión hacía imaginar a Garcilaso el resplandor de los ojos de su dama mayor que el del sol, y encareciendo su belleza, decía en la Canción 4:


    Los ojos, cuya lumbre bien pudiera
tornar clara la noche tenebrosa
y escurecer el sol a medio día.



El temor hacía exagerar a Ovidio que las olas del mar ya eran montes de agua que tocaban las estrellas, ya hondos valles, cuya sima parecía que bajaba hasta el abismo. De esta manera las pasiones abultan, como decíamos, los objetos, los engrandecen y mejoran, o tal vez los empeoran y disminuyen representándolos a la imaginación muy alterados y diversos de lo que son.

Pero de todas las pasiones, la más querida de los poetas y la más frecuente en sus obras, es el amor, ya sea porque es la pasión más grata y más conforme a nuestra naturaleza, ya sea porque el uso o el abuso de casi todos los poetas de todas las naciones la ha introducido y establecido como moda en los versos. Aunque no deja de ser verdad innegable que se puede hacer perfectos versos sin tratar en ellos de amores profanos, como lo prueban tantos excelentes poetas que, sin recurrir a semejante asunto, han escrito poemas de cabal perfección. Pero, como quiera que esto sea, no hay duda que esta pasión ha hecho concebir a los poetas enamorados un número infinito de bellísimas imágenes fantásticas. Primeramente los gentiles no sólo le atribuyeron cuerpo y alma, como a las demás pasiones, pero observando su gran poder y admirando los efectos de su violencia, le atribuyeron la divinidad, imaginando al amor como una deidad vencedora incontrastable de hombres y dioses. Formada una vez esta imagen y recibida y continuada después por todos los poetas, no como verdad, que eso entre los cristianos no era dable, sino como imitación de los antiguos, se formaron después otras muchas imágenes, con las cuales la fantasía de los poetas ha querido explicar figuradamente en diversos modos, los varios efectos y accidentes de esta pasión. Por ejemplo, Tibulo, para expresar el grande incendio en que se abrasaba a los ojos de su Lesbia, dice que en ellos encendía amor sus dos hachas cuando quería abrasar a los dioses:


    Illius ex oculis, cum vult exurere divos,
accendit geminas lampadas acer amor.



Con esta imagen bien da a entender cuánto y cuán activo fuego debían de haber encendido en su pecho aquellos ojos, que le prestaban al mismo amor para abrasar otros pechos que entonces se suponían divinos. El mismo Tibulo imaginaba que, pues Lesbia se había ido a la aldea, ninguno debía ya quedarse en la ciudad, y que hasta los dioses mismos trocarían por el campo sus moradas celestiales. De esta suerte discurría con su enamorada fantasía en aquella elegía incomparable, que tradujo con singular elegancia y gracia el célebre y excelente poeta Fray Luis de León:


    Al campo va mi amor, y va a la aldea:
el hombre que morada un punto solo
hiciere en la ciudad, maldito sea.
    La mesma Venus deja el alto polo
y a los campos se va, y el dios Cupido
se torna labrador por esto solo.



El famoso Petrarca, de quien la reina Cristina de Suecia dijo que era igualmente grande en lo filósofo y en lo enamorado, hermoseó en extremo sus poesías con innumerables imágenes fantásticas. Ya imagina que amor, por vengarse de su primera resistencia, le hiriese a traición, ya que amor iba a su lado razonando de su pasión, ya convida a amor a contemplar las glorias y maravillas de Laura, y otras muchas imágenes de este género. A imitación de éstas formó Camõens aquella vivísima y sumamente expresiva imagen de la fragua de amor en la est, 31, cant. 9 de sus Lusiadas:


    Nas fragoas immortais onde forjavam
pera as settas as pontas penetrantes,
por lenha coraçoens ardendo estavam,
vivas entranhas inda palpitantes.
As aguas, onde os ferros temperavam
lagrimas são de miseros amantes:
a viva flamma, o nunca morto lume
desejo é só que queima e não consume.



De la misma manera imaginan otros poetas que amor tenga su habitación y su trono en dos bellos ojos, y que desde allí acechando hiera y mate; y Anacreonte, dando mayor extensión a una alegórica imagen, fingió en una de sus dulcísimas canciones78 que a media noche llamó amor a su puerta, rogándole que le recogiese en su casa, a donde venía a guarecerse de los rigores de una noche lluviosa. Recibió el incauto Anacreonte a este ingrato huésped, el cual le pagó este beneficio con una herida y se le despidió con este chiste:


    Alegraos, huésped mío,
que el arco está sin lesión,
mas no vuestro corazón.



Con la misma libertad con que la fantasía de los antiguos poetas dio alma y cuerpo a una pasión como el amor hasta hacerla deidad, animó también las demás pasiones y otros objetos inanimados. Esta libertad de la fantasía poética es la que hace que Marte discurra furibundo por uno y otro campo de batalla, seguido de las tres furias, incitando las haces al estrago y a la venganza; que la discordia hostigue los corazones y perturbe la paz de los reinos; que el furor, dentro del templo de la guerra, sentado sobre un montón de armas y atado las manos atrás con cien cadenas de hierro, brame rabioso y despechado:


    ...Furor impius intus
saeva sedens super arma, et centum vinctus ahenis
post tergum nodis, fremet horridus ore cruento.



Finalmente, la ira, el temor, los celos, la esperanza, la gloria y todo lo demás recibe alma y cuerpo y movimiento en la fantasía de un poeta.

Habiendo dado alma y cuerpo, y aún divinidad, a las pasiones, fue fácil hacer lo mismo con otras cosas inanimadas. Los poetas gentiles, ya por explicar con tales imágenes alguna causa física, ya por alguna otra razón, dieron alma y cuerpo humano a los ríos, imaginando en cada río un dios de aquellos que los romanos llamaron Indigetes, señalándole como familia suya todas las ninfas que se fingían nacidas y criadas dentro de aquel río y moradoras de sus cristalinos palacios. Y asimismo en el mar imaginaron la diosa Tetis con sus damas marinas, que llamaron Nereidas por hijas de Nereo; imaginaron también un cierto Proteo, pastor del ganado marino, y glaucos, tritones y sirenas; para los montes, bosques, prados y fuentes fingieron también ninfas oréadas, napeas, dríadas, hamadríadas, sátiros, faunos y silvanos. Los poetas cristianos, aunque reconocen por hijas de la fantasía poética estas fabulosas deidades, no por eso dejan de seguir e imitar semejantes fábulas y fantasías de los gentiles, sirviéndose de tales imágenes, o por imitar a los antiguos poetas y usar una misma locución, o por adornar con ellas sus versos y explicar con más galas y viveza sus pensamientos. Así Garcilaso llamaba las ninfas de un río a escuchar sus quejas en aquel soneto:


    Hermosas ninfas, que en el río metidas,
contentas habitáis en las moradas
de relucientes piedras fabricadas,
y en las colunas de vidrio sostenidas, etc.



Y en la Égloga segunda:


    ¡Oh náyades, de aquesta mi ribera
corriente, moradoras! ¡Oh napeas,
guarda del verde bosque verdadera!...
    ¡Oh hermosas oréadas, que teniendo
el gobierno de selvas y montañas
a caza andáis por ellas discurriendo!...
    ¡Oh dríadas, de amor hermoso nido,
dulces y graciosísimas doncellas,
que a la tarde salís de lo escondido!...



