Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- XV -

Himno de Riego, de Garibaldi. Marsellesa


Era Baltasar un hijo, no de este siglo, sino de su último tercio, lo cual es más característico y peculiar. Calificábanle las señoras de atento; sus compañeros, de muchacho corriente y agradable; su tío, de chico listo y con el cual se podía departir acerca de asuntos de comercio. Su temperatura moral no subía ni bajaba a dos por tres; no se le conocía ardor ni entusiasmo por ninguna cosa; la fiebre de la mocedad no le había causado una hora de franca y declarada calentura. Ni juego, ni bebida, ni mujeres le sacaban de quicio. En política era naturalmente doctrinario. Su madre le juzgaba mozo de gran porvenir y altos destinos, porque dejándole la paga para gastos menudos y diversiones, Baltasar ahorraba y nunca se halló sin blanca en el bolsillo del chaleco. Destinado a la carrera militar, más por vanidad de su familia que por vocación, no era, sin embargo, cobarde, pero sí yerto; prefería los ascensos a la gloria, y a la gloria y a los ascensos reunidos anteponía una buena renta que disfrutar sin moverse de su casa ni estar a merced del ministro de la Guerra. Secretamente, con cautela suma (porque Baltasar respetaba la opinión pública y todo lo que hay que respetar para vivir con sosiego), la ley y norte de su vida era el placer, siempre que no riñese con el bienestar. Tenía vanidad, pero vanidad encubierta y en cierto modo solitaria. A sus creencias, vacilantes y endebles, no quería tocar, como si fuesen un diente próximo a caerse y con el cual evitase morder cortezas duras. Vivía a su gusto y talante, sin meterse en más libros de caballerías. Físicamente tenía Baltasar mediana estatura, la tez fina y blanca, y de un rubio apagado el ralo cabello; pero la parte inferior de su fisonomía era corta y poco noble; la barbilla chica y sin energía, la boca delgada de labios, como la de doña Dolores. En conjunto, su rostro pareciera afeminado a no acentuarlo la aguda nariz, diseñada correctamente, y la frente espaciosa, predestinada a la calvicie.

Al huir del café, como si huyese de sí mismo, dejando a su madre y a sus hermanas ocupadas en agotar los sorbetes, sintió que le daban una palmadica en la espalda, y volviéndose conoció a Borrén, que ya hacía días estaba de retorno de Ciudad Real, contando que allí había unas chicas... hombre, ¡cosa notable! Se cogieron del brazo y se dieron a vagar por las calles, que no aconsejaba otra cosa la serenidad y hermosura de la noche de estío. Baltasar desahogó sus cuitas en aquel amigo pecho. Él no estaba ciego por Josefina, ni cosa que lo valga; pero ahora recelaba que sería mal visto plantarla de golpe y porrazo.

-Entreténgala usted -aconsejó maquiavélicamente Borrén- y distráigase por otro lado. ¿Va usted a vivir así a su edad? ¡Pues no faltaba más, hombre!

-Es una diablura: en este pueblo todo se sabe, y después, líos, historias, lances que molestan... Se me figura que voy a pedir que me destinen a Andalucía o a Cataluña... Si me quedo aquí, hay una muchacha que me da, a veces, en que pensar... ¿y para qué se ha de meter uno en un atolladero?

-Una muchacha... No es la de García, ¿eh?

-No, hombre... Esos son solaces a la alta escuela y por todo lo fino, que no le quitan a uno el sueño... Es... una cigarrera.

-¡Hola... picarón! ¿Esas tenemos, y tan calladito?

-Usted mismo me la enseñó y me habló de ella... La chica del barquillero.

Borrén chasqueó la lengua contra el paladar.

-¡Yaaaá lo creo! ¡Toma, toma! ¡Pues si es una joyita, hombre! ¡Caramba con usted y cómo lo gasta! ¿No se lo decía yo a usted, eh?

-Debo advertir que por ahora no hay nada. No se eche usted a maliciar ya.

-Principio quieren las cosas, hombre.

Hablaban así al atravesar una calle principal, cuando de pronto les llamó la atención el corro de gente parada a la puerta de una sociedad de recreo. Dentro del marco de las iluminadas ventanas se veían agitarse figuras negras que gesticulaban animadamente, y detrás de ellas medio se columbraba una mesa servida con copas, botellas y dulces. A veces se dibujaba sobre el fondo de luz la silueta de una mano que alzaba una copa, y el clamor que seguía al brindis era delatado por el retemblido de los cristales.

-El Círculo Rojo -dijo Borrén-. Están obsequiando a los delegados de Cantabria.

-¡Llegar por mar ahora mismo y tener humor para correrla! -exclamó el teniente-. ¡Lástima de naufragio!

-¿A usted qué le parece de estas algaradas, Sobrado?

-¿Qué me ha de parecer? Que antes de dos meses nos embromarán allá por Navarra los del Terso...

-¡Quia! Eso nunca, hombre. Eso murió, y los muertos no resucitan.

-Usted entiende más de chicas guapas que de política, amigo Borrén. Nos van a divertir, créame usted. Ya anda en danza Elío, un militar si los hay... Eso se va a organizar; verá usted cómo salen de la tierra igual que los hongos cuando llueve, pero equipaditos y con armamento. Y estos otros también van a sacar las uñas por Barcelona y donde haya blusas y fábricas. Lo peor de todo es que harán de España mangas y capirotes...

Un golpe de gente que desembocaba en la calle cortó la réplica de Borrén. A la luz del astro nocturno se veía blanquear los instrumentos de metal y los papeles de música. Al llegar ante el Círculo Rojo instaló la banda sus atriles, en el centro del corro que aumentaba; y previas algunas palabras en voz baja y un golpe de batuta, rasgó los aires el bullanguero himno que todo español conoce y ama o detesta. Del concurso partieron gritos.

-¡Himno de Garibaldi!

-¡Marsellesa, Marsellesa! -contestó un grupo más compacto.

Y enmudecieron los metales, y presto volvió a alzarse su formidable acento, entonando la trágica Marsellesa. Impensadamente se abrieron las ventanas del Círculo, y fue como si la sala llena de claridad, de gente y de tumulto, se viniese a meter entre los espectadores.

En primer término asomaron las cabezas los recién venidos, y al punto calló la música y se oyeron vivas a los delegados, a Cantabria, dominando el clamoreo una voz aguardentosa que desde la esquina repetía incansable «¡Viva la honradez!». Una mujer se adelantó, y entrando en el círculo de luces, gritó con voz fresca y potente:

-¡Que brinden a la salud del pueblo!... ¡Que brinden!...

Volviose uno de los delegados, y al punto le trajeron una copa rebosando Champaña, que elevó a los cielos al pronunciar el brindis. Las luces de los atriles alumbraron su barba de nieve, sus mejillas sonrosadas como las de los viejos de la pintura arcádica. Baltasar sacudió el brazo de su confidente.

-¿La ve usted?

-La veo. ¡Olé y qué guapa se pone todos los días, hombre!

-Pero se me hace muy cargante con estas cosas políticas. Las mujeres no tienen más oficio que uno.

-Sí, hombre... quién la mete a ella... tiene chiste.

-Es una epidemia. Almorzamos política y comemos ídem. Se va volviendo España un manicomio. ¡Bah! Si no estuviese aquí, donde todo el mundo me conoce, las extravagancias de esa muchacha no dejarían de divertirme... ¿La ve usted aplaudiendo a rabiar al del brindis? ¿Cómo se llamará ese ciudadano? Parece el Oroveso de Norma.

-Psh... mañana lo sabremos.




ArribaAbajo- XVI -

Revolución y reacción mano a mano


En la calle de los Castros estaba Carmela, la encajerita, descolorida como siempre y ocupada en oír de boca de Amparo el relato de los sucesos de la víspera. Asomada Carmela al tablero, disimulaba su talle encorvado ya por la habitual labor; pero no sus ojos ribeteados y cansados de fijarse en la blancura del hilo. No obstante su atareado vivir, la encajera gastaba humor apacible e inalterable y poseía la dulzura de las personas melancólicas, una benevolencia claustral. Amparo narraba animadamente; los delegados de Cantabria habían desembarcado entre inmenso gentío que llenaba el muelle y la ribera: ella pensó por la mañana alumbrar en la octava de San Hilario; pero ¡qué octava ni octava!, en cuanto supo la venida del buque, allá se plantó, en el desembarcadero, abriéndose calle a codazos... Los delegados son unos señores..., ¡vaya!, de mucho trato y de mucho mundo: ¡saludan a todos y se ríen para todos!, ¡republicanos de corazón, ea! (y aquí Amparo se descargó una puñalada en el pecho). A la señora María, la Rinchona, mira tú, porque dijo que les quería dar la mano, la abrazaron a vista de todo Dios... luego los había acompañado al Círculo Rojo, y oído la serenata, y el discurso que echó uno de ellos... ¡un viejo que parece un santo!, y otro... un señor serio, de mal color...

-¿Y qué tal, predican bien?

-¡Dicen cosas... que se le hace a uno agua la boca de oírlas! Quisiera yo que estuviesen allí los que creen que la federal trae desgracias y belenes. El viejo no habló sino de que ya no había tiranía... de que todo se iba a arreglar con moralidad y atención... de que nos quisiésemos mucho los republicanos, porque ya todo ha de ser concordia entre los hombres.

-Tú tienes un memorión... A mí se me iría el santo al cielo. Mi memoria es de gallo. Y el otro, ¿qué dijo?

-El otro, el otro... el otro habla despacio, pero echa unos términos, que a veces cuesta caro entenderlo... Predicó mucho de nuestros derechos y del trabajo, y de lo que representa esta Unión del Norte... y de que las clases trabajadoras, si se unen, pueden con las demás... Habían de venir allí arrastrados de las orejas los que piensan que los republicanos dicen cosas malas. No señor, allí se cantaba clarito lo que somos, paz, libertad, trabajo, honradez y la cara y las manos muy limpias.

-Dime una cosa, mujer.

-Más que sean dos.

-¿Y qué significa eso de república federal?

-Significa... ¿qué ha de significar, repelo? Lo que predicaron esos.

-Pero no me hice bien de cargo... ¿Qué más tiene eso que el gobierno que hay ahora?

-Tiene, tiene, tiene... tiene que Madrí no se nos monte encima, y que haya honradez, paz, libertá, trabajo...

-Pero... vamos, una pregunta, por preguntar, mujer. ¿No decían cuando vino el barullo de la revolución el año pasado, que nos iban a dar todo eso? Conforme aquellos no lo dieron también podrá cuadrar que no lo den estotros.

-No puede ser, y no, y no, porque estos son otros hombres de otra manera, que miran por el bien del pueblo... No digas tontadas.

La encajerita se rió con su risa tenue.

-No, si lo que vienen a dar es trabajo, por acá no falta... Y digo yo y preguntando otra vez, si es verdá que quitan la estancación del tabaco, vamos a ver, ¿cómo os valéis las cigarreras? Pidiendo limosna.

-¡Esa es una burrada de las gordas! -exclamó Amparo, fuerte ya en la controversia del punto concreto-. Oye y atiende, mujer, te lo voy a poner claro como el sol. Ahora el Gobierno nos tiene allí sujetas, ¿no es eso? Ganamos lo que a él se le antoja; si vienen, un suponer, buenas consignas, porque vienen, y si no, fastidiarse. Él chupa y engorda y se hace de oro, y nosotras, infelices, lo sudamos. Que se desestanca, que se desestancó: ¡ala con ella!, las reinas somos nosotras, las que tenemos nuestra habilidad en los dedos; con nosotras han de venir a batir el consumidor y el estanquero, y si a mano viene, el ministro del ramo... ¿Aún no entendiste, tercona?

Meneaba suavemente la cabeza la encajerita, mientras los hilos de la labor se deslizaban, se cruzaban, se entretejían a través de sus dedos, y los palillos de boj, chocando unos contra otros, hacían una musiquilla flauteada.

-Es que... tú pintas las cosas... Pero dime.

-¡Qué porfiosa del dianche!

-Dime con verdad... ¿Falta ahora gente que pretenda entrar en la Fábrica?

-¡Faltar! ¡Más empeños andan danzando!

-Pues, catá... El día que quiten la estancación se echa medio mundo a trabajar en cigarros, y habiendo mucho quien trabaje, el trabajo anda por los suelos de barato. ¿Qué me está pasando a mí? Empezó la tía a hacer encajes, y le salieron dos o tres de Portomar a poner la competencia... porque ahora son mucha moda estas puntillas, hasta para pañuelos; lo que estoy rematando es un pañuelo.

Descubrió ufana su almohadilla alzando un pañizuelo que velaba parte de labor terminada ya, y viose una afiligranada crestería, un alicatado de hilo, donde el menudo dibujo se desplegaba en estrellitas microscópicas, en finos rombos, en exquisitos rectángulos, todo ello unido con arte y gracia formando primorosa orla. Amparo aprobó.

-Está muy bonito -dijo.

-Pues con todo y que se lleva tanto, como ya somos muchas a menear los palitroques, hay que arreglar los precios... Yo -murmuró suspirando levemente- no puedo hacer más; a veces trabajo con luz, pero no me lo resisten los ojos, y así me arrimo cuando más puedo al tablero hasta que no se ve el día... La tía también se quedó medio ciega; ya ni puntillas gordas hace: sólo sirve para ir por las casas a vender lo que yo trabajo...

Batida en el terreno crematístico, Amparo tocó otra cuerda para seguir hablando de lo que la gustaba; que no se le cocía el pan en el cuerpo hasta desembuchar cuanto había visto y esperaba ver.

-¡El día que lleguen por tierra los delegados de Cantabrialta... se prepara una buena! ¿No sabes?

-¿Mucha fiesta?

-Los han de esperar con coches... Y... -Amparo se detuvo, bajando la voz para acrecentar el efecto de la estupenda noticia- les iremos a alumbrar con hachas.

-¡Ave María de gracia! ¿Qué me dices, mujer? ¿Alumbrarles como a los santos?

-Andando.

-¿Y quién? ¿Las de la Fábrica?

-Ajá. Una ristra de ellas. Ya estamos habladas.

-¿Van tus amigas?... ¿Aquellas dos?...

-¡Espera por ellas! No, mujer, no. Ana, como trata con un capitán mercante, no se quiere rebajar a que la vean alumbrando; dice que cuando llegue la Bella Luisa la avergonzaría su marino... ¡Y aquella tonta de Guardiana tuvo valor a decirme que ella sólo cogería un hacha para ir en la procesión de Nuestra Señora de la Guardia!

-Pues yo digo otro tanto... más que te enfades, mujer. ¡Vaya unos dioses y unas imágenes que vais a llevar en procesión! Eso parece cosa de idólatras. Alumbrar solamente a las cosas de la iglesia, el veático, las octavas...

-Calla, que eres más nea que los neos.

-¡Y para el favor que me están haciendo a mí esos señores que predican la libertá! ¡Dicen que van a echar a todas las monjas a la calle y a no dejar convento con convento!

Amparo retrocedió tres pasos, se puso en jarras, enarcó las cejas, y después se persignó media docena de veces, con extraña prontitud.

-Me valga San... ¿Pero tú hablas formal, mujer? ¿Te quieres meter en aquella prisión por toda, toda, toda la vida? Arreniégote.

-Querer, quiero... ¡Ay! Quise desde que fui así pequeñita... Pero ¡bah!, ¡no puedo! ¿Dónde me van a recibir ahora sin el dote? ¡Buenas están las monjas para meterse en despilfarros! ¿Y yo, cómo he de juntar el dote, dime tú? Si pido, nadie me dará... A no ser que Dios me mande una sorpresa...

-Mujer, rica no soy; pero un par de duros aún no me hacen falta para comer mañana -dijo espontáneamente Amparo.

La pálida sonrisa de la encajerita alumbró su rostro.

-Se estima la voluntá... Necesito una atrocidá de dinero para el caso, y ya sé que juntar, no lo he de juntar nunca... En fin, paciencia nos dé Dios.

-¿Y tú estarías a gusto presa entre cuatro paredes?

-Bien presa vivo yo desde que acuerdo... Siquiera los conventos tienen huerta, y vería uno árboles y verduras que le alegrasen el corazón.




ArribaAbajo- XVII -

Altos impulsos de la heroína


Eran las horas meridianas, las horas de calor, cuando salieron desempedrando las calles de Marineda carruajes en que iban las comisiones del partido a esperar a los delegados de Cantabrialta. Las dos leguas de camino real que van de la ciudad al ex-portazo (como se decía entonces) hallábanse cuajadas de gente en expectativa, asaz empolvada y sudorosa. Poca levita, mucha tuina y chaqueta, de higos a brevas un uniforme; buen número de mujeres, roncas ya, con los labios secos, los ojos inyectados, arrebatadas las mejillas, más o menos descompuesto el peinado y el traje. Engalanadas con colgaduras ostentaba sus casas el pobre suburbio de la Riberilla: quién había destinado a manifestar su civismo la colcha de la cama, quién las cortinas de la humilde alcoba, quién una sábana o mantel. Al ingreso de la barriada se alzaban arcos de triunfo, entretejidos con ramaje.

