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ArribaAbajoLibro cuarto

Del poema épico



ArribaAbajoCapítulo I

De la naturaleza y definición del poema épico


Resta ahora que tratemos de otra especie principal de poesía, que es la epopeya, o sea el poema épico, cuya naturaleza y reglas explicaremos en este libro con el mismo método que hemos seguido en los antecedentes.

Poema, en rigor, es un término general que comprende cualquier género de discurso, de manera que parece ser bastante el verso solo, y especialmente el hexámetro entre los latinos y griegos180y las octavas entre los poetas de lenguas modernas, para dar a cualquiera composición, sin otro requisito alguno, el título de poema. Pero no es lo mismo en el poema épico o epopeya. Se deriva este término del griego epos, que significa narración, discurso o palabra; y si le hemos de entender según le han entendido los antiguos y modernos, así en teórica como en práctica, es cierto que no basta el solo verso, de cualquier especie que sea, para constituir propiamente una epopeya. Veamos, pues, su definición para que podamos entender su naturaleza y sus requisitos.

Primeramente, aunque Aristóteles no ha definido expresamente el poema épico, sin embargo, suplen algunos esta falta con lo que dice el mismo Aristóteles en la part. 124, según Benio, de donde pretenden sacar esta definición: «Epopeya es una imitación hecha por vía de narración, en verso, de una acción entera, perfecta y desemejante de las historias acostumbradas». Pero el citado Benio, de los mismos principios de Aristóteles, saca otra definición que explica más clara y difusamente la naturaleza de la epopeya «La epopeya, dice, es imitación de una acción ilustre, perfecta y de justa grandeza, hecha en verso heroico, por vía de narración dramática, de modo que cause grande admiración y placer, y al mismo tiempo instruya a los que mandan y gobiernan en lo que conduce para las buenas costumbres y para vivir una vida feliz, y los anime y estimule a las más excelentes virtudes y esclarecidas hazañas».

Esta definición no necesita de otra explicación por ser de suyo bastantemente clara. Pues bien se echa de ver que en ser imitación, que es el género, conviene la epopeya con las demás formas o especies de poesía, como ya lo enseñó Aristóteles181. Lo demás la distingue de las otras especies y manifiesta su fin y el modo de conseguirle y de hacer la imitación. Porque aunque en ser imitación de una acción ilustre, etc., parece que conviene con la tragedia, no obstante la constituye diversa el ser por vía de narración dramática y en verso heroico. Porque, como queda dicho en el antecedente libro, la tragedia y comedia imitan por vía de representación, no de narración, debiendo el poeta trágico o cómico esconder siempre su persona e introducir siempre otras que representen y obren en todo el drama; pero el épico imita, ya narrando él mismo, ya introduciendo otras personas, que es lo que propiamente se denota con aquellas palabras de narración dramática. Dícese en verso heroico, porque por verso heroico se entiende, entre griegos y latinos, el hexámetro que, como dice Aristóteles182, es el que la experiencia misma ha hecho conocer por más propio para los asuntos épicos, por ser el más grave, más sonoro y más armonioso de todos. En las lenguas vulgares al verso hexámetro responde el endecasílabo, y más propiamente las octavas, según el parecer del marqués Orsi. Por esta razón, cuando Benio en su definición dice «imitación hecha en verso hexámetro», yo he traducido en verso heroico, para que la definición comprendiese también los poemas épicos de lenguas vulgares, que no se escriben en versos hexámetros sino heroicos o endecasílabos. Y esta consideración me obliga a decir que no fue, a mi parecer, acertado el pensamiento del conde de la Roca que escribió El Fernando o Sevilla restaurada, que es precisamente una traducción de la Jerusalén de Tasso, en redondillas, verso muy impropio para la majestad y grandeza épica. En las demás palabras de la definición se manifiesta el fin de la epopeya, que es la utilidad y el deleite, y particularmente aquel deleite que procede de la admiración, propio afecto de la epopeya, y que Aristóteles encarga mucho a los épicos183. Finalmente se denotan los asuntos y las personas propias de la epopeya, que son hazañas y hechos esclarecidos de reyes, héroes y capitanes, según insinuó Horacio:


    Res gestae regumque, ducumque, et tristia bella,
Quo scribi possent numero monstravit Homerus.



Y aunque la particular opinión del P. Le Bossu, como más adelante veremos, sienta que la epopeya no requiere necesariamente esa idea o ejemplar perfecto que aliente y estimule los hombres a excelentes virtudes, como en la precedente definición se insinúa, con todo eso la común opinión, apoyada en muy fuertes razones, juzga indispensable esa idea perfecta, particularmente de aquellas virtudes que se consideran más propias de un héroe militar. Benio, a cuya autoridad pudiéramos añadir la de otros muchos autores, tiene por cierto este designio o fin del poema épico en varios lugares de sus comentos; en uno de ellos dice expresamente: «certum est heroico poemati illud esse propositum, ut herois alicuius, et ducis egregium aliquod celebret factum in quo idea quaedam et exemplum exprimatur fortitudinis ac militaris civilisque prudentiae»184.

La definición de Benio, que acabo de explicar, me ha parecido la más adaptada de cuantas he visto a la esencia del poema épico, y a lo que anteriormente he dicho de la poesía y del fin, o general o particular, de cada especie. El P. Le Bossu, cuya autoridad en esta materia merece mucha veneración, trae otra definición apropiada a su particular sistema. La «epopeya, dice185, es un discurso inventado con arte para formar las costumbres, por medio de instrucciones disfrazadas debajo de las alegorías de una acción importante, referida en verso, de modo que sea verosímil, deleitable y maravillosa». Pero, si bien se examina, esta definición conviene en todo lo esencial con la antecedente, y sólo manifiesta alguna diversidad en lo que dice ser la epopeya «un discurso inventado», pareciendo que con esto quiera excluir de la epopeya lo historial. Pero además de que eso lo dice por la particular opinión que tiene acerca de la naturaleza de la fábula, según que ya hemos visto en el libro antecedente, aun con todo eso no discuerda totalmente de la definición de Benio, en la cual, lo que se dice «imitación de una acción», comprende no solamente las acciones históricas, sino también las inventadas.

De todo lo dicho podemos colegir que en la naturaleza del poema épico entran todas estas cosas: una acción noble y grande, personas ilustres y esclarecidas, como reyes, héroes, etc., la instrucción moral a donde deben tirar y parar todas las líneas de la epopeya, como a su blanco y fin principal, y, finalmente, el modo verosímil, admirable y deleitoso con que se debe hacer la imitación de la acción. Podemos también argüir de todo esto que muchos de los poemas que hay escritos hasta ahora, no deben llamarse en rigor epopeyas, por faltarles alguna de estas cosas esenciales que constituyen el poema épico. De suerte que, por ejemplo, ni el poema de Hesiodo Obras y días (erga kai hemerai), ni las Geórgicas de Virgilio, ni la Filomena de Lope de Vega Carpio son en rigor poemas épicos, porque no contienen asuntos propios de la epopeya; asimismo, ni el poema griego de Hero y Leandro, que se ha atribuido a Museo, ni el Adonis del caballero Marino, ni Los amantes de Teruel de Juan Yagüe, no son tampoco epopeyas, porque contienen amores y acciones de personas particulares, con que ni la materia es noble y grande, ni las personas son tan ilustres y esclarecidas como debieran ser para formar una epopeya; tampoco en rigor son épicos los poemas de la Dragontea de Lope de Vega, La Numantina de Francisco Mosquera, y otros, por falta de instrucción moral y de alegoría, y, según mi opinión y la común de los autores más clásicos, tampoco será epopeya ninguna obra escrita en prosa, por faltarle el esencial requisito del verso; dígolo porque me acuerdo haber visto un librillo intitulado Historia trágica del español Gerardo, a quien se añade también el título de epopeya en prosa.