Y Lope de Vega Carpio en un soneto:


    Tened piedad de mí, que muero ausente,
hermosas ninfas de este blando río,
que bien os lo merece el llanto mío
con que suelo aumentar vuestra corriente.
    Saca la coronada y blanca frente,
Tormes famoso, a ver mi desvarío...



Camõens adelantó aún más la imitación de los antiguos, pues no sólo introdujo las ninfas de Mondego a llorar la muerte de doña Inés de Castro en el canto 3, est. 135 de sus Lusiadas, pero aún quiso imitar las metamorfosis de los gentiles, inventando, con feliz fantasía, una transformación de las lágrimas de aquellas ninfas en fuente:


   As filhas do Mondego a morte escura
longo tempo chorando memoraram,
e por memoria eterna em fonte pura
as lagrimas choradas transformaram.
O nome lhe poseram, que inda dura,
dos amores, de Ignês, que alli passaram.
Vêde que fresca fonte rega as flores,
que lagrimas saõ agua, e o nome amores.



De esa especie es la fantasía con que el P. Rapin, en su poema (lib. I), imagina poéticamente el origen del ornato y simetría de los jardines, fingiendo que, habiendo concurrido a una fiesta de aldea, entre otros dioses y diosas, Flora, mal compuesta y desaliñada, se le burlaron y la motejaron los alegres zagales. La madre Cibeles, sintiendo el caso, la retiró aparte y le dispuso con ordenado aliño los cabellos, adornándole las sienes con una corona de verde boj, con cuyo adorno empezó a aparecer hermosa. De este suceso tuvo origen después el ornato, disposición y simetría de los jardines:


   Olim tempus erat, cum res hortensis ab arte,
munditiem nullam, nulla ornamenta petebat.
Sape rosam passim permistam agrestibus herbis,
vidisses; nec erant per humum segmenta viarum
digesta in sese et buxo descripta virenti,
prima autem cultum pro se quesivit et artem.
Festa dies aderat; vicini numina ruris,
convenere; ibat pando Silenus asello,
cum satyris, dabat ipse Deus sua vina vocatis.
Adfuit et Cybele Phyrgias celebrata per urbes
ipsaque cum reliquis Flora invitata deabus
venit, inornatis, ut erat neglecta, capillis;
sive fuit fastus, seu fors fiducia formae:
non illi pubes ridendi prompta pepercit,
neglectam risere. Deam Berecynthia mater,
semotam a turba, casum miserata puellae,
exornat, certaque coman sub lege reponit,
et viride im primis buxo (nam buxifer omnis,
undique campus erat) velavit tempora Nimphae,
reddidit is speciem cultus, caepitque videri,
ex illo ut Floram decuit cultura per artem
floribus, ille decor post hac quacsitus et hortis.



Del mismo genero viene a ser la transcripción que imagina el mismo P. Rapin, de una ninfa de Dalmacia en tulipán, y de la ninfa griega Anémona en una flor del mismo nombre. Y de esta especie son también en Fracastoro la fábula de Sífilo, la de Ileo y otros. De esta manera los grandes poetas, con su fecunda y bien arreglada fantasía engrandecen las cosas y las hermosean, imaginando con verosimilitud orígenes y principios maravillosos y grandes de cosas humildes y ordinarias, haciéndolas con la novedad raras y deleitosas.

Sabía, por ejemplo, el P. Ceva que los arcos, las saetas, las espadas, los venenos y las bombas fueron invenciones de los hombres; pero, su feliz fantasía le sugirió un origen más grande, más maravilloso y no inverosímil. Imaginó, pues, que en el ejército infernal79 que marchaba por los campos de Asiria, iba encubriendo la retaguardia uno de los caudillos llamado Dramelech, inventor de los arcos y saetas, seguido de un escuadrón de espíritus inventores de otros abominables instrumentos de muerte:


    Postremo insignis maculosi pellibus hydri,
quadrijugo it curru Dramelech qui proelia prirnus
quique arcus scythicos docuit volucresque sagittas.
Mille repertores secum trahit ille nocentes
qui ferre infandos usus, qui dira venena,
qui pestes morbosque novos, et thessala philtra
atque alia in populos miseros inventa tulere
noxia. Quos sequitur clauditque nigerrimus unus,
vertice demisso, qui seris invehet annis
flammiferas bolides; iam nunc secum ille volutat
triste magisterium flammae, pandasque carinas,
arcanique ignis non evitabile fulmen.



Pero volviendo a las pasiones, que conmueven la fantasía, es menester advertir que no solamente el amor engrandece y altera los objetos en la imaginación, pero lo mismo hacen otras pasiones, como el respeto, la admiración, la amistad y otras semejantes, las cuales si concurren juntas en la fantasía y llegan a conmoverla con vehemencia, causan aquellos arrobos, éxtasis o vuelos con que los grandes poetas se remontan a veces tanto, que casi se pierden de vista. En estos vuelos, en los cuales, como observa el citado Muratori, consiste el verdadero numen y furor poético, contemplando el objeto y asunto de sus composiciones, preocupados de admiración, de respeto, de amistad, de aprecio o de otros afectos, se conmueven y encienden de tal manera con la agitación de la fantasía, que, arrebatados fuera de sí, ya parecen otros hombres y hablan con otro estilo. Siguiendo entonces el rápido vuelo de su conmovida imaginación, suben hasta el cielo, se pasean por lo pasado y lo futuro, entran como en otro mundo, y todo lo que ven y dicen es extraño, grande y maravilloso. Garcilaso, en la Égloga primera, agitado de varios afectos de amor, de dolor, de deseo y de aprecio, deja volar libremente la fantasía y sobre ella se sube al cielo a razonar con su Elisa:


    Divina Elisa, pues agora el cielo
con immortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas, y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos
do descansar, y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?



Pero no sé yo si se podrá fácilmente hallar otro vuelo de poética fantasía más al caso ni más remontado y noble que el que he leído en una de las canciones de nuestro excelente poeta Lupercio Leonardo de Argensola. Escribe este poeta una canción en alabanza de Felipe II, con la ocasión de las fiestas de la canonización de San Diego, y luego, conmovida y encendida su fantasía por la grandeza del asunto, se remonta como en éxtasis a imaginar la santidad de aquel monarca y sus futuros milagros:


    En estas sacras ceremonias pías,
donde tu gran piedad, Filipo Augusto,
con admirables rayos resplandece,
verás, como dejando el cetro justo
después de largos y felices días,
al nuevo trono que a tu sombra crece,
nuestra madre Santísima te ofrece
los mismos cultos y la misma palma
que ya nos muestra como en cierta idea:
que tal quiere que sea
la gloria entonces de tu cuerpo y alma,
y que al inmenso templo que edificas
al gran Levita, que en ardiente llama
examinó la de su amor divino,
ha de venir gozoso el peregrino,
no sólo convidado de su fama
por contemplar las aras de oro ricas,
sino por ver si a su dolencia aplicas,
saludable remedio desde el cielo,
como lo das a todos en el suelo.