Cuando regresaron los coches trayendo ya a los esperados viajeros, el contraste que ofrecía el espectáculo convidaba a parar la consideración en él. Acercábase el sol a su ocaso y las colinas que limitaban el horizonte pasaban del suave azul ceniciento al lila más delicado. Las playas de la Barquera y el mar alternaban en zonas de nítida blancura y de limpio color de zafiro; a los últimos destellos del Poniente, el arenal brillaba como si estuviese salpicado de plata, y vaporosas franjas de espuma, tan pronto formadas como deshechas, corrían un instante por el borde de las olas. Soberana y majestuosa paz, unida al recogimiento de la hora vespertina, se elevaba de aquellas diáfanas lejanías al cielo puro, donde apenas de trecho en trecho leves nubecillas, semejantes a copos de algodón, se esparcían tiñéndose de oro. Así se preparaba al sueño la Naturaleza, mientras en la carretera una multitud abigarrada y polvorosa se desojaba mirando al punto por donde asomaría muy luego la comitiva, y recreaba la vista en contemplar los guiñapos y telas de colorines pendientes de los balcones, y el marchito verdor de los arcos de triunfo; y se recibían y daban pisotones recios, y metidos feroces, y algún furtivo pellizco, y se tragaba y se mascaba el árido polvo del camino, oyendo a poca distancia, como irónica burla, el blando gemir de las ondas de la ría.

De tiempo en tiempo, las bombas de palenque trataban de armar un escándalo en la atmósfera, pero en balde: diríase que era la detonación de algún vergonzante petardo, que así alteraba la amplia serenidad del ambiente, como el zumbido de un mosquito turbaría el reposo de un gigante. Las tocatas de la banda de música, hecha pedazos de puro soplar himnos y más himnos patrióticos, se empequeñecían en el libre y anchuroso espacio, hasta asemejarse al estallido de una docena de buñuelos al caer en el aceite hirviendo donde se fríen. Y visto desde la playa, el mismo numeroso gentío podía compararse a un avispero, y la bandera roja a un trapo de los que los chicos cuelgan de una caña a fin de pescar ranas en las ciénagas.

Para que la comitiva adquiriese unos asomos de solemnidad, fue preciso que entrase en los mezquinos arrabales del pueblo. Con la frescura de la noche que caía todo el mundo se halló más a gusto, los de los coches respiraron, sin dejar de saludar a diestro y siniestro, y comenzaron a abrir en las tinieblas sus pupilas de fuego los reverberos de la ciudad, la Farola, y las hachas de cera que encendían algunas mujeres para alumbrar a los carruajes. Así que brilló el cordón de luces, las portadoras de las hachas se alinearon en buen orden, bajando los ojos modestamente porque aquello olía a procesión. Entonces algunos curiosos de Marineda, que no habían querido molestarse en ir más lejos para ver la función, se abrieron paso y situaron convenientemente con propósito de estudiar los semblantes de las que en otra ocasión se llamarían devotas. Si las encontraban mozas y lindas, decíanles cosas almibaradas; si viejas y feas, barbaridades capaces de enojar y abochornar a un santo de leño. Cuando pasaba Amparo, que iba una de las primeras, al lado del rojo estandarte, era un fuego graneado de piropos, una descarga cerrada de ternezas, a quemarropa. Es que la muchacha se lo merecía todo: la luz del blandón descubría su rostro animado, encendía sus ojos rechispeantes, y mostraba la crespa melena, desanudada por la agitación de la caminata, y flotando en caprichosas roscas por su frente, hombros y cuello. Baltasar y Borrén, de americana y hongo, se colocaron entre la apiñada muchedumbre y quizá le murmuraron al oído cien mil dislates; pero no estaba el alcacer para gaitas, es decir, no estaba Amparo de humor de requiebros, hallándose exclusivamente poseída del fervor político.

Sentíase sobreexcitada, febril, en días tan memorables. Por todas partes fingía su calenturienta imaginación peligros, luchas, negras tramas urdidas para ahogar la libertad. De fijo de fijo el Gobierno de Madrid sabía ya a tal hora que una heroica pitillera marinedina realizaba inauditos esfuerzos para apresurar el triunfo de la federal: y con tales pensamientos latíale a Amparo su corazoncillo y se le hinchaba el seno agitado. En medio de la vulgaridad e insulsez de su vida diaria y de la monotonía del trabajo siempre idéntico a sí mismo, tales azares revolucionarios eran poesía, novela, aventura, espacio azul por donde volar con alas de oro. Su fantasía inculta y briosa se apacentaba en ellos. Las enfáticas frases de los artículos de fondo, los redundantes períodos de los discursos resonaban en sus oídos como el ritornelo del vals en los de la niña bailadora. Aquella llegada de los individuos de la Asamblea de la Unión fue para Amparo lo que sería la de los Apóstoles para un pueblo que oyese hablar del Evangelio y de pronto viese arribar a sus costas a los encargados de anunciarlo.

Tenía Amparo por cosa cierta que se acercaba la hora de señalarse con algún hecho digno de memoria: ansiaba, sin declarárselo a sí misma, emplear las fuerzas de abnegación y sacrificio que existen latentes en el alma de la mujer del pueblo. ¡Sacrificarse por cualquiera de aquellos hombres, venidos de Cantabria a vaticinar la redención; inmolarse por el más viejo, por el más feo, prestándole algún extraordinario y capital servicio! Llamar a su puerta a las altas horas de la noche; decirle con voz entrecortada que «ahí viene la policía» y que se oculte; acompañarle por recónditas callejuelas a un escondrijo seguro; meterle en la mano unos cuantos pesos ahorrados a fuerza de liar pitillos; recibir, en cambio, un haz de proclamas para repartir al día siguiente, con la advertencia de que «si se las cogen, puede contarse ánima del Purgatorio»; distribuirlas con sigilo y celo; y por recompensa de tantas fatigas, de riesgos semejantes, ganar un expresivo apretón de manos, una mirada de gratitud del proscrito... Si el heroísmo es cuestión de temperatura moral, Amparo, que se hallaba a cien grados, tal vez se dejara fusilar por la causa sin decir esta boca es mía; y quién sabe si andando los tiempos no figuraría su retrato al lado del de Mariana Pineda en los cuadros que representan a los mártires de la libertad... Feliz o desgraciadamente, lo que ustedes quieran, que por eso no reñiremos, los tiempos eran más cómicos que trágicos, y los loables esfuerzos de Amparo no le obtuvieron otra corona de martirio sino el que en la Fábrica se prohibiese la lectura de diarios, manifiestos, proclamas y hojas sueltas, y que a ella y a otras cuantas que pronunciaron vivas subversivos y cantaron canciones alusivas a la Unión del Norte las suspendieran, como suele decirse, de empleo y sueldo.




ArribaAbajo- XVIII -

Tribuna del pueblo


El Círculo Rojo echa el resto; no se habla en Marineda sino del banquete que ofrece a los delegados de Cantrabria y Cantabrialta. No tiene el Círculo Rojo socios tan opulentos como el Casino de Industriales y la Sociedad de Amigos; pero sóbrale alma y desprendimiento, cuando la ocasión lo requiere, para sangrarse los bolsillos, empeñarse, si es preciso, hasta los ojos y salir con color y presentar una mesa que no le avergüence.

Llamada a conferenciar con el presidente del Círculo la «persona de buen gusto», que nunca falta en los pueblos para dirigir las solemnidades, entró al punto en el desempeño de sus funciones, y se dio tal maña, que en breve pudo negociar un empréstito de candeleros de plata, centros de mesa, vajilla fina, mantelería adamascada y nueva, palilleros caprichosos y pureras sorprendentes. Obtenido lo cual, el correveidile se frotó las manos asegurando al presidente que la mesa estaría regiamente exornada.

-Regiamente, no señor -contestó el presidente algo fosco-. Republicanamente, dirá usted.

No quiso el organizador de la fiesta discutir el adverbio, y satisfecho de haber encontrado los accesorios, se dio a buscar lo principal, o sea la comida. Bregando con fondistas y cafeteros, consiguió combinar platos, vinos y helados del modo que le parecía más ortodoxo y elegante; pero quiso su desdicha que a última hora el entusiasmo político lo echase todo a perder, instigando a este bodegonero federal a enviar «la prueba» de sus vinos y a aquel hornero a remitir media docena de robustas empanadas, que cayeron en el banquete como barbarismos en selecto trozo de latinidad clásica. Menudencias que la Historia no registrará seguramente.

De propósito se empezó tarde la comida, y circulaban aún las dos sopas de hierbas y de puré, cuando los camareros cerraron las maderas de las ventanas y encendieron las bujías de los candelabros y los aparatos de gas. Viose entonces salir de las vaguedades del crepúsculo la mesa, la larga mesa de sesenta cubiertos, con sus brillantes objetos de plata, sus ramos de flores simétricamente colocados, sus altos ramilletes de dulce, sus temblorosas gelatinas, donde la luz rielaba como en un lago. El presidente del Círculo tendió en derredor una mirada de orgullo. En verdad que el aspecto del banquete era majestuoso. Imperaba en él todavía la reserva de los primeros momentos: la gente comía con moderación y delicadeza, los camareros y mozos de servicio andaban discretamente sin taconear, las cucharas producían leve música al tropezar con los platos, la virginidad del mantel alegraba los ojos, y el vaho aperitivo de la sopa no desterraba del todo las fragantes emanaciones de las rosas y claveles de los floreros. No obstante, al servirse la primer entrada comenzaron a dialogar los vecinos de mesa, y el rumor creciente de las conversaciones envalentonó a los mozos, que pisaron ya más recio.

Presidía la mesa el viejo de blanca barba, y la teatral nobleza de su figura completaba la decoración. A su derecha tenía al presidente del Círculo y a su izquierda al orador de tenebrosa faz, el que, según Amparo, «echaba términos» difíciles de entender. Seguían los demás delegados por orden de respetabilidad, alternando con individuos de la Junta, de la Prensa, del partido.

Fue poco a poco acrecentándose el ruido de la charla y desatándose las lenguas, por donde rebosaba ya la abundancia del corazón. El que, merced a su ancianidad venerable, podía ser llamado patriarca, sonreía, aprobaba, estaba de acuerdo con todo el mundo, mientras el delegado tétrico y ceñudo se las componía lo mejor posible para disputar. Al tercer plato disparó con bala rasa contra la propiedad, el capital y la clase media, y el presidente del Círculo, patrón y dueño del establecimiento, hubo de amoscarse; poco después fue el patriarca mismo el enojado, a causa de no sé qué frases sobre el derecho de insurrección y el empleo de medios violentos y coercitivos. Ninguno le parecía al patriarca lícito; en su concepto, el amor, la paz, la fraternidad, eran las mejores bases para fundar la unión federativa, no sólo de Cantabria y de España, sino del mundo. Cada cual alegaba sus razones, tratando de quimera el ajeno parecer; la discusión se hacía general; intervenían en ella periodistas y delegados desde los más remotos extremos de la mesa; alguien brindaba sin ser oído; personas de voz escasa exclamaban en tono suplicante: «Pero oigan ustedes, señores... si ustedes oyesen una palabra...». Era en balde. El grupo central se lo hablaba todo; de su confuso vocerío sólo se destacaban frases sueltas, airadas, empeñadas en descollar. «Eso son utopías, utopías fatales... No, es que le convenzo a usted con la historia en la mano... Sí, sí, hagámonos de miel... La Revolución Francesa... Era otro régimen, señores... No confundamos los tiempos... Está usted en un error... Un hecho no es ley general... Eso lo ha dicho Pi... Cantú es un reaccionario... El bautismo de la sangre... Horrores infecundos...». Mientras duraba la polémica, los mozos no se entendían para pasar las fuentes del asado y para escanciar el Champaña... Uno de ellos se inclinó hacia el presidente y le dijo al oído no sé qué... El presidente se levantó al punto y salió de la sala, volviendo a entrar presto seguido de un grupo de mujeres.

Amparo lo capitaneaba. Penetró airosa, vestida con bata de percal claro y pañolón de Manila de un rojo vivo que atraía la luz del gas, el rojo del trapo de los toreros. Su pañuelito de seda era del mismo color, y en la diestra sostenía un enorme ramo de flores artificiales, rosas de Bengala de sangriento matiz, sujetas con largas cintas lacre, donde se leía en letras de oro la dedicatoria. Diríase que era el genio protector de aquel lugar, el duende del Círculo Rojo; las notas del mantón, del pañuelo, de las flores y cintas se reunían en un vibrante acorde escarlata, a manera de sinfonía de fuego.

Adelantose intrépida la muchacha levantando en alto el ramo y recogiendo, con el brazo libre, el pañolón, cuyos flecos le llovían sobre las caderas. Y como el conspicuo disputador, dejando su asiento, mostrase querer tomar el ex-voto que la muchacha ofrecía en aras de la diosa Libertad, Amparo se desvió y fuese derecha al patriarca. El corro se abrió para dejarla paso.

La muchacha, sin soltar el ramo, miraba al viejo. Este, de pie, con su barba plateada y levemente ondulosa como la de los ermitaños de tragedia, con su calva central guarnecida de abundantes mechones canos, con su alta estatura, un tanto encorvada ya, se le figuraba la ancianidad clásica, adornada de sus atributos, coronando la cima de los tiempos. Y el patriarca, a su vez, creía ver en aquella buena moza el viviente símbolo del pueblo joven. Ambos formularon en sus adentros el pensamiento de simpatía que les asaltaba.

-Este señor mete respeto lo mismo que un obispo -se dijo Amparo.

-Esta chica parece la Libertad -murmuró el patriarca.

Entre tanto la muchacha comenzaba su peroración. Temblábale la voz al principio; dos o tres veces tuvo que pasarse la mano, yerta, por la frente húmeda, y sin saber lo que hacía accionó con el ramo, cuyas cintas culebrearon como serpientes de llama, y carraspeó para deshacer un nudo que le apretaba el galillo. Poco a poco, el rumor de la mesa, el cuchicheo de los convidados más distantes, la luz de los mecheros de gas que le calentaba los sesos, el aroma de los vinos y la espuma del Champaña, que aún parecía bullir en la iluminada atmósfera, la embriagaron, y sintió fluir de sus labios las palabras y habló con afluencia, con desparpajo, sin cortarse ni tropezar. Los convidados se daban al codo sonriendo, pronunciando entre dientes algún «¡bravo!, ¡muy bien!», al oír que las operarias republicanas de la Fábrica ofrecían aquel ramo a la Asamblea de la Unión del Norte y al Círculo Rojo en prueba de que... y para manifestar cuanto... y como testimonio de que los corazones que latían..., etc. El patriarca se colocaba la mano sobre el pecho, se la llevaba a la boca con sincerísima complacencia, mientras el disputador, tieso y serio, inclinaba de vez en cuando lentamente la cabeza en señal de aprobación. Por fin, la oradora acabó su discurso entregando el ramo al patriarca y gritando: «¡Ciudadanos delegados, salud y fraternidad!».

Tomó el viejo la ofrenda y la pasó al presidente, que se quedó con ella muy empuñada y sin saber qué hacer. Confusas las compañeras de Amparo por el silencio repentino, miraban de reojo hacia todas partes, maravillándose del esplendor de la mesa y algo sorprendidas de que el banquete republicano fuese cosa de tanto orden y de que los delegados comiesen en vez de salvar la patria. El patriarca se acercó a Amparo; sus mejillas arrugadas y marchitas tenían a la sazón sonrosados los pómulos.

-Gracias, hijas... -tartamudeó cabeceando senilmente-. Gracias, ciudadanas... Acércate, tribuna del pueblo... que nos una un santo abrazo de fraternidad... ¡Viva la tribuna del pueblo! ¡Viva la Unión del Norte!

-¡Viva! -balbució Amparo toda enternecida, ahogándose-. ¡Viva usted... muchos años! -Y el viejo y la niña estaban a dos dedos de romper a llorar, y algunos de los convidados se reían a socapa viendo aquel brazo paternal que rodeaba aquel cuello juvenil.




ArribaAbajo- XIX -

La Unión del Norte


¡Cuidado si hace calor!

Sobre el duro azul de un celaje no empañado por la más leve bruma, ondean las flámulas, colocadas en mástiles a la veneciana alrededor del baluarte de la Puerta del Castillo, y sus gayos colores no desdicen del júbilo radiante del cielo y de la estrepitosa y alegre multitud. Arcos y ondas de follaje verde corren de mástil a mástil, disonando y contrastando con el tono cerúleo del firmamento. En mitad del anfiteatro se alzaba el palco destinado a la Asamblea de la Unión, con su tribuna al centro, y flanqueado de otros dos más bajos, pero mayores, destinados a las comisiones del partido. Bien podía la Asamblea constitutiva de la Unión del Norte de la costa ibérica -que así se nombraba en sus documentos oficiales- ocupar oronda y satisfecha el palco presidencial: pocas sesiones y breves horas le habían bastado para sentar las bases del gran contrato unionista federativo; actividad gloriosa, sobre todo comparándola con la flema y machaconería de aquellas holgazanas de Cortes Constituyentes, que tardaban meses en redactar un código fundamental y definitivo para la nación.

Caminaba impetuosa hacia el anfiteatro la comitiva, compuesta del partido y juventud republicana, de mucha chiquillería, de los comités rurales, de los delegados y de todo fiel cristiano que movido de curiosidad quiso injerirse en la procesión. Apresuradamente, como si fuese un ser único animado por un solo soplo vital, y tuviese por voz la banda de música que aturdía el ambiente con himnos y más himnos, adelantábase la palpitante masa humana; y empujadas por la compacta muchedumbre, las banderas, coronadas de flores, vacilaban cual si estuviesen ebrias, y tan pronto daban traspiés y se inclinaban acá o acullá, como tornaban a erguirse rectas y altivas. Y las casas del tránsito parecían contemplar el cuadro y entender su asunto, y de unas llovían flores, ramos, coronas, y otras, en menor número, cerradas a piedra y lodo, dijérase que fruncían el ceño y se ponían hurañas y serias al sentir el roce de las olas revolucionarias.