Tiene también el poema épico partes de calidad y de cantidad; las de calidad son las mismas que en la tragedia, es a saber, fábula, costumbres, sentencia y locución; las de cantidad son las que forman lo material del poema, y son el título, la proposición, la invocación y la narración. Pasando ahora a explicar con distinción estas partes, primeramente trataremos de las dos principales de calidad, que son la fábula y las costumbres, dejando la sentencia y la locución para cuando hablemos de la narración, que es su más propio lugar.




ArribaAbajoCapítulo II

De la fábula épica


Por no ser prolijo sin necesidad, supongo aquí todo lo que he dicho en el antecedente libro acerca de la fábula en general, y de la fábula trágica y cómica; y sólo diré ahora lo que me parezca más propio de este lugar.

La fábula épica en general, a mi entender, es un hecho ilustre y grande, imitado artificiosamente, como sucedido a algún rey, héroe o capitán esclarecido, debajo de cuya alegoría se enseñe alguna importante máxima moral o se proponga la idea de un perfecto héroe militar. Esta definición parece que puede también apropiarse a la epopeya sin reparo alguno, porque, a mi ver, la fábula épica es epopeya, y la epopeya es fábula épica. Dos cosas principalmente se deben notar en esta definición: la primera, es la palabra artificiosamente, con la cual comprendo todas las reglas y requisitos que acerca de la fábula épica enseña la poética, y que iremos explicando en todo este cuarto libro; la segunda es el fin de la fábula épica, expresado en aquellas palabras: debajo de cuya alegoría se enseñe alguna importante máxima moral o se proponga la idea de un perfecto héroe militar. Y en orden a esto, se debe advertir que el fin y blanco de la fábula épica, según la particular opinión del P. Le Bossu186 es dar instrucciones morales a todo género de personas, en general y en particular; pero, en la común opinión de los demás autores, el fin es dar instrucción moral a un género limitado de personas, como reyes y capitanes de ejército, proponiéndoles una idea o dechado de valor y prudencia y de otras excelentes virtudes militares. Uno y otro fin comprenden las palabras arriba expresadas de mi definición, porque con uno y otro fin se puede, a mi parecer, escribir una perfecta epopeya, no faltando razones, ni autoridades, ni ejemplos para una y otra opinión. Porque, dejando aparte razones y autoridades, que ya bastantes hemos alegado en el discurso de esta obra, tenemos, para la una opinión, los ejemplos de Homero, tan celebrados y aprobados de Aristóteles, y para la otra, los de Virgilio y de Torcuato Tasso, en Eneas y Godofredo, recibidos de todos los eruditos con universal aplauso.

Esto es cuanto a la fábula épica en general; pero la fábula particular, de algún poema épico señaladamente, como de la Ilíada de Homero o de la Eneida de Virgilio, etc., es aquella determinada acción sucedida a Aquiles o a Eneas, como la fingen Homero y Virgilio, y con aquella instrucción moral o alegoría, que han querido darnos disfrazada en la imitación de aquel hecho. Todo lo cual se entenderá mejor después que hubiéremos dicho algo de la fábula particular de esos poemas.

El modo de formar una fábula épica es el mismo que ya queda explicado en el capítulo tercero del libro antecedente, donde hemos tratado de la fábula trágica. Allí se proponen dos modos: el uno, según la opinión del P. Le Bossu, que es idear primero la instrucción moral que se quiere dar en el poema y bosquejar una acción general, en la cual se enseñe disfrazada la ideada doctrina, poniendo después los nombres y buscando en las historias algún hecho que pueda adaptarse al intento. El otro modo es, según lo que me ha parecido más fácil y practicable en las tragedias y epopeyas, idear primero la instrucción moral y luego buscar un punto de historia, bosquejando sobre él la planta de toda la fábula épica, con los nombres de las personas, ajustándole y labrándole según las reglas de la epopeya; o bien, desde luego, empezar por el hecho histórico que parezca, por sus circunstancias, ser más adaptado a las reglas del arte, y que ofrezca a la vista más disposición para proponer en él alguna alegoría o instrucción moral provechosa según los fines de la epopeya.




ArribaAbajoCapítulo III

De las fábulas de los poemas de Homero y Virgilio


De las observaciones de la práctica nacieron los preceptos teóricos y las reglas de las artes; todas las que Aristóteles enseña a los poetas, da a entender que las saca de observaciones hechas sobre Homero, con cuyos ejemplos confirma siempre su doctrina. Pues los méritos de la Eneida de Virgilio son bien conocidos universalmente: su artificio incomparable, su majestad, su feliz acierto en todo, y las demás calidades extraordinarias que la acompañan, la constituyen un poema tan perfecto, que la observación sola de su práctica pudiera guiar sin tropiezo a los nuevos poetas y servirles de ejemplar y dechado en semejante especie de composición. Será, pues, sumamente acertado y provechoso, a mi parecer, para los que quisieren, o componer algún poema épico, o juzgar bien de los que hay ya escritos, el saber cómo y con qué alegoría han dispuesto y ordenado sus fábulas estos dos grandes poetas que, sin disputa, son los maestros de todos y las mejores y más seguras guías.

En tiempo de Homero estaba Grecia dividida toda en pequeñas repúblicas y ciudades libres, y se gobernaba cada una con sus leyes aparte. Pero frecuentemente estas mismas repúblicas y pueblos libres se veían precisados a unirse como en un cuerpo y a mancomunarse por sus leyes y su libertad contra los que querían oprimirlos y hacerles guerra. En esta suposición intentó Homero dar a todos los pueblos de Grecia una utilísima instrucción para semejantes casos. Consideró, pues, que la causa principal de suceder mal o bien las empresas de un ejército de muchos príncipes y pueblos confederados era la unión o desunión de los cabos, y la obediencia o desobediencia de todos al caudillo principal que los debía mandar y regir. De tal consideración sacó está máxima moral, es a saber: que la discordia de los jefes y la desobediencia de los inferiores, por sus particulares conveniencias y pasiones, causa daños gravísimos al bien público y ataja todos los progresos de una confederación; y, al contrario, la concordia, la unión, la obediencia y subordinación remedia todos esos daños y produce los más felices sucesos.

De esta máxima se sirvió como de cimiento para su poema de la Ilíada, ya sea que la guerra troyana le sugiriese esta especie y considerase aquel hecho histórico, o a lo menos creído tal, como una materia muy adaptada para un poema épico y para enseñar, encubierta en aquel hecho, la instrucción que hemos dicho, o ya sea ,pues es lo mismo, que el poeta formase su fábula de esta o de aquella manera, según la opinión del P. Le Bossu, o según la nuestra, que primero idease la instrucción moral y extendiese en general su fábula sin nombres, y después, considerando que el sitio de Troya era un hecho muy semejante y adaptado a su intento, pusiese a las personas indeterminadas de su poema los nombres de aquellos capitanes que se hallaron en el sitio de aquella ciudad. Como quiera que ordenase su fábula, ya en un modo, ya en otro, todo viene a ser una misma cosa para nuestro intento, y aún para el del poeta en la Ilíada, cuyo bosquejo pondremos aquí con los nombres para hacerle conforme a nuestra opinión.

