
Las «Rimas» de Gustavo Adolfo Bécquer: modernidad y poesía desnuda
Russell P. Sebold
En una obra general, no vendría al caso presentar a uno de los poetas más relevantes de la literatura española en términos de dos o tres de esas cuestiones limitadas que suelen debatirse en las revistas eruditas. Sin embargo, al proponer solamente dos temas -modernidad y poesía desnuda- no incurro en tal pecado; porque éstos son especiales, y en ellos se dan como quintaesenciados todos los aspectos de la poesía de Bécquer que hace falta tomar en cuenta para lograr una amplia comprensión de su temática y forma artística. Así, al seguir la exposición de los temas indicados, el lector se irá informando a la vez sobre todo el ancho panorama poético becqueriano.
En 1866, en una
excursión turística a un antiguo santuario -no es una
peregrinación religiosa y no viene a ella en alas de la fe,
según expresión suya-, Bécquer aprovecha un
momento de ocio para apuntar unas reflexiones acerca de los efectos
del pensamiento moderno sobre las creencias tradicionales: «La crítica, esa incrédula hija del
espíritu de nuestra época, nos ha infiltrado desde
niños su petulante osadía, nos ha enseñado a
sonreírnos de compasión al oír el relato de
esas tradiciones [...] Ella nos ha truncado la historia, nos niega
a Bernardo del Carpio, nos disputa al Cid, hasta ha puesto en
cuestión a Jesús...»
(Bécquer,
1969, pág. 971; la
cursiva es mía). Esta tibia fe del Bécquer
descreído y materialista se refleja en las Rimas,
alguna vez en tono desesperado, por ejemplo, en la rima LXVI, donde
el poeta teme que su «alma hecha jirones» no encuentre
tumba sino «donde habite el olvido» (Bécquer,
Rimas, 1991, págs. 316-317). Mas en otras
ocasiones, y éstas son las que nos interesan de momento,
esas angustias del católico vacilante se acompañan
por la intuición o búsqueda de una divinidad alterna,
inmanente al hombre y su mundo. Pienso en la última estrofa
de la rima VIII: «En el mar de la duda en
que bogo / ni aun sé lo que creo. / Sin embargo, estas
ansias me dicen / que yo llevo algo / divino aquí
dentro»
(Ibid., 1991, pág. 206).
Ahora bien: este
algo divino no es otra cosa que el espíritu sin nombre,
indefinible y desconocida esencia, perfume misterioso, «de que es vaso el poeta»
, según
ya había dicho Gustavo en la rima V (Ibid., pág. 200). Se trata de ese sublime
quid que mora
en todas las formas materiales, todas las fuerzas naturales, todos
los seres animados y todos los espíritus meditativos,
sosteniéndolos, rigiéndolos, inspirándolos.
Pues a lo largo del verso becqueriano se elabora una
metafísica poética, que está presidida por esa
muy intuible pero indefinible esencia. En la rima IV, bajo su otro
nombre de poesía, esa esencia informa la belleza de la
naturaleza, el misterio del universo, nuestro mundo interior y la
comunicación amorosa. En la rima V, donde habla en primera
persona, ese mismo espíritu o esencia nada en el
vacío, flota en las nieblas, atruena en el torrente, silba
en la centella, ruge en la tormenta, susurra en la alta yerba,
llora en la hoja seca, corre tras las ninfas, busca de los siglos
las ya borradas huellas, une el cielo a la tierra y habita en el
alma del poeta. Quiere decirse que según la
cosmología estética becqueriana las cosas, los seres
individuales, los fenómenos naturales no existen sino como
manifestaciones diferentes pero interrelacionadas de esa
única y unitiva esencia universal. He aquí la
explicación de ese tan repetido y vulgar juicio de que, para
Bécquer. Dios, la poesía y la mujer ideal son en el
fondo un solo concepto.
Pero he
aquí a la vez la clave de la modernidad de Bécquer
como poeta. Juan Ramón Jiménez dice que «la poesía española
contemporánea empieza sin duda en Bécquer»
(Jiménez, 1982, pág. 38); y una de las notas
más modernas del poeta de Sevilla, cuando se le considera en
el mismo contexto que el de Moguer, radica en el hecho de que ambos
rinden culto a la misma divinidad, aunque usan palabras diferentes
para nombrarla. En Dios deseado y deseante, Juan
Ramón se une místicamente con la belleza suma, que se
le revela al contemplar los infinitos aspectos del universo;
cámbiese la expresión belleza suma por
algo divino, esencia, espíritu o
poesía, recuérdese por las líneas
anteriores cómo Bécquer se sitúa
contemplativamente ante su mundo, y se verá que los dos son
ministros de la misma fe estética. Si bien Bécquer
lleva «... algo / divino aquí
dentro»
y es «vaso»
de
esa indefinible esencia poética, también el dios de
Juan Ramón mora en su contemplador a la vez que ocupa todo
el universo: «En todo estás a cada
hora», dice el moguereño hablando con su divinidad,
«siempre lleno de haber estado lleno, / de haberme a
mí llenado de ti mismo»
(Jiménez, 1964,
pág. 121). Es más:
en Eternidades, Juan Ramón se unirá a
Gustavo en su preocupación por el modo en que se refleja la
plenitud del ser en la esencia de las cosas individuales: «¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de
las cosas! / ... Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por
mi alma nuevamente»
(Jiménez, 1920, pág. 30). Ahora bien, en vista de
estos paralelos, no es tal vez sorprendente que el afán de
aislar y entender la esencia y, aun más, de reducir toda la
temática de la poesía a la esencia de lo existente en
nuestro mundo, llevara ya a Bécquer a una gran
innovación formal que ha solido fecharse hacia 1916-1917,
años de composición de los poemas incluidos en el ya
citado libro juanramoniano Eternidades.
Los
críticos decimonónicos observaban que en el
Intermezzo de
Heine y las Rimas de Bécquer se daba una
ilación tan estrecha entre asunto y forma, que esas obras
parecían prescindir, ya del asunto, ya de la forma, y de
ahí que insistiesen a la par en el error de desligar estos
elementos en el análisis literario (véase
Menéndez Pelayo, 1942, pág. 408; Rodríguez Correa,
1976, pág. 209). Ahora
bien, una poesía cuyo tema no es más que la esencia
del mundo, la esencia de las cosas individuales, la esencia del
espíritu humano, ¿cómo se ha de llamar?,
¿cómo ha de ser su forma? Responder a esta
interrogación nos descubrirá el vaticinio más
brillante sobre la poesía del siglo XX que se logra durante
el XIX. Ya hemos aludido a varios paralelos muy curiosos entre
Bécquer y Juan Ramón Jiménez, pero el
más profundo y sugerente es el que se ilumina por el poema
de Eternidades (1916-1917), en el que se preludia a la vez
la última época del poeta de Moguer: «Vino, primero, pura, / vestida de inocencia; / y
la amé como un niño. / Luego se fue vistiendo / de no
sé qué ropajes; / y la fui odiando, sin saberlo. /
Llegó a ser una reina, / fastuosa de tesoros... /
¡Qué iracundia de yel y sin sentido! / ... Mas se fue
desnudando. / Y yo le sonreía. / Se quedó con la
túnica / de su inocencia antigua. / Creí de nuevo en
ella. / Y se quitó la túnica, / y apareció
desnuda toda... / ¡Oh pasión de mi vida, poesía
/ desnuda, mía para siempre!»
