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La rosa de Valdáliga

M. D. de Quijano

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

I

A orillas de un manso riachuelo que cruza uno de los pintorescos valles de la antigua merindad de Asturias de Santillana, había en el siglo XVI una pequeña casa que, si bien harto humilde para la opulencia de un señor solariego, era en cambio mucho más aseada y linda que las que de ordinario por aquellos parajes se encontraban. Con el esmero que se advertía en su interior, guardaba una armonía admirable la tranquilidad del hogar; y citábase en todo el valle como modelo del sencillo pero hermoso albergue en que un anciano contemplaba, lleno de la más dulce fruición, los encantos de su inocente hija.

Huían del horizonte los rayos del sol en una deliciosa tarde de septiembre, tal vez enojados de la indiferencia con que miraban el astro del día unas graciosas jóvenes que, entretenidas agradablemente a la puerta de aquella modesta mansión, no reparaban cómo las horas iban corriendo para vestirse las galas del crepúsculo.

Fácil era adivinar, al ver a las niñas combinar cintas con flores, que tratábase de alguna fiesta, no lejana, que les absorbía por completo el alma; y hasta se podía descubrir que la reina de esa fiesta había de ser la bellísima ninfa de aquella morada, a juzgar por las consideraciones que le tributaban sus amigas. Por último, entrando en el secreto de las alegres pláticas en que se entretenían, se halla el motivo de la agradable animación del gracioso cuadro. 

María, la rosa del valle, la niña más deliciosa de aquellas montañas, el encanto de los campesinos que en ella veían reflejada la perfección de la naturaleza la candorosa doncella en cuya hermosura y virtud cifraban todas sus ilusiones aquellos inocentes aldeanos, María el consuelo de su anciano padre,  iba a casarse con el mozo más garrido de la comarca, con el mancebo más gallardo que en aquellos montes perseguía fieras; y la algazara que en su casa se notaba era el rayo de alegría que brilla siempre en los preparativos de una boda feliz. 

Todo anunciaba una completa ventura; todo sonreía en el valle para el porvenir de los dos afortunados amantes. —31—

La niña enamorada se había conquistado las simpatías de la campiña entera, por eso sus amigas presentían sin envidia la felicidad de la sublime rosa del valle; por eso había alcanzado este dulce nombre que pregonaba sus encantos; por eso formaba las delicias de su padre que la contemplaba como el bálsamo de sus penas, como el consuelo de su vida.

Y si María era el modelo de las doncellas del valle, Mendo era querido de todos los mancebos de la comarca, y ejercía sobre ellos tal influencia, que su voluntad los movía, cual si fuera un resorte mágico. 

No en vano se anunciaba aquella boda como un acontecimiento dichoso, que había de formar época en la campiña; no en vano las amigas de María se preparaban a lucir sus galas de cintas y flores sin ocuparse del sol que, celoso del afortunado Mendo, abandonaba el valle a toda prisa. 

Desde un rincón de la casa contemplaba aquel cuadro el padre de María, no alegre, sino triste, con la cabeza hundida en el pecho, como si algún hondo pesar le desgarrara el alma. Que alguna lucha tenaz sostenía en su espíritu, fácil era verlo fijándose en el semblante del anciano, y que la lucha debía de ser muy grave se adivinaba también por la tristeza que a grandes ratos le agobiaba. 

El que en antecedentes no estuviese, podía figurarse que aquella boda desagradaba al padre de María; y, sin embargo este, que amaba a su hija con todo el delirio paternal, creía firmemente que solo Mendo era digno de su adorable hija, que solo él podía hacerla feliz y que solo aquel enlace que iba a unir tres seres en aquel mismo albergue, podía atraer las bendiciones del cielo y del anciano. ¿Cuál era entonces la causa de su tristeza? Sin duda algún motivo oculto y muy grave debía producirla.

Lo cierto es que cuando, al compás de populares cantos, fuese acercando Mendo con sus amigos, que a saludar a la reina del valle venían, la tristeza del viejo fue mayor, la lucha más terrible. En triunfo llegaban los recién venidos porque la suerte les había proporcionado rica pompa en la cacería, y todos rivalizaban en ser con María obsequiosos, sin envidia de sus compañeras, que no eran las últimas en adornar el trono de la fiesta, en que había de sentarse la encantadora rosa del valle. Sólo el anciano dejaba de mezclarse en aquellos alegres preparativos. Cuando, por acercarse la noche, despedíanse todos de María, asomóse a la puerta su dolorido padre, y después de saludarlos, dijo con voz algo balbuciente.

