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La viuda de Padilla

Tragedia


Francisco Martínez de la Rosa


[Nota preliminar: edición digital a partir de La viuda de Padilla, en Obras literarias de D. Francisco Martínez de la Rosa, París, Imprenta de Julio Didot, 1827-30, t. III, 1827, pp. 41-161, y cotejada con la edición de Jean Sarrailh, Madrid, Espasa-Calpe, 1954.

Para las diferencias entre las ediciones de 1814 (Madrid) y 1820 (Valencia) con la de 1827 (París) nos hemos basado en el artículo de Brian J. Dendle, «A note on the Valencia edition of Martínez de la Rosa's La viuda de Padilla», Bulletin of Hispanic Studies, núm. 50, 1973, pp. 18-22. Hemos consignado esas diferencias en nota.]


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Advertencia

Cuando emprendí la composición de esta tragedia, por los años 1812, acababa de leer las de Alfieri, y estaba tan prendado de su mérito que me las propuse por modelo: componer un drama con una acción sola y única, llevada llanamente a cabo sin episodios, sin confidentes, con pocos monólogos y un corto número de interlocutores; imitar el vigor en los pensamientos, la concisión y energía en el estilo y la viveza del diálogo, que encubren hasta cierto punto, en las obras de aquel célebre autor, la falta de incidentes y la desnudez de sus planes; tal fue el objeto que me propuse, aunque convencido íntimamente de la dificultad de conseguirlo, y mucho más siendo aquella la primera vez que tanteaba mis fuerzas en una clase de composición tan difícil.

Al haber de elegir el argumento, el deseo de que fuese original y tomado de la historia de mi nación, y quizá más bien las extraordinarias circunstancias en que se hallaba por aquella época la ciudad de Cádiz, en que a la sazón residía, asediada estrechamente por un ejército extranjero y ocupada en plantear reformas domésticas, llamaron naturalmente mi intención e inclinaron mi ánimo a preferir entre varios asuntos el fin de las Comunidades de Castilla.

Este argumento presentaba desde luego notables ventajas; aunque contrapesadas con no menores inconvenientes: por una parte el término de una gran contienda, de que va a depender tal vez la suerte de una nación, ofrece de suyo ocasión oportuna de desplegar caracteres enérgicos y violentas pasiones, cual acontece en la crisis de los Estados; sin que admita tampoco duda que la propia magnitud del cuadro contribuye a darle dignidad y nobleza.

Mas también es cierto aunque a primera vista aparezca extraño, que no se despiertan con tanta prontitud y vehemencia los afectos del ánimo, cuando se presenta en el teatro un argumento de esta clase, por importante que sea, como cuando se excita el terror y la compasión, ofreciendo la pintura fiel de las desgracias que afligen a una o a pocas personas, por lo común no exentas de flaquezas o culpas: en este caso, como que el espectador se coloca más fácilmente en la situación de los desdichados, y siente con más eficacia la conmiseración de los males ajenos y el temor de experimentarlos él propio; pero cuando se representa la catástrofe de un pueblo, hallando el interés de los espectadores, campo más vasto en que ensancharse, se concentra a duras penas en un solo punto, y por consiguiente es menos vivo.

Estas reflexiones, que se ven comprobadas en Caton de Addisson y en la Numancia de nuestro teatro, pueden aplicarse más o menos a esta composición, en la cual se nota igualmente otra desventaja que ofrecen de ordinario tales argumentos; porque tratándose en ellos de una causa cuyo éxito no parece ya dudoso, falta aquella incertidumbre, aquellos vaivenes entre el temor y la esperanza, que sacudiendo reciamente el ánimo, ablandan el corazón para que reciba los sentimientos propios de la tragedia: hasta la misma fortaleza y temple de lama del personaje principal, al paso que arrebatan la admiración y respeto, parece que se oponen a la piedad y lástima; si no vemos llorar ni afligirse al mismo que padece el infortunio, ¿cómo hemos nosotros de afligirnos y llorar por su suerte?

Por no omitir nada de cuanto me ocurre con respeto al argumento de este drama, debo también decir, que si el amor y la galantería perjudicaron en sumo grado a los excelentes trágicos del siglo de Luis XIV, el inmoderado uso de la filosofía y de la política han dañado no poco, en mi concepto, a los de la época más reciente; y que este achaque, propio de los tiempos, adolece también en esta composición. Si me quedara de ello alguna duda, bastaría a disiparla lo que por mí propio he observado al representarse el acto segundo; mientras la Viuda y el Padre de Padilla se limitaban a abogar cada cual por el partido político que había seguido, la misma gravedad del asunto y el peso de los argumentos lograban cautivar poderosamente la atención del auditorio; pero no causaban aquella inquietud y angustia que tanto agradaban en las representaciones trágicas; mas desde el punto en que, dejando a parte la causa general, aludían ambos interlocutores a las desgracias de su familia, y empezaba a oírse el lenguaje del corazón, en lugar de los discursos de la mente, al instante se percibían en el auditorio los síntomas más honrosos para esta clase de composiciones.

He creído oportuno indicar las ventajas e inconvenientes propios del argumento de este drama, por si este aviso pudiese ser de algún provecho a los jóvenes aplicados que se dediquen a la carrera trágica; mas en cuanto al modo con que le haya desempeñado, a otros y no a mí es a quienes toca deslindar y calificar los aciertos que pudiere haber logrado y las faltas en que hubiese incurrido: limitándose a decir, como quien busca desconfiado de sí mismo el abono de otros, que esta tragedia ha sido recibida por el público con muestras de aceptación y aplauso.

Representándose por primera vez en el mes de julio del año 1812, y en días tan aciagos, que ni aun pudo salir a la luz en el teatro de Cádiz, por el grave riesgo que en él ofrecían las bombas arrojadas por el enemigo, que habían estado a punto de causar, muy poco tiempo antes, la ruina de aquel edificio, lleno cabalmente de gran número de personas: por cuyo motivo se construyó, como por ensalmo, en el paraje más apartado del fuego enemigo, un teatro interino labrado de madera, y en él fue en el que se representó al principio esta tragedia. Cuando después la suerte de las armas alejó todo peligro de aquella benemérita ciudad, y dejó libre y salvo el territorio de la Península, se representó igualmente en el teatro de la corte y en otros del reino; con cuyas pruebas favorables alentado el autor, imprimió su obra en Madrid, a principios del año 1814, insertando en aquella edición, así como esta, el siguiente Bosquejo histórico de la guerra de las Comunidades.




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Bosquejo histórico de la guerra de las Comunidades

Fácil fue pronosticar, desde el reinado de los Reyes Católicos, el riesgo que iban a correr las leyes fundamentales de Castilla; pero al notar el desacuerdo y demasía con que empezó a gobernar su nieto D. Carlos I, no pudo quedar duda de que la libertad tocaba a su postrer término, si no acudían los pueblos a su socorro. Un monarca falto de años y escaso de experiencia, nacido y criado en país extranjero, ignorante de las leyes, de las costumbres y aun de la lengua de la nación que iba a regir; ministros flamencos, malvados y codiciosos, sacando a pública subasta los oficios y cargos, vendiendo las gracias del monarca, oprimiendo a los naturales, y colocando en los principales empleos a gente advenediza, que había entrado en España como en tierra conquistada que iba a ser puesta a saco; sangrada Castilla de sus riquezas, y llevadas a naciones extrañas, no en cambio de comercio, sino como precio de injusticias; alzadas a puja las rentas de la corona y recargadas las contribuciones más onerosas; amagadas las exenciones y libertades de las ciudades más favorecidas; menguados los privilegios de la nobleza, no en pro comunal de los pueblos, sino para quitar también ese freno a la desbocada codicia de los extranjeros; tal era el estado de desorden en que se hallaba el reino, por confesión misma de los historiadores más empeñados en acriminar el levantamiento de los castellanos.