(Jiménez,
1920, pág. 276).
Esto siempre nos
ha parecido típico de Juan Ramón y las primeras
décadas de la centuria XX (véase Palau de Nemes,
1974), pero ya en el decenio de 1870 dos notables conocedores del
verso de Bécquer empleaban el sustantivo desnudez y
el adjetivo desnudo para hablar de su poesía. La
referencia más escueta es de Rodríguez Correa y se
halla en las palabras dirigidas «Al lector», en la
segunda edición (1877) de las Obras de
Bécquer, donde se llama la atención sobre «la admirable desnudez de la forma
intrínseca»
de las Rimas
(Rodríguez Correa, 1976, pág. 222; la cursiva es mía).
No deja de ser sorprendente la presencia de tal término en
un trabajo crítico de 1877, pero Galdós se adelanta
en seis años a Correa al utilizar el adjetivo
correspondiente en dos pasajes de su aguda reseña «Las
obras de Bécquer» (1871), de donde el ya citado amigo
y prologuista cubano de Gustavo acaso recogiera tal
terminología. Sin embargo, veremos que el mismo
Bécquer se adelanta a sus dos críticos en el uso de
estos términos, y lo intrigante es que sus inspiraciones
seguirán en cierto modo igualmente desnudas después
que las haya vestido. También volveremos sobre «la admirable desnudez de la forma
intrínseca»
-hechura- de las rimas individuales,
después de completar nuestro examen del sentido
filosófico del concepto de la desnudez en el conjunto de la
obra poética becqueriana.
Uno de los dos pasajes galdosianos sobre la desnudez poética en Bécquer servirá para iluminar el sentido general de desnudo, y el otro nos permitirá acercarnos ya a las manifestaciones de la desnudez estilística en poemas individuales. En la primera de las páginas aludidas el gran novelista canario escribe:
(Sebold, 1985a, pág. 70- la cursiva es mía) |
Es interesante que
Galdós tome nota de la aportación de las sensaciones
a la inspiración poética de Bécquer,
así como al nacimiento de las visiones originales de
éste; pues son elementos del proceso creativo en cuya
importancia insiste el propio poeta, como he hecho ver en otros
estudios (Sebold, 1989a, págs. 17-19 y passim; Bécquer,
Rimas, 1991, págs. 36-51). Al mismo tiempo,
Galdós representa al poeta como un espíritu
perpetuamente «turbado» por los rebeldes hijos de su
fantasía, y precisamente en las sediciones de éstos
buscaba el propio Bécquer «la
causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis
abatimientos»
, según se expresa en su
«Introducción sinfónica» (Ibid., pág. 177). Pero lo principal de las
líneas que comentamos es desde luego el hecho de que las
poesías de Gustavo le parecen a Galdós «desnudas de artificio»
; porque se
hallan todavía cerca de esa naturaleza aprehendida
directamente por las sensaciones, de las que traen sus
orígenes. Son poesías desnudas porque son, en una
palabra, traslados de los hijos de la fantasía que, «acurrucados y desnudos
duermen»
en los rincones del cerebro del poeta, que se
agitan «desnudos, y deformes,
revueltos y barajados en indescriptible
confusión»
, según dice Bécquer en su
«Introducción sinfónica». Es más:
en su verso solamente los vestirá -les dice- «lo bastante para que no avergüence vuestra
desnudez»
(Ibid., págs.
175, 176, 178). Por estas líneas se descubre, al mismo
tiempo, que Galdós a su vez debió de tomar el
término desnudo del mismo Bécquer.
Ser desnudo un
poema, según Galdós, es ser simple como un producto
de la naturaleza; es a la vez no ser más que una
intuición, según se desprende de expresiones
galdosianas como «deseo fugaz»
,
«lejano rumor»
, «leve rayo de luz que alumbra un
segundo»
, «algo que supimos
alguna vez antes de haber nacido»
y «mil cosas elocuentes que no se dicen»
.
Galdós también apunta unas ideas que sirven para
vincular las observaciones anteriores sobre la idea de la desnudez
al nivel de la inspiración con la realidad de la desnudez al
nivel del poema concreto. El pasaje que voy a citar ahora casi
podría ser un primer borrador en prosa para el poema de Juan
Ramón sobre la poesía desnuda que queda copiado
más arriba. Al hacer tal afirmación pienso en la
imagen del atavío presente en ambos, en cómo la
poesía en cada caso va poco a poco desnudándose, y en
el mundo en que se eslabonan otras ideas que son comunes a
ambos.
(Sebold, 1985a, pág. 68 -la cursiva es mía.) |
Quisiera llamar la
atención sobre la importante observación galdosiana
de que en el estilo y en la extensión del poema individual
se reconoce la desnudez por esa envoltura que tiene «la menor cantidad de cuerpo
posible»
.
En el contexto de
lo que venimos diciendo, algunas cualidades por otra parte muy
conocidas de las Rimas cobrarán más sentido
del que se les ha atribuido anteriormente. En su novela Corinne (1807), Madame de
Staël argüía en favor de una poesía
más intuitiva, menos explícita: «... la poésie antique
ne dessinait que les grandes masses, et laissait à la
pensée de l'auditeur à remplir les intervalles,
à suppléer les développements. En tous genres,
nous autres modernes, nous disons trop»
(Staël, 1985, pág.
95). En cambio, varios decenios más tarde, en la literatura
francesa de su época, concretamente en el esprit francés,
Bécquer halla ya el encanto de la intuición que
Germaine Necker echaba de menos a comienzos de la centuria: esto
es, «ese carácter ligero,
vago y gracioso; ese estilo brillante, cortado y breve, en
que el pensamiento del autor se retrata con toda la misteriosa
poesía, con toda la fascinadora volubilidad con que las
ideas se levantan, cruzan y se reflejan en su mente»
(Bécquer, 1969, pág. 1209). (Esta corriente
intuitiva, francesa o europea -a continuación Gustavo se
identifica como «cosmopolita en
literatura»
-, se hallaba incorporada a la literatura
española, a mediados del siglo, a través de Selgas y
Arnao [¿influencia de Alfred de Musset?] y contribuye al
llamado prebecquerianismo, tantas veces historiado.) El estilo
intuitivo o sugerente, en lugar del aseverativo, también lo
encuentra Bécquer en La soledad (1861) de Augusto
Ferrán; pues allí «cada una
de las páginas -insiste- es un suspiro, una sonrisa, una
lágrima o un rayo de sol; un libro por último, cuyo
solo título aún despierta en mi alma un sentimiento
indefinible de vaga tristeza»
(Bécquer,
1969, pág. 1186). Ahora
bien: un suspiro, una sonrisa, una lágrima, un rayo de sol,
a la par que nos comunican sentimientos por la insinuación,
en vez de por la definición, son ejemplos de la realidad
natural, esencial, o desnuda. Más abajo el lector
verá por qué he escrito el adjetivo vago en
letra bastardilla en dos de las citas contenidas en el
presente párrafo.
