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Las genealogías

(fragmentos)



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ArribaAbajo XXXV

Cuando era yo muy niña mi padre usaba barba; parecía un Trotski joven. A Trotski lo mataron, y si acompañaba yo a mi padre por la calle la gente decía: «Mira, ahí van Trotski y su hija». A mí me daba miedo y no quería salir con él. Antes de morir Diego Rivera le dijo a mi papá: «Cada vez te pareces más a aquél». Mis padres coinciden en que el ruso de Rivera era imperfecto pero muy sugestivo a pesar del mal acento.

En enero de 1939 mi padre fue atacado por un grupo fascista de Camisas Doradas que se reunieron en la calle 16 de Septiembre, donde mis padres tenían una pequeña boutique de bolsas y guantes llamada Lisette. La barba, el tipo de judío y quizá su parecido con Trotski hicieron de Jacobo Glantz el blanco perfecto para una especie de pogrom o linchamiento. Trataron de colocar a mi padre sobre la vía del tren para que éste le pasara encima, mientras otros arrojaban piedras y gritaban insultos tradicionales. Mi padre pudo escapar ayudado por algunos transeúntes asombrados, entrar a la boutique y subir al tapanco. El hermano de Siqueiros, que pasaba por allí y entraba a saludar a mis padres (vendía por entonces grabados   —27→   de su hermano), se colocó en la puerta con los brazos extendidos y gritó: «Péguenme a mí». Mientras, mi madre que, como ella dice, no parecía judía por su pelo negro («entonces no tenía canas»), pudo salir con una empleada rubia, también judía, y pasar a la sastrería de junto donde pidió auxilio por teléfono. La puerta de la tienda era de vidrio y los manifestantes arrojaban piedras, alguna de las cuales hirió a mi padre en la frente. Al rato llegaron los bomberos y un capitán (mi madre cree que se llamaba general Montes) que ayudaron a mi padre a salir de la tienda. Despavorido, mi padre gemía y uno de los bomberos le dijo: «No llores, judío, venimos a salvarte». Lo envolvieron en un capote negro, lo cargaron como a un niño y lo subieron al carro. Mi madre pudo cerrar la cortina de fierro con algunos amigos, entre ellos el hermano de David Alfaro, que creo entonces aún se encontraba en la cárcel por haber querido matar a Trotski.

Mi padre llegó a nuestro departamento situado en la calle de Zaragoza al que nos acabábamos de mudar (unos días antes mi madre recuerda haber roto un espejo). Lo vi en la cama con la frente ensangrentada y mucha gente venía a saludarlo con caras espantadas. Al no poder   —28→   lincharlo, los manifestantes se lanzaron sobre San Juan de Letrán donde un tío mío vendía refrescos de frutas frescas casi al lado de 16 de Septiembre. También le arrojaron piedras e insultos y rompieron los barriles de agua fresca; luego, los iracundos encamisados se lanzaron por otras calles del centro para lapidar los negocios de esos rumbos. La casa de mis padres se convirtió en lugar de reunión y de azoro. Al día siguiente aparecieron las fotografías de mis padres en primera plana, recuerdo sobre todo la de La Prensa: la figura de Jacobo sobresalía y su barba castaña y puntiaguda lo hacía muy hebreo.

A los pocos días mi padre salió para los Estados Unidos a visitar por primera vez a sus hermanos que vivían en Filadelfia (si se abre una guía telefónica en esa ciudad estadounidense, los Glantz abundan como aquí los López, casi media ciudad es prima mía). Nosotras nos quedamos solas con mi abuela que ya estaba muy enferma y con mi madre que estaba muy asustada. A mí me han durado durante muchos años ese susto y esa imagen de mi padre barbado con la frente llena de sangre. Mi padre regresó unos meses después; la guerra estaba en su apogeo y él se había rasurado la barba.



