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La teatralización del soldado a fines del siglo XV en Lucas Fernández

Françoise Maurizi





El teatro de Lucas Fernández no deja de sorprender. En otros trabajos mencioné en una misma representación la emergencia, de singular importancia, del ermitaño como dramatis persona así como la descripción de la ermitaña en San Bricio1. En su Farsa o quasi comedia en la qual se introduzen quatro personas2 surge en las tablas, por primera vez, el soldado. En las representaciones de Juan del Encina no figura ni siquiera se menciona semejante tipo. Habrá que esperar la impresión de la Celestina en veintiún actos en 15023 para que vuelva a aparecer con el rufián Centurio una referencia escueta -y sumamente paródica- al personaje soldadesco4.

H. López Morales ya llamó la atención sobre el personaje del soldado en Lucas Fernández, haciendo hincapié en la imposibilidad de encontrar en la Comedia Soldadesca de Torres Naharro -escrita posteriormente- un modelo libresco, ya que «es un reflejo del vivir cotidiano» y «no se necesita un gran esfuerzo para comprender que este tipo está inspirado en la realidad»5. Mi propósito no es poner en tela de juicio semejante aseveración, que efectivamente me parece en parte correcta, sino poner de relieve unos cuantos aspectos del personaje que la crítica, que yo sepa, no desarrolló, por fijarse esencialmente en la segunda parte de la obra. Las reflexiones que vienen a continuación son, en mi opinión, de suma importancia para acercarse a la comprensión de la escritura teatral de Lucas Fernández.




El «soldado»: signos y significación

Si empezamos por el principio o sea el argumento que es del dramaturgo -o que escribió el impresor con su aprobación- son dos los puntos que llaman la atención: 1) entre los cuatro personajes de la Farsa, tres son pastores y llevan nombre; 2) el cuarto, el soldado, que no pertenece al mundo rural, es innominado según la técnica teatral de Lucas Fernández6. La a-nominatio estereotipa al personaje apartándole con nitidez del mundo en el que, por el espacio de un momento, el de la ficción teatral, convive con más o menos fortuna7. Así es como el término «soldado» del que tenemos cuatro ocurrencias en la rúbrica es el único que caracteriza al personaje.

Si echamos una ojeada a las acotaciones escénicas que nos avisan de las intervenciones de los protagonistas, la que precede al discurso del soldado corresponde con la forma abreviada «sol» o «so» y se ciñe perfectamente al texto del argumento. Ahora bien, en la lectura de la misma Farsa, entre las acotaciones que señalan la salida a escena de un personaje o un cambio de postura («entra Pascual»; «aquí se sienta el pastor en el suelo y dize las siguientes coplas»), sorprende la que caracteriza al nuevo personaje que sube a las tablas: «Aquí entra el Soldado o çoyço o Infante y razona con el Pastor». Tal enumeración, si expresa por su aspecto acumulativo la voluntad de aproximarse a una definición del personaje, también puede acercarse a la de explicitar lo que no es. ¿Por qué no basta una sencilla acotación como: «Aquí entra el soldado», que no sorprendería después de leer el argumento? ¿Por qué siente el autor la necesidad de dar más precisiones? Es que un soldado no es necesariamente un suizo ni un infante. La primera acepción de soldado es la de «guerrero mercenario», el que recibe, pues, un sueldo. La de «zuizo o zoizo» es «soldado mercenario de infantería, del nombre nacional de los habitantes de Suiza que solían servir a potencias extranjeras desde antes de la época del Renacimiento»8. Por fin, el infante es, en este registro, un «hombre de a pie». Lo que parece caracterizar, a través de estos tres términos, al nuevo dramatis persona es que forma parte de esa gente de armas extranjera que vende por un sueldo sus servicios a quien los necesita. Las voces aquí empleadas excluyen en el personaje la nobleza. El soldado que sale a escena no tendrá por supuesto caballo, pues ni siquiera es un escudero; se sitúa en lo más bajo: la infantería. En todo caso, al acumular los términos, la acotación expresa lo no dicho: este guerrero no es un noble; más aún, parece que se le niega toda hispanidad.

Aclarado este punto, inmediatamente perceptible para cualquier lector u oyente de fines del siglo XV, surge la sorpresa ante el discurso que mantiene el susodicho soldado con el pastor. Es totalmente inadecuado con su estado de hombre de a pie. ¿Habrá en Lucas Fernández el deseo de producir algún efecto teatral sobre el público?

Pero ¿en qué consiste la obra? El argumento sólo nos proporciona un aspecto, a decir verdad bastante escueto, de la Farsa, haciendo caso omiso del afrontamiento entre las dos categorías sociales en presencia que representan los pastores y el soldado9. Se abre con un largo monólogo del pastor Pravos que anda penado de amor. Finalizan sus coplas en el verso 100. El soldado sale a escena e interpela con superioridad al pastor, cuya postura descansada parece acarrear su desprecio: «A, zagal, digo, ovejero. / ¿Qué hazes aý rellanado, / tendido en aquese prado, / lanudo, xeta grosero?» (vv. 101-104, p. 137). Ambos «razonan» luego sobre el amor que extiende su jurisdicción hasta en despoblado, en el campo. El soldado, hombre experimentado en el conocimiento de las cosas del amor, intenta tranquilizar a Pravos. Con la llegada del segundo pastor en el verso 281 es un tercer enfoque el que nos ofrece el discurso. La ignorancia de Pascual es tal que confunde dolor de amor y dolor de barriga y propone los mismos remedios que los que sanaron a su burra. El soldado indignado increpa al pastor. La superioridad de aquél es reconocida cuando ofrece «una definición de amor» y una descripción del personaje alegórico. Es en este momento cuando la obra se orienta hacia un punto inesperado, alejándose totalmente de lo que era, o sea la confrontación de tres discursos sobre el amor. El reconocimiento intelectual del que «sabe hablar» acarrea en el pastor Pascual un deseo de identificación: «¿quién es vuestra reverencia?» (v. 403). La contestación desencadena en los pastores una violenta diatriba acompañada de insultos y burlas contra el estado de soldado y su representante. Habrá que esperar el verso 607 para que el discurso teatral reanude con el tema original y se vuelva a tratar de los males de Pravos. El pastor enfermo terminará por desposarse con su amada y todos cantarán y bailarán. La farsa termina (v. 899) con un villancico de 52 versos sobre el amor y la necesidad de ser constante.