Cuando estas llegaron a estrellarse en el baluarte, se esparcieron y derramaron por doquiera. El gentío trepó a las escaleras, cabalgó en el caballete de los bastiones, invadió los palcos de los comisionados, y se extendió coronando las alturas vecinas; por los troncos de los mástiles se encaramó más de un granuja, resuelto a dominar la situación. Penetró majestuosamente en su palco la Asamblea, y así que los delegados ocuparon sus asientos, el tumulto se apaciguó como por magia, y cerca de veinte mil personas guardaron silencio religioso. Sólo se oyó salir de algún rincón del anchuroso escenario, el melancólico grito que pregonaba: «¡Agua de limón fría, barquillos, agua, azucarillos, agua!». Dos fotógrafos, situados en el lugar oportuno para tomar la vista, enfocaban cubriéndose la cabeza con el paño de bayeta verde, y sus máquinas parecían los ojos de la Historia contemplando la escena. Casi se oiría el volar de una mosca, sobre todo en las cercanías del palco presidencial.

Procediose a la firma y lectura del contrato de Unión. Desde lejos se veía en el palco una agrupación de cabezas, entre las cuales se destacaba la negra cabellera melodramática del disputador y sus quevedos de oro, y la barba nívea del Patriarca, resplandeciente al sol como la de Jehová en los cuadros bíblicos. Estaban Baltasar y Borrén apoyados en un lienzo de parapeto, de pie sobre un sillar de piedra, lo cual les permitía ver cuanto ocurriese. Ambos prestaban atención suma, comprendiendo que presenciaban un episodio interesante del drama político español.

-Aquí se incuba algo, hombre -exclamó Borrén inclinándose hacia su amigo.

-¡Claro que se incuba! ¡El desbarajuste universal... y el picadillo que van a hacer de España esos señores!

-Hombre, dice que no... Dice que lo que desean es confederarnos, para que estemos más uniditos que antes... ¿no ve usted que esto se llama la Unión?

-¡Sí, sí, corte usted un dedo y péguelo después con saliva!

-A bien que una nación no es ninguna naranja para hacerse cuarterones tan fácilmente... ¿Sabe usted lo que me contaron de ese viejecito... del Patriarca? Mire usted, yo me explico que sea republicano... ¡había cosas en aquellos tiempos antiguos! ¡Era el segundo de una casa rica... poderosa, hombre! El mayorazgo arrampló con todo, ¿eh?, mimos y hacienda, y a él le quedó un palomar viejo y la memoria de las azotainas... Otro se hubiera hecho misántropo... Él se hizo filántropo y luego progresista, y luego federal... y es un bienaventurado que abraza a todo el mundo, y oye misa, y es incapaz de hacer daño a nadie... acá inter nos le tengo por algo chocho...

-¿Y aquel moreno... el de los quevedos?

-¡Ah! ese... ese dicen que es de los que quieren perder las colonias y salvar los principios: hombre de línea recta, de geometría... Según Palacios, que lo conoce, la ecuación entre la lógica y el absurdo: no en balde es ingeniero. Si para lograr sus ideales tuviese que desollarnos... ¡pobre pellejo!

-¿Y si tuviese que desollarse a sí mismo?

-¡Cáspita!, de la epidermis ajena a la propia... Con todo, no seamos escépticos, hombre. Allí tiene usted a aquel otro... al del bigote negro... el que está a la izquierda del Patriarca. Pues mire usted, hombre, que le ha costado ya dinero y disgustos esta mojiganga política... emigrado, encausado, maltratado... y se libró de ir a las Marianas... no sé cómo... Hay humor para todo en este mundo sublunar... ¡Y decir que cuando Dios produce chicas como esa se ocupen en politiquear los muchachos!

Al pronunciar estas palabras señalaba Borrén a Amparo, cuyos rojos atavíos la distinguían del círculo femenino que la rodeaba.

-Pues esa chica aún politiquea más que los barbudos... ¿no sabe usted...?

Y el incidente del banquete fue comentado, desmenuzado, acribillado por las dos bocas masculinas, que lo adornaron con festones satíricos. Entre tanto se leía el contrato de la Unión, y a pesar de que el sol no estaba en el zenit ni mucho menos, la gente arracimada y prensada producía una temperatura insufrible, y se oían exclamaciones de este jaez: «Nos morimos. -Nos asfixiamos. -¡Cuándo vendrá un poco de fresco! -Pero, hombre, no nos estruje usté. -Ave María, qué bárbaro. -Estese usté quieto. -Pues si no ve, fastidiarse: ¿sa figurao que vemos los demás? -¡Tan siquiera puede uno meter la mano en el bolsillo para sacar un triste pañuelo! -Cuidado con el reloj, palpa si lo tienes». Y la voz del lector del Contrato volaba por cima del mar de cabezas, y las palabras «garantías sacrosantas... dogmas de libertad... derechos invulnerables... ideales benditos... pueblo honrado y libre...» se dilataban en el cálido y sereno ambiente. Una lluvia de flores vino, de improviso, a oscurecerlo, y multitud de blancas palomas fueron lanzadas a él, abatiendo al punto el vuelo con aletear trabajoso, y cayendo sobre la muchedumbre, entorpecidas de tener tanto tiempo ligadas las patas. Un estruendoso cubo de cohetes de lucería salió bufando en todas direcciones; retumbó la música; hubo un minuto de gritos, vivas, estruendo y confusión, y nadie reparó en que un pobre viejo, un barquillero, salía del recinto mitad arrastrado y mitad en brazos de dos hombres. «Le dio un accidente», decían al verlo pasar, sin añadir otro comentario.




ArribaAbajo- XX -

Zagal y zagala


Y del accidente se murió aquella noche misma, sin confesión, sin recobrar los sentidos. ¿Fue el sol abrasador? Mil veces le cayó verticalmente sobre el cráneo al señor Rosendo en sus épocas de vida militar, y vamos, que el de la isla de Cuba pica en regla... ¿Fue el haber vuelto a manejar las tenazas y a elaborar barquillos para el extraordinario consumo de aquellos días solemnes? ¿Fue, como dijeron algunas comadres, el orgullo de ver a su hija tan elocuente y bizarra, y tan agasajada por los señores de la Asamblea? Quédese para la posteridad el arduo fallo, si bien parece infundada la última suposición, por cuanto el señor Rosendo, lejos de manifestar complacencia cuando la chica se metía en semejantes trifulcas, rompiera pocos días antes su mutismo para decirle cosas muy al alma sobre eso de buscar tres pies al gato y perder su colocación por locuras. El servicio militar había formado de tal suerte el carácter del viejo, que la insubordinación era para él el más feo delito, y su divisa, obediencia pasiva, automática; así es que amenazó a Amparo, poniendo los ojos fieros y la voz tartajosa, con romperle una costilla si volvía a leer periódicos en la Fábrica. Algunos años antes no hubiera amenazado sino ejecutado; pero la cigarrera, desde que lo es, sale en cierto modo de la patria potestad, y por eso se creyó el señor Rosendo en el caso de guardar consideraciones a su progenitura. Sabiendo cuánto influyen en los sacudimientos cerebrales y en las hemorragias internas los accesos de furor, puede creerse que, tal vez, la rabia y no el orgullo de ver a su hija elevada al rango de Tribuna del pueblo determinaron en la pletórica constitución del viejo la apoplejía fulminante.

En fin, a él lo enterraron y quedáronse las dos mujeres cual es de suponer en los primeros momentos: aturdidas, maravilladas de ver cómo «se va uno al otro mundo». Desequilibrio económico no lo hubo, porque Amparo, indultada, había vuelto a la Fábrica, y Chinto, trabajando como un mulo porfiado que era, ganaba lo mismo que antes y traía fielmente la colecta todas las noches según costumbre, con la diferencia de que ni recogía ni reclamaba su mezquino sueldo. Pareció el nuevo sistema muy ventajoso y cómodo a la tullida, que venía a estar como si tuviese dos hijos y ambos ganasen para sustentarla. Pero Amparo vivía inquieta habiendo advertido cierto peregrino cambio en la actitud y modales de Chinto. Mostrábase este mandón y muy interesado por las cosas de la humilde casa, que indicaba considerar como suya; se tomaba otra vez la libertad de esperar a la muchacha a la salida de la Fábrica, y aun de acompañarla a la ida, si lo consentía la labor de los barquillos; gastaba con ella chanzas finas como tafetán de albarda, y en suma, desde la muerte del viejo, le daba de protector y cabeza de casa, sin que en modo alguno procediese como criado, único papel que Amparo le señalaba siempre, mortificada de ver que el tosco paisano le prestaba servicios. Indignada y ofendida, tratole con más despego que nunca, y para colmo de disgusto, vio que Chinto correspondía a sus desaires con rústicas ternezas y a sus muestras de desvío con pruebas de confianza y afición. Una vez le trajo un pliego de aleluyas, y otra, como le oyese alabar ciertos pendientes de cristal negro, fue y se los presentó a la noche muy orondo.

Ella se negó a estrenarlos.

Hallábase una mañana Amparo en su cuarto vistiéndose para salir a la Fábrica, cuando sintió que una mano indiscreta alzaba el pestillo, y con gran sorpresa encontró delante de sí a Chinto, de un talante como nunca lo había visto la muchacha, pues traía el sombrerón ladeado sobre la oreja, los carrillos sofocados, el aire resuelto y un cigarro de a cuarto en la boca: preparativos todos que había juzgado indispensables el paisanillo para realizar la proeza de «cantar claro». La muchacha cruzó prestamente su bata que aún tenía sin abrochar, y arrojó al osado una mirada olímpica; pero Chinto venía tal, que ni las ojeadas de un basilisco le hicieran mella.

-¿A qué entras aquí, a ver? -gritó la cigarrera-. ¿Qué se te ofrece?

-Se me ofrecía... dos palabritas.

-¿Palabritas? Tengo que hacer más que oír tus tontadas.

-No, pues yo te quería decir de que... allí... como ya tengo aprendido el oficio... es decir, vamos, que quedándome las herramientas por lo que me debía tu padre de soldada... allí, yo, como ya en la quinta del mes pasado libré... y como vamos...

-¿Acabarás hoy o mañana? Habla expedito, que parece que estás comiendo sopas.

-Mujer, quiérese decir... que si tú admites el arriendo del trato, puedes, es decir, podemos... casarnos los dos.

La risa homérica que soltó la insigne Tribuna al verse requerida de amores por aquella montés alimaña, se cambió presto en cólera al advertir que Chinto continuaba brindándole su mano y corazón con las discretas razones ya referidas.

-Porque yo, lo que es tenerte voluntá... te tengo muchísima, ya desde mismo que te vi... y me gustas que no sé, que parece que mismo no pienso sino en tus quereres... así me veo yo tan destruido, que cuasimente no como y propiamente no me quiere dormir el cuerpo... Por trabajar, ya sabes que trabajaré hasta que me reviente el alma... y por mantenerte...

-¡Mira... si no te sacas de delante, repelo, hago contigo una desgracia! -gritó furiosa ya Amparo dando al mozo, que estaba próximo a la puerta, un soberano empellón para arrojarle del cuarto. Pero el movimiento brusco y familiar despertó la sangre aldeana de Chinto, y con los brazos abiertos se fue hacia Amparo. Esta a su vez sintió que renacía la chiquilla callejera de antaño, y bajándose prontamente, alzó del suelo una botita y estampó el tacón de plano en la inflamada mejilla que vio próxima a las suyas: y con tanto brío menudeó los golpes, que a uno que le alcanzó entre los ojos, el bárbaro galán hubo de exhalar imprecaciones sofocadas, retrocediendo y dejando el campo libre. Mal segura aún la muchacha, agarró una silla; mas sobraban ya los aprestos bélicos, porque el mozo, restituido a la razón por el vapuleo, se había arrojado de bruces sobre la cama, y escondiendo y revolcando el rostro en la ropa tibia aún del cuerpo de Amparo, lloraba como un becerro, alzando en su dialecto el grito primitivo, el grito de los grandes dolores de la infancia que reaparece en las siguientes crisis de la existencia.

-¡Madre mía, madre mía!

Encogiose Amparo de hombros y fuese a su Fábrica, que urgía el tiempo y era preciso ganar el pan, porque el entierro del viejo había consumido sus menguados ahorros. Al regresar contó a su madre lo ocurrido, y con no pequeña admiración oyó que la impedida la reprendía por no haber aceptado la propuesta matrimonial; y es el caso que la lógica de la tullida parecía contundente.

-¿Tú qué eres, mujer? -le decía-. Cigarrera como yo. ¿Y él qué es, mujer? Barquillero como tu padre que en paz descanse. Que te dicen por ahí si eres graciosa, si eres tal y cual... Conversación y más conversación. ¿Él trabaja, eh? Pues a eso vamos, que lo otro... patarata.

Sin querer oír más, la muchacha declaró que no sólo repugnaba casarse con semejante bestia, sino que iba a echarlo de casa volando: no era cosa de tener que atrancar la puerta cada vez que se vistiese. No y no: antes prefería que la aspasen viva que sufrirlo allí a todas horas. Lamentose la tullida, recordó que el jornal de Chinto las ayudaba a vivir; todo se estrelló contra la firmeza de la Tribuna. Y cuando volvió de fuera Chinto a soltar el tubo vacío y a entregar, cabizbajo y humilde como un borrego, sus ganancias del día, Amparo le intimó la orden de no dormir ya aquella noche en casa. El mozo la oyó con rostro entre abatido y atónito; y así que se convenció de que se le condenaba al ostracismo, salió de la estancia a paso redoblado. La tullida se inclinó hacia su hija cuanto pudo para decirle:

-Mira que le debemos cuartos.

-Se los restregaré por la cara -respondió Amparo con magnífico desdén.

A los dos minutos se presentó otra vez Chinto, cargado con los chismes de la barquillería, tenazas, cargador, lebrillo, y hasta un haz de leña; Amparo se puso en actitud defensiva cuando le vio blandir en el aire los hierros; mas no fue sino para desunirlos con fuerza bovina y tirarlos a un rincón desdeñosamente; y en seguida, juntando las tarteras, la leña y el cañuto de hojalata, lo pateó todo hasta reducir a añicos los cacharros y a un bollo informe el reluciente tubo. Ejecutada la hazaña, a puntapiés mandó los tristes restos a las esquinas de la habitación, de la cual se retiró sin volver atrás el rostro.




ArribaAbajo- XXI -

Tabaco picado


A los pocos días supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la picadura. Empezó a correr y comentarse en la Fábrica la leyenda del mozo transido de amor que por estar cerca de su adorado tormento se metía en los infiernos del picado, en el lugar doliente a cuya puerta hay que dejar toda esperanza. De qué manera se las compuso Chinto para lograr su deseo, no hace al caso: lo cierto es que obtuvo la plaza, y que Amparo se lo encontró frecuentemente a la entrada y a la salida, triste como can apaleado por su amo, y sin que le dijese nunca más palabras que «Adiós, mujer... vayas muy dichosa». No cabía que Amparo, generosa de suyo, dejase de ser la primera en trabar otra vez conversación con él: hablaron de cosas indiferentes, de sus respectivas labores, y Amparo prometió visitar el taller de Chinto: que con venir diariamente a la Granera, no lo conocía aún. La Comadreja la acompañó en la visita. Descendieron juntas al piso inferior, con propósito de aprovechar la ocasión y verlo todo. Si los pitillos eran el Paraíso y los cigarros comunes el Purgatorio, la analogía continuaba en los talleres bajos, que merecían el nombre de Infierno. Es verdad que abajo estaban las largas salas del oreo, y sus simétricos y pulcros estantes; el despacho del jefe, y el cuadro de las armas de España trabajadas con cigarros, orgullo de la Fábrica; los almacenes; las oficinas; pero también el lóbrego taller del desvenado y el espantoso taller de la picadura.

En el taller del desvenado daba frío ver, agazapadas sobre las negras baldosas y bajo sombría bóveda sostenida por arcos de mampostería y algo semejante a una cripta sepulcral, muchas mujeres, viejas la mayor parte, hundidas hasta la cintura en montones de hoja de tabaco, que revolvían con sus manos trémulas, separando la vena de la hoja. Otras empujaban enormes panes de prensado, del tamaño y forma de una rueda de molino, arrimándolos a la pared para que esperasen el turno de ser escogidos y desvenados. La atmósfera era a la vez espesa y glacial. La Comadreja andaba a saltos por no pisar el tabaco, y a veces llamaba por su nombre a una de las desvenadoras.

-¡Hola... señora Porcona! -exclamó dirigiéndose a una que parecía tener los párpados en carne viva y los labios blancos y colgantes, con lo cual hacía la más extraña y espantable figura del mundo-. ¿Hola... cómo le va? ¿Cómo están esos parientes? Tú no sabes -añadió volviéndose a Amparo- que la señora Porcona es parienta, muy parienta, del señor de las Guinderas, aquel tan rico que tiene dos hijas y vive en el Malecón y viene aquí a veces: y él se empeña en negarlo y en no darle un ochavo; pero ella se lo ha de ir a cantar a las hijas el día que vayan más majas por el paseo. ¿Verdá, señora Porcona?

-Yyyy... y es como el Evangelio, hiiigas... -contestó una voz temblona como el balido de la cabra, y aguardentosa además.

-Explíquenos el parentesco, ande -sugirió Amparo prestándose a la broma de su amiga.

La vieja alzó sus manos sarmentosas, se las pasó por los sangrientos ojos, y con muchas oscilaciones del labio inferior:

-Aunque... Diiios en persona estuviese allí -pronunció señalando a uno de los gigantescos panes de tabaco-, yo no he de contar mentira. Oíd, espectadores del caso. Es de saber que el padre del padre de mi madre, o quiérese decir mi bisabuelo, digo, el abuelo de mis padres, era cuñado carnal, o quiérese decir, medio hermano de la abuela de la madre política del señor de las Guinderas... De modo y manera es, que yo vengo a ser parienta de muy cerquita, por la infinidá de la sangre...