Vuela después con la misma fantasía a especificar las virtudes particulares de aquel rey, la justicia, la clemencia, el valor, la prudencia, la política, y, confusa entre tantas virtudes, su imaginación duda por cuál de ellas será invocado de los hombres:


    Mas, ¿de cuál de tus hechos soberanos
te daremos entonces apellido?
¿Si lucirá la espada rigurosa?
¿O retorcido en torno la hermosa
cabeza tendrá el olivo sacro
sus hojas en tu altivo simulacro?
¿O si cuando la trompa horrible diere
señal en los ejércitos, y tienda
la roja cruz el viento en las banderas,
y de la muerte la visión horrenda
envuelta en humo y polvo discurriere
por medio las escuadras y armas fieras,
tu nombre ha de sonar en las primeras
voces que diere la española gente,
pidiendo por tu medio la victoria?
¿O si querrás la gloria
de ser en los concilios presidente,
donde se trata del gobierno humano,
del cual nos dejas singular ejemplo?
¿O si será más propio que el piloto
cuando luchare con el Euro y el Noto,
prometa ronco visitar tu templo,
y allí colgar las velas por su mano?
¿O que en tu protección el rubio grano
envuelva el labrador, y te suplique
que por tu ruego Dios lo multiplique?
Primero vivirás felices años...



Así, los poetas maestros, concibiendo con arte los afectos propios de su asunto, se remontan en alas de su fantasía a la más alta región, sin riesgo de caer despeñados; porque, por más que se alejen de nuestra vista, siempre van guiados del juicio, asistidos y regidos del arte y de la prudencia, cuyos consejos y órdenes siguen y obedecen en lo más rápido de sus vuelos. Al contrario, los malos poetas, entregándose totalmente al arbitrio de su desordenada imaginación y corriendo descaminados a rienda suelta sin arte y sin guía, fácilmente caen en aquellos precipicios que es ya tiempo de advertir en un capítulo aparte.




ArribaAbajoCapítulo XV

De la proporción, relación y semejanza con que el juicio arregla las imágenes de la fantasía


Cuanto agracian a la poesía las imágenes fantásticas bien hechas y formadas con juicio y arte, otro tanto la afean y deslucen usadas sin regla ni moderación. No puede haber jamás belleza donde no hay proporción, orden y unidad. El desorden, la impropiedad, la desproporción y desunión son cosas directamente opuestas a la esencia de la belleza. Si un pintor, decía Horacio, hiciese un cuadro en el cual a una cabeza de mujer juntase un cuello de caballo y, finalmente, rematase la pintura en una cola de pescado, ¿quién podría contener la risa? Pues no es menos ridícula y disforme una poesía donde la fantasía finge imágenes desconcertadas, sin conexión y sin juicio, y, como se dice, sin pies ni cabeza, a modo de sueños de enfermo. La fantasía, pues, bien como caballo ardiente, requiere mucho tiento para que no se desboque, y que el juicio cuerdo y remirado le ande siempre a la mano y la modere en sus fogosidades, para que no se desmande ni desordene, y para que sus imágenes tengan la debida proporción.

A esta proporción deben las metáforas su belleza. Entre la cosa significada por el término propio que se desecha y la significada por el término metafórico que se substituye, ha de haber necesariamente una cierta semejanza y relación, que el entendimiento percibe luego y aprueba. Cuando falta esta semejanza o es tan remota y desproporcionada que el entendimiento no la discierne bien, la metáfora es inútil, fría y defectuosa. Si Calderón en la comedia El mayor monstruo del mundo, llamó, por traslación, al cielo mentira azul de las gentes, es cierto que no tuvo presente la precisa calidad de la proporción en las metáforas. Porque aunque en nuestra lengua hay palabras coloradas, con todo eso no me parece que pueda un entendimiento arreglado aprobar esas mentiras azules, que por más que se coloreen con los visos del aire y con las falacias de la astrología, siempre serán imágenes muy desproporcionadas y muy extrañas. Esta relación, o proporción y semejanza, así en las metáforas como en todas las demás imágenes fantásticas, pende de la semejante constitución de figura, de movimiento, de acción, de circunstancias y de la semejante producción de efectos. Si se examinan con esta regla las metáforas que los buenos autores han usado en verso o en prosa, se notará claramente en todas ellas esta proporción que buscamos. Si se dice que vuela una flecha, el entendimiento ve luego la semejanza que hay entre el movimiento de una flecha y el vuelo de una ave. Si se llama dulce una esperanza, desenfrenada una pasión, soberbio un río, humilde un arroyo, veloz un ingenio; o si se dice que un escollo resiste a los asaltos del mar airado, que el oriente es la cuna del sol, que la primavera es la juventud del año, y otras metáforas de este género, al instante se discierne claramente la semejanza y proporción que hay entre el significado propio y el metafórico de tales términos. Pero si con estas mismas balanzas se pesa el mérito y valor intrínseco de tantas y tan extravagantes metáforas, que algunos de nuestros autores han despachado en sus versos y prosas, y que aún hoy día, si no me engaño, tienen estimación y aplauso, se hallará en ellas en vez de las calidades necesarias, una suma desproporción. Con el examen de algunas se podrá juzgar de las demás. Luis de Góngora, cuyos versos están llenos de tales excesos, alabando la grandeza y dilatación de Madrid en un soneto, dice:


    Que a su menor inundación de casas
ni aun los campos del Tajo están seguros.



Siendo tan diversas y desemejantes en efectos, en circunstancias, en movimiento, en figura, en fin y en causas la inundación de un río y la dilatación de una ciudad, no es dable que un juicio arreglado y prudente apruebe a la fantasía semejante translación. Aún más extravagante es otra del mismo Góngora en otro soneto donde dice:


Hilaré tu memoria entre las gentes.



No sé qué justa proporción pudo descubrir este poeta entre hilar ycelebrar la memoria de un sujeto. Su fantasía desreglada, habiendo empezado la metáfora o alegoría de gusano, sobre el equívoco del apellido de Mora, quiso continuar la metáfora sin atender a la desproporción e impropiedad, y, buscando aplauso en la extravagancia y novedad de la locución, dijo: «Hilaré tu memoria, en vez de cantaré o celebraré», etc. Mas sin apartarnos de Góngora, veamos en otro ejemplo cuán disformes monstruos puede concebir una fantasía desordenada y en qué derrumbaderos puede caer. Alaba en el soneto 21 la tercera parte de la Historia pontifical, que escribió el doctor Babia:


    Este que Babia al mundo hoy ha ofrecido
poema, sino a números atado,
de la disposición antes limado,
y de la erudición después lamido,
    historia es culta, cuyo encanecido
estilo, sino métrico, peinado,
tres ya pilotos del bajel sagrado
hurta a tiempo y redime del olvido.



Dejemos aparte aquella fría paronomasia de limado y lamido, y notemos sólo las metáforas. Llamar poema a una historia y poema lamido de la erudición es traslación muy extravagante; y no lo es menos aquel estilo encanecido y peinado, que se mete a ladrón de pilotos. Pero pasemos a los tercetos:


    Pluma, pues, que claveros celestiales
eterniza en los bronces de su historia,
llave es ya de los tiempos y no pluma.



Llamar claveros celestiales a los Papas, bronces a los escritos de una historia, y llave de los tiempos a la pluma, son también excesos de una fantasía que delira sin miramiento ni acuerdo. Pero especialmente los bronces de la historia son insufribles. Horacio dijo que había levantado con sus versos un padrón a su fama más duradero que el bronce: Exegi monumentum aere perennius, de donde quizás nuestro poeta tomó su metáfora, pero con poco acierto, porque Horacio solamente compara sus versos al bronce en la duración. Pero el que quisiese imitar la expresión de Góngora, en vez de decir que las odas de Horacio son muy dulces, podría libremente decir que los bronces de Horacio son muy dulces. Por donde se echa de ver los excesos en que puede caer el poeta que sigue ciegamente los caprichos de su fantasía, sin discernimiento y sin juicio, y sin atender a la debida y justa proporción de las cosas, Acabemos ya el soneto:


    Ella, a sus nombres, puertas inmortales
abre, no de caduca, no, memoria
que sombras sella en túmulos de espuma.