-Quédate, Mendo, que tengo que hablarte.

No lejos de la casa de María y siguiendo la misma dirección del riachuelo estaba el palacio del señor del valle y descendiente de Guevara que había sucedido a los Pérez Ayala y a los Gutiérrez de Ceballos —32— No le faltaba un título de conde para tratar de ejercer con más solemnidad los derechos señoriales sobre los siete lugares que componían el valle de Valdáliga; y tales eran los medios que empleaba para que le rindiesen vasallaje, que en más de una ocasión llegó a ponerse en tela de duda la legitimidad de sus títulos, por más que algunos aseguraban que sus ascendientes habían adquirido por juro de heredad la justicia y jurisdicción alta y baja del valle, sus rentas, pechos1 y derechos.

Lo cierto era que el conde había destruido las haciendas con sus vejaciones, reduciendo, por estas, a unos doscientos vecinos el número de ochocientos que poblaban antes aquellos lugares; por lo cual alguna vez trataron de reunirse los escuderos, fijos dalgo2, hombres buenos, concejos, regidores, procuradores generales y demás moradores del valle, para solicitar la reversión de este a la corona, considerándole como patrimonio realengo3 a pesar de los títulos alegados por los Guevaras.

Pero no faltaban pecheros pusilánimes que, declarándose vasallos del conde, le pagaban la martiniega4 y otros tributos, con lo cual crecía el orgullo de éste. Contábase entre ellos el padre de María que, siendo del conde las tierras y molino que llevaba en arrendamiento, le respetaba como verdadero señor y creía en sus derechos señoriales como en artículo de fe.

Verdad es que dejaba de tener para ella algún motivo, porque tal vez como excepción de su carácter, lejos de oprimirle el conde, hacíale de continuo tan señalados y finos favores, que le había embargado por completo la voluntad y el ánimo.

II

Ganoso de la estima de su señor, el anciano no había podido figurarse que aquellas muestras de afecto encerraran algún veneno. Habíase, sí, fijado algunas veces en que miraba a María con menos recato del que al pudor de esta conviniera; lo cual había hecho que, al devorar Mendo en su alma el principio de unos rabiosos celos, sintiera nacer hacia el magnate un odio que le traía más que un tanto desazonado. Pero el viejo no se atrevía a dar ensanche a sus sospechas, creyendo ofender con ellos la honradez del conde, a quien llamaba cristiano rancio5, temeroso de Dios.

Sin embargo, llegó un día en que cayó la venda que no dejaba ver claro al padre de María; ese día fue el mismo en que le hemos visto taciturno y triste, mientras su hija preparaba con sus compañeras las fiestas de la boda.

Habíale llamado el conde hacía pocas horas, exigiéndole que al día siguiente por la tarde le llevase a su hija María. Grande fue la angustia del padre al oír la exigencia de su señor; no teniendo valor para desobedecerle, sintió en su espíritu todo el tormento que le producía la idea de entregar aquella inocente criatura a los deseos de aquel pequeño tirano. Entonces empezó a creer, para su mayor desesperación, en ciertas historias, relativas a los amoríos del conde, y hasta llegó a figurarse si estaría en la mente de aquel bárbaro señor llevarse para siempre a su María.

Traíanle estos pensamientos atormentado en aquella tarde víspera a —33— la del día funesto que él espera como el de su agonía, cuando mandó Mendo que se quedara, porque tenía que hablarle.

Hízolo así Mendo que respetaba al anciano tanto como adoraba a la hija; y cuando ambos se vieron solos, seguro el viejo de que su María no los escuchaba, comenzó a hablar con tal angustia al mancebo, que este comprendió que algún mal le amenazaba.

-Algunas veces, Mendo, te he oído decir que el conde no tiene títulos para llamarse señor del valle.

-Así es la verdad -dijo Mendo-, y no porque yo lo entienda, sino porque se lo he oído al licenciado y al capitán, que juran y rejuran que, si el valle pusiera pleito al conde habían de dejarle mal parado.

-Y ¿esos pergaminos que dicen que tiene con sellos de plomo pendientes de hilos de seda de colores...?