Tenían puesto sitio en la ciudad de Troya los príncipes griegos, confederados para aquella empresa debajo de la conducta de su común caudillo el rey Agamenón. Uno de los principales cabos del ejército griego y el más valiente de todos era Aquiles, hijo de Peleo y Tetis, que a vueltas de un extraordinario valor, tenía un genio por extremo colérico y vengativo, y no quería reconocer otro superior ni otras leyes que su gusto y su espada. Agamenón, poco advertido, le hace un agravio muy sensible: quítale violentamente una esclava llamada Briseis, muy estimada de Aquiles, y al mismo tiempo le dobla el agravio tratando con menosprecio, en su presencia, al sacerdote de Apolo, padre de Briseis. Aquiles, arrebatado de su genio y de su cólera, se retira a sus tiendas, con ánimo de no pelear jamás por los suyos y de hacer ver a Agamenón cuánto montaba la falta de aquél a quien había tan imprudentemente agraviado. Saben esta discordia los troyanos, y saliendo de su ciudad, hacen un horrible estrago en los griegos, ahuyentándolos y persiguiéndolos hasta sus mismas naves. El valiente Héctor y los demás caudillos troyanos no hallaban, faltando Aquiles, quien se pudiese oponer a su valor y ardimiento. Conociendo los griegos la causa y el origen de sus muchas pérdidas, intentan, aunque en vano, por varios modos y con diversos partidos, ablandar el obstinado enojo de Aquiles; mas él persiste inflexible, mirando con cruel placer el estrago de los suyos. Finalmente, los males y desgracias de los griegos alcanzan también al mismo Aquiles; porque habiendo dado licencia a su íntimo amigo Patroclo para armarse con sus armas y para entrar en la pelea en socorro de los griegos, como con las armas no le puede dar también su mismo valor y su esfuerzo, muere en el combate a manos del valeroso Héctor. Este caso venció la obstinación de Aquiles, y lo que no pudieron acabar con él la consideración del bien público, ni las satisfacciones de Agamenón, ni los ruegos de todos, lo consiguió la pasión propia y el sentimiento de la muerte de un amigo. Reconcíliase, pues, con Agamenón, y embistiendo furioso a los troyanos con ansia de vengar la muerte de Patroclo, los derrota y desbarata, y encontrándose con Héctor, le mata cuerpo a cuerpo, privando con esta muerte a los troyanos de su más firme defensor y de su más esforzado caudillo; y no contenta su crueldad y su bárbaro genio con esta venganza, atando detrás de su carro el cuerpo de Héctor, le arrastra por tres veces en torno a las murallas de la infeliz Troya. Celebra después, por cumplir con su amistad, las más solemnes exequias en el entierro de Patroclo, hace las amistades con Agamenón, que le restituye intacta su esclava, y, calmado enteramente todo su enojo, entrega el cadáver de Héctor al rey Príamo, su anciano padre, para que le dé sepultura con las acostumbradas honras.

He aquí toda la fábula y acción de la Ilíada, por entre cuyo tejido se trasluce claramente la instrucción o máxima moral, que es el alma de toda ella, es a saber: los daños de la discordia entre los jefes de un ejército coligado, y los bienes y felices sucesos que resultan de la concordia y unión de los mismos. El poeta canta la ira de Aquiles, que tiene su principio en el agravio que le hace Agamenón, su medio en los estragos y males que, de resulta, padecen los griegos, y su fin en la completa venganza de Aquiles, en su reconciliación con Agamenón y en la entera calma de su enojo y sentimiento. Pero además de esta instrucción principal, otras muchas instrucciones y alegorías teológicas, físicas y morales, disfrazadas y encubiertas en varias partes del poema, las pinturas excelentes, las imágenes fantásticas y otras calidades raras, constituyen este poema en aquel grado de alteza y perfección, en que por tantos siglos ha sido universalmente aplaudido.

Como en la Ilíada enseñó Homero una importante máxima a los príncipes y pueblos de Grecia confederados, y en ellos a todos los demás príncipes, asimismo quiso proponer en la Ulisea, a cada príncipe aparte, otra no menos importante instrucción para el gobierno de sus estados. Consideró, pues, que un príncipe, para acertar en su gobierno, necesita de dos cosas: de una suma prudencia para saber mandar y disponer, y un gran cuidado en hacer ejecutar lo que hubiere mandado. La prudencia, propia de un político, solamente se adquiere con una larga experiencia de casos y con un gran conocimiento de los genios y costumbres de diversas naciones y de sus varias especies de gobiernos. La presencia del príncipe es un requisito necesario para la ejecución de las leyes y para el buen gobierno, no siendo seguro el fiarla de otras personas a quienes la ausencia del príncipe puede dar ocasión para muchos yerros y descuidos. Uno y otro requisito, de la prudencia política del príncipe y de su presencia, juntó Homero en el poema de la Ulisea, cuya fábula es ésta:

Ulises rey de la isla de Itaca, uno de los príncipes que se hallaron con los demás griegos en el sitio de Troya, y el más sagaz, más prudente y más disimulado de todos, volviendo de Troya a su reino, se ve precisado a retardar su vuelta, contra su voluntad, por espacio de muchos años a causa de las contrariedades del mar y de varios y extraños accidentes que le obligan a andar vagando por varios países y ciudades, donde con el conocimiento de sus varias costumbres y gobiernos, y con la experiencia de muchos y muy raros sucesos, logra el afinar más y más su política. Durante su larga ausencia suceden en Itaca muchas revueltas. Algunos príncipes injustos y atrevidos, creyendo que ya no volvería más Ulises, le disipan su reino y su hacienda, quieren precisar a Penélope, su mujer, a casarse con uno de ellos e intentan matar a su hijo Telémaco. Ulises, vencidos todos los obstáculos, vuelve finalmente a Itaca, disfrazado y demudado, y, habiendo sido él mismo testigo de vista del desorden de su casa y de su reino por la insolencia de aquellos príncipes y por la deslealtad de algunos de sus vasallos y criados, descubriéndose primero a su hijo Telémaco, con la ayuda de éste, y especialmente con la de la diosa Minerva, da muerte a todos los culpados y restablece en su reino la paz, la quietud y el buen gobierno.

Éstas son las dos fábulas de los dos poemas de Homero; sondeemos ahora el fondo de la Eneida de Virgilio, y quizá le hallaremos más profundo y más rico de preciosos tesoros, escondidos dentro de sus senos con mayor artificio y más importante utilidad. Quiso el poeta lisonjear a su liberal protector Augusto y, juntamente, a todos los romanos, y logrólo con tan feliz acierto que esa misma lisonja, sin dejar de serlo, fue la más importante instrucción, la más acertada y la más propia que humano ingenio pudiera imaginar para aquella ocasión y aquellas circunstancias en que la escribió Virgilio. Había por entonces sucedido en Roma una gran mudanza: la república y libertad romana, quebrantada ya y malherida desde que Julio César acabó con Pompeyo) había fenecido en Octavio Augusto, que, muertos Marco Antonio y Lépido, triunviros, se alzó con el absoluto poder del Imperio. Era Augusto príncipe de grandes y amables prendas, amante de la paz, blando y afable en extremo, cuidadoso de las cosas de la religión y del gobierno; pero, con todo eso, era aún muy reciente la pérdida de la libertad para que todos la olvidasen tan presto, y el nombre y la memoria de la República estaba todavía en los corazones de muchos, haciendo continua oposición a los méritos y a la fortuna de Augusto. En semejante estado de cosas ideó Virgilio su grande obra, con el designio de formar en ella un retrato de Augusto, pero con tales ventajas y primores de pincel, que aun los que más echaban de menos el gobierno repúblico y aborrecían el monárquico, le admirasen y amasen. Pasó, pues, a proponer y persuadir a los romanos, que las caídas de las grandes repúblicas y el ensalzamiento de nuevos imperios eran disposiciones irrefragables del cielo, a las cuales era temeraria impiedad el oponerse; que Dios favorecía a la virtud y al mérito; que el reinado de un monarca virtuoso y perfecto era la felicidad de los pueblos, los cuales, bien lejos de perder su libertad en el trueque de República a Monarquía, la ganaban muy mejorada en la piedad, justicia, valor y afabilidad de su nuevo rey. Con este intento ideó la fábula de su Eneida, para que sirviese no menos de alabanza que de instrucción a Augusto y a sus nuevos vasallos, los romanos, disponiéndola en la forma siguiente:

Eneas, príncipe descendiente de los reyes troyanos, varón insigne y famoso por sus muchas prendas y virtudes, y especialmente por su heroico valor y constancia, de que había dado claras muestras en la defensa y pérdida de Troya, su patria, habiéndose librado de su incendio y ruina por especial favor de los dioses, que le amaban y protegían, por orden de los mismos, con una pequeña flota y con la gente que se le allegó de los que huyendo del furor de los griegos se retiraban al monte Ida, navega a Italia, donde los oráculos le destinaban acogida segura y establecimiento de nuevo reino. Arribado a Italia, después de muchos obstáculos, encuentra otros mayores en la persona del joven rey Turno, que como rival y competidor en el trono y en el tálamo de Lavinia, se le opone con todo s valor y fuerzas, ayudado de las de los latinos y del impío Mezencio, rey desposeído de Toscana por sus crueldades y tiranías. Pero Eneas, cuyas virtudes empeñaban siempre más la protección del cielo y el cumplimiento de los oráculos, lo vence todo y, con la muerte del ateo Mezencio y del feroz Turno, acaba felizmente su empresa y queda en posesión de su nueva esposa y del prometido reino de Italia.

Véase ahora la correspondencia y proporción que tiene esta acción o fábula, si se considera con todas las circunstancias que Virgilio le añade, con el título y designio del poeta, y con la instrucción que quiso dar a Augusto y sus sucesores, y, finalmente, con lo que intentó persuadir a los romanos. La caída de Troya responde a la caída de la República de Roma, y para consuelo de los romanos, esa caída es por disposición de los dioses187. Para los que sentían la pérdida de su antigua libertad, hubiera sido motivo de aborrecer a Augusto el sospechar que había tenido parte en su ruina: Eneas, en quien se figura la persona de Augusto, no sólo no tiene parte en la pérdida de Troya, pero aun jura que por su defensa se había expuesto a todos los riesgos y trances188. Augusto, como fundador de un nuevo imperio, había de tener todas las calidades que son necesarias para semejante empleo y para ser amado y respetado de sus vasallos. La religión, el culto de Dios y la justicia son las principales calidades para regir bien los pueblos; pero la justicia sola no infunde amor, sino temor, menos que no la acompañen la clemencia, la piedad y afabilidad. Mas como estas calidades propias de la paz pueden ser turbadas e impedidas por alguna guerra, es preciso que en el fundador de un nuevo reino y en sus sucesores concurra también la constancia en los trabajos y el valor heroico en las militares empresas. Eneas tiene todas estas calidades en sumo grado: él es el que instruye y ejercita los troyanos en todas las ceremonias, ritos, sacrificios y juegos que después observaron los romanos, sus descendientes; es justo, piadoso y esforzado189, y tan ciegamente resignado a los decretos del cielo, que por obedecerlos se niega a los más tiernos halagos de Dido; y, finalmente, es tan amante de sus vasallos, que su constancia, invencible en los mayores peligros, se enternece sólo con la memoria de las desgracias de sus amigos190, tanto que, por evitar la de los troyanos y latinos, que unos eran ya sus súbditos, otros lo habían de ser, despreciando su peligro por excusar el ajeno, expone sólo su propia vida al trance de un campal desafío con Turno.




ArribaAbajoCapítulo IV

De las calidades y requisitos de la fábula épica


La fábula o la acción épica ha de ser ilustre, grande, maravillosa, verosímil, entera, de justa grandeza, una y de un héroe.

Debe ser la fábula épica una acción ilustre y grande, ya por sí misma comprendiendo algún hecho o hazaña militar de mucha importancia y de grandes consecuencias, ya por las personas a quienes se aplique el hecho, que han de ser, según queda dicho, reyes, héroes o capitanes esclarecidos. Por faltarles esta calidad hemos excluido de las epopeyas perfectas algunos poemas, cuyos asuntos no tenían la grandeza de acción y de personas que se requiere.

La grandeza misma de la acción y de las personas hace que la fábula sea maravillosa; pero aún mucho más contribuye a esto el modo con que el poeta narra la acción, que es perfeccionando la naturaleza, como ya queda dicho, y refiriendo las cosas no como fueron sino como debieron ser, y reduciéndolas a las ideas universales y a la manera poética, que lo dice todo por extraordinarios rodeos, por figuras e imágenes, según aquel célebre aviso del satírico Petronio: per ambages deorumque ministeria. Así en Homero no es la sal la que preserva los cadáveres de corrupción, sino la diosa Tetis, que ejecuta este milagro por complacer a Aquiles; y en Virgilio no son las borrascas de vientos contrarios las que hacen zozobrar la armada de Eneas, sino la diosa Juno, enemiga de los troyanos, que cohechando a Eolo, rey de los vientos, le obliga a hacer salir de sus cavernas los más impetuosos, que revolviendo con fieros torbellinos el mar, dan de golpe en las naves troyanas. De esta manera se hace más maravillosa la materia, ya de suyo grande y extraordinaria, y a esto mira aquella regla de Aristóteles191, que las acciones épicas deben ser desemejantes de las historias acostumbradas, porque en las historias se refieren los sucesos como fueron y según el curso regular y ordinario de las cosas, pero en la epopeya todo ha de ser extraordinario, admirable y figurado. Por esto muchos poemas, como la Farsalia de Lucano, la Araucana de Alonso de Ercilla, la Austriada de Juan Rufo, la Mejicana de Gabriel Lasso, la Vida de San José del maestro José de Valdivieso, la España libertada de Isabel Ferreira, y otros muchos, por faltarles esta calidad y ser meramente historias, no tienen en rigor derecho alguno al título de epopeyas.

La dificultad mayor está en juntar las dos calidades de lo maravilloso y lo verosímil, que parecen encontradas. Pero también se supera esta dificultad con el arte y la industria del poeta.

Debe el poeta épico decir cosas extraordinarias y grandes, y decirlas de un modo extraordinario, pero sin perder jamás de vista el verosímil, ya sea noble, ya sea popular, según hemos dicho en otra parte192, y así logrará el hacerles creíbles y verosímiles todos aquellos hermosos milagros193 de sus ficciones, observando aquel precepto de Aristóteles, que dice consistir esto en saber fingir con arte194, como hizo Homero sirviéndose del paralogismo. Los hombres, engañados de un paralogismo, o falsa ilación, creen de ordinario que si de dos cosas que se siguen una después de otra es verdadera la segunda, lo es también la primera, lo cual, aunque sea falso, no por eso deja de hacer creíble aún lo más extraordinario. Dice, por ejemplo, Virgilio que Eneas bajó al infierno, y que allí vio varias cosas muy extraordinarias, el Cancerbero, que guardaba la entrada, el río Aqueronte, el anciano barquero Carón, que pasaba las almas de una orilla a otra, los jueces Eaco, Minos y Radamanto, y el delicioso vergel llamado Elisio, lugar destinado para las almas de los buenos; y como todas estas cosas que vio Eneas eran conformes a las opiniones del vulgo gentil, que las tenía por verdaderas y por puntos de religión, creía también ser verdad que Eneas bajó al infierno, mayormente habiendo Virgilio hecho más creíble el caso con otros paralogismos. Esta es, a mi ver, la mente de Aristóteles en el citado lugar, que me parece claro, y sin las dificultades que con poca razón le halla Benio195.

