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ArribaAbajoCapítulo XVIII

Del maravilloso Capítulo que tuvo San Francisco en Santa María de los Ángeles, donde concurrieron más de 5.000 frailes


El siervo fiel de Cristo, San Francisco, tenía una vez Capítulo general en Santa María de los Ángeles, concurriendo más de 5.000 religiosos, al cual asistió también Santo Domingo, cabeza y fundamento de la Orden de Predicadores, el cual, a la sazón, caminaba de Borgoña a Roma; y oyendo hablar de la reunión del Capítulo que San Francisco celebraba en el llano de Santa María de los Ángeles, fue a verle con siete frailes de su Orden. Concurrió también al referido Capítulo un cardenal devotísimo de San Francisco, al cual éste había profetizado que llegaría a ser Papa, y así fue. Había venido el cardenal, a propósito, desde Perusa, donde estaba la Corte, a Asís; todos los días visitaba a San Francisco y a sus frailes en el Capítulo y sacaba grandísimo provecho y devoción de visitar a tan santo colegio. Y viéndoles sentados en aquella llanura, alrededor de Santa María en grupos de 40, 100, 200 ó 300 juntos, todos empleados en hablar de Dios con oraciones, gemidos, lágrimas y ejercicios de caridad, y que estaban con tanto silencio y tanta modestia que no se sentía allí ningún rumor ni movimiento, maravillándose el cardenal de muchedumbre tan ordenada, con lágrimas y con gran devoción decía:

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-Verdaderamente que éste es el campo y el ejercicio de los caballeros de Dios.

No se oía entre tanta multitud ninguna palabra frívola o baja, sino que, por el contrario, en cada grupo de frailes se oraba o recitaba el Oficio divino, o se lloraban los pecados propios o ajenos, o se trataba de la salud de las almas. Había en aquel campo cabañas o cobertizos de esteras distintas según la diversidad de provincias de los frailes que las habitaban, y por eso se llamaba aquél Capítulo de los cobertizos, y también de las esteras. Las camas eran el duro suelo, y el que más tenía era un poco de paja; las almohadas eran de madera o de piedra. Por esta razón era tanta la devoción de los que veían u oían y tanta la fama de su santidad, que de la corte del Papa, que estaba a la sazón en Perusa, y de otros lugares del valle de Spoleto acudían muchos condes, barones y caballeros y multitud de pueblos, de cardenales, obispos y abades y otros clérigos, para ver aquella congregación tan santa, tan numerosa y tan humilde, de modo que el mundo no había visto jamás mayor número de hombres santos reunidos; y principalmente venían a ver la cabeza y padre santísimo de aquella santa gente, el cual había robado al mundo tan bella presa y reunido un tan hermoso y devoto rebaño para seguir las huellas del verdadero pastor Jesucristo. Hallándose reunido todo el Capítulo general, el santo padre de todos y general y ministro San Francisco, con fervor de espíritu explicó la palabra de Dios y predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le dictaba. Por tema del sermón tomó las siguientes palabras:

-Hijos míos, grandes cosas hemos prometido a Dios; pero muchas mayores nos ha prometido Dios a nosotros, si observamos lo que hemos prometido y esperamos con certeza lo que Él nos ha prometido a nosotros. Breve es el placer del mundo, pero la pena que le sigue es perpetua; pequeñas son las penalidades de esta vida, pero es infinita la gloria de la vida futura.

Y sobre estas palabras, predicando devotísimamente, confortaba e inducía a los frailes a la obediencia y reverencia de la Santa Madre Iglesia y a la caridad paternal; a adorar a Dios por todo el pueblo, a sufrir con paciencia las adversidades del mundo, a la templanza en la prosperidad y a la limpieza y castidad angélica y a vivir en paz y concordia con los hombres y con la propia conciencia y amar y observar la santísima pobreza. Y por eso les decía:

-Yo os mando, por mérito de la santa obediencia, a todos los   —61→   que estáis aquí congregados, que ninguno de vosotros tenga cuidado ni solicitud de cosa alguna de comer o de beber, o de cuanto sea necesario al cuerpo, sino únicamente piense en orar y alabar a Dios, dejando la solicitud de vuestro cuerpo a Él, porque tiene especial cuidado de vosotros.

Y todos cuantos le oyeron recibieron este mandato con alegría de corazón, que reflejaba en la sonrisa de sus semblantes, y concluido que hubo San Francisco, todos se pusieron en oración. Santo Domingo, que se hallaba presente a todas estas cosas, se maravilló mucho del mandato de San Francisco y le juzgó indiscreto; no podía entender cómo aquella multitud se podía regir sin tener cuidado ni solicitud de las cosas necesarias al cuerpo. Pero el principal pastor, Cristo bendito, queriendo manifestar cómo se cuida de sus ovejas y el singular amor que profesa a sus pobres, inmediatamente inspiró a las gentes de Perusa, de Spoleto, de Foligno, de Spello y de Asís y de otras tierras comarcanas que llevasen de comer y de beber a aquella santa congregación. Y he aquí que de pronto vienen de todas aquellas referidas tierras hombres con jumentos, caballos y carros cargados de pan, vino, judías, caza y otros buenos alimentos de que los pobrecitos de Cristo tenían necesidad. Además de esto trajeron manteles, servilletas, platos, cubiertos y otras vasijas para el servicio de aquella multitud; y se reputaba dichoso el que podía llevar alguna cosa o servir con más solicitud a los frailes, de tal suerte que los caballeros, barones y demás gentileshombres que habían venido de espectadores, con gran humildad y devoción los querían servir por sí mismos. Por lo cual Santo Domingo, viendo aquellas cosas y conociendo verdaderamente que la Providencia Divina cuidaba de todo, humildemente reconoció que se había engañado al calificar de indiscreto el mandato de San Francisco; y yendo a buscarle, se echó a sus pies de rodillas, y humildemente le confesó su culpa, y añadió:

-Verdaderamente Dios tiene un cuidado especial de estos santos pobrecitos, y yo no lo sabía. De aquí en adelante prometo observar la evangélica y santa pobreza y maldigo en nombre de Dios a todos los frailes de mi Orden que dentro de ella presuman de tener alguna cosa propia.

De este modo Santo Domingo quedó muy edificado de la fe del santísimo Francisco y de la obediencia y pobreza de tan numeroso y ordenado colegio, de la Providencia Divina y de la copiosa abundancia   —62→   de todos sus bienes. En aquel mismo Capítulo le fue dicho a San Francisco que muchos de sus religiosos llevaban cilicio sobre la carne y argollas de hierro, por lo cual muchos enfermaban, algunos morían y bastantes se veían imposibilitados para orar. Luego, San Francisco, como padre discretísimo, mandó por santa obediencia que todos los que llevasen cilicios o argollas de hierro se los diesen, y así lo hicieron, y le fueron entregados más de 500 cilicios y muchas más argollas de los brazos y de la cintura; tantas, que formaron un gran montón, y San Francisco hizo que los dejasen allí. Acabado el Capítulo y confortados y amaestrados en todas las virtudes por San Francisco en la manera cómo habían de vivir sin pecado en este mundo pérfido, con la bendición de Dios y del santo, los frailes tornaron a sus provincias muy consolados con espirituales alegrías.




ArribaAbajoCapítulo XIX

De cómo la viña del cura de Rieti, en cuya casa oró San Francisco, con motivo de la mucha gente que corría tras él, quedó destrozada y fueron cogidas muchas uvas, y de cómo después esta viña dio milagrosamente más vino que nunca, como había prometido San Francisco, y de cómo Dios reveló a San Francisco que aquél se salvaría


Estando San Francisco una vez gravemente enfermo de los ojos, monseñor Hugolino, cardenal protector de la Orden, por el gran amor que la profesaba, le escribió que fuese a Rieti, donde había médicos muy expertos en curar las enfermedades de la vista. Tan pronto como San Francisco recibió la carta del cardenal fuese sin perder tiempo a San Damián, donde estaba Santa Clara, devotísima esposa de Cristo, para darle algún consuelo e irse enseguida a verse con el cardenal. Estando allí San Francisco, a la noche siguiente empeoró tanto de los ojos que nada veía, y como no podía irse, Santa Clara le hizo una celdilla de cañas en la cual pudiese descansar mejor. Pero San Francisco, por el dolor de la enfermedad y por la multitud de ratones que le causaban grandísima molestia, en manera alguna podía descansar ni de día ni de noche. En tanta pena y tribulación comenzó a pensar y conocer que aquello era un   —63→   castigo de Dios por sus pecados, y dando gracias a Dios con el corazón y con los labios, decía en alta voz:

-Dios mío, yo soy digno de esto y de cosas peores. Señor mío Jesucristo, Pastor bueno que a nosotros nos has mostrado tu misericordia en darnos varias penas y angustias corporales, concede gracia y virtud a esta tu ovejuela para que en ninguna enfermedad, angustia o dolor me aparte de Ti.

Y en esta oración oyó una voz del Cielo que decía:

-Francisco, contéstame: si toda la tierra fuese oro, y todos los mares, fuentes y ríos fuesen bálsamo y todos los montes y collados y rocas fuesen piedras preciosas, y tú encontrases otro tesoro más noble que estas cosas, cuando el oro es más noble que la tierra y el bálsamo más que el agua, y las piedras preciosas más que los montes y las rocas, y te fuese dado todo este tesoro en lugar de la enfermedad que padeces ¿no deberías estar muy contento y alegre?

Respondió San Francisco:

-Señor, yo soy indigno de tan precioso tesoro.

Y la voz de Dios le dijo:

-Regocíjate, Francisco, porque aquél es el tesoro de la bienaventuranza, de la cual es prenda la enfermedad que ahora padeces.

Entonces San Francisco llamó a su compañero con grandísima alegría por la gloriosa promesa recibida y dijo:

-Vayamos a ver al cardenal.

Y consolando primero a Santa Clara con buenas exhortaciones y despidiéndose de ella humildemente tomó el camino de Rieti. Y cuando estaba cerca de la ciudad fue tanta la multitud de gente que le salió al encuentro, que no quiso entrar en ella, por lo que se dirigió a una iglesia que estaba cerca de la ciudad, como a dos millas de distancia. Al saberlo los ciudadanos acudieron a dicho sitio, y fue tan numeroso el concurso, que la viña que poseía aquella iglesia fue pisoteada, y le quitaron todo su fruto, de lo que el capellán se dolía mucho en su corazón, arrepintiéndose de haber recibido a San Francisco en su iglesia. Los pensamientos del capellán fueron revelados por Dios a San Francisco, por lo que éste le mandó llamar y le dijo:

-Carísimo padre: ¿Cuántas cargas de vino os produce esta viña en los años más abundantes?

El cura contestó:

-Doce cargas.

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San Francisco añadió:

-Pues os ruego, padre, que sufráis con paciencia el que yo permanezca aquí algunos días, porque hallo en este sitio mucho descanso, y deja comer a todo el mundo de las uvas de tu viña por amor de Dios y del pobrecito que te lo ruega, y yo te prometo, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que este año te ha de producir veinte cargas.

Y esto lo hizo San Francisco por permanecer allí, donde alcanzaba muchos frutos de las gentes que venían a verle, las cuales partían de allí embriagadas del divino amor y muchas dejaban el mundo. Confiado el capellán en la promesa de San Francisco dejó libremente la viña a disposición de los que venían a verle. ¡Cosa admirable! La viña fue por completo despojada sin que apenas quedase un racimo completo; pero llegado el tiempo de la vendimia, el capellán recogió los pocos racimillos que habían quedado, los metió en el lagar, los prensó y, según la promesa de San Francisco, produjeron 20 cargas de exquisito vino. En este milagro claramente se da a entender que, así como por los méritos de San Francisco la viña despojada de uvas produjo abundante vino, en tal guisa el pueblo cristiano, estéril de virtudes por el pecado, por los méritos de San Francisco muchas veces había de lograr verdadera penitencia.