-Tal vez sean falsos; y además no sabemos lo que serán. Lo que puedo aseguraros, porque se lo he oído al licenciado, es que ha habido un rey que hizo tantas mercedes, que al fin hubo necesidad de anularlas todas. Conque supongamos que esos pergaminos vienen de ese rey.

-¿Y si vienen de otro...? Lo cierto es que tanto este conde como sus antecesores han hecho creer que tienen el señorío, jurisdicción y señal de reconocimiento.

-No todos.

-Y cada vecino pechero paga diez y siete maravedíes de servicio y pecho ordinario cada año, y dos de martiniega, y además infurciones, naturalezas solariegas y otros tributos. ¡Ay, Mendo! No me atrevo a desobedecerle.

-¿Desobedecerle habéis dicho? ¿En qué? Hablad por Dios; esas preguntas significan algo.

-No me culpes, Mendo; soy muy desgraciado. Hoy me llamó el conde para decirme que mañana por la tarde espera a María en su palacio.

-¡Que espera a María! ¡Dios mío!, y ¿no sabes lo que esto significa? ¿No os lo dice el corazón?

-Por eso es mi angustia tan grande; pero..., ¿y el deber de vasallo, Mendo?

-¿Qué importa el deber de vasallo ante la conciencia, ante la dignidad de padre? Y, además, ¿dónde consta ese deber?

-En sus derechos señoriales. Temo las iras del conde porque pueden hacer mi desgracia y la de mi María.

-¿Qué mayor desgracia que esa? ¿No sentís repugnancia solo al pensarlo? ¿No os desgarra el alma al ver que vais a ser el verdugo de la virtud de vuestra hija?, o ¿tendréis también a gala como otros vasallos ese bárbaro honor? —34—

-Calla, ¡por Dios! Mendo. ¿No ves mi aflicción?

-Y ¿vos no veis el amor que tengo a María?, ¿queréis que yo sufra la tiranía del conde?, ¿habéis pensado bien esto?

-Lo que he pensado, hijo mío.

-Entonces no hay nada que pueda dificultar vuestra indecisión, suceda lo que suceda, María no irá al palacio del conde.

-¡Mendo!...

-Pues bien: que vaya. No faltará quien vele por María.

Y Mendo salió de aquella casa dejando al anciano sumido en la más honda desesperación.

III

Cruel fue la noche que pasó el padre de María víctima del insomnio y luchando con las ideas más tristes. No fue bastante para alegrarle la sonrisa del alba, que después de eternas horas de agonía para el pobre anciano, entraba por el valle despertando a los pajarillos que la saludaban con sus dulces cántigas. Amargo contraste hacía la tristeza del viejo con la animación que irradiaba el semblante de María. Pensando estaba en su Mendo, cuando se le acercó el padre que trataba de dominar, a costa de un tremendo sacrificio, la pesadilla que le agobiaba para que no se reflejase en su rostro.

-Hija mía -le dijo-, el señor conde quiere hacerte un regalo de boda y desea que vayas a buscarle esta tarde a su palacio.

María, mujer al fin y al cabo, no pudo ocultar el contento que tal noticia le daba, y desde entonces sólo pensó en lo que aumentaría sus gracias el regalo, que sin duda, debía ser magnífico, cuando venía de las manos del señor del valle. Deseaba que llegase Mendo para comunicarle su alegría; pero Mendo con gran extrañeza suya, no apareció en toda la mañana por su casa.

A medida que iba acercándose la hora funesta, menos podía el anciano con el peso de la situación. Encerróse en su cuarto para entregarse de nuevo a la batalla que venía sosteniendo en su espíritu, y tal vez algo dispuesto a desobedecer al conde, aunque tuviera que abandonar el valle; y entre tanto María que llena de curiosidad estaba impaciente por el regalo se entretenía en coger algunas flores que nacían cerca del riachuelo. Así distraída, fuese alejando algo de la casa cuando se presentó a su vista un paje del conde, que cogiéndola de la mano, le dijo:

-María, el señor del valle te espera en su palacio.

-Ya lo sé -respondió María pensando en el regalo-; pero aún no ha bajado mi padre.

-Tu padre ya lo sabe y no tiene necesidad de venir.

Y sin más explicaciones, el paje arrastró a María que volvió varias veces la cabeza para ver si su padre la seguía; más como nada recelaba del conde, y, como por el contrario, obedecía inocentemente al consuelo —35— del regalo, dejóse llevar del paje, que en lo de prisa que andaba hacía comprender que apreciaba el valor de los minutos.