Una circunstancia contribuyó a acelerarlo, colmando la medida a la paciencia de los pueblos, sobradamente reprimida hasta entonces: elegido el rey D. Carlos emperador de Alemania, para suceder a su abuelo Maximiliano, se aprestaba, de vuelta de las Cortes celebradas en Aragón, a ir a recibir la corona imperial, y convocó las Cortes para la ciudad de Santiago. Con esta resolución se apuró el sufrimiento de los castellanos: ver a su monarca desatender los clamores del pueblo, y en vez de reparar sus agravios partirse a naciones extrañas, dejando huérfano y desamparado un reino tan ofendido y esquilmado por los extranjeros; ver a éstos rodear al seducido príncipe impunes y como en triunfo, aprestándose a abandonar un país en que sólo dejaban descontento y lágrimas, para llevar al suyo los frutos de su rapacidad; convocar las Cortes, no con el objeto de resarcir los perjuicios públicos, sino con el de exigir por despedida nuevas y más graves imposiciones que acabasen de enflaquecer el reino; señalar para la reunión de las Cortes (en vez de un pueblo en tierra llana de Castilla, cual fuera la costumbre), una ciudad junto al extremo de la Península, como para facilitar a los que habían saqueado el reino la conducción de su presa, poniéndosela más cercana a los mares; en una palabra, cuanto podía ofender e irritar a una nación pundonorosa, más acostumbrada a sobrellevar la opresión que el desprecio, tanto concurrió a encender los ánimos de los castellanos.

Mostráronse primero los síntomas del descontento y el anhelo de pedir la reparación de tantos males en la ciudad de Toledo, acérrima defensora de sus fueros y libertades; y reunido su Ayuntamiento, hablaron resueltamente contra los abusos introducidos en el reino y el quebrantamiento de sus antiguas leyes, el regidor Hernando de Avalos (a quien señalan como primer incitador de las alteraciones de Castilla), D. Pedro Laso de la Vega, de ilustre alcurnia y aventajado mérito, y el célebre D. Juan de Padilla, héroe el más señalado en la historia de las Comunidades, y cuyo retrato copiaremos de su más encarnizado enemigo: Siendo Padilla en sangre tan limpio, en cuerpo tan dispuesto, en armas tan mañoso, en ánimo tan esforzado, en juicio tan delicado, en condición tan bien quisto y en edad tan mozo, que era el ídolo de Toledo, llevó tras sí el parecer de la mayoría, y se acordó escribir a las demás ciudades de voto en Cortes, a fin de que nombrasen comisionados que, unidos, pidiesen al monarca la observancia de las leyes y la reparación de los agravios, siendo las siguientes demandas la mejor apología de su intención y justicia, a saber: que el rey no se ausentase, dejando el reino en tan lastimoso desconcierto; que no se diesen oficios ni cargos a extranjeros, contra lo dispuesto por las leyes; que no se extrajese moneda bajo ningún pretexto; que no se pidiesen nuevos servicios en las Cortes, y que éstas se celebrasen dentro del término de Castilla; que no se vendiesen los oficios; que la Inquisición mirase sólo al servicio de Dios, y no agraviase ni oprimiese a los pueblos; finalmente, que se administrase justicia. Tan acertadas súplicas fueron acogidas favorablemente por todas las ciudades, igualmente agraviadas que Toledo, y no menos ansiosas de reprimir los desafueros de la autoridad; sólo Burgos desaprobó el consejo; Sevilla no dio respuesta; y Granada mostró indecisión y tibieza, recomendando la prudencia y la elección de circunstancias más oportunas. Pero Toledo, ufana con la aprobación del mayor número de ciudades, envió comisionados al efecto, siendo el principal de ellos D. Pedro Laso; y llegados a Valladolid, donde se hallaba el rey, suplicáronle les diese audiencia; a lo que les contestó que después se la otorgaría, puesto que a la sazón iba a salir para Tordesillas, con ánimo de visitar a la reina, su madre. Siguiéronle, en efecto, y obtenida la audiencia en Villalpando, donde se les unieron los procuradores de Salamanca, representaron al rey con la entereza de libres castellanos los agravios que padecía el reino, sin recibir otra respuesta del monarca sino que en Benavente mandarla dársela, oyendo el parecer de su consejo, el cual, para descrédito suyo y daño de los lastimados pueblos, calificó de delito digno de severo castigo el exigir el cumplimiento de las leyes, que el mismo rey había jurado en las Cortes de Valladolid. El mal aconsejado monarca mostrose severo a los procuradores, reprendioles su atrevimiento, y volviéndoles desatentamente la espalda, sin acabar de oír sus razones, les mandó que se presentasen al presidente de su consejo, quien, desaprobando su conducta, les previno que en las Cortes convocadas para Santiago podrían pedir los procuradores lo que creyesen justo, y que ellos se abstuviesen de insistir en sus atrevidas demandas.

Firmes, no obstante, en su propósito y dignos de la confianza merecida a sus ciudades, los comisionados de Toledo y Salamanca siguieron al rey hasta Santiago; y comenzadas las Cortes (el día 1 de abril del año 1520), hallándose el monarca presente, confiado en contener con su vista a los procuradores más atrevidos y menos dispuestos a complacerle, manifestó el presidente la necesidad de la partida del rey, la confianza que tenía en la tranquilidad del reino durante su ausencia, y la precisión de concederle un nuevo servicio, para atender a los gastos del viaje. Enmudecieron todos los procuradores; y sólo los de Salamanca rehusaron denodadamente prestar el juramento ordinario, a menos que el rey les prometiese antes acceder a las justísimas súplicas que le habían hecho. Esta franca resolución fue tenida por desacato, y privados dichos procuradores de volver a las Cortes, no habiendo asistido a ellas los de la ciudad de Toledo por no haber querido ésta concederles poderes amplios, cual pedía el rey en la convocatoria, sino meramente reducidos a solicitar enmienda de las exorbitantes pasadas, y no a otorgar nuevas imposiciones. Los procuradores de Salamanca y los comisionados de Toledo insistieron con tal firmeza en sus reclamaciones, que irritaron el ánimo del monarca, hasta el punto de mandarles salir de la corte y señalarles lugar para su residencia, como por especie de destierro; con cuyo rigor creyó el rey sojuzgar los ánimos de los demás procuradores para que otorgasen el servicio pedido a las Cortes, trasladadas después a La Coruña, sin advertir que tan destemplada severidad y tan injustos desaires iban a enconar los ánimos y a dar lugar a peligrosas alteraciones.