Remata aquí el soneto con un embolismo de imágenes, a mi parecer, en extraño monstruosas. Porque, ¿qué imaginación, si no es frenética, puede concebir aquellas puertas inmortales de memoria abiertas con una pluma? Pero el último verso, sobre todo, es un espantajo raro, y tan ruidoso y resonante, que parece que quiere significar algo; y confieso que al principio no le entendía; pero me reí muchísimo cuando con algo de trabajo llegué a desentrañarle el sentido y apuré que sellar sombras quiere decir escribir, o imprimir, y los túmulos de espuma son el papel en que se escribe o imprime. Qué relación, ni qué semejanza razonable y justa tengan entre sí las letras y el sellar sombras, el papel y los túmulos de espuma, yo, por mí, no lo alcanzo.

Pasemos ahora reseña a todo el soneto y veamos qué de monstruos disformes, qué de vanos fantasmas supo aunar la fantasía del poeta, obrando por sí sola, sin dar oídos a los consejos de la razón y del juicio: poema limado y lamido; estilo encanecido y peinado que hurta pilotos; claveros celestiales; bronces de historia; llave de los tiempos y pluma que abre puertas de memoria; y memoria que sombras sella en túmulos de espuma; y de este objeto de risa pasemos a otro objeto de admiración y de sentimiento, viendo que tales monstruos y tales fantasmas han sido, con mucha mengua y desdoro nuestro, adorados en España y celebrados como milagros de poesía, y, lo que es más, han adquirido a su autor, a lo menos entre los ignorantes, que son muchos) el glorioso dictado de príncipe de los poetas líricos, usurpándole injustamente a un Garcilaso, a un Lupercio Leonardo, a un Herrera, a un Camõens y a tantos otros ilustres poetas españoles, que con mucha más justicia lo merecían. Por ahora creo que bastarán los ejemplos propuestos para que cualquiera, si no es que esté ciegamente apasionado en favor de tal estilo y de estos autores, y se obstine en cerrar los ojos a la luz de la verdad, conozca ya la deformidad de tales imágenes, en cuyo desconcierto y desavenencia no puede jamás consistir la verdadera belleza poética, que pende, como hemos dicho, de la proporción, propiedad, unión y regularidad de las partes. Yo no juzgo conveniente perder más tiempo en referir y censurar delirios semejantes, pero si alguno quisiere divertir su curiosidad con otros ejemplos, bastará que lea alguno de los poetas de tal estilo, y especialmente a Góngora, y el Poema de los Macabeos, de Miguel Silveira, autor que no cede a Góngora en hipérboles y metáforas extravagantes y en locución hinchada y hueca.

Perdónese esta digresión al celo justo de desarraigar tan mala hierba del Parnaso español, y prosigamos nuestro asunto. Las imágenes, pues, las metáforas, hipérboles y alegorías, para que contribuyan a la verdadera belleza de la poesía, han de tener necesariamente proporción, semejanza y propiedad. El juicio, para guiar y regir sin tropiezo la fantasía, debe, primeramente, examinar y discernir la proporción de las imágenes, aprobando solamente aquellas que sean verosímiles, proporcionadas y moderadas, y desechando las que parezcan impropias, desproporcionadas y muy arriesgadas; y esto no sólo en las metáforas e hipérboles, sino también en todas las demás imágenes más dilatadas y de mayor cuerpo. Cuando un poeta forma estas imágenes fantásticas, dando sentidos, alma, pensamientos y afectos humanos a los irracionales o a objetos inanimados, en un hecho perfecto que tenga principio, medio y fin, como son las fábulas y demás ficciones poéticas, entonces es preciso que la fantasía se rija totalmente por el dictamen del juicio, y que los pensamientos, los afectos y todo lo demás sea proporcionado y conveniente al sujeto. Si se atribuyen sentidos y afectos humanos al cielo, al aire, al sol, al mar, a la tierra, a una planta, a un arroyo, etc., es necesario que los afectos, los pensamientos y todo lo demás corresponda proporcionadamente y convenga con el objeto animado, de suerte que el entendimiento conozca y confiese que el cielo, el aire, la planta, el sol, el mar, etc., si tuviesen alma, sentido y habla, verdaderamente hablarían, sentirían y obrarían de aquella misma manera como el poeta lo finge. Véase, por ejemplo, qué pensamientos y qué discursos tan propios y tan proporcionados atribuye el citado P. Ceva en uno de sus Idilios a un arroyuelo:


    Fons vitreus de rupe sua descenderat urnae
maternae impatiens. Neptuni scilicet arva,
Nereidumque domos et tecta algosa marinae
Doridos ni elix visendi ardebat amore.



Cualquier otro motivo o deseo que hubiera atribuido el poeta al arroyuelo no hubiera sido tan propio como la curiosidad de ver los anchurosos campos de Neptuno, las casas de las Nereidas y los palacios de la diosa Doris. Igualmente son proporcionados y propios los afectos que le atribuye, después que por varios rodeos llegó a la playa del mar. El arroyo, acostumbrado a su solitaria quietud, se halló perdido y confuso al mirar aquel inmenso espacio de agua y al oír el ruidoso murmurio de las olas y de los vientos; hizo lo que pudo, el infeliz, por volver atrás; pero no siendo ya posible lloró su desgracia y su inconsiderada curiosidad:


    Ah miser, ut longe vidit contermina coelo
stagna immensa, et murmur aquae, ventosque sonantes
audiit, ut propius raucos timido pede fluctus
attigit, ut demum lymphae dedit oscula arnarae;
infelix ore averso salsam expuit undam
illico, perque genas lachrimae fluxere; nec ulla
vi potuit pronos latices a gurgite serus
vertere...



Es también muy natural que en tal caso el arroyo, no viendo otro medio, recurriese a las deidades del mar, invocando su favor en aquel trance:


   Quas non ille Deas terraeque marisque
Nerinen, glaucamque Thetim...



De esta manera, los buenos poetas, conservando exactamente la debida proporción y conveniencia en las imágenes, dan a todos sus versos la verdadera belleza, sirviéndose de la bizarría y de los bríos de la fantasía, pero moderada y regida por los consejos del juicio. Y para que se vea la diferencia que hay de las imágenes fantásticas formadas con juicio y proporción a las que forma una imaginación desreglada, caréese la fragua de amor de Camõens, cuya pintura hemos citado en el capítulo antecedente, con esta otra fragua de Silveira en el libro 2 de Los Macabeos:


    En fraguas de mi pecho, por trofeos,
alienta amor sus llamas crepitantes;
por causa agente aplica mis deseos,
y por materia entrañas palpitantes.
Engendran mis fantásticos empleos
los suspiros del alma vigilantes
nuncios de mis pasiones, mas no vuelven,
que en amoroso incendio se resuelven.



Silveira, sin duda, quiso imitar aquí a Camõens, pero le imitó muy mal. Porque no veo yo que tengan propia y proporcionada conexión con la fragua de amor los trofeos, las llamas crepitantes, la causa agente, los fantásticos empleos y los suspiros nuncios.