ArribaAbajoCapítulo XX

De una muy bella visión que tuvo un fraile joven, el cual abominaba tanto la capa, que estaba resuelto a colgar los hábitos y salirse de la Orden


Un joven muy noble y delicado entró en la Orden de San Francisco, y pasados pocos días por instigación del demonio, comenzó a mirar con tanto terror el hábito que llevaba, que le parecía llevar un saco vilísimo; le causaban enfado las mangas y lo largo y áspero del hábito le parecía una carga insufrible, y creciendo el desagrado por las cosas de la religión llegó, finalmente, a pensar en dejar el hábito y tornarse al mundo. Tenía la costumbre, según le había enseñado su maestro, cuando pasaba por delante del altar del convento donde estaba reservado el cuerpo de Cristo, de arrodillarse con gran reverencia, quitarse la capucha y con los brazos cruzados inclinarse. Sucedió, pues, que la noche en que quería salir de la Orden   —65→   acertó a pasar por delante del altar del convento y parándose se arrodilló e hizo la acostumbrada reverencia. Inmediatamente fue arrebatado su espíritu y le fue mostrada por Dios una visión maravillosa, porque vio delante de sí infinita multitud de santos a modo de procesión, ordenados de dos en dos, vistiendo bellísimos y preciosos trajes de paño con las caras y las manos resplandecientes como el sol, que iban cantando acompañados de ángeles, y entre estos santos había dos cuyos trajes y adornos, muy superiores a los demás, despedían tantos destellos que causaban grandísimo estupor en quien atentamente los miraba, y casi al fin de la procesión vio uno adornado de tanta gloria, que parecía más honrado que los otros. Viendo el joven tan maravillosa y extraña visión, aunque no sabía lo que aquello significase, no se atrevía a preguntar por qué estaba sumido en la admiración de tanto gozo; pero cuando ya iba a terminar la procesión, sacando fuerzas de flaqueza, se fue derecho a los últimos y con gran temor les preguntó, diciendo:

-¡Oh, carísimos, yo os ruego que tengáis la caridad de decirme qué significan las maravillas que yo he visto en esta procesión tan venerable!

Contestaron ellos:

-Has de saber, hijito, que todos nosotros somos frailes menores que venimos ahora de la gloria del Paraíso.

Y el joven novicio preguntó:

-¿Quiénes son aquellos dos que resplandecen más que los otros?

-Son -le contestaron- San Francisco y San Antonio, y el último que habrás visto tan honrado es un santo fraile que murió recientemente, el cual, porque valerosamente combatió contra las tentaciones y perseveró con nosotros hasta el fin, ahora le conducimos en triunfo a la gloria del Paraíso. Estos vestidos de paño tan bellos que llevamos los hemos recibido de Dios a cambio de la áspera túnica que con tanta paciencia y gozo hemos llevado en la religión, y la gloriosa claridad con que ahora nos ves iluminados nos ha sido dada por Dios en premio de la humilde penitencia, obediencia, castidad y santa pobreza con que le hemos servido hasta el fin. Por esto, queridísimo hijo, no te sea duro usar el sayal de la Religión, tan provechoso, porque si con el saco de San Francisco desprecias al mundo y mortificas la carne, y combates valerosamente contra el demonio, recibirás el mismo vestido que nosotros y la misma claridad de la gloria.

  —66→  

Dichas estas palabras, el joven volvió en sí y de tal modo confesó su culpa delante del guardián y de sus hermanos, que de allí en adelante sólo deseó la aspereza de la penitencia y de los vestidos y acabó la vida en la Orden con gran santidad.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Del santísimo milagro que hizo San Francisco cuando convirtió el ferocísimo lobo de Agubio


A tiempo que San Francisco vivía en la ciudad de Agubio, condado del mismo nombre, apareció un lobo grandísimo, terrible y feroz, el cual no solamente devoraba a los animales, sino también a los hombres; de modo que todos los ciudadanos vivían en grandísima inquietud, porque muchas veces se acercaba a la ciudad, y todos iban armados cuando salían de sus casas como si fuesen a la guerra, y aún así no se podían defender de él si le topaban solo; de modo y manera que el miedo al lobo llegó a tal extremo, que nadie se atrevía a salir solo fuera de su vivienda. Por lo cual San Francisco, compadecido de los hombres de aquella tierra, quiso salir fuera en busca del lobo contra el parecer de todos los ciudadanos, que se oponían a esta empresa; pero él, haciendo la señal de la santa cruz, salió fuera de la ciudad con sus compañeros, poniendo en Dios toda su confianza. Recelosos los demás de seguir más adelante, San Francisco, valerosamente, tomó el camino que dirigía a la guarida del lobo. Y he aquí que, presenciándolo muchos ciudadanos que habían acudido a contemplar el milagro, el lobo salió al encuentro de San Francisco con la boca abierta, y acercándose a él San Francisco le hizo la señal de la santa cruz, le llamó y le dijo:

-Ven acá, hermano lobo; yo te mando en nombre de Cristo que no me hagas daño a mí ni a ninguna otra persona.

¡Cosa admirable! En cuanto San Francisco hizo la señal de la cruz el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo al mandato, se acercó mansamente y como un cordero se echó a los pies de San Francisco, el cual le habló de esta suerte:

-Hermano lobo, tú has causado mucho daño en este territorio y has cometido grandes crímenes, atropellando y matando a las criaturas de Dios sin su licencia, y no solamente has matado y devorado   —67→   a los animales sino que has llevado tu atrevimiento hasta matar a los hombres, hechos a imagen de Dios; por todo lo cual eres digno de la horca como ladrón y homicida pérfido; por eso toda la gente habla mal de ti y todos son enemigos tuyos; pero yo quiero, hermano lobo, poner paz entre ti y tus enemigos; si tú prometes no ofenderlos más, ellos te perdonarán las pasadas ofensas y ni los hombres ni los perros te perseguirán en adelante.

Dichas estas palabras, el lobo, con un movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y con inclinaciones de cabeza, mostraba querer aceptar y cumplir lo que San Francisco le proponía. Entonces San Francisco añadió:

-Hermano lobo, puesto que te gusta hacer y tener paz, yo te prometo darte la comida mientras vivieres, imponiendo esta obligación a los hombres de la ciudad, y así no pasarás más hambre; porque yo sé muy bien que por el hambre has hecho tantos daños. Pero en virtud de esta gracia que te concedo, quiero, hermano lobo, que tú me prometas no hacer daño a ninguna persona humana ni tampoco a los animales. ¿Me lo prometes?

El lobo, inclinando la cabeza, dio evidente señal de que así lo prometía. Luego San Francisco añadió:

-Hermano lobo, quiero que me hagas fe de tu promesa para que yo pueda fiarme de ti.

Y extendiendo la mano San Francisco para recibir su juramento, el lobo, mansamente, puso su mano sobre la de San Francisco, dándole señal de fe en la forma que podía. Entonces dijo San Francisco:

-Hermano lobo, yo te mando en nombre de Jesucristo que vengas conmigo sin miedo de nada, e iremos a firmar esta paz en nombre de Dios.

El lobo, obediente, se fue con él como un manso corderillo, viendo lo cual los ciudadanos de Agubio se maravillaron mucho.

Tan pronto como la novedad se supo en la ciudad, todo el mundo, hombres y mujeres, grandes y pequeños, jóvenes y viejos, acudieron a la plaza a ver el lobo con San Francisco. Y estando reunido todo el pueblo, San Francisco se puso a predicar, diciendo, entre otras cosas, cómo por los pecados permite Dios tales daños y pertinencias, y que es más de temer la llama del Infierno, la cual duraría eternamente para los condenados, que no la rabia del lobo, la cual sólo puede matar el cuerpo y, ¿cuánto se debe temer la boca del Infierno   —68→   cuando tanta multitud tiene miedo y temor a la boca de un pobre animal?

-Convertíos, pues, carísimos, a Dios y haced digna penitencia de vuestros pecados, que Dios os librará del lobo en el tiempo presente y en el futuro del fuego eternal.

Dicha esta plática, San Francisco añadió:

-Oíd, hermanitos míos: el hermano lobo, que está delante de vosotros, me ha prometido y dado palabra de ajustar con vosotros paces y de no ofenderos jamás en cosa ninguna si vosotros prometéis darle las cosas necesarias para su vida, y yo salgo fiador por él, de que observará fielmente este tratado de paz.

Al oír esto, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentar al lobo diariamente. Y San Francisco, delante de todo el pueblo, dijo al lobo:

-Y tú, hermano lobo, ¿prometes cumplir por tu parte el tratado de paz, no ofendiendo ni a los hombres ni a los animales ni a criatura alguna?

Y el lobo, arrodillándose, inclinando la cabeza y con suaves meneos del cuerpo, de la cola y de las orejas, demostró, en cuanto le fue posible, que estaba dispuesto, por su parte, a cumplir todo lo pactado. Entonces dijo San Francisco:

-Hermano lobo, quiero que así como diste fe de esta promesa fuera de la ciudad, del mismo modo ahora, a presencia de todo el pueblo, me reiteres la fe de la misma, para que yo esté seguro de que no me engañas y no me dejarás en mal lugar, por la fe que en nombre tuyo he prestado.

Entonces el lobo, levantando su pata derecha, la puso en la mano de San Francisco. A vista de este hecho y de los demás que quedan mencionados, fue tanta la novedad del milagro y la mansedumbre del lobo, que todos comenzaron a clamar al Cielo, alabando y bendiciendo a Dios que les había mandado a San Francisco para que, con sus méritos, los librase de la boca de la bestia feroz. Después de este suceso el lobo vivió dos años en Agubio y entraba familiarmente de puerta en puerta por las casas sin hacer daño a nadie, ni ser molestado por ninguno; y era generosamente alimentado por la gente, y andando por el campo y la ciudad, nunca perro alguno le ladraba. Finalmente, después de dos años, el hermano lobo se murió de viejo, de lo cual se dolieron mucho los ciudadanos, porque viéndolo andar tan manso y tan humilde por la ciudad tenían presentes las virtudes y la santidad de San Francisco.



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ArribaAbajoCapítulo XXII

De cómo San Francisco domesticó las tórtolas salvajes


Un joven cazador había cogido cierto día muchas tórtolas y llevándolas a vender se encontró con San Francisco, el cual, como tenía siempre mucha piedad de los animales mansos, se puso a mirar aquellas tórtolas con ojos llenos de compasión y dijo al joven que las llevaba:

-¡Oh, buen joven! Yo te ruego que me las des, para que estas aves tan mansas, que en la Santa Escritura se comparan a las almas santas y fieles, no vayan a dar en manos crueles que las maten.

De pronto el cazador, inspirado por Dios, dio sus tórtolas a San Francisco, y acogiéndolas él en su regazo, comenzó a decirles, dulce y cariñosamente:

-¡Oh, hermanitas mías, tórtolas inocentes, sencillas y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger? Ahora que os he librado de la muerte quiero haceros los nidos para que deis fruto y os multipliquéis, según el mandato de Dios, vuestro Criador.

Y, en efecto, San Francisco les hizo a todas nido, y estando allí comenzaron a poner huevos y criaron sus hijuelos en presencia de los frailes, llegando a ser tan familiares que trataban con San Francisco y los demás frailes como si hubieran sido gallinas criadas a su mano, y no se fueron de allí hasta que San Francisco les dio con su bendición licencia para ausentarse.

En cuanto al joven que las había dado, le dijo San Francisco:

-Hijo mío, tú llegarás a ser fraile en esta Orden y servirás a Jesucristo.