Y aconteció así: porque apenas llegó a Toledo la nueva del mal recibimiento que habían tenido sus enviados y de lo desatendidas que habían sido sus súplicas, mostrose abiertamente el descontento general, mal encubierto hasta entonces; alterose el pueblo; impidió a Padilla y a Avalos que saliesen de la ciudad y acudiesen al llamamiento del rey, que les mandaba ir a su presencia; y ocupando el alcázar, que hubieron de abandonar algunos caballeros malquistos con el pueblo, comenzó aquel desasosiego turbulento y aquella falta de respeto a las autoridades, que suelen preceder a las revoluciones. Fácil hubiera sido al monarca, si escuchara su propio consejo y no el torcido de sus cortesanos, sosegar a Toledo con su presencia, y quizá impedir de esta suerte el posterior levantamiento de Castilla; pero seducido por sus privados que, temerosos del enojo de los naturales y ansiosos de poner en salvo sus tesoros, nada anhelaban más que abandonar a España, determinó partir al primer viento favorable, ya que había conseguido de las Cortes la concesión de un servicio de doscientos cuentos en tres años, aunque contra el parecer de muchos procuradores, que reclamaron como escandaloso el exigir nuevos servicios antes de acabar de cobrar los concedidos anteriormente, y de poner remedio a los males que aquejaban al reino. Rodeado de aduladores flamencos y de algunos caballeros castellanos, y dejando tras sí el descontento y la indignación pública; abandonando a todo trance una nación, cuyo gobierno era de más valor y cuantía que el de sus demás dominios y estados; confiando a las débiles manos del cardenal Adriano de Utrecht las riendas de tan gran imperio, y sin tomar más precaución para impedir o sosegar las turbulencias que amenazaban, que nombrar por capitán general al esclarecido caballero D. Antonio de Fonseca, se embarcó el rey Carlos, y se hizo a la vela el día 20 de junio de dicho año de 1520.

La ausencia del monarca fue la señal del levantamiento general, que se verificó en las principales ciudades casi en el mismo día, como si para ello se hubiesen concertado. Y era natural que así sucediese; porque siendo comunes los agravios, y habiendo visto desatendidas las justísimas quejas elevadas a oídos del monarca con sumisión y respeto, no pudieron al verle ausentarse reprimir por más tiempo su indignación y enojo. Como las causas del descontento no conmovían solamente a la gente plebeya, sino también a los nobles, que se habían visto humillados por los orgullosos flamencos hasta el punto de reducir a muchos de ellos a la clase de pecheros, y de conseguir del monarca que desairase a la nobleza de Castilla, dejando el reino bajo el gobierno de un extraño, no fue difícil que la llama de la insurrección prendiese en todas partes y se extendiese en un momento. Las resultas de la conmoción popular fueron también casi idénticas en todas las ciudades: irritadas contra los procuradores de Cortes que habían otorgado el servicio, los insultaron y persiguieron, llegando Segovia hasta el exceso de matar a uno de ellos; recelosas y descontentas con las personas que tenían las varas de justicia por el rey, quitáronselas, y eligieron personas de su confianza, bajo el título de Diputados de la Comunidad: cosa muy natural en unas ciudades acostumbradas a nombrar su gobierno municipal; derecho importantísimo, principal causa del impulso de libertad que las animaba para reprimir las demasías del monarca, y para haber puesto coto a los exorbitantes derechos de los señores. El temor de que cundiese este espíritu, tan contrario a sus privilegios, retrajo a muchos de éstos de abrazar el partido de las Comunidades; y los más se retiraron a sus castillos, deseosos de que los pueblos enfrenasen la autoridad real, pero descontentos de que hiciesen tan peligrosa prueba de sus fuerzas y poderío; otros nobles uniéronse a la Comunidad, o por afecto al bien común, o para vengar resentimientos particulares, o para saciar su ambición en medio de tantas revueltas; y aun algunos lo fingieron cautelosamente para ponerse al frente del pueblo y quebrar con maña su ímpetu: Toledo, Segovia, Burgos, Zamora, Madrid, Cuenca y Guadalajara fueron las primeras ciudades que se alzaron y pusieron en armas, mostrándose resueltas a recobrar con la fuerza lo que no pudieran con el apoyo de la razón y de las leyes; debiéndose notar que apenas cometieron uno u otro exceso los pueblos levantados con voz de Comunidad, siendo cortísimo el número de personas perseguidas, de casas derribadas y de insultos cometidos contra la justicia o los nobles, a pesar de que los historiadores se empeñan en abultar algunos desórdenes, irremediables en el primer arranque del furor popular.

Llegó al rey la nueva de estas alteraciones, y conoció ya tarde su desacuerdo en haber irritado a los castellanos; sucediendo entonces, como siempre, que si se levantaban los pueblos para conseguir lo que de justicia se les debe y se les negó con tiranía, no basta ya el concedérselo; porque más parece sacrificio hecho a la fuerza que cumplimiento de obligación o donde generosidad. Olvidó el rey esta importante máxima, y creyó apagar el incendio de las Comunidades accediendo a las principales demandas de Toledo; prometiendo que nunca se darían oficios a extranjeros; que no se cobraría el servicio otorgado en las Cortes de La Coruña a las ciudades que hubiesen perseverado leales, ni a las que se redujesen a obediencia; y que las rentas reales se darían por encabezamiento, como estaban en tiempo de los Reyes Católicos, y no por pujas exorbitantes, tan odiadas del pueblo. Estas concesiones, que dos meses antes hubieran evitado los horrores y escándalos de la guerra civil, parecieron ya, por tardías, indicios de flaqueza o lazos de asechanza; contribuyendo, no poco a alzar a Castilla en manifiesta insurrección la conducta del Consejo Real, que, reunido en Valladolid con el cardenal gobernador, y tan poco apto para manejar el timón del Estado en tiempos borrascosos, como había sido poco justo para aconsejar en la calma al monarca, determinó que se enviase para castigar a la ciudad de Segovia, la más desmandada en su levantamiento, al alcalde Ronquillo, célebre por su dureza e imprudente severidad, acompañándole mil hombres de a caballo, odioso e inútil aparato para hacer justicia, y corto apresto militar para sujetar por fuerza de armas. Amenazada Segovia, y viendo ya dada la señal de la guerra, envió a pedir socorro a Toledo y a las demás ciudades alzadas, seguidas ya de Toro, León, Ávila y Murcia; en tanto que Ronquillo, hallando cerradas las puertas de la ciudad, asentaba juntamente su campo y tribunal a seis leguas; y manejando con igual desacierto que dureza la lanza guerrera y la vara de justicia, ora requiriendo y echando pregones, ora talando campos, interceptando bastimentos y ahorcando algunos infelices, ni causó respeto, ni infundió temor, ni logró más que acelerar el rompimiento de la guerra civil. Que apenas supo Toledo el peligro de Segovia, cuando envió tropas en su socorro, al mando de Juan de Padilla, y lo mismo hizo la villa de Madrid; empezándose entonces el concierto y trato entre todas las ciudades de voto en Cortes, para que, reunidos sus procuradores, tratasen de averiguar los males que trabajaban el reino, y de pedir al emperador su pronta y radical curación. Ávila fue la ciudad elegida para la reunión concertada, y donde se instaló la Santa Junta, compuesta de los procuradores de todas las ciudades de voto en Cortes, excepto las de Andalucía.

Al mismo tiempo que se reunía esta junta para tener una autoridad que diese acertado rumbo a los negocios, caminaban las tropas de Toledo y Madrid a unirse en El Espinar con las gentes de Segovia; y juntas todas ellas, moviéronse contra Ronquillo, que débil para hacer frente, comenzó a retirarse. Sabida por el cardenal gobernador esta retirada, mandó al capitán general Antonio de Fonseca que fuese en su socorro con cuanta gente de a pie y de a caballo pudiese haber; y que sacando la artillería reunida en Medina del Campo, marchase a sojuzgar a los inquietos y a domar la altivez de Segovia. Salió, en efecto, Fonseca, aunque con disimulo por no exasperar los ánimos de Valladolid, irritados ya contra el cardenal y el consejo; y reunido en Arévalo con Ronquillo y su gente, se encaminaron a Medina del Campo, con intento de sacar por fuerza la artillería, si no les fuese presentada de grado.