Además de este artificio hay otra razón por la cual en la epopeya lo extraordinario y lo admirable tiene visos de verosímil y puede más fácilmente ser creíble; y es, según enseña Aristóteles196, que como la epopeya es una narración, y lo que se narra no se ve ejecutar, como en la tragedia o comedia, tiene, por decirlo así, más ensanches la verosimilitud y menos reparos lo inverosímil. Demás de que es muy frecuente y muy natural que los que cuentan algún suceso extraño y raro, le añadan siempre algo y le abulten, como para dar más admiración y más gusto.

Ha de ser también la fábula épica entera, debiendo tener principio, medio y fin, todo lo cual queda ya difusamente explicado en otro lugar197.

Aristóteles no determina precisamente la grandeza material de la fábula épica, pero dice lo bastante para que el prudente poeta sepa arreglar la grandeza de su fábula épica; porque ha de ser, dice198, tal que se pueda fácilmente comprender y tomar de memoria su principio y su fin y todo su principal contexto, el cual sin duda ha de ser mayor que el de una tragedia. Y aunque en otra parte dijo también lo mismo de la grandeza de la fábula trágica, con que parece que en esto las hacía iguales, no obstante es claro lo contrario, si se advierte que el contexto de la fábula trágica o comedia, para poderse comprender bien y tomar de memoria, ha de ser mucho más reducido que el de la épica, porque la representación dramática es continuada y no da lugar a meditar ni a recorrer lo representado, y, al contrario, en la narración épica, como solamente es hecha para ser leída, puede pararse el lector y hacer todas las reflexiones que quisiere, y recorrer en su memoria lo que ha leído, y aún volverlo a leer. Por esta razón la fábula épica, aun siendo mucho mayor que la trágica, puede comprenderse más fácilmente y aprenderse de memoria todo su contexto. Bien es verdad que éste no ha de exceder tanto que confunda la memoria de los lectores, defecto que algunos notan en la Jerusalén de Lope de Vega y en el Orlando furioso de Ariosto, tanto por la multiplicidad de las acciones, como por lo dilatado de ellas y de sus episodios.

La unidad de acción es otro principal requisito de la fábula épica, del cual, aunque ya hemos discurrido lo bastante hablando de la fábula trágica, diremos aquí brevemente lo más esencial y lo que fuere más propio de este lugar. Para que la acción sea una no basta que el héroe de la fábula sea uno, porque de un mismo hombre puede haber muchas acciones diversas e inconexas; por lo cual se vienen a excluir de la epopeya muchos poemas, como, por ejemplo, la Aquileida de Estacio, que contiene muchas o todas las acciones de Aquiles. Tampoco basta que el tiempo de la fábula sea uno, porque en un mismo tiempo pueden suceder, y suceden, muchas acciones distintas, cuya narración es propia de anales e historias, y no de epopeyas199. De manera, que la perfecta unidad de la fábula consiste en que la acción sea una y el héroe principal del poema sea también uno; porque considerando el poema épico como un cuerpo de varios miembros, sería contra la justa proporción y buena simetría, y contra lo esencial de la belleza que reduce todas sus calidades a la unidad, si a este cuerpo se le dieran dos cabezas. Demás que fuera impracticable hallar una acción que tuviese perfecta unidad y conexión en todas sus partes, siendo los actores de ella muchos e igualmente principales. Digo igualmente principales, porque la perfecta unidad de héroe no excluye otros héroes o personas menos principales en la acción, entre los cuales debe siempre descollar y distinguirse el héroe principal, a lo menos en aquel genio y en aquellas virtudes y calidades que señaladamente le atribuye el poeta.

A esto mira aquella cuestión disputada entre los autores de poética, si el héroe épico ha de ser solitario, esto es, si ha de obrar solo y sin ayuda ni compañía de otros hombres; acerca de lo cual me parece más fundada en razón y en ejemplos la opinión negativa de Benio200, contra la afirmativa de Mazzonio, de Speroni, de Jasón de Noris y otros. Pues fuera contra toda verosimilitud que un hombre solo conquistase una ciudad bien defendida o derrotase un ejército; y aunque la epopeya, como hemos dicho con Aristóteles, busca lo extraordinario, lo raro y lo maravilloso, sin embargo el mismo Aristóteles previene en otra parte201 que no se diga en la epopeya cosa alguna absurda y desproporcionada. Y vemos en la práctica de los dos mejores nortes de la epopeya, Homero y Virgilio, a quienes podemos añadir Torcuato Tasso, que ni Aquiles fue solo contra los troyanos, ni Ulises se vengó solo de los amantes de Penélope, ni Eneas estableció solo su nuevo imperio en Italia, ni Godofredo conquistó solo a Jerusalén.

Finalmente la fábula épica, no menos que la trágica202puede ser simple o implexa, moral o patética, y admite también la agnición y peripecia, como se ve practicado en la Ulisea, donde Ulises es reconocido de su ama Euriclea por la cicatriz de una herida.




ArribaAbajoCapítulo V

De los episodios de la fábula épica


Cuanto a la naturaleza y origen, lo mismo son los episodios de la epopeya que los de la tragedia y comedia, de los cuales se ha hablado largamente en el capítulo VII del libro precedente, donde mis lectores podrán ver lo que yo por ventura aquí omitiré por no ser prolijo.

Los episodios épicos han de ser partes de la misma fábula y han de tener conexión con el asunto de ella. De lo contrario se origina el defecto de las fábulas episódicas, yerro propio de poetas imperitos, que, queriendo hermosear y abultar sus poemas, e ignorando el verdadero modo y arte de hacerlo, echaron mano de episodios inconexos y fuera de la fábula. Tal es, como nota el P. Le Bossu203, el episodio de Hipsypila en la Tebaida de Estacio, que aunque no tiene conexión alguna con la fábula de aquel poema, no obstante eso el poeta le acabó enteramente como si fuese el principal asunto. Acerca de lo cual debemos advertir, con el citado autor204, que los poemas, además de la solución del enredo, tienen la conclusión de la fábula, que en su idioma llama achèvement, la cual conclusión es el último pasaje de la agitación y turbación al reposo y tranquilidad. La solución tiene alguna extensión porque comprende todo lo que se sigue después del nudo o enredo de la fábula, pero la conclusión consiste en un instante en que la acción pasa de la turbulencia a la entera tranquilidad. De manera que en la epopeya puede haber muchos enredos y muchas soluciones, cuantos fueren los episodios o partes circunstanciadas de la fábula, pero no debe haber más de una conclusión, con la cual acabe la fábula y el poema.

Véanse los episodios de la Eneida, que aunque tienen principio, medio y fin, enredo y solución, ninguno tiene conclusión que deje en entera tranquilidad al héroe. El episodio de Dido no sólo no deja a Eneas sosegado y tranquilo, sino antes bien empeñado en nueva navegación por la conquista de Italia, donde le esperan más crueles guerras que las que hasta entonces había pasado; y lo mismo se puede notar en los demás episodios de la Eneida, y de otros poemas perfectos. Homero termina su Ilíada con las honras hechas al cadáver de Héctor, que es la conclusión de aquel poema, pues en esto hacer ver el poeta que la cólera de Aquiles estaba enteramente sosegada y que el ánimo de este héroe había ya pasado de la saña y cruel venganza, que antes le traían tan agitado, a una perfecta paz y tranquilidad, manifestándolo con no interrumpir ni estorbar, como se pudiera temer de su genio, las exequias de aquel esforzado troyano su competidor.

