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ArribaAbajoCapítulo XII [XIV]

Del aparato teatral y de la música


Las dos últimas partes de calidad de la tragedia son el aparato y la música; y aunque en rigor no pertenecen al poeta, ni son cosas propias de la tragedia, todavía en algún modo contribuyen a su perfección, particularmente el aparato. Y aquí no pretendo hablar del de los antiguos, ni de la disposición de la escena, del proscenio, de la orquesta, de la cávea, del carago, mesonoto, flautas iguales, desiguales, derechas o izquierdas, máscaras, sirmas, coturnos y soccos, o zuecos o chanclos, especie de calzado, éste de la comedia, aquél de la tragedia, ni de todas las demás cosas que acerca de esto se pudieran decir; de las cuales quien quisiere informarse enteramente puede leer a González de Salas en su Ilustración de la Poética de Aristóteles, sec. 5, a Resino, y los demás eruditos que han escrito de tales antigüedades; porque como la noticia de estas cosas no me parece de ningún modo necesaria para la perfección de nuestros dramas, ni para el aparato que al presente se usa, la omito acordadamente por no cansar inútilmente a mis lectores y a mí mismo.

A tres cosas se puede reducir el aparato, según el presente estado de la poesía dramática: a la disposición y adorno de las escenas, a las personas de los representantes y a sus vestiduras. Y cuanto a la disposición de la escena, ya hemos dicho en el cap. V, siguiendo la opinión de un moderno, que para observar una exacta unidad de lugar se podrían hacer varias divisiones horizontales o perpendiculares según los parajes que requiera la comedia o tragedia que se ha de representar. Mucho pueden contribuir a la perfección del aparato la arquitectura y la pintura: la arquitectura con la bien ideada fábrica de los teatros, donde los ojos y los oídos gocen igualmente desde todas partes de la representación; la pintura, y más la perspectiva, con la viva y natural imitación del sitio o lugar que ha de figurar la escena. Los antiguos se esmeraron en esto. Agatharco pintó en Atenas las escenas para las tragedias de Esquilo con gran perfección. Y en Roma fue el primero Claudio Pulcro, que introdujo este adorno en el teatro, habiendo sido tal y tanta la valentía de la pintura y la habilidad del pintor, que se vieron cuervos llegar engañados a ponerse sobre unas tejas aparentes168. Pero los dos célebres teatros de Marco Scauro Edil y de Cayo Curio son evidente prueba, así de la pompa y magnificencia, como del esmero grande que ponían los antiguos romanos en el aparato teatral.

Por lo que toca a las personas de los representantes se habría de procurar que cada uno hiciese el papel más apropiado a su genio o a su habilidad, a su estatura y a su edad. Y si se pudiera lograr que los representantes fuesen hombres de alguna capacidad e ingenio, o a lo menos que hubiesen leído algunos libros de buenas letras, sin duda harían mejor su papel. Cuanto a los vestidos, deberían ser conforme a la nación, a la dignidad y al estado de cada persona según lo que representa. Es verdad que esto no se ha de entender con tanto rigor que si, por ejemplo, se introduce en la comedia una aldeana, salga tan andrajosa y desaliñada como suelen ir las mujeres del campo; bastará que se imite el vestido de las aldeanas en los días más festivos, que es cuando suelen salir lo más aseadas y compuestas que pueden. Hase de imitar la naturaleza, pero mejorada y ennoblecida.

A la doctrina del aparato teatral pertenece también el moderar y arreglar el número de las personas. Primeramente, es precepto de Horacio que no representen juntas en el tablado cuatro personas a un mismo tiempo: ne quarta loqui persona laboret. Porque en pasando de tres que hablen es confusión y embarazo para la representación. Aún es mucho mayor yerro el cargar de tanto número de personas el drama que sea imposible que el auditorio se acuerde de sus nombres ni de sus genios y fines. Todas las comedias de Lope de Vega pecan de ordinario en el número excesivo de personas. Dejando aparte las que no tienen menos de veinticuatro o treinta, la de El bautismo del príncipe de Fez y muerte del rey don Sebastián tiene sesenta personas, con una procesión por añadidura, número bastante para reclutar un regimiento que hubiese salido muy derrotado de una batalla. Debe, pues, el poeta arreglar con juicio el número de los actores y reducirlos a los menos que se pueda, para facilitar la representación, pues de otra suerte sería preciso hacer levas de farsantes como de soldados. A mí me parece que el número de ocho o diez personas será bastante y tolerable; lo que pase de ahí será exceso y confusión.

La música no es de ninguna manera necesaria a la representación de los dramas, particularmente en nuestros tiempos en que ya no se usa el coro de los antiguos, habiéndose, en su lugar, sustituido el entremés, que es una pequeña acción jocosa, y el baile o sainete. Por lo que toca a representarse toda una tragedia o comedia en música, me parece que no es del todo acertado, y que mejor efecto hará, y deleitará más, una buena representación bien ejecutada por actores hábiles y diestros, que todo el primor de la música. Porque aunque es verdad que la música mueve también los afectos, nunca puede llegar a igualar la fuerza que tiene una buena representación; además que el canto, en los teatros, siempre tiene mucha inverosimilitud, a la cual unida la distracción que causa su dulzura, con que enajena los ánimos y la atención, desluce todo el trabajo y esfuerzo del poeta y todo el gusto y la persuasión de la poesía, introduciendo en vez de este deleite, que podemos llamar racional, porque fundado en razón y en discurso, otro deleite de sentido, porque es producido solamente por las impresiones que en el oído hacen las notas armónicas, sin intervención del entendimiento ni del discurso. Por eso se han visto a veces, como advierte el autor169 de la Prefación al teatro italiano, quedarse sin auditorio los teatros de los más excelentes cantores para acudir a la representación de alguna tragedia. Está en duda entre los eruditos si las antiguas tragedias y comedias de griegos y latinos se representaban cantando, como se hace al presente en los dramas italianos que se llaman óperas. Como quiera que esto sea, es cierto que en Italia tuvo principio este nuevo uso el año 1597, por el cual tiempo Horacio Vecchi, modenés, hizo cantar todos los actores en una comedia suya. Siguióse poco después Octavio Rinuccini, poeta florentín, que mejoró y ennobleció esta invención. Pero muchos hombres sabios son de parecer que con ella no ha ganado nada el teatro.




ArribaAbajoCapítulo XIII [XV]

De las partes de cantidad de la tragedia


Habiendo ya dado fin a las partes de calidad, paso a las de cantidad, sin detenerme mucho en ellas por ser ya de poca importancia para la poesía dramática en el estado en que se halla. Divide Aristóteles170 el tamaño, o la material grandeza de las tragedias de su tiempo, en cuatro partes, que son: prólogo, episodio, éxodo y coro. El prólogo era toda aquella parte de la tragedia que precedía al principio de la fábula hasta que salía la primera vez el coro. Episodio era toda aquella parte comprendida entre la primera y última salida del coro. Exodo era lo restante de la tragedia, desde la última salida del coro hasta el fin de toda la fábula. El coro era todo aquello que cantaba en el teatro una tropa de músicos y bailarines. Lo que solía, o lo que debía cantar el coro, lo refiere Horacio en aquellos versos de su Poética:


    Actorispartes chorus officiumquen virile
Defendat neu quid medios intercinat actus,
Quod non proposito conducat, et haereat apte.
Ille bonis faveatque, et consilietur amicis,
Et regat iratos, et amet pacare tumentes.
Ille dapes laudet mensae brevis: ille salubrem
Justitiam, legesque et apertis otia portis.
Ille tegat commissa, Deosque precetur et oret,
Ut redeat miseris, abeat fortuna superbis.



En tiempo de Esquilo, según González171, las personas del coro eran cincuenta. Después los atenienses moderaron aquella muchedumbre reduciéndola a doce, hasta que Sófocles añadió tres y quedaron en quince. El orden con que salían a las tablas era distribuyéndose en tres hileras de cinco o en cinco de tres. En los coros, además de cantar, se danzaba también al mismo compás de la música; y las mudanzas eran muchas, como observa el citado González, pero las más ordinariamente repetidas tenían su docta y misteriosa significación, ya de los movimientos de los cielos, ya de la variedad o estabilidad de los elementos, etc. Subdivide Aristóteles el coro en tres partes, que llama parodo, stasimo y commo; y así de la misma etimología de estas palabras griegas, como de lo que dice el mismo Aristóteles, se infiere que el parodo era todo aquello que el coro decía moviéndose, esto es, cantando y bailando a un mismo tiempo; el stasimo era todo lo que decía el coro estando parado en un puesto. El commo era una lamentación triste y lúgubre que cantaba el coro al fin de algunas tragedias, ayudado y acompañado de los mismos representantes; de suerte que el parado y stasimo eran comunes de todos los coros, pero el commo era solamente propio de alguna tragedia.