Firmes los de Medina en la heroica resolución de no prestar armas para oprimir a sus vecinos, ni se dejaron intimidar por las amenazas ni seducir por las promesas; y negándose abiertamente a entregar la artillería, colocáronla en las bocacalles, para usar en su defensa de aquellas mismas armas destinadas contra sus hermanos. Viendo Fonseca que las intimaciones eran infructuosas, mandó a sus tropas que embistiesen y entrasen por fuerza a apoderarse de la artillería; mas no contó con el valor de un pueblo resuelto a perecer por sostener su propósito; y así, rechazado y sin esperanzas de lograr su intento, mandó el general poner fuego a algunas casas, para que amedrentados los habitantes y corriendo a libertar sus haciendas y vidas, aflojasen en la defensa. Comenzó a arder Medina; cundiendo el incendio con tal ímpetu y voracidad, que calles enteras, plazas y monasterios quedaban abrasados por momentos; en tanto que los moradores, como si sus casas fuesen de enemigos, y mirando más por la honra que por la vida de mujeres e hijos, que perecían entre las llamas, veían imperturbables cundir el incendio, sin cuidar de atajarle ni distraerse un punto de defenderse contra los crueles sitiadores. Desesperados éstos, cargados de remordimientos y de infamia, y sin haber conseguido su intento, se retiraron con vergüenza, dejando abrasada la mayor parte de Medina, quemadas inmensas riquezas, almacenadas allí para la próxima feria, y causando la ruina de aquel heroico pueblo y de muchos hacendados y mercaderes de todo el reino.

Los vecinos de Medina, más encendidos con el resentimiento de su agravio que pesarosos de la quema de su villa, escribieron a las principales ciudades una sencilla relación de su desgracia, capaz de arrancar lágrimas al más empedernido; y pidieron a la junta de Ávila y a los capitanes de los comuneros que viniesen en su socorro y se aprestasen a auxiliarlos para tomar una pronta y tremenda venganza. El mismo deseo se apoderó de casi todas las ciudades del reino, hasta tal punto que Valladolid mismo se levantó en Comunidad, y amenazó al cardenal y consejo; los cuales, dudosos e irresolutos, desaprobaron la conducta de Fonseca, protestando que no tenía orden de cometer tal atentado, y le mandaron licenciar el ejército. Fonseca y Ronquillo, viéndose proscritos por el odio general, abandonaron a España y partieron para Flandes a buscar acogida en el emperador, que ya tenía levantadas contra su gobierno, no sólo ambas Castillas, sino Galicia, Asturias y Vizcaya.

Los capitanes Padilla y Zapata, con la gente de Toledo y Madrid, llegaron a Medina el día siguiente al de su incendio, miércoles 22 de agosto de 1521, cobrando nuevos bríos con la vista de tan triste espectáculo y de crueldad tan inaudita; y sacando la artillería, entraron de allí a algunos días en la villa de Tordesillas, donde se hallaba la reina doña Juana, en cura por su demencia, según unos, y en reclusión, tratada con abandono y dureza, si se ha de creer a los comuneros. Padilla y los demás capitanes presentáronse a S. A., que los recibió con afabilidad y agasajo; y manifestándole los males que agobiaban al reino, la ausencia de su hijo y la guerra civil ya encendida, rogáronle prestase su autoridad, para que a su nombre y el del rey gobernasen estos reinos los procuradores de las ciudades, que se hallaban reunidos en Ávila, y se tratase de poner término a tanta calamidad. Convino en ello la reina; y así lo publicaron los comuneros con testimonios judiciales; si bien es verdad que sus contrarios aseguran que nunca pudieron convencerla a que firmase cartas ni provisiones; y que su condescendencia y aprobación nacían meramente de su apacible carácter falta de juicio. Lo cierto es que el día 10 de septiembre ya se hallaban reunidos en Tordesillas todos los procuradores del reino, gobernándole a nombre de la reina y del rey, sus señores, usando del real sello, y con todo el influjo moral que debía tener en una nación, acostumbrada al régimen monárquico, el ver al frente del partido popular a una persona que aun ocupaba el trono en compañía de su hijo, y que no menos por sus desgracias que por los recuerdos de su madre doña Isabel, ídolo de los castellanos, era objeto de su veneración y cariño.

Reunida así la representación de casi todas las ciudades de voto en Cortes al influjo del trono, y alejada toda sospecha de querer negar la obediencia al monarca, obligando la junta a los procuradores a repetir el juramento sagrado de fidelidad, se fortaleció hasta un punto increíble el bando de las Comunidades. Si hubiesen elegido un gobierno más a propósito que el de una junta numerosa, poco apta para regir el Estado en tiempos de revueltas, y tan falta de concierto interior, como plagada de las semillas de discordia que engendran los celos de los particulares y las rivalidades de las provincias; casi seguro era que hubieran acabado de desatentar a sus débiles enemigos, que escasos de fuerzas y desconceptuados con los pueblos, ni sujetar podían ni ofrecer condiciones de reconciliación. Porque era tal el crecimiento que habían tomado las Comunidades, que apenas había ciudad o villa que no se hubiese alzado en su nombre: hiciéronlo así Palencia, Alcalá de Henares, Jaén, Úbeda, Baeza, Cáceres y Badajoz; mientras que Burgos, Salamanca, Ávila y León levantaban gentes y las mandaban con sus capitanes. Sólo la Andalucía, no contenta con permanecer tranquila y neutral en contienda de tamaña importancia, formó la Junta llamada de la Rambla, donde los diputados de las más de sus ciudades plantearon una liga para mantenerlas sumisas, ofreciendo al emperador contribuir cuanto pudiesen a apaciguar el levantamiento de Castilla.

Ni debe parecer extraño que así sucediese; porque Granada, sin ser aún más que una mezcla confusa de conquistadores y conquistados, y destrozada por la persecución que la avaricia y la superstición fomentaban contra la mayor y más rica parte de sus moradores, era mala apreciadora, de la libertad, que no había gustado, y no podía tener ánimo para sustentarla; y el reino de Sevilla, oprimido por la desmedida preponderancia de la casa de Medina Sidonia, apenas manifestó con una leve conmoción en la capital que no era del todo insensible al deshonor que le amagaba por su indiferencia hacia el bien general de la patria.

Aunque en esta época se veía en su mayor robustez y grandeza el bando de la Comunidad, ya por otra parte empezaban a manifestarse los presagios de su decadencia y ruina en la desunión de la nobleza y del pueblo. Si hubiese habido concierto y hermandad entre ambas clases, y hubieran trabajado de consuno para poner coto al poderío de los reyes, no cabe duda de que lo habrían conseguido; y de que un régimen templado, semejante al que ha hecho libre y feliz a Inglaterra, nos hubiera ahorrado tres siglos de servidumbre y de desdichas1. Pero por desgracia, el egoísmo y ambición de los grandes señores, y la imprudencia y falta de política de parte de los comuneros, hicieron que la nobleza se declarase contra la causa de la libertad, prefiriendo ayudar al monarca para oprimir a los pueblos, aun con peligro de sus propios privilegios, a la grata satisfacción de renunciar algunos de ellos para gozar de la felicidad común. El levantamiento contra sus señores de algunas ciudades y villas, que no pudieron dejar de comparar su opresión y pobreza bajo el yugo feudal con el estado próspero y floreciente de las ciudades libres; la imprevisión con que los comuneros restituyeron a alguna u otra ciudad las villas y lugares que antes les pertenecieran, diciendo: que habían sido despojadas por los reyes pasados, y dados a los caballeros que tiránicamente los poseían; las peticiones de algunos diputados de la Santa Junta, que pretendían que en Castilla todos contribuyesen, todos fuesen iguales y todos pechasen; en fin, otras mil circunstancias que lastimaron el orgullo de la altiva nobleza, todo contribuyó a que mirase ésta con ceño el levantamiento de los castellanos, y advirtiese que, si no se unía al monarca y le prestaba sus fuerzas, el pueblo estaba dispuesto a labrar su felicidad, no menos con la disminución de los excesivos privilegios de los señores, que con la justa templanza de la potestad de los reyes.