Y así fue, porque el referido joven se hizo fraile y vivió en la Orden con gran santidad.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

De cómo San Francisco libró al fraile que se hallaba en pecado con el demonio


Estando cierta vez San Francisco orando en el lugar de la Porciúncula, vio por divina revelación todo el convento rodeado y asediado por los demonios a modo de numeroso ejército; pero ninguno   —70→   de ellos podía entrar dentro, porque los frailes eran de tanta santidad que no daban ocasión a que se introdujese entre ellos el demonio. Pero, perseverando así, ocurrió un día que un fraile se disgustó con otro y pensó en su corazón cómo le podría acusar y vengarse de él; por cuyo motivo el demonio, viendo la puerta abierta, penetró en el convento y se puso sobre el cuello del fraile. Viendo lo cual el piadoso y solícito pastor, que con tanto afán velaba siempre por su rebaño, y viendo, además, que el lobo había entrado para devorar a su ovejuela, mandó inmediatamente llamar al referido fraile y le ordenó que desde luego descubriese el veneno del odio concebido contra el prójimo, por cuyo pecado estaba en manos del enemigo. El fraile, asustado al verse comprendido por el santo padre, descubrió allí todo el veneno y rencor que tenía en el corazón, reconoció su culpa y pidió humildemente la penitencia y el perdón con misericordia. Hecho esto, absuelto que fue del pecado y recibida la penitencia, a presencia del mismo San Francisco se alejó el demonio al instante, y el fraile, librado de esta suerte de las manos de la bestia cruel por la caridad del buen pastor, dio gracias a Dios, y volviendo corregido y amaestrado al redil del santo pastor, vivió en adelante con gran santidad.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

De cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia15 y a la meretriz que le inducía a pecado


Movido San Francisco del celo por la fe del Crucificado, y del deseo del martirio, fuese cierta vez al otro lado del mar, con 12 de sus compañeros, con el fin de dirigirse al mismo sultán de Babilonia. Y al pasar por una comarca de sarracenos donde esperaban a los caminantes ciertos hombres crueles para coger y matar los que fueran cristianos, fueron los santos viajeros sorprendidos; pero quiso Dios que no fuesen muertos, sino cautivos, golpeados y atados, y conducidos luego a la presencia del sultán. Y hallándose en presencia de éste, San Francisco, inspirado por el Espíritu Santo, predicó tan divinamente la fe de Cristo, que por ella estaba pronto a sufrir el martirio del fuego. Por lo que el sultán comenzó a sentir grandísima devoción hacia él, tanto por la constancia de su fe como por su   —71→   desprecio del mundo que veía en él; porque ningún don quería recibir de sus manos, siendo pobrísimo, como no fuese el del martirio, que tanto ambicionaba. Desde el primer día oyole el sultán con agrado y le rogó fuese muchas veces a verle, concediéndole libremente a él y a sus compañeros que pudiesen predicar donde más les acomodase, dándoles al efecto una contraseña por la cual no pudiesen ser molestados por nadie. Habida esta licencia, San Francisco envió a sus compañeros de dos en dos por diversas partes de los sarracenos para predicarles la fe de Cristo; y él, con otro compañero, escogió una comarca donde, al llegar, se entró a un mesón para descansar. Había en este mesón una mujer bellísima de cuerpo, pero de alma sucia, y la maldita provocole a pecar. Contestole San Francisco:

-Si quieres que te dé gusto, debes tú también consentir lo que yo quiero.

Dijo ella:

-Yo acepto; vamos a la cama.

Y ella lo condujo a una habitación. Había allí un hogar con mucho fuego, y dícele San Francisco:

-Ven conmigo.

Y llevándola al hogar, con fervor de espíritu quitose el hábito y se echó encima de las ascuas esparcidas por el suelo, convidándola para que también ella fuese y, desnudándose, se echase con él en aquella cama tan mullida y hermosa. Y estando así San Francisco largo rato con alegre rostro, sin quemarse ni levemente chamuscarse, la mujer, espantada con el milagro y enternecido su corazón, no solamente se arrepintió de su pecado y mala intención, sino que también se convirtió a la fe de Cristo y llegó a tal santidad, que por ella se salvaron en aquella comarca muchas almas. Finalmente, viendo San Francisco el poco fruto que podía conseguir en aquella tierra, por divina revelación dispuso retornar con sus compañeros a tierra de cristianos, y, al efecto, reunidos todos los frailes, volvieron a ver al sultán para darle cuenta de su partida. Entonces, al verlos, dijo el sultán:

-Francisco: de buena gana me convertiría a la fe de Cristo; pero temo hacerlo ahora, porque si mis súbditos lo saben, te matarán a ti, a mí y a todos tus compañeros; y comprendiendo que tú todavía puedes hacer mucho bien, y que yo debo resolver cosas de gran peso, no quiero procurar tu muerte, ni la mía; pero enséñame   —72→   qué debo hacer para salvarme, que yo estoy dispuesto a hacer todo lo que tú me mandes.

Entonces dijo San Francisco:

-Señor: yo me voy ahora de aquí; pero cuando haya llegado a mi país y, por la gracia de Dios, vuele al Cielo después de mi muerte, según le plazca a Dios, te mandaré dos frailes, de los cuales recibirás el santísimo bautismo de Cristo y serás salvo, según el mismo Señor me ha revelado. Y en este tiempo procura vivir santamente para que cuando venga a ti la gracia de Dios, te halle preparado a la fe y devoción.

Así prometió el sultán hacerlo, y así lo hizo. Después de lo cual San Francisco volvió a su país con el venerable colegio de los 12 santos compañeros, y tras algunos años de vida corporal entregó su alma a Dios. Enfermo el sultán, esperaba que se cumpliese la promesa de San Francisco, y tenía guardias apostados en los caminos con orden que si veían dos caminantes con hábito de San Francisco los trajesen inmediatamente a su presencia. Por aquel tiempo se apareció San Francisco a dos frailes y les mandó que sin tardanza fuesen en busca del sultán y procurasen su salvación, como él le había prometido. Los cuales frailes inmediatamente se pusieron en camino y pasaron el mar, y por la referida guardia fueron conducidos a presencia del sultán, que al verles se alegró mucho y dijo:

-Ahora comprendo que Dios me ha enviado estos siervos suyos para mi salud, según la promesa que San Francisco, por revelación divina, me dejó hecha.

Instruido en la fe de Jesucristo, recibió el santo bautismo de los referidos frailes; y así regenerado, murió de aquella enfermedad y salvó su alma por los méritos y oraciones de San Francisco.




ArribaAbajoCapítulo XXV

De cómo San Francisco sanó milagrosamente a un leproso de alma y de cuerpo, y de lo que le dijo su alma subiendo al Cielo


El verdadero discípulo de Cristo, viviendo en esta vida miserable, procuraba con todas sus fuerzas seguir a Jesucristo, perfecto Maestro; de donde resultaba que muchas veces, por Divina Providencia, a quien él sanaba de cuerpo, Dios le sanaba el alma al   —73→   mismo tiempo, como se refiere de Cristo. Por lo cual, no solamente servía cuidadosamente a los leprosos, por amor de Cristo, sino también ordenó a sus frailes que les sirviesen, por amor de Cristo, el cual quiso por nuestro amor ser reputado como leproso. Sucedió cierta vez, en un lugar cercano adonde vivía San Francisco, que los frailes cuidaban un hospital de leprosos y enfermos, y había en este hospital un leproso tan impaciente, tan desesperado y tan protervo, que todos creían, y así era la verdad, que se hallaba poseído del demonio; porque maltrataba de palabra y de obra a los que le servían, y, lo que es peor, tan impíamente blasfemaba de Cristo bendito y de su Santísima Madre la Virgen María; que no se hallaba quien pudiese o le quisiera servir. Porque si bien los insultos y villanías propias las soportaban los frailes pacientemente para aumentar el mérito de la paciencia, no sucedía lo mismo con las blasfemias que decía contra Cristo o su Madre, las cuales, en conciencia, no creían deber soportar, y por esto decidieron desentenderse del referido leproso. No lo quisieron hacer sin decírselo antes a San Francisco, que vivía entonces en un lugar inmediato. Se lo refirieron, en efecto, y San Francisco se fue enseguida a ver al pérfido leproso, y al estar en su presencia le saludó diciendo:

-Dios te dé su paz, hermano carísimo.

A lo que el leproso contestó:

-¿Qué paz puedo esperar de Dios, que me ha quitado toda paz y todo bien y me ha dado tantas y tan repugnantes heridas?

San Francisco contestó:

-Debes, hijo, tener paciencia, porque las enfermedades del cuerpo las da Dios en el mundo para la salud del alma, y sirven de gran mérito cuando se sufren con paciencia.

Replicó el enfermo:

-¿Y cómo puedo yo llevar con paciencia la pena continua que de noche y día me atormenta? Y no solamente por la enfermedad mía, sino también por el mal que me causan los frailes que tú me diste para que me sirviesen, pues no cumplen con su deber.

Entonces San Francisco, conociendo por revelación que este leproso estaba poseído por el espíritu maligno, se fue y puso en oración, rogando a Dios devotamente por él. Hecha la oración, volvió por él y le dijo:

-Hijo: quiero yo ser quien te sirva, ya que no estás contento de los demás.

  —74→  

-Me agrada -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú que los demás no hayan hecho?

Respondió San Francisco:

-Haré lo que tú quieras.

Y dijo el leproso:

-Quiero que me laves todo el cuerpo, porque yo sufro tanto, que a mí mismo no me puedo soportar.

Entonces hizo San Francisco que calentasen agua con muchas hierbas odoríficas, y comenzó a lavarlo con su mano, mientras otro fraile le echaba el agua; y por divino milagro, donde San Francisco tocaba con su santa mano desaparecía la lepra y renacía la carne perfectamente sana, y, según iba sanando la carne, comenzó a sanar el alma, por lo que, viéndose curar el leproso, comenzó a sentir gran compunción y arrepentimiento de sus pecados y a llorar amargamente; de modo que mientras su cuerpo se limpiaba por fuera, por dentro se limpiaba del pecado por la contrición y lágrimas de sus faltas.

Y en cuanto se vio completamente sano, así del cuerpo como del alma, humildemente se acusaba de sus culpas y decía llorando en alta voz:

-¡Ay de mí, que he merecido el Infierno por las villanías e injurias que he hecho y dicho a los frailes, y por la impaciencia y blasfemias que he cometido contra Dios!

Y así permaneció en amargo llanto de sus pecados, invocando la misericordia de Dios y confesando enteramente al sacerdote sus culpas. Y San Francisco, viendo tan expreso milagro que Dios había obrado por su mano, le dio gracias y se fue de allí a un país muy remoto; porque, por humildad, quería huir de toda gloria y enderezar todas sus obras a la honra y gloria de Dios y no a la propia.

Después que por la misericordia de Dios el referido leproso sanó del cuerpo y del alma, cuando hubo hecho quince días de penitencia volvió a enfermar, y fortalecido con los Divinos Sacramentos murió santamente, y su alma voló al Paraíso, apareciéndosele a San Francisco en ocasión que se hallaba orando y diciéndole:

-¿Me reconoces?

-¿Quién eres? -le dijo San Francisco.

Y contestó:

-Soy el leproso a quien Cristo bendito sanó por tus méritos, y hoy he sido conducido a la vida eterna, por lo cual doy gracias a   —75→   Dios y a ti; benditos sean tu alma y tu cuerpo, y benditas sean tus palabras y tus obras, porque por ti muchas almas se salvarán en el mundo; y has de saber que no pasa día sin que los santos ángeles y demás santos del Cielo den gracias a Dios por los frutos que tú y tu Orden alcanzáis en diversas partes del mundo; aliméntate, pues, y da gracias a Dios y quédate con su bendición.

Dichas estas palabras, el alma del leproso voló al Cielo, quedando San Francisco muy consolado. A gloria de Cristo. Amén.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

De cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas, los cuales hiciéronse frailes, y de la nobilísima visión que tuvo uno de ellos, que fue santísimo fraile


Caminando cierta vez San Francisco por el distrito del Burgo de Santo Sepulcro, al pasar por un castillo que se llamaba Monte Casale, se le acercó un joven muy amable y delicado, y le dijo:

-Padre, quisiera con toda mi alma ser contado en el número de tus frailes.