Ésta es la división que hizo Aristóteles de las tragedias de su tiempo, cuando todavía no estaba introducida la división de los dramas en actos y escenas, que después se usó entre los latinos y que han seguido los modernos, con la diferencia que unos los dividen en cinco actos, otros en tres. Y esta última división es la que universalmente se sigue en España, donde a los actos se les da el nombre de jornadas de algún tiempo a esta parte. Cuanto a los actos es precepto de Horacio que no sean más ni menos de cinco:


    Neve minor, neu sit quinto productior actu
Fabula, quac posci vult, et spectata reponi.



Aunque a decir verdad el precepto de Horacio más parece que mira a moderar y arreglar la justa y proporcionada grandeza de la tragedia o comedia, a fin de que ni deje poco satisfechos a los oyentes por lo breve, ni los canse por lo prolijo; porque cuanto a lo demás, no alcanzo razón alguna por la cual hayan de ser los actos cinco y no tres. La práctica de esto en todos tiempos ha sido varia y arbitraria. Y aunque parece que los latinos usaban siempre la división de los cinco actos, no obstante hay conjeturas que alguna vez hubiesen también practicado la de tres. Jacobo Mazzonio y José Antonio González confirman esta conjetura con un texto de Cicerón en la epístola últ., lib. 1, ad Q. frat., donde dice: «ut hic tertius annus imperii tui, tamquam tertius actus, perfectissimus atque ornatissimus fuisse videatur». Por lo que toca a la práctica de los modernos, cada uno hace la división según su gusto o según el uso de la nación, en cinco o en tres actos o jornadas.

Como no hay razón para precisar al poeta a un cierto número de actos, tampoco la hay para obligarle a dar a cada acto un cierto número de escenas, por ejemplo, siete o diez, como algunos quieren. Por escenas entiendo aquí las entradas y salidas de las personas o el aumentarse y disminuirse el número de ellas en el tablado; de modo que cada vez que habiendo salido dos personas se entra la una y queda la otra sola, o a las dos sobreviene otra, u otras, en cualquiera de estos casos hay nueva escena, esto es, número variado de personas que representan.

En España no está puesto en uso el distinguir estas salidas y entradas con el nombre de escenas, como han hecho las demás naciones. En este sentido es cierto, a mi entender, que el poeta no está obligado a ceñirse a un determinado número de escenas porque ni griegos ni latinos como notó Donato172, comentador de Terencio, observaron este preciso número, y sólo ponían, cuidado en hacer más largo el acto donde podían esperar que el auditorio estuviese más atento y más gustoso, y hacerle más breve donde temían que pudiese cansarse y fastidiarse. Más fundada me parece otra regla tocante a las escenas, y es que, para el mayor acierto y perfección de los dramas, deben estar eslabonadas unas de otras con una continua unión; esto quiere decir que jamás ha de quedar solo y despejado el tablado, ni por un breve instante, sino es al fin de cada acto o jornada; y así, antes que se entre el personado que está representando, ha de sobrevenir otro u otros, sucesivamente, hasta el fin del acto, y entonces quedará despejado el tablado hasta empezar el otro acto.

Confieso que ésta es una regla muy difícil y trabajosa para el poeta, pero la considero tan conveniente para la perfección de los dramas que, a mi parecer, se debe hacer todo lo posible para observarla exactamente, o, a lo menos, para no dispensarla sino raras veces y cuando no se pueda menos. Con esta regla se logra el proseguir siempre igual y sin interrupción el hilo de la representación y el tener siempre atento el auditorio, lo que no se lograría con las escenas sueltas y desasidas, porque en éstas, como queda solo el tablado algunos ratos y se interrumpe la representación, los oyentes tienen motivo y tiempo para distraerse en otros pensamientos y perder de vista el asunto de la fábula. Terencio, como observó Donato173, juzgó tan importante la atención continua del auditorio, que, para lograrla, no sólo enlazó las escenas, sino también los cinco actos de su comedia El Eunucho.

Entendido esto, será fácil hacer la aplicación de las partes de cantidad, según Aristóteles, a los tres o cinco actos. Porque el prólogo responde al acto primero, donde se echan las semillas de toda la fábula y se informa el auditorio del argumento; el episodio y el coro vienen a contener el segundo, tercero y cuarto actos; y el éxodo corresponde al acto quinto, donde se desata el nudo de la fábula y se le da fin. Y si el drama no es más que de tres actos o jornadas, parte de la primera jornada será el prólogo; lo restante de ella, con toda la segunda y parte de la tercera, será el episodio; y lo que queda de la tercera jornada hasta el fin será el éxodo.

En cuanto al prólogo, es menester advertir que hay dos especies de prólogos. Unos se pueden llamar prólogos manifiestos y separados; otros, prólogos ocultos y unidos con el drama. De la primera especie son todos aquellos prólogos que se hacen antes de empezar la fábula por medio de alguna persona que, saliendo al tablado, informe al auditorio, en nombre del poeta, de toda la acción de la fábula y de todo lo demás que el poeta juzgue conveniente prevenir a sus oyentes. Los antiguos dieron varios nombres a los prólogos, según el fin para que los escribían. El comendaticio era para alabar la fábula o su autor; el relativo, para responder a las oposiciones y críticas; el argumentativo o hipotético, para explicar el argumento de toda la fábula; el mixto contenía todos los sobredichos fines. Nuestras loas vienen a ser una especie de prólogos separados.

La segunda especie de prólogos comprende los ocultos y unidos al mismo drama. De éstos se servían de ordinario los antiguos en sus tragedias, y el ingenioso Terencio en todas sus comedias; y a mi parecer son los más artificiosos y los mejores. Su artificio consiste en hacer diestramente que las personas del drama, en las primeras salidas, como por vía de conversación, refieran el origen y los principios de toda la fábula, informando oculta e indirectamente al auditorio de todo el hecho precedente, y de los genios y fines particulares de los principales papeles. Pero esto ha de ser con tal arte y con tan ingeniosa traza, que no se descubra el fin del poeta, que es informar al auditorio, sino que antes bien parezca una conversación natural y verosímil entre los mismos actores, sin otro fin que el de referirse el uno al otro algún hecho antecedente ignorado y que verosímilmente puede importar a su conveniencia o a su curiosidad el saberlo. Es singular en esto Terencio, el cual en todas sus seis comedias, aunque para ganar la benevolencia del pueblo y responder a las objeciones se sirve del prólogo separado, practica con maravillosa industria esta otra especie de prólogos, tanto, que teniendo ocasión bastante en los mismos prólogos, o comendaticios o relativos, de dar alguna noticia del argumento de la fábula, nunca lo hizo; antes bien, en el prólogo de los Adelfos, expresamente previno que no aguardasen allí el argumento de la comedia, puesto que los primeros actores que saliesen dirían lo que bastase para su inteligencia:


    De hinc ne expectetis argumentum fabulae:
Senes, qui primi venient, hi partem aperient,
In agendo partem ostendent.



Las dos Meropes italianas, del conde Pomponio Torelli y del marqués Maffei, como también los dramas de Metastasio, pueden servir de norma y dechado cuanto a la manera artificiosa de formar los prólogos ocultos. Nuestros cómicos españoles no han dejado de manifestar en esto su ingenio y habilidad, como se puede ver en las comedias Primero soy yo, Dar tiempo al tiempo, Mejor está que estaba y otras, de Calderón, y de otros autores. Pero como esto requiere mucho artificio y miramientos, no me admira que no todos hayan acertado, pues en algunas comedias no me parece bastante verosímil ni natural el motivo con que un amigo a otro, o un amo a su criado, le informa con una larga relación de los hechos antecedentes, no obstante que ya los sepa el que los oye. Tampoco me parece bastante motivo el desfogar su pasión, para que uno refiera a otro lo que ya sabe, como hace la Sofonisba de Trissino cuando dice a su amiga Erminia:


    Nè starò di ridir cosa che sai
Perché si sfoga ragionando il cuore.



Mas no solamente en el prólogo y en las primeras partes es necesario este oculto artificio y este verosímil motivo de conversación para informar el auditorio, pero también es igualmente necesario en otras partes del drama, donde conviene muchas veces hacer saber al auditorio los hechos que se suponen sucedidos dentro, a las ocultas intenciones y los pensamientos de las personas. Y, especialmente, es necesaria esta verosimilitud en los soliloquios, en los cuales no deja de ser violento y forzado el hacerse uno a sí mismo relación de lo que no ignora, y solamente el modo artificioso y la industria y traza del poeta podrán evitar este escollo. Un ejemplo muy bueno de semejante ingeniosa traza para informar al auditorio he notado en la comedia Dicha y desdicha del nombre, de Calderón, donde Violante, por medio de exclamaciones, hace saber a los oyentes sus aventuras y el motivo de haber llegado hasta Milán en busca de César:


    ¡Oh, nunca, Nise, hubiera
dado a partido el pecho de una fiera,
pasando tan violento
a ser amor quien fue aborrecimiento!
¡Nunca a César llamara
a mis jardines! ¡Nunca me enviara
aquel aviso él de que vendría!
Y ya que fuese tal la suerte mía, etc.



Con estos y semejantes artificios podrá el poeta, en los soliloquios, sin faltar a lo verosímil, informar el auditorio de todo lo que es necesario que sepa.