En género de imágenes formadas con la debida proporción, es admirable la pintura que hace Ovidio del sueño y de su espelunca en el libro XI de las Transformaciones:


   Est prope cimmerios longo spelunca recessu,
mons cavus, ignavi domus, et penetralia somni...



Con todo lo demás que se sigue y que no refiero por no ser prolijo y porque quiero suplirlo con otra excelente imagen de Francisco López de Zárate, en su poema de la Invención de la Cruz, libro X, est. 44, donde a imitación de Ovidio pinta el dios del sueño con extremada maestría y acierto:


    Al hablarle y moverle (estremecidos
los miembros), prolongando se espereza,
a círculo sus brazos reducidos,
que fue corona breve a su cabeza;
con las manos en ojos y en oídos
se probó a desatar de tal pereza,
mas de un golpe cayendo en su regazo,
allá derramó un brazo, allá otro brazo...
    Lánguido el monstruo el respirar detiene,
dejando lo estruendoso la garganta;
dos veces recayendo se sostiene
en brazo izquierdo, y en derecha planta;
en los ojos las manos entretiene,
perezoso los párpados levanta;
todo de espacio, aunque sin ver, se mira,
y mal dispierto, por dormir suspira.



Cuando las hipérboles y otras imágenes parecen al juicio algo arriesgadas, las templa y modera con alguna de las expresiones que ya el uso ha introducido para este fin, como parece, dirías, juzgarías, etc. De esta manera el poeta no afirma absolutamente lo que dice, y su imagen está menos expuesta a la censura. Con esta razón, entre otras, defendió el marqués de Orsi un lugar de Tasso, en la Aminta, contra las oposiciones de un autor francés.

Pero el mayor y más pernicioso error que la fantasía puede cometer, si no la guía y rige el juicio, es el que ahora voy a explicar. Que la fantasía movida de alguna semejanza o proporción se sirva de un término por otro, o dando crédito al engaño de los sentidos, abulte o disminuya los objetos, o, finalmente, casi delirando por la vehemencia de alguna pasión, suponga verdaderas o verosímiles muchas cosas falsas, todo importa poco, y el entendimiento le permite estos arrojos y excesos, como diversiones inocentes; pero que después la fantasía, arrogándose más libertad de la que se le concede, quiera, rebelde a su señor, coligarse con ol falso, enemigo declarado del entendimiento, e introducirle, engañosamente disfrazado con capa de verdad, en conceptos falsos y en sofismas, es exceso que ningún buen poeta debe permitirle a su fantasía, y antes bien lo debe aborrecer y oponérsele por todos caminos. Esto sucede siempre que la fantasía argumenta de lo metafórico a lo propio, y de un sentido equívoco saca un sofisma. Este error es común a muchos poetas, no sólo españoles, pero también de otras naciones, los cuales, viendo que lo maravilloso, lo extraordinario y lo inopinado es muy aplaudido en la poesía, y no sabiendo, o por pereza o por ignorancia, el modo de hallarle entre la verdad o la verosimilitud, recurrieron, como a medio más fácil, a una maravilla falsa y a unas paradojas fundadas en equívocos y derivadas de las suposiciones y ficciones de la imaginación poética. Entre el vulgo ignorante, y, especialmente, entre aquellos que no penetran hasta el fondo de las cosas, contentándose con la superficie, estas paradojas aparentes y estas falsas maravillas, con la doradura superficial y aquella exterior brillantez que ostentaban, lograron ser tenidas por verdadera belleza y por uno de los más hermosos y exquisitos adornos de la poesía, bien así como entre niños o entre simples villanos se estiman los biriles como diamantes y el oropel como oro. La fantasía de un poeta enamorado, exagerando en la violencia de su pasión la hermosura de su dama, la llamará tal vez metafóricamente sol; sobre esta metáfora fundará después un sofisma y querrá probar seriamente que, aunque el sol verdadero tramonte, no por eso anochece, porque su sol metafórico está presente. De semejante modo argüía Lope de Vega Carpio en el soneto 43:


    Y como donde estoy sin vos no es día,
pienso, cuando anochece, que vos fuistes
por quien perdió los rayos que tenía.
    Porque si amaneció cuando le vistes,
dejándole de ver, noche sería
en el ocaso de mis ojos tristes.



También sería una paradoja muy rara si se pudiese probar que una persona, aunque esté muy distante y apartada, no por eso está ausente. Véase con qué facilidad lo prueba el mismo Lope en el soneto 94, formando una falsa ilación del sol verdadero al metafórico:


    Si de mi vida con su luz reparte
tu sol los días, cuando verte intente,
¿qué importa que me acerque o que me aparte?
    Dondequiera se ve su hermoso oriente,
pues si se ve desde cualquiera parte,
quien es mi sol no puede estar ausente.



Pero esto ¿qué es sino formar castillos en el aire y fábricas sin cimientos que al más leve impulso se han de desvanecer y venirse abajo? ¿Quién admitirá tan falsa moneda, si no es un ignorante que no conozca su valor y que perciba sólo el sonido de las palabras, sin comprender su significación? Pues es cierto que cualquiera que se ponga a sondar tales conceptos, viendo que en vez de silogismo le proponen una falacia, ha de sentir el engaño y la pérdida del tiempo que gastó en leer versos cuya instrucción es una falsedad inútil, y cuyo cimiento es tan flaco que, para derribar todo el concepto, basta advertir que el sol metafórico de una dama no es lo mismo que el sol verdadero ni tiene las mismas calidades y atributos. Con esta advertencia se hallará también muy suya la conclusión de otro soneto del mismo poeta, que quizás a muchos habrá parecido muy maravillosa:


Dentro del sol sin abrasarme anduve,



siendo cosa muy fácil que un sol metafórico no abrase.

Una semejanza y proporción muy justa dio ocasión a los poetas de llamar translaticiamente fuego al amor. Luego, la fantasía desreglada de muchos poetas sacó de esta translación mil sofismas pueriles y mil conceptos falsos y aéreos. Amor, dirá uno de estos poetas, es fuego, el llanto es agua; es calidad o efecto propio del agua apagar el fuego: pues ¿cómo mi llanto no apaga mi fuego amoroso? Tal viene a ser el concepto de una copla de Calderón:


    Ardo y lloro sin sosiego,
llorando y ardiendo tanto,
que ni al fuego apaga el llanto,
ni al llanto consume el fuego.



Claro está que el fuego real se apaga con agua, pero no el fuego imaginario de amor; antes bien, como dijo Tasso en su Aminta,


    De llanto se alimenta el inhumano
Cupido, y aún no queda jamás sacio.



De la misma estrofa es otro concepto de Góngora en un soneto a San Ignacio, donde juega también del vocablo de aguas muertas:


Ardiendo en aguas muertas llamas vivas,



No es milagro que las llamas vivas ardan en un lugar que tiene por nombre Aguas muertas, y mayormente si estas llamas fuesen metafóricas de amor divino. El soneto 8 de Lope de Vega, sobre el caso de Leandro, está todo tejido de semejantes sofismas:


    Por ver si queda en su furor desecho,
Leandro arroja el fuego al mar de Abido,
que el estrecho del mar al encendido
pecho parece mucho más estrecho.
    Rompió las sierras de agua largo trecho;
pero el fuego, en sus límites rendido,
del mayor elemento fue vencido,
más por la cantidad que por el pecho.
    El remedio fue cuerdo, el amor loco;
que, como en agua remediar espera
el fuego, que tuviera eterna calma.
    Bebióse todo el mar, y aún era poco,
que si bebiera menos no pudiera
templar la sed desde la boca al alma.