La acción, más que escueta, consiste esencialmente en las sucesivas salidas a escena de los personajes. Los accesorios necesarios se limitan a las armas propias del soldado que se enseñarán al público. El primer efecto de sorpresa estriba pues en la inadecuación del discurso del soldado con su estado y el segundo con el nuevo viraje que va tomando de modo inesperado la obra al identificarse el soldado: «soy un hombre de seguida / que la vida / traygo puesta en la ordenança» (vv. 404-406). Todo el interés de la obra parece residir por consiguiente en el diálogo dramático que intercambian los personajes. Como decía P. Heugas-Lacoste, en este teatro de fines del siglo XV son los personajes ante todo «des êtres de discours», «entes de papel»10.

El discurso del soldado sobre el amor no cuadra aparentemente con su estatuto social y de ahí nacen unas preguntas: ¿Por qué lo escogió Lucas Fernández como representante del amor cortés? ¿Qué significa su presencia en la primera parte de la obra? ¿A qué vienen las burlas de los pastores contra el soldado en la segunda parte?

Pero analicemos el enfrentamiento del soldado con el pastor e intentemos determinar el papel que aquél desempeña, insistiendo en que, en este teatro, ningún discurso se puede definir sin cotejarlo con otro, ya que el interés dramático nace de la divergencia o convergencia de los mismos discursos.




Inadecuación del discurso con el «status» social: el caso del soldado

La salida a escena del soldado se caracteriza por su inmediata altivez para con el pastor. Al tratarle de «lanudo, xeta, grosero» (v. 104) clasifica inmediatamente a Pravos entre los rústicos, definiéndose a sí mismo como perteneciente al grupo opuesto. El tuteo frente al voseo son los signos de la distancia que media entre dos mundos que todo parece separar: el mundo rural y el mundo urbano. De hecho, el pastor Pravos, al ver al soldado, desconfía inmediatamente, conforme al tradicional antagonismo campo/ciudad (vv. 121-124):


No es eso ¡miafé! senor,
son de que soys de ciodade
y andáys siempre con ruindade;
¡miafé!, he de vos temor.


Lo sorprendente es que este nuevo e innominado dramatis persona presentado por el texto con la calificación de «Soldado» no se reconoce en el acto como tal. El código indumentario no parece funcionar. La salida a escena de un personaje suele semantizar el ámbito o el discurso. El mismo Lucas Fernández, en otra farsa suya, subraya: «En la qual se introduzen tres personas. Conuiene a saber vna donzella y vn pastor y vn cauallero cuyos nombres ignoramos e no los conoscemos más de quanto naturaleza nos lo muestra por la disposición de sus personas» (p. 109). Aquí, nada de esto. Parece que no ve el pastor, al irrumpir el soldado, esas armas que de pronto surgirán en el verso 580. Tampoco el segundo pastor, Pascual -quien al principio ni siquiera se percata de la presencia del soldado (vv. 290-291)11-, le categoriza por «la disposición de su persona». Pravos lo da como cortesano y es efectivamente el papel que desempeña hasta que se identifique, a través de la perífrasis ya citada, como soldado (v. 404).

Los signos «señor», «soys de ciudad», lo clasifican como palaciego. Más tarde Pravos lo presentará a su compañero Pascual como «hidalgo» (v. 301) y éste, ultrajado por el «matiego» del soldado, contestará tachándole de «perrigalgo» (v. 304). El segundo pastor vendrá confirmando, pues, el punto de vista que el principio del texto nos ofrecía. A todas luces la Farsa o quasi comedia se inspira en Juan del Encina, y en particular en la Representación de Amor, y el discurso del Soldado tiene evidentes paralelos con el del Escudero.

El soldado, ya enterado de la dolencia de Pravos, va a asumir el discurso del palaciego experimentado. Se amansa, aunque le extraña el que sufra un rústico:

SO.
Ora no puedo acabar
de pensar
la causa de tu dolor.

PR.
Y'os lo quiero declarar:
es amar,
grandes quexigos de amor.

SO.
¿De amores tan mal te sientes
en estas brauas montañas,
entre peñas y cabañas,
no conversando con gentes?

(vv. 135-144)                


Están en presencia dos discursos: el discurso cortés que excluye el amor entre los pastores12, y el discurso procedente de Ovidio y desarrollado por Encina en dos de sus églogas, en particular la VIII y la XI13: «Tengo de todos estados / hasta los brutos pastores»14.

Sin embargo, como en la Representación de Amor la sorpresa del soldado se limita a su formulación. No hay antagonismo ni puesta en tela de juicio. Acepta el hecho sin más. El pastor Pravos lleva no obstante la batuta sobre los casos de amor. El discurso del soldado apenas si sirve de contrapunto. Donde estábamos esperando una amplificatio de parte del soldado: «No te espantes, labrador, / que el amor tiene tal maña, / que, después que muestra saña, / hostiga su disfabor» (vv. 151-154), es una enumeración de los amantes desdichados rústicos enunciada por Pravos la que tenemos. Si en Encina la superioridad libresca del Escudero era patente, aquí es todo lo contrario. Las vaguedades caracterizan el discurso del soldado. Ni un amante citado. Ni una auctoritas. Se trata de un discurso sacado de la poesía cancioneril con sus antítesis y figuras pero que viene desvalorizado por la falta de erudición y de ejemplaridad. Verdad es, en cambio, que los casos de amor anteriormente citados por el pastor dejan suspensos. Sus ejemplos pastoriles, que parecen sacarse de la experiencia personal y acercarse a la cotidianeidad rústica: «Y aun por zagales qu'[h]e vido / y he oydo» (vv. 155-156), no son más que un engaño: todos proceden de las églogas de Encina excepto uno, sacado de la Comedia de dos pastores y dos pastoras y un viejo (pp. 81-101), obra del mismo Lucas Fernández, quien no vacila en citarse a sí mismo: «que Bras Gil por Beringuella / passó un montón de quexumbres...» (vv. 181-184, p. 139). El pastor utiliza el tópico literario aparentemente «a lo rústico», pero las autoridades enumeradas son puras creaciones teatrales, entes de papel. Suprema habilidad que consiste en hacer coincidir lo literario con lo pastoril remozando así el acervo cultural de la poesía cancioneril, que queda reducido al silencio por ser, en boca del soldado, carente de valor erudito y por consiguiente demostrativo. Los ejemplos bíblicos, mitológicos o históricos de los que se suele valer la poesía no pueden competir con los ejemplos pastoriles teatrales alzados al nivel de autoridades y ganando por medio de la habilidad discursiva sus cartas de nobleza. El papel del soldado como representante del código cortés resulta menoscabado. El que sabe hablar no es el palaciego sino el pastor Pravos, quien sabe elaborar su discurso pasando de lo general a lo particular e ilustrarlo tomando sus autoridades entre los ejemplos teatrales pastoriles, confiriéndole por consiguiente un valor demostrativo indiscutible. La consecuencia directa es que Lucas Fernández asevera en su obra y con toda nitidez la pertenencia de sus personajes a un mundo ficticio en que son «entes de papel». Pero volveremos más abajo sobre el particular.