-Y es mucha picardía que no le den siquiera un realito diario para aguardiente -sugirió malignamente la Comadreja.

-¡Aaaa... guardiente! -clamó la vieja acentuando el trémolo-. ¡Diera Diiiios pan!

-Vamos, que un sorbito ya entró.

-Ni maldiito olor dél me llegó tan siquiera: y eso que a mis añitos, hiiigas... ya os gustará calentar el estómago que se pone como la pura nieve.

-¿Qué años tendrá, señora Porcona? Sin mentir.

-¡Busssss! -pronunció la desvenadora. Así Dios me salve, ni sé de verdad el año que nací. Pero... -y bajó la temblona voz- sepades que cuando se puso aquí la fábrica, de las diez y seis primeritas fui yo que aquí trabajaron...

-¡Dónde irá la fecha! -murmuró la Comadreja. Amparo le tiró del brazo horrorizada de aquella imagen de la decrepitud que se le aparecía como vaga visión del porvenir. Recorrieron la sala de oreos, donde miles de mazos de cigarros se hallaban colocados en fila, y los almacenes, henchidos de bocoyes, que, amontonados en la sombra, parecen sillares de algún ciclópeo edificio, y de altas maniguetas de tabaco filipino envueltas en sus finos miriñaques de tela vegetal; atravesaron los corredores atestados de cajones de blanco pino, dispuestos para el envase, y el patio interior lleno de duelas y aros sueltos de destrozadas pipas; y por último, pararon en los talleres de la picadura.

Dentro de una habitación caleada, pero negruzca ya por todas partes, y donde apenas se filtraba luz al través de los vidrios sucios de alta ventana, vieron las dos muchachas hasta veinte hombres vestidos con zaragüelles de lienzo muy remangados y camisa de estopa muy abierta, y saltando sin cesar. El tabaco los rodeaba: habíalos metidos en él hasta media pierna: a todos les volaba por hombros, cuello y manos, y en la atmósfera flotaban remolinos de él. Los trabajadores estribaban en la punta de los pies y lo que se movía para brincar era el resto del cuerpo, merced a repetido y automático esfuerzo de los músculos; el punto de apoyo permanecía fijo. Cada dos hombres tenían ante sí una mesa o tablero, y mientras el uno, saltando con rapidez, subía y bajaba la cuchilla picando la hoja, el otro, con los brazos enterrados en el tabaco, lo revolvía para que el ya picado fuese deslizándose y quedase sólo en la mesa el entero, operación que requería gran agilidad y tino, porque era fácil que al caer la cuchilla segase los dedos o la mano que encontrara a su alcance. Como se trabajaba a destajo, los picadores no se daban punto de reposo: corría el sudor de todos los poros de su miserable cuerpo, y la ligereza del traje y violencia de las actitudes patentizaba la delgadez de sus miembros, el hundimiento del jadeante esternón, la pobreza de las Barrosas canillas, el térreo color de las consumidas carnes. Desde la puerta, el primer golpe de vista era singular: aquellos hombres, medio desnudos, color de tabaco, y rebotando como pelotas, semejaban indios cumpliendo alguna ceremonia o rito de sus extraños cultos. A Amparo no se le ocurrió este símil, pero gritó:

-Jesús... Parecen monos.

Chinto, al ver a las muchachas, se paró de pronto, y soltando el mango de la cuchilla, y sacudiéndose el tabaco, como un perro cuando sale de bañarse sacude el agua, se les acercó todo sudoroso, y con un sobrealiento terrible:

-Aquí se trabaja firme... dijo con ronca voz y aire de taco. Se trabaja... prosiguió jactanciosamente, y se gana el pan con los puños... ¡Se trabaja de Dios, conchas!

-Estás bonito; parece que te chuparon -exclamó la Comadreja, mientras Amparo lo miraba entre compadecida y asquillosa, admirándose de los estragos que en tan poco tiempo había hecho en él su perruno oficio. Le sobresalía la nuez, y bajo la grosera camisa se pronunciaban los omóplatos y el cúbito. Su tez tenía matices de cera, y a trechos manchas hepáticas; sus ojos parecían pálidos y grandes respecto de su cara enflaquecida.

-Pero, bruto -exclamó la Tribuna con bondadoso acento-, estás sudando como un toro y te plantas aquí entre puertas, en este pasillo tan ventilado... para coger la muerte.

-Boh... -y el mozo se encogió de hombros-. Si reparásemos a eso... Todo el día de Dios estamos aquí saliendo y entrando y las puertas abiertas, y frío de aquí y frío de allí... Mira onde afilamos la cuchilla.

Y señaló una rueda de amolar colocada en el mismo patio.

-La calor y el abrigo, por dentro... Ya se sabe que no teniendo aquí una gota... (y se dio una palmada en el diafragma).

-Así apestas, maldito -observó Ana-. Anda, que no sé qué sustancia le sacáis al condenado vinazo.

-Antes -pronunció sentenciosamente Amparo- sólo probabas vino algún día de fiesta que otro... Pues aquí no tienes por qué tomar vicios, que gracias a Dios la borrachera poco daño nos hace...

-Las de arriba bien habláis, bien habláis... Si os metieran en estos trabajitos... Para lo que hacéis, que es labor de señoritas, con agua basta... Quiérese decir, vamos... que un hombre no ha de ponerse chispo; pero un rifigelio... un tentacá... ¿Queréis ver cómo bailo?

Volvió a manejar la cuchilla, mostrando su agilidad y fuerza en el duro ejercicio. De esta entrevista quedaron reconciliados la pitillera y el picador, que la acompañó algunas veces por la cuesta de San Hilario abajo, sin renovar sus pretensiones amorosas.




ArribaAbajo- XXII -

El Carnaval de las cigarreras


Unos días antes de Carnavales se anuncia en la Fábrica la llegada del tiempo loco por bromas de buen género que se dan entre sí las operarias. Infeliz de la que, fiada en un engañoso recado, se aparta de su taller un minuto; a la vuelta le falta su silla, y vaya usted a encontrarla en aquel vasto océano de sillas y de mujeres que gritan a coro: «Atrás te queda. Delante te queda». A las víctimas de estos alegres deportes les resta el recurso de llevar bien escondido debajo del mantón un puntiagudo cuerno, y enseñarlo por vía de desquite a quien se divierte con ellas. También se puede, por medio de una tira estrecha de papel y un alfiler doblado a manera de gancho, aplicar una lárgala en la cintura, o estampar con cartón recortado y untado de tiza, la figura de un borrico en la espalda. Otro chasco favorito de la Fábrica es, averiguado el número del billete de lotería que tomó alguna bobalicona, hacerle creer que está premiado. Todos los años se repiten las mismas gracias, con igual éxito y causando idéntica algazara y regocijo.

Pero el jueves de Comadres es el día señalado entre todos para divertirse y echar abajo los talleres. Desde por la mañana llegan las cestas con los disfraces; y obtenido el permiso para bailar y formar comparsas, las oscuras y tristes salas se trasforman. El Carnaval que siguió al verano en que ocurrieron los sucesos de la Unión del Norte se distinguió por su animación y bullicio; hubo nada menos que cinco comparsas, todas extremadas y lucidas. Dos eran de mozas y mozos del país, vestidos con ricos trajes que traían prestados de las aldeas cercanas; otra, de grumetes; otra, de señoritos y señoras, y la última comparsa era una estudiantina. Las dos de labradores se diferenciaban harto. En la primera se había buscado, ante todo, el lujo del atavío y la gallardía del cuerpo; las cigarreras más altas y bien formadas vestían con suma gracia el calzón de rizo, la chaqueta de paño, las polainas pespunteadas y la montera ornada con su refulgente pluma de pavo real; y para las mozas se habían elegido las muchachas más frescas y lindas, que lo parecían doblemente con el dengue de escarlata y la cofia ceñida con cinta de seda. La segunda comparsa aspiraba, más que a la bizarría del traje, a representar fielmente ciertos tipos de la comarca. Enrollada la saya en torno de la cintura, tocada la cabeza con un pañuelo de lana, cuyos flecos le formaban caprichosa aureola; asido el ramo de tejo, de cuyas ramas pendían rosquillas, estaba la peregrina que va a la romería famosa a que no se eximen de concurrir, según el dicho popular, ni los muertos; a su lado, con largo redingote negro, gruesa cadena de similor, barba corrida y hongo de anchas alas, el indiano, acompañábanle dos mozos de las Rías Saladas, luciendo su traje híbrido, pantalón azul con cuchillos castaños, chaleco de paño con enorme sacramento de bayeta en la espalda, faja morada, sombrero de paja con cinta de lana roja. Los estudiantes habían improvisado manteos con sayas negras, y tricornios de cartón con cuchara y tenedor de palo cruzados, completaban el avío; los grumetes tenían sencillos trajes de lienzo blanco y cuellos azules; en cuanto a la comparsa de señores, había en ella un poco de todo; guantes sucios, sombreros ajados, vestidos de baile ya marchitos, mucho abanico, y antifaces de terciopelo.

En mitad del taller de cigarros comunes se formó un corro y se alzó gran vocerío alrededor de la Mincha, barrendera vieja, pequeña, redonda como una tinaja, que bailaba vestida de moharracho, con dos enormes jorobas postizas, un serón por corona, una escoba por cetro, un ruedo por manto real, la cara tiznada de hollín, y un letrero en la espalda que decía en letras gordas: «Viva la broma». Incansable, pegaba brincos y más brincos, llevando el compás con el cuento de la escoba, sobre las carcomidas tablas del piso. Pero bien pronto le robó la atención de sus admiradoras la estudiantina, que estaba toda encaramada en una mesa de metro y medio de largo por un metro escaso de ancho. Cómo danzaban allí unas doce chicas, es difícil decirlo; ellas danzaban, acompañándose con panderetas y castañuelas y coreando al mismo tiempo habaneras y polcas. En aquella comparsa, la más alborotadora y risueña, figuraba Guardiana. Nunca el júbilo y la feliz imprevisión de los pocos años brillaron como en el rostro de la pobre chica, que a tan poca costa y con tan poca cosa divertía sus penas. Era la valerosa pitillera chiquita y delgada; tenía a la sazón el rostro encendido, ladeado el tricornio, y con picaresco ademán repicaba un pandero roto ya, y muy engalanado de cintas.

Ana y Amparo figuraban entre los grumetes. La Comadreja hacía un grumete chusco, travieso y cínico; Amparo, el más hermoso muchacho que imaginarse pueda. Todo lo que su figura tenía de plebeyo lo disimulaba el traje masculino; ni las gruesas muñecas, ni el recio pelo dañaban a su gentileza, que era de cierto notable y extraordinaria. La comparsa recorrió los talleres, bailando y cantando, recibiendo bromas de las señoras, y alegrando la oscuridad de las salas con la nota blanca y azul de sus trajes. Sin embargo, no se podía dudar que la victoria quedaba por los labradores. A la cabeza de estos estaba una mujer, casada ya, celebrada por buena moza, Rosa, la que llenaba con mayor presteza los faroles de picadura. Con el traje propio de su sexo, Rosa era un tanto corpulenta en demasía; con el de labrador no había que pedirle. La camisa de lienzo labrado dibujaba su ancho pecho; el calzón se ajustaba a maravilla a sus bien proporcionadas caderas; pendiente del cuello llevaba un ancho escapulario de raso bordado de lentejuelas y sedas de colores. Debajo de la montera, un pañuelo de fular azul, atado como lo hacen los paisanos, le encubría el pelo. Apoyábase en la moca o porra claveteada de clavos de plata, y con acento melancólico y prolongado, cantaba una copla del país, y contestábale desde enfrente una morenita vestida de ribereño, con su chaleco muy guarnecido de botones de filigrana y su faja recamada de pájaros y flores extravagantes, echando la firma, consistente en tres versos irregulares, improvisados siempre, con sujeción al asunto de la copla; al concluir la firma, salían del corro de espectadores varios ¡ju... jurujú! agudísimos. Lo que hacía maravilloso efecto era oír, en los intervalos en que callaban las cantoras, unas malagueñas resonando en el otro extremo de la sala, mientras por su parte la estudiantina se consagraba a las habaneras, cual si la anarquía de los trajes se comunicase a las canciones. En la comparsa de las señoras había una chica poseedora de bien timbrada voz y de muchísimo donaire para las coplas propias de la ciudad, tan distintas de las rurales, que al paso que en éstas las vocales se alargan como un gemido, en las otras se pronuncian brevemente, produciendo al final de algunos versos una inflexión burlesca:


   En el medio de la mar
Suspiraba una ballenaú
Y entre suspiros deciaú
Muchachas de Cartagenaú.



¿Y quién tenía valor para trabajar en medio de la bulliciosa carnavalada? Algunas operarias hubo que al principio se encarnizaron en la labor, bajando la cabeza por no ver las máscaras; pero a eso de las tres de la tarde, cuando la inocente saturnal llegaba a su apogeo, las manos cruzadas descansaban sobre la tabla de liar, y los ojos no sabían apartarse de los corros de baile y canto. Ocurrió un incidente cómico: el taller del desvenado quiso echar su cuarto a espadas, y organizó una comparsa numerosa; empeñáronse en formar parte de ella las más ancianas, las más infelices, y la mascarada se improvisó de la manera siguiente: envolviéndose todas por la cabeza los mantones, sin dejar asomar más que la nariz o una horrible careta de cartón, y colocándose en doble fila, haciendo de batidores cuatro que llevaban cogida por las esquinas una estera, en la cual reposaba, con los ojos cerrados, muy propia en su papel de difunta, la decana del taller, la respetable señora Porcona. Así colocadas y con extraño silencio recorrieron los talleres, dando no sé qué aspecto de aquelarre a la bulliciosa fiesta. Al punto recibió título aquella nueva y lúgubre comparsa; llamáronle la Estadea, nombre que da la superstición popular a una procesión de espectros.

Diríase que el mago Carnaval, con poderoso conjuro, había desencantado la Fábrica, y vuelto a sus habitantes la verdadera figura en aquel día. Muchachas en las cuales a diario nadie hubiera reparado quizá, confundidas como estaban entre las restantes, resplandecían, alumbradas por una ráfaga de hermosura, y un traje caprichoso, una flor en el pelo, revelaban gracias hasta entonces recónditas. Y no porque la coquetería desplegada en los disfraces llegase al grado que alcanza entre la gente de alto coturno que asiste a bailes de trajes y suele reflexionar y discurrir días y días antes de adoptar un disfraz -habiendo señorita que se viste de Africana por lucir una buena mata de pelo, o de Pierrette por mostrar un piececito menudo-; no por cierto. Semejantes refinamientos se ignoraban en la Fábrica. Ni a las viejas se les daba un comino de enseñar en la fuga del baile la seca anatomía de sus huesos, ni a las mozas un rábano de desfigurarse, verbigracia, pintándose bigotes con carbón. El caso era representar bien y fielmente tipos dados; un mozo, un quinto, un estudiante, un grumete. Habíalas con tan rara propiedad vestidas, que cualquiera las tomaría por varones; las feas y hombrunas se brindaban sin repulgos a encajarse el traje masculino, y lo llevaban con singular desenfado. Y de un extremo a otro de los talleres, entre el calor creciente y la broma y bullicio que aumentaban, corría una oleada de regocijo, de franca risa, de diversión natural, de juego libre y sano; una afirmación enérgica de la femenidad de la Fábrica. No cohibidas por la presencia del hombre, gozaban cuatro mil mujeres aquel breve rayo de luz, aquel minuto de júbilo expansivo colocado entre dos eternidades de monótona labor.

Hacia las cuatro de la tarde no cabía ya la algazara y bulla en las salas; todo el mundo perecía de calor; a las disfrazadas de paisanos las ahogaba su traje de paño, y se apoyaban, descoyuntadas de tanto reír, molidas de tanto bailar, roncas de tanto canticio, en los estantes, abanicándose con la montera. La Comadreja, que ya no sabía cómo procurarse un poco de fresco, tuvo una idea.

-Si nos dejasen armar un corro en el patio, chicas, ¿eh?

Pareció de perlas la ocurrencia, y salieron al patio de entrada, y de allí al magro campillo colindante, y perteneciente también a la Fábrica. Estaba el día sereno y apacible; el sol doraba las hierbas quemadas por la escarcha, y se colaba en tibios rayos oblicuos al través de los desnudos árboles. El ambiente era más templado que otra cosa, como suele suceder en el clima de Marineda durante los meses de febrero y marzo. Al desembocar en el campo la alegre multitud, huyeron espantadas unas cuantas gallinas y algunos borregos sucios y torpes patos, que correteaban por allí, y eran los únicos pobladores del mezquino oasis, limitado de una parte por la vetusta tapia, de otra por cobertizos atestados de fardos de vena, y de otra por el taller de cigarros peninsulares, aislado del edificio de la Granera. Al punto se formaron dos corros con más espacio que arriba, y la frescura de la tardecita restituyó las ganas de bailar a las exhaustas máscaras.

¡Oh, si ellas hubiesen sabido que desde las próximas alturas de Colinar las miraban dos pares de ojos curiosos, indiscretos y osados! De la cima de un cerrillo que permitía otear todo el patio de la Fábrica, dos hombres apacentaban la vista en aquel curioso cuanto inesperado espectáculo. Uno de ellos rondaba muchas veces las cercanías de la Granera, pero nunca en aquel predio había visto más seres vivientes que canteros picando sillares de granito, y aves de corral escarbando la tierra. Baltasar ignoraba los detalles del Carnaval de las cigarreras, y apenas entendería lo que estaba viendo, si Borrén, mejor informado, no se tomase el trabajo de explicárselo.