Los episodios épicos se diferencian de los de la tragedia y comedia en ser mayores y en mayor número. El poeta trágico o cómico no puede valerse de más partes de su fábula para extenderlas con sus circunstancias verosímiles, que es propiamente lo que se dice episodio, que de aquella sola que cabe en la representación que se ejecuta en el teatro por las personas de la fábula; pero el épico puede sacar del fondo de su fábula muchas más partes, las cuales, circunstanciadas y extendidas, formarán varios episodios que abultan más el poema y le hermosean con vistosa variedad205, conveniencia que le franquea el ser la epopeya una narración y, consiguientemente, no sujeta a tiempo tan limitado ni a otros miramientos que debe tener la representación dramática.




ArribaAbajoCapítulo VI

De las costumbres en general


El mayor esmero del poeta épico, después de la fábula, ha de ser en las costumbres, distribuyendo a cada una de las principales personas de su poema las que le competan, según su intento, designio o alegoría; debiendo mayormente, aún más que en la tragedia, esmerarse en la pintura y expresión de las costumbres, porque el poema épico mira más a los hábitos, así la tragedia a las pasiones; y como los hábitos se imprimen o se quitan poco a poco, con repetidos esfuerzos, y, al contrario las pasiones se excitan como de golpe con violencia repentina, es preciso que la epopeya obre en los ánimos poco a poco con insinuación y con ejemplos; mas la tragedia debe obrar ejecutiva y repentinamente con violentos afectos para moverlos en los oyentes. Esta es la razón por la cual debe el épico poner todo cuidado en la natural y viva expresión de las costumbres, para inspirar buenos hábitos o moderar y desarraigar los malos con la pintura de buenas o malas costumbres, que el artificio poético hará al igual provechosas, sirviendo las buenas de estímulo a la imitación, como las malas de escarmiento.

Deben tener las costumbres cuatro calidades, que son: bondad, conveniencia, semejanza e igualdad; pero habiendo ya en otra parte206 discurrido difusamente así de estas cuatro calidades, como de otras cosas pertenecientes a las costumbres, no juzgo conveniente repetir aquí lo mismo que ya se ha dicho. Solamente acerca de la bondad, en cuya inteligencia cabe alguna duda por la varia interpretación de los autore, diré otra vez que no debe entenderse de la bondad moral de las costumbres, sino de otra bondad, que podemos llamar poética, que consistirá en ser las costumbres bien pintadas y según el arte; y para estar bien pintadas deben arreglarse según el dibujo de la fábula, esto es, según el genio, el natural y las calidades que el poeta haya ideado y quiera atribuir a cada persona de las del poema, para que respondan perfectamente a la alegoría o instrucción que en ellas se figura y encierra. De suerte que, en este sentido, serían malas, por ejemplo, las costumbres de Mezencio, si el poeta, que al principio nos le figuró ateísta y tirano (contemptorque deum Mezentius), nos le hiciese ver después religioso y respetuoso con los dioses, y afable y benigno con los hombres; esta bondad moral de costumbres haría que las de Mezencio fuesen malas poéticamente, por ser contrarias a las reglas del arte, y mal imitadas. Asimismo no hubiera bondad poética en Eneas, si, habiendo querido el poeta dar en él la idea de un rey justo, prudente y moderado, le hubiese tal vez atribuido alguna de las tiranías e impiedades de Mezencio o alguno de los arrojos de Turno.

Además de las razones claras que prueban lo que hemos dicho acerca de la bondad de las costumbres, se confirma también esta opinión con la autoridad de Aristóteles, que a mi entender enseña lo mismo en varios lugares de su Poética. En una parte207 dice que se habrán dado costumbres a una persona, siempre que ésta, con palabras o con obras, manifieste su elección buena o mala; lo cual concuerda con el parecer de Horacio, que solamente encarga que se den costumbres a las personas de la fábula, notandi sunt tibi mores, prescindiendo de que sean buenas o malas; y en otra parte208 dice ser justa la censura, que se hace a los poetas, cuando introducen personas de malas costumbres sin necesidad, esto es, sin que les obligue a ello la alegoría de la fábula y la distribución de las costumbres que se ha de hacer entre las personas de ella; luego, siempre que haya necesidad y lo pida así la constitución de la fábula podrán introducirse personas de costumbres malas moralmente, que sin embargo serán buenas poéticamente, teniendo aquella bondad que hemos llamado poética, por ser conforme a las reglas del arte poético, la cual se sirve de las costumbres impías de un Mezencio, o de las crueles y bárbaras de un Aquiles, o de las engañosas y astutas de un Ulises, para levantar con justa proporción y simetría el edificio de su obra, y para lograr de este modo su intento, que es inspirar buenos hábitos y desarraigar los malos.

Todo lo que hemos dicho de las costumbres comprende generalmente a todas las personas del poema: ahora pasaremos a tratar especialmente del héroe, que es la persona más principal, que otros llaman fatal, y el primer papel de toda la fábula.




ArribaAbajoCapítulo VII

Del héroe


No será ajeno de este lugar ni de mi intento el indagar ante todas cosas la genuina y propia idea y significación de este nombre héroe, y cuál ha sido o debe ser su constitutivo. Y si damos crédito a las ingeniosas ideas y especulaciones del doctísimo Juan Bautista Vico, en el segundo libro de la célebre obra que escribió De los principios de una nueva ciencia, los primeros héroes fueron hombres bozales, groseros, crueles, fieros, orgullosos, obstinados y al mismo tiempo inconstantes, de cuyas costumbres se ven muchos bosquejos y copias en los héroes de Homero, y particularmente en Aquiles. Pero como las costumbres del género humano se fueron con el tiempo desbastando y puliendo, también los héroes que después se siguieron debieron de ser menos toscos y de mejores costumbres, y el nombre de héroe debió de aplicarse a una naturaleza más noble y de mejores circunstancias que antes. Por eso el gracioso Luciano, en uno de sus diálogos, dijo que el héroe era un compuesto de dios y de hombre, porque tal era, en aquellos tiempos, la opinión que de los héroes había concebido el vulgo; de suerte que casi todos los héroes de las fábulas poéticas, que fueron después de aquellos de costumbres groseras y bárbaras, descienden de algún dios o diosa. Hércules, por ejemplo, es hijo de Júpiter y de Alcmena, Aquiles de Peleo y de la diosa Tetis, Eneas de Anquises y de Venus, y así de los demás. En lo cual la teología poética, barruntando quizá por natural discurso el verdadero compuesto del hombre, de cuerpo y alma racional, escondía y encubría semejante verdad debajo de los acostumbrados velos de figuras e imágenes, pues decían los poetas, y creía el vulgo, que la mitad del héroe, es a saber, la que había participado de la inmortal naturaleza divina, subía al cielo inmortal e incorrupta, pero la otra mitad, que participaba del ser humano, moría y se corrompía en la tierra, opinión que el citado Luciano moteja con su acostumbrada mordacidad.

Al paso que se pulían y mejoraban más y más las costumbres y el trato de los hombres, era preciso que se mejorase también el heroicismo. Porque, como naturalmente el hombre sólo admira y venera lo que juzga superior a sí, y menosprecia lo que supone inferior, para que el héroe tuviese este privilegio, era necesario que descollase sobre los demás hombres en lo que éstos juzgaban virtud y mérito digno de admiración y superioridad. De suerte que en tiempo de Virgilio, en que los romanos tenían muy mejoradas sus costumbres, no hubieran sido aplaudidos los héroes de Homero, como de hecho no lo fueron, pues no faltó quien dijese que Homero hablaba muy mal de sus dioses y de sus héroes. Por eso Virgilio dio a su Eneas costumbres tan elevadas y tan del gusto de los romanos; y por esta misma razón los poetas cristianos, a mi entender, deben dar al héroe principal, sino es que le destinen al escarmiento y no a la imitación, una bondad de costumbres, no sólo poética, sino también moral, porque, no siendo así, fuera muy despreciable el héroe y no nos hiciera fuerza su ejemplo.