La salida a escena del segundo pastor, Pascual, parece ilustrar uno de los fundamentos del amor cortés ya evocado: el rústico resulta excluido por su bestialidad e ignorancia del código del amor cortés. Si Pravos sabe que su mal es de amor pero ignora cómo proceder para salirse de semejante lance, si formula desde el principio (vv. 1-99) sus sentimientos a través de los elementos codificados de la poesía cancioneril pero en lenguaje pastoril, sucede todo lo contrario con Pascual, que semeja una parodia del Pelayo de la ya citada Representación de Amor. Acentúa Lucas Fernández la caricatura del rústico reutilizando el juego sobre «amor» (vv. 351-360), cuyo significado ignora, como desconocerá en el verso 381 la alegoría. El papel del soldado resulta más lucido. De rebajado que salía a lo largo de su encaramiento con el primer pastor por su falta de elocuencia, parece subir ahora a la categoría de poeta cancioneril con su «definición de amor» (vv. 361-380) y luego su explicación del uso emblemático de los colores. En efecto, le corresponde versificar sobre este tema tan propio de la lírica cancioneril. La connotación con el brillante y sutil poema de Jorge Manrique: «Diziendo qué cosa es amor», es inmediata. Ambas poesías empiezan con los mismos términos: «Es amor...». El paralelo no va más lejos. El soldado no le alcanza en elegancia y retórica. Pero el efecto cómico se ha logrado, ya que resulta de la confrontación de dos discursos: uno que estriba en la ignorancia del pastor Pascual, que como ya vimos confunde el «andar penado» de amor con el estar «trasijado de correncia»; otro que reproduce los tópicos de la poesía cancioneril y sirve para poner de realce la enorme diferencia que media entre el «matiego» (v. 292) y el «perrigalgo» (v. 304). Sin embargo, es Pascual quien encamina, como quien no quiere la cosa, el discurso sobre la alegoría del amor y su color. Sus intervenciones revelan cierta ambigüedad, lo mismo que las de su compañero.

Es esta primera parte de la obra, en que sobresalen tres discursos sobre el amor -el de Pravos, el pastor enamorado y ocioso que sufre los efectos del amor lo mismo que el pastor enciniano de la Representación de Amor y más explícitamente aún: «quiérome aquí rellanar / por perllotrar bien mi pena» (vv. 71-72); el discurso del soldado, presentado como «hidalgo», «señor», «de la ciudad», o sea como un representante del amor cortés; el de Pascual, el rústico ignorante del amor-, notamos la incapacidad de Lucas Fernández para conciliar varios discursos sobre el amor. El diálogo siempre tiene lugar entre dos personajes. Al salir a escena el tercer personaje, Pascual, el pastor Pravos parece entontecerse, «avillanarse», limitándose a unas palabras, perdiendo la locuacidad que manifestaba antes cuando se acercaba al pastor ociosus. Sólo al final volverá en sus sentidos y será él el que mencionará a Macías, el malogrado poeta, y el seudo-cortesano el que mencionará el tan ruralizado nombre de Matihuelo (vv. 614-619), en otra inversión, significativa, de los papeles.

La oposición campo/ciudad, que no era patente en el discurso de los dos primeros protagonistas entre los que no regía ninguna divergencia profunda, viene a serlo con Pascual. La discrepancia se hace legible en el discurso; el conflicto es el de dos categorías sociales antagónicas, de las que una posee el saber, manifestando la otra su ignorancia en el amor y sus efectos que rebaja a dolor de tripas o animaliza comparándolos con su burra. Nos acercamos más a una afirmación tajante de la validez de la doctrina cortés como propia de una categoría social que excluye al rústico aquí tipificado por el pastor Pascual.

En esta primera parte, el Soldado como cortesano es superior o igual al pastor; nunca le es inferior. Sabe hablar del amor, y tanto Pravos como Pascual lo reconocen: «Primo Pascual, no te yguales / con quien sabe más que tú» (vv. 310-311); «A buena hé que en sabiencia / más sabe quel nuestro crego» (vv. 400-401)15. Sólo «el que sabe» puede llegar a ayudar a Pravos, quien, en su monólogo, daba cuenta de la incapacidad del mundo rural a hacerse cargo de su aflicción. La llegada de un representante del amor cortés es la escenificación de los versos 41-50:


Ya no ay vesibro que saba
decrallarme este rencor,
ñi de dó mana este ardor,
que assí me cuelga la baua.
Menos, la bendizera,
enxalmadera,
qu'es vna sabionda vieja,
ni avn tampoco la partera,
aunque es artera
y sabe cosas de igreja.