Sin duda tendría órdenes especiales de su señor que probablemente desconfiaría de que el padre le llevara aquella rosa a su palacio.

Sumido el pobre anciano en sus dolorosas reflexiones tuvo al fin un momento de resolución y salió llamando a su hija con el propósito de dejar aquella tarde misma el valle, antes de acceder la exigencia del conde; pero María no contestaba a ninguna de sus voces. Asomóse a la ventana y vióla corriendo con un paje del señor en dirección al palacio.

Bajó en seguida bañado de un sudor frío; quiso gritar y la voz se le ahogaba en la garganta; quiso correr y las piernas le flaqueaban. Solo a fuerza de trabajo pudo lograr aproximarse al palacio en el momento mismo en que se cerraba la puerta por donde entraba su hija. Su espíritu comenzó entonces a vagar por un mundo de confusión y tinieblas y como si una montaña se derrumbara sobre sus hombres se sintió de pronto agobiado por un peso insoportable que le arrancaba la respiración.

Todo se anubló a su vista y a sus pies se abría un abismo.

Quedó inmóvil como víctima de una parálisis. Llamas de fuego cruzaban por sus ojos y le abrasaban la cabeza.

Con el pecho comprimido, la respiración angustiosa, las manos convulsas, el pobre viejo, desencajado cual si fuera el espectro de la muerte, parecía agotar todo el cáliz de la amargura toda la hiel de la desesperación.

Triste, no triste sino moribundo, con el alma destrozada, intentó dar algunos pasos, dirigió una mirada al cielo y otra a la tierra y en seguida como si no pudiera con su desgracia, como si el supremo esfuerzo que acababa de hacer le hubiera arrancado la vida, cayó sin sentido al pie de un árbol cuyas ramas velaron su desmayo.

IV

El conde mandó a María que le siguiese, y ambos bajaron por una escalera que daba entrada a un jardín en cuyo extremo se descubría un pabellón lujoso, en que el señor del valle había reunido cuanto pudiera fascinar los sentidos.

Al pasar por un frondoso bosque de naranjos, cuya sombra era tan fresca como dorado el fruto que de sus ramas pendía, el conde, no pudiendo contenerse por más tiempo, intentó poner sus labios en las castas mejillas de María, hasta entonces absorta a vista de tantas preciosidades de la naturaleza y del arte.

La rosa del valle no desmintió su nombre al sentir el rubor en sus mejillas y trató de separarse del conde; pero este la tenía muy sujeta entre las ardientes garras del deceso y no pensaba en abandonar su presa al principio de la conquista.

María, al notar los ademanes del conde, empezó a comprender que aquellos halagos eran muy sospechosos y que encerraban una repugnante perfidia. No pensó más en el regalo; pensó en Dios, en su padre y en su amante, y en el fondo de su alma formó una resolución heroica.

No había dado el conde un paso más, cuando a su espalda se oyeron otros precipitados que le hicieron volver la cabeza.

-¿Quién se acerca? -preguntó amostazado al ver que tan descaradamente le interrumpía en aquellos sitios, y dispuesto a hacer pagar muy cara aquella osadía.

-Señor, soy yo -dijo un criado, acercándose humildemente.

-Y ¿qué ocurre cuando así te atreves a seguirme en el jardín? —36—

-Señor, acaba de llegar un desconocido y pide con urgencia una corta entrevista con vos; como sé que estáis esperando noticias de la corte, por si acaso las trae ese mensajero y pueden interesaros, me he decidido a ponerlo en vuestro conocimiento.

Si al conde no le hubiera cegado la pasión, como de ordinario ciega a cuantos de ella se dejan arrastrar, habría visto algo de siniestro en la mirada del criado; pero no estaba en aquel momento en disposición de apreciar la fisonomía de nadie. Así es que oyó con disgusto la relación de su sirviente, y solo cuando se le empezaron a disipar los vapores se acordó de que en efecto esperaba noticias de la corte. Entonces se decidió a recibir al mensajero. Acompañó a María hasta el pabellón, mandando que le aguardara, y volvió al palacio con tanta prisa como impaciencia.