He observado que a tres calidades con más especialidad atendían los antiguos, para dar el título de héroe a alguno; estas calidades eran nobleza del origen y linaje, que fuese de alguno de los dioses o semidioses, la magnanimidad en obrar hazañas esclarecidas o en padecer y tolerar con constancia grandes trabajos, y, finalmente, la corpulencia, robustez, majestad y fuerza extraordinaria. Este compuesto de las tres calidades dichas es lo que admiraba más en Eneas la reina Dido, y con lo que pretendía, en el concepto de su hermana, dorar los yerros de una pasión a cuya violencia ya se confesaba rendido su recato209:


    Anna soror, guac me suspensam insomnia terrent?
Quis novus hic nostris successit sedibus hospes?
Quam sese ore ferens! Quain forti pectore et armis!
Credo equidem (nce vana fides), genus esse deorum.
Degeneres animos timor arguit. Heu quibus ille
Jactatus fatis! Quae bella exhausta canebat!



Pero entre todas, las más precisa calidad en todos los héroes era la de la fuerza y robustez de cuerpo, para ajobar cargas extraordinarias y manejar con ligereza armas de tal peso, y hacer tales pruebas de fuerza, que cuatro o seis hombres no las pudieran igualar, como se puede observar en Homero, en Virgilio y en los demás poetas antiguos y modernos, pues todos concordemente atribuyen esa calidad a los héroes de sus poemas. En la Ulisea nadie puede manejar ni doblar el arco de Ulises, si no es él mismo, por su extraordinario peso y dureza; en la Jerusalén de Tasso, mueve Rinaldo y juega con mucha facilidad un gran madero, rompiendo y derribando con él las puertas de una torre210:


   In disparte giacea (qual che si fosse
L'uso a cui si serbava) eccelsa trave:
Né così alte mai, né così grosse
Ver la gran porta il Cavalier la mosse
Con quella man cui nessun pondo è grave:
E recandosi lei di lancia in modo
Urtò d'incontro impetuoso e sodo.



Asimismo Ariosto en su Orlando, cant. 19, est. 81, atribuye a Marfisa, que como heroína participa también de las calidades de los héroes, extraña fuerza con que enristraba por lanza una gruesa entena que hubiera sido carga excesiva para cuatro hombres:


    Il destrier, ch'avea andar dritto e soave
Portò all'incontro la donzella in fretta,
Che nel corso arrestò lancia sì grave
Che quattro uomini havrian a pena retta:
L'havea pur dianzi al dismontar di nave
Per la più salda in molte antenne eletta:
Il fier sembiante con ch'ella si mosse
Mille faccie imbiancò, mille cor scosse.



Además de la fuerza, es inseparable calidad del héroe épico el valor, que debe manifestarse por sus hazañas en el mismo poema; lo cual hace que todos los asuntos de las epopeyas, por lo menos de las más perfectas, sean de guerra, y que todos sus héroes principales sean guerreros y militares. Tal ha sido siempre la práctica de los poetas épicos, y el ir contra ella sería una novedad que lograría, a mi ver, poco aplauso.

Estas calidades, que son generales, proporcionadas y templadas con la mezcla de otras calidades malas o buenas, distinguen y diferencian cada héroe y cada persona, y forman lo que italianos y franceses llaman carácter, del cual término ha sido preciso valerme, porque los que nosotros tenemos de genio, inclinaciones, costumbres, natural, etc., no expresan tan adecuadamente ni con tanta propiedad lo que éste. Es, pues, el carácter lo que es propio con especialidad de una persona y no de otra. Así el ser valiente con prudencia, constante con magnanimidad, obediente a los preceptos de los dioses, observante de las ceremonias de su religión, afable y benigno en extremo, es el carácter de Eneas, porque esto es lo propio señaladamente de este héroe, según nos le pinta el poeta. De manera que, así como la delineación de las partes que hermosean un rostro trasladada s a otro le afearían, porque son solamente propias de aquél y dibujadas a su proporción y medida, asimismo lo que en un carácter cae bien, en otro sería desproporcionado. Eneas y Aquiles son dotados de valor heroico, pero el valor heroico de Aquiles no es lo mismo que el valor heroico de Eneas, porque aquél está mezclado con mucho arrojo, ardimiento y cólera, y éste con mucha prudencia, dulzura y afabilidad. Comprende, pues, el carácter de un héroe, o de cualquiera otra persona determinada, todo aquello que la misma tiene de diferente en las costumbres respecto de otras personas, ya consista esta diferencia en tener diversas calidades buenas o malas, ya en tenerlas en diverso grado perfectas o imperfectas, con exceso o con defecto, y con diferente medida y mixtura.

Dos cosas debe observar el poeta en el carácter del héroe, según enseña con mucho fundamento el P. Le Bossu211: la primera, es el dar también unidad al carácter del héroe; la segunda, es formarle con juicio. Cuanto a lo primero, además de ser conforme a lo que hemos dicho de la belleza, que la variedad de las calidades que componen el carácter del héroe se reduzca a unidad; es también conforme a toda razón y verisimilitud que el héroe se manifieste siempre el mismo en todas las ocasiones y se reconozca que es siempre él el que obra y no otra persona; por lo cual se ve cuán errada es la opinión de algunos que piensan que el héroe épico ha de tener todas las buenas cualidades en sumo grado perfectas que se hallan o imaginan en todos los demás héroes, de suerte que en un mismo héroe se aúne el carácter de Aquiles, el de Ulises, el de Eneas, el de Néstor, etc. Porque dejando aparte el ser eso contra razón y verosimilitud, pues no se hallará en toda la naturaleza un hombre semejante, cuyo carácter más parecería idea quimérica que imitación, fuera de esto, se harían guerra unas a otras las calidades encontradas, y la cólera y furor de Aquiles no podrían avenirse con la bondad y afabilidad de Eneas, ni la generosidad de este héroe con los engaños y astucias de Ulises, ni lo flemático del viejo Néstor con el ímpetu juvenil de Turno, etc.; y de ahí resultaría, en un mismo poema, no ser uno el héroe, ni el mismo, aunque conservase siempre el mismo nombre, por ejemplo, de Eneas; porque Eneas, cuando obrase como Aquiles, no sería en realidad Eneas sino Aquiles, y cuando obrase como Ulises, sería Ulises cuanto al carácter, que es lo que distingue las personas, y no el solo nombre.

Por lo que toca al juicio y miramiento con que debe el poeta formar el carácter del héroe, y aún de las demás personas, es cosa que pende enteramente del juicio, prudencia y verdadera sabiduría del mismo poeta, el cual, para acertar en eso, debe saber con fundamento la filosofía moral, que es la mejor sabiduría, y, como dice Horacio212, el principio y la fuente del escribir con acierto; y debe conocer perfectamente los precisos confines de los vicios y de las virtudes, y saber lo que cada hábito bueno o malo puede subir o bajar sin confundirse ni mezclarse con otro que tenga con él alguna relación o semejanza. De ignorar esto puede resultar que el poeta forme el carácter sin unidad, sin verosimilitud, y, lo que es peor, con mucho daño de las costumbres. Porque ignorando el poeta los cotos y los límites de cada virtud y de cada vicio, y sus varias relaciones y propiedades, y lo que cada uno de ellos tiene de bueno o de malo, caerá fácilmente en el error de formar un héroe quimérico, cuyo carácter, compuesto de otros muchos caracteres viciosos o virtuosos, será vario y desigual, con que se viene a destruir la unidad de carácter en el héroe; y, además de faltarle la unidad, le faltará también la verosimilitud, porque, como ya hemos dicho, es del todo inverosímil que en un mismo sujeto se junten calidades e inclinaciones totalmente opuestas, como el furor y la crueldad de Aquiles, y la apacibilidad y mansedumbre de Eneas, el genio pronto y fogoso de un joven como Turno, y el frío y apagado de un viejo como Néstor.