A lo que contestó San Francisco:

-Hijo mío, eres joven delicado y noble; acaso no podrás resistir nuestra austeridad y pobreza.

Y el joven replicó:

-¿Por ventura, padre, no sois vosotros hombres como yo? Pues así como vosotros resistís la penitencia, podré resistirla yo con la gracia de Dios.

Contentó mucho a San Francisco aquella respuesta, por lo cual, bendiciéndole inmediatamente, le recibió en la Orden, dándole el nombre de fray Ángel; y se condujo este joven con tanta prudencia, que de allí a poco tiempo le nombró San Francisco guardián del referido lugar de Monte Casale.

Por aquel tiempo merodeaban por aquella comarca tres famosos ladrones, que eran terror de todas las gentes por los muchos daños que causaban. Los tales ladrones vinieron un día al dicho convento de los frailes y pidieron a fray Ángel que les diese de comer, y el guardián les contestó de este modo, reprendiéndoles ásperamente:

-Vosotros, ladrones y crueles homicidas, que no os avergonzáis   —76→   de robar el trabajo de los demás, ¿cómo sois tan presuntuosos y desvergonzados que queréis comer la limosna enviada para sustento de los siervos de Dios? Sois indignos de que la tierra os sustente, porque no tenéis respeto alguno ni a los hombres ni al Dios que os ha criado; idos por do vinisteis y no volváis a presentaros jamás.

Al oír esto los ladrones, muy turbados, se fueron llenos de ira. Poco después volvió San Francisco de fuera con un talego de pan y una vasija de vino que él y su compañero habían mendigado; y refiriéndole el guardián lo que le había sucedido con los ladrones, San Francisco le reprendió severamente, diciéndole que se había portado con mucha crueldad, porque los pecadores mejor se convierten a Dios con dulzura que con ásperas reprensiones.

-Por esto, nuestro Divino Maestro Jesucristo, cuyo Evangelio nos hemos propuesto observar, dice que no tiene necesidad de médico el que está sano, sino el enfermo; que Él no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia; por eso muchas veces comía con ellos. Habiendo, pues, obrado tú contra la caridad y con el Santo Evangelio de Cristo, te mando por santa obediencia que inmediatamente tomes este talego de pan que yo he mendigado y esta vasija de vino y vayas solícitamente en busca de los ladrones por montes y valles hasta que los encuentres, y les ofrezcas todo este pan y vino de mi parte; y después te arrodillarás delante de ellos, y humildemente les confesarás tu crueldad y tu culpa, y les rogarás de mi parte que no hagan daño, sino que teman a Dios y no le ofendan nunca; y si ellos hacen esto, yo les prometo proveerles en sus necesidades y darles continuamente de comer y beber; y cuando hayas dicho esto, vuelve aquí humildemente.

Mientras el referido guardián fue a cumplir el mandato de San Francisco, éste se puso en oración, rogando a Dios que ablandase los corazones de los ladrones y los convirtiese a penitencia. Dio con los ladrones el obediente guardián, y les presentó el pan y el vino, y ejecutó al pie de la letra todo cuanto San Francisco le había mandado. Y como agradase a Dios esta obra, sucedió que, comiendo los ladrones la limosna de San Francisco, comenzaron a decirse uno a otro:

-¡Ay de nosotros, miserables desventurados, qué penas tan terribles nos esperan en el Infierno! Porque no solamente robamos al prójimo y le golpeamos y herimos, sino que también lo matamos; y   —77→   después de tantos males y de cosas tan depravadas como hacemos, no sentimos ningún remordimiento de conciencia ni temor de Dios; en cambio, este santo fraile que ha venido a buscarnos, sólo por las tan pocas palabras que tan justamente dijo sobre nuestra malicia, se ha postrado humildemente para confesar su culpa, y además de traernos el pan y el vino, nos hace una promesa generosa su santo padre. Verdaderamente estos frailes son santos de Dios, acreedores al Paraíso celestial, y nosotros somos hijos de eterna perdición, y merecemos las penas del Infierno, y cada día aumentamos con nuestros pecados nuestra desgracia. ¿Quién sabe si por los muchos pecados que hemos cometido podremos hallar la misericordia de Dios?

Estas y semejantes palabras dijo uno de ellos, y los otros dos dijeron a su vez:

-Ciertamente que has dicho la verdad; pero, ¿qué vamos a hacer?

-Vayamos -dijo el otro- a San Francisco, y si él nos da la esperanza de que podemos hallar la misericordia de Dios en nuestros pecados, hagamos lo que él nos mande para librar nuestras almas de las penas del Infierno.

Agradó este consejo a sus camaradas y, puestos de acuerdo los tres, se fueron a ver a San Francisco y le dijeron:

-Padre: nosotros, por los muchos pecados que hemos cometido, no esperamos poder alcanzar la misericordia de Dios; pero si tú nos das alguna esperanza de que Él nos recibirá a su gracia, estamos dispuestos a ejecutar lo que tú nos digas y a hacer penitencia contigo.

Entonces San Francisco, acogiéndoles caritativa y benignamente, los animó con muchos ejemplos y les demostró que, siendo infinita la misericordia de Dios, podían estar seguros de alcanzarla, porque aun teniendo infinitos pecados, todavía es mayor su misericordia; pues, según el Evangelio y el apóstol San Pablo, Cristo bendito vino a este mundo para redimir a los pecadores. Con estas palabras y otras exhortaciones semejantes, los tres referidos ladrones renunciaron al demonio y a sus obras, y San Francisco les recibió en la Orden, y comenzaron a hacer grandísima penitencia. Dos de ellos vivieron poco después de su conversión y se fueron al Paraíso. Sobrevivió el tercero, y reprendiéndose de sus pecados, se dio a hacer tal penitencia que por quince años continuos, además de la Cuaresma   —78→   común, que hacía con los demás frailes, tres días a la semana ayunaba a pan y agua, iba siempre descalzo, sólo ponía una túnica sobre sus carnes y no dormía después de Maitines. Y por este tiempo pasó San Francisco por esta miserable vida. Habiendo llevado así el referido fraile muchos años en continua penitencia, sucedió que una noche, después de Maitines, le entró tan fuerte tentación de sueño, que en manera alguna podía resistir y velar como acostumbraba. Por lo que, no pudiendo resistir al sueño ni orar, se fue a la cama para dormir, y tan pronto como reclinó la cabeza fue arrebatado y conducido en espíritu a la cumbre de un monte altísimo, desde el cual se descubría un profundo despeñadero lleno de piedras derrumbadas y de árboles rotos que brotaban entre ellas, por lo cual ofrecía la sima un aspecto espantoso. El ángel que conducía al fraile lo empujó y lo arrojó por aquel despeñadero, y cayéndose y levantándose, de escollo en escollo y de piedra en piedra, llegó hasta el fondo de la sima, dislocado y maltrecho, según a él le parecía.

Y echándose, así quebrantado, le dijo el conductor:

-Levántate, que aún necesitas hacer peor viaje.

A lo que contestó el fraile:

-Me pareces un hombre indiscreto y cruel. ¿No ves que me estoy muriendo por efecto de los golpes que he recibido en la caída, y aún quieres que me levante y suba?

Entonces el ángel se acercó a él, le tocó, le unió perfectamente todos los miembros y le sanó. Después le enseñó una gran llanura llena de piedras agudas y cortantes y de ortigas y de zarzas, y le dijo que por toda aquella llanura debía correr, pasando con los pies desnudos de un extremo a otro, hasta llegar a un horno ardiendo que había al fin y en el cual debía penetrar. Habiendo el fraile recorrido toda la llanura con gran angustia y pena, le dijo el ángel:

-Entra en este horno, porque así te conviene hacerlo.

A lo que contestó el fraile:

-¡Ay de mí, qué cruel guía eres, puesto que viéndome casi muerto por los sufrimientos de la llanura, ahora, para descansar, me dices que entre en este horno ardiendo!

Y, parándose, vio el fraile que había alrededor del horno muchos demonios con horcas de hierro en la mano, con las cuales, al verle vacilar, lo arrojaron dentro de un golpe. Hallándose ya en medio del horno, comenzó a mirar a todos lados, y vio a uno que había sido   —79→   compadre suyo, el cual ardía por sus cuatro costados. Se acercó al fraile y le dijo:

-Desventurado compadre, ¿por qué viniste aquí?

Y él le respondió:

-Ve un poco más adelante y encontrarás a mi mujer, la comadre, la cual te dirá la causa de nuestra condenación.

Anduvo, en efecto, un poco más y vio a la dicha comadre, toda sofocada, metida en una medida de granos toda de fuego; se acercó y le preguntó:

-¡Oh comadre desventurada y mísera! ¿Por qué viniste a dar en tan cruel tormento?

Y ella contestó:

-Porque en tiempo de la gran hambre que San Francisco anunció con anticipación, mi marido y yo robábamos el trigo y la cebada, que vendíamos a medida, y por eso ardo yo ahora metida en esta medida.

Dichas estas palabras, el ángel que conducía al fraile lo sacó fuera del horno y le dijo:

-Prepárate a hacer un viaje horrible.

Quejándose, el fraile dijo:

-¡Oh, durísimo conductor, que no tienes ninguna compasión de mí! Cuando me ves salir casi quemado del horno quieres que haga aún un viaje peligroso y horrible.

Entonces el ángel le tocó y quedó de repente sano y vigoroso. Después le condujo a un puente, por el cual no se podía pasar sin gran peligro, por ser muy sutil y estrecho y muy escurridizo y sin barandillas a los lados. Pasaba por debajo un río lleno de serpientes, de dragones y de escorpiones, e iba a caer en un pozo profundísimo. A su presencia dijo el ángel:

-Pasa este puente, porque a todo trance necesitas pasarlo.

Respondió el fraile:

-¿Y cómo lo podré pasar sin que me caiga en este río tan peligroso?

A lo que contestó el ángel:

-Ven detrás de mí y pon tu pie donde yo ponga el mío, y así pasarás sin cuidado.

Pasó el fraile detrás del ángel, como éste le había enseñado, hasta que llegaron a la mitad del puente, y allí el ángel se echó a volar y se remontó a la cima de un monte altísimo que había cerca   —80→   del puente, según pudo ver el fraile, que siguió atentamente el vuelo del ángel. Al verse el pobre sin guía y observando los animales terribles que con las cabezas fuera del agua y con la boca abierta le esperaban para devorarlo si caía, le entró tanto miedo que no sabía qué hacer ni qué decir, porque no podía volver atrás ni seguir adelante. Viéndose en tanta tribulación y que no tenía otro auxilio sino el de Dios, se inclinó, se abrazó al puente, y con el corazón y con lágrimas se encomendó a Dios, que por su santísima misericordia debía socorrerle. Hecha la oración, sintió que le nacían alas, y esperó con gran alegría que le creciesen para volar del puente al lugar donde había volado el ángel. Pero al cabo de algún tiempo, por el gran deseo que tenía de pasar el puente, se echó a volar, y como no le habían crecido bastante las alas, tornó a caer en el mismo sitio; se abrazó de nuevo al puente y reiteró sus súplicas a Dios. Después de la oración volvió a sentir que le nacían alas; pero, como en la primera oración, no esperó a que le creciesen bastante, se echó a volar antes de tiempo y tornó a caer otra vez sobre el puente, y se le volvieron a quebrar las alas. Por esta razón, y viendo que la mucha prisa que tenía en volar antes de tiempo era el motivo de su caída, comenzó a decir interiormente:

-Ciertamente, si vuelvo a echar alas por la tercera vez, esperaré a que sean tan grandes que pueda volar sin peligro de caerme.

Y estando en este pensamiento volvió a sentir que le crecían alas, y esperó mucho tiempo, tanto que ya eran muy grandes, y le parecía que con el primer, segundo y tercer crecimiento de alas había esperado ciento cincuenta años. Por último, se lanzó a volar, y lo hizo con mucho esfuerzo y con tanta fortuna, que en poco tiempo se remontó al lugar donde había visto al ángel, y llamando a la puerta del palacio en el cual había entrado, el portero le preguntó:

-¿Quién eres tú que has venido aquí?