Todo lo dicho hasta ahora estriba en la consideración de que la poesía dramática es un engaño de los ojos y de los oídos del auditorio, para que, como llevado de un dulce encanto, crea verdadero lo fingido. A esto miran todas las reglas, que tanto se encargan a los poetas acerca de la verosimilitud de la fábula, de las costumbres, de la sentencia y locución; y a esto mismo mira también todo lo que se ha dicho acerca del prólogo y del modo de informar el auditorio de lo que se finge pasar allá dentro, y de los pensamientos e intenciones de los actores. De suerte que si en alguna manera se falta a lo verosímil, y el auditorio, o de las conversaciones o de los soliloquios de las personas conoce el engaño, viendo que son inverosímiles y solamente sirven para darle noticia de algún suceso, entonces, como vuelto en sí y desencantado, reconoce el artificio del poeta y advierte ser todo fingido.

Mas si no sólo indirectamente, por algún inverosímil, sino directamente se hace patente al auditorio el engaño de la representación, ya entonces se desvanece todo el encanto, frustrándose la intención del mismo poeta y los efectos del artificio dramático. Plauto, en quien se descubren rastros de las imperfecciones y defectos que tenía la antigua comedia latina, cae muchas veces en este, error, ya haciendo un prólogo separado al pueblo, después de empezada la comedia, como en el Miles gloriosus, o ya haciendo que los actores se vuelvan a hablar con el auditorio, como en La Cistellaria, donde en la escena segunda uno de los actores dice a los oyentes: «...praeter vos quideni... meminisse ego hanc rem vos volo», y en el Amphitryon, donde en la escena primera, acto tercero, Júpiter, en figura de Amphitryon, dice al pueblo:


    Nunc huc honoris vestri venio gratia,
Ne hanc inchoatam transigam Comoediam.



El mismo defecto se puede notar en algunas comedias españolas, como en la de Mujer, llora y vencerás, de Calderón, donde el gracioso Talón dice a otro criado:


    Que nada preguntes digo,
que no me toca, porque
la jornada ha de decirlo.



Y en la comedia No hay burlas con el amor, del mismo autor, cuando dice Nise:


    Ahora aunque mi ama, la necia,
me haya echado un rato menos,
no sabrá que he estado fuera.
Nadie de ustedes lo diga,
que les cargo la conciencia.



Los buenos poetas, que aspiran a la perfección, no sólo evitan estos y otros inverosímiles e inconvenientes, sino que a veces, para adelantar más el engaño de la representación, hablan de comedia en la misma comedia, como de cosa ajena y distinta de lo que allí se está representando. No faltan ejemplos de semejante artificio en nuestras comedias, donde se dice que el tal lance parece de comedia. En el Artaserse, drama de Metastasio, acto primero, escena sexta, se ve ejecutado este primor cuando dice Semira:


    ...E vuoi ch'io miri
Questa vera Tragedia
Spettatrice indolente, e senza pena,
Come i casi d'Oreste in finta scena?



También se hallan semejantes ejemplos en Plauto y en Terencio; en la última escena de la Hecyra dice Pánfilo: «Placet hoc non fieri itidem, ut in comaedia, omnia ubi omnes resciscunt», etc., lugar a quien Donato dio el encomio de admirable: «mire, quasi hac comoedia non sit, sed veritas». Molière usó asimismo de este artificio en sus comedias; en la de Mr. de Pourceaugnac, escena primera, dice Erato: «Comme aux comedies, il est bon de vous laisser le plaisir de la surprise».

En el prólogo oculto, esto es, en las primeras salidas, se ha de dar alguna noticia de las principales personas de todo el drama y de sus particulares fines y genios para que desde el principio de la tragedia o comedia el auditorio esté ya informado de lo más esencial de su condición y de las partes que hace cada uno en el drama. Ni ha de haber en todo él persona alguna que no sea necesaria para su enredo y solución. Por eso se desunieron los coros intercalares de los antiguos, y por lo mismo no deben usarse sin necesidad las personas protáticas o proemiales, esto es, aquellas que salen al principio y no vuelven a salir más, ni tienen parte alguna en el enredo.




ArribaAbajoCapítulo XIV [XVI]

De la comedia


Ahora, habiendo ya dado fin a las reglas y observaciones pertenecientes a la tragedia, pasaremos a la otra especie principal de la poesía dramática, que es la comedia, de la cual nos queda muy poco que decir, siendo casi todas las reglas ya dichas respectivamente comunes a una y otra especie. No importa a nuestro intento el saber los principios de la comedia, que aun en tiempo de Aristóteles eran obscuros e inciertos. Los primeros, según este autor174, que dieron alguna forma y buena disposición a la comedia fueron Epicarmo y Formis en Sicilia, y después, en Atenas, Crates, el cual, dando de mano a la antigua forma de yambos, groseramente satíricos y mordaces, dio más aliño a la comedia, adornándola de fábula, o fingida, como suponen algunos intérpretes de Aristóteles, o verdadera, según solía ser antiguamente, como sienta175 Dacier, de costumbres y de otra locución. Porque es menester suponer, que como de los que cantaban en verso hexámetro algún hecho de algún personaje ilustre tuvo origen la tragedia, así de los que en verso yambo zaherían y censuraban los vicios ajenos tuvo principio la comedia, la cual, por mucho tiempo, retuvo el perverso estilo de infamar en público no sólo los vicios, sino las personas mismas, nombrándolas sin miramiento y censurándolas con la más picante y mordaz irrisión. Y aun no se contentaba esta maligna mordacidad con ensangrentar sus dientes sólo en los vicios, sino que, como suele acontecer, servía la poesía, a los poetas, de pretexto y capa para sus particulares venganzas y de instrumento para sus rencores, aun contra las personas de más inocente vida. Dígalo el sapientísimo Sócrates, hecho blanco de la maldiciente saña del cómico Aristófanes. Duró esta desreglada licencia hasta tanto que los magistrados, por política y bien público, entendieron en refrenarla y reprimirla con severas leyes y rigurosas penas; y entonces los poetas mudaron de estilo, como dice Horacio, por miedo del palo: «vertere modum formidine fustis». Esta mutación y otras, con que poco a poco se fue mejorando y perfeccionando la comedia, dieron motivo a una división que después se hizo de la misma, distinguiéndola en vieja y nueva. En Aristófanes y Plauto hay rastros de las imperfecciones que tenía la comedia vieja; la nueva debió su esplendor y su aliño a Menandro, entre los griegos, y, entre los latinos, al ingenioso, delicado y discreto Terencio.

Éstos fueron los principios y progresos de la comedia; veamos ahora a qué se reducen su esencia y sus principales reglas. La comedia, pues, a mi parecer, como quiera que otros la definan, es una representación dramática de un hecho particulary de un enredo de poca importancia para el público, el cual hecho y enredo se finja haber sucedido entre personas particulares o plebeyas con fin alegre y regocijado; y que todo sea dirigido a utilidad y entretenimiento del auditorio, inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vicio, por medio de lo amable y feliz de aquélla y de lo ridículo e infeliz de éste.

Conviene la comedia con la tragedia en muchas cosas, aunque en otras es diversa. Primeramente una y otra son representación dramática, y en una y otra se esconde enteramente el poeta, introduciendo siempre otras personas. Pero la tragedia representa un hecho ilustre y grande, en el cual ordinariamente tiene parte todo un estado o reino; la comedia se ciñe a un hecho particular, que apenas se extiende más allá de un barrio. Asimismo la tragedia nos representa las fortunas y caídas de personajes ilustres, como reyes, héroes, capitanes, etc., pero la comedia introduce sólo damas, caballeros particulares, lacayos, criados, etc. Es verdad que nuestros cómicos no han observado esta condición de personas, pues sin reparo alguno han introducido en sus comedias príncipes, reyes, emperadores y otras personas semejantes, lo cual hizo decir a Francisco Cascales que tales comedias ni son comedias ni sombra de ellas; son unos hermafroditas, unos monstruos de la poesía. Y es verdad también que Pedro Corneille admite, al parecer, tales comedias con personas impropias, diciendo que se pueden llamar heroicas a distinción de las otras, en las cuales no entran sino personas particulares.

Pero, sin embargo, yo no hallo doctrina ni ejemplo con que se pueda sanear este abuso tan contrario a la naturaleza y a las reglas de la misma comedia, que como tiene diverso fin que la tragedia y diversas calidades, ha de tener también diversos los asuntos y las personas. Fuera de que la mayor parte de los lances que se fingen suceder en nuestras comedias a personas reales, son contra lo natural y verosímil, y propios sólo, como se dice, de reyes de comedia, no de reyes verdaderos, cuyo carácter no es compatible con lo que allí nos representa el poeta. En la comedia Obras son amores, de Lope de Vega Carpio, provoca a risa el ver cómo un rey de Hungría admite a su presencia al escudero, y aun al cochero de una dama particular, y se entretiene con ellos en muy familiar conversación. Si Corneille ha permitido tales comedias con el título de heroicas, no parece que ha tenido razón bastante en que fundar su opinión, que Dacier176 reprende y reprueba. Es verdad que Plauto introdujo en su Amphitryon a Júpiter y a Mercurio; pero los introdujo, no con la seriedad y grandeza que convenía a estas deidades, sino con un carácter ridículo y jocoso; y sólo en esta forma pueden entrar en la comedia estos personajes, como han entrado en la de El caballero de Olmedo y en Los siete infantes de Lara.