-Generalmente estas mascaradas son de puertas adentro; pero hoy, como hace calor y el día está bueno, salen al fresco a bailar... ¡Qué casualidad, hombre!

-Casualidad es, tiene usted razón. En todas partes he de encontrármela.

Y al decir así, señalaba el teniente al corro de los grumetes. Mientras los paisanos punteaban y repicaban un paso de baile regional, los grumetillos habían elegido el zapateado, donde la viveza del meridional bolero se une al vigor muscular que requieren las danzas del Norte. Bien ajena que la viese ningún profano, puesta la mano en la cadera, echada atrás la cabeza, alzando de tiempo en tiempo el brazo para retirar la gorrilla que se le venía a la frente, Amparo bailaba. Bailaba con la ingenuidad, con el desinterés, con la casta desenvoltura que distingue a las mujeres cuando saben que no las ve varón alguno, ni hay quien pueda interpretar malignamente sus pasos y movimientos. Ninguna valla de pudor verdadero o falso se oponía a que se balancease su cuerpo siguiendo el ritmo de la danza, dibujando una línea serpentina desde el talón hasta el cuello. Su boca, abierta para respirar ansiosamente, dejaba ver la limpia y firme dentadura, la rosada sombra del paladar y de la lengua; su impaciente y rebelde cabello se salía a mechones de la gorra, como revelación traidora del sexo a que pertenecía el lindo grumete, si ya la suave comba del alto seno y las fugitivas curvas del elegante torso no lo denunciasen asaz. Tan pronto, describiendo un círculo, hería con el pie la tierra, como, sin moverse de un sitio, zapateaba de plano, mientras sus brazos, armados de castañuelas, se agitaban en el aire, bajaban y subían a modo de alas de ave cautiva que prueba a levantar el vuelo.




ArribaAbajo- XXIII -

El tentador


Al descender de su observatorio, echados por las sombras de la noche, que envolvían el patio de la Fábrica y cubrían la estruendosa retirada de las cigarreras vestidas ya con sus trajes usuales, Baltasar iba silencioso y concentrado. Borrén muy locuaz. El bueno del capitán no cabía en sí de gozo, ni más ni menos que si la aventura de ver bailar a la Tribuna le aconteciese a él directamente. Hay en el mundo aficiones y gustos muy diversos; este chochea por monedas roñosas, aquel por libracos viejos, el de más acá por caballos y el de más allá por sellos y cajas de fósforos... Borrén había chocheado, chocheaba y chochearía toda su arrastrada vida por la hermosura, encantos y perfecciones de la mujer. Había adquirido para conocer la belleza, y sobre todo el atractivo, ese golpe de vista, ese tino especial que permite a los expertos, sin ejercer ni dominar las artes, apreciar con exactitud el mérito de un cuadro, el estilo de un mueble, la época de un monumento. Nadie como Borrén para descubrir beldades inéditas, para predecir si una muchacha valdría o no «muchas pesetas» andando el tiempo, y fallar si poseía la quisicosa llamada gracia, salero, gancho, ángel, chic, buena sombra, y de otros mil modos -lo cual prueba que es indefinible.

La originalidad del caso está en que con toda su afición a las faldas, y sus profundos conocimientos de estética aplicada, no se refería de Borrén la más insignificante historieta. Viviendo siempre en una atmósfera fuertemente cargada de electricidad amorosa, nunca le hirió la chispa. Practicaba, en materia de amoríos, el más puro y desinteresado otroísmo. Si no podía andar entre las muchachas asegurándoles que Fulanito se alampaba por ellas, o que Zutanito se moría por sus pedazos, se arrimaba a los jóvenes, calentándoles los cascos, encendiéndoles la sangre, hablándoles del pie de tal chica: -hombre, un pie que me cabe en la palma de la mano- o del color de cuál otra -hombre, si parece que se da agua de Barcelona, y no, me consta que aquello es natural-. Borrén sabía de las criadas que llevan y traen cartitas, de los paseos retirados donde es fácil tropezarse cuando hay buena voluntad, de los peladeros de pava, de las butacas que en el teatro ofrecen más comodidad para hacer el oso; era el primero a olfatear los trapicheos, las bodas, los escandalillos y los truenos incipientes. No era Borrén un casamentero, porque, generalmente hablando, el casamentero se propone un fin moral, y a Borrén la moral -hombre, con franqueza- le tenía sin cuidado. Si el cuento acababa en nupcias, bien, y si no, lo propio; Borrén hacía arte por el arte; el amor le parecía objeto suficiente de sí mismo.

Para todo enamorado de Marineda, especialmente si pertenecía a la guarnición, el complemento de la dicha era esta idea: -Voy a contárselo a Borrén-. Y Borrén, como un espejo complaciente, de los que hacen favor, le devolvía la imagen de su felicidad, no exacta, sino aumentada, embellecida, multiplicada, radiante. -Vamos a pasearle la calle a la novia -le decían sus amigos cogiéndole del brazo-. Y Borrén giraba tardes enteras delante de una manzana de casas, parafraseando las observaciones de algún amador novel que exclamaba: -«Ya alzó el visillo... se asoma... no, es la hermana... ahora sí... cómo me mira... ¡hola!, tiene la mantilla puesta...»-. Jamás mostró Borrén cansarse de su papel de reflector y perro faldero; y cuenta que las chicas, guiadas por infalible instinto, le trataban como se trata a los inofensivos y a los mandrias; aunque él se derretía, acaramelaba y amerengaba todo, jamás le tomaron en parte alguna por lo serio.

Baltasar no le había buscado para confidente; Borrén se ofreció, y es más, atizó el incendio, echó leña a la hoguera con sus frases de pólvora y dinamita. Aquella tarde, cuando juntos bajaban hacia la ciudad, el más animado, el más exaltado era Mefistófeles: Fausto callaba, meditando en lo comprometidos y engorrosos que son ciertos enredos en poblaciones de provincia, donde uno tiene madre y hermanas. Mefistófeles, ¡pobre diablo!, no se cansaba, entre tanto, de ponderar los primores del grumete. Cada vez que el confidente y el enamorado pasaban cerca de un farol, la luz se proyectaba en la fisonomía de Borrén, siempre movida, agitada y descompuesta, cómica a pesar del exagerado carácter viril que a primera vista le imprimían los cerdosos mostachos, las pobladas cejas y la prominente nuez. En su aspecto Borrén era semejante a los guardias civiles de madera que suelen colocarse en el frontispicio de los hórreos y molinos del país: a despecho de sus bigotazos formidables, bien se les conoce que son muñecos.

-Dígole a usted, Borrén -exclamó Baltasar resolviéndose por fin a formular en alta voz su pensamiento-, que no comprende usted lo que es Marineda... ni lo que es mi madre. Me resultarían mil disgustos, mil complicaciones... Aborrezco los escándalos.

-¡Hombre, qué juventud tan sosa son ustedes! Parece mentira que habiendo visto lo que vimos...

-No me conviene, lo dicho; me alegraré de que me destinen a cualquiera parte. Si me quedo aquí, es fácil... Y después, ¿sabe usted lo que es esa Fábrica? Una masonería de mujeres, que aunque hoy se arranquen el moño, mañana se ayudan todas las unas a las otras. Me desacreditarían, me crearían un conflicto.

-No le hacía a usted tan medroso.

-La verdad, Borrén; tengo más miedo a las hablillas, si cuadra, que a un balazo. Será una tontería, pero me fastidia infinito ser el héroe de la temporada.

-Vamos, hombre, franqueza. Usted también recela verse envuelto en las redes de esa chica, y tener que casarse... Baltasar sonrió sin afectación, pero con tal señorío de sí mismo, que Borrén se encogió de hombros.

-Pues entonces...

-Por un lado, sí, lo acierta usted; soy un majadero en abrigar tales escrúpulos. Pasa uno así los mejores años de su vida, y ¿qué?, llega uno a viejo sin haber vivido...

Aquí el teniente se detuvo; una idea burlesca le impulsaba a sonreírse otra vez, pensando que el capitán se hallaba justamente en el caso de declinar hacia la edad madura sin tener que ofrecer a Dios ni qué contar al diablo. Borrén, entre tanto, aprobaba calurosamente las últimas palabras de Baltasar, las desenvolvía, las consideraba desde nuevos aspectos; en suma, soplaba para que la llama prendiese mejor. Tan bien desempeñó su oficio mefistofélico, que Baltasar convino en reunirse al día siguiente con él para meditar un plan de ataque que debelase la republicana virtud de la oradora. Pero al acudir a la entrevista, que era, por más señas, en el terreno neutral del café, Borrén conoció que Baltasar traía alguna extraordinaria nueva.

-Ya no hay necesidad de concertar planes -declaró el teniente con forzada risa-. ¿No se lo decía yo a usted? Me destinan allá... a Navarra. La cosa anda mal.

-¡Bah!... cuatro bandidos que salen de aquí y de acullá; hombre, partidillas sueltas.

-Partidillas sueltas... ya, ya me lo contará usted dentro de unos meses. El cariz del asunto se pone cada vez más feo. Entre esos bárbaros que quieren entrar en burro en las iglesias y fusilan por chiste las imágenes, y los otros salvajes que cortan el telégrafo y queman las estaciones... verá usted, verá usted qué tortilla se nos prepara. Aquí nadie se entiende. Mire usted que hasta Montpensier, que parecía formal, meterse en ese desafío estúpido. Él quería ser rey; pero el haber matado al perdis de su primo le cuesta la corona y a nosotros un ojo de la cara, porque como no venga Satanás en persona a arreglarnos, no sé lo que sucederá... Deme usted un cigarro... si lo tiene usted ahí.

Borrén le alargó la petaca, y Baltasar encendió nerviosamente un pitillo.

-Vamos, ¿cuántos candidatos dirá usted que hay al trono? -prosiguió echando leve bocanada de humo al techo-. Vaya usted contando por los dedos, si la paciencia le alcanza. Espartero... uno. Dirá usted que es un estafermo, bien; pero los restos del partido progresista, todo cuanto gastó morrión, y algunos chiflados de buena fe, le aclaman. ¿No ha visto usted en las tiendas el retrato de Baldomero I con manto real? El hijo de Isabel II, dos; su madre abdicó o abdicará. Ese, al menos, representa algo; pero es un rapaz; para jugar a la pelota serviría. El Pretendiente, tres... y mire usted, lo que es ese dará mucho juego; ya empieza todo el mundo a llamarle Carlos VII. Reúne él solo más partidarios que todos los demás juntos, y gente cruda, de trabuco y pelo en pecho. El duque de Aosta, un italiano... cuatro. Un alemán que se llama Ho... ho... en fin, un nombre difícil; los periódicos satíricos lo convirtieron en Ole, ole, si me eligen... cinco. La regencia trina... seis, o por mejor decir, ocho. Y Ángel I... nueve. ¡Ah!, se me olvidaba el de Portugal que anda remiso... y Montpensier. Once. ¿Qué tal?

-Pero... así, candidatos formales... ¡Mozo, café y cognac!

-No, gracias, lo tomé en casa... Claro: candidatos serios, por hoy, don Carlos y la república. El caso es que entre todos no nos dejarán hueso sano... Por de pronto, yo me las guillo. ¿Quiere usted algo para aquellos vericuetos?

-Hombre... ¡qué lástima! ¡Ahora que íbamos a emprenderla con la pitillera, que es de otro!

-¡Pch!... Si algún trabucazo no lo impide... a la vuelta.




ArribaAbajo- XXIV -

El conflicto religioso


Desde que las Cortes Constituyentes votaron la monarquía, Amparo y sus correligionarias andaban furiosas. Corría el tiempo, y las esperanzas de la Unión del Norte no se realizaban, ni se cumplían los pronósticos de los diarios. ¡Que hoy!... ¡que mañana!... ¡que nunca, por lo visto! ¡En vez de la suspirada federal, un rey, un tirano de fijo, y tal vez un extranjero! Por estas razones en la Fábrica se hacía política pesimista y se anunciaba y deseaba que al Gobierno «se lo llevase Judas». Dos cosas sobre todo alteraban la bilis de las cigarreras: el incremento del partido carlista y los ataques a la Virgen y a los Santos. A despecho de la acusación de «echar contra Dios» lanzada por las campesinas a las ciudadanas, la verdad es que, con contadísimas excepciones, todas las cigarreras se manifestaban acordes y unánimes en achaques de devoción. Ella sería más o menos ilustrada; pero allí había mucha y fervorosa piedad. Es cierto que sobre el altar de pésimo gusto dórico existente en cada taller depositaban las operarias sus mantones, sus paraguas, el atillo de la comida; mas este género de familiaridad no revelaba falta de respeto, sino la misma costumbre de ver allí el ara santa, ante la cual nadie pasaba sin persignarse y hacer una genuflexión. Y es lo curioso que a medida que la revolución se desencadenaba y el republicanismo de la Fábrica crecía, aumentáronse también las prácticas religiosas. El cepillo colocado al lado del altar, donde los días de cobranza cada operaria echaba alguna limosna, nunca se vio tan lleno de monedas de cobre; el cajón que contenía la cera de alumbrar, estaba atestado de blandones y velas; más de sesenta cirios iluminaban los días de novena el retablo; primero les faltaría a las cigarreras agua para beber, que aceite a la lámpara encendida diariamente ante sus imágenes predilectas, una Nuestra Señora de la Merced de doble tamaño que los cautivos arrodillados a sus plantas, un San Antón con el sayal muy adornado de esterilla de oro, un Niño-Dios con faldellines huecos y un mundito azul en las manos. Nunca se realizó con más lucimiento la novena de San José, que todas rezaron mientras trabajaban, volviéndose de cara al altar para decir los actos de fe y la letanía, y berreando el último día los gozos con mucha unción, aunque sin afinación bastante. Jamás produjo tanto la colecta para la procesión del Santo Entierro y novena de los Dolores; y por último, en ocasión alguna tuvo el numen protector de la Fábrica, la Virgen del Amparo, tantas ofertas, culto y limosnas, sin que por eso quedase olvidada su rival Nuestra Señora de la Guardia, estrella de los mares, patrona de los navegantes por la bravía costa.

Bien habría en la Granera media docena de espíritus fuertes, capaces de blasfemar y de hablar sin recato de cosas religiosas; pero dominados por la mayoría, no osaban soltar la lengua. A lo sumo se permitían maldecir de los curas, acusarles de inmorales y codiciosos, o renegar de que se «metiesen en política» y tomasen las armas para traer el «escurantismo y la Inquisición»: cuestiones más trascendentales y profundas no se agitaban, y si a tanto se atreviese alguien, es seguro que le caería encima un diluvio de cuchufletas y de injurias.

-¡Está el mundo perdido! -decía la maestra del partido de Amparo, mujer de edad madura, de tristes ojos, vestida de luto siempre desde que había visto morir de viruelas a dos gallardos hijos que eran su orgullo-. ¡Está el mundo revuelto, muchachas! ¿No sabéis lo que pasa allá por las Cortes?

-¿Qué pasará?

-Que un diputado por Cataluña dice que dijo que ya no había Dios, y que la Virgen era esto y lo otro... Dios me perdone, Jesús mil veces.

-¿Y no lo mataron allí mismo? ¡Pícaro, infame!

-¡Mal hablado, lengua de escorpión! ¡No habrá Dios para él, no; que él no lo tendrá!

-No, pues otro aún dijo otros horrores de barbaridá, que ya no me acuerdan.

-¡Empecatao! ¡Pimiento picante le debían echar en la boca!

-¡Ay!, ¡y una cosa que mete miedo! Dice que por esas capitales toda la gente anda asustadísima, porque se ha descubierto que hay una compañía que roba niños.

-¡Ángeles de mi alma! ¿Y para qué?, ¿para degollarlos?

-No, mujer, que son los protestantes para llevarlos a educar allá a su modo en tierra de ingleses.

-¡Señor de la justicia! ¡Mucha maldad hay por el mundo adelante!

Conocido este estado de la opinión pública, puede comprenderse el efecto que produjo en la Fábrica un rumor que comenzó a esparcirse quedito, muy quedo, y como en el aria famosa de la Calumnia, fue convirtiéndose de cefirillo en huracán. Para comprender lo grave de la noticia, basta oír la conversación de Guardiana con una vecina de mesa.

-¿Tú no sabes, Guardia? La Píntiga se metió protestanta.

-¿Y eso qué es?

-Una religión de allá de los inglis manglis.

-No sé por qué se consienten por acá esas religiones. Maldito sea quien trae por acá semejantes demoniuras. ¡Y la bribona de la Píntiga, mire usted! ¡Nunca me gustó su cara de intiricia...

-Le dieron cuartos, mujer, le dieron cuartos: sí que tú piensas...

-A mí... ¡más y que me diesen mil pesos duros en oro! Y soy una pobre, repobre, que sólo para tener bien vestiditos a mis pequeños me venían... ¡juy!

-¡Condenar el alma por mil pesos! Yo tampoco, chicas -intervenía la maestra.

-Saque allá, maestra, saque allá... Comerá uno brona toda la vida, gracias a Dios que la da, pero no andará en trapisondas.

-Y diga... ¿qué le hacen hacer los protestantes a la Píntiga? ¿Mil indecencias?

-Le mandan que vaya todas las tardes a una cuadra, que dice que pusieron allí la capilla de ellos... y le hacen que cante unas cosas en una lengua, que... no las entiende.

-Serán palabrotas y pecados. ¿Y ellos, quiénes son?