A lo que contestó:

-Soy un fraile menor.

Entonces dijo el portero:

Espera un poco que yo llame a San Francisco a ver si te conoce.

Mientras esperaba a San Francisco comenzó a admirar los maravillosos muros de este palacio, y parecían tan transparentes que dejaban ver los coros de los ángeles y lo que allí dentro se hacía. Hallándose   —81→   estupefacto en estas observaciones, vio llegar a San Francisco, a fray Bernardo, a fray Gil y a una multitud de santas y santos que habían seguido la vida suya y casi parecían innumerables. Se acercó San Francisco al portero y le dijo:

-Dejadle entrar, porque es uno de mis frailes.

Y tan pronto como hubo entrado sintió tanta consolación y tanta dulzura, que muy pronto olvidó las tribulaciones que había pasado como si no hubieran sido. Entonces San Francisco, conduciéndole dentro, le enseñó muchas cosas maravillosas y después le dijo:

-Hijo mío, te conviene volver al mundo y estar allí siete días, en los cuales te prepararás diligentemente y con gran devoción para la muerte; porque, pasado este tiempo, yo iré por ti y vendrás a este lugar bienaventurado.

Iba vestido San Francisco con un manto maravilloso, adornado de estrellas bellísimas, y sus cinco llagas eran también como cinco hermosas estrellas de tanto resplandor que con sus rayos iluminaban todo el palacio. Y fray Bernardo llevaba en la cabeza una corona de siete estrellas bellísimas, y fray Gil iba adornado con una luz maravillosa, y muchos otros santos y frailes a los cuales conoció, aunque en el mundo no los había visto nunca. Obedeciendo a San Francisco se volvió, aunque con hondo pesar, al mundo. Al llegar a este punto volvió en sí el fraile y oyó que tocaban a Prima, por lo que comprendió que no había durado la visión sino desde los Maitines a Prima, aunque a él le parecía que había durado muchos años. Refirió esta visión, y al cabo de los siete días enfermó de fiebre, y al octavo vino por él San Francisco, según la promesa, con gran multitud de gloriosos santos y llevose su alma al reino de los justos, a la vida eterna.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

De cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes que se hicieron frailes, y de cómo uno de ellos rechazó una gran tentación que tenía sobre sí


Yendo una vez San Francisco a la ciudad de Bolonia, todo el pueblo acudió a verle, y era tan grande la concurrencia, que la gente sólo con mucho trabajo podía permanecer en la gran plaza; y hallándose   —82→   tan llena de hombres, de mujeres y de estudiantes, San Francisco se subió a un lugar elevado del centro y comenzó a predicar lo que el Espíritu Santo le enseñaba; y fue su predicación tan maravillosa que más bien parecía que predicaba un ángel que un hombre. Sus palabras, verdaderamente celestiales, a modo de afiladas saetas, traspasaban el corazón de los que le escuchaban, y así fue que multitud de hombres y de mujeres se convirtieron a penitencia, entre los cuales hubo dos estudiantes de la Marca de Ancona; llamábase el uno Peregrino y el otro Ricerio; ambos, por la referida predicación, fueron tocados en el corazón por la gracia divina, y acudieron a San Francisco, diciéndole que a todo trance querían dejar el mundo y ser del número de sus frailes. Luego San Francisco, conociendo por revelación que los tales estudiantes eran enviados por Dios, y que en la Orden debían hacer vida muy santa, atendiendo a su gran fervor los recibió alegremente, diciendo:

Tú, Peregrino, harás en la Orden vida de humildad; y tú, Ricerio, servirás a los frailes.

Y así fue, porque fray Peregrino no quiso vivir como clérigo, sino como lego, aunque era un gran literato y eminente canonista, y por su humildad llegó a tan gran perfección en la virtud, que fray Bernardo, primogénito de San Francisco, decía de él que era uno de los más perfectos frailes de este mundo. Finalmente, el referido fray Peregrino, lleno de virtud, pasó de esta vida a la otra obrando numerosos milagros antes y después de su muerte. Fray Ricerio sirvió devota y fielmente a los frailes, dando grande ejemplo de humildad y santidad, por lo cual se granjeó la intimidad de San Francisco, quien le revelaba muchos secretos. Fue nombrado después ministro de la Marca de Ancona, cuyo cargo desempeñó mucho tiempo con grandísima paz y prudencia. Pasado cierto tiempo, Dios permitió que fuese gravemente tentado en su alma, y, entonces él, atribulado y afligido, se mortificaba de día y de noche con ayunos, disciplinas, lágrimas y oraciones; y como, a pesar de tan rudas penitencias, la tentación no desaparecía, algunas veces llegó a desesperarse porque se creía desamparado de Dios. Hallándose en esta desesperación, por último remedio pensó ir a ver a San Francisco, considerando que si el santo padre le mostraba buena cara y le trataba familiarmente, como solía, aún podía prometerse la misericordia de Dios; y que si sucedía lo contrario, señal sería de su completo desamparo. Fray Ricerio salió en busca de San Francisco, el cual se   —83→   hallaba en el palacio del obispo de Asís gravemente enfermo; pero Dios le reveló las disposiciones de fray Ricerio y su venida. Inmediatamente San Francisco llamó a fray León y a fray Maseo y les dijo:

-Salid al encuentro de mi hijo carísimo fray Ricerio, abrazadle y saludadle de mi parte, y decidle que entre todos los frailes que hay en el mundo tengo por él singular predilección.

Fueron, en efecto, los mensajeros, y al encontrar en el camino a fray Ricerio le abrazaron y le dijeron lo que San Francisco les había ordenado; con lo cual sintió el caminante tan gran consolación y dulzura en el alma, que casi perdió el sentido, y dando gracia a Dios con todo su corazón, se dirigió al lugar donde San Francisco estaba enfermo. El cual, aunque estaba muy grave, cuando sintió llegar a fray Ricerio se levantó, salió a su encuentro, le abrazó ternísimamente y le dijo:

-Hijo mío carísimo fray Ricerio: entre todos los frailes que hay en el mundo, te amo a ti con singular predilección.

Y después de decir esto, le hizo en la frente la señal de la Cruz y le besó en ella. Después añadió:

-Hijo carísimo: Dios ha permitido esta tentación para que alcanzases mayores méritos y ganancias; pero si no quieres tener esta ganancia, no tengas la tentación.

¡Cosa maravillosa! Tan pronto como San Francisco hubo dicho estas palabras, súbitamente se desvaneció la tentación como si nunca hubiese existido, quedando fray Ricerio muy consolado.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

De un arrobamiento que tuvo fray Bernardo, permaneciendo sin sentido desde la madrugada hasta la hora de Nona


Dios otorga singulares gracias a los pobrecitos que, según el Evangelio, dejan el mundo por amor a Cristo, y buena prueba de ello es fray Bernardo de Quintavalle, quien tan pronto como tomó el hábito de San Francisco comenzó muchas veces a ser arrebatado en Dios en la contemplación de muchas cosas celestiales. Sucedió que, estando una vez oyendo Misa con la mente suspensa en Dios, se quedó tan absorto que al elevar el cuerpo de Cristo no se movió   —84→   de la actitud en que estaba, ni se arrodilló, ni se quitó la capucha, como hacían los demás, sino que, con los ojos fijos, permaneció insensible desde la madrugada hasta la hora de Nona; y después de Nona, volviendo en sí, comenzó a correr por el convento, gritando admirado:

-¡Oh, hermanos! ¡Oh, hermanos! ¡Oh, hermanos! ¿No habrá un hombre en esta comarca tan grande, tan noble, al cual, si le fuese prometido un palacio bellísimo de oro, no le sería fácil llevar un saco lleno de estiércol para granjearse aquel tesoro tan noble?

A este tesoro tan celestial, prometido a los amadores de Dios, fue y era elevado con la mente fray Bernardo, que durante quince años seguidos anduvo siempre con la mente y con la cara levantada al Cielo; en todo este tiempo nunca sació su hambre, aunque comía un poco de lo que se le ponía delante; pues decía que de lo que el hombre no gusta no hace perfecta abstinencia, la cual consiste en privarse de las cosas que son gratas al paladar; y por este medio llegó a adquirir tanta claridad y luz de inteligencia, que muchos doctos sacerdotes acudían a él, para que les explicase cuestiones gravísimas y pasajes escabrosos de la Santa Escritura. Y todas las dificultades las esclarecía con la luz de su entendimiento. Estaba tan desligado y abstraído de las cosas terrenales, que a modo de golondrina volaba muy alto en la contemplación; por lo que algunas veces se estaba solo veinte días, y en ocasiones treinta, en la cima de un monte altísimo, contemplando las cosas celestiales. Por esto decía de él fray Egidio, que le había sido concedido un don que los demás hombres no poseían: el de volar y sustentarse en el aire como la golondrina; por cuya gracia tan excelente, que había recibido de Dios, San Francisco se complacía hablando con él día y noche; y alguna vez fueron encontrados juntos toda la noche en éxtasis en la selva, donde muchas veces solían reunirse para hablar de Dios.



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ArribaAbajoCapítulo XXIX

Cómo el demonio en forma de Crucificado apareció muchas veces a fray Rufino, diciéndole que perdía todo el bien que hacía, porque no era de los elegidos para la vida eterna. Sabiéndolo San Francisco por revelación de Dios, hizo que fray Rufino reconociese su error


Fray Rufino, uno de los más nobles caballeros de la ciudad de Asís, y compañero de San Francisco, hombre de gran santidad, fue en cierta ocasión muy combatido y tentado sobre el asunto de la predestinación, por lo cual andaba melancólico y triste, pues el demonio le había hecho creer que estaba condenado y que no era de los predestinados a la vida eterna; de lo que resultaba que perdía todo el bien que estaba haciendo en la Orden. Durando esta tentación muchos días; por vergüenza no quería manifestarlo a San Francisco, aunque no dejaba de hacer las oraciones y las abstinencias acostumbradas, por lo cual el enemigo fue añadiendo tristeza sobre tristeza y uniendo a la lucha las falsas apariencias con que exteriormente le combatía. Una vez se le apareció en forma de Crucifijo y le habló de este modo:

-¡Oh, fray Rufino! ¿Por qué te atormentas con penitencias y oraciones, si sabes ya que no eres de los predestinados a la vida eterna? Créeme que yo sé a quién he escogido y predestinado, y no creas al hijo de Pedro Bernardón cuando te diga lo contrario, pues ni él ni nadie sabe nada en este punto, sino yo, que soy Hijo de Dios; créeme y ten por cierto que eres del número de los condenados; y al hijo de Pedro Bernardón, tu padre, no he querido hacerle de mis elegidos, ni a ti, ni a él; y aun su padre está condenado, y cualquiera que lo siga irá engañado.

Dichas estas palabras, súbitamente desapareció y fray Rufino comenzó a entristecerse de tal modo, que por la acción del Príncipe de las tinieblas fue perdiendo la fe y el amor que antes había tenido a San Francisco, y no se atrevía a decirle nada. Pero aquello que fray Rufino no descubrió al santo padre le fue revelado a éste por el Espíritu Santo; por lo que, viendo en espíritu el gran peligro en que se hallaba su hermano, mandó a fray Maseo que lo trajese a su presencia, y al intentar hacerlo, fray Rufino respondió ásperamente:

  —86→  

-¿Qué tengo yo que ver con fray Francisco?

Entonces fray Maseo, lleno de sabiduría divina, conociendo la falacia del demonio, dijo:

¡Oh, fray Rufino! ¿No sabes tú que fray Francisco es como un ángel de Dios, que ha iluminado tantas almas en el mundo, y por quien hemos recibido la gracia de Dios? Por eso quiero que a todo trance vengas conmigo a verle, porque veo claramente que estás engañado por el demonio.