Difieren también, la tragedia y la comedia, en el éxito de la fábula y en las pasiones. La mejor constitución de la tragedia, según Aristóteles, es la que tiene el éxito infeliz; por el contrario, la comedia pide siempre un éxito feliz y regocijado. Y aunque en la doctrina de Aristóteles no se reprueban absolutamente las tragedias de éxito feliz, no obstante, aun en éstas, las principales personas se ven en gravísimos peligros de perder la vida o el estado o la felicidad que gozaban, si bien al cabo se libran de semejantes peligros; los cuales ya bastan para mover en el auditorio, con no poca fuerza, el terror y la compasión, afectos tan propios de la tragedia como impropios de la comedia. Y aunque en ésta hay también peligros, no son tales que de ellos resulte la muerte o la infelicidad extrema de alguna persona, y sólo producen alguna zozobra y sobresalto en los oyentes, que desean que el primer galán salga bien de su empeño y logre felizmente su intento.

Fueron, pues, con acertada distinción destinadas, desde su institución primera, a diversos fines la tragedia y la comedia, y a ser útiles a los hombres por diversos medios; la una, moviendo violentos afectos de terror y de compasión, y representando las caídas de los reyes y otros personajes ilustres, para escarmiento del auditorio y moderación de sus pasiones; la otra, mostrando como en un espejo los vicios y defectos comunes expuestos a la risa del pueblo, y rendidos a los pies de la virtud, para ejemplo y estímulo de los oyentes. De suerte que el trastocar y confundir estas dos diversas especies de dramas, es dar a entender que se ignoran sus principios, su institución, sus diversos fines y efectos, y los distintos linderos de cada una. Por lo que a muchas de nuestras comedias, o se les ha de mudar este nombre en el de tragedias, pues por su asunto y por sus personas lo requieren, o se ha de confesar que sus autores ignoraron esta distinción.

Difieren también, la comedia y tragedia, en la fábula, cuanto a ser mejor, según la doctrina de Aristóteles, para la tragedia la fábula simple, esto es, de una sola mudanza, y para la comedia la doble, o de dos mudanzas, como es la de la Fuerza del natural, de Agustín Moreto.

Finalmente se distinguen, la tragedia y comedia, en la sentencia y locución, esto es, en el estilo. Porque, como son diversos los asuntos de una y otra, y diversas las personas que se introducen, es muy justo también que sea diverso el estilo. Los asuntos de la tragedia son grandes, las pasiones violentas, las personas ilustres; con que, de razón, todo esto pide un estilo alto y con figuras retóricas, que son el lenguaje más propio de las pasiones. Pero la comedia no admite asuntos ni personas tales que pidan semejante estilo. Los argumentos cómicos son menos ruidosos; las pasiones más moderadas, teniendo más de tierno o de placentero que de violento y furioso; las personas de mediana o de baja condición, en quienes no asientan bien pensamientos muy altos, ni estilo muy elegante, ni pasiones muy violentas, mayormente atendida la calidad y la poca importancia de los casos que allí se representan. Es preciso, pues, que el poeta, conformando la sentencia y la locución a la calidad de las personas y del asunto, dé a la comedia un estilo llano, puro, natural y fácil. Digo fácil, porque lo es este género de estilo para quien lee o escucha, siendo al mismo tiempo muy difícil y trabajoso para quien escribe. Cualquiera se promete hacer otro tanto con gran facilidad, pero, en llegando a la práctica, se halla burlado y experimenta en extremo difícil de ejecutar lo que antes parecía tan fácil. Esto hace creer a algunos que la comedia es obra de muy poco trabajo, pero se engañan muchísimo, pues, como observó Horacio, sus aciertos y primores obligan a tanto mayor empeño y esfuerzo cuanto logran menos perdón sus faltas, como más expuestas a la censura común y más a tiro, digámoslo así, del vulgo y de su corta capacidad:


    Creditur ex medio, quia res arcessit, habere
Sudoris minimum; sed habet Comoedia tanto
Plus oneris, quanto veniae minus.



Pero esta llaneza de estilo en la comedia, no tanto pende de los pensamientos y conceptos, cuanto del artificio y modo con que se dicen. A muchos pensamientos que parecen grandes y elevados, los hace tales el artificio de las palabras y la ingeniosa disposición con que se adornan y abultan. Débese, pues, moderar en la comedia no tanto el discurso, como no sea muy estudiado y afectado, cuanto el ingenio y la fantasía, las figuras retóricas con exceso arriesgadas, y, finalmente, todo lo que sepa a cuidado y artificio excesivo. Supuesto esto, no me parece que puede jamás pasar plaza de estilo bueno, y propio de comedia, aquel que usa Laurencio en la de Agradecery no amar, de Calderón:


    Suelto tenía el cabello,
cuyas ondeadas hebras,
golfos fingiendo de erizadas quiebras,
inundaban la nieve de su cuello.
Perdone el sol, que no es el sol más bello,
cuando los ampos de las cumbres dora,
dejando en una peña y otra peña
desmelenar la mal peinada greña,
que a media luz le destrenzó la aurora.
Bien que al revés su efecto se colige.
¿Dije al revés? Pues oye qué bien dije,
porque si él sobre nieve
madejas de oro a desplegar se atreve,
ella, con más decoro,
esparce nieve en sus madejas de oro,
cayendo encima tanto pelo ufano
un copo y otro en una y otra mano.
El, por no verse a leyes reducido,
medio enredado resistió esparcido:
como quien dice que es contrario duelo,
dando los rayos libertad al cielo,
que con nuevos desmayos,
el cielo ponga en su prisión los rayos, etc.



Otros muchos ejemplos semejantes a éste se hallarán en nuestros cómicos, que se dejaron arrebatar de su mismo ingenio, sin reparar que para ostentarle no era lugar oportuno una comedia, Pero, sin embargo, vuelvo a decir que a veces también la comedia puede levantar la voz. Digo levantar la voz, no el ingenio ni el artificio, porque aunque es razón que un personaje cómico, cuando está dominado de alguna fuerte pasión, hable con más fuerza y con expresiones más figuradas, pero no por eso ha de andar buscando con cuidado y afectación los conceptos más artificiosos, las metáforas más remotas y más arriesgadas, los retruécanos y períodos más limados. Terencio, cuyo estilo puede ser dechado de la naturalidad cómica, nos dejó ejemplos de la moderación y circunspección que se debe observar en las comedias. Su Demea, en los Adelfos, viejo de condición recia y arisca, se enoja y se queja de las travesuras de sus hijos con mucha fuerza; pero no por eso se empeña en agudezas ni artificios de palabras, contentándose con expresar su pasión, exclamando: «¡Ay de mí!, ¿qué haré?, ¿qué ejecutaré?, ¿qué he de decir?, ¿de qué me he de quejar?, ¡oh cielo!, ¡oh tierra!, ¡oh mar!»

Cuanto a lo demás, conviene la comedia con la tragedia así en ser representación dramática, según ya queda dicho, como en tener las mismas seis partes de calidad, es a saber, fábula, costumbres, sentencia, locución, aparato y melodía. La fábula cómica requiere también respectivamente todas las circunstancias de la trágica: ha de ser de justa grandeza, verosímil, maravillosa, implexa, una en la acción, en el tiempo y lugar; y su enredo y solución han de ser según lo necesario o verosímil. Admite también la agnición y peripecia, y observa las mismas calidades y condiciones de las costumbres, excepto la semejanza, que como es sólo practicable en las personas ya conocidas por historia o por fama, no tiene de ordinario cabimiento en las cómicas, que suelen ser fingidas y de quienes la historia no se supone hacer mención. De estas y otras cosas más se ha tratado difusamente en los capítulos antecedentes, a los cuales me remito por no repetir lo que ya se ha dicho.

Es, en suma, la comedia como un paralelo de la tragedia; ésta excita las lágrimas, aquélla la risa; el exceso de las desgracias de reyes, etc., mueve en la tragedia a lástima y terror; y el exceso de los vicios y defectos de personas particulares mueve, en la comedia, a risa y alegría; y en una y otra parte los afectos, ya trágicos, ya cómicos, aunque mueven diversamente los ánimos, los mueve a un mismo fin: pues así las grandes mudanzas de fortuna, como la irrisión y castigo de los vicios, miran a la utilidad del auditorio, haciéndole, o más constante y sufrido en sus trabajos, o más cuerdo y advertido en sus defectos. Y como en la tragedia se han de mover las pasiones de lástima y terror, con la misma constitución de la fábula lastimosa y terrible, asimismo, en la comedia, se han de excitar sus propios afectos de risa y alegría con el mismo asunto, que ha de ser festivo y regocijado. También es indubitable que la mudanza de fortuna ha de caer sobre el principal personado, cuya extrema infelicidad produzca en los oyentes compasión y terror; lo mismo se ha de observar en la perfecta comedia, cuyos principales papeles han de ser los que muevan el auditorio a risa y alegría, por medio de sus defectos bien pintados y de sus genios extravagantes. En lo cual, como me parece digno de alabar José Cañizares, que en sus comedias observa casi siempre esta circunstancia, así no juzgo del todo acertado el rumbo que han seguido otros cómicos españoles que ordinariamente hacen serio, y aun a veces trágico, todo el principal asunto de sus comedias, y fían lo jocoso de ellas de un criado del primer galán, que por eso tiene el nombre de gracioso.