Contribuyeron también en sumo grado a empeñar a la nobleza contra el bando de las Comunidades, los despachos del emperador, llegados por los mismos días, en que nombraba por gobernadores de estos reinos, juntamente con el cardenal, al condestable de Castilla y al almirante, que a la sazón se hallaban en Cataluña; con lo cual, satisfecho el desaire que había sufrido la nobleza castellana con la preferencia dada a un extranjero, y confiado el mando de capitán general al conde de Haro, hijo del condestable, cobró aliento y bríos la desmayada causa del rey Carlos.

Entretanto, los comuneros, llevados de una mal entendida benignidad, muy frecuente en las juntas populares y propia del carácter de la nación, se contentaban con deshacer el consejo que se hallaba en Valladolid, dejando en libertad a sus individuos, y sin más que apercibirlos, lo mismo que al cardenal gobernador, para que no siguiesen ejerciendo la autoridad real.

Por esta misma época escribió la junta una carta al emperador refiriéndole lo acaecido en estos reinos; y protestándole que el mejor servicio de su persona y el deseo de afianzar el cumplimiento de las leyes fundamentales habían causado el levantamiento de los castellanos, siempre leales a su monarca y ansiosos de que se remediasen los males públicos, a cuyo fin se estaba extendiendo una representación a S. M., que, si mereciese su aprobación, restituiría el temple y vigor a las enflaquecidas leyes, y atajaría para lo porvenir la arbitrariedad y los abusos.

Esta representación, dividida en 118 capítulos, tenía por objeto: 1.º, pedir la vuelta del rey, y que revocase el poder dado a los gobernadores, perdonando las demasías de los pueblos y aprobando su conducta, por haber sido para mejor servicio suyo y bien general de estos reinos, sin intentar jamás pedir al Papa que le absolviese de la obligación de cumplir lo que pactase con sus pueblos, según las torcidas opiniones que en aquellos tiempos cundían acerca de la autoridad pontificia; 2.º, cerrar la entrada al influjo extranjero, mandando revocar las cartas de naturaleza dadas; prohibiendo conceder ningún oficio ni cargo sino a naturales de estos reinos; vedando al monarca el casarse sin consentimiento de las Cortes, o permitir la entrada en el reino de tropas extranjeras, bajo ningún pretexto; 3.º, afianzar la libertad y el respeto debidos a las Cortes, previniendo que las ciudades enviasen a ellas sus procuradores por libre elección, exenta del influjo del Gobierno; que cada brazo o estado nombrara por sí un procurador; que éstos no pudiesen recibir ningún cargo ni merced del monarca, para sí ni para su familia, bajo pena de muerte y de perdimiento de bienes; que no cobrase el servicio concedido en La Coruña, ni se otorgasen otros en lo sucesivo; que cada tres años se reunieran las Cortes, sin necesitarse la convocación del monarca, a fin de que cuidasen de la observancia de las leyes y de los capítulos acordados, pudiéndose reunir libremente los procuradores, sin que el rey les nombrase presidente, que les impidiese cuidar del bien de la república; 4.º, aliviar al pueblo, suprimiendo empleos, estableciendo economía en los gastos de palacio; arreglando las posadas o alojamientos, previniendo que las contribuciones se diesen por encabezamiento y no por pujas; 5.º, minorar la preponderancia de la nobleza, mandando que ningún grande pudiese tener en la casa real oficio que tocare a la hacienda y real patrimonio; que se revocasen las donaciones de villas y lugares, de rentas y servicios, mandadas restituir por el testamento de la reina doña Isabel, y las hechas después de su muerte; que el rey ni sus sucesores no pudiesen enajenar bienes de la corona; que no se diesen tenencias ni alcaldías a señores de título y estado; que siendo en daño de los pecheros el gran número de cartas y privilegios de hidalguía, no pudiesen concederse en adelante, ni valieran los datos después del fallecimiento de dicha reina; 6.º, arreglar la administración de justicia, pidiendo al rey que despidiese los malos consejeros que tenía; que ordenase visita de los tribunales de cuatro en cuatro años; que no pudiese por cédulas de privilegio trastornar la forma de los juicios; que diese los cargos de justicia por merecimiento, y no por favor; que no enviase corregidores a las ciudades y villas, sino pidiéndolo ellas, pues les bastaban los alcaldes ordinarios; que se arreglasen las apelaciones, y los jueces de revista fuesen diferentes de los que pronunciasen la primera sentencia; que no se señalase a ningún juez salario ni ayuda de costa de bienes confiscados; 7.º, poner linde a los abusos de la autoridad eclesiástica, prohibiendo publicar bulas ni indulgencias sin permiso de las Cortes; estableciendo cierto arreglo en su predicación, para que no se forzase a los vecinos a tomarlas ni se les apremiase con excomuniones; habiéndose de emplear los dineros que de ellas se sacasen en los objetos para que fuesen legítimamente destinados; vedando a los jueces eclesiásticos exigir más derechos que los que se acostumbraban en los Juzgados Reales; y castigando a los prelados que no residiesen en sus diócesis la mayor parte del año, con pérdida a prorrata de los frutos; 8.º, proteger el aumento de la riqueza nacional, fijando el valor de la moneda, y por medio de leyes exclusivas, según las ideas que entonces se tenían de economía política; 9.º, ordenar la recta administración del Estado, prohibiendo la venta de oficios, y el dar expectativas durante la vida de los que en la actualidad los desempeñasen; mandando que ni jueces ni regidores pudiesen tener más de un oficio; que se tomase residencia a cuantos hubiesen manejado en los últimos tiempos varios ramos de Hacienda pública; que se cuidase de redimir los juros vendidos al quitar, volviendo el precio de su enajenación; y se prohibiera al monarca hacer donaciones de bienes que no hubiesen venido aún a su poder, y menos de los que hubiere pedido, como pertenecientes a la corona real, sin haberse pronunciado todavía sentencia contra los poseedores; en fin, que se estableciesen cuantas reglas dictase la sana política, amaestrada con los recientes males y desengaños, para impedir que en lo sucesivo se repitiesen.

No es posible omitir dos observaciones, que saltan a la vista del menos reflexivo apenas lea los anteriores capítulos: una de ellas es que la nación española tiene la gloria de haber sido la primera que mostró en Europa tener cabal idea de monarquía templada, en que se contrapesen todas las clases y autoridades del Estado; y esto en una época en que la Francia, que quiere apellidarse maestra en ciencia política, había ya casi perdido la memoria de sus Estados generales; y en que Inglaterra, con iguales pretensiones a tan pomposo título, se hallaba tan atrasada en la carrera de su libertad, que tardó más de un siglo en alzarse al punto de saber en aquella sublime ciencia, que era común en España por el tiempo de las Comunidades. La otra observación es, que el modo de juzgar imparcialmente en esta gran contienda entre una nación y su monarca, no es atender a hechos particulares, a acusaciones recíprocas ni a demasías cometidas por uno y otro partido; sino meditar los capítulos propuestos por la junta para que sirviesen de ley perpetua o fundamental del reino, y ver en ellos la justicia de las peticiones de los castellanos y la tiranía con que el emperador se negó a otorgarlas; llevando a tal extremo su rigor, que a duras penas pudo salvar la vida el mensajero encargado de entregarle la carta de las Comunidades, y diérase por contento de que le encerraran en un castillo; con cuyo atropellamiento no osaron presentarle los capítulos los comisionados de la junta, que llegaron a Bruselas con este propósito y desistieron de seguir hasta Vormes.