Bien creo que algunos, en cuya opinión los autores citados y sus conceptos son venerados como oráculos de la poesía, no aprobarán esta censura y quizá llamarán atrevimiento lo que en mí sólo es amor de la verdad; y, sin examinar mis razones, condenarán lo que digo, sólo porque es contrario a las opiniones de que están preocupados y a la fama de los poetas que han tenido hasta ahora por infalibles. Pero si, como jueces justos y desapasionados, quieren primero oír las partes y pesar las razones antes de dar sentencia, espero que la justicia y razón en que me fundo tendrá fuerza bastante para que, quitado el velo de la pasión, que no dejaba ver la verdad, pronuncien a mi favor. Y cuando el vulgo ignorante, cohechado de su pasión, sentenciare contra mí, tendré a lo menos derecho de apelar al tribunal de los doctos y desapasionados. Y digo aún más, que si por ventura mis futuros opositores me hacen ver que mi sistema es mal fundado, que mis razones son insubsistentes, y me prueban con evidencia que las metáforas extravagantes, las imágenes desproporcionadas y los conceptos falsos de tales poetas son los mejores y los que constituyen la verdadera belleza poética, yo entonces, convencido, confesaré mi error, me desdiré de cuanto he dicho y tendré de hoy más, por mis Homeros, por mis Virgilios y por mis Horacios, a Góngora, a Silveira y a todos los demás secuaces de su estilo. Pero mientras esto no se me prueba, y por otra parte veo la evidencia de las razones, la congruencia del sistema, la autoridad y el ejemplo de tantos y tan insignes poetas y escritores que sostiene y confirma cuanto he dicho, no hay razón para que yo, traidor a la verdad que conozco, deje de publicarla, por adular, con mi silencio a la ignorancia y deslumbramiento de aquellos que tienen por mengua el mudar de opinión y el desaprender y despreciar, ya viejos, lo que aprendieron y admiraron jóvenes. Además, que no es bien que se consientan en la poesía española tales lunares y afeites tan ajenos que la afean y desdoran, cuando le sobra su nativa hermosura y el adorno propio de sus ricas galas y atavíos. La verdadera belleza poética está fundada en la verdad, y se compone de perfecciones reales, no de desconciertos o ilusiones aéreas. Al entendimiento humano, criado para conocer la verdad, si no está depravado y descompuesto, nunca puede parecer hermoso lo falso.

En dos casos solos se permiten esos sofismas y conceptos falsos fundados en el sentido metafórico o equívoco. El primero es en el estilo jocoso, en el cual, como el fin es hacer reír, se consigue esto muy bien con tales conceptos, porque el entendimiento se alegra por extremo de descubrir el engañoso artificio del poeta y resolver el sofisma con su agudeza y conocer la facilidad de la paradoja aparente. El segundo caso es cuando el poeta, por la violencia de su pasión, se finge como delirante y frenético. Es muy natural entonces que un loco discurra mal y forme conceptos falsos, y crea realidad lo que sólo es imaginación suya. Es un ejemplo muy al caso aquel elegantísimo epigrama de Porcio Licinio, antiguo poeta, que, según refiere Aulo Gelio en sus Noches áticas, lib. 19, cap. 9, dijo en un convite Antonio Juliano, español de nación y maestro de retórica, para contraponer la gracia y delicadeza de los latinos poetas a la de Anacreonte y Safo:


    Custodes ovium, teneraeque propaginis agnum
quaeritis ignem? Ite huc: quaeritis? ignis homo est.
    Si digito attigero incendam sylvam símul omnem.
Omne pecus flanima est, omnia quae video.



Cuyo concepto imitó aquel insigne poeta portugués Diego Bernardes en su Lima, égloga III:


   A viva chama, aquelle intenso ardor
que brando sinto ja pe lo costume,
de noite de si da tal resplandor,
que mil pastores vem a buscar lume.



Se finge el poeta latino frenético de amor, y, delirando, imagina que su fuego amoroso es verdadero fuego, capaz de abrasar un bosque: cuanto tocaba y miraba todo era fuego. No me parece dotado de igual belleza aquel otro epigrama de Q. Catulo, referido en el mismo lugar de Aulo Gelio:


    Quid faculam praefers Phileros qua nil opus nobis?
Ibimus: hic lucet, pectore flamma satis...



Aquí el poeta, al parecer, no se finge loco; solamente puede ser que hablase de burlas, en el cual caso se podría dar pasaporte a este concepto. Pero si hablaba de veras, el concepto es muy malo y es ropa de contrabando. Porque decir seriamente al paje que estaba de más el hacha con que le alumbraba, bastando ya para esto la llama de su pecho, es decir que no se le daba nada de caer y darse algún golpe, si la noche era obscura. Yo, a lo menos, en tales casos, más quisiera la escasa luz de un candil que las llamas de todos los enamorados del mundo. Para fingir con acierto semejantes delirios de la fantasía, como el del epigrama de Porcio Licinio, es menester mucho juicio y mucho tiento, porque son una especie de arrojo que se admira en los grandes maestros, pero raras veces se imita.

Antes de concluir este capítulo, no será inútil ni fuera de sazón advertir que la prosa se sirve también de metáforas, hipérboles y alegorías, pero con más moderación que la poesía. Las demás imágenes fantásticas, en las cuales los poetas atribuyen alma y sentido a las cosas inanimadas y discurso a los brutos, son jurisdicción y territorio propio de la poesía, y sólo con licencia puede pasearse tal vez por él la prosa, especialmente la oratoria, la cual, como también se ocupa en la conmoción de afectos, suele, alguna vez, agitada por la violencia de alguna pasión, la fantasía formar semejantes imágenes. Tal viene a ser aquella de Cicerón en la oración por M. Marcelo: Parietes medius fictus C. Caesar, ut mihi videtur, huius curiae tibi gracias agere gestiunt, quod brevi tempore futura sit illa autoritas, in his mairorum suorum et suis sedibus. Otros muchos ejemplos como éste se hallarán en los buenos oradores, pero siempre con mucha sobriedad y moderación, como quien camina por territorio ajeno, o como quien se adorna con galas prestadas. Mas no solamente pueden permitirse estas imágenes, usadas con la dicha moderación y juicio, en las oraciones, pero aun en todas aquellas prosas que participan más de la oratoria que de otra especie. Por esto me ha parecido bellísima, aunque muy poética, una imagen o fantasía del doctísimo P. F. Benito Feijoo, bien conocido en la república literaria por su juicio, su erudición y su ingenio. Dice este autor en el tomo 3 de su Teatro crítico, dis. 12, número 24, hablando de un príncipe: «Su genio se había puesto de mi parte contra su cólera, y en aquellos suavísimos y soberanos ojos, que a todos momentos están decretando gracias, parecía que la piedad se estaba riendo de la ira». Aquí este célebre autor anima el genio, la cólera, la piedad y la ira, y conociendo ser muy arrojado este vuelo de su fantasía para la prosa, modera la imagen añadiendo, con mucho juicio, a imitación de Cicerón, aquel parecía.