María, al entrar en el pabellón comenzó a temblar; ya no le podía quedar duda alguna de los pérfidos designios del conde. Su única idea fue salir de aquel sitio a pesar del mandato del señor y aunque atrajera todas las iras de este sobre su familia. Corría temblorosa e indecisa por el jardín cuando observó que desde una puerta hacían señas con insistencia.

Acercóse instintivamente y vio al mismo criado que había hablado antes con el conde.

-Seguidme, por Dios, María -dijo a esta, y María que deseaba a todo trance salir de aquel palacio, siguióle sin pararse a reflexionar las consecuencias de su determinación.

Al dejar la posesión del señor del valle tropezaron con un hombre que al pie de un árbol parecía la estatua del dolor. Ocultaba entre sus descarnadas manos su rostro bañado en lágrimas y salían de su quebrantado pecho tan tristes suspiros que conmovían el alma de quien los escuchaba. María reconoció a su anciano padre y estrechóle cariñosamente entre sus brazos.

Él era, sin duda, que después de haber vuelto de su desmayo,  ni sintió valor para mirar aquel palacio maldito, ni tenía fuerzas para tornar solo a aquel honrado albergue, en que tanto había gozado con las puras caricias de su inocente hija.

Cuando esta le besó en la frente, un fenómeno extraño se verificó en su espíritu; la idea de que su María se presenta quizá a su vista con la pureza perdida le desgarró —37— el alma y se sintió por un momento indigno de llamarse padre.

Pero no había tiempo que perder en dudas e indecisiones. Así lo hizo comprender el criado del conde, que ayudando a levantar al padre de María, le aconsejó que hiciera un esfuerzo para que llegaran cuanto antes a su morada. Una sospecha terrible cruzó entonces por la mente del anciano que, como si presagiara que alguna tormenta los perseguía, sacó del ánimo toda la fuerza que pudo, y apoyado en el brazo de su hija, corrió jadeando en dirección a su humilde choza.

Detrás de ellos, con el semblante descompuesto, los ojos airados, los labios lívidos y las manos tintas en sangre, volaba Mendo, el amante de María, gritando:

-¡Corred, corred!

El anciano confirmó sus sospechas, y María comprendió que algún peligro los amenazaba a todos.

Mendo tocó el cuerno de caza y de todas partes empezaron a bajar mancebos.

La ansiedad del viejo era cada vez mayor, y como si su misma curiosidad le quemara los labios no se atrevió a preguntar nada a Mendo.

V

Desde que este tuvo la entrevista con el padre de María, sintió agitarse en sus venas todo el orgullo y toda la altivez del hijo de las montañas que aborrece de muerte esos tiránicos yugos que los señores de la época solían adornar con bárbaros abusos.

Era ya demasiado tarde para poner en ejecución proyecto alguno, pero Mendo no era hombre a quien pudiesen atemorizar los obstáculos. Llamó a sus principales amigos del valle y pasaron aquella noche en medio del monte pensando en lo que convenía hacer en tales circunstancias. Mil planes llegaban en tropel a aquellos acalorados cerebros; y por último, juraron todos que al día siguiente, a cualquier hora en que Mendo tocase tres veces el cuerno de caza, bajarían dispuestos a seguirle a donde él los condujera.

Desleíase ya en la aurora las tintas de la noche cuando separaron en el momento los que ligados quedaban por el juramento.

Era íntimo amigo de Mendo un criado del palacio del conde, y de él pensó valerse para sus planes, contando no solo con su amistad sino también con la circunstancia de que servía al señor muy a disgusto y deseando hallar una ocasión buena para dejarle. Le refirió todo lo que pasaba y, como Mendo lo había previsto, el criado se prestó a ayudarle en su empresa.

El conde salió aquella mañana muy temprano a uno de los lugares inmediatos y no pensaba volver a palacio hasta las tres de la tarde. Antes de que la vuelta se verificara ya estaba Mendo en el palacio oculto en un cuarto en que le había introducido el criado. Desde él podía ver, aunque con trabajo, la casa de María; por eso presenció lleno —38— la escena del paje que la trajo a palacio poco tiempo después de haber llegado el conde.

Gran sacrificio tuvo que hacer para contenerse, pues más de una vez intentó salir para matar al paje, pero como aquel escándalo ningún fruto había de producirle y solo con él lograba empeorar su causa esperó, convulso y calenturiento, que llegase la ocasión de vengar la ocasión de vengar la afrenta que el conde quería hacerle. Cuanto vio a su María por el jardín con el señor del valle, ya le fue imposible esperar más y obligó a su amigo a que le condujera a uno de sus cuartos del conde y a que avisara a este, haciéndole creer que un mensajero de la corte le aguardaba con impaciencia.