Más
adelante, en su reseña a La soledad, Gustavo torna
a expresar la misma idea, pero en estilo más crítico
que poético. En contraste con la poesía
magnífica de los grandes poetas retóricos
-Espronceda, por ejemplo-, el prologuista caracteriza a otra
tendencia que le atrae mucho más: «Hay otra [poesía] natural, breve, seca,
que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el
sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de
artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con
una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin
fondo de la fantasía»
(Bécquer, 1969,
pág. 1186 -la cursiva es
mía). Este texto de 1861 es archiconocido y, sin embargo,
nunca se había señalado antes -ni yo mismo me
había fijado en ello antes de hacer mi edición de las
Rimas (Bécquer, Rimas, 1991, pág. 65)- la presencia en él
del calificativo clave que he escrito en letra
bastardilla, junto con sinónimos como
desembarazada y forma libre; y aun hay algo
todavía más importante: todo ello está
directamente unido al concepto de la intuición: despierta
ideas, etc. (Tomemos al mismo
tiempo nota de que la descripción becqueriana de esa
encantadora poesía de Ferrán, tan «desnuda de artificio»
, ha sido
seguramente el modelo de Galdós cuando afirmó que las
poesías del mismo Bécquer son «desnudas de artificio»
.)
En nuestra
centuria, se ha acostumbrado aprovechar las observaciones de
Bécquer sobre La soledad como si se refiriesen a su
propia obra en verso. Pero ya a raíz de la muerte de
Bécquer, Rodríguez Correa destacaba en las
Rimas las mismas cualidades que su recién fallecido
compañero subrayaba en los cantares de Ferrán:
«Generalmente las poesías son
cortas, no por método o por imitación, sino porque
para expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se
necesitan muchas palabras. Una reflexión, un dolor, una
alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se
han de expresar con rapidez, si se quiere herir en los demás
la fibra que responde al mismo afecto»
(Rodríguez
Correa, 1976, pág. 217).
Esto es, que con la intuición breve y rápida
será posible perfilar lo esencial del afecto, desnudarlo. De
esta manera ha logrado Gustavo expresar lo inexpresable. Me refiero
a esos delicados matices de la sensibilidad moderna que resisten a
la conceptualización, pues, como decía ya el mismo
Correa, el autor de las Rimas vence «la dificultad del lenguaje para expresar lo
ideal y analítico del sentir moderno»
(Rodríguez Correa, 1976, pág. 208).
Los documentos
más significativos para la ilustración de esta
técnica se hallan, empero, en el verso de las mismas
Rimas; donde es una constante el afán de lograr esa
desnudez que nos brinda tan espléndidas y sugerentes
intuiciones y visiones. En la rima XXIX, el poeta pregunta a su
amada, con quién ha estado leyendo en un ejemplar del
Infierno del Dante y sobre el que ha sonado un beso:
«-¿Comprendes ya que un poema /
cabe en un verso?»
(Bécquer, Rimas, 1991,
pág. 250). Es más:
en el indicado poema, esta interrogación se acompaña
por hondos silencios, apresurados y secos alientos, ojos
trémulos, mejillas encendidas, es decir, exteriorizaciones
de esos afectos que nunca se describen en la poesía de
Bécquer, sino solamente se intuyen, y que sin embargo
vivimos allí más plenamente que en el verso de
cualquier otro poeta. El ya indicado verso de la rima XXIX
constituye una lección de poética al estilo de las
que nos ha dejado Gustavo en las Cartas literarias a una mujer. La
desnudez del contenido intuitivo (hondos silencios, etc.) se une a la desnudez de la forma, un
solo verso. Y Bécquer, en efecto, obedece a su propia
preceptiva, porque donde basta un verso para captar una idea o
afecto, no usa dos; donde bastan dos versos, no usa tres.
La
mismísima idea del logro de una comunicación
puramente intuitiva gracias en gran parte a la concisión de
la forma poética vuelve a reflejarse en la rima XXXIV, en la
descripción del llanto de una mujer hermosa: «llora, y es cada lágrima un poema / de
ternura infinita»
(Bécquer, Rimas, 1991,
pág. 257). No resisto a
la tentación de jugar con las dos últimas citas de
las Rimas para decir que en Bécquer es cada verso
un poema de poesía infinita -ese infinito que no percibimos
sino desde el ángulo de las esencias desnudas-. La rica gama
de sensaciones y sentimientos más bien intuidos que
nombrados en las Rimas pero que innegablemente
están presentes en ellas no son el único referente de
los recursos expresivos de los que venimos hablando en estas
líneas; tanta brevedad, tanta desnudez de la forma, tanta
sencillez estilística aspiran a hacernos tomar conciencia de
ese otro poema becqueriano -el más desnudo, el más
intuitivo, el más bello, el más becqueriano de todos-
que no llegó nunca a encerrarse en letras de molde, que no
se encuentra en ninguna página del poeta.
Se trata de un
poema interior cuyas desconocidas palabras nunca se han articulado:
«escucho yo un poema que mi alma /
enamorada entiende»
(rima XXVII, en Bécquer,
Rimas, 1991, pág. 243). Ninguna rima hay
más perfecta que esta silenciosa de la nostalgia o la
meditación, perfecta por cuanto no se ha contaminado con
ningún intento de realización literaria y queda
aún en rutilante y virgen aspiración. El
típico poema desnudo becqueriano era ya más alma que
letra, pero el presente es todo alma. No obstante, todas las
demás rimas, las numeradas, las impresas, son en cierto modo
la metáfora colectiva de esta rima interior del poeta, o
bien son apuntes provisionales hacia ella; y merced a éstos
sí logramos vislumbrar, cuando menos, tan inalcanzable
aspiración apolínea.
Lo que en realidad
vislumbra muchas veces el lector no es solamente la rima interior
del poeta, sino ésta reunida a otra propia, personal, del
mismo género, y de aquí en parte el inagotable tesoro
de las Rimas para todos los lectores. Para explicar en
qué consiste la actividad de colaborador silencioso que
desempeña el lector de las Rimas -porque de tal
actividad nace el poema interior del lector-, hará falta
comentar primero la función de la rima asonante en la
poesía de Bécquer. Se verá al mismo tiempo que
la sencillez de la versificación becqueriana -en la que
predomina la asonancia- es otra condición de la desnudez
poética que caracteriza al poemario de las Rimas.