Ni fue ésta la única muestra que dio el emperador de aspirar a un dominio absoluto, desembarazado de todo freno; antes, por el contrario, hizo que se pregonasen por traidores los promotores de las Comunidades, mandando que fuesen juzgados sin proceso ni tela de juicio, sin emplazarlos ni oírlos, anulando las leyes en contrario, usando de su poderío real absoluto como señor natural de estos reinos.

En tanto los gobernadores, queriendo reducir a los comuneros por fuerza de armas, trabajaban en levantar gentes; convocaban a los nobles, dispuestos ya por su propio interés a ayudar al monarca; pedían dineros, traían socorros de Navarra; y conseguían del rey de Portugal que prestase cincuenta mil ducados, y concurriese a esclavizar a Castilla, como si no le bastase el haberse negado a patrocinar su libertad. Al mismo tiempo que se fortalecía el bando de los gobernadores con la llegada de caudales y gente de guerra, lograba el condestable entrar en la ciudad de Burgos, seduciéndola con promesas de traer la aprobación del emperador para ciertos capítulos concertados; mientras que el cardenal, fugado de Valladolid y unido con algunos consejeros, rehacía en Medina de Rioseco la descompuesta máquina del Gobierno, de acuerdo con el condestable y su hijo, el conde de Haro, que se hallaba reuniendo el ejército en la villa de Melgar.

No se descuidaban por su parte los comuneros en aprestarse a la defensa, pidiendo socorros a las ciudades y villas alzadas y nombrando por capitán general a D. Pedro Girón, primogénito del conde de Ureña, creyendo por este medio atraerse a los nobles, y amenazando con la nota de traidores a los que no patrocinasen la Comunidad. Mas este nombramiento, de que tanto bien se prometían, no causó más efecto que disgustar a D. Juan de Padilla, que volviose a Toledo, o por rivalidad o por hallarse en grave riesgo la vida de su mujer; con cuya ausencia se desbandó mucha de la gente reunida, y se prepararon las desgracias que poco después sobrevinieron.

A punto de rompimiento estaban ya ambos partidos, cuando llegó el almirante adonde el consejo se hallaba; y ora por amor a la paz, ora por enflaquecer con dilaciones y arterías el bando de los comuneros, logró entrar en trato con ellos, viniendo a Torrelobatón tres o cuatro procuradores de la junta, que malgastaron algunos días en tantear medios de concordia; hasta que cerradas todas las vías de reconciliación (difícil de ajustarse entre pueblos cansados del sufrimiento y un príncipe codicioso de poderío desmesurado) empezaron a moverse los ejércitos de una y otra parte.

El de las Comunidades se presentó delante de Rioseco a fines de noviembre, y allí perdió algunos días en hacer alardes, trabar escaramuzas y presentar batalla al ejército de los grandes, que no quiso aventurarla hasta la llegada del conde de Haro, que traía refuerzos de gente escogida, con cuya reunión y hecho más poderoso el ejército de los gobernadores, dudaron si convendría entretener la guerra sin arriesgar combates, y sólo molestando al contrario con rebatos y correrías, o moverse contra él con ánimo de pelear, como al fin resolvieron. Mas a tiempo que ya D. Pedro Girón, viendo su gente escasa de mantenimientos, había movido el campo hacia Villalpando, villa cercada que le abrió sus puertas y entregó su fortaleza, por ser él sobrino del condestable, su señor.

No bien supo el conde de Haro el camino que llevaba el ejército de la Comunidad, cuando resolvió aprovechar la ocasión, que la imprudencia o la traición de su caudillo le ofrecía, para libertar a la reina; a cuyo fin dividió en dos trozos el ejército, y cayó sobre Tordesillas a principios de diciembre. Defendían la villa, en custodia de la reina y de la junta, algunos caballeros con gente de a pie y de a caballo y los cuatrocientos clérigos que había traído para pelear en defensa de la libertad el célebre Acuña, obispo de Zamora, cuyo temple de alma, superior a todos los trances de fortuna, le hacía sobrepujar en su vejez el arrojo y denuedo de la juventud más lozana. Con tan buena defensa, y resuelta a seguir el ejemplo de Medina, la villa de Tordesillas no escuchó ninguna propuesta de los sitiadores, antes se apercibió a resistir a todo trance; y dada la señal de combate, comenzó con tal encarnizamiento la embestida de la villa, y fueron tantas las muertes y el destrozo del ejército de los gobernadores, que los más de los caballeros desesperaron del buen éxito de la empresa y aconsejaron retirarse. Pero el conde de Haro, sin aflojar de su propósito después de cinco horas de experimentar la resistencia más obstinada, descubrió un portillo por la parte de la villa más descuidada de los sitiados; y haciendo entrar por él a algunos soldados atrevidos, con gran ruido de cajas, tomó posesión de una parte del muro, y comenzó a trabarse dentro de la villa la más ciega pelea, con tal heroísmo de los sitiados, que pegaron fuego a algunas casas para detener el ímpetu de los enemigos. Mas todo fue en vano: ya habían entrado en la villa muchos caballeros y gente de guerra, habían preso a nueve o diez individuos de la junta (que no pudieron fugarse como los demás) y se hallaban apoderados de la persona de la reina.

Golpe mortal fue para las Comunidades la rendición de Tordesillas: deshecha la junta, perdida la autoridad que le daba el obrar a nombre y por mandamiento de la reina, desanimado el ejército, descontentos los pueblos y, sobre todo, esparcida la desconfianza y discordia entre los caudillos y capitanes, todo anunciaba el desconcierto y peligro de la Comunidad. Era tal el descrédito de Girón y la insubordinación de su ejército, que lo viera desbandarse al primer encuentro o penalidad que sufriera, si no lo llevara a la ciudad de Valladolid, de donde saliose él cautelosamente, y se pasó al bando de los gobernadores, abandonando un partido que había abrazado por ambición, y que vendió traidoramente, según voz pública de aquellos tiempos y el testimonio casi unánime de los historiadores.

Tantos desastres juntos bastaran a deshacer cualquier partido menos firme y resuelto que el de las Comunidades; pero eran castellanos los que le sostenían, y era la libertad la que los alentaba. Así es, que apenas se reunieron en Valladolid los miembros de la junta fugados de Tordesillas, y los que habían ido en el ejército como celadores de la conducta de Girón, cuando tomaron las riendas del Gobierno, escribieron a las ciudades y villas para que reparasen las recientes pérdidas, y mandaron llamar a Juan de Padilla, quien apenas lo supo partió sin demora con la gente de guerra que tenía reunida, a pesar de hallarse en el corazón del invierno, y llegó a Valladolid a reanimar con su presencia las esperanzas de Castilla. Encargado del mando del ejército por voz y deseo general de las tropas y del pueblo, (aunque la junta estaba inclinada a encomendarlo a D. Pedro Laso, que nunca perdonó este desaire), ordenó Padilla su ejército y lo extendió por la comarca de Valladolid, donde fueron frecuentes las escaramuzas con las tropas de los gobernadores, haciéndose unos y otros gran daño, talando campos, tomando villas y lugares, y sin escuchar nunca palabras de paz, a pesar de haber venido a esta sazón un legado del Papa y un enviado del rey de Portugal a tentar medios de concordia.