Cayó el conde en el lazo, y dejando a María, fue a recibir al desconocido, cuyas noticias podían tal vez interesarle.

-Me han dicho que me esperaba un mensajero -exclamó al ver a Mendo-, y tú eres un vasallo mío ¿Qué significa esto?

-Esto significa señor, que para que habléis conmigo, soy tan bueno como el primero.

-¿Sabes, villano, que tu arrogancia puede costarte muy cara? ¿Sabes que puedo mandar apalearte ahora mismo?

-Nada me atemoriza vuestro poder, cuando me siento alentado por la justicia. Oídme y después juzgaréis.

-¿Y quién te ha dicho, insolente, que yo voy a escucharte?

-¿Quién? Mi honor, mi dignidad. Ahí tenéis en el jardín una doncella de la cual queréis abusar miserablemente.

-¡Ah!, es verdad; eres su amante. Pues bien: tú has preparado tu propio tormento. Ahora mismo corro a su lado y entretanto tú estarás aquí amarrado con cadenas.

-No lo creáis, señor; no saldréis de aquí sino pasando sobre mi cadáver.

-¡Insolente! ¿Te has propuesto agotar mi paciencia?, ¿quieres que mande colgar tu cabeza de una ventana de mi palacio para escarmiento del valle?

-Señor, si en este mundo no ha de escucharse la razón, si todo ha de medirse por la fuerza, mirad, antes de dar ningún paso, si aquí el débil soy yo vos el fuerte...

-¿Amenazas? ¡Desdichado!

-No me falta justicia para hablar así, por no solo estáis usurpando unos derechos señoriales que no tenéis, sino que además queréis abusar bárbaramente de ellos.

-¡Ira de Dios! Ahora verás si soy señor; ahora verás lo que hago yo en mi palacio con los vasallos rebeldes.

-Antes veréis vos lo que hace el hombre que pierde toda su paciencia contra el que quiere imponerle un bárbaro yugo.

Trabóse entre ambos una horrible lucha porque el conde quería apoderarse de la puerta contra la cual descansaban los robustos hombros del mancebo. Viendo el señor que eran inútiles sus esfuerzos contra el potente brazo de su rival, echó mano a la espada para clavar en —39— en la misma puerta el cuerpo de su vasallo; brillaba ya la hoja sobre el de Mendo, cuando este, dando un quite con su cuchillo, le hundió en la garganta del conde, que cayó exánime a sus plantas.

Aunque Mendo había previsto la necesidad de matar al conde, no pudo meno de horrorizarse al ver teñidas sus manos en la sangre de este mientras contemplaba el cadáver del orgulloso señor del valle, elevando tal vez al cielo una plegaria por su alma, comprendió lo difícil que le sería salir por la puerta sin llamar la atención de la servidumbre. Ocurriósele entonces una idea; cerró por dentro la puerta del cuarto en que estaba, asomóse a la ventana y vio a María que con su padre y su criado corrían en dirección del riachuelo. Como la distancia de la ventana al suelo no era grande, no tuvo necesidad de pararse mucho tiempo a buscar el medio de salir de aquel palacio.

Así es que no tardó en unirse a los que huían sin saber toda la gravedad de lo que acababa de suceder.

VI

Al ver llegar a Mendo comprendieron todos lo que iban acercando a la casa de María que algo trágico debía hacer ocurrido en el palacio del conde. Satisfizo Mendo la curiosidad que todos manifestaban en el semblante y en los gestos, y la admiración que su relato produjo fue tan grande, que por unos momentos reinó un silencio sepulcral en toda la casa.

El criado del magnate tuvo necesidad de romperle, pensado con oportunidad en que si él y Mendo no tratan inmediatamente de abandonar el valle, no habría por qué pararse a adivinar el fin que los esperaba.

Tan triste como juiciosa era la observación, y entonces empezó una nueva escena, porque María deseaba huir con Mendo y el anciano no quería quedarse sin su María.