-Unos clérigos que se casan...

-¡En el nombre del Padre! ¿Pero se casan... como nosotros?

-Como yo me casé... vamos al caso, delante de la gente... y llevan los chiquillos de la mano, con la desvergüenza del mundo.

-¡Anda, salero! ¿Y el arcebispo no los mete en la cárcel?

-¡Si ellos son contra el arcebispo, y contra los canónigos, y contra el Papa de Roma de acá! ¡Y contra Dios, y los Santos, y la Virgen de la Guardia!

-Pero esa lavada de esa Píntiga... ¡malos perros la coman! No, si se arrima de esta banda, yo le diré cuántas son cinco.

-Y yo.

-Y yo.

Así crecía la hostilidad y se amontonaban densas nubes sobre la cabeza de la apóstata, a quien por el color de su tez biliosa y de su lacio pelo, por lo sombrío y zaíno del mirar, llamaban Píntiga, nombre que dan en el país a cierta salamandra manchada de amarillo y negro. Era esta mujer capaz de comer suela de zapato a trueque de ahorrar un maravedí, y no ajena a su conversión una libra esterlina, o doblón de a cinco, que para el caso es igual. Si lo cobró y pudo coserlo en una media con otras economías anteriores, amargolo aquellos días en forma. Acercábase a una compañera, y esta le volvía la espalda; su mesa quedó desierta, porque nadie quiso trabajar a su lado; ponía su mantón en el estante, y al punto se lo empujaban disimuladamente desde la otra parte de la sala, para que cayese y se manchase; dejaba su lío de comida en el altar, y lo veía retirado de allí con horror por diez manos a un tiempo; la maestra examinaba sus mazos de puros, antes de darlos por buenos y cabales, con ofensiva minuciosidad y ademán desconfiado. Un día de gran calor pidió a la operaria que halló más próxima que le prestase un poco de agua, y esta, que acababa de destapar un colmado frasco de cristal para beber por él, le contestó secamente: «No tengo meaja». Señaló la protestanta al frasco, con ira silenciosa, y la operaria, levantándose, lo tomó y derramó por el suelo su contenido sin pronunciar una palabra. Púsose verde la Píntiga, y llevó la mano, sin saber lo que hacía, al cuchillo semicircular: pero de todos los rincones del taller se alzaron risas provocativas, y hubo de devorar el ultraje, so pena de ser despedazada por un millar de furiosas uñas. En mucho tiempo no se atrevió a volver a la Fábrica, donde la corrían.




ArribaAbajo- XXV -

Primera hazaña de la Tribuna


Extramuros, al pie de las fortificaciones de Marineda, celébrase todos los años una fiesta conocida por las Comiditas, fiesta peculiar y característica de las cigarreras, que aquel día sacan el fondo del cofre a relucir y disponen una colación más o menos suculenta para despacharla en el campo; campo mezquino, árido, donde sólo vegetan cardos borriqueros y ortigas. Desde el lavadero público hasta el alto de Agua santa, ameno y risueño, se había esparcido la gente, sentándose, si podía, a la sombra de un vallado o en la pendiente de un ribazo, y si no, donde Dios quería, al raso, sin paraguas ni quitasol. Y cuenta que ambos chismes podrían ser igualmente necesarios, porque el astro diurno, encapotado por nubarrones que amenazaban chubasquina, despedía claridad lívida y sorda, y a veces por la ahogada calma de la atmósfera atravesaban soplos de aire encendido, bocanadas de solano que amagaban tempestad.

No por eso había menos corros de baile y canto, menos puestos de rosquillas y jinetes, menos meriendas y comilonas. Aquí se escuchaba el rasgueo de guitarras y bandurrias, más adelante retumbaba el bombo, y la gaita exhalaba su aguda y penetrante queja. Un ciego daba vueltas a una zanfona que sonaba como el obstinado zumbido del moscardón, y al mismo tiempo vendía romances de guapezas y crímenes. A pocos pasos de la gente que comía, mendigos asquerosos imploraban la caridad; un elefancíaco enseñaba su rostro bulboso, un herpético descubría el cráneo pelado y lleno de pústulas, este tendía una mano seca, aquel señalaba a un muslo ulcerado, invocando a Santa Margarita para que nos libre de «males extraños». En un carretoncillo, un fenómeno sin piernas, sin brazos, con enorme cabezón envuelto en trapos viejos, y gafas verdes, exhalaba un grito ronco y suplicante, mientras una mocetona, de pie al lado del vehículo, recogía las limosnas. En el aire flotaban los efluvios de dos toneles de vino que ya iban quedando exangües, y el vaho del estofado, y el olor de las viandas frías. Oíanse canciones entonadas con voz vinosa, y llantos de niños, de los cuales nadie se cuidaba.

Componíase el círculo en que figuraba Amparo de muchachas alegres, que habían esgrimido briosamente los dientes contra una razonable merienda. Allí estaba la Comadreja, a quien no era posible aguantar de puro satisfecha y vana, porque tenía en Marineda al capitán de la Bella Luisa, y si él no había querido convidarse a merendar «por el aquel del bien parecer», contaba con que la acompañaría al final de la función. Allí también Guardiana, penetrada de alegría por otra causa diversa: porque había traído consigo a dos de sus pequeños, el escrofuloso y la sordo-mudita; en cuanto al mayor, ni se podía soñar en llevarlo a sitio alguno donde hubiese gente, porque le entraba enseguida la «aflición». La niña sordo-muda miraba alrededor, con ojos reflexivos, aquel mundo del cual sólo le llegaban las imágenes visibles; por su parte el niño, que ya tendría sus trece años, y que hubiera sido gracioso a no desfigurarlo los lamparones y la hipertrofia de los labios, gozaba mucho de la fiesta, y se sonreía con la sonrisa inocente, semi-bestial, de los bobos de Velázquez. Guardiana no se mostró muy comedora: los mejores bocados los reservó para sus hermanos, y ella manifestó poco apetito.

-¿Qué tienes, Guardia? -le preguntó la radiante Ana.

-Mujer, algunos días parece que estoy así... cansada. He de ir a que me levanten la paletilla, porque imposible que no se me cayese.

-Aprensiones, aprensiones. Canta el Joven Telémaco, Amparo.

Amparo, y otras dos o tres del taller de cigarrillos, rendidas de calor y ahítas de comida, se habían tendido en una pequeña explanada, que formaba el glacis de la fortificación, adoptando diversas posturas, más o menos cómodas. Unas, desabrochándose el corpiño, se hacían aire con el pañuelo de seda doblado; otras, tumbadas boca abajo, sostenían el cuerpo en los codos y la barba en las palmas de las manos; otras, sentadas a la turca, alzaban cuándo la pierna izquierda, cuándo la derecha, para evitar los calambres. Por la seca hierba andaban esparcidos tapones de botellas, papeles engrasados, espinas de merluza, cascos de vaso roto, un pañuelo de seda, una servilleta gorda.

Fuese efecto de la comida y del vinillo del país, ligero y alegre como unas pascuas, o del aire solano, que tiene especial virtud excitante de los nervios, hallábanse las muchachas alborotadas, deseosas de meterse con alguien, de gritar, de hacer ruido. Estaban ebrias, no del escaso mosto, sino del vaivén y mareo de la romería, de los colores chillones, de los sonidos discordantes: sólo la sordo-muda permanecía indiferente, con su límpida mirada infantil. La casualidad proporcionó a las briosas mozas un desahogo que tuvo mucho de cómico y pudo tener algo de dramático.

Es el caso que vieron adelantarse y dirigirse hacia ellas un individuo de extraña catadura, alto y delgado, vestido con larga hopalanda negra, y acompañado de otro que formaba con él perfecto contraste, pues era rechoncho, pequeño y sanguíneo, y llevaba americana gris rabicorta. Al aspecto de la donosa pareja llovieron los comentarios.

-El del gabanón parece un cura -dijo Guardiana.

-No es cura -afirmó la Comadreja-. ¿No le ves unas patillitas como las de un padronés?

-Pero, mujer, si lleva alzacuello.

-¡Qué alzacuello! Corbata negra.

-El gordo es un inguilis.

-¡Ay Jesús; parece que le pintaron la barba con azafrán!

-¿Y aquello qué es? ¡Madre mía de la Guardia!; un anteojo en un ojo solo, y colgado en el aire; ¡mira, mira!

-Callar, que vienen para acá.

-Vienen aquí en derechura.

-No, mujer.

-¡Dale! Vienen y vienen. ¿Te convences, porfiosa?

-Es que les gustaste tú.

-No, tú. El del azafrán viene a casarse contigo.

-Pues a ti te mira mucho el clérigo mal comparado.

-¡Chssss! Callar, que están cerca, alborotadoras de Judas.

-¡Callaban! Que callen ellos si les da la gana.

Y Amparo y Ana cantaron a dúo:


   Me gusta el gallo,
Me gusta el gallo,
Me gusta el gallo
Con azafrán...



No obstante estos primeros indicios de hostilidad, los dos graves personajes se aproximaban al corro, con mucha prosopopeya. El de la hopalanda, no bien se acercó lo suficiente, pronunció un «a los pies de ustedes, zeñoras», que hubiera provocado una explosión de carcajadas, si al pronto no pudiese más la curiosidad que la risa. ¡Tenía el bueno del hombre una voz tan rara, ceceosa a la andaluza, y una pronunciación tan recalcada!

-Tengo el honor -prosiguió, metiendo las manos en los bolsillos de su inmenso tabardo- de ofrecer a ustedes un librito de lectura muy provechoza para el espíritu, y espero me dispenzarán el obsequio de repazarlo con atención. Yo le ruego reflezionen sobre el contenío de estos imprezo, zeñoras mías.

Diciendo y haciendo, les presentaba tres o cuatro volúmenes empastados, y un haz de hojas volantes. Nadie estiró la mano para recoger los imprezo, y él fue depositando suavemente en los regazos de las muchachas el alijo. El inglés tripudo observaba el reparto con su fulgurante monóculo.

-¡Así Dios me salve (Ana fue la primera en hablar), yo conozco a estos pajarracos! Oyes tú, Bárbara, ¿este no es el que puso la capilla en la cuadra?

-El mismo... es el que berrea allí por las tardes.

-¿El que le dio los cuartos a la Píntiga?

-Sí, mujer.

-Y este, ¿no dice que fue cura?

-Dice que sí, allá en su país, y que ahora es cura de ellos, y está casado...

-¡Casado!!!

-Bueno, está... con una viuda. Ya tienen... -y la muchacha remedó burlescamente el llanto de un recién nacido.

-¿Y el otro bazuncho?

-Es el que... -y frotó el índice con el pulgar, ademán expresivo que significa en todas partes soltar dinero.

Mientras duraban estas explicaciones en voz baja, Amparo había leído el título de algunos folletos: «La verdadera Iglesia de Jesús... La redención del alma... Cristo y Babilonia... La fe del cristiano purificada de errores... Roma a la luz de la razón...». Entre los retazos del diálogo que llegaban a sus oídos y los fragmentos de hoja impresa en que fijaba la vista, penetró el misterio. Levantose grave, determinada, como el día que peroró en el banquete del Círculo Rojo.

-Oiga usté -pronunció con tono despreciativo-, esto que nos ha dado usté no nos hace falta, ni para nada lo queremos. Vaya usté a engañar con ello a donde haya bobos.

-Zeñora, no ha zío mi ánimo...

-Pensará usté que somos como otras, infelices, que las compran ustés por una triste peseta; pues sepa usté, repelo, que acá ni por las minas del Potosí renegamos como San Judas.

-Zeñora... hermanas mía... tómense uzté la molestia de reflezionar, y verán la puresa de mi intencionez, que zon darle a conosé la doctrina de Jezú nuetro Zalvaor...

Pronta como un rayo, y con fuerzas que duplicaba la cólera, Amparo desbarató la encuadernada Biblia, hizo añicos las hojas volantes, y lo disparó todo a la cara afilada del catequista y a la rubicunda del silencioso inglés, los cuales, habituados, sin duda, a tal género de escenas, volvieron grupas y trataron de escurrirse lo más pronto posible entre el concurso. Por su mal, era éste tan apretado y numeroso en aquel sitio, que o tenían que retroceder, dar un rodeo y volver a cruzar ante el grupo de muchachas, o aguardar una ocasión de enhebrarse por medio de la gente. Optaron por lo primero, y avínoles mal, porque Amparo, como el corcel de batalla que ha olido la sangre, dilatadas las fosas nasales, brillantes los ojos, se preparaba a renovar la lid, animando a sus compañeras.

-Son los protestantes. A correrlos.

-A correrlos: ¡viva!

-Van a pasar otra vez por aquí... ánimo... a ver quién les acierta mejor.

-¡Que vengan, que vengan! ¡Ahora entra lo bueno! Recelosos, arrimados el uno al otro, probaron a deslizarse los dos apóstoles sin ser observados de las mozas, que ya los aguardaban haldas en cinta. Así que los vieron a tiro, enarbolaron cuál medio pan, cuál un trozo de empanada, cuál una pera, y Ana, rabiosa, no encontrando proyectil a mano, cogió a puñados la tierra para arrojársela. Cayó la granizada sobre los protestantes cuando menos se percataban de ello; un queso se aplanó sobre la faz del inglés, rompiéndole el monóculo; un gajo de cerezas despedido por el hermano de Guardiana se estrelló en la nuca del ministro, embadurnándosela lastimosamente. Al par que bombardeaban, denostaban las intrépidas muchachas al enemigo. -Tomar, a ver si reventáis -chillaba la Comadreja. -De parte de Nuestra Señora -gritaba Guardiana. -Para que volváis a dar dinero por hacer maldades -vociferaba Amparo lanzando con notable acierto un tenedor de palo al cura. Cerrados los puños como para boxear, inyectado el rostro, fieros los azules ojos, vínose sobre el grupo el hijo de la Gran Bretaña, resuelto, sin duda, a hacer destrozos en las heroínas; amenazadora actitud que redobló el coraje de estas.

-Venga usté, venga usté, que aquí estamos, le decía Amparo con voz vibrante, bella en su indignación como irritada leona, asiendo con la diestra una botella; mientras Ana, pálida de ira, se apoderaba de la cazuela en que había venido el guisado, y las restantes amazonas buscaban armamento análogo. Pero ya, al ruido de la escaramuza, se arremolinaba gente, y gente adversa a los catequistas, a quienes conocían bastantes de los espectadores; y el ministro, verde de miedo, con turbada lengua aconsejaba a su acompañante una prudente retirada.

-Éjelas, míter Ezmite... (Smith). Éjelas, que no zaben lo que jazen... Éjelas, que aquí nadie noz efenderá, de eguro... Yo debo ar ejemplo de manzedumbre...

No hizo caso míter Ezmite, por demás mohíno y amostazado con el bombardeo de comestibles; pero antes de que llegase al grupo cumpliose la profecía del ministro, interponiéndose más de treinta personas, que rodearon a los malaventurados apóstoles apretándolos en términos que no les dejaban respirar. A poca distancia un agente de policía presenciaba una rifa, y aunque harto veía con el rabo del ojo el motín, no dio el más leve indicio de querer intervenir en él, y basta que vio a los dos catequistas abrirse paso trabajosamente y huir como perro con maza, perseguidos por la rechifla general, no volvió la cabeza ni se acercó, preguntando al descuido: «¿Qué pasa aquí, señores?».




ArribaAbajo- XXVI -

Lados flacos


Para la Comadreja el desenlace de la romería fue delicioso: comenzaron a llover gotas anchas cuando ya se aproximaba la noche, y vino el capitán mercante a ofrecerle el brazo y un paraguas. A la luz de los faroles de la calle, que rielaba en el mojado pavimento, Amparo vio alejarse a la pareja y quedose poseída de una especie de tristeza interior que rara vez domina a los temperamentos sanguíneos, alegres de suyo. Aquella melancolía atacaba a la Tribuna desde que no alimentaba su viva imaginación con espectáculos políticos y desde que al bullicio de la Unión del Norte sucedió la habitual y uniforme vida obrera de antes, sin asomo de conspiración ni de otros romancescos incidentes. Por distraerse, habló más con Ana de amoríos y menos de política. Ana se prestaba gustosa a semejantes coloquios. Llegó la Tribuna a saber de memoria al capitán de la Bella Luisa, sus hábitos, sus viajes, sus caprichos, y el eterno proyecto de matrimonio, diferido siempre por altas razones de conveniencia, que explicaba Ana con sumo juicio y cordura. Si ella se quisiese casar con algún artista de esos ordinarios, un zapatero, verbigracia, cansada estaría de tener marido; pero ¿para qué? Para cargarse de familia, para vivir esclava, para sufrir a un hombre sin educación. No en sus días.

-¿Y si te deja plantada Raimundo? -preguntaba Amparo nombrando al galán de su amiga, como lo hacía esta, por el nombre de pila.

-¡Qué ha de dejar, mujer... qué ha de dejar! ¡Diez años de relaciones! Y luego, aquel señorío de estar tanto tiempo con un chico fino, eso no me lo quita nadie.

Amparo protestó: ella no entraba por cosas de ese jaez; quería poder enseñar la cara en cualquier parte; quería, como dijeron los señores de la Unión, moral y honradez ante todo.

-¿Si pensarás tú -replicó Ana viperinamente- que el de Sobrado venía a casarse contigo?

-¿El de Sobrado? ¿Y qué tengo yo que ver con el de Sobrado?

-Anduvo tras de ti, y si no estuviese fuera, sabe Dios... No digas, mujer, no digas, que bastantes veces lo encontré yo por los alrededores de la Fábrica.