Pero, además de esto, podrá dañar a las costumbres de sus lectores con el mal ejemplo; acerca de lo cual debemos advertir, con el P. Le Bossu213, que no es lo mismo el mal ejemplo que el ejemplo de una acción mala, o de una persona mala. Ya hemos dicho varias veces que el poeta tiene la libertad de pintar hombres buenos y malos, y de imitar acciones virtuosas y viciosas; pero, esto no quiere decir que puede dar mal ejemplo con su imitación, porque muy bien puede pintar una acción mala y no dar mal ejemplo, sino antes bueno, como sepa pintarla según las reglas del arte, de manera que sirva de escarmiento y no de escándalo. Si el poeta, sea épico o cómico, introduce y pinta un hombre de malas costumbres pero con tal artificio y con tales colores, y con pinceladas tan diestras, que se conozca y juzgue desde luego que aquel hombre es malo y que a ninguno puedan parecer hermosos sus vicios, y antes bien infunda a todos aborrecimiento, y ponga freno y temor al castigo y escarmiento con que el poeta hace terminar la acción mala de aquel hombre, en tal caso, claro está, que la introducción de una persona mala y la imitación de una acción mala no será mal ejemplo, sino bueno. Mas si por el contrario, el poeta inadvertido, habiendo primero dado a una persona un carácter virtuoso y amable, la hace después cometer alguna acción mala, y particularmente sin que de ella se le siga castigo alguno, entonces es cierto que la acción será de mal ejemplo. Si Virgilio, después de habernos pintado a Eneas tan justo, prudente y piadoso, hubiese fingido que este héroe troyano, no haciendo caso de las órdenes de Júpiter, y olvidado de su primera obligación, se quedaba en Cartago a gozar en el regazo de Dido los regalos y deleites de una vida muelle y afeminada, hubiera dado a sus lectores muy mal ejemplo, porque la acción de un varón tan grande tendría mucha autoridad y podría mover muchos a su imitación. Pero Virgilio era muy maestro para caer en yerro semejante; y si pintó un Mezencio de costumbres impías y crueles, dio ejemplo de mala acción y de malas costumbres, pero no propuso acción de mal ejemplo; porque nadie habrá tan ajeno de razón que, para autorizar sus acciones, se valga del ejemplo de un ateísta y de un tirano, y el verle desposeído de su reino por sus crueldades y muerto infelizmente a manos de Eneas, es bastante escarmiento para que ninguno le imite y para que, antes bien, todos aborrezcan sus vicios y detesten sus acciones.

De todo lo dicho podemos concluir, con el citado P. Le Bossu214, que el carácter, así del héroe como de las demás personas, no es ésta o la otra virtud o calidad determinada, sino un compuesto de muchas virtudes y calidades mezcladas en un mismo sujeto en diverso grado e intención, según lo pide la fábula y el designio del poeta, y con aquellos adornos y belleza de que es capaz ese compuesto, sin faltar a las reglas.

Hemos dicho en diverso grado, porque si todas las calidades que entran en este compuesto tuvieran igual grado de actividad, se caería en el error, ya condenado, de hacer el carácter del héroe inconstante y vario, contra la unidad y las demás reglas de las costumbres. Debe, pues, en estas calidades que forman el carácter, haber una que sobresalga a todas y que reine en todas las acciones del héroe, y sea como el alma de todas ellas. Así en Aquiles, esta primera calidad es la cólera, en Ulises la disimulación, en Eneas la bondad; y a cada una de estas calidades se les puede dar, por excelencia, el nombre de carácter, porque es la que propiamente distingue y diferencia aquella persona de las demás.

No quiero dejar de prevenir una duda que puede ocurrir acerca del héroe, y es: si debe quedar en la epopeya feliz o infeliz. Cuanto a esto no han determinado nada Aristóteles, ni Horacio, ni otros maestros de poética. Y parece que en rigor pudiera también la epopeya acabar, como la tragedia, con fin infeliz; pero la práctica común de todos los épicos ha hecho quedar siempre feliz al héroe; y no es sin motivo esta práctica, pues, como dice el P. Le Bossu215, sería de poco gusto para los lectores, si una acción larga, como es la épica, después de muchos trabajos y fatigas de que suele estar lleno el poema épico, parase en un fin funesto y desgraciado. Fuera de que, si en el héroe propusiera el poeta un ejemplo de perfección, su fin infeliz sería muy contrario al designio del poeta y al aprovechamiento de los lectores.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De las demás personas del poema


Cuanto a las costumbres y al carácter de las demás personas del poema, debe el poeta hacer lo que un pintor en un cuadro de muchas figuras: la principal figura debe llevarse el mayor cuidado de su pincel y mostrarse toda entera, cuanto permita la perspectiva y el arte; de las demás figuras, unas se muestran también enteras y se conoce, por sus actitudes, la parte que tienen en aquel lienzo, otras descubren sólo un lado, otras una pequeña parte del cuerpo; algunas se ven que están solamente para hacer número; de otras, como pintadas a lo lejos, no se divisan más que los bultos, sin distinción de miembros ni de colores, que se confunden con los del aire. Asimismo en el poema épico el héroe, que es la persona principal, se lleva la primera atención del poeta, que nos pinta todo entero su carácter y sus costumbres; síguense después las demás personas que tienen mayor papel en el poema, cuyas costumbres y carácter deben también mostrarse, aunque no tan por entero, como el héroe; otras, que tienen poco o ningún papel, apenas descubren algo de sus costumbres; algunas sólo sirven para hacer número, y el poeta no hace más que nombrarlas, dejando sus costumbres y su genio en obscuridad y olvido.

Véase cómo en la Eneida el carácter y la pintura de Eneas ocuparon todo el esmero del poeta, que por todo el poema nos le deja ver claro y entero. Dido y Turno son, después de Eneas, dos personas muy principales en la acción de la fábula, y de entrambas se ven también con bastante distinción las costumbres y el genio. En Dido, juntamente con las astucias y artes políticas, engaños y disimulaciones, que eran entonces las costumbres y el natural de los cartagineses, cuyo carácter figura el poeta en esta reina, como en Eneas el de los romanos, domina una violenta pasión de amor hacia el héroe troyano. La misma pasión hacia Lavinia mueve el espíritu de Turno, joven lleno de ardimiento, muy ufano y vanaglorioso, cuyo carácter es muy semejante al de Aquiles, como él mismo lo da a entender, cuando dice a Pándaro, al tiempo de darle muerte:


Hic etiam inventum Priamo narrabis Achillem.



Otras personas manifiestan en parte su genio: Amata, madre de Lavinia, se muestra obstinada e inflexible en no querer casar su hija con un extranjero; el rey Latino, como viejo y sin hijos varones, tiene poca autoridad en su reino y desea la paz, anteviendo los daños y las contingencias de la guerra; Euríalo y Niso ostentan una rara amistad; de otros sólo se sabe el nombre, como de Lavinia, de Mnesteo, Sergesto, Cloanto, etc., habiendo el poeta pintado, como a lo lejos, estas personas, sin que se pueda discernir su genio particular.

Debe, pues, el poeta observar en esto las reglas ya generales ya particulares de las costumbres, y todo lo demás que hemos dicho de las pinturas poéticas y del carácter, hermoseando con variedad su poema y ajustando esa misma variedad a la fábula y a su designio.