Algunos de los más discretos manifestaron que por de pronto convenía que saliesen Mendo y el criado sin perder un momento, porque ya se dibujaban luces en los cristales del palacio y se notaba cierta agitación que podía comprometerlos. Y después de una tiernísima despedida en que Mendo aseguró a María que no tardarían en verse huyó por el momento con el criado del orgulloso tirano que por sus exigencias había labrado su propia desgracia.

No eran bastantes todas las pruebas de afecto de aquellos campesinos para consolar a María y a su anciano padre. Ambos presagiaban que el fin de la catástrofe debía ser tremendo y tan pronto pensando en Mendo como en sí mismos, descubrían un horizonte tempestuoso que les llenaba el alma de consternación. El movimiento que en el palacio se advertía fue haciéndose cada vez más perceptible y no pasó mucho tiempo sin que se viera el lugar inundado del resplandor de hachones que daban a entender el principio de las pesquisas. Pronto se apercibió todo el valle del terrible suceso —40— y la admiración fue tan general que no se oyeron por algún tiempo comentarios adversos ni favorables.

Una de las primeras casas en que entraron los de la servidumbre del palacio fue la de la rosa del valle y el cuadro que presentaba tenía tanto de desgarrador como de imponente. Así es que cuando los criados quisieron llevar presa a María, la actitud de aquellos campesinos fue tan resuelta, que los del palacio temieron, y no sin razón, que podía costarles cara la insistencia.

-Para que la llevéis presa -dijo uno de los aldeanos-, es preciso que antes nos hagáis cadáveres a todos.

Todas las casas del valle fueron registradas aquella noche; el mismo registro se hizo en el monte en todos los sitios en que creían hallar a Mendo y al criado de palacio en quienes recaían ya las sospechas; pero todo fue inútil. Las más delicadas pesquisas se estrellaron en la oportunidad con que emprendieron la fuga.

María y su padre se trasladaron a casa de unos parientes que viven en otro lugar del mismo Valdáliga, y todos los amigos de Mendo hicieron el juramento de velar por ella hasta que volviera sea amante.

Al día siguiente juráronse en la Pereda de Ballines los moradores del valle en su mayor parte para deliberar lo que debían hacer en vista de la actitud que se demostraba en palacio, porque se susurraba por los lugares que iba a hacerse un escarmiento terrible. Unánime fue la idea que presidió en la reunión; todos convinieron en que debía ponerse pleito al sucesor del conde para que se declarase realengo el valle y quedaran de este modo libres de rendir vasallaje a ningún reyezuelo del lugar.

Algunos manifestaron sus temores de que no se les hiciera justicia; pero pronto fueron estos desvanecidos considerando lo que había pasado con los valles de Camargo, Piélagos, Crayón, Villaescusa, Cabezón, Alfoz de Lloredo, y Penagos que habían vencido al duque del Infantado y marqués de Santillana no hacía muchos años.

Y Valdáliga, cuyo nombre viene del de valle de la liga, por la que formaron en tiempos anteriores los siete lugares, demostró que no en vano se habían unido estos, animados de un mismo espíritu de aversión a las bárbaras exigencias de algunos Nerones en miniatura.

VII

Algunos años después veíase por el monte que separa el valle de Valdáliga del de Cabuérniga una mujer pálida que ocultaba su juventud con todas las señales de una vejez prematura. Su mirada fija, sus gestos, sus movimientos demostraban el trastorno de su razón.

A pesar de la fiebre que la consumía, descubría vestigios de una notable hermosura. Los vecinos de aquella comarca nunca la dejaban sola. Muchas veces mientras ella se entregaba a los trasportes de una rara locura, dando a unos el nombre de Mendo y queriendo huir de —41— otros a quienes llamaba condes, aquellos sencillos campesinos devoraban con sus lágrimas tal vez algún recuerdo tristísimo.

Era María, la rosa del valle.

Su padre había puerto pocos días después de la trágica escena del palacio.

Mendo y el criado del conde sucumbieron en la guerra de los Países Bajos.

VIII

Todavía a orillas del río Treceño existen las ruinas de un palacio que los vecinos de Valdáliga llaman el de los naranjos. En él tuvieron lugar los sucesos referidos. 

FUENTE

Quijano, M. D. de, «La rosa de Valdáliga», Almanaque de 1866, para utilidad y recreo de las provincias de Oviedo y Santander, [s. l.]: [s. n.], 1865 (Lugo: Imprenta de Soto Freire Editor).

Edición: Pilar Vega Rodríguez.