-Bueno, bueno, ¿y qué? ¿Por qué, un suponer, no se había de casar conmigo? Yo seré de igual madera que otras que pertenecían a mi clase, y ahora... Tú bien conoces a la de Negrero... aquella tan guapa que lleva abrigo de terciopelo y capota de tul blanco... Pues, hija mía, sardinera del muelle primero, cigarrera después, y luego la vino Dios a ver con ese marido tan rico... ¿Y la de Álvarez? A esa la acuerdan aquí liando puros, y en el día tiene una casa de tres pisos y un buen comercio en la calle de San Efrén... ¿Y la que casó con aquel coronel del regimiento de Zaragoza?... Una chiquilla, que también hacía pitillos... En la actualidad, para más, hay el aquel de que las clases son iguales; ese rey que trajeron dice que da la mano a todo el mundo, y la mujer abrazó en Madrí a una lavandera; y si viene la federal, entonces...

-Sí, sí, vele con eso a doña Dolores, la de Sobrado.

-¡Pues... Jesús, Ave María! ¡No se allegue usted, que mancho! Me parece a mí que los de Sobrado no son de allá de la aristocracia, ni del barrio de Arriba. Aún hay quien los vio cargando fardos en el almacén de Freixé, el catalán; que por ahí empezaron, ¡repelo! Hijos del trabajo, como tú y como yo.

-Pero, mujer, si ya se sabe que son así; nada y nada, y vanidá que les parte el alma. Como el hijo es de tropa piensan que sólo la Princesa de Asturias sirve para él... Mira tú como ahora que las de García pierden el pleito están medio reñidas con ellas... Y eso que la mayor de Sobrado, la Lolita, no quiso apartarse de la amiga y sigue yendo allá...

-Bien; pues ellos no nos querrán a los demás, pero los demás bien nos valemos sin ellos... Para comer yo no les he de pedir. Y el hijo, si me quiere decir algo, ha de ser con el cura de la mano, que si no...

Echose a reír la Comadreja y le citó ejemplos dentro de la misma Fábrica: ¿qué les había sucedido a Antonia, a Pepita, a Leocadia?, y eran las que más hablaban y más cosas decían. La que se conformaba con los de su clase, aún menos mal; pero la que andaba con señores... Esas cosas -añadía la Comadreja- no tienen remedio; nos hacen ver lo negro blanco...

-Si me quisiera perder -exclamó ofendida Amparo- no me faltaría por dónde, como a todas.

-¡Bueno! No cuadró, mujer, que lo demás... También no te gustarían los que se te pusieron delante, porque hay hombres que se tiraría uno a la bahía por ellos, y otros que ni forrados de onzas... Y a veces los que le chistan a uno no se dan por entendidos... Y al fin y al cabo, hija, ¿qué se gana con vivir mártir? Nadie cree en la dinidá de una pobre.

-¿Y por qué ha de ser así? ¡Esa no es ley de Dios!

-No, pero... ¿qué quieres tú?

Quedábase Amparo pensativa. Cuantas sugestiones de inmoralidad trae consigo la vida fabril, el contacto forzoso de las miserias humanas; cuantas reflexiones de enervante fatalismo dicta el convencimiento de hallarse indefenso ante el mal, de verse empujado por circunstancias invencibles al precipicio, pesaban entonces sobre la cabeza gallarda de la Tribuna. Acaso, acaso tenía sobrada razón la Comadreja. ¿De qué sirve ser un santo si al fin la gente no lo cree ni lo estima; si por más que uno se empeñe, no saldrá en toda la vida de ganar un jornal miserable; si no le ha de reportar el sacrificio honra ni provecho? ¿Qué han de hacer las pobres, despreciadas de todo el mundo, sin tener quien mire por ellas, más que perderse? ¡Cuántas chicas bonitas, y buenas al principio, había visto ella sucumbir en la batalla, desde que entró en su taller! Pero... vamos a cuentas -añadía para su sayo la oradora-: diga lo que quiera Ana, ¿no conozco yo muchachas de bien aquí? ¡Está esa Guardiana, que es más pobre que las arañas y más limpia que el sol! Y de fea no tiene nada; es así delgadita... Ella se confiesa a menudo... dice que el confesor le aconseja bien...

Amparo se quedó cada vez más pensativa después de esta observación.

-Yo, confesar, me confesaría... Pero luego... si el cura sabe que me meto en política... ¡Bah! Bien basta en Semana Santa... Tampoco yo, gracias a Dios, no soy ninguna perdida... ¡me parece!




ArribaAbajo- XXVII -

Bodas de los pajaritos


Regresó Baltasar de Navarra y las Provincias firmemente resuelto a estrujar la vida, como si fuese un limón, para exprimirle bien el zumo. Habiendo visto de cerca la guerra civil, comprendió que no hacía sino empezar y que prometía ser encarnizada y duradera, a pesar de que la Gaceta anunciaba diariamente la dispersión de las últimas partidas y la presentación del postrer cabecilla. Desde luego Baltasar traía un grado más, y ganas de precipitarse en algún abismo cubierto de flores, ya que las balas carlistas se lo toleraban. Vista de lejos, la opinión pública de su ciudad natal le pareció mucho menos temible, y resolviose a arrostrarla, en caso de necesidad, si bien con maña y no provocándola de frente.

Más de una vez, en la ligera tienda de campaña o en algún caserío vascongado, se acordó de la Tribuna y creyó verla con el rojo mantón de Manila o con el traje blanco y azul de grumete. Las mujeres que encontraba por aquellos países no le distrajeron, porque eran la mayor parte toscas aldeanas curtidas del sol, y si tropezó con alguna beldad éuskara, esta, en vez de sonreír al oficial amadeísta, le echó mil maldiciones. Además, Baltasar, frío y concentrado, no era de los que toman por asalto un corazón en un par de horas. De suerte que al volver a Marineda, en vez de rondar la Fábrica, como antes, se resolvió, desde el primer día, a acompañar a Amparo cuando la viese salir; y ejecutó el propósito con su serenidad habitual. Mucho le favoreció para estos acompañamientos el cambio de domicilio de la muchacha, que vivía cerca del alto de la cuesta de San Hilario, en una casita que daba a la Olmeda, desde que faltando el señor Rosendo y Chinto, el bajo de la calle de los Castros se hizo muy caro y muy lujoso para dos mujeres solas. Como la Olmeda puede decirse que es un rincón campestre, prestose al naciente idilio con el género de complacencia que hace de la naturaleza amiga perenne de todos los enamorados, hasta de los menos poéticos y soñadores.

Febrero vio la aurora de aquel amor en un día clásico, el de la Candelaria, en que, según el dicho popular, celebran los pajaritos sus bodas sobre las ramas todavía desnudas de los árboles, para que con la llegada de la primavera coincida la fabricación del nido. Las vísperas de la fiesta eran muy señaladas en la Fábrica: andaban esparcidos por las estanterías, sobre los altares, ocultos en los justillos de las mujeres, mezclados con la hoja, haces de rama de romero, y su perfume tónico y penetrante vencía al del tabaco mojado. En el centro de los haces se hincaban candelicas de blanca cera, y había de otras candelas largas y amarillas, compradas por varas y que se cortaban en trozos para hacer cuantas luces se quisiese; siendo el origen de traer estas candelas la creencia de que los niños muertos antes del bautismo y sepultados en las tinieblas del limbo sólo el día de la Candelaria ven un rayo de claridad, la de la luz que encienden, pensando en ellos, sus madres. Al día siguiente, en la iglesia, envueltas en el romero bendito, habían de arder todas las velitas microscópicas.

Ya se comprende que entre las cigarreras marinedinas -cuatro mil mujeres al fin y al cabo- había muchas que querían enviar a sus hijos difuntos aquella caricia de ultratumba, fundir el hielo de la muerte al calor de la pobre candelilla; por otra parte, aun las que no tenían niños vivos ni difuntos habían comprado romero gustándoles su olor, y propuestas a llevarlo a la misa de la Candelaria, que al fin, como decía la señora Porcona con tono sentencioso, era «un día de los más grandes, hiiiigas... porque fue cuando la Virgen sintió el primer dolorito, por razón de que un cura que le llamaban Simeón le anunció lo que tenía que pasar Cristo en el mundo». La tarde de la Candelaria, Amparo, llevando el romero bendito oculto en el pecho, despedía un aroma balsámico, que pudiera tomarse por suyo propio; tal era la lozanía y vigor de su organismo, cuya robustez, vencedora en la lucha con el medio ambiente, había crecido en razón directa de los mismos peligros y combates. Si la labor sedentaria, la viciada atmósfera, el alimento frío, pobre y escaso, eran parte a que en la Fábrica hiciesen estragos anemia y clorosis, el individuo que lograba triunfar de estas malas condiciones ostentaba doble fuerza y salud. Así le acontecía a la Tribuna.

Como era día festivo, Baltasar no la esperó a la salida de la Fábrica, sino en la Olmeda, a corta distancia de su casita. Había llegado Baltasar al mayor número de pulsaciones que determinaba en él la calentura amorosa. Su pasión, ni tierna, ni delicada, ni comedida, pero imperiosa y dominante, podía definirse gráfica y simbólicamente llamándola apetito de fumador que a toda costa aspira a fumar el más codiciadero cigarro que jamás se produjo, no ya en la Fábrica de Marineda, sino en todas las de la Península. Amparo, con su garganta tornátil gallardamente puesta sobre los redondos hombros, con los tonos de ámbar de su satinada, morena y suave tez, parecíale a Baltasar un puro aromático y exquisito, elaborado con singular esmero, que estaba diciendo: «Fumadme». Era imposible que desechase esta idea al contemplar de cerca el rostro lozano, los brillantes ojos, los mil pormenores que acrecentaban el mérito de tan preciosa regalía. Y para que la similitud fuese más completa, el olor del cigarro había impregnado toda la ropa de la Tribuna, y exhalábase de ella un perfume fuerte, poderoso y embriagador, semejante al que se percibe al levantar el papel de seda que cubre a los habanos en el cajón donde se guardan. Cuando por las tardes Baltasar lograba acercarse algún tanto a Amparo e inclinaba la cabeza para hablarle, sentíase envuelto en la penetrante ráfaga que se desprendía de ella, causándole en el paladar la grata titilación del humo de un rico veguero y el delicioso mareo de las primeras chupadas. Eran dos tentaciones que suelen andar aisladas y que se habían unido, dos vicios que formaban alianza ofensiva, la mujer y el cigarro íntimamente enlazados y comunicándose encanto y prestigio para trastornar una cabeza masculina.

El día espiraba tranquilamente en aquella alameda, que en hora y estación semejante era casi un desierto. Sentáronse un rato Baltasar y la Tribuna en el parapeto del camino, protegidos por el silencio que reinaba en torno, y animados por la complicidad tácita del ocaso, del paisaje, de la serenidad universal de las cosas, que los sepultaba en profundo caimiento de ánimo, que relajaba sus fibras infundiéndoles blanda pereza muy semejante a la indiferencia moral. El sol languidecía como ellos; la naturaleza meditaba. Hasta la bahía se hallaba aletargada; un gallardo queche blanco se mantenía inmóvil; dos paquetes de vapor, con la negra y roja chimenea desprovista de su penacho de humo, dormitaban, y solamente un frágil bote, una cascarita de nuez, venía como una saeta desde la fronteriza playa de San Cosme, impulsado por dos remeros, y el brillo del agua, a cada palada, le formaba movible melena de chispas. Por donde no alcanzaban el último resplandor solar, las olas estaban verdinegras y sombrías; al Poniente, dorada red de movibles mallas parecía envolverlas.

A medida que avanzaba la sombra, levantábase del mar una brisa fresca, que agitaba por instantes los picos del pañuelo de Amparo y los cabellos rubios de Baltasar, en los cuales se detenían las postreras luces del sol, haciendo de su cabeza una testa de oro. Presto la abandonaron sin embargo, y asimismo las montañas del horizonte empezaron a confundirse con el agua, mientras la concha blanca del caserío marinedino se destacaba aún, pero perdiéndose más cada vez, como si al ausentarse la claridad se llevase consigo el rosario de edificios y el encendido fulgor de los cristales en las galerías. Marineda, la Nautilia de los romanos, se envolvía en una clámide de tinieblas. En breve comenzaron a distinguirse algunas luces que oscilaban sobre la masa oscura de la población, y presto se cubrió toda ella de puntos lucientes como estrellas de oro en un celaje sombrío. La noche, que ya mostraba el cuerpo entero, era de esas lácteas, pero frías, en que el equinoccio de primavera se anuncia por no sé qué vaga trasparencia del cielo y del aire, y en modo alguno por la temperatura, que más bien parece recrudecerse. Baltasar y la muchacha, obligados quizá por el helado ambiente, se aproximaban el uno al otro, hablando no obstante de cosas indiferentes y poco importantes.

-No, Bilbao no es más bonito... ni tampoco Santander, digan lo que quieran los santanderinos, que son muy patriotas. ¿Sabe usted lo que ha mejorado Marineda? ¿Y lo que está llamada a mejorar todavía? Esto crece a cada paso; vamos a tener barrios nuevos, magníficos, a la americana, ahí donde usted ve aquella lucecita... todo por ahí, a lo largo del baluarte.

-¿Y Madrí? ¿Es mucho mejor que Marineda? -interrogó Amparo por decir algo, enrollando un cabo de su pañuelo.

-¡Ah! Madrid, ya ve usted... al fin y al cabo, es la corte... Sólo la calle de Alcalá...

Este apacible diálogo encubría en Baltasar tempestuosos pensamientos; pero como no carecía de penetración y sabía que la muchacha era honrada, y orgullosa, y vivía de su trabajo, comprendió que no debía tratarla como a cualquier criatura abyecta, sino empezar mostrándole cierta deferencia y aun respeto, género de adulación a que es más sensible todavía la mujer del pueblo que la dama de alto copete, habituada ya a que todos le manifiesten cortesía y miramientos. Lisonjeó mucho a la Tribuna el ver que se habían con ella lo mismo que con las señoritas, y auguró bien del rendido galán. Mas tan luego como la noche cauta señoreó absolutamente el escenario, Baltasar creyó poder apoderarse a hurto de una mano morena, hoyosa y suave al tacto como la seda. Amparo pegó un respingo.

-Estese usted quieto... Y va de dos veces que se lo digo, caramba.

-¿Por qué me trata usted así? -preguntó con pena fingida Baltasar, que en sus adentros renegaba de la virtud plebeya ¿Qué mal hay en...?

-¿Por qué? -repitió Amparo con sumo brío-. Porque no me conviene a mí perderme por usted ni por nadie. ¡Sí que es uno tan bobo que no conozca cuando quieren hacer burla de uno! Esas libertades se las toman ustedes con las chicas de la Fábrica, que son tan buenas como cualquiera para conservar la conducta. ¿A que no hace usted esto con la de García, ni con las señoritas de la clase de usted?

-¡Diantre! -pensó Baltasar-: no es boba.

Y al punto, mudando de táctica, habló con gran rapidez, diciendo que estaba enamorado, pero de veras; que para él no había categorías, distinciones ni vallas sociales, encontrándose el amor de por medio; que Amparo era tanto como la más encopetada señorita, y que su desliz no provenía de falta de respeto, sino de sobra de cariño: todo lo cual acompañó con mil dulces e insinuantes inflexiones de voz. Amparo respondió estableciendo su credo y sus principios: ella no quería ser como otras chicas conocidas suyas, que por fiarse de un pícaro allí estaban perdidas: ella bien sabía lo que pasaba por el mundo, y cómo los hombres pensaban que las hijas del pueblo las daba Dios para servirles de juguete: lo que es ella, bien se había de librar de eso; bueno que se hablase un rato, en lo cual no hay malicia; pero ciertas libertades, no; ya podía saberlo el que se arrimase a ella. Baltasar juró y perjuró que su amor era de la más probada y acendrada pureza, y que sólo limpios e hidalgos propósitos cabían en él; y en el calor de la discusión, los dos interlocutores se volvieron a hallar sentados en el parapeto, y la mano antes esquiva se mostró más tratable, consintiendo que la prendiesen dos manos ajenas.

-Hoy se casan los pajaritos -murmuró Baltasar después de un breve instante de silencio.

-Día de la Candelaria... Hoy se casan -repitió ella con turbada voz, sintiendo en la palma de la mano el calor de la diestra de Baltasar, que amorosamente la oprimía. Pero él fue discreto y no quiso abusar de la victoria, por temor de perder las ventajas adquiridas, y también porque empezaba a correr agudo frío en la solitaria alameda, y Amparo se levantó quejándose del relente y del aire, que cortaba como un cuchillo. Cruzáronse dos protestas de ternura, en voz baja, envueltas en el último apretón de manos, delante de la casa de la pitillera.




ArribaAbajo- XXVIII -

Consejera y amiga


Alguna que otra vez volvía Amparo a visitar su antigua calle, por ver a los amigos que allí había dejado. Pocos días después del de la Candelaria sintió deseos de realizar una expedición hacia aquella parte. Halló todo en el mismo estado; el barbero, muy ocupado en descañonar a un sargento, la saludó jovialmente; a la puerta de su casa divisó a la señora Porreta tomando el fresco, o el sol, que ambas cosas faltaban dentro del tugurio de la comadrona, la cual hacía extraña y risible figura sentada en una silleta baja, y muy esparrancada; sus pies, calzados con zapatillas de orillo, miraban uno a Poniente y otro a Levante; tenía caídas las medias, por deficiencia de ligas sin duda; en el formidable hueco del regazo descansaban sus manos, y mientras una chiquilla encanijada, nieta suya, le peinaba las canas greñas y le hacía dos chichos tamaños como bellotas, la insigne matrona no perdía el tiempo, y calcetaba con diligencia manejando las metálicas agujas, que despedían vivos fulgores. Al ver a la Tribuna, se echó a reír con opaca risa.