Por eso, las burlas y el juego de pullas de los que, posteriormente, es objeto el soldado como tal necesitan un total cambio de enfoque de parte del dramaturgo. En la segunda parte de la obra16, Pascual y Pravos -éste ya despabilado- se unen contra el «hombre de seguida» en un mismo arrebato. La distancia que media entre las dos partes de la obra es enorme. Ya se ha alejado el tema del amor ovidiano como herida, dolor o enfermedad. La diatriba es violenta. Sin embargo, la visión del soldado corresponde más ahora con la que podíamos esperar al enterarnos de la salida a escena de tal personaje. Lucas Fernández se aleja ya de Encina y desarrolla en el personaje un aspecto totalmente nuevo.




El soldado como fuente de la vis cómica

En esta segunda parte de la Farsa el soldado se identifica con una perífrasis que conviene citar de nuevo: «Soy un hombre de seguida, / que la vida / traygo puesta en la ordenança» (vv. 404-406). Donde estábamos esperando el «soy un soldado» o «soy un zoizo», es el circunloquio el que encontramos. ¿Voluntad de ocultar lo odiado que es el estado por unos rodeos? u ¿orgullo del personaje que se precia de bien hablar y quiere seguir impresionando a los pastores? Su contestación, por la nobleza de su formulación, es cómica. El receptor, real o ficticio, entiende inmediatamente de qué se trata. Y, como en eco, los pastores desarrollan, glosan la frase mediante el encadenado: «llamo esa vida perdida / y aborrida...» (vv. 407-409); «¿quiçá soys de los que andáys / como grullas en rincrera...» (vv. 410-412). A la perífrasis presuntuosa del soldado contesta la perífrasis sumamente gráfica de Pravos. La visión seria del «hombre de seguida» que trae «la vida puesta en la ordenanza» se halla rebajada por la imagen cómica de las aves migratorias que van volando en fila. Ésta es la señal que va a desencadenar el ardor de los pastores. Apenas si tiene tiempo el soldado para contestar el nutrido fuego del que es objeto en calidad de arquetipo.

La diatriba contra la vida soldadesca (vv. 407-499) no se aparta de la cotidianeidad del mundo rural. Prorrumpen las críticas contra los que causan tantos estragos: robo, altivez, blasfemias y reniegos, avaricia, codicia de mujeres; el retrato de la gente de armas pintada como barbuda y ceñuda (vv. 491-492), según los tópicos tradicionales, estriba en una realidad de la que no se puede dudar. Sin embargo, este retrato es vivo y divertido gracias a la evocación onomatopéyica del tambor que caracteriza la llegada de la milicia (vv. 414-415); gracias a las enumeraciones carnavalescas con personificación de los alimentos que mueven a risa: «Gallinas, pollos ni pollas, / ni las ollas / ño escapan de vuestras manos, / tocino, vino, cebollas, / bollos, bollas, / los huebos, güeros y sanos» (vv. 434-439), o la visión de la morcilla «cuytada» frente a la lancilla que la puede «deshollinar» (vv. 454-456); o gracias, también, a las imágenes eminentemente rurales que pintan las consecuencias de tal paso: «soys milanera y langosta [...] todo lo dexáys agostado a poca costa» (vv. 460-463). Lo cómico se fundamenta no sólo en la gracia del lenguaje pastoril sino también en la alianza de lo militar con lo burlesco, de las imágenes serias con las carnavalescas. Es imposible llegar a compadecerse de los pastores y tomar en serio tal calamidad. El público de aquel entonces, desde su superioridad social e intelectual, debía regocijarse. Los pastores, aunque víctimas, provocan a risa.

El soldado verbalmente atacado no sale tan mal parado. Por otra parte, es interesante notar para lo que viene a continuación -volveré sobre el particular- que en esta pintura de la vida militar en la que los pastores le incluyen, el soldado parece desunirse de los otros, como si no tomara para sí mismo los reproches, como si no le atañeran: «no trates dessa manera / a los pobres compañeros, / que con falta de dineros / se suel atreuer quienquiera» (vv. 440-443). Al contrario, a partir del verso siguiente, ya no vacila en asociarse a ellos mediante la primera persona del plural como ufano del papel de la milicia en ciertos asuntos en que sale lucida: la guerra contra los infieles y el apoyo a la justicia.

La gran justificación de la milicia es efectivamente el combate que lleva desde hace años contra los moros. Verdad es que, terminada la guerra de Granada, los soldados van vagando por todas partes intendando sobrevivir, ya que los más de ellos no recibieron paga. Pero corre la voz que los Reyes piensan en concretar el proyecto, tan dilatado por problemas internos, y que interesa a toda la Cristiandad, de la reconquista de Jerusalén. Los versos 450-453 son un breve recuerdo de la grandeza de la empresa que no llega a llevarse a cabo:


Pues no hazemos tanto mal
que no hagamos algún bien,
que a la gran Jerusalén
ymos assentar real.



El presente hace patente la inmediatez de este futuro en que todos creen (tanto el emisor como el receptor). Sin embargo, llama la atención la formulación17: en vez de un «vamos a asentar real», que no sorprendería a fines del siglo XV, es un «ymos + verbo», ya desusado, el que extraña, como si la evocación de Jerusalén contaminara el discurso confiriéndole el sabor épico de las grandes hazañas que necesita el estilo noble. La énfasis es reconocible tanto en la adjetivación: «gran» como en el uso de la voz «real». En un intercambio verbal en que el estilo rústico impera resulta el estilo «alto» del soldado más retumbante aún.

Sin embargo, queda pronto aniquilado por la imagen prosaica, material de la morcilla deshollinada por la lancilla que viene inmediatamente a continuación (vv. 454-455). Del contraste de las dos visiones nace el sentimiento de malentendido. Revela la imposibilidad para los dos grupos antagónicos representados por el soldado y el pastor de enfocar el mundo del mismo modo. Aquél no dista mucho de hacer un paralelo entre el guerrero que lo estraga todo y el miles cristi que en nombre de Dios y su Hijo a quienes sirve se vale de lo justo de su causa. Éste no piensa sino en las tierras saqueadas, en lo que quedará por comer después, en la deshonra de las mugeres.