Y pues hemos llegado a hablar de la graciosidad en las comedias, no puedo dejar de advertir que hay dos especies de graciosidad, una noble, otra vulgar, tan diversas entre sí, como lo bufón y lo discreto. La una es ingeniosamente aguda y noblemente festiva; la otra suele rozarse en equívocos indecentes y en frialdades propias de la plebe. En Terencio y Plauto tenemos ejemplares de una y otra, y aun en, Calderón y en Moreto, siendo en estos las comedias de Calderón más parecidas a la noble delicadeza de Terencio, y las de Moreto a las vulgaridades de Plauto.

Las partes de cantidad de la comedia, según Donato, no contando el prólogo, son prótasis, epítasis y catástrofe. La prótasis es el principio de la comedia, donde se manifiesta parte del argumento y parte se calla, para tener suspenso el auditorio. La epítasis es el aumento de los lances, lo más enmarañado del enredo y el nudo de todos los yerros y engaños. La catástrofe es la mutación de la fábula en felicidad y alegre éxito, descubiertos ya todos los engaños y enredos y desatado el nudo. La prótasis corresponde a la primera jornada, la epítasis a la segunda y parte de la tercera, la catástrofe contiene lo demás hasta el fin.

Concluiremos este capítulo con un aviso de Aristóteles177 tan útil como necesario para el total acierto de las tragedias y comedias. Debe, pues, el poeta, ideado ya en su mente el asunto, hacer en prosa un borrador o bosquejo de toda la fábula, con su principio, su enredo, solución y fin; y en él debe apuntar y demarcar distintamente las partes de cada persona, las costumbres, los genios, los fines, las escenas, esto es, las entradas y salidas, y un resumen de todo lo que en cada escena y acto ha de decir y obrar cada uno de los actores. Refiere Aristóteles que el poeta Carcino, por haber omitido esta diligencia, se expuso a los silbos de todo el pueblo en la representación de su tragedia el Amfiarao. Porque, habiendo Amfiarao entrado en un templo cuya puerta estaba sin duda a vista del auditorio, el poeta, inadvertidamente, le hizo después representar en otra parte en la misma tragedia sin que el pueblo le hubiese visto salir del templo donde estaba encerrado. Hecho este borrador, el poeta lo ha de recorrer muchas veces y considerar con atenta reflexión, para reparar con tiempo todos los inconvenientes e inverosímiles que pudiera haber en la representación. Y para mayor acierto, cuando examina este diseño o bosquejo de su comedia o tragedia, debe figurarse que es uno de los oyentes y, en esta suposición, se ha de proponer a sí mismo todas las dificultades y objeciones que verosímilmente pudiera hacer uno de aquéllos. Con esta diligencia se evitarán sin duda muchas impropiedades y muchos inverosímiles y errores, que sin ella son tan frecuentes en todo género de dramas.




ArribaAbajoCapítulo XV [XVII]

De los defectos más comunes de nuestras comedias


Aunque las reglas y observaciones antecedentes, y todo lo que hasta aquí hemos dicho, parece que pudieran bastar para una perfecta y cabal inteligencia de la poesía dramática, no obstante, para dar mayor luz a las mismas reglas y facilitarlas a la más ruda comprensión, pondremos aquí varios ejemplos, por los cuales se echará de ver en cuántos bajíos puede dar la ignorancia de los preceptos del arte, y, finalmente, se acabará de entender que el solo ingenio y la naturaleza sola no bastan, sin el estudio y arte, para formar un perfecto poeta. Con esta ocasión, algunas cosas omitidas, ya por no romper el hilo del discurso, ya por falta de oportuno lugar, se dirán aquí brevemente, según el orden con que me vinieren a la memoria. Si para todo esto me valiere de ejemplos sacados de nuestros poetas, espero que se me tomarán en cuenta las muchas razones que me obligan a ello. Primeramente, nuestras comedias son libros que andan en las manos de todos, con que sus ejemplos serán más inteligibles y más provechosos, mayormente habiendo en España muy poca noticia de los poetas de otras naciones. Fuera de que, el corregir nosotros mismos nuestros yerros, es ganar por la mano y hacer, en cierto modo, menos sensibles y menos afrentosos los baldones de los extranjeros. Y, además de todo esto, supuesto que los cómicos españoles han podido errar porque no eran impecables, razón será que alguna vez salga a campo abierto la verdad al opósito de la lisonja y del engaño. Y esto sin hacer agravio a nadie, porque no niega el mérito de los vuelos más remontados el que nota algunas caídas, ni es justo que el resplandor de los aciertos deslumbre la vista para los yerros, debiendo, el crítico desapasionado, tenerla igualmente perspicaz para ambas cosas.

Y en fe de que en mí no falta tan debida equidad, no pudiendo referir aquí, distintamente y por menudo, los muchos aciertos de nuestros cómicos, porque para eso sería menester escribir un gran volumen aparte, me contentaré con decir, por mayor y en general, que en todos comúnmente hallo rara ingeniosidad, singular agudeza y discreción, prendas muy esenciales para formar grandes poetas y dignos de admiración; y añade que en particular alabaré siempre en Lope de Vega la natural facilidad de su estilo y la suma destreza con que en muchas de sus comedias se ven pintadas las costumbres y el carácter de algunas personas; en Calderón admiro la nobleza de su locución, que sin ser jamás obscura ni afectada, es siempre elegante; y especialmente me parece digna de muchos encomios la manera y traza ingeniosa con que este autor, teniendo dulcemente suspenso a su auditorio, ha sabido enredar los lances de sus comedias, y particularmente de las que llamamos de capa y espada, entre las cuales hay algunas donde hallarán los críticos muy poco o nada que reprender y mucho que admirar y elogiar: tales son las comedias Primero soy yo, Dar tiempo al tiempo, Dicha y desdicha del nombre, Cuál es mayor perfección, De una causa dos efectos, No hay burlas con el amor, Los empeños de un acaso y otras.

Solís no es inferior a Calderón en la natural elegancia y nobleza de su estilo; ha escrito algunas comedias, dignos partos de tan elevado y culto ingenio, como La gitanilla de Madrid, El alcázar del secreto, Un bobo hace ciento; merecen también aplauso algunas de Moreto, y especialmente El desdén con el desdén. Porque la buena crítica, como enseña Horacio, no ha de llevarlo todo con tanto rigor, ni con tan escrupulosa nimiedad, que repare en algunas faltas pequeñas, cuando todo lo demás de una obra es bueno: ubi plura nitent in carmine non ego paucis offendar maculis. El hechizado por fuerza, de Antonio Zamora, es una de las comedias escritas con singular acierto y muy conforme a las reglas de la poesía dramática, siéndolo asimismo, con poca diferencia, El castigo de la miseria, del mismo autor. También Francisco Candamo es digno acreedor de los elogios y de la estimación, con que ya el público ha recibido sus obras, por su ingenio, su elegante estilo, sus noticias no vulgares y por el cuidado grande que manifestó en la verosimilitud, decoro y propiedad de los lances y de las personas. Finalmente, José Cañizares, tomando con prudente acuerdo una derrota más propia de la poesía cómica que la que otros siguieron, ha escrito muchas dignas de singular aplauso. En El Domine Lucas, en El músico por amor y en otras, he visto, con particular gusto, costumbres bien pintadas y mantenidas hasta el fin, asuntos y estilo propios de comedia, graciosidad en la acción misma y en las personas principales, y no, como comúnmente se ve practicado en las comedias de otros autores, en los dichos de un criado, circunstancias todas muy apreciables y que he buscado en vano en otros cómicos. Supuesto, pues, el mérito singular de estos y de otros poetas, y supuesta la estimación y el aprecio que yo hago de sus aciertos, no tendrán razón sus apasionados de extrañar ni ofenderse de que me detenga a notar aquí algunos de sus defectos y descuidos para instrucción de los que en adelante escribieren; bien como en las cartas de marcar y en los derroteros para aviso de los navegantes, se suelen demarcar y advertir los escollos y bajíos en que han dado otros pilotos que navegaron sin semejante prevención y noticia.