Las primeras observaciones sobre la significativa aportación
de la rima asonante al arte del típico poema de
Bécquer son de 1871, y son debidas a los ya citados Correa y
Galdós. En el prólogo del primero, leemos: «Las rimas de Gustavo, en que a propósito
parece huir de la ilusión del consonante y del metro, para
no herir el ánimo del lector más que con la
importancia de la idea, son a mi ver de un valor inapreciable en
nuestra literatura»
(Rodríguez Correa, 1976,
pág. 217).
En conjunto, Galdós dice lo mismo que Correa, insistiendo más fuertemente en algún aspecto y volviendo, al final de las líneas siguientes, sobre la idea de la desnudez, aunque sin servirse esta vez de la palabra:
(Sebold, 1985a, pág. 69) |
En fin, la
función de la sencilla rima asonante, de abolengo popular,
es «no herir el ánimo del lector
más que con la importancia de la idea»
; o lo que
es lo mismo, «anunciar su
idealismo»
, «presentar
más claro su sentido»
, «dar fuerza inmensa al pensamiento»
.
(Por el contexto del ensayo galdosiano, se ve que idealismo no
tiene nada que ver con la idealización, sino que alude a la
condición de poesía esencial, poesía de ideas,
en el sentido de gérmenes artísticos, la cual es tan
evidente a lo largo de las Rimas.) La nueva referencia
galdosiana a la desnudez a la que yo aludía se da en las
palabras «breve cantidad del
frágil barro llamado lenguaje»
, y queda claro que
asonancia es la misma característica llevada al nivel de la
versificación. En este comentario de Galdós, como en
otros citados anteriormente, se llama la atención por ende
sobre el acoplamiento becqueriano de contenido desnudo y forma
desnuda.
Es de 1924 una
observación muy aguda de César Barja sobre la
relación entre versificación y poesía en las
Rimas: «Si se nos permite la
paradoja; que no lo es más que aparentemente, diremos que
la poesía de Bécquer empieza allí mismo
donde el verso acaba»
(Barja, 1924, pág. 335 -la cursiva es mía).
Se trata de una noción que había apuntado ya
Wordsworth, apropiadamente al final mismo de su poema The solitary reaper
(1803): «The music in my
heart I bore, / long after it was heard no
more»
(Wordsworth, 1974, pág. 230). Pero tendremos que
preguntamos por el sentido exacto de la observación de
Barja, porque él no la explica. Para comenzar, resulta claro
que la poesía no puede prolongarse más allá de
la forma métrica sin que colabore alguien -¿el poeta,
el lector?- para mantenerla. ¿Quién es entonces el
continuador del poema aparentemente concluso? Recordemos la actitud
del propio Bécquer en los momentos en que concluía de
leer los cantares de su entrañable amigo Augusto
Ferrán. La poesía de los poetas, según llama
Bécquer al género cultivado por Ferrán,
«es un acorde que se arranca de un arpa,
y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido
armonioso»
(Bécquer, 1969, pág. 1187); donde el acorde
representa el breve poema intuitivo -la mayor parte de los cantares
de Ferrán no tienen sino cuatro versos-, y las cuerdas que
siguen vibrando son los inspirados momentos de meditación
que siguen a la lectura del poema. En la misma página,
Bécquer reitera su reacción de lector, aclarando un
poco su sentido: «Cuando se acaba
ésta [poesía como la de Ferrán], se inclina la
frente cargada de pensamientos»
. De modo que
concretamente las cuerdas que quedan vibrando son una
representación metafórica de los pensamientos que
entretienen al lector al cerrar el libro de versos. El efecto
producido por tales reflexiones es, empero, musical, según
se insinúa por la figura de las cuerdas del arpa, así
como por el siguiente comentario becqueriano sobre la última
canción del libro de Ferrán: «... con ella termina el libro de La
soledad, como con una cadencia armoniosa que se desvanece
temblando y aún la creemos escuchar en nuestra
imaginación»
(Bécquer, 1969, pág. 1194).
De estos tres
pasajes debidos al Bécquer lector de Ferrán se deduce
que quien colabora para en cierta manera continuar la poesía
luego de pasado el límite textual es, efectivamente, el
lector. El texto poético despierta en el espíritu del
lector ciertas sensaciones poéticas análogas a las
contenidas en el poema que se termina de leer, y el lector combina
y recombina a su manera las vagas, flotantes y melodiosas esencias
provenidas de ambas fuentes hasta llegar a un poema interior propio
que sólo su alma entiende, como le pasaba antes al poeta con
su poema interior (véase el fragmento de la rima XXVII
citado arriba). Quiere decirse que con el ejemplo de sus profundas
intuiciones Gustavo nos ha enseñado a razonar un poco por su
originalísima lógica de imágenes, y al
devolver el libro al estante seguimos algunos minutos, en nuestros
sueños, poetizando a lo Bécquer, componiendo rimas
personales. Salvo por su estímulo inicial, tal
meditación pospoética está muy vecina a la
inspiración que el poeta encuentra en la naturaleza ciertos
hermosos días «en que todos los
rumores parecen armoniosos, y todas las voces y todos los sonidos
una nota musical, la última o la primera de una
melodía vaga que adivinamos o concluimos sin
saberlo»
(Bécquer, 1969, pág. 1067 -la cursiva es
mía).
En fin, la poesía de Bécquer empieza allí mismo donde el verso acaba, en el sentido de que en ese punto empieza la colaboración del lector, para la cual la asonancia prepara el camino. La rima asonante frío, rico, hilo, en vez de fino, destino, camino- confina mucho menos, no forma una línea divisoria tan clara entre el poema y el mundo espiritual del lector; en fin, deja libre el paso al valle de las rimas personales del lector individual. Por todo lo cual puede decirse que cada rima de Bécquer viene a ser a la vez un equipo para hacer rimas usted mismo. El metro desnudo, marco tan idóneo para las intuiciones desnudas contenidas en los poemas becquerianos, facilita a su vez el nacimiento de nuevas intuiciones desnudas en el alma del lector, desnudas porque son esencias poéticas como las del poeta, además de no estar vestidas todavía de la palabra; y merced a este consorcio de circunstancias cada una de las rimas becquerianas parece encerrar un tesoro inagotable de sugerentes ideas poéticas, y realmente es así porque con cada nuevo lector varía ese caudal.