Los eufemismos sobre el honor maltrado de éstas permiten reanudar con el tema algo olvidado del amor que volverá de vez en cuando como un leitmotiv18. El desfase entre el vocabulario pulido del soldado y la realidad sumamente tangible denunciada por el pastor Pascual: «mas ¡mucho de ñoramala! / ño se os escapa zagala / por toda esta serranía» (vv. 471-473) y «no deuéys llegar / ni tocar / las zagalas de serranos» (vv. 477-479) permite entrever que la concepción del amor del soldado, que con tanta habilidad sabe discurrir sobre el tema y usar del lenguaje convencional de la corte, no se aproxima tanto al ideal cortés como lo deja creer. No niega lo afirmado sino que lo transforma: «Dime ¿quién podrá dexar / de amar? / ¿No vees que somos humanos?» (vv. 474-476); «En los casos de amor / jamas ovo resistencia» (vv. 480-481). La palabra «amor» despierta en Pravos el recuerdo de su mal, al que califica torpe y cómicamente de «pestilencia». El peso de la retórica es tal, sin embargo, que vuelven a aparecer los tradicionales tópicos: el amor es «dolor» (v. 483); herida: el amante está «llagado» (v. 486). El intercambio entre Pravos y el Soldado no alcanza a Pascual, demasiado zafio sobre el particular, que sigue en la crítica de la vida militar hasta el momento en que desemboca el diálogo en el dinámico y divertido juego de pullas que ocupa los versos 500-56519. Semejante interludio tiene un efecto teatral siempre logrado gracias a su viveza, al mecanismo de sus salidas que desencadenan en el público la hilaridad.

Las fanfarronadas del soldado que hicieron correr tanta tinta a los estudiosos tienen que interpretarse dentro del juego que se desarrolla ante el público. Los contrincantes tienen que rivalizar en rapidez, agudezas, respuestas desconcertantes o bufas -cuando no groseras u obscenas-20, exageraciones, encarecimientos, cuya meta es desconcertar al rival hasta que se dé por vencido. Tales declaraciones agónicas son tradicionales y no son en absoluto reveladoras del estado del soldado, sí de un antagonismo. Tampoco se puede leer aquí ninguna reminiscencia de los fieros del miles gloriosus21; el Caballero de la Farsa o quasi comedia de una donzella y un pastor... hace otro tanto con el rústico (pp. 124-125) y no se le tachó nunca de miles gloriosus.

El soldado no desempeña aquí el papel del «soldado fanfarrón», sus amenazas eminentemente dinámicas no tienen nada que ver con su actuación en las guerras. Si en el verso 539 el pastor le trata de «panfarrón», es para subrayar lo imposible de sus intimidaciones y al mismo tiempo su propia salida teatralmente muy acertada, ya que, como era de esperar, el soldado exasperado cae en la trampa:

PAS.
¿Vos hauréys matado ciento?


SO.
Son tantos que no hay cuento.


PAS.
¡Quiçá que ño fuessen piojos...!


Nuestro soldado no corresponde a la tipología del soldado fanfarrón establecida por Crawford con los criterios siguientes22:

  1. se vanagloria de sus acciones extraordinarias;
  2. fanfarronea de las batallas en que ha tomado parte;
  3. amontona las víctimas causadas por su valentía;
  4. es prudente en el peligro;
  5. es el blanco de las bromas de los demás;
  6. siempre acaba poniendo de manifiesto su verdadera condición de cobarde;
  7. está convencido del gran atractivo que ejerce sobre las mujeres.

Las réplicas sañudas entre los contrincantes se aplacan a pedido de los mismos pastores. No es más que un juego para divertirse. Un juego en que se manifiesta la habilidad de los rústicos en echar pullas o repullones. Confiesa el mismo Pascual: «Son por prazer lo hazia»23.

La burla, sin embargo, toma otro cariz ridiculizando de una vez al zoizo. Ahí es donde por primera vez salen las armas que caracterizan el estado del soldado. Surgen de improviso en el discurso cuando nada hasta entonces permitía suponer su presencia. La «disposición de la persona» del soldado anunciado como tal no aludía a su atuendo, cuando era la primera cosa que se debía de mencionar o que los pastores debían de advertir. ¿Ceguedad de los pastores?, ¿fallo en la técnica teatral de Lucas Fernández? o ¿dificultad en despegarse del modelo enciniano? La salida a escena del soldado, como ya dije, no semantizó en absoluto ni el espacio ni el discurso. Lo cierto es que, de inmediato, el interés se focaliza en las armas, accesorios indispensables, cuando ya las dos terceras partes de la obra se han representado.

Si los pastores se mofan del soldado, su ignorancia en materia de armas es tal que provocan a risa. En el discurso teatral, los protagonistas antagónicos son todos objetos de burla, desencadenando otra vez más la hilaridad del público. La comicidad de la escena estriba en el rebajamiento del soldado que procede esencialmente de la inadecuación del vocabulario de los rústicos con el tema y de la mala interpretación o audición de los términos que ignoran.

El pastor Pascual desconoce el arma típica del zoizo, a la que llama de modo equivocado «armadija»: «Pues esta armadija, ¿qué es? / SO. Aquesta es vna alabarda. / PAS. ¿Qué dezís, señor, albarda? / SO. Alabarda, necio, es» (vv. 580-583). De «alabarda» a «albarda» no hay gran trecho. Lucas Fernández lo salva jocosamente. El mecanismo no dista mucho del empleado por el dramaturgo para definir «a lo rústico» el amor: «PAS. ¿Nifica amor morteruelo, / morçilla o quiçás mortaja?...» (vv. 351-360). Cuanto viene a continuación es del mismo estilo. La crítica, que no hizo hincapié en la teatralidad de la obra, no analizó estos versos. Sin embargo, son reveladores del rebajamiento del soldado. El puñal, «arma manual», también les es desconocida a los pastores.

Lo comparan con sus propias referencias rústicas. El arma viene a ser «garrote de recuero» (v. 586); «destral de azemilero» (v. 589). El rebajamiento resulta sumamente rematado. En efecto, si la alabarda y el puñal, armas nobles del soldado de a pie, se parangonan con unos instrumentos viles (el garrote y el destral), éstos se dan como propios de una categoría social muy precisa: el recuero y el azemilero. Y como el pastor confunde la alabarda con la palabra «albarda», tenemos tres referencias que pertenecen al mismo campo semántico, o sea el de la bestia de carga. El soldado termina por asimilarse forzosamente al arriero cuando no con la misma acémila que lleva la albarda. En cuanto a la espada, no conoce mejor destino: «¿Y esta cuchilla derecha?» pregunta Pascual (v. 590).