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ArribaAbajo LXVII

Hace muchos años vivimos en el pueblo de Tacuba en tres casas diferentes. La primera era pequeña con un jardincito, y se instalaba en un mar de esos que abundan por Clavería, aunque ésta fuese una cerradita polvosa cerca de la calzada México-Tacuba, llamada Golfo de Campeche. Teníamos un perro, el General, perro policía que fue envenenado para seguir la tradición que se inicia en México desde tiempos sin memoria que se reseñan en Los bandidos de Río Frío o en las crónicas de Ángel del Campo. Otro perro lanudo era rosa porque mi hermana Susana lo había bañado con mercurio: no se murió, sólo vivió toda su vida como Edith Piaf.

La otra casa estaba en Popotla, enfrente del Árbol de la Noche Triste, noche que asocio siempre con el cine Popotla, también con unas calaveras que mi padre colocó a la entrada de la azotea y que resultaron ser de una joven indígena de veinte años y la de un vencido soldado de Cortés, ya sin yelmo y sin caballo.

Yo me sentaba a llorar también todas las noches (quizás exagero, porque a veces cantaba himnos, sobre todo un corrido aclamando al Padre   —30→   de la Patria que comenzaba así: «El 16 de septiembre de 1810 [...]») cuando mis papás salían y me quedaba con mi hermana Lilly que me obligaba a jugar con ella a las luchas libres: cada quien adoptaba un nombre de guerra, ella era el León y yo la Tigre (no La Tigresa). Al final de la lucha yo caía siempre por el suelo y mi hermana me amenazaba con bajar las calaveras si le contaba algo a mis papás. Su sadismo no era natural, provenía de una criada que se llamaba Paula, quien la obligaba a meterse en el agua hirviendo sin chistar y si no lo hacía le daba de nalgadas. Yo pagaba luego el pato. Entonces teníamos una pequeña zapatería que vendía zapatos de glacé negro para abuelitas y zapatos de vamp, gris y azul marino, tacón muy delgado y llenos de tiritas que valían 23.50 pesos. Luego tuvimos otra zapatería que se llamaba La Nueva, con modelos del centro y precios de Tacuba.

Por esas épocas vi también Drácula y desde entonces soñé con él: ahora estoy escribiendo un libro sobre la sangre que empieza con la mosca tsé-tsé. La misma Paula u otra sirvienta semejante me obligaba a irme a dormir y pasar por un corredor oscuro por donde me imaginaba que pasaría el conde rumano.

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Mis papás no estaban porque había venido Berta Singerman o porque estaban tomando un café en el Principal.

Por esa época también abandoné la religión de mis antepasados. Lilly y yo aprendíamos inglés, con unas señoritas decentes venidas a menos que vivían con su mamá en una buhardilla en la azotea, al lado de nuestra casa. Estas jóvenes sintieron lástima por nosotras, les parecíamos dos niñas angelicales y tuvieron miedo de que muriéramos sin conocer el Paraíso: nos volvieron cristianas. Nos bautizó un padre de la iglesia de Popotla que tenía las manos casi negras y muy enmarañadas, vestía una sotana café y nos bendecía con grandes sonrisas y nos daba a besar su peluda diestra. Desde entonces no sólo sueño con Drácula sino también con King Kong al que le dedico mi libro sobre el cabello. Nuestro bautizo fue seguido de una primera comunión organizada por la familia Sodi Pallares que vivía por la colonia de Santa María la Ribera en una casa porfiriana con emplomados y lámparas estilo Tiffany. El desayuno de primera comunión fue servido con tamales, atole, Quo Vadis? y Fabiola, y misales encuadernados en piel blanca con un bello crucifijo dorado. Cada domingo nos confesábamos y comulgábamos y volvíamos al cine   —32→   Popotla a ver los episodios de Flash Gordon. Por eso mi cristianismo se mezcla con los héroes de los comics y con los episodios seriados por donde deambulan La Sombra, Fabiola, Drácula y King Kong. Es seguramente un cristianismo maravilloso.