Tomaba vuelo segunda vez la causa de la Comunidad: a su nombre se habían levantado las merindades de Castilla la Vieja, capitaneadas por el conde de Salvatierra y por otros caballeros principales; el reino de Toledo, más alterado que nunca, mantenía tan encendida la guerra en toda Castilla, que determinaron los gobernadores mandar para reducirle al prior de San Juan con buena copia de gente; y al mismo tiempo la ciudad de Burgos, viendo que no habían sido aprobados por el emperador muchos de los capítulos concertados con el condestable, se rebelaba contra él y le ponía en tal estrecho, que hubo de reunir caballeros y gente de guerra para mantenerse en la ciudad y tomar posesión del alcázar.

En este estado se hallaban las cosas de estos reinos a principios del año de 1521; y aumentado el ejército de los comuneros con los socorros de varias ciudades, determinó Padilla emprender alguna acción que le ganase crédito y nombradía; con cuyo ánimo movió el campo y lo asentó sobre Torrelobatón, villa del almirante bien fortificada y provista, a corta distancia de Tordesillas, donde tenían los enemigos la mejor parte de su ejército. Inútil fue la obstinada defensa de la villa y la llegada del de Haro en su socorro: a los tres días de las más recias embestidas y con grave pérdida de los combatientes, fue entrada la villa y puesta a saco por la tropa de la Comunidad.

Ufano Padilla con el triunfo, celebrado con grande alegría por todas las ciudades comuneras, determinó alojar allí su ejército, creyendo reducir al mayor apuro el del rey cortándole los caminos y quitándole los bastimentos; pero no conoció el ardid de los gobernadores, que, viéndose flacos en opinión y fuerza, y cercados de ciudades enemigas, insistieron con ahínco en volver a entablar los tratos de paz, interrumpidos con la toma de Torrelobatón, y alcanzaron de la junta una tregua de ocho días, que empezó a correr desde el primero de marzo. Algunas dificultades se allanaron en este breve término con intervención del enviado de Portugal, y tratando por parte de los comuneros D. Pedro Laso, a quien acusan de perfidia sus contemporáneos, cuya sospecha justificó después con su traidora fuga a Tordesillas. Mas todas las negociaciones fueron infructuosas; porque los gobernadores sólo ofrecían instar al emperador para que otorgase algunas peticiones de los comuneros; y éstos, desconfiando de promesas tantas veces quebrantadas, pretendían que se obligasen los grandes y señores a sostener con armas las justas demandas que el rey denegase; y que en prueba de sinceridad y buena fe, les diesen por rehenes algunas fortalezas y personas principales.

Rota al fin la mal guardada tregua, (que no produjo a los comuneros sino gran desbandada de gente, o ya enriquecida con el saqueo o descontenta por falta de paga), trabose de nuevo la guerra con frecuentes salidas y escaramuzas, pero sin reencuentro ni cosa notable. Padilla, o sobradamente afecto a conservar lo que había ganado, o quizá no previendo los riesgos a que su inacción le exponía, o lo que es más verosímil, esperando los socorros de gente de varias ciudades y algún caudal para poder salir en campo, se contentaba con inquietar a los enemigos; y los gobernadores, viendo menoscabado el ejército de los comuneros, compuesto de siete mil infantes y cuatro mil caballos, trataban sólo de reunir el suyo, viniéndose el condestable de Burgos con la gente que allí tenía. Lograron, en efecto, la meditada reunión, llegando el condestable a Peñaflor, cerca de Valladolid y no lejos de Tordesillas, de donde salieron a unírsele el almirante y los grandes, dejando buen presidio en la villa en guarda de la reina; y junto ya el ejército, hicieron reseña de él, y vieron que llegaba a más de seis mil infantes escogidos y dos mil cuatrocientos de a caballo, sin otros mil y quinientos que después se les reunieron.

Fiado en la aventajada calidad de sus tropas, no menos intentó el conde de Haro que cercar a Padilla en Torrelobatón; mas apercibido éste de su peligro, y conociendo su falta en haber permanecido dos meses en dicha villa, resolvió con los demás capitanes marchar prestamente, enderezándose hacia Toro, con ánimo de esperar allí los socorros que debían llegarle. Tomado este acuerdo, salieron los comuneros de Torrelobatón antes del amanecer del día 23 de abril, dispuesto en buen orden su ejército, que cerraba Padilla con la caballería para detener a los imperiales, que adelantaban a la suya en su seguimiento. El de Haro, que iba al frente, dejando atrás la infantería, picaba vivamente la retaguardia del ejército de los comuneros, sin poder desconcertarlos en más de dos leguas; hasta que, dando vista a Villalar, resolvió atacarlos, notando algún desorden en su vanguardia, y creyendo que la lluvia que les daba en el rostro y el lodo a la rodilla, les impedirían pelear a ley de buenos soldados. Acometió el conde con denuedo, sin recibir mayor daño de la artillería de los comuneros, ora por impericia, ora por traición, como algunos pretenden; y rompiendo a duras penas la caballería enemiga, digna por su valor de más próspera suerte, dio sobre la infantería, que, desbaratada y confusa, se puso en vergonzosa huida. Quinientos de los comuneros habían ya perdido la vida, y la fuga de su infantería ponía fuera de duda su total vencimiento, cuando Padilla, seguido de los más esforzados capitanes, repitiendo su nombre y apellidando libertad, se arroja a los enemigos, penetra por sus cerrados escuadrones, arranca de la silla con su lanza al insigne vizconde de Valduerna, atraviesa con ella a un escudero, y corre en busca de la muerte, ya que no del triunfo; hasta que, al fin, estrechado por todas partes, quebrada la lanza y sin uso la espada, herido y sin fuerzas, cayó el valiente caudillo, y se rindió a sus contrarios juntamente con otros capitanes.

La misma noche del aciago 23 de abril, día tan funesto a la libertad castellana, intimaron la sentencia de muerte a Padilla y a sus compañeros, aun no descansados de la refriega; y al día siguiente le sacaron a ajusticiar, lo mismo que a Juan Bravo, capitán de Segovia, y a D. Francisco Maldonado, que lo fuera de Salamanca, suspendiendo, por algún tiempo la muerte de D. Pedro Pimentel, de la misma ciudad.

Cercano ya a su postrera hora, escribió Padilla dos cartas, que no pueden leerse sin acongojarse el corazón: una tiernísima, dirigida a su mujer, cuya pena le lastimaba más que su muerte, y con un sentido recuerdo de su padre Pedro López, adelantado mayor de Castilla, que siempre había seguido la causa del rey Carlos; y otra, escrita a Toledo, su patria, con ánimo tan levantado y expresión tan valiente, que muestra la heroicidad de aquel caudillo, ufano de la gloriosa muerte que le aguardaba. Caminaba a ella tranquilo, aliviado con los consuelos de una conciencia pura y de una Religión santa, cuando al publicar el pregonero que los condenaban por traidores, oyó a Juan Bravo replicarle con indignación: «Mientes tú y quien te lo mandó decir; traidores no, mas celosos del bien público sí, y defensores de la libertad del reino»; a lo que contestó Padilla con serenidad y templanza: «Señor Juan Bravo, ayer era día de pelear como caballeros, y hoy de morir como cristianos». Llegaron en esto al lugar del suplicio, y allí entrambos amigos se disputaron la honra de morir antes por la libertad: «Degüéllenme a mí primero -gritaba enternecido Juan Bravo-, porque no vea la muerte del mejor caballero que queda en Castilla»; y así fue ejecutado. Después llevaron a Padilla a la picota, y al ver a su amigo sin vida: «¿Ahí estáis vos, buen caballero?», dijo con profundo dolor; y rogó al verdugo que le apresurase la muerte.