Los errores de la poesía se pueden reducir a tres clases: unos miran a la poesía en general, otros son propios de cada especie de poesía, otros, finalmente, se pueden llamar ajenos y advenedizos, porque pertenecen a otras artes y ciencias. Entre los errores de la primera especie o clase se pueden contar las imágenes desproporcionadas, las metáforas extravagantes, la hinchazón del estilo, la bajeza, la frialdad, la sutileza excesiva y todo lo demás de que largamente hemos tratado en el libro segundo de esta obra, al cual me remito por no ser prolijo. Si en un soneto o en una canción no se sufre una metáfora desproporcionada, ni una expresión hinchada, ni una frialdad, ni una afectación, mucho menos se podrán sufrir en una comedia o tragedia donde todo eso es más impropio y más inverosímil. Claro está, pues, que al crítico más moderado parecerá muy mal aquella frialdad que dice Medusa en la comedia Fortunas de Andrómeda y Perseo, de Calderón, concepto muy propio de un niño de escuela que estudiara entonces la sintaxis:


   Quita, oh tú, quien quiera que eres,
ese cristal de delante
de mis ojos; no cometas
en mí barbarismos tales,
como hacer la que padece
de la persona que hace.



Tampoco se pueden llevar con paciencia aquellas metáforas tan extravagantes que dice Julia en la comedia El amigo hasta la muerte de Lope de Vega Carpio:


   De mi desesperación,
Leonor, te mando un vestido,
de mi dolor guarnecido,
con pestañas de pesares
y botones y alamares
de tanto tiempo perdido.



En la Dorotea, del mismo autor, aun en suposición de que la escribió más para leída que para representada, entre otros muchos conceptos, que no sé cómo se podrán excusar de la nota de afectados y fríos, me ha parecido muy impropio lo que dice don Fernando a su dama desmayada: «Oh mármol de Lucrecia, escultura de Miguel Ángel, oh Andrómeda del famoso Ticiano». Y por cierto estaba despacio este galán, pues a vista del desmayo de su dama, en vez de acudirla con algún pronto remedio para que volviese en sí, o de hacer extremos que manifestasen su pasión, su sentimiento y su turbación, se acordaba de las esculturas de Buonarrota y de las pinturas de Ticiano.

Los errores propios de la poesía dramática son fáciles de conocer, si se saben sus reglas. No ser verosímil la fábula, no tener las tres unidades de acción, de tiempo y de lugar, ser las costumbres dañosas al auditorio o pintadas contra lo natural y verosímil, hacer hablar las personas con conceptos impropios y con locución afectada, y otros semejantes, son los defectos pertenecientes a esta segunda clase. El deseo de ser breve no me dejará detener mucho en los ejemplos. En la comedia El perro del hortelano, de Lope de Vega Carpio, se puede ver el defecto de una fábula inverosímil. En ella, una dama principal se enamora de un criado suyo, lo cual no niego que pueda ser verosímil; pero ¿cómo puede serlo que esta dama tenga tan poca cordura y, tan poco miramiento en su pasión que todos la sepan, y ella no se recate de nadie? En Los ramilletes de Madrid, también de Lope, un caballero conocido se atreve a servir, disfrazado de jardinero, en Madrid, en casa de una señora principal. En la comedia de Moreto Todo es enredos, amor, doña Elena, pudiendo tratar su casamiento con don Félix, de quien estaba enamorada, con gran facilidad, pues no había quién se lo estorbase, abandona su casa y, vestida de estudiante, parte a Salamanca, sólo por curiosidad de saber si don Félix era de genio tan liviano como se decía, y allí hace con don Félix el papel de don Lope, con doña Manuela el papel de Damiana, criada, y con otros el papel de dama. En esta clase se pueden poner las comedias de La dama presidente, La dama corregidor, Servir a señor discreto y otras semejantes. ¿En cuál de estos casos se divisa algún rastro de verosimilitud?, ¿cuál de ellos puede ser espejo de la vida humana? Ciertamente que más parecen casos pertenecientes a otros hombres y a otro mundo, porque en el nuestro no vemos jamás suceder semejantes aventuras, que sólo tienen ser en la imaginación y fantasía del poeta que las inventa, y no pueden servir de instrucción alguna ni de ejemplo para los accidentes de la vida humana.

Y pues hemos llegado a hablar de lo verosímil de la fábula, no quiero dejar de decir la poca verosimilitud de algunas comedias españolas que tienen por asunto alguna fábula poética de los gentiles, como son Eurídice y Orfeo, También se ama en el abismo, La estatua de Prometeo, Ni amor se libra de amor y otras semejantes, cuyos argumentos aunque en la ignorancia del vulgo gentil hallaban algún crédito y, en cuanto a los sabios, ya enseñaban indirectamente y debajo de aquella exterioridad algún misterio o alguna verdad, no por eso me persuado a que puedan tenerse por verosímiles y propios para una comedia, especialmente en nuestros tiempos. Y si por lo inverosímil no apruebo en las comedias semejantes asuntos, por lo irreverente y dañoso no me parece que se pueden tampoco aprobar las comedias de santos de que hay tan gran número en España. Si alguna utilidad tienen tales comedias, es tan poca que no tiene comparación con los graves daños que causan. No es el menor de ellos el profanar cosas tan sagradas con amores, con vanidades y graciosidades poco docentes. Además de esto, ¡qué de milagros falsos, qué de historias apócrifas no se esparcen de esta manera en el vulgo ignorante, que las cree como puntos de religión y como dogmas de fe, cuando no tienen otra autoridad que la imaginación o la ignorancia del poeta!

A veces, aunque el cuerpo de la fábula tenga bastante probabilidad, no dejan de ser inverosímiles algunos miembros de ella, quiero decir algunos lances y pasos, que tienen mucho más de maravillosos que de creíbles. No es ciertamente creíble ni verosímil lo que dice Segismundo en El alcázar del secreto, de Solís, que desde las costas de Epiro, donde se había arrojado al mar, sirviéndole de bajel el escudo, que la costumbre del brazo debió de aplicar al pecho, llegó a la isla de Chipre. Pero quien sepa cuántas leguas hay desde Epiro a Chipre, bien echará de ver que eso no podía suceder sin milagro. Asimismo no siempre se pueden esconder los galanes con bastante verosimilitud en las alacenas de vidrios o detrás de las cortinas o tapices, sin ser hallados ni vistos; ni son tampoco siempre verosímiles los lances de papeles y retratos de que abundan tanto nuestras comedias, de los cuales dijo muy bien Candamo, en la comedia Por su rey por su dama, que tienen una dureza intratable. Como quiera que sea, cuando el poeta arriesgue alguna vez en las comedias tan extraños acasos y aventuras tan raras, es menester que junte tales circunstancias y disponga de tal manera los lances, que lo extraño y maravilloso de ellos no sea del todo increíble.

Tampoco apruebo los acasos de la música, que entreteje su canto con la representación tan a tiempo, que precisamente el verso que se canta es el que le tocaba decir al representante para concluir el concepto de unas décimas o coplas. Son también contra toda verosimilitud los oráculos de alguna voz que, desde adentro, interrumpe la representación, adivinando lo que iba a decir el que representa, y haciendo que sea misterio o profecía el acaso; y de la misma estofa son los ecos y el hablar en sueños tan al caso y tan a tiempo como aquello: No tuve la culpa yo, etc., en la comedia de Apeles y Campaspe.

Tan inverosímil e impropio como los oráculos de la voz y de la música es el salir dos personas cada una por un lado del tablado, llevando tan bien estudiado lo que han de decir que la una no diga una sílaba más que la otra, y, hablando cada cual a solas consigo, vayan alternando con tan justa medida los conceptos y versos, que parezca que ya de antemano se habían prevenido para el caso. En la comedia Mujer, llora y vencerás, de Calderón, tenemos un ejemplo de semejante impropiedad; en ella salen Federico y Enrique, midiéndose como con un compás el uno al otro las palabras:

FEDERICO
Desta música guiado...
ENRIQUE
Llamado destos acentos...
FEDERICO
Vengo a pesar del enojo...
ENRIQUE
A pesar de la ira vuelvo...
FEDERICO
De madama, porque juzgo...
ENRIQUE
De madama, porque pienso...
FEDERICO
Que cuando el riesgo es tan noble...
ha de apetecerse el riesgo.
ENRIQUE
Que cuando es tal el peligro,
es el peligro el remedio.
FEDERICO
Pero aquí está: que bien dudo...
ENRIQUE
Pero aquí está: que bien temo...
FEDERICO
Volver a ver su semblante...
ENRIQUE
Volver a mirar su ceño...
FEDERICO
Ya me vio: vengan desdenes.
ENRIQUE
Ya me vio: vengan desprecios.


Pero todo esto más parece rezar a coros que salir a representar una comedia. De estos y otros semejantes inverosímiles e impropiedades debe guardarse el poeta, si prefiere la aprobación de los hombres entendidos a los vanos aplausos del vulgo ignorante.