Se lleva a cabo la descripción mediante una comparación basada en la indumentaria militar. Le es tan raro al rústico el atuendo del infante que no vacila Pravos en usar de un símil que ridiculiza al hombre de guerra (vv. 594-596):


Las ñalgas descobijadas,
destapadas,
andáys en guis como mona.



El rebajamiento alcanza aquí su punto máximo. La imagen ya cómica de los soldados que andaban «como grullas en rincrera» (v. 411) asciende con la, humillante, de la mona que enseña su trasero. La reversibilidad se hace de tal modo que lo más visible de los vestidos militares viene a ser la parte trasera, focalizándose el interés en esta parte eminentemente carnavalesca. El soldado, cuya seriedad contrasta con la mentalidad burlona de los pastores, provoca tanto a risa como los mismos rústicos. Animalizado y feminizado por el discurso, pierde toda credibilidad y viene a ser un personaje tan cómico como ellos24.

Las quejas de Pravos en los versos 607-608 sirven de anticlímax después de una escena teatralmente muy cerca de la farsa. Con el tema de la querella de amor volvemos a lo «serio» y a la ambigüedad del lenguaje cortés «a lo rústico» de Pascual. El dramaturgo va encaminando la obra hacia el desenlace: el desposorio del pastor con su amada.

El vocabulario usado cambia totalmente por el espacio de unas estrofas. Ya no hay las alteraciones cómicas pastoriles ni las deformaciones tan propias del sayagués. El pastor Pravos se puede equiparar con el soldado. Ambos adoptan el lenguaje formular del amor en un diálogo de dos voces que se acerca más a la poesía cancioneril que al teatro. Con dificultad llegamos a localizar los rasgos de sayagués. La antítesis, la annominatio, las distintas figuras propias a la poesía cancioneril imperan («Quiero, queriendo, querella, [...] pues la quiero, y no quiere ella», vv. 610-613). La ruptura de tonalidad es llamativa y significativa. Volvemos al estilo noble y convencional del lenguaje cortés que la intervención de Pascual, en el verso 660, interrumpe. Ambos pastores reanudan enseguida con el estilo pastoril. El papel del Soldado ya no es determinante. A partir de este mismo verso se limita el personaje a enunciar de vez en cuando unas cuantas palabras y a darnos otra definición, ovidiana, del amor (vv. 840-849). Las pullas y las burlas de las que ha sido objeto le han desmistificado. Presentado como un personaje serio que usa de un lenguaje no pastoril, contrastaba por su lenguaje depurado, su discurso sobre el amor, su sabiduría, con el dialecto del campo, la ignorancia de los rústicos. Desenmascarado por su estado social de soldado, viene a ser la risa de los mismos pastores que le quitan su apariencia misma de seriedad. Me parecen significativos estos versos del pastor Pascual, que leo también como un guiño de Lucas Fernández al público (vv. 674-683):


Ya ño me puedo sufrir
en oýr
al senor alabardero,
ayna me querré reýr,
sin mentir,
¡como habra tan por entero...!
Al diablo ¡qué xufrería!
¡oyxte ahuera tal debate!
¡por Sampego!, que me llate
ya la cholla de alegría.



Al terminarse la obra, el soldado confiesa su incapacidad por ignorancia en entonar un villancico de amor (vv. 892-896):

PR.
Sacúdelo tú, Pascual,
que sabes de cancionero.


PAS.
Diga el señor si querrá,
que sabrá.


SO.
Hermanos, no sé, por cierto.


Estamos en la ficción teatral. El soldado-cortesano es un ente de papel del que es fácil reírse. Tanto este personaje como los pastores quedan ridiculizados. El recurso escénico que consiste en valorizar un dramatis persona para asegurar la comicidad y al mismo tiempo en diferenciarlo estética e ideológicamente de los pastores como personaje serio casi llega a abandonarse en el verso 404 porque en la obra ya no es más que un soldado. Tal recurso, que era valedero para la Farsa o quasi comedia de una donzella y un pastor y un cavallero, no puede serlo aquí. Si en este personaje que habla del amor como un cortesano el público espectador se podía reconocer a lo largo de la primera parte, no lo puede en la segunda. Sólo los insultos y el rebajamiento carnavalesco que sufre el soldado pueden desmistificar su calidad de seudo-cortesano, denunciándole como usurpador de un discurso que no es propio de su condición. El «fin» de la obra (vv. 890-899), del que trataré más abajo, me parece significativo.

El desplazamiento social del afrontamiento es interesante. En la primera parte el discurso ya no traducía sino el encaramiento del grupo tradicionalmente dominado y de la clase ideológicamente dominante a través de la oposición campo/ciudad (vv. 121-124) representados por los pastores y el cortesano. En la segunda, es el encaramiento del mismo grupo dominado con uno de los grupos dominantes, el de la milicia, de los defensores. Pasamos de una dominación cultural e ideológica a otra violenta, pero la oposición espacial ya no es la misma: nunca el espacio del soldado fue la ciudad, sino un espacio abierto e indefinible. A decir verdad, no tiene espacio propio. A través de la diatriba contra la vida militar notamos que las exacciones de la milicia se ejercen sobre el mundo rural; que sus estragos asolan el mismo campo. El antagonismo consiste en la invasión de este espacio por la milicia que no es de ninguna parte.

En ambos casos el rústico aparece como un ser inferior, objeto de comicidad. El que arremeta contra el soldado nos recuerda que todo esto no es más que teatro. A través del soldado la cotidianeidad y la ficción se interpenetran. Sólo la escenificación permite la socialización de los discursos y la expresión de los antagonismos entre los grupos. El resentimiento popular, rural, difícilmente puede desahogarse sino en las tablas.