Así acabaron estos caudillos; y la nueva de su castigo y de la rota de Villalar, extendida velozmente por toda Castilla, causó tal espanto y desmayo en las ciudades levantadas, que todas se allanaron al rey y rogaron el perdón a sus gobernadores; pasando el ímpetu de las Comunidades, según la hermosa frase de un historiador, como furiosa avenida de nublado repentino.

Sólo la ciudad de Toledo no vaciló un punto en su propósito; y era tan brava y cruel la guerra que, en este reino mantenían las gentes del prior de San Juan, encargado de reducirle, y las del obispo de Zamora, empeñado en su defensa, que cada día se aumentaba el encarnizamiento de entrambos partidos. Ni la destrucción de varias villas y lugares, ni el incendio de la iglesia de Mora, donde pereció gran número de personas, ni la ausencia del obispo Acuña (que fue cogido después y preso hasta la venida del emperador, que mandó darle garrote) fueron bastantes a desanimar a Toledo, alentada en su firme resolución por la entrada de los franceses en el reino de Navarra, y por las alteraciones de la Germanía de Valencia.

Increíble parece que en una ciudad tan alborotada como estaba a la sazón Toledo, una mujer sola, la viuda de Padilla, desamparada de todos y sin más autoridad que la que le daba su grandeza de ánimo, se granjease tal amor y respeto, que todos la acataban, no como a mujer, más como a varón heroico. Tirana de Toledo la llama un historiador, no hallando otro nombre para expresar el sumo poderío que en aquella ciudad ejerciera; llegando éste a tal punto, que nada se resolvía sin su acuerdo ni se ejecutaba sin su mandato. Con mostrar al hijo del malhadado Padilla y presentarse al pueblo, aplacaba su furor en los tumultos, sostenía su constancia en la adversidad, le alentaba en el abatimiento y le conducía al heroísmo. A hechicería de su esclava tuvieron que atribuir sus enemigos el predominio que tenía en todos los corazones; y valiéndose de la credulidad del pueblo, trataron de robarle su amor, persuadiéndole tan torcido concepto, para que no sucediese, ni una sola vez, que dejase la superstición de perseguir con calumnias a los promovedores de la libertad. Tan amante de ésta como enardecida con el deseo de vengar a su esposo, la viuda de Padilla, sobreponiéndose a las flaquezas de su sexo y al quebrantamiento de su salud, cuidaba de la defensa de Toledo, ordenando frecuentes salidas para entrar mantenimientos, que escaseaban mucho por haber los enemigos adelantado su real hasta el monasterio de la Sisla, al mediodía de la ciudad, para aquejarla con el hambre y estrechar más su cerco. Con varia suerte pelearon durante el asedio combatientes y combatidos, hasta que, como saliesen éstos un día en busca de provisiones, dieron tan de repente sobre el real enemigo, que lo entraron por fuerza, desbaratando su gente y poniéndola en fuga. Pero como poco sujetos a la disciplina de la guerra, se entregaron al robo tan desordenadamente, que apercibiéndolo el prior de San Juan y otros caballeros, reunieron algunos soldados ya recobrados del espanto, y acometieron a los comuneros con tal ímpetu y presteza, que sin ser parte a defenderse perecieron muchos, y otros corrieron a la ciudad llevando consigo la confusión y el miedo.

Grande fue el desmayo de los moradores de Toledo al saber el destrozo de los suyos; y sin que nada les contuviese, trataron con el prior la entrega de la ciudad y recibir justicia por el rey, con tal de que se concediese perdón a cuantos en Toledo se hallasen, y no se exigiesen alcabalas ni otros derechos hasta que debidamente se examinaran las cédulas de exención que la ciudad tenía.

Bajo estas condiciones, que prometió el prior traer confirmadas por el rey, se concertó la paz por el mes de septiembre de 1521; mas aunque parecía la ciudad sosegada, y tornaron a ella los que se habían ausentado por temor de las alteraciones, comenzaron a suscitarse rencillas y desavenencias entre éstos y los que se habían quedado, los cuales se gloriaban de que a ellos se deba el recobro de alguna libertad; estando siempre tan inquietos los ánimos y tan ligeros de poner en armas, que por todas partes amenazaban nuevos y peligrosos disturbios.

En este estado de zozobra permaneció algunos meses Toledo, mediando frecuentes tratos entre un comisionado del prior y la viuda de Padilla, que demandaba algunas cosas justas, pero no estipuladas en los conciertos de paz, que al fin vinieron confirmados por el emperador. La noche antes de publicarse esta confirmación, con la cual creían que el pueblo consentiría el yugo, salió por la ciudad un tropel de gente gritando: Padilla y Comunidad, a cuyas voces se conmovió Toledo, llegando a punto de pelear uno y otro partido. Mas, recobrado el sosiego, no se contentaron el prior y el arzobispo de Vari con pregonar al día siguiente, 3 de febrero de 1522, lo concedido por el emperador, sino que, para buscar pretextos de oprimir al pueblo y de castigar a los malcontentos, dispusieron sacar a ajusticiar a un infeliz, cogido en el pasado tumulto, con lo cual se volvió a alterar la ciudad, saliendo muchos a libertar por fuerza al reo en el acto de conducirle al suplicio. Prevenida y dispuesta ventajosamente, la gente del arzobispo acometió a los amotinados al desembocar por las estrechas calles; y después de dispersarlos, con algún derramamiento de sangre, cercó por todas partes la casa de la viuda de Padilla, donde ella se defendió con los más esforzados de su bando, hasta entrada la noche, con la singular ventura de lograr salir encubierta, y refugiarse en el vecino reino de Portugal.

Con la ida de esta mujer heroica acabó la guerra de las Comunidades, llevando a tal extremo su encono los que habían triunfado a nombre del rey, que quitaron la vida a algunos de los perdonados, culpándoles de los recientes alborotos; y mandaron derribar las casas de Juan de Padilla, sembrarlas de sal y levantar un padrón de infamia. ¡Tanto puede el odio de los esclavos contra los amantes de la libertad!


Nota

El autor ha consultado para este bosquejo histórico las siguientes obras: Crónica del Emperador D. Carlos, por Pedro Mexía. MS. -Relación de lo que pasó en estos reinos después de la muerte del rey D. Fernando hasta que se acabaron las Comunidades, su autor Pedro de Alcocer, escritor contemporáneo, vecino de Toledo. MS.-Sandoval, Vida y hechos del emperador Carlos V.-Epítome de la vida y hechos del emperador Carlos V, por el conde de la Roca. -Robertson's History of the reign of the Emp. Charles V.-Vita del invittissimo è sacratissimo imp. Car. V., descritta dall S. Alfonso Ulloa.-Discursos históricos de la M. N. y M. L. Ciudad de Murcia, por el licenciado Francisco Cascales. -Epístolas familiares y razonamientos del ilustrísimo Guevara, obispo de Mondoñedo, predicador y cronista del emperador Carlos V. -Historia de Segovia, por el licenciado Colmenares. -Alteraciones de Castilla en tiempo de Carlos V, copia de Juan Pablo Mártir Rizo, en su Historia de Cuenca.-Apología de la ciudad de Sevilla contra Mártir Rizo, por D. Francisco Morovelli.-Ferreras, Historia de España.





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