Si entramos en las tres unidades de acción, de tiempo y de lugar, hallaremos mucho en qué reparar. La locura por la honra, de Lope de Vega Carpio, contiene tres acciones que pueden ser asuntos para tres comedias. El primer acto, hasta la muerte de Flordelís, es una acción más trágica que cómica; la locura fingida del conde Floraberto es otra acción, y su casamiento con doña Blanca y el del Delfín con doña Alda, forman otra acción. Es verdad que no es tan frecuente este defecto como el de unidad de tiempo y de lugar. Las comedias de Bernardo del Carpio, del Conde de Saldaña y otras semejantes han servido por esto de asunto de burla y mofa a un crítico francés178. Y no sin bastante motivo, pues es absurdo intolerable que al principio salga Bernardo del Carpio niño y, antes de acabarse la comedia, ya sea hombre hecho y ejecute hazañas prodigiosas contra los moros. En la comedia El mayordomo de la duquesa de Amalfi, de Lope de Vega Carpio, pasan nueve años; en la del Jenízaro de Hungría, más de veinte; y otros tantos en la de Los siete infantes de Lara y en La venganza en el despecho, ambas de Juan Matos Fragoso; y, finalmente, en la de Los siete durmientes, no pasan menos que doscientos años, otros tantos contiene la de San Amaro, de la cual, como de otras de la misma estofa, se ríe con mucha razón Francisco Cascales179. Muchas hay que duran dos y tres años, otras menos; y sería nunca acabar si quisiese traer ejemplos de todas las que, poco o mucho, pecan contra la unidad de tiempo.

No son menos notables ni menos frecuentes en nuestras comedias los errores contra la unidad de lugar. En El amigo hasta la muerte, de Lope, la escena, o sea el lugar de la representación, ya es en Tetuán, ya en Sevilla, ya en Cádiz, ya en Gibraltar. En la comedia Para vencer amor querer vencerle, de Calderón, parte de la representación es en los Esguízaros y parte en Ferrara; en la de Dicha y desdicha del nombre, parte en Parma y parte en Milán; en la de Fortunas de Andrómeda y Perseo, las personas pasan de Acaya a Trinacria, y de Trinacria al monte Atlante de África; en El príncipe perfecto, de Lope, la escena es en España, en Italia y en África; en la de Servir a señor discreto, es en Sevilla, en Madrid y en Córdoba. Estos ejemplos bastarán para conocer semejantes defectos en otras muchas comedias, donde las personas, como si tuvieran alas, en el breve espacio de tres o cuatro horas que dura la representación, vuelan de una parte del mundo a otra, andando con gran frescura y sin cansancio alguno centenares de leguas.

Cuanto a las costumbres, tienen también nuestras comedias no pocos defectos, de los cuales unos pertenecen a la doctrina y filosofía moral, otros competen a las reglas y preceptos poéticos. De los primeros hemos hablado ya en otro capítulo. Los segundos, que son propios de la poesía dramática, consisten en la mala imitación y en no seguir las huellas de la naturaleza. Porque cada nación, cada edad, cada sexo y condición tiene sus propias costumbres, que es menester copiar del natural; y si se atribuyen a una nación a una edad o a un sexo, las costumbres de otra nación, de otra edad o de otro sexo, claro está que la copia será imperfecta y mala. Causa notable extrañeza el ver trasladados los mantos y las costumbres de Madrid a Viena, a Hungría y aun al Asia, en las comedias Mejor está que estaba, El perro del hortelano y El mágico prodigioso. Y yo he oído, no sin mucha risa, nombrar al conde Antenor y al conde Eneas en la comedia de Héctor y Aquiles de no sé qué autor. En la de Eurídice y Orfeo, de Antonio de Solís, Aristeo y Felisardo más parecen españoles de nuestros tiempos que personas de tan distinta nación, y de siglos tan remotos, según lo entendidos que están en las leyes del duelo.

No puedo dejar de decir que las mujeres en nuestras comedias hablan con más erudición y elegancia de lo que es natural y propio de su sexo y capacidad. Y aunque digan algunos, y yo soy uno de ellos, que las españolas nacen, por especial favor del cielo o del clima, dotadas de rara discreción y agudeza, prendas que también se compadecen con la hermosura, sin embargo, esta razón solamente sanea lo inverosímil que pudiera tener una moderada discreción, pero no lo afectado, lo erudito y de mucho artificio. Y no sólo repugna esto en las mujeres, mas también en los hombres, que aunque sean muy doctos y muy discretos, no es verosímil que hablen de repente y familiarmente con cláusulas muy limadas y con conceptos muy estudiados, como se ve en Heraclio y Leónido, en la comedia de Calderón En esta vida todo es verdad y todo es mentira, que aunque por haber sido criados en un desierto entre fieras, sin trato, ni comercio humano, era natural que fuesen bozales y groseros, no obstante, el poeta los hace decir agudezas y conceptos tales, que no los dijera mejores el más discreto cortesano.

La tercera parte comprende todos aquellos errores que llamamos advenedizos, que son contra alguna de las otras ciencias o artes. Por lo cual se echa de ver cuán dilatada y, al mismo tiempo, cuán difícil y trabajosa arte es la poesía, pues precisa sus profesores a estudiar y entender todas las demás; y asimismo cuán errados andan los que piensan ser ya poetas por haber compuesto un mal soneto o haber escrito sin tino ni regla una comedia, que, como quiera que sea, no dejará de ostentar en la impresión el vano epíteto de famosa o de grande. Los más frecuentes errores en nuestras comedias son contra la historia, cronología y geografía. Por ejemplo, en la comedia arriba citada, En esta vida todo es verdad y todo mentira, una de las personas es Cintia, reina de Trinacria. Pero ni en tiempo de Focas, ni después, ha reinado tal Cintia en Sicilia. Otras dos célebres comedias de Calderón, Las armas de la hermosura y Duelos de amor y lealtad, son manifiestamente contra la historia. Y aunque en las personas particulares puede el poeta fingir nombres y sucesos, porque de semejantes personas no hace mención la historia, en cuanto a emperadores y reyes, cuyos nombres y hechos están distintamente registrados en los anales, no tiene el poeta autoridad para fingir, contra la historia, los nombres y los sucesos. En la del Conde Lucanor, de Calderón, hay Ptolomeos, soldanes de Egipto y duques de Toscana. Pero en tiempos de los Ptolomeos, ni hubo soldanes, ni duques de Toscana, cuyo principio es bien notorio. En La gran Zenobia se hace a Decio sucesor de Aureliano en el Imperio, siendo cierto que fue emperador años antes de Aureliano, a quien sucedió Tácito después de aquellos tan corteses debates y tan porfiados como nuevos cumplimientos entre el ejército y el senado. También es anacronismo notable el hacer mención, en tiempo de Focas, de pólvora y de balas, diciendo en la citada comedia En esta vida todo es verdad, etc., muy fuera de tiempo:


    Última razón de reyes
son la pólvora y las balas.



No es menor el descuido de nuestros cómicos en la geografía. En la comedia Mejor está que estaba se hace Viena capital de la Bohemia; en la de Perico Urdemalas, Capua es puerto de mar, y en la de Con quien vengo, vengo, y otras, lo son también Verona y París; en la de Afectos de odio y amor, los ejércitos de Rusia y Suecia se acampan en las riberas del Danubio, siendo así que este río no pasa por tales países; aún dista mucho más su curso de la Palestina, y, sin embargo, Calderón, en la comedia de La gran reina de Saba, tuvo el descuido de nombrarlo con el Tigris y el Éufrates en las hazañas de Joab. En la comedia Hado y divisa de Leónido y de Marfisa, una de las personas se dice ser Landgrave de Tiro en Persia, dictado muy extraño y nunca oído en tales provincias y tan solamente propio de algunas serenísimas casas de Alemania. Paréceme que los ejemplos propuestos bastarán para aviso de los poetas que de hoy más quisieren aplicarse a escribir según las reglas y con el debido miramiento.




ArribaAbajoCapítulo XVI [XVIII]

De la tragicomedia, églogas, dramas pastorales y autos sacramentales


Las principales especies de poesía dramática son la tragedia y la comedia, de las cuales creo haber dicho ya lo que basta; de las demás especies comprendidas debajo de esta clase, hablaremos aquí brevemente, para que nada falte a la entera y cabal noticia de la poesía. No faltan poetas que han dado a sus dramas el título de tragicomedias; y algunos creen que se deben llamar así todos aquellos dramas que participan de tragedia y comedia, ya por la mezcla de sucesos serios y alegres, ya por la diversa condición de las personas ilustres y plebeyas. Y en este sentido la mayor parte de nuestras comedias serían tragicomedias. Pero si hemos de atender a los fundamentos y razones con que discurren los entendidos y los más eruditos en el arte poético, la tragicomedia es un nuevo monstruo no conocido de los antiguos. Quien entiende las reglas y penetra el fondo y artificio de la poesía dramática, y comprende sus fines y los secretos medios con que obra en los ánimos y con que produce los provechosos efectos a que su primera institución, con sabio acuerdo, la tiene destinada, conoce muy bien que el mezclar reyes y príncipes con hombres vulgares, y sucesos lastimosos con burlas jocosas, lo trágico con lo cómico, es echar a perder lo uno y lo otro. Porque, si por una parte los donaires cómicos interrumpen intempestivamente la fuerza de los afectos trágicos de lástima y de terror, por otra parte, las muertes y funestos accidentes, y la seria gravedad de las personas trágicas, entibian y desazonan lo más vivo de la alegría cómica, y, finalmente, por querer lograr todos juntos los fines de la tragedia y comedia, no se logra ninguno, y el auditorio ni bien ríe ni bien llora; y aunque ría y llore, malogra igualmente su llanto y su risa, porque recíprocamente desconcierta y deshace lo uno todos los buenos efectos de lo otro. Esta mezcla de lo trágico con lo cómico es la que reprueba Horacio en su Poética cuando dice: «sed non ut placidis coeant immitia». Es verdad que Plauto en el prólogo del Amphitryon dio a su drama el título de tragicomedia; pero el mismo modo con que se explica, da a entender que entonces no se conocían más dramas que las tragedias y comedias, y que el haber dicho tragicomedia fue por hacer reír al pueblo con lo jocoso y extraño de esta nueva voz inventada por el poeta, como otras muchas:


    Nunc quam rem oratum huc veni, primum proloquar;
Post argumentum huius eloquar Tragoediae
Quid contraxistis trontem? Quia Tragoediam
Dixi futuram hanc? Deus sum, commutavero
Eamdem hanc, si voltis: faciam ex Tragoedia
Comoedia ut sit, omnibus iisdem versibus:
Utrum sit, an non voltis? Sed ego stultior
Quasi nesciam vos velle, qui divus siem:
Teneo quid animi vostri super hac re siet.
Faciam ut commista sit Tragicomoedia.
Nam me perpetuo facere ut sit Comoedia
Reges quo veniant, et Di, non par arbitror.
Quid igitur? Quoniam hic servos quoque parteis habet,
Faciam sit proinde ut dixi Tragicocomoedia.



Aquí el poeta, en la persona de Mercurio, que hace el prólogo, finge que el pueblo se admira de haberle oído nombrar tragedia, cuando sabía que se había de representar una comedia; pero Mercurio dice a los oyentes que él, como dios, sabrá muy bien, si quieren, transformarla de tragedia en comedia; pero, como por entrar en ella reyes y dioses no era justo que se llamase comedia, ni tampoco que se tuviese por tragedia, entrando en ella criados y personas de baja condición, resuelve Mercurio darla un nuevo y gracioso nombre llamándola tragicomedia; pero, dejadas aparte las burlas, la llama después comedia, como verdaderamente es:


    Ipse hanc acturust Juppiter Comoediam...
...Nunc animum advortite
Dum huius argumentum eloquar Comoediae, etc.



Las églogas son también comprendidas en la clase de poesías dramáticas, porque, como observa Servio Honorato, admiten todos los tres diversos caracteres o géneros de oración, que son los tres diversos modos con que hemos dicho poderse hacer la imitación: el exegemático o exegético, en que sólo habla el poeta, como en la égloga cuarta de Virgilio: Sicelides Musae, paulo maiora canamus, etc.; el dramático, en que hablan sólo las personas introducidas por el poeta, como en la égloga tercera: Dic mihi, Damoeta, etc.; el mixto, en que a veces habla el poeta, a veces otra persona que introduce, como en la égloga octava: Pastorum musam Damonis et Alphesiboei, etc.

Quienquiera que haya sido el autor primero de los versos bucólicos, o Diomo, según refiere Ateneo, o Nomio, o Dafnis, hijo de Mercurio, o los villanos lacedemonios, según Diodoro y Eliano, es cierto que esta especie de poesía es de las primeras que se inventaron, como ya dijimos en el libro primero, y que floreció con especialidad en Sicilia, pues las églogas más antiguas que al presente tenemos son las de Teócrito y Mosco, siracusanos, escritas en dialecto dórico, que es el que se usaba en aquella isla; por eso Virgilio invocó las musas sicilianas en una de sus églogas: Sicelides Musae, etc.

Eran las églogas, y deben ser, una imitación de las canciones de los pastores, aunque ahora parece que las églogas de los modernos poetas no son más que una imitación de las que escribieron Virgilio y otros. La materia y asunto de esta especie de poesía son las costumbres de los pastores, sus amores, su contiendas, sus ganados y su vida feliz, libre de ambición y de fausto. El estilo, precisamente, ha de ser fácil, natural, tierno y suave, porque ha de convenir y acomodarse a la calidad de la materia y a la condición de las personas. De suerte que son impropios en una égloga los conceptos muy agudos, los colores retóricos muy subidos y todo lo que manifieste mucho artificio, por lo cual algunos han tenido motivo de censurar el Pastor Fido, del Caballero Guarino. Tienen lugar, en las églogas, los versos que llaman amebeos, en los cuales el pastor, que responde alternativamente, ha de decir en su respuesta alguna cosa más que el otro, y ha de añadir a su concepto alguna circunstancia que lo mejore o que diga lo contrario. Sirvan de ejemplo estos amebeos de la égloga tercera, de Virgilio, que con las demás tradujo con extremada gracia, propiedad y elegancia Cristóbal de Mesa:

DAMETA
Tírame una manzana Galatea,
moza alegre, y huyendo va, liviana,
a esconderse en los sauces, y desea
que antes la vean como va galana.
MELIBEO
Y Amintas, que en quererme bien se emplea,
me ofrece su amistad de buena gana,
y no es más conocida de mis perros
Diana que él, por valles y por cerros.
DAMETA
Los presentes prevengo a mi pastora,
porque ya sé el lugar donde está el nido
en el cual las palomas crían ahora.
MELIBEO
Diez manzanas maduras he cogido
de árbol que entre silvestres se mejora,
que es lo que dar al niño hoy he podido.
Y de la fruta de la propia planta
por la mañana le enviaré otra tanta.
DAMETA
La hermosa pastora Galatea,
¡oh cuántas veces me habló y qué cosas!
lleva una parte tu, blanda marea,
a orejas de los dioses y las diosas.
MELIBEO
¿Qué importa, Amintas, que de ti yo crea,
que me muestras entrañas amorosas,
si mientras sigues jabalíes gallardo,
yo quedo a solas y las redes guardo?, etc.


No me parece que son necesarias más reglas que éstas, supuesto lo que ya queda dicho en general por toda esta obra) para quien quisiera ejercitarse en la composición de versos bucólicos; a lo que añado que lea los buenos autores y procure seguir, pero no servilmente, las huellas de los que escribieron con acierto en esta especie de poesía, como son el griego Teócrito, Virgilio, Calpurnio en alguna de sus églogas, Garcilaso, Francisco de Saa de Miranda, Diego Bernardes, ambos portugueses, y otros.

En lugar de pastores, hubo quien introdujo pescadores en las églogas, que por eso se llamaron piscatorias. El famoso Jacobo Sannazzaro, por otro hombre Accio Sincero, fue el primero que estrenó esta nueva especie de églogas con mucho aplauso, a quien imitó el P. Giannetasio de la Compañía de Jesús, célebre poeta. Es verdad que Fontenelle, en su discurso sobre la égloga, no parece que aprueba las piscatorias, porque el canto, dice, y el ocio conviene solamente a los pastores, no a los pescadores, cuya trabajosa vida no parece que pueda ofrecer objetos muy apacibles para la vista ni para el ánimo. Pero si consideramos que la poesía es como la pintura, ut pictura poesis erit, y que por consiguiente puede lucir en cualquier género de objetos, siendo los del mar y de la pesca, sabiéndolos escoger, como debe el poeta, no menos vistosos y amenos que los del campo, pues si en el uno hay hierbas, flores, ninfas y faunos, en el otro hay perlas, corales, sirenas, glaucos y tritones, y no es menos deleitosa la vista de una playa o de un escollo contra quien las olas del mar se embravecen, que la de un prado por donde atraviesa bullicioso un arroyo, debemos inferir que no hay bastante razón para reprobar esta nueva especie de églogas piscatorias.

De las églogas se formó otra nueva especie de dramas que en Italia llaman pastorales, o fábulas campestres (favole boscherecce), donde se introducen sólo pastores y pastorcillas, imitando alguna acción entera, en estilo natural y afectuoso, con el fin de deleitar con la pintura de los objetos más amenos del campo y de los afectos más tiernos de los pastores, inspirando al mismo tiempo amor a las costumbres inocentes y sencillas de aquella gente feliz que, contenta en su retiro, ignora aún los nombres de la ambición y de la codicia. En Italia son célebres, en este género, la Aminta de Torcuato Tasso, el Pastor Fido del caballero Guarino, la Filli di Sciro del conde Bonarelli, etc. En España no sé que hayan hecho más que traducir algunos de estos dramas.

Los autos sacramentales son otra especie de poesía dramática, conocida sólo en España, y su artificio se reduce a formar una alegórica representación en obsequio del sacrosanto misterio de la Eucaristía, que por ser pura alegoría, está libre de la mayor parte de las reglas de la tragedia. El feliz ingenio de Pedro Calderón de la Barca ejercitó su numen en esta nueva especie de poesía con general aplauso.