Dicho esto, fray Rufino se puso en camino y fue a ver a San Francisco, el cual tan pronto como le vio venir comenzó a gritar:

-¡Oh, fray Rufino! ¡Pobrecillo! ¿A quién has creído?

Y llegándose a San Francisco contole fray Rufino, por su orden, toda la tentación que había tenido del demonio, exterior e interiormente; y éste le demostró claramente que el que se le había aparecido era el demonio y no Cristo, y que en manera alguna debía consentir en tales sugestiones, y que en adelante, cuando el demonio le dijese «Estás condenado», contestase: «Abre la boca y te la llenaré de estiércol». «Y tendrás por señal, añadió, de que es el diablo; porque en acabando de dar esta respuesta huirá enseguida. Sin necesidad de esto debías haber conocido que era el demonio, porque te endureció el corazón para todo bien, lo que es propio de su oficio; pero Cristo bendito jamás endurece el corazón del hombre fiel, sino por el contrario, lo enternece, según dijo por la boca del profeta: “Yo os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne”».

Viendo fray Rufino que San Francisco le explicaba circunstancialmente su tentación, compungido por sus palabras comenzó a llorar a lágrima viva y a venerar a San Francisco, y humildemente le confesó la culpa de haberle ocultado su tentación. De este modo quedó tan consolado y confortado con las exhortaciones del santo padre, que parecía renacer a mejor vida. Por último, le dijo San Francisco:

-Ve, hijo y confiésate, y no dejes de ocuparte en las oraciones acostumbradas; y ten por cierto que esta tentación te será de gran utilidad y consuelo, como en breve lo probarás.

Volviose fray Rufino a su retiro de la selva donde vivía, y hallándose una vez en oración, bañado el rostro de lágrimas de penitencia, vio venir el enemigo en figura de Cristo, según la apariencia exterior, y le dijo:

  —87→  

-¡Oh, fray Rufino! ¿No te he dicho que no hicieras caso al hijo de Pedro Bernardón y que no te fatigases con lágrimas y oraciones, porque estás condenado? ¿De qué te servirá atormentarte en vida si después de muerto has de condenarte?

Inmediatamente fray Rufino contestó al demonio:

-Abre la boca y te la llenaré de estiércol.

Al oír esto el demonio, muy indignado, se alejó de allí promoviendo una tempestad y conmoción tan grandes en el monte, que muchas piedras se salieron de su sitio y con espantoso estruendo rodaron hasta el llano; y fue tan grande el choque que produjeron al rodar, que hicieron arder con llamas horribles los árboles del valle. Al oír fragor tan espantoso, San Francisco y sus compañeros, muy asombrados, salieron del convento a ver qué novedad era aquélla, de la cual quedan todavía las huellas en el lugar del suceso. Entonces fray Rufino claramente comprendió que el aparecido era el demonio y que antes le había engañado. Inmediatamente se fue a ver a San Francisco, y en su presencia con la frente en el suelo, confesó muy luego su culpa. San Francisco lo reanimó con dulces palabras, y lo envió, muy consolado, a su celda, donde estando en oración devotísima se le apareció Cristo Bendito y le inflamó el alma con el fuego de su divino amor, y le dijo:

-Hiciste muy bien, hijo mío, en creer a fray Francisco, porque el que te había entristecido era el demonio; pero yo soy Cristo, tu Maestro, y para confirmarte en la verdad te prometo que mientras vivieres no sentirás más tristeza, ni melancolía.

Y dicho esto desapareció Cristo, dejándole con tanta alegría de espíritu y con la mente tan elevada, que el día y la noche la pasó en éxtasis divino. De allí en adelante fue tan confirmado en gracia y en la esperanza de su salvación, que quedó mudado en otro hombre, y se hubiera pasado los días y las noches en oración contemplando las cosas divinas si le hubieran dejado sus hermanos. Por esto decía de él San Francisco que fray Rufino había sido en vida canonizado por Cristo, de modo que así en su ausencia como delante de él, no dudaba en llamarle San Rufino, aunque estuviese todavía vivo en la tierra.



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ArribaAbajoCapítulo XXX

Del hermoso sermón que predicaron, sin hábitos, en Asís, San Francisco y fray Rufino


El dicho fray Rufino, por la continua contemplación, hallábase tan absorto en Dios, que casi parecía insensible y mudo, porque rara vez hablaba; de aquí que careciese de la gracia de la facundia y del calor de la predicación; no obstante, San Francisco una vez le mandó que fuese a Asís y predicase al pueblo lo que Dios le inspirase. A lo que fray Rufino contestó:

-Reverendo padre; te ruego que me perdones y no me mandes, porque, como sabes muy bien, yo no poseo la gracia de predicar, y soy un simple y un necio.

Entonces dijo San Francisco:

-Porque no me has obedecido inmediatamente, te mando por santa obediencia que sin hábito y sólo con paños de honestidad, vayas a Asís, entres en una iglesia y prediques al pueblo.

Al oír este mandato fray Rufino se quitó el hábito, se fue a Asís y entró en una iglesia, donde después de hacer oración en el altar se subió al púlpito y comenzó a predicar. De lo cual los chicos y los hombres comenzaron a reírse y a decir:

-¡Helo ahí, que a fuerza de hacer penitencia se ha vuelto tonto y está fuera de sí!

En este tiempo San Francisco, considerando la pronta obediencia de fray Rufino, que era de los más nobles caballeros de Asís, y del duro mandato que le había hecho, comenzó a reprenderse a sí mismo:

-¿De dónde te viene tanta soberbia, hijo de Pedro Bernardón, vil hombrecillo, que te atreves a mandar a fray Rufino, noble caballero de Asís, que vaya sin hábitos a predicar al pueblo como un estúpido? ¡Vive Dios, que experimentarás en ti lo que mandas a los demás!

E inmediatamente, con gran fervor de espíritu, se despojó del hábito y se fue a Asís, llevando consigo a fray León, que guardaba el hábito de San Francisco y el de fray Rufino. Y viéndole los ciudadanos de Asís comenzaron a burlarse de él, creyendo, como creían de fray Rufino, que se había vuelto loco con los rigores de la   —89→   penitencia. Entró San Francisco en la iglesia donde estaba fray Rufino, y le oyó predicar estas palabras:

-¡Oh, carísimos, huid del mundo y dejad el pecado! ¡Pagad lo que debéis si queréis libraros del Infierno; observad los mandamientos de Dios, amando a Dios y al prójimo, si queréis ir al Cielo; haced penitencia, si queréis poseer el reino de la gloria!

Terminada la plática, San Francisco subió al púlpito y comenzó a predicar tan maravillosamente del desprecio del mundo, de la santa penitencia, de la pobreza voluntaria, del deseo del reino celestial y de las injurias y oprobios que padeció Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión, que todos los oyentes, hombres y mujeres, en gran número, comenzaron a llorar a lágrima viva, con admirable piedad y compasión de sus corazones; y no solamente los que estaban allí, sino que en toda la ciudad de Asís fue tan grande el llanto que produjo aquel recuerdo de la pasión de Cristo, que nunca se había visto cosa semejante. Así edificado el pueblo con los actos y palabras de San Francisco y fray Rufino, San Francisco vistió el hábito a fray Rufino, y él mismo se lo puso, y de este modo volvieron al convento de la Porciúncula, alabando y glorificando a Dios porque les había concedido la gracia de vencerse a sí mismos, de despreciarse y edificar a las ovejitas de Cristo con su buen ejemplo, demostrando lo que vale despreciar el mundo. Y en aquel día creció tanto la devoción del pueblo hacia ellos, que se reputaba dichoso quien podía tocar la orla de su hábito.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

De cómo San Francisco penetraba los secretos de la conciencia de todos sus frailes, ordenadamente


Así como Nuestro Señor Jesucristo dice en el Evangelio: «Yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí», también el bienaventurado padre San Francisco, como buen pastor, sabía todos los méritos y virtudes de sus compañeros por divina revelación, y del mismo modo conocía sus defectos. Por lo cual proveía a todas las necesidades con el mejor remedio, humillando a los soberbios, ensalzando a los humildes, vituperando los vicios y alabando la virtud; así se ve en las admirables revelaciones que tuvo de su familia   —90→   primitiva. Entre las cuales se refiere que una vez, estando en un lugar hablando de Dios, se hallaba ausente fray Rufino, por estar en contemplación en la selva; y como continuase el santo padre su plática, cuando fray Rufino salió de orar, viole San Francisco y se volvió a sus compañeros, preguntándoles:

-¿Cuál creéis vosotros que sea el alma más santa que Dios tiene en el mundo?

A lo que contestaron todos:

-Creemos que sea la tuya.

Y San Francisco añadió:

-Hermanos carísimos: yo soy el hombre más vil y más indigno que Dios ha echado a este mundo; pero ¿no veis aquél, fray Rufino, que ahora sale de la selva? Pues Dios me ha revelado que su alma es una de las más santas que hay en la tierra, y firmemente os aseguro que no dudo en llamarlo San Rufino en vida suya, conociendo, como conozco, que tiene el alma confirmada en gracia, y santificada y canonizada en el Cielo por Nuestro Señor Jesucristo.

Y estas palabras no las decía San Francisco en presencia del referido fray Rufino. De la misma manera, San Francisco conocía los defectos de sus frailes; como conoció los de fray Elías, al cual reprendió muchas veces, por su soberbia, y predijo a fray Juan de la Capilla que llegaría a ahorcarse, y los de aquel fraile a quien el demonio apretaba la garganta cuando era corregido por su desobediencia, y los de muchos otros frailes, cuyos defectos, secretos y virtudes claramente conocía por revelación de Cristo.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

De cómo fray Maseo pidió a Cristo la virtud de la humildad


Los primeros compañeros de San Francisco ponían esforzadamente su cuidado en ser pobres de las cosas terrenas y ricos en virtudes, por las cuales se alcanzan las riquezas celestiales y eternas. Sucedió cierto día que, estando reunidos para hablar de Dios, uno de ellos contó el ejemplo que sigue:

-Había un hombre, gran amigo de Dios, que tenía mucha gracia de vida activa y contemplativa, y con esto reunía tan excesiva y profunda humildad, que se reputaba a sí mismo grandísimo pecador;   —91→   y su humildad le santificaba y confirmaba en gracia, y le hacía crecer continuamente en gracia y virtudes de Dios, y le apartaba de caer en pecado.

Oyendo fray Maseo tan maravilloso caso de humildad, y conociendo que esta virtud es tesoro de vida eterna, comenzó a sentirse lleno de amor y deseo hacia esta virtud de la humildad; por lo cual con gran fervor levantó los brazos al Cielo haciendo propósito firmísimo de no alegrarse por nada de este mundo en tanto que la referida virtud no se hubiese posesionado plenamente de su alma; y de allí en adelante se estaba casi de continuo encerrado en su celda, macerándose con oraciones, ayunos, vigilias y lágrimas en la presencia de Dios, para alcanzar de Él esta virtud, sin la cual se reputaba digno del Infierno, y de la cual estaba dotado aquel amigo de Dios de quien se había hablado. Y hallándose fray Maseo por muchos días en esta ansiedad de espíritu, sucedió que un día entró en el bosque y con mucho fervor iba por él, llorando y suspirando, pidiendo a Dios con vehemente deseo aquella virtud divina; y como Dios oye con mucho agrado las oraciones de los contritos, estando así fray Maseo oyó una voz que le llamó dos veces:

-¡Fray Maseo! ¡Fray Maseo!

El cual, conociendo en espíritu que aquella voz era la de Cristo, contestó:

-¡Señor mío! ¡Señor mío!

Y Cristo le dijo:

-¿Qué darías tú por poseer la gracia que pides?

Fray Maseo contestó:

-Señor, daría con gusto los ojos de mi cara.

Y Cristo añadió:

-Pues quiero que poseas la gracia, y también los ojos.