La
comprobación de cuanto venimos diciendo sobre la
colaboración del lector en la composición de las
Rimas, la tenemos en un curiosísimo problema de
fuentes y deudas literarias sobre el que he llamado la
atención anteriormente. Creemos a veces recordar rimas
becquerianas -en realidad son nuestras- que resulta totalmente
imposible hallar al volver a consultar el texto, y algo semejante
nos pasa al buscar fuentes para las Rimas entre los versos
de inspiración, estilo y tono parecidos, de los predecesores
y coetáneos de Gustavo. Leemos, por ejemplo, esos poemas de
Selgas caracterizados -según afirma Manuel Cañete en
su prólogo a La primavera (1850)- por «el espiritualismo, la vaguedad, la
melancólica ternura de las poesías
meridionales»
, y nos parece encontrar a la vuelta de cada
página un antecedente concreto de alguna rima becqueriana,
que, sin embargo, es luego imposible relacionar directamente con
ninguna de éstas. Reitero que las rimas cuyas fuentes
estamos buscando en esos momentos de frustrante
investigación no son enteramente de Bécquer, son al
mismo tiempo de nuestra invención subconsciente.
Queda otra curiosa
ilustración de la forma abierta, la cualidad intuitiva y la
verdad desnuda en la rima individual. Por diferentes que sean las
Rimas de los magnilocuentes poemas de Quintana,
Bécquer en su juventud admiraba profundamente las odas que
el gran prócer dedicó a la imprenta y a la
expedición española para propagar la vacuna en
América, y nos ha dejado un largo poema asimismo juvenil, de
estilo sorprendentemente quintaniano, titulado sencillamente
«A Quintana» (Bécquer, 1969, págs. 482-492). (Incluso en las
Rimas hay alguna reminiscencia estilística de
Quintana: verbigracia, el «rumor sonoro /
de arpa de oro»
de la rima XV parece un eco de la frase
«... en el arpa de oro / que mi cantar
sonoro / acompañó hasta aquí...»
de
la oda A España después de la revolución
de marzo.) Menciono estos datos, porque en el contraste entre
el estilo habitual de Quintana y el maduro de Bécquer se
basa una observación muy aguda del crítico cubano
Rafael María Merchán: «Quítese de una oda de Quintana un
fragmento y se notará que queda incompleta; elimínese
de una poesía de Bécquer una o dos estrofas y no se
echarán de menos; el mecanismo de sus versos es la
superposición, y admira que, pudiéndose extender
más, no lo haga»
(Merchán, S. A.,
pág. 148). A la vista de
lo que Carlos Bousoño dice sobre la exacta geometría
de esos conjuntos paralelísticos becquerianos (en Sebold,
1985a, págs. 157-190),
parece a primera vista sorprendente que sea posible desgajar
cualquier estancia de una rima de Gustavo sin que ésta
parezca incompleta, mas habría que recordar que el
típico poema de las Rimas se basa en una idea o
intuición única y que una estrofa difiere de otra tan
sólo por el hecho de que ofrece un nuevo ángulo
visual para la contemplación de la misma verdad central (en
las rimas paralelísticas las sucesivas estrofas incluso
tiene n una misma estructura sintáctica y
estilística). Ni la intuición ni la verdad desnuda
tienen duración ni extensión definibles. Ninguna
forma, por tanto, más feliz para vestir ideas tan frescas
-tan rápidamente percibidas y sin embargo tan poco
limitadas-, que la completamente abierta a la que lleva el
mecanismo o procedimiento de la superposición, sin
ningún límite de extensión. Sin embargo, la
reducción del número de estrofas superpuestas
estará siempre más en armonía con el delicado
arte intuitivo de las Rimas que su incremento.
Más abajo,
Merchán demuestra la exactitud de sus observaciones sobre el
carácter abierto de la rima individual y su capacidad de ser
extendida mediante las superposiciones, insertando siete estrofas
nuevas entre la cuarta y la quinta de la rima II de Bécquer,
en cuya confección él observa la misma estructura
paralelística que en las originales. Alguna de las estrofas
de Merchán no está del todo mal («Pájaro de verdes alas / que cruza la
inmensidad, / y que no sabe en qué bosque / ni en qué
rama morirá»)
, mas con la extensión se
pierde casi toda esa rapidez y sorpresa que son esenciales para la
pintura de la intuición. Con el experimento de
Merchán se demuestra a la par el extraordinario gusto de
Bécquer al no dejarse llevar por la tentación de
extender ninguna rima más allá de su justo
límite. El crítico cubano remacha su argumento dando
un giro paródico a la última de las estrofas de su
cosecha: «Romance de goma elástica
/ que se estira más y más, / hasta que el lector
pregunta / si nunca terminará»
(Merchán, S.
A., pág. 150).
Concretamente una
de las características en que difieren Bécquer y
predecesores suyos como José Selgas y Antonio Arnao, es que
éstos se extienden demasiado, a riesgo de perder la belleza
del delicado estilo intuitivo, sugestivo, postromántico -o,
en fin, vago- que, por otra parte, es ya muy notable en sus versos.
(Pienso, por ejemplo, en La primavera [1850] y El
estío [1853] de Selgas, y Melancolías
[1857] de Arnao.) El término vaguedad se usa para
designar un defecto del estilo en algunos géneros
literarios, mas todo lector de Bécquer sabe que en las
Rimas significa otra cosa muy diferente: se trata de la
cualidad intuitiva de la que venimos hablando, pero no ya solamente
al nivel de la idea de la rima, sino conjuntamente a los
niveles de la idea y del ambiente del poema, por
lo cual resulta a veces doblemente insinuante, como se puede
apreciar por los ejemplos siguientes, en los que las cursivas son
mías: «Si al resonar confuso a tus
espaldas / vago rumor, / crees que por tu nombre te ha
llamado / lejana voz, / ...»
(rima XVI); «Primero es un albor trémulo y
vago, / raya de inquieta luz que corta el mar; /
...»
(rima LXII); «¿Será verdad que, huésped
de las nieblas, / de la brisa nocturna al tenue soplo, / alado sube
[el espíritu] a la región vacía / a
encontrarse con otros?»
(rima LXXV) (Bécquer,
Rimas, 1991, págs. 224, 308, 344). (Por supuesto,
la vaguedad informa el ambiente de muchas rimas -por
ejemplo, la LXXV, acabada de citar- en las que no aparece el
término.)
La
vaguedad es una variante del estilo desnudo que necesita
aclararse. Pero antes de continuar nuestra explicación
veamos algunos ejemplos más en la prosa de Bécquer.
En «Un boceto del natural», por ejemplo, aparece
mencionada «la poética vaguedad del
crepúsculo»; y cuando no se asocia la vaguedad directa
mente con el ambiente, se une con frecuencia a cierta
emoción que para el poeta acostumbra a teñir toda la
atmósfera, quiero decir, la melancolía, como en esta
muestra tomada de las Cartas literarias a una mujer.
«... poesía es, y no otra cosa
-dice Gustavo-, esa aspiración melancólica y vaga que
agita tu espíritu con el deseo de una perfección
imposible»
(Bécquer, 1969, págs. 714, 629). (Las cursivas en
estas últimas citas, lo mismo que en todas las siguientes
relativas a la vaguedad poética, son mías.) En su
reseña a La soledad de Ferrán,
Bécquer observa que «estas
canciones rebosan de una especie de vaga e indefinible
melancolía que produce en el ánimo una
sensación al par dolorosa y suave»
; y en otro
pasaje de las Cartas literarias a una mujer, el autor
pregunta: «Al despertar, ¿te ha
sido alguna vez posible referir, con toda su inexplicable
vaguedad y poesía lo que has
soñado?»
