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Las cantaderas de León

Ventura García Escobar

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

Entre las diversas tradiciones que de nuestra inmortal lucha contra los hijos del Islam nos legaron los pasados tiempos se cuenta una de las más notables, el feudo de cien doncellas. Hubo un tiempo en que los cristianos españoles le tenían por irrefragable, anatematizando la negra memoria del torpe Mauregato1, cuyo perjurio y usurpación llevaban a los muslímicos harems la malaventurada paz de las doncellas castellanas. La crítica ilustrada llegó a negar después la existencia del ominoso tributo, presentándole como invención de menguados cronistas, o falaz conseja de populares romanceros. Cualquiera que sea el resultado de tal controversia, no hace a nuestro propósito. Pues habiendo de tomar el feudo como origen del tradicional recuerdo que internamos describir, tenemos que presentarle en su primitiva acepción, partiendo sencillamente de la antigua creencia popular.

Bien sabido es que, reinando en Córdoba el poderoso Abderramen II2, y en León el rey D. Ramiro I3, por los años de 844, el califa ismaelita reclamó del monarca cristiano el tributo de las doncellas por medio de embajadores. El soberano leonés rechazó altivamente la impía exigencia, declarando que daría la contestación en el campo de batalla. La guerra estalló nuevamente entro la Cruz y el Koram, y la batalla de Clavijo fue el glorioso y sangriento fallo de tan desesperada contienda. En ella se hundió el orgullo musulmán bajo una pira de innumerables cadáveres. En ella se salvó otra vez la nacionalidad española; y al propio tiempo que los infieles tornaban fugitivos a sus espantadas fronteras, tremolaban victoriosas palmas las vírgenes altivas de Castilla.

La ciudad de León, capital de la monarquía y corte del vencedor, quiso eternizar la fausta memoria del gran acontecimiento, instituyendo una fiesta anual, que simbolizase a los ojos de la posteridad su importancia pública, su caballeresco origen y sus honrosas consecuencias. Este lisonjero aniversario se celebró desde entonces hasta hace muy pocos años, con toda la pompa y solemnidad de su institución.

Pero al presente no es así; pues por mercantiles economías se le ha despojado de toda la parte alegórica y popular, que tanto habla el sentimiento, y que en semejantes armonías constituye la expresión de una idea, puesta al alcance del vulgo por medio de las impresiones del espectáculo. La ciudad, decíamos, hizo oferta de celebrar anualmente el triunfo de D. Ramiro; y con este objeto se verifica el día 15 de agosto la fiesta llamada de las Cantaderas.

En una nación como la española, y en una época, cual nuestros tiempos caballerescos, en que las pasiones nobles consagraban al bello sexo una especie de culto entusiasta y sentimental, nada más consecuente, repetimos, que erigir una memoria sencilla y tierna al día inmortal que libertó a las vírgenes leonesas de la servidumbre y la mancilla, celebrándole con ostentoso aparato, con regocijo solemne y nacional.

Las Cantaderas son diez y seis niñas pertenecientes a cuatro parroquias de la ciudad, únicas que debieron existir en tiempo de D. Ramiro, y que por esta razón conservan semejante preeminencia sobre las restantes. Las de una de ellas eran del estado noble, aludiendo sin duda a que la mitad de las doncellas del feudo eran sacadas de la nobleza del reino. Y de aquí se deriva la significación de las niñas de ambas clases en el número de sus Cantaderas.

En el día de la fiesta salen de las casas consistoriales de la ciudad, formando una especie de procesión triunfal. Van magníficamente ataviadas, cubiertas con blancas vestiduras, coronadas flores, entonando festivos y armoniosos himnos, y celebrando en agradables y candorosas danzas la dulce memoria de su inmaculada libertad. Y los sonoros acentos de las tiernas doncellas, los ardientes compases de la música marcial, y los alegres ecos de un pueblo sensible y creyente, que celebra una de las glorias más bellas del país, dan a la solemnidad un conjunto lleno de animación, atractivo y entusiasmo, que afecta dulcemente la fantasía, y la lleva a perderse entre suaves emociones llenas de poesía y sublimidad. 