Sin embargo, ¿cómo se puede explicar, en Lucas Fernández, el que sea asumido el papel del cortesano por un soldado? O dicho de otro modo: ¿es el personaje un soldado disfrazado de cortesano?

Es evidente que el dramaturgo, en la primera parte de su Farsa, remeda a Juan del Encina y en particular la Representación de Amor. ¿Podemos hablar ya del peso de una tradición teatral cuando apenas salen las Églogas? Las representaciones encinianas dentro del ámbito castellano alcanzan inmediatamente tal éxito que ya pertenecen al acervo cultural. Prueba de ello son, en esta misma Farsa, las referencias de Lucas Fernández a los personajes de las obras de Encina. Más aún, el cotejo de los textos pone de realce la existencia de semejanzas evidentes entre ambos dramaturgos25. Sin embargo, en Encina, el representante del código cortés es siempre un escudero (Églogas VII-VIII y Representación de amor); en L. Fernández es un caballero, personaje a todas luces superior al escudero. La distancia entre el pastor y el cortesano resulta mayor aún y nunca pretende el rústico igualarse con el caballero, aunque le insulte. Parece impensable que los pastores se burlen de un caballero como lo hacen del soldado, el cual, en su calidad de hombre de a pie, se sitúa en lo más bajo dentro de la jerarquía de los defensores. De paso cabe notar que la comicidad estriba también en el error de los pastores que no saben diferenciar los personajes con que se encuentran. Ignorantes de las cosas del amor, también lo son de la jerarquía social y asimilan a cuantos no pertenecen al mundo rural a los cortesanos. Dentro de la ficción teatral bien puede asumir el Soldado el papel «convencional» del representante del amor cortés. Por su status social es más fácil luego hacerle blanco de los pastores y ridiculizarle ante el público. ¿Quiso Lucas Fernández distanciarse del Escudero enciniano adoptando sin embargo el lenguaje propio del personaje cortesano? Sobre este último punto hay que recordar que dentro de la ficción teatral cualquier personaje, con tal que no sea pastor, usa de un lenguaje depurado que contrasta con el sayagués. El soldado no puede expresarse sino como un cortesano o ciudadano, aunque no lo es, porque no existe aún otro código lingüístico. En cuanto a los pastores, manipulan «a lo rústico» el código cortés porque el sayagués no es más que otra máscara lingüística, otro código teatral que oculta otra ignorancia: la de los mismos dramaturgos respecto a la manera de expresarse entre rústicos sobre el amor. El lenguaje teatral de Lucas Fernández y de Juan del Encina todavía no sabe manejar varios registros. Hay el estilo bajo o pastoril, que corresponde a los personajes rústicos, y otro noble, el de los «no-pastores» (grupo en que caben dramatis personae tan diversos como el Caballero, el Soldado, el Ermitaño de Lucas Fernández).

Por fin, el elegir un soldado como dramatis persona le permite a Lucas Fernández hacer patente la enorme distancia que media entre sus personajes no rústicos: el Caballero y el Soldado, así como las relaciones que cada uno mantiene con los pastores. La escenificación del Soldado desliga también al dramaturgo del teatro de Encina y de sus escuderos ambiguos y le permite presentar una variante nueva del Caballero.

En la segunda parte el personaje es efectivamente un trasunto de la realidad y la diatriba contra la vida militar procede de la realidad social de fines del siglo XV, ya terminada la conquista de Granada. Sin embargo, la sátira de la milicia generaliza y no particulariza. Los pastores atacan la vida militar, no al Soldado que está enfrente de ellos, como vimos a través del empleo de la persona asociativa «vos».

La ridiculización del soldado extrañó a la crítica. A. Hermenegildo hace hincapié sobre el particular comentando el término «quasi comedia»:

El uso del término cuasicomedia indica tal vez un final feliz, pero sólo relativamente feliz, porque en la obra se ha atacado algo que luego no se repara: el honor del Soldado y de la milicia. En la Comedia de Bras Gil y Beringuella donde no queda lesionado nada, no usó Lucas Fernández el restrictivo cuasi26.



Puede efectivamente salir irreverente semejante sátira de la milicia ante un público que no puede olvidar que gracias a ella se llevó a cabo la conquista de Granada. Es difícil prescindir del papel que desempeñaron los que combatieron contra los moros. Sin embargo, tal enfoque es moderno: desde la perspectiva de los oyentes cultos y nobles que presencian la obra y no piensan sino en regocijarse, no se trata más que de soldados, de gente de a pie, de esa gente soez que no tiene tierra ni dinero y va vagando terminada la guerra. El soldado de a pie no es un Duque de Alba. Es un inferior, un subalterno, y no creo que su honor desde tal perspectiva pueda quedar «lesionado». No obstante diré que Lucas Fernández, al expresar el deseo de hacer del soldado un extranjero, un zoizo, desplaza el enfoque. Ya vimos cómo en el mismo discurso el personaje parece desunirse, alejarse de los demás, tratándolos de «pobres compañeros» (vv. 440-444). Para los pastores, los soldados, sean españoles o zoizos, son todos de la misma ralea. En la práctica los suizos son unos soldados muy considerados por las potencias que los emplean. Fernando de Pulgar, portavoz de la ideología dominante en calidad de cronista de los Reyes, comenta:

Vinieron asimismo a servir al Rey y a la Reyna vna gente que se llamaua los soyços, naturales del reyno de Sueça, que es en la alta Alemania. Éstos son hombres beliçiosos & peleauan a pie e tienen propósito de no boluer las espaldas a los enemigos e por esta causa las armas defensiuas ponen en la delantera & no en otra parte del cuerpo y por esto son más ligeros en las batallas. Son gentes que andan por las tierras a ganar sueldo & ayudan en las guerras que entienden que son más justas. Son devotos & buenos cristianos; tomar cosa por fuerça reputan a gran pecado27.