Y dicho esto, la voz calló. Y fray Maseo quedó lleno de tanta gracia por la deseada virtud de la humildad y con tanta luz de Dios, que desde entonces siempre estaba muy contento, y muchas veces, cuando oraba, hacía un ruido como arrullo de paloma, repitiendo ¡hu, hu, hu!; y con cara alegre y corazón gozoso estaba así en contemplación; y con esto, haciéndose muy humilde, se reputaba el peor de todos los hombres del mundo. Preguntándole fray Jacobo de Falerone por qué en su júbilo no mudaba de tono, contestó con gran alegría que, cuando en una cosa se halla todo bien, no conviene mudar el verso.



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ArribaAbajoCapítulo XXXIII

De cómo Santa Clara, por mandamiento del Papa, bendijo el pan que estaba en la mesa; después de lo cual en cada uno de los panes apareció la señal de la santa Cruz


Santa Clara, devotísima discípula de la Cruz de Cristo y noble planta de San Francisco, era de tanta santidad, que los obispos y cardenales, y también el Papa, deseaban con gran afecto verla y oírla, y muchas veces personalmente la visitaban. Entre otras, fue una vez el Padre Santo al monasterio para oírla y hablar de las cosas celestiales y divinas, y mientras estaban ocupados en diversos razonamientos hizo Santa Clara que preparasen la mesa, poniendo sobre ella el pan para que el Padre Santo lo bendijese. Por lo que, terminada la conversación espiritual, Santa Clara, arrodillándose con gran reverencia, le rogó que si lo tenía a bien, bendijese el pan puesto sobre la mesa. A lo que contestó el Padre Santo:

-Hermana Clara fidelísima: quiero que seas tú quien bendiga este pan, haciendo sobre él la santísima señal de Cristo, al cual te has entregado por completo.

Santa Clara contestó:

-Santísimo Padre, perdonadme; porque sería digna de grande reprensión si delante del Vicario de Cristo, yo, que soy tan vil mujerzuela, presumiese de dar una bendición semejante.

Y el Papa contestó:

-Para que no pueda imputarse a presunción, sino a mérito de obediencia, te mando por santa obediencia que sobre este pan hagas la señal de la Santa Cruz y lo bendigas en nombre de Dios.

Entonces Santa Clara, como verdadera hija de obediencia bendijo devotamente aquellos panes con la señal de la Santísima Cruz. Y -¡cosa admirable!- inmediatamente en los panes apareció la señal de la Cruz lindamente esculpida, y de aquellos panes, parte se comieron y parte se guardaron para testimonio del milagro. Al presenciarlo el Padre Santo, tomando de aquel Pan, dio gracias a Dios, y se partió, dejando a Santa Clara muy consolada con su bendición apostólica. Por aquel tiempo habitaba en el mismo monasterio sor Ortolana, madre de Santa Clara, y sor Inés, su hermana,   —93→   ambas, como Santa Clara, llenas de virtud y del Espíritu Santo, y otras muchas monjas a las cuales San Francisco enviaba muchos enfermos para que con sus oraciones y la señal de la Santísima Cruz les volviese la salud.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

De cómo San Luis, rey de Francia, fue en forma de peregrino a Perusa con el fin de visitar al santo fray Egidio


Fuese San Luis, rey de Francia, en peregrinación a los más famosos santuarios del mundo; y como oyese celebrar la mucha fama de santidad de fray Egidio, que había sido uno de los primeros compañeros de San Francisco, entró en deseo de visitarle personalmente, y, en efecto, vino a Perusa, donde vivía entonces fray Egidio, y llegando a la puerta del convento de los frailes como un pobre peregrino desconocido, con pocos compañeros, preguntó con gran insistencia por fray Egidio, no diciendo al portero quién era, ni por qué lo llamaba. Fue el portero a fray Egidio y le dijo que a la puerta estaba un peregrino que preguntaba por él; y Dios le inspiró y reveló que aquél era el Rey de Francia, por lo que súbitamente, y con gran fervor, salió de su celda y corrió a la puerta, y sin más preámbulos, como si siempre se hubieran visto, con grandísima devoción se arrodillaron y se abrazaron los dos, y el abrazo fue tan familiar y cariñoso como pudiera serlo el de dos amigos íntimos; pero a todo esto no hablaban, sino que estaban abrazados en silencio, como en señal del caritativo amor que los unía. Y después de permanecer así largo rato, sin decirse palabra alguna, se separaron el uno del otro; San Luis prosiguió su viaje, y fray Egidio se volvió a su celda. Saliendo el Rey, un fraile preguntó a otro de sus compañeros quién era aquél que por tanto tiempo había estado abrazado con fray Egidio, a lo que le respondieron que era Luis rey de Francia, que había venido a ver al venerable fray Egidio.

Cundiendo la noticia entre los demás frailes, tuvieron todos grandísimo disgusto de que fray Egidio no le hubiese hablado ni una sola palabra, y reprendiéndole por esto, le dijeron:

-¡Oh, Egidio! ¿Por qué has estado tan descortés con un rey tan santo, que ha venido de Francia para verte y oírte alguna buena palabra, y tú no has sido para decirle nada?

  —94→  

A lo que contestó fray Egidio:

-Hermanos carísimos: no debéis maravillaros de esto, porque ni yo a él ni él a mí podíamos articular palabra; porque tan pronto como nos abrazamos, la luz de la sabiduría me manifestó y reveló su corazón y a él mi corazón; y así guardando en el corazón por obra de la divina gracia lo que yo quería decirle a él y él a mí, nos conocimos mejor que si nos hubiésemos hablado con la boca, y fue mayor el consuelo que sentimos que si con la palabra hubiéramos querido explicar lo que sentíamos en el corazón, por los defectos del humano lenguaje, el cual no puede claramente expresar los secretos misterios de Dios; hubiéramos caído más bien en desconsuelo que experimentado verdadera consolación; por esto debéis saber que el Rey se fue de aquí muy contento y maravillosamente consolado.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

De cómo estando enferma Santa Clara fue milagrosamente llevada, la noche de Navidad, a la iglesia de San Francisco, donde oyó el Oficio


Estando una vez Santa Clara gravemente enferma, tanto que no podía moverse ni asistir al Oficio divino en la iglesia, con las demás monjas, llegó la solemnidad de la Navidad de Cristo, y todas las religiosas se fueron a Maitines; pero la santa enferma se quedó en su lecho, muy descontenta de no poder ir en compañía de las otras a la iglesia ni participar de aquel consuelo espiritual. Jesucristo, su esposo, viéndola quedarse tan desconsolada, la hizo transportar milagrosamente a la iglesia de San Francisco, para que asistiese al Oficio de Maitines y a la Misa de medianoche, y después de recibir la Santa Comunión fue restituida a su lecho. Concluido el Oficio en San Damián, fueron las monjas a ver a Santa Clara, y le dijeron:

-¡Oh, madre nuestra, sor Clara! ¡Qué gran consuelo hemos tenido en esta Natividad de Cristo! ¡Ojalá hubieseis podido estar con nosotras!

Y Santa Clara contestó:

-Gracias y alabanzas debo dar a Nuestro Señor Jesucristo -¡oh, hermanas e hijas queridísimas!- porque en la solemnidad de esta santísima noche, aunque no haya estado con vosotras, he   —95→   recibido grandísimos consuelos en mi alma. Porque debo a la solicitud de mi Padre San Francisco y a la Gracia de Nuestro Señor Jesucristo el haber estado presente en la iglesia del padre Francisco, y con mis oídos corporales y mentales he oído todo el Oficio y los cantos del órgano que allí se han ejecutado, y allí mismo he recibido la santísima Comunión. Por haber recibido tales gracias alegraos y agradecedlas a Nuestro Señor Jesucristo.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

De cómo San Francisco explicó a fray León una hermosa visión que había tenido


Cierta vez que San Francisco estaba gravemente enfermo y fray León le servía, éste, orando junto a San Francisco, fue arrebatado en éxtasis y transportado en espíritu a la vista de un río grandísimo, largo e impetuoso. Y estando a la orilla mirando lo que pasaba, vio a varios frailes cargados que entraban súbitamente en este río, los cuales también súbitamente eran arrebatados por la corriente y abogados; algunos lograban penetrar hasta la tercera parte del río, otros hasta la mitad y algunos hasta tocar la orilla contraria; pero todos, por el ímpetu de la corriente y por el peso que llevaban sobre los hombros, acababan por caer en el agua y ahogarse. Viendo esto fray León, sentía mucha piedad hacia aquellos desdichados; y cuando estaba más triste, vio venir otra gran multitud de frailes sin carga o peso, y en los cuales resplandecía la santa pobreza; entraron éstos en el río y pasaron sin peligro alguno de una a otra orilla. Al ver esto, fray León volvió en sí. Entonces San Francisco, adivinando por la gracia de su espíritu que fray León había tenido alguna visión, le llamó y le preguntó qué era lo que había visto. Se lo refirió fray León con todos sus pormenores, y añadió San Francisco:

-Lo que tú has visto es mucha verdad. El gran río es este mundo; los frailes que se ahogaban en el río son los que no siguen la profesión evangélica, especialmente la santa pobreza; pero los que sin peligro pasaban, son aquellos frailes que, despojados de toda cosa terrenal y carnal, no poseen nada en este mundo, sino que teniendo   —96→   lo necesario para vivir y vestir, están contentos por seguir a Cristo desnudo en la Cruz; y éstos llevan con alegría y voluntariamente el peso y el yugo de Cristo y de la santa obediencia; por esto pasan ágilmente de la vida temporal a la eterna.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII

De cómo Jesucristo bendito, a ruegos de San Francisco, convirtió a un rico y gentil caballero que hízose fraile, el cual había honrado mucho y servido a San Francisco


San Francisco, siervo de Cristo, llegó al anochecer a casa de un caballero muy rico y pidió hospitalidad, la que le fue concedida a él y a sus compañeros como si fuesen ángeles de Dios, con grandísima cortesía y devoción; por lo cual San Francisco le tomó mucho amor, considerando que al entrar en la casa le había abrazado y besado cariñosamente, le había lavado los pies, enjugado y besados humildemente, llevándole luego junto al hogar para que se calentase y conducido después a una mesa muy bien abastecida, y mientras comía, servido con gran diligencia por el mismo caballero. Y cuando hubieron comido San Francisco y sus compañeros, les dijo su favorecedor:

-Aquí, padre mío, podéis disponer de todas mis cosas, y si alguno de vosotros necesita túnica, o manto o cualquiera otra cosa, podéis comprarla, que lo pagaré; sabed que estoy dispuesto a proveeros en todas vuestras necesidades, porque por la gracia de Dios poseo y abundo en toda clase de bienes temporales, y por amor de Dios, que me los ha dado, quiero favorecer en cuanto pueda a los pobrecillos suyos.

Viendo San Francisco tanta cortesía, afabilidad y generosidad, le cobró tanto amor, que después que se fueron iba diciendo a sus compañeros:

-Verdaderamente que este caballero sería bueno para nuestra religión y compañía, porque es muy reconocido a los beneficios de Dios, y muy amable y cortés con el prójimo y con los pobres. Porque habéis de saber, hermanos carísimos, que la generosidad es una de las virtudes de Dios, el cual, por nobleza e hidalguía, dispensa su sol y su lluvia a los justos y a los pecadores, y estas prendas son   —97→   hermanas de la caridad, la cual aleja el odio y conserva el amor. Es tanta la virtud divina que veo en este buen hombre, que con mucho gusto le quisiera por compañero; y por esto quiero que otro día volvamos a su casa, a ver si Dios quiere tocarle en el corazón para que siga nuestra compañía y se consagre a su santo servicio, y entretanto roguemos a Dios para que le infunda en el corazón este deseo y le dé la gracia suficiente para ponerlo en ejecución.