(Bécquer, 1969, págs. 1190 y 624,
respectivamente).
A partir de 1871
se aprovecha la misma terminología en la crítica
sobre Bécquer. En dicho año, en su prólogo a
las Obras de su amigo, Correa comenta así la rima
LXXVI sobre las emociones que despierta en Bécquer la
estatua mortuoria de una hermosa dama medieval que duerme su
sueño eterno sobre su lecho de piedra en la imponente nave
de un templo bizantino: «... esta
composición última me parece una de las más
perfectas en castellano, no sólo por su vaguedad,
misterio y dificultad de precisar claramente, sino por lo correcto
y acabado de la forma»
(Rodríguez Correa, 1976,
pág. 220). Luego, en
1898, hablando de las Rimas en general, Nicolás
Heredia escribe: «Amar así como se
ama en un sueño indeciso a una visión que pasa por el
alma engendrando anhelos vagos y dolorosas ansiedades es
el modo de sentir más exquisito»
(Heredia, 1898,
pág. 220). Y
todavía en la segunda mitad de nuestro siglo la vaguedad
poética becqueriana sigue siendo objeto de la
crítica, bien que no siempre bajo el nombre que nos interesa
aquí (Aguirre, 1964; Marín, 1972; Sebold, 1985a,
págs. 213-225,
238-245).
Cinco años
después de la muerte de Bécquer, don Gaspar
Núñez de Arce alude a él con sarcasmo
riéndose de «esos suspirillos
líricos, de corte y sabor germánicos, exóticos
y amanerados, con los cuales expresa nuestra adolescencia
poética sus desengaños»
(Núñez de Arce, 1891, págs. XV-XVI). Para comprender este
cargo hay que recordar que el suspiro era uno de los principales
medios expresivos de la vaguedad poética y que desde el
mismo siglo XIX esta última cualidad viene
atribuyéndose a influencias de la poesía de los
países nórdicos.
Según tal
punto de vista, la vaguedad en las Rimas es reflejo del
estilo del Intemezzo de Heinrich Heine, cuyo influjo
Bécquer pudo recibir por las traducciones de Eulogio
Florentino Sanz y Mariano Gil Sanz, o bien por los conocimientos de
su amigo Augusto Ferrán, que estaba muy versado en la
poesía alemana. Sin embargo, muchos años antes, en su
artículo «Análisis de la cuestión
agitada entre románticos y clasicistas», de 1823,
Ramón López Soler insistía ya en la
importancia del «lenguaje de los
suspiros»
para el estilo romántico (López
Soler, 1954, pág. 80a), y
aun cuando la vaguedad haya provenido en un principio de regiones
nórdicas, estaba ya presente en la poesía
española desde hacía mucho más tiempo de lo
que suele creerse. Lo cual significa que puede haberse dado en
España, antes de la época de Bécquer, una
evolución relativamente independiente del estilo vago
postromántico, y que Rodríguez Correa tendrá
posiblemente mucha razón al negar que el Intermezzo haya influido
directamente sobre las Rimas (Rodríguez Correa,
1976, págs.
209,216-217).
En la Introducción a mi edición de las Rimas, reúno y estudio 12 textos literarios de 1823 a 1865, de diversos autores (Bécquer, 1991, págs. 75-82), que representan la evolución del concepto y el léxico de la vaguedad en la literatura romántica y postromántica. El examen de esos documentos, así como de los pasajes de Bécquer que hemos reproducido aquí, revela que las voces (e ideas) más a menudo asociadas con las palabras vago, vaguedad son: melancolía, ternura, suspiros, tristeza, imposible, inefable, indeciso, indefinible, contemplación, sueño, espiritualismo, místico, sensación e imaginación. Ahora bien: tales conceptos son de la misma esencia de la poesía; son componentes de esa poesía que ya Bécquer, Galdós y Correa llamaban desnuda por su falta total de afectación en la emoción, en la temática, en la forma y en el estilo. En el fondo, vago es sinónimo de los términos intuitivo y desnudo que hemos utilizado en páginas anteriores -se refieren los tres de un modo u otro a lo que es esencial para lo que se viene llamando poesía pura desde principios del siglo XX-; y gracias a la presencia, ya en la lírica de Bécquer, de los atributos que se designan con esos términos se aclara a la vez cómo su obra podía ser susceptible de otras dos influencias indispensables para su plasmación: 1) la poesía popular (que sería tan importante también para poetas del siglo XX, como los Machado y García Lorca); y 2) el espiritismo.
Dice
Bécquer, en su reseña a La soledad de
Ferrán: «El pueblo ha sido, y
será siempre el gran poeta de todas las edades y todas las
naciones»
(Bécquer, 1969, pág. 1187). En las notas a mi
edición de las Rimas he destacado ejemplos
concretos de la influencia de géneros poéticos
populares como el cancionero tradicional, el romance viejo y la
seguidilla sobre la técnica becqueriana, y en el libro de
Carrillo Alonso (1991) el lector encontrará más
ejemplos. Lo realmente significativo, empero, para la
comprensión de la profunda deuda de Bécquer con la
poesía popular reside en el área de esos intrigantes
pero casi indefinibles paralelos estilísticos que se dan
entre sensibilidades afines. El poeta se ha afectado
hondísimamente por sus lecturas y conocimientos orales de la
poesía del pueblo, pero de modo general y en tal forma que
la imposibilidad de identificar la deuda en términos
específicos llega a ser el tormento del investigador y
crítico. Esto afecta principalmente a la visión
metafórica de la realidad, pues en las metáforas de
Gustavo revive algo de la ingenua delicadeza que caracteriza a la
percepción del mundo en la poesía popular y que es
como una intuición directa de la naturaleza de las cosas. Me
refiero a las «metáforas autónomas»,
según acostumbro a llamarlas, las cuales, a la par que nos
revolucionan nuestro concepto de la realidad descubriendo facetas y
conexiones inesperadas, tienden, paradójicamente, a
reemplazar esa misma realidad que estaban destinadas a
presentar e iluminar.