Advertimos que esta visión corresponde con la que da de sí mismo el soldado en la Farsa. Lucas Fernández se hace eco de la voz oficial, pero no vacila en dejar a los pastores burlarse de él y provocar por consiguiente la hilaridad de los espectadores. Es de suponer que el personaje que salía a escena iba vestido como los zoizos y que su atuendo era algo distinto de los soldados españoles, aunque fuera sólo por la alabarda que le caracteriza y las armas citadas de improviso en la segunda parte de la obra. La novedad que representaba la incorporación de estos mercenarios extranjeros en la milicia debía de despertar cierta curiosidad e ineluctablemente los comentarios cuando no chismes en la corte. Es imprescindible cotejar las «nalgas descobijadas, destapadas» del discurso teatral con «las armas defensivas [que] ponen en la delantera y no en otra parte del cuerpo...» del historiógrafo para hacerse cargo de los distintos enfoques posibles. La teatralización del zoizo traduce, pues, el interés por una realidad visible.

Lo cierto es que el éxito de este tipo de soldado rebasa pronto el marco de las festividades cortesanas y sale el personaje de la sala a la calle. En 1508, los encargados de la organización del Corpus Christi le incorporan a las festividades públicas; se registra su presencia en la fiesta al lado de otros tipos ya graciosos:

... que se ygualaron por mano de Alfonso Gonçales canónigo e el Racionero Francisco Moreno porque se feçiesen los juegos que son tres momos y una dama e diez serranas con sus arcos de cascaveles bjen adreçados y unos çoyços que han de ser diez y siete e tres negros e vna negra que dançen y baylen e quatro portugueses que baylen a son de vnas sonajas e tres labradores jugando al avejón28...



Sería aventurado prejuzgar de la anterioridad del personaje en las fiestas del Corpus Christi, aunque la hipótesis por cierto es atractiva y significaría que Lucas Fernández saca sus fuentes, parte de su material, de las prácticas festivas religiosas escenificadas. A pesar de un examen escrupuloso de los trabajos de Carmen Torroja sobre el Corpus Christi de Toledo29 y de R. Espinosa Maeso sobre Salamanca no llegué a encontrar una ocurrencia de la palabra «zoizo» anterior a esta fecha.

El «soldado», muy al contrario, es un personaje conocido desde hace mucho tiempo. Sale en todas las representaciones religiosas por formar parte de las escenificaciones neotestamentarias, y en particular de la Pasión, en calidad de testigo o actor que interviene en la vida de Jesús. De este soldado romano al zoizo de Lucas Fernández media aparentemente un abismo. ¿Será también para diferenciarlos que en los juegos del Corpus Christi de 1508 viene a tomar el hombre de a pie del reinado de los Reyes Católicos el nombre de «çoiço»? De ser así, el término genérico de «soldado» remitiría inmediatamente el público a las escenificaciones religiosas con soldados romanos. De tener más ocurrencias de la palabra sería interesante determinar si fue efectivamente el caso y si fue preciso para las festividades encontrar otro término para designar al soldado que no procedía del Nuevo Testamento. En tal caso se explicaría la enumeración de los apelativos en la acotación escénica: «soldado o zoizo o infante».

Las reflexiones anteriores me llevan a concluir sobre el problema de las circunstancias de representación de la obra, lo cual permitirá aclarar parte del papel del Soldado. Es cosa sabida que las obras teatrales textualizan los momentos más sobresalientes de la vida palatina, particularmente los nacimientos y desposorios, cuando no el ritual religioso del calendario litúrgico (Navidad, Pasión...). J. P. Crawford y J. Lihani pusieron de realce en sus trabajos30 la conexión existente entre las representaciones pastoriles que terminan con una boda y la celebración de los matrimonios de la nobleza. El tema de los amores rústicos y la teatralización de los esponsales entre un pastor y una pastora sirven de contrapunto eminentemente cómico a las ceremonias complicadas y refinadas de la nobleza. Semejantes representaciones se insertan dentro de las festividades palatinas en calidad de diversiones cuya meta es provocar la hilaridad a expensas del «rústico», tan «grosero». El Soldado serviría en esta obra de contrapunto, desempeñando el papel necesario, inevitable casi, del ya estereotipado cortesano.

Si aceptamos la idea de que escribió Lucas Fernández esta Farsa para una circunstancia festiva relacionada con un matrimonio, hay que tener en cuenta los puntos siguientes: 1. escribe su Farsa después de representarse las más de las églogas de Juan del Encina ya que se refiere específicamente a ellas en el mismo texto y en particular a la Representación de Amor que presenció el príncipe heredero en septiembre de 1497; 2. la Farsa es de fines de 149731.

Llegamos a la conclusión siguiente: o bien remite a las festividades que tienen lugar en Salamanca para celebrar el casamiento del príncipe don Juan con Margarita de Austria o bien su meta es servir de regocijo durante las bodas de la princesa María con el rey Manuel que tienen lugar poco después. En tal caso significaría que Lucas Fernández se fue con la corte real a Portugal, hipótesis que J. Lihani emite repetidas veces32.

¿Se representó la obra? Es imposible dictaminar sobre el particular, lo mismo que sobre las circunstancias festivas exactas para las que se escribió. Es de suponer que también pudo escenificarse más tarde en la fiesta del Corpus Christi como parece que fue el caso en 1505, con la égloga de Encina representada en 1497 ante el príncipe don Juán33.

Con la teatralización del Soldado, la obra abre nuevas perspectivas. Esta variación sobre el tema del afrontamiento pastores/no-pastores tiene la ventaja de ofrecer a la obra una doble vertiente cómica. El pastor sigue desempeñando su papel tradicional de «cómico» cualquier que sea su antagonista. La novedad consiste en presentar al público un personaje «serio» procedente de la realidad social y no de la ficción, un nuevo tipo casi desconocido aún de soldado extranjero, el zoizo, e interpenetrar la ficción con la realidad. Los dramaturgos posteriores, sin duda influidos por el paródico Centurio de la Celestina, sabrán sacar provecho del personaje, o bien -lo que no hizo L. Fernández- matizándole fuertemente de las bravuconadas del miles gloriosus, o bien invirtiendo la situación y haciendo de él un soldado mercenario español sirviendo al Papa. El ámbito de las representaciones ya no es el mismo, el espacio en que evoluciona el personaje se ha desplazado. El Soldado tampoco seguirá hablando como un cortesano.





 
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