-Hola, chica... salú y fraternidá. ¿Cómo está tu madre? ¿Y la revolusión, cuándo la hasemos? ¿Cuándo me preclamas a mí reina de España?

Y como Amparo procurase escabullirse, la vieja subió el tono de sus carcajadas, semejantes al chirrido de una polea, y que hacían retemblar su vientre de ídolo chino.

-Sí, escápate, escápate... -murmuró-. Ahora bien te escapas... Ya bajarás la soberbia cuando yo te haga falta... ¿oyes, Amparo? Cuando necesitáis a la señora Pepa, venís como corderitos... ¡Quién te verá aquel día!, ¿eh?

-Dios delante, señora Pepa -contestó altiva y picada Amparo-, otras la llamarán más pronto, señora.

-¡Sí, sí... echar por la boca! El tiempo todo lo vense -afirmó con profético acento la comadre, cogiendo una hilera de puntos que se le había soltado al reír.

Siguió Amparo calle adelante, y llamó al tablero de Carmela la encajera; pero con gran sorpresa suya, en vez de abrirse este, se entreabrió la puerta interior que comunicaba con el portal, y se asomó Carmela animada, encendida la tez y con un júbilo nunca visto en ella.

-Entra, entra -dijo a la pitillera.

Esta entró. El cuartito estaba en desorden; recogida la almohadilla de los encajes; había un baúl abierto y ya casi colmado, y los cuadros de lentejuela y estampas devotas, que solían adornar las paredes, faltaban de ellas.

-Hola... ¿parece que vamos de viaje? -preguntó Amparo.

La respuesta de la encajera fue echarle al cuello los brazos, y pronunciar, con voz entrecortada de alegría:

-¿Luego tú no sabes, no sabes que Dios me dio la sorpresa? Ya tengo el dote, chica... me voy a Portomar a ver si me reciben allá en el convento...

-¡Ahora que dicen que se acaban las monjas!

-Las de Portomar no, mujer... esas no... hay un señorón liberal, allá en Madrí, que pidió por ellas...

-Pero... ¿y cómo, quién te dio el dote?

-Verás... Yo echaba todos los meses un décimo a la lotería... todos los meses. Tú ya sabes que la tía me hacía trabajar los domingos por la mañana; pero por las tardes, decía: «Anda, distráete... vete un poco a rezar a la iglesia». Bien. Pues, señor, yo en vez de rezar, iba, ¿y qué hacía? Trabajaba unas puntillitas estrechas, sin que la tía lo supiese, y se las vendía a una mujer del mercado, diciéndole a Nuestra Señora: «No es pecado esto que hago, porque es para sacar a la lotería, y si saco es para entrar monja...». Pues etaquí que cada mes me tomaba mi décimo, y para que saliese bien, siempre echaba con algún santo. Unas veces llevaba de compañero a San Juan Bautista; otras, a San Antonio; otras, a Santa Bárbara... y nada: ni tristes cinco duros. Entonces dije yo para mí: hay que ir a la fuente limpia; estos compañeros no valen. ¿Y qué se me ocurrió? Tomé un decimito con un número muy lindo, mil ciento veintidós, y se lo fui a llevar al Niño Dios de las Madres Descalzas... y le dije: mira, Jesusito, si sale premiado, la metá para ti... Tenía una carita tan alegre cuando se lo dije, lo mismo que si me entendiese. Pues ¿quién te dice, mujer...?

Pausa de gran efecto.

-¿Quién te dice a ti... que al sorteo voy y miro la lista, y me veo un mil ciento veintidós como un sol? Me quedé aturdida; y mucho más, porque el premio era de los grandes: cerca de mil pesos. Sólo que, como la metá es del Niño, a mí me queda el dote limpio y pelado...

-¿Y tu tía? -preguntó Amparo, como si censurase el regocijo de Carmela.

-¿Y sabes, mujer, que yo quise depositar el dote para cuando ella muriese y quedarme en su compañía, y no quiso? Dice que no, que bien claro está que Dios me llama para sí... Ella tiene buscada colocación en casa de un cura... como está así, medio ciega, sólo en un sitio de poco trabajo puede servir. ¡Ay, Niño Jesús de mi alma! ¡Cuántas lagrimitas tengo llorado aquí sin que nadie me viese! ¡Qué días! Es mejor hacer pitillos que encajes, chica. ¡Fumar, siempre fuma la gente; pero los encajes en invierno... es como vivir de coser telarañas!

Y levantándose, cogió un tiesto que estaba en la ventana y lo entregó a Amparo.

-Toma, me alegro de que vinieses... cuídame mucho la malva de olor, que por el camino tengo miedo de que se rompa el tarro.

Amparo cogió el tiesto y respiró el perfume de la planta, hundiendo la faz entre las aterciopeladas hojas. La encajera la miraba con sus pupilas siempre melancólicas y serenas.

-Amparo -dijo de pronto...

-¿Eh?... -respondió la Tribuna, sorprendida como si la despertasen de golpe.

-¿Te enfadas si te digo una cosa?

-No, mujer... ¿y por qué me he de enfadar? -contestó fijando sus ojos gruesos y brillantes en la futura concepcionista.

-Pues quería decirte... que por ahí te pusieron un mote.

-¿Un mote?, ¿y es cosa mala?

-Mala... ¡qué sé yo! Te llaman la Tribuna.

-¿Y quién me lo llama?

-Los señoritos... los hombres. Dicen que fue porque el día del convite... no te parezca mal, que a mí me lo contaron así, inocentemente... te dio un abrazo uno de aquellos señores de la Samblea... y que te dijo...

-¡Me llamó Tribuna del pueblo! -exclamó orgullosamente la muchacha-. ¡Ya se ve que me lo llamó!

-¿Yeso qué es, mujer?

-¿Lo qué?

-¿Eso de Tribuna del pueblo?

-Es... ya se sabe, mujer, lo que es. Como tú no lees nunca un periódico...

-Ni falta que me hace... pero dímelo tú, anda.

-Pues es... así a modo de una... de una que habla con todos, supongamos...

-¿Que habla con todos?... ¿y te lo dijo en tu cara?... ¡El Dulce nombre de María!

-Pero no hablar por mal, tonta; si no es eso... Es hablar de los deberes del pueblo, de lo que ha de hacerse; es istruir a las masas públicas...

-Vamos, como una maestra de escuela... Jesús, si pensé que... ya decía yo: ¿había de ser tan descarado que se lo encajase allí, sin más ni más? Pero como por ahí se ríen cuando mentan eso...

-¡Bah!... no tienen que hacer, y velay.

-Y... mira, ¿te digo otro cuento?

-Tú dirás...

-Me contaron... no tomes pesadumbre, que son dichos... que andaba tras de ti un señorito... de la oficialidá.

-¿Y si anda?

-Y si anda, haces muy mal en hacer caso de un oficial, mujer... A las chicas pobres no las buscan ellos para cosa buena, no y no... Ya las que son pobres y formales no se arriman porque ven que no sacan raja...

-¡Eh!, a modo... no la armemos, Carmela. A mí nadie se arrima por la raja que saque, sino por el aquel de que le gustaré, y vamos andando, que cada uno tiene sus gustos... Hoy en día, más que digan los reacionarios, la istrución iguala las clases, y no es como algún tiempo... No hay oficial ni señorito que valga...

-Mujer, yo no hablé por mal... Te quise avisar porque siempre te tuve ley, que eres así... una infeliz, un pedazo de pan en tus interioridades... Déjate de políticas, no seas tonta, y de señoritos... Fuera de eso, ¿a mí qué se me importa? Es por tu bien...

Se dispuso Amparo a marcharse, cogiendo debajo del brazo su tarro; pero la afectuosa encajera la quiso abrazar antes.

-No quiero que quedemos reñidas... ¿Vas enfadada? Bien sabe Dios mi intención... Escríbeme a Portomar... Ya te contaré todo, todo.

Y se asomó a la puerta para ver alejarse a la garbosa muchacha, cuyo vestido de percal proyectó, por espacio de algunos segundos, una mancha clara sobre las oscuras paredes de las casas de enfrente.




ArribaAbajo- XXIX -

Un delito


Desde la venida de Amadeo I tenían las cigarreras de Marineda a quien echar la culpa de todos los males que afligían a la Fábrica. Cuando caminaba hacia España el nuevo Rey, leíanse en los talleres, con pasión vehementísima, todos los periódicos que decían: «No vendrá». Y el caso es que vino, con gran asombro de las operarias, a quienes la prensa roja había vaticinado que la monarquía era «un yerto cadáver, sentenciado por la civilización a no abandonar su tumba». Alguna cigarrera abogó por el hijo de Víctor Manuel, rey liberal al cabo, que daba la mano a todos y no tenía maldita la soberbia; pero la inmensa mayoría convino en que, al fin, un rey siempre era un rey, y en que la monarquía no era la república federal, verdades tan palmarias que, por último, los disidentes hubieron de reconocerlas.

Otros motivos de irritación ayudaban a soliviantar los ánimos. Escaseaban las consignas y la hoja tan pronto era quebradiza y seca, como podrida y húmeda. No, trabajo habían de pasar los que fumasen semejante veneno; pero las que lo manejaban también estaban servidas. Al ir a estirar la hoja para hacer las capas, en vez de extenderse, se rompía, y en fabricar un cigarro se tardaba el tiempo que antes en concluir dos; y para mayor ignominia, había que echarle remiendos a la capa por el revés lo mismo que a una camisa vieja, lo cual era gran vergüenza para una cigarrera honrada y que sabe su obligación al dedillo. Las operarias alzaban los brazos ejecutando la desesperada pantomima popular, llevándose ambas manos a la cabeza, a la frente, al pecho, señalando con enérgicos ademanes el tabaco averiado e inútil, de imposible elaboración. Tan alteradas estaban, que al pasar las maestras les metían puñados de hoja en las narices, gritando que «olía a berzas»; y, envalentonándose, lo hicieron también con los inspectores, y si el jefe se hubiera presentado en los talleres, apostaban que con el jefe repetirían la escena. En vano algunas maestras intentaron calmar el oleaje prometiendo, para el entrante mes, nuevas consignas: seguían las turbulencias porque aquel Gobierno maldito, no contento con enviarles hoja de desperdicio, para más, daba en la flor de no pagarles. Pasaban días y días sin que la cobranza se abriese, y las pobres mujeres, tímidamente al principio, después en voz alta y angustiosa, preguntaban a las maestras: «Y luego, ¿cuándo nos darán los cuartos?». Fue en crescendo el run run y se convirtió en formidable marejada. El instinto que impele a los amotinados a ponerse a las órdenes de alguien, aconsejó a las operarias del taller de cigarrillos arrimarse a Amparo buscando el calor de su tribunicia frase. Halláronse chasqueadas: Amparo no dio fuego. Oyó a todas y convino con ellas en que, efectivamente, era una picardía no pagarles lo suyo; y, ventilado este punto, siguió liando pitillos, sin añadir arenga, excitación, sermón político ni cosa que lo valiese. Admiradas se quedaron las turbas de semejante frialdad. ¡Si pudiesen penetrar en lo íntimo del alma de Amparo, en aquellos inexplorados rincones donde quizá ella misma no sabía con total exactitud lo que guardaba! ¡Si hubiesen visto brotar una figurita chica, chica y remotísima, como las que se ven con los anteojos de teatro cogidos a la inversa, pero que iba creciendo con rapidez asombrosa, y que en la nomenclatura interior de las ilusiones se llamaba señora de Sobrado! ¡Si advirtiesen cómo esa señora, microscópica, aun vestida del color del deseo, iba avanzando, avanzando, hasta colocarse en el eminente puesto que antes ocupaba la Tribuna, que se retiraba al fondo envuelta en su manto de un rojo más pálido cada vez!

Atribuyose a otras causas la indiferencia de la oradora. Amparo tenía los dedos listos y una boca no más que mantener; la crisis económica no podía importarle tanto como a las que reunían seis hijos, tres o cuatro hermanos, familia dilatada, sin más recursos que el trabajo de una mujer. El tiempo corría, y en la tienda se cansaban de fiarles; se veían perdidas, ¿cómo salir del apuro? ¡A los angelitos no era cosa de darles a comer las piedras de la calle! Guardiana, hablando de su sordo-muda, partía el corazón; ella primero consentía morir, que privar a la niña de su cascarillita con azúcar y de su pan fresco de trigo; si era preciso, pediría una limosna: no sería la primera vez; y al oír esto todas sus amigas la atajaron: ¡pedir limosna!, ¡qué humillación para la Fábrica! No; se ayudarían mutuamente, como siempre; las que estaban mejor se rascarían el bolsillo para atender a las más necesitadas; y en efecto, así se hizo, verificándose numerosas cuestaciones, siempre con fruto abundante.

Cierto día se difundió por la Fábrica siniestro rumor: Rita de la Riberilla, una operaria, había sido cogida con tabaco. ¡Con tabaco! ¡Jesús, si parecía una santa aquella mujer chiquita, flaca, con los ojos ribeteados de llorar, que solía atarse a la cara un pañuelo negro a causa, quizá, del dolor de muelas! Pero algunas cigarreras, mejor informadas, se echaron a reír: ¿dolor de muelas?, ¡ya baja! Era que su marido la solfeaba todas las noches, y ella, por tapar los tolondrones y cardenales, se empañicaba así; también una vez se presentó arrastrando la pierna derecha y diciendo que tenía reúma, y la reúma era un lapo atroz sacudido por él. Cuando llevaron a la culpable al despacho del jefe, lo primero que hizo fue llorar sin responder; y al cabo, hostigada ya, asaeteada a preguntas, se resolvía a confesar que «el marido» la abría a golpes si no le llevaba todos los días tres cigarros de a cuarto... La Comadreja, con su carilla acutangular, cómicamente fruncida, remedaba a la perfección los entrecortados sollozos, el hipo y las súplicas de la delincuente.

-Tres cig...aaaarros, señor menistrad...ooooor, tres cig...aaaarros sólo, que aun yo de aquí viva no saaaal...ga si otra triste hilacha de taaaaab...aco apañé... que yo no lo hiiiice por cudicia, tan cierto como que Dios bendito está en los diiiivinos sielos, sino que el marido me da con el formón, que, perdonando la cara de usté, en una pierna me cortó la carne, que puedo enseñar la llaga, que aún no curó... Y él sólo quería el tabaco para fuuumar, que no era para vender ni hacer negocio... Y ahora yo pierdo el pan, y mis hijos también... Porque escuche, y perdone: él me decía: «Ya que no traes cuartos hace un mes a la casa, tan siquiera trae cigarros...».

El taller entero, a vueltas de la risa que le causaba la graciosa mímica de Ana, rompió en exclamaciones de lástima: robar no estaba bien hecho, claro que no; pero también hay que ponerse en la situación de cada uno; ¿cómo se había de gobernar la infeliz, si su marido la partía y hacía picadillo con ella? ¡Ay! ¡Dios nos libre de un mal hombre, de un vicioso! En fin, no era razón dejar morir de hambre a los chiquillos de la Rita; la Fábrica daba limosna a bastantes pobres de fuera: con más motivo a los de dentro; y la maestra recorrió el taller con el delantal hecho bolsa, y llovieron en él cuartos, perros y monedas de diferentes calibres en gran abundancia. Al llegar frente a Amparo esta tuvo un rasgo que fue aplaudidísimo y le conquistó otra vez gran popularidad. Hacía ya una semana que la pitillera vivía del crédito, porque sus gastos de vestir la traían siempre atrasada; y cuando la cuestora se acercó a pedirle, no tenía la futura señora de Sobrado ni un ochavo roñoso en el bolsillo. Pero, cosa de un mes antes, había realizado uno de sus caprichos, comprando con las economías, en otro tiempo destinadas a salvar a la Asamblea, un par de pendientes largos de oro bajo, que eran su orgullo: quitóselos sin vacilar, y los echó en el delantal de la maestra. Alzose un clamoreo, una aprobación ruidosa y vehemente, gritos agudos, voces humedecidas por el llanto, bendiciones casi inarticuladas; y al punto, dos o tres objetos más de escaso valor, una sortija de plata, un dedal de lo mismo, vinieron despedidos desde las mesas próximas, cayeron en el delantal y se mezclaron con la calderilla.

Aquella tarde, al salir de los talleres, vieron las operarias, colgado cerca del quicio de la puerta, el cartel de rigor: «Habiendo sido cogida con tabaco en el acto del registro la operaria del taller de cigarros comunes, Rita Méndez, del partido núm. 3, rancho 11, queda expulsada para siempre de la Fábrica.- El Administrador Jefe, FULANO DE TAL».

Colocadas a ambos lados de la escalera, las cuadrilleras vigilaban para que el despejo se hiciese con orden; y sentadas ya en sus sillas, esperaban las maestras, más serias que de costumbre, a fin de proceder al registro. Acercábanse las operarias como abochornadas, y alzaban de prisa sus ropas, empeñándose en que se viese que no había gatuperio ni contrabando... Y las manos de las maestras palpaban y recorrían con inusitada severidad la cintura, el sobaco, el seno, y sus dedos rígidos, endurecidos por la sospecha, penetraban en las faltriqueras, separaban los pliegues de las sayas... Mientras los bandos de mujeres iban saliendo con la cabeza caída -humilladas todas por el ajeno delito-, el reloj antiguo de pesas, de tosca madera, pintado de color de ocre con churriguerescos adornos dorados, que dominaba el zaguán grave y austero como un juez, dio las seis.