Precede a la comitiva una especie de botarga4, llamada la Sotadera, ridículamente vestida y cubierto el rostro con un antifaz. Representa la imagen del vicio persiguiendo a la inocencia virginal; y por esto es papel infamante, que solo ciertas mujeres necesitadas se prestan a desempeñar por algunos ducados, aunque guardando a todo trance el incógnito. Acompañan también a las doncellas una porción de hombres enmascarados con trajes árabes. Uno de ellos lleva una escoba de palma, y colocada sobre ella una candela encendida, levantada en alto; otros tañen atabales5 y añafiles6 a la morisca usanza, y otros, en fin,  festejan a las elegantes y alegres Cantaderas.

No hemos podido encontrar la significación especial de algunos pormenores; si bien se comprende en general la referencia alegórica de cada uno de ellos, en todos los accidentes del cuadro que procuramos esmeradamente trazar. Precedido de aquel vistoso cortejo, el ayuntamiento de la ciudad, en acto de ceremonia, se dirige a la catedral, y se incorpora con el cabildo a la entrada del atrio, desde donde ambos se encaminan, penetrando en el templo por el pórtico principal, al altar titulado del foro y oferta, situado en el patio interior de la basílica. Cuando se aproxima a él la municipalidad, sale a su encuentro el canónigo procurador de la iglesia, y pregunta solemnemente:

-¿El M. I. A. de León se dignará manifestar el objeto que le trae hoy a este templo?

Entonces el síndico de la ciudad se adelanta a su vez, y repone con la misma dignidad:

-El M. I. A. de la ciudad de León viene a poner sobre el altar de la Virgen María la ofrenda de doscientos y once reales, en cumplimiento del voto hecho para el aniversario de este «día».

-¿Pero es por foro, o por oferta? -replica aquél.

-Por oferta, y no por foro.

-Pues el cabildo no puede recibirlo como oferta, sino cual foro.

-Y el M. I. A. no puedo entregarlo cual foro, sino solamente como oferta.

Y acto continuo cada cual manda arreglar testimonio al secretario de su respectiva corporación, que se formaliza en actas, retirándose unidos los dos cabildos, para celebrar la misa votiva de gracias en la catedral. Otras particularidades hay en esta festividad, que no consignamos por no hacer más difusa narración. Mas, no dejaremos de decir que de foro y la oferta ha costado empeñadas cuestiones y famosos pleitos al ayuntamiento y cabildo. De cualquier modo, es lo cierto que este aniversario formula el recuerdo de una gran victoria. Pues aun prescindiendo, si se quiere, de la parte romancesca, en lo que atañe al feudo, no puede dudarse el inmenso resultado que la victoria de D. Ramiro produjo en favor de la reconquista de nuestra nacionalidad, atajando la bárbara acometida, que desde el imperio cordobés lanzaba uno de los feroces sucesores de Mahoma contra el renaciente estado, que se cobijara a la sombra de la triunfal espada de Pelayo; y haciendo aprender al orgullo musulmán con la sangrienta lección de Albelda7, que la estrella de España tornaba a lucir en el horizonte de la fortuna, para eclipsar por siempre el astro menguante do Ismael.

Esto por lo que hace al resultado de la creencia tradicional, fundamento de la costumbre histórica, objeto del presente artículo. Por lo demás, quede en buen hora en pie la polémica de los críticos acerca del feudo y de la batalla. Allá se las avengan los impugnadores del arzobispo D. Rodrigo y de la historia compostelana. Nosotros, humildes narradores de las creencias de otros tiempos, no tenemos para qué tomar campo en la discusión, cualesquiera que puedan ser, por otra parte, nuestras opiniones en la cuestión histórica sostenida por celebérrimos escritores.

La tradición popular celebró por muchos siglos la victoria de D. Ramiro, y la vio perpetuarse alegóricamente en la orgullosa fiesta de las Cantaderas de León.

FUENTE

García Escobar, Ventura, «Las cantaderas de León», Semanario Pintoresco Español, 28 de septiembre de 1861, núm. 39, pp. 306-307.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.