Tengo en mente
versos populares como los siguientes: «No tengo la culpa yo / que siendo tuya la rosa,
/ hasta mí llegue el olor»
. Los amantes en este
poema no son más que un necesario pero mínimo punto
de referencia (la amada apenas está aludida), porque todo el
encanto del poemita es el misterioso viaje de la fragancia de la
rosa. Lógicamente, habría que suponer que este
elemento es una mera figura retórica para la
representación de algo superior, y no obstante, para
cualquier lector sensible se convierte en el punto de mayor
interés. El ensueño del cantor se coloca en primer
término, y de ahí la autonomía de la
metáfora a la que yo aludía antes. Es ésta una
de las características principales en las que pensará
Gustavo al sostener que «la
poesía popular es la síntesis de la
poesía»
(Bécquer, 1969, pág. 1187); y en efecto, al tratarse
de poesía = poiesis, «creación,
hechura», nada hay más poético que esas
metáforas que dan nacimiento a nuevos mundos en los que las
cosas familiares parecen regirse por una lógica enteramente
nueva. Volveremos sobre el término síntesis
y la poesía de Bécquer, pero veamos antes otro
ejemplo de la poesía popular, una seguidilla andaluza, en la
que se dan análogas metáforas autónomas:
«Desde que te ausentaste / sol de mis
soles, / ni los pájaros cantan / ni el río corre. /
¡Ay, amor mío! / Ni los pájaros cantan, / ni
corre el río»
. En esta muestra de la obra de ese
gran poeta que es el Pueblo, lo mismo que en la anterior, lo
poéticamente valioso es la mecánica del nuevo
universo aquí creado, esto es, que nos interesa mucho
más el hecho de que no corra ya el río, ni canten ya
los pájaros, que el que esté ausente algún
desconocido amante vulgar.
En su Obra
flamenca, Ricardo Molina afirmaba que «todas las Rimas de Bécquer se
podían cantar tranquila y perfectamente por
seguiriyas»
(Molina, 1977, pág. 72); en Melilla, en 1974,
Alfredo Arrebola había organizado un recital de cante jondo,
para el que las rimas V, XI, XVII, XIX, XXIX, LX y LXI de
Bécquer se adaptaron a los diversos cantes flamencos. Tal
interpretación musical pudo hacerse debido en parte al
predominio en la obra poética de Bécquer de elementos
característicos también de los cantes flamencos, como
son la rima asonante y los versos octosílabos,
heptasílabos, sexasílabos, pentasílabos,
etc. Pero paralelos externos
como estos últimos no hubieran bastado por sí solos
para que la interpretación de Arrebola fuese convincente;
para este efecto importaba mucho más esa otra semejanza que
se da entre el alma del cante flamenco y la de la lírica
becqueriana, a la que alude el mismo cantor al afirmar que la obra
de Bécquer es «una poesía
hondamente esencial»
(Arrebola, 1986, pág. 16). Ahora bien, esta esencia de
la poesía que encuentra el intérprete del cante
popular en el verso becqueriano, resulta claro que es lo mismo que
«la síntesis de la
poesía»
que Bécquer encuentra en el verso
del pueblo. Y esta «síntesis» popular, sirviendo
como modelo, lleva en las Rimas a una nueva
manifestación parcialmente popularizada del carácter
intuitivo que es, por otra parte, tan fundamental a lo largo de
todo el poemario de Bécquer; manifestación que
también en el delicado poeta de himnos alados toma la forma
de sorprendentes metáforas autónomas que atraen menos
por lo que nos comunican sobre el aparente objeto de la
descripción, que por lo que insinúan en sí
independientemente de cualquier consciente propósito
descriptivo.
El ejemplo
becqueriano que tal vez más recuerda las metáforas
autónomas del género popular del que venimos hablando
es la famosa quintilla o rima LX: «Mi
vida es un erial, / flor que toco se deshoja; / que en mi camino
fatal / alguien va sembrando el mal / para que yo lo
recoja»
(Bécquer, Rimas, 1991,
págs. 303-304); y hay
que recordar que fue una de las escogidas por Arrebola para su
recital. Pienso asimismo en esas rimas que nos brindan visiones
desconcertantes, incomprendidas hasta el final del poema o la
estrofa y que, no obstante, son extrañamente significativas
desde su mismo principio: «Saeta que
voladora / cruza, arrojada al azar, / y que no se sabe dónde
/ temblando se clavará; / hoja que del árbol seca, /
(...)»
(rima II); «Cendal
flotante de leve bruma, / rizada cinta de blanca espuma, / rumor
sonoro / de arpa de oro, / beso del aura, onda de luz /
[...]»
(rima XV); «Aire que
besa, corazón que llora, / águila del dolor y la
pasión, / cruz resignada, alma que perdona /
[...]»
(rima póstuma) (Ibid.,
págs. 185, 220-221,
370). Son del mismo tipo las rimas XXIV, LII, LXII y LXXII; y en
otras muchas se dan metáforas autónomas menos
extendidas.
En el siglo XIX
existe muchísima menos oposición entre poesía
culta y poesía popular de la que podría suponerse
-también Heine está muy influido por los Volkslieder-, y en el
fondo no es nada sorprendente que se den metáforas de igual
delicadeza en la poesía popular y en la de los autores del
Intermezzo y
las Rimas; pues, si bien el exquisito estilo
metafórico de éstos es el producto de la lima de
Horacio (véase Sebold, 1982), el del verso tradicional es
efecto de la «lima comunal» de todas esas generaciones
que vienen refinando las canciones populares al introducir cada una
sus correcciones e intuiciones antes de transmitirlas a sus hijos.
En conexión con el ya apuntado hecho de que venían
evolucionando dentro de la misma España todas las corrientes
que podían llevar al fenómeno Bécquer, sin que
éste tuviera que depender en absoluto de influjos
foráneos, tiene interés notar que el concepto
becqueriano de la poesía popular como obra de un
genial autor comunal también existe en la Península
Ibérica al menos desde 1852 (momento en que el
todavía neoclásico Gustavo, de dieciséis
años, escribía un tratado sobre las tres unidades en
el abandonado libro de cuentas de su padre); pues en la primera
edición de su Libro de los cantares, de ese
año, Antonio de Trueba se introduce a su prólogo
afirmando: «El pueblo es un gran poeta,
porque posee en alto grado el sentimiento, que en mi concepto es el
alma de la poesía»
(Trueba, 1852, pág. V).
Se deben al influjo del tema espiritista algunos de esos ya aludidos momentos en que el asunto de la poesía becqueriana parece fundirse de tal modo con su forma, que casi deja de haber asunto. Es el espiritismo una doctrina pseudocientífica, pseudorreligiosa, del siglo XIX y comienzos del XX, cuya finalidad era la comunicación con las almas de los fenecidos. De la influencia del espiritismo sobre el verso y la prosa de Bécquer hablé por vez primera en 1987 (pág. 22); y de la misma influencia hablo en la Introducción y las notas a mi edición de las Rimas, especialmente en mis comentarios a las rimas I, V, VIII, XXVIII, XLVII, LXVI, LXXI y LXXV. La función principal del tema espiritista es, en efecto, formal, como sugería hace un momento, pues sirve para proporcionar un marco, digamos, aéreo, más espiritual que material a la idea, la impresión o la acción poetizada en una rima determinada. Pues ya en las mismas obras espiritistas (de las que vamos a hablar a continuación) se alude a fenómenos marcadamente becquerianos, por llamarlos así, como son los vuelos de las almas a través del espacio y el tiempo, los encuentros entre los mundos espiritual y físico y las vaporosas visiones de la realidad inmediata y el cosmos.
