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[La Torre de Hércules]

Emilia Pardo Bazán

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)





Vive Marineda1 en eterna pugna con su vecina Compostela, ciudad más unida y más hábil para defenderse. Orgullosa de sus monumentos artísticos, Compostela no se resigna a ser la segunda, a verse eclipsada por un burgo de humildes pescadores, donde sólo una vieja colegiata de Templarios2 y un par de pórticos más o menos carcomidos representan el Arte y la Historia. El rencor de Compostela contra Marineda, pasión levítica al fin, es hondo y tenaz, aunque disimulado; Marineda, más desprevenida y bonachona, no pierde los estribos sino en ocasiones dadas, cuando algún rasguño fuerte le saca —342— sangre. Por estas rencillas no enlaza todavía el tren a las dos primeras ciudades galaicas, con daño común, pues la unidad de sentimiento regional, por encima de las quisquillas locales, es lo que da verdadera fuerza, hoy que los gobiernos sólo complacen y sirven a los pueblos en razón directa de lo que les temen.

El tesoro que luce Marineda con ufanía, lo que le alivia la dentera de la famosa plaza monumental compostelana, es su célebre Torre, el faro, cuyo origen, según anticuarios muy doctos, se pierde en las tinieblas de edades, para Galicia, rigurosamente prehistóricas, y según otros, procede de la dominación latina. ¡Triste e interesante camino el que conduce al pie del vetusto centinela de los mares! Guarnécenle de una parte terrenos peñascosos, en cuyas pardas y amarillentas fisuras cayó un puñado de tierra vegetal, y germinaron aliagas picantes, pálidos cardos, encendidas amapolas y, merced a un cultivo afanosísimo, desmedradas legumbres y míseras patatas. De la otra parte se extiende la brava costa, el pensativo Cementerio y su capilla desierta, pronta a repetir con singular poder acústico las palabras que en queda voz se pronuncien en los ángulos del peristilo; y a derecha e izquierda del camino se encuentran, al pronto, casas, que van haciéndose más pobres hasta rematar en exiguos ranchos, a cuyas puertas se revuelca, —343— entre el polvo de la vía pública, un enjambre de chicuelos, frescos como la aurora y sucios como muladares. Pero a medida que avanzamos hacia la Torre, ascendiendo por la cuesta que guía al promontorio en que el severo vigía descansa, van faltando habitaciones humanas, y nos quedamos solos, solos con las tapias del Camposanto, con las montañas que sombrías se alzan en el horizonte, con el faro que ya nos flecha su mirada de fuego, con el océano que muge y asalta la ribera rompiéndose en las rocas y escupiendo su argentada espuma al cielo nebuloso.

A los silbidos del viento desencadenado, al perenne bramido de las olas, suele unirse en pavoroso acorde el eco del cañoneo en que se ejercita la batería de salvas: eco que trae a la mente la imagen de batallas navales, de buques en peligro, armonizándose bien con la aterradora música de la resaca y del vendaval. Allá en los cimientos de la torre, es fama que enterró Hércules su clava3 y con ella la cabeza ensangrentada de Gerión4 su enemigo. ¿Cuál será la verdadera historia del venerando monumento? Ante ciertos edificios en que la leyenda labra su nido fantástico, no apetezco nunca datos evidentes, y me entrego a un sentimiento no siempre originado de la belleza del objeto que miro, sino más bien del cuadro en que mi fantasía lo encierra... Quien no posee o no ejercita esta facultad —344— se pierde un goce de los más delicados que existen en el mundo.

Las dos veces que con intervalo de años subí la escalera de caracol que se enrosca por el interior del faro (no sin pensar, con el malagueño Molina5, que no tuvo consejo quien deshizo la escalinata exterior, que ofrecería pintoresco y sorprendente golpe de vista al ascender) tocáronme dos tardes diferentísimas, pero a cuál más seductora para quien se embelesa con perspectivas y contemplaciones naturales. Era la primera tarde una del mes de mayo, templado, apacible y majestuoso: plegara las alas el viento, y ni las amapolas del camino oscilaban por otra causa sino por la propia pesadumbre de sus rojas cabecitas, mal sustentadas sobre los delgados tallos. Cuando llegué a la plataforma en que una magnífica linterna con planchas giratorias sustituye ventajosamente al espejo encantado en que cuentan se reflejaban las naos enemigas a distancia de diez leguas, trasponía el sol la montaña de San Pedro, soltando doradas hebras de su expirante luz sobre la móvil extensión del mar. Éste yacía en calma y apenas una leve cinta de plata orlaba los negros escollos. Al iluminarse el faro, en los gruesos cristales de la linterna y en su armazón metálica vióse de pronto un centelleo, que multiplicado por fracción, ofreció el espectáculo de un palacio —345— de gnomos, hecho de facetas de diamante, que irisaban rojos, azules, violáceos y anaranjados tornasoles. La segunda tarde que visité la Torre, fue aquella que no se ha borrado jamás de la memoria de Castro y Serrano, elegante autor de la Novela del Egipto6. Si la contase él, con el cómico estilo que lo hizo un día en casa del librero Fe a Núñez de Arce, sería un plato delicioso para el lector. Hay que oírle cómo refiere aquella desatinada carrera al galope de cuatro jacas, en que creyó llegada su última hora, y en que el ruido del huracán no le permitía ni articular la pregunta:

-«¿Cuándo nos estrellamos aquí?».





FUENTE

Pardo Bazán, Emilia, De mi tierra, Madrid, Administración, [1893?], pp. 342-345.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



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