Pero en un discurso filosófico, o matemático, o teológico, o en una historia, donde se examina y se busca la verdad con ánimo tranquilo y sosegado, sin ninguna conmoción de afectos, y donde la fantasía se debe retirar y ceder todo el mando a la razón y al discurso, no pueden permitirse semejantes imágenes, si no es usurpándose injustamente la jurisdicción propia de la poesía. En el cual caso los críticos tendrían mucha razón de tomar las armas contra tales usurpadores. Por esta consideración no he podido jamás inducirme a aprobar una imagen de Solís en la Historia de Méjico, lib. 1, cap. 8: «Llegaron, dice, a un promontorio o punta de tierra introducida en la jurisdicción del mar, que al parecer se enfurecía con ella sobre cobrar lo usurpado y estaba en continua inquietud porfiando con la resistencia de los peñascos». Esta imagen fuera muy buena para adornar un soneto o una canción, pero en una historia, cuya modesta majestad no sufre tales afeites, me parece muy impropia y muy fuera de sazón.




ArribaAbajoCapítulo XVI

De las imágenes intelectuales o reflexiones del ingenio


Habiendo ya visto difusamente lo que contribuye la fantasía a la belleza poética, pasemos a ver lo que el ingenio del poeta la hermosea y adorna. Es el ingenio, según enseña Muratori80, aquella facultad o fuerza activa con que el entendimiento halla la semejanza, las relaciones y las razones intrínsecas de las cosas. Cuando el ingenio se ocupa en considerar un objeto, vuela velozmente por todos los entes y objetos criados y posibles del universo, y escoge aquellos en quienes descubre alguna semejanza, o de figura o de movimiento, o de afectos y circunstancias, respecto del sujeto que contempla; observa todas las relaciones y analogías de objetos, al parecer muy remotos y diversos, pero que tienen con él alguna conexión; y, finalmente, penetrando con su agudeza en lo interno del objeto, halla razones de su esencia, nuevas, impensadas y maravillosas, ya sean verdaderas, ya solamente verosímiles, supuesto que la poesía admite, indiferentemente, unas y otras. De la diversa habilidad y aptitud de los ingenios para tales vuelos nace su distinción; porque el ingenio que sabe hallar la semejanza y relación que tienen diversos objetos se llama, con propiedad, grande y comprensivo; y el que, internándose en su objeto, descubre nuevas razones y causas ocultas, llámase agudo y penetrante. Finalmente, estos vuelos son reflexiones y observaciones que el entendimiento hace sobre un sujeto que, por ser más propias del ingenio, las llamaremos, con el citado autor, reflexiones ingeniosas o imágenes intelectuales, a diferencia de las otras que, por ser más propias de la fantasía, hemos llamado fantásticas.

Todos los objetos tienen diversos visos y diversos lados, por los cuales, mirados con atención, descubren un gran número de relaciones ocultas y no advertidas, que el ingenio con sus reflexiones desentraña y manifiesta. Porque, ahora, cotejando dos diversos objetos, nos hace ver su semejanza, como en las comparaciones; ahora, supuesta esta semejanza; sustituye un objeto a otro como en las metáforas; ahora, extendiendo esta sustitución a las circunstancias que acompañan el objeto, nos muestra, como por un velo o por un vidrio transparente, una cosa, diciendo otra, como en las alegorías; ahora, mirando el objeto por otros lados y anudando sus relaciones y los cabos al parecer sueltos, le enlaza y ata con otros mil objetos muy distantes y muy diversos; y, finalmente, fijándose atentamente a contemplar la esencia, las propiedades y circunstancias del objeto, descubre en él verdades nuevas y razones ocultas y maravillosas.

Mas como de las metáforas y demás imágenes que de la semejanza se forman hemos discurrido en los antecedentes capítulos, juzgando ser oportuno aquel lugar por la dependencia que de la fantasía tienen, sólo resta ahora que tratemos de las comparaciones y luego de las reflexiones con que el ingenio halla las relaciones de las cosas y descubre verdades y razones nuevas y peregrinas, cuyo resplandor ilustra, embellece y adorna en extremo la poesía.

La comparación es una imagen de la cual nos servimos para hacer entender mejor algún objeto que pudiéramos describir y pintar; pero, presumiendo que quedaríamos cortos y seríamos obscuros en la descripción, echamos mano de otro objeto que se le parece, y, con su imagen y pintura, damos mejor a entender y hacemos más claro y perceptible lo que queremos explicar. Quería Garcilaso declarar el error y engaño de su razón, que concedía a su pensamiento un objeto tan deseado como dañoso. Discurriendo, pues, su ingenio, por todos los entes, halló luego, entre ellos, uno, cuya semejanza hacía más claro el objeto que una larga descripción; vio que sucedía lo mismo a su razón que a una madre cuando, vencida al llanto de un hijo enfermo, le concede alguna cosa de la cual, comiendo, se le acrecienta el mal. Con esta comparación, tan bella como tierna, logró él explicar claramente lo que quería decir, y al mismo tiempo adornó de incomparable belleza este soneto:


    Como la tierna madre, que el doliente
hijo le está con lágrimas pidiendo
alguna cosa, de la cual, comiendo,
sabe que ha de doblarse el mal que siente;
    Y aquel piadoso amor no le consiente
que considere el daño que haciendo
lo que le pide, hace, va corriendo
y aplaca el mal, y dobla el accidente;
    así a mi enfermo y loco pensamiento,
que en su daño os me pide, yo querría
quitalle este mortal mantenimiento.
    Mas pídemelo y llora cada día,
tanto, que cuanto quiere le consiento,
olvidando su muerte y aún la mía.



Me ha parecido también extremada y sumamente ingeniosa aquella comparación de Solís en la Comedia de las amazonas:


    Como suele crecer lento
el pimpollo, tanto que
ninguno crecer le ve,
y todos ven el aumento,
así acá en el desaliento
de mi corazón rendido,
esta fuerza del sentido
tan oculta viene a ser,
que no se siente crecer,
y se siente que ha crecido.



Comparación que después imitó un célebre poeta moderno italiano, Pedro Jacobo Martelli.

Todos los maestros de retórica convienen que, para que las comparaciones sean justas y buenas, basta que concuerden en el punto principal, en quien estriba el concepto y sobre el cual cae la aplicación de la comparación81; no importa que en lo demás no convengan exactamente. Así en la comparación de Garcilaso, uno y otro objeto concuerdan admirablemente en el punto principal: el hijo y el pensamiento, entrambos enfermos, piden a la madre y a la razón una cosa respectivamente dañosa a uno y otro, y la madre y la razón se los conceden, aunque conocen el daño que les ha de causar. Éste es el punto principal que se pretende explicar, y en éste convienen perfectamente la comparación y el objeto comparado. No importa después que la razón no sea madre del pensamiento, como la otra lo es de su hijo, ni que las enfermedades del hijo y del pensamiento sean diversas, y diverso lo que piden. Pero esta regla es tan clara y tan autorizada que no necesita de más prueba ni de más explicación.