¡Cosa admirable! Pasados unos días y hecha la oración ordenada por San Francisco, Dios puso este deseo en el corazón del caballero, y dijo San Francisco al que le acompañaba:

-Vayamos, hermano mío, a la casa del hombre noble y cortés, porque tengo cierta esperanza en Dios de que, con la cortesía que da en las cosas temporales, llegará a darse a sí mismo y será nuestro compañero.

Y fueron, en efecto. Llegados cerca de la casa, dijo San Francisco a su compañero:

-Espérame un poco, porque quiero, ante todo, rogar a Dios que nos conceda un éxito feliz en nuestro camino; que la noble prenda que pensamos arrebatar al mundo nos sea concedida por Jesucristo, aunque somos pobres y débiles, por los méritos de su santísima Pasión.

Y dicho esto se puso en oración en un lugar donde pudiese ser visto del hombre cortés, y como fuese del agrado de Dios, mirando de aquí allá vio a San Francisco estar en oración devotísimamente delante de Cristo, el cual con grandísima caridad se le había aparecido en la oración y estaba delante de él: y en este estado vio a San Francisco, levantado corporalmente sobre la tierra, por algún tiempo, por lo cual fue él tocado por Dios e inspirado para dejar el mundo; inmediatamente salió de su palacio Y con mucho fervor de espíritu corrió hacia San Francisco, y cuando llegó adonde estaba en oración, se echó a sus pies, y con grandísima insistencia y devoción le rogó que se dignase admitirle en su Orden para hacer penitencia con él. Luego San Francisco, viendo que su oración había sido escuchada por Dios, porque aquel noble caballero pedía con insistencia lo que deseaba, levantó del suelo al caballero y con mucho amor y alegría de espíritu lo abrazó y besó devotamente, dando gracias a Dios porque había traído a su compañía a un hombre de tan extraordinaria virtud, el cual decía a San Francisco:

-¿Qué quieres que yo haga, padre mío? Estoy dispuesto a seguir   —98→   en todo tus mandatos, y daré a los pobres lo que poseo, y contigo buscaré a Cristo, descargado de las cosas temporales.

Y así lo hizo, según el consejo de San Francisco: distribuyó a los pobres lo que tenía, y entró en la Orden, donde vivió con gran penitencia y se distinguió mucho por la santidad de su vida y honesta conversación.




ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

De cómo San Francisco conoció, en espíritu, que fray Elías estaba condenado y debía morir fuera de la Orden, y de cómo, a ruego de fray Elías, hizo oración a Dios y fue escuchado


Viviendo juntos en un lugar San Francisco y fray Elías, reveló Dios a San Francisco que fray Elías estaba condenado y que apostataría de la Orden y, por último, que moriría fuera de ella. Por esto concibió San Francisco tal displicencia hacia él, que ni le hablaba ni conversaba con él; y si acontecía alguna vez que fray Elías le salía al encuentro, se desviaba del camino o se volvía atrás con el objeto de no encontrarle; por lo cual fray Elías comenzó a ver y comprender que San Francisco estaba disgustado de él, y queriendo saber la causa se dirigió un día a San Francisco para hablarle; pero como el Santo esquivase la conversación, fray Elías, con mucha cortesía, le obligó a escucharle, y comenzó a rogarle discretamente que se dignase explicarle la causa por la que esquivaba su compañía y hablar con él. San Francisco dijo:

-La causa es ésta: porque Dios me ha revelado que por tus pecados apostatarás de la Orden y morirás fuera de ella; y aún me ha revelado más: que tú estás condenado.

Oyendo esto fray Elías, dijo así:

-Padre mío reverendo: te ruego, por amor de Jesucristo, que por esto no me rechaces ni huyas de mí, sino como buen pastor, a ejemplo de Cristo, busques y recibas a la oveja que se descarría y le ayudes, y ruega a Nuestro Señor que, si es posible, revoque la sentencia de mi condenación, porque está escrito que Dios hace mudar la sentencia si el pecador se enmienda de su pecado, y yo tengo tanta confianza en tus oraciones, que si me hallase en medio del Infierno y tú rogases a Dios por mí, creo que tendría algún refrigerio;   —99→   por lo que ahora te ruego que encomiendes este pecador a Dios, que vino para salvar a los pecadores, para que me reciba en su misericordia.

Y decía esto fray Elías con mucha devoción y lágrimas; por lo que San Francisco, como Padre piadosísimo, le prometió rogar a Dios por él, y así lo hizo. Y rogando a Dios devotamente, supo por revelación que sus oraciones habían sido escuchadas por Dios en cuanto a la sentencia condenatoria de fray Elías, cuya alma, por último, no sería condenada; pero que ciertamente saldría de la Orden y fuera de la Orden moriría, como así sucedió. Porque rebelándose contra la Iglesia Federico, rey de Sicilia, y siendo excomulgado por el Papa él y cuantos le daban consejo o ayuda, como fray Elías, que era reputado como uno de los hombres más sabios del mundo, llamado por el dicho rey Federico se fue con él, se hizo rebelde a la Iglesia y apostató de la Orden, fue excomulgado por el Papa y privado del hábito de San Francisco. Y hallándose excomulgado y gravemente enfermo, lo supo un fraile lego, hombre de buena vida y costumbres, y se fue a visitarle, y entre otras cosas le dijo:

-Hermano mío carísimo: mucho me desazona verte excomulgado y fuera de la Orden y que así mueras; pero si vieses modo o camino por el cual te pueda sacar yo de este peligro, con mucho gusto lo haré sin reparar en la fatiga.

A lo que respondió fray Elías:

-Hermano mío: no veo otro camino sino que vayas a ver al Papa y le ruegues que, por amor de Dios y de San Francisco, su siervo, por cuyos consejos abandoné el mundo, me absuelva de su excomunión y me restituya el hábito de la Orden.

A lo que contestó el fraile que contento se fatigaría por su salud; y partiendo de allí se fue a echar a los pies del Papa, rogándole humildemente que se apiadase de su hermano por amor de Cristo y de San Francisco. Y quiso Dios que el Papa le concediese que volviera y, si encontraba vivo a fray Elías, le absolviese de su parte de la excomunión y le restituyese el hábito. Con lo cual, muy satisfecho, el fraile corrió a ver a fray Elías y, encontrándole vivo aún, pero en la agonía, pudo absolverle de la excomunión y devolverle el hábito; y su alma pasó de esta vida y fue salva por los méritos de San Francisco y por sus oraciones, en las que fray Elías había puesto tan grande esperanza.



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ArribaAbajoCapítulo XXXIX

Del sermón maravilloso que hizo en el Consistorio el fraile menor San Antonio de Padua


El maravilloso Vaso del Espíritu Santo, San Antonio de Padua, uno de los elegidos discípulos y compañeros de San Francisco, el cual le llamaba su vicario, predicó una vez en el Consistorio delante del Papa y de algunos cardenales, a cuyo Consistorio asistían griegos, latinos, franceses, alemanes, eslavos, ingleses, y de otras diversas naciones del mundo; e inflamado del Espíritu Santo expuso la divina palabra con tal eficacia, sutileza y claridad y devoción, que todos los que estaban presentes, aunque de diversas lenguas, claramente le entendieron en la suya respectiva, como si hubiese hablado en la de cada uno de ellos; por lo que todos estaban estupefactos, y no parecía sino que se renovaba el maravilloso milagro de los Apóstoles del día de Pentecostés; los cuales, por virtud del Espíritu Santo, hablaban en todas las lenguas, y se decían unos a otros los oyentes con gran admiración:

-¿No es de España éste que predica? ¿Y cómo oímos todos en su palabra la lengua de nuestra propia tierra?

Del mismo modo el Papa, considerando y maravillándose de la profundidad de su doctrina, dijo:

-Verdaderamente que éste es Arca del Testamento y armario de la divina Escritura.




ArribaAbajoCapítulo XL

Del milagro que obró Dios cuando San Antonio, estando en Rímini, predicó a los peces del mar


Queriendo Cristo bendito demostrar la gran santidad de su fidelísimo siervo San Antonio, cuya predicación y santa doctrina era devotamente escuchada aun por los animales irracionales, una vez, entre otras, por medio de los peces castigó la locura de los infieles herejes, como antiguamente en el Viejo Testamento, por medio de una burra, reprendió la ignorancia de Balaam.

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Estando una vez San Antonio en Rímini, donde había muchos herejes, y queriéndoles convertir a la luz de la verdadera fe y al camino de la virtud, les predicó muchos días de la fe de Cristo y de la Santa Escritura; pero ellos no solamente no asentían a sus palabras, sino que, duros y obstinados, no querían oírle; por lo que San Antonio un día, por divina inspiración, se fue a la orilla del río al lado del mar, y sentándose allí entre la ribera del mar y la del río, comenzó a decir, a modo de sermón y en nombre de Dios, a los peces:

-Oíd la palabra de Dios, peces del mar y peces del río, ya que los infieles herejes no quieren oírla...

Y tan pronto como hubo dicho esto, súbitamente acudieron a la ribera muchos peces grandes, pequeños y medianos, de modo que ni en aquel mar ni en aquel río se habían visto nunca en tanta cantidad, y tenían todos las cabezas fuera del agua y estaban todos mirando a San Antonio con grandísima paz, orden y mansedumbre. En primer lugar, cerca de la orilla, estaban los peces pequeños; después se hallaban los medianos, y más adentro, donde el agua era más profunda, estaban los mayores. Dispuestos en este orden los peces, comenzó a predicar San Antonio de esta manera:

-Peces, hermanitos míos: estáis muy obligados a dar gracias a nuestro Creador, porque os ha dado tan noble elemento para morada vuestra; según os agrade, tenéis agua dulce o salada, y podéis guareceros en muchos lugares contra los rigores de la tempestad; os ha dado un elemento claro y transparente para que podáis vivir. Dios, vuestro Criador, amable y benigno, cuando os crió, os dio el mandato de que crecieseis y os multiplicaseis, y os dio también su santa bendición; después cuando sobrevino el Diluvio Universal, todos los animales murieron, mientras a vosotros os preservó Dios de todo daño. El Señor os dio aletas para nadar como os plazca. A vosotros fue concedido, por mandamiento de Dios, guardar a Jonás profeta, y después de tres días echarlo a tierra sano y salvo. Vosotros pagasteis el censo de Nuestro Señor Jesucristo, que Él, como pobre, no tenía con qué pagar. Vosotros disteis de comer al Eterno Rey Jesucristo, antes y después de la Resurrección, por singular misterio; por todo lo cual estáis muy obligados a alabar y bendecir a Dios, que os ha hecho tantos y tales beneficios más que a ninguna otra criatura.

Al oír estas y otras palabras y consejos de San Antonio, comenzaron   —102→   los peces a abrir la boca y a inclinar las cabezas, y con estas y otras señales de reverencia, según su capacidad, alababan a Dios. Entonces San Antonio, viendo tanta reverencia en los peces hacia su Criador, alegrándose en espíritu, en alta voz dijo:

-Bendito sea el Eterno Dios, porque ha sido más honrado por los peces que no por los hombres herejes, y mejor escuchan su palabra los animales irracionales que los hombres infieles.

Y cuanto más predicaba San Antonio, tanto mayor era el número de los peces que le escuchaban, y ninguno se marchaba del lugar que tenía entre sus compañeros. Este milagro comenzó a divulgarse por la ciudad, llegando a oídos de los muchos herejes que en ella moraban; los cuales, viendo un milagro tan maravilloso y tan manifiesto, arrepentidos en su corazón, corrieron a echarse a los pies de San Antonio para oír su palabra. Entonces San Antonio comenzó a predicar de la fe católica, y lo hizo tan a maravilla, que todos aquellos herejes se convirtieron, retornando a la verdadera fe de Cristo, y todos los fieles quedaron con grandísima alegría, confortados y robustecidos por la fe. Hecho esto, San Antonio despidió a los peces con la bendición de Dios, y todos se fueron dando muestras de singular alegría, lo mismo que el pueblo. Después, durante muchos días, estuvo predicando San Antonio en Rímini, alcanzando copiosos frutos espirituales para bien de las almas.



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