ArribaLXVIII

Las casas de la memoria son, como las de la astrología, enigmáticas. Acabo de visitar la calle de Jesús María 44 donde nací. A la entrada una tienda de plásticos: metros y metros de tela ahulada para mantel y carpetitas con decoraciones de falso crochet. Adentro la ruina, la decadencia, afuera, ya desvaído, casi cayéndose, un remate de piedra que corona la fachada, muy antigua. La escalera ya no existe, pero cuando allí vivieron mis padres la casa tenía cinco bellos cuartos altos, una gran, grandísima cocina, un baño, un patio interior y cuarenta macetas. Mi madre rentaba dos cuartos y vivía en la casa con mi padre, en los otros tres cuartos, nosotras, Lilly, yo y mi tío Volodia, a quien queríamos como a un padre, a veces más que al nuestro, y sobre todo, lo obedecíamos más.

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Había llegado de Rusia para cuidar a su hermana, enviado por los abuelos, en 1928.

La Merced es fascinante, empezando por los viejos nombres que recuerdan la historia de la ciudad: La Corregidora, Soledad, Mesones, Regina, donde se instalaron las primeras casas de tolerancia, después de la Conquista. Allí vivieron los emigrantes, en viejas casas coloniales con techos altísimos y grandes patios floridos, vendiendo en carritos ambulantes calcetines, pan, jabón del mono o corbatas. La gente muy hospitalaria, muy amable, ayudándolos siempre y La Merced, mercado semejante al de Tacuba, donde también tuve una casa, pero sin agua y con una sola recámara para las cuatro hermanas. Por la zapatería pasaban todos los sábados los limosneros con un bote de hojalata en el que echábamos un centavo (¡). Entre semana volvían a pasar los limosneros y con el producto sabatino compraban zapatos. Había que envolverles los pies con el papel de china que protegía el calzado dentro de las cajas, dar vuelta a la cara, usar un calzador de metal y medirles los últimos modelos, además, preguntarles si se los llevaban puestos, pregunta que se hacía a todos los clientes, hasta a los que compraban botitas blancas de bebé, de esas que luego se ostentan,   —34→   ya vaciadas en metal, en los tableros de los taxis. Como no había agua, la transportábamos de la calle, y los sábados nos íbamos a bañar a los baños públicos, en tributo a aquellos baños del pueblo de mi padre por donde pasaban los demonios.

El agua era curiosa, a veces caía como diluvio inundando los comercios y haciéndonos circular a lomo de indio por cincuenta centavos el transporte. Cuando lo cuento creo que he reencarnado y que soy uno de esos personajes que pintaba tan mal Riva Palacio, pero yo estoy segura, no sé dónde ni en cuál de las casas que habité, de esos ríos de agua, de las canoas que los transitaban y de los indios que eran tamemes. También recuerdo que mi hermana Susana jugaba con los muchachos del barrio a rescatar ratas de las alcantarillas.

En ese tiempo el mercado de Tacuba era como el de Juchitán. Cantinflas tenía su carpa cerca de nuestra casa y la esposa de Chilinsky, Tamara, visitaba a mi madre; era muy guapa, rubia, simpática; a Chilinsky nunca le hablaron, tampoco a Cantinflas, pero su recuerdo se asocia a las calaveras de la Noche Triste, a los curas carmonas de Popotla, a los modelos escogidos, a la falta de agua, a las fiestas del Día de Reyes, cuando los niños   —35→   del barrio recibían sus juguetes, y nosotras, niñas judías, nos quedábamos con las ganas, a pesar de ser criptocristianas.

Mis andanzas religiosas terminaron cuando mi madre, bañando un día a Susana (tendría como cuatro años), descubrió una medallita o un escapulario que llevaba en la camiseta. Lilly y Susana recibieron una buena paliza. Mi rápido paso por el cristianismo me dejó un hábito marcado de lecturas y una preferencia especial por las torturas. Cada domingo llevaba al Niño Jesús sentadito en mi corazón y cuando comía los muéganos sentía una especial desazón y un miedo muy grande de molestarlo.





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