Es también regla general indubitable, y a mi parecer muy necesaria, que el medio término, o sea, el objeto del cual se toma la comparación, sea más claro y más conocido que el objeto comparado, o a lo menos no sea más obscuro ni menos conocido. La razón de esta regla es clara, porque querer explicar una cosa que es o se supone obscura, con otra más obscura y menos conocida, es un absurdo que no tiene igual82. Sin embargo, el doctísimo marqués de Orsi, queriendo defender contra la objeción de esta regla una comparación de un autor italiano, con sutil e ingeniosa división distinguió el oficio de las comparaciones83, diciendo ser unas dirigidas simplemente al fin de adornar, otras al fin de explicar mejor lo que se dice, y otras al fin de expresamente probar; y en estas dos últimas, que sirven de prueba o de explicación, concede ser necesario que el objeto extranjero, o el medio término, sea más claro, más familiar y más conocido; pero en las comparaciones hechas solamente para adorno, el tomar, dice, las similitudes de objetos remotos y no tan conocidos, es empeñar más la atención con la novedad. Pero en este discurso, mirado a buena luz, me parece que hay alguna equivocación, porque todas las comparaciones, a mi entender, son para explicar o probar otra cosa. Debemos, pues, distinguir la comparación misma del uso de ella. Es cierto que el servirse de comparaciones es con el fin de adornar el estilo, y que el uso de las similitudes, ya sean para explicar o ya para probar, siempre será un hermoso y rico adorno en cualquier composición. Pero la comparación misma, en sí, no es más que la explicación de una cosa que antes era o se suponía ser obscura y poco conocida.

También necesita de explicación lo que se dice, asentando como regla, que sean mejores las similitudes sacadas de objetos remotos y poco conocidos. Porque si esta regla se ha de entender de cosas remotas y apartadas de nuestro conocimiento y capacidad, no hay razón para aprobarla, pues claramente se ve que eso es querer caer adrede en el defecto de la obscuridad. Al contrario, el sacar las similitudes de cosas conocidas y familiares es el mejor medio para dilucidar cualquiera verdad por sutil y obscura que sea, como enseñó el doctísimo P. Lamy84. Pero si solamente quiere decir que las similitudes se deban sacar de objetos remotos, no de nuestro conocimiento, sino del objeto comparado, y que no sean siempre las mismas ni con los mismos objetos, en tal caso, la regla es muy justa y muy digna de que se observe exactamente en el verso y en la prosa. Entonces las comparaciones serán estimables por doble motivo, por claras y por nuevas, y deleitarán en extremo el entendimiento, enseñándole cosas nuevas y enseñándoselas con facilidad y claridad. Esto quiere decir que las comparaciones han de ser sazonadas con la variedad, que es una de las calidades más necesarias para la perfecta belleza de la poesía, y, finalmente, que no se eche mano siempre de unos mismos objetos para las similitudes. Este defecto y abuso se había introducido en las óperas de Italia, en cuyas arietas se repetían siempre las mismas comparaciones de navecilla, arroyuelo, tortolilla, corderilla y otras semejantes, que ya cansaban por ser tan vulgares y tan sabidas. Pero enmendó este abuso y le compensó abundantemente el célebre Pedro Metastasio, que ha sabido hermosear sus dramas con similitudes siempre nuevas y siempre acertadas.

Esto me trae a la memoria una observación de la erudita madame Dacier en las notas al libro XII de la Ilíada. Las comparaciones, dice, que más admiran y deleitan son las que se sacan de algún arte opuesta al objeto a quien se aplican. En esto es incomparable Homero; sus comparaciones, sacadas casi siempre de artes opuestas y de cosas muy remotas del objeto comparado, forman una suavísima armonía, bien como en la música los altos y bajos. De este género es, en el libro XII de la Ilíada, la comparación de los licios y dánaos a dos vecinos que, contendiendo sobre los términos de un campo, altercan sin moverse de un paraje, por una pequeña porción de tierra; y no menos bella es otra comparación del libro XI, sacada de la agricultura, objeto muy remoto y muy diverso de una batalla:


    Como tal vez de opuestos segadores
dos tropas suelen por los mismos surcos
a porfía segar de cabo a cabo
de un rico labrador la mies dorada;
caen a un lado y otro, en densa lluvia,
haces de avena y trigo, así los griegos...



Lo mismo observó el P. Lamy85 en la Eneida, donde Virgilio adredemente se sirvió de comparaciones sacadas de cosas humildes, como a fin de dar pausa y descanso a la aplicación de sus lectores y entretejer, con hermosa variedad, en lo grande y elevado de su argumento, lo pequeño y sencillo de otros objetos.

A esto mismo parece que miró Juan de Jáuregui, poeta de singular mérito, cuando, en su canción o elegía por la muerte de la reina doña Margarita, concibió aquella tan hermosa como grande y noble comparación, tejida de muchas imágenes, por su variedad y propiedad extremadas:


    Quien vio tal vez en áspera campaña
árbol hermoso, cuya rama y hoja
cubre la tierra de verdor sombrío;
donde el ganado cándido recoja,
alejado el pastor de su cabaña,
y allí resista al caluroso estío;
la planta, con ilustre señorío,
ofrece de su tronco y de sus flores,
y de su hojoso toldo y fruto óptimo,
olor y dulce arrimo,
sustento y sombra a ovejas y pastores,
hasta que la segur de avara mano
sus fértiles raíces desenvuelve,
atormentado en torno su terreno,
por dar materia al edificio ajeno.
Siente la noche el ganadillo, y vuelve
al caro albergue, procurado en vano,
y viendo de su abrigo yermo el llano
forma balido ronco, y su lamento
esparce ¡ay triste!, y su dolor al viento,
no de otra suerte...



Las alegorías tienen aquí su oportuno lugar, por ser una especie de tácitas comparaciones. El poeta, en las alegorías, descubierta la semejanza y proporción de dos objetos, habla del uno queriendo que se entienda del otro; y de esta manera el lector participa también del gusto de penetrar por sí solo el sentido oculto, siendo esta penetración como una lisonja de su ingenio. Horacio, en el lib. 1, od. 14, habla alegóricamente de un bajel que se entrega de nuevo a los riesgos del mar, queriendo que esto se entienda de la República romana o de Bruto que renovaba las guerras civiles:


    O navis referent in mare te novi
fluctus. O qui agis? Fortiter occupa
portum. Nonne vides, ut
nudum remigio latus,
et malus celeri saucius Africo
antennaeque gement?...



Es también muy buena aquella alegoría que Luis de Ulloa, en sus octavas, hace hablar a uno de los que le aconsejaban la muerte de la hermosa hebrea:


    No la corona del mayor planeta
dejéis que asombre más planta lasciva,
que oprime lo que finge que respeta,
y con mentido culto lo cautiva;
rayos que presten la virtud secreta
del cielo a nuestra saña vengativa,
cuando por nudos tan estrechos pasen,
respeten el laurel, la yedra abrasen.



Crece el gusto del lector cuando ve que el poeta, en señal de respeto y de que estima su aprobación, encubre con velo alegórico algún sentido que pudiera tal vez ofender sus oídos y desazonar su modestia. Por esta razón me parece muy apreciable, entre otras, la oda V del libro II de Horacio, Nondum subacta ferre jugum valet, etc., que tradujo con mucha propiedad el príncipe de Esquilache:


    En cerviz no domada
el duro yugo resistir no puede,
ni Venus fatigada
igualar el oficio le concede,
ni se defiende al peso
del fuerte toro en el lascivo exceso.
    Tu becerra en el prado
jugar con las terneras apetece,
y el campo matizado,
que entre los sauces húmidos se ofrece,
y templar en el río
el pasado calor del seco estío.
    De la uva verde olvida
el apetito injusto y poderoso,
que el otoño convida
al dulce fruto con sazón sabroso,
a su tiempo cogido,
y de color de púrpura vestido...