El espiritismo se
origina en Estados Unidos hacia 1848, se disemina por Europa
durante el próximo decenio, se publican noticias sobre
él en la prensa periódica española en los
primeros años sesenta de la centuria pasada, y en 1867
empiezan a salir de las imprentas españolas libros
espiritistas. Bécquer es de los primeros en mostrar
curiosidad por la nueva boga. En sus Pensamientos (1862),
revela su familiaridad con la metempsicosis, base indispensable de
la doctrina espiritista: «¿Dónde me ha dado esa cita
misteriosa? -apostrofa a una bella mujer, quien no llega nunca-. No
lo sé. Acaso en el cielo, en otra vida anterior a la que
sólo me liga este confuso recuerdo»
(Bécquer, 1969, pág. 647). En 28 de febrero del
año siguiente, en las páginas de El
Contemporáneo, aludirá en forma irónica a
este mismo artículo de la fe espiritista: «me dan ganas de creer en la
metempsicosis»
(Bécquer, 1969, pág. 746). El espíritu de
Guillermo Pitt dicta un tratado de política a los
espiritistas de Zaragoza; el reglamento de la Sociedad Espiritista
de Huesca se lo dicta el alma de Cervantes; los militares, los
médicos, los veterinarios y los maestros de Escuelas
Normales son, en España, grupos en los que se dan grandes
números de adictos al espiritismo; hay diputados
espiritistas en el Congreso, y hasta se propone la fundación
de cátedras de «ciencia» espiritista. La locura
espiritista prende en toda España. Los libros más
importantes para la divulgación del espiritismo en toda
Europa fueron los de Allan Kardec, especialmente su obra
Qu'est-ce que le
Spiritisme: Introduction à la connaissance du monde
invisible ou des esprits, contenant les principes fondamentaux de
la doctrine spirite et la réponse à quelques
objections préjudicielles (1859), que tuvo
traducciones españolas y ha vuelto a imprimirse en
España en fecha tan cercana como 1986. Esta obra por lo
visto penetró en España casi inmediatamente, y en
1865 la Sociedad Espiritista Española fue fundada por un
discípulo de Kardec.
El ya mencionado
libro de Kardec es muy útil para el estudio de la influencia
espiritista sobre la literatura; mas, paradójicamente, el
libro más iluminativo para la investigación de tal
aportación al arte de las Rimas es una obra que
Bécquer no pudo conocer por coincidir la fecha de primera
publicación de ésta y la de la muerte de nuestro
poeta. Se trata de Marietta. Páginas de dos existencias.
Páginas de ultratumba Primera y Segunda parte. Obra emanada
de los elevados espíritus de Marietta y Estrella. Escrita
por Daniel Suárez Artazu, médium de la Sociedad
Espiritista Española (1870), que he consultado por su
segunda edición más completa: Madrid, Imprenta de
Folguera, 1874. Es esta obra un relato de intención medio
doctrinal, medio creativa; y habiéndose inspirado y escrito
en los mismos años en que Bécquer, ya versado en las
ideas espiritistas, producía sus principales obras en prosa
y verso, el libro de Artazu viene a ser una guía
única para la comprensión de cómo
podían aplicarse tales ideas a los problemas de la
creación. Lo que tal vez tengan más en común
la poesía becqueriana y el espiritismo, es cierta voluntad
expresiva que busca la representación de lo inefable con el
menor uso posible de la palabra. Pienso en esas rimas en que las
almas desligadas hablan a través del viento y otros
fenómenos naturales («si en todo
cuanto rodea / al alma que te desea / te creo sentir y
ver»
[Bécquer, Rimas, 1991, pág. 247]), por ejemplo, las rimas
XVI, XXVII, XXVIII, etc.
Porque tales comunicaciones tienen como una poética en el
libro de Artazu: «El lenguaje mudo con
que se expresan los movimientos de las almas, sólo para
ellas comprensible, no tiene traducción en ningún
otro lenguaje. [...] No fue voz la que habló esta vez, fue
una voluntad exterior a la mía [...], aprovechando la
misteriosa ley que rige la intuición de las almas»
(Suárez Artazu, 1874, págs. 114, 340). Miraremos todo esto
en detalle después de alguna observación orientadora
sobre el libro que se acaba de citar.
En la lírica prosa de Marietta se narran los imposibles amores de dicha virgen napolitana con un joven caballero extranjero en la poética naturaleza italiana; elementos que revelan cierta deuda de «este poema» (Suárez Artazu, 1874, pág. 47) con la novela Graziella de Lamartine; y el nombre del aludido amante granadino, Rafael, no es imposible que sea reminiscencia de otra novela lírica de Lamartine, que lleva ese nombre de título. Estrella, la rival granadina de Marietta, emplea una carta falsificada para hacer creer que ésta ha fallecido, y así pone en marcha una intriga que lleva a la muerte de los tres. Los personajes vivieron durante el siglo XVI, mas los espíritus de Marietta y Estrella dictan su historia al médium Suárez Artazu durante el siglo XIX.
Se
apreciará más exactamente el alcance de la
aportación espiritista a la obra de Bécquer si
consideramos esta influencia tanto en su prosa como en su verso. En
casi todas sus Leyendas -pienso sobre todo en las
pertenecientes al género fantástico-, Bécquer
escribe al dictado «de labios de la
gente del pueblo»
(La cueva de la mora, 1863, en
Bécquer, 1969, pág. 236), es decir, de los labios de
ancianos, demandaderas de convento, dueñas chismosas,
muchachas muy buenas, etc.,
que funcionan como unos médium que con su vulgar credulidad
revisten lo sobrenatural del aspecto de lo plausible. Alienta en
cada uno de nosotros un crédulo hombre vulgar,
condición indispensable para nuestra aceptación
estética de lo imposible y así para la poética
de la literatura fantástica; y resulta interesante que
Artazu justifique de la mismísima manera la fe en los
aspectos sobrenaturales del espiritismo: «La sospecha de los que piensan así, y
nadie deja de pensar así alguna vez, responde a la
verdad que clama a todos los oídos»
(Suárez
Artazu, 1874, pág. 323;
la cursiva es mía).
La música
era una de las vías que los muertos usaban para comunicarse
con los vivos, es decir, a través de un médium que
fuera también músico; y por tanto, el mal organista y
la hija de maese Pérez, cuyos dedos utiliza éste para
tocar su órgano después de muerto, son evidentemente
médium (en Maese Pérez el organista). En
El monte de las Ánimas, la misteriosa vuelta de
Alonso de Alcudiel, después de muerto, para devolverle a
Beatriz su banda azul, la puede haber realizado el joven cazador en
su cuerpo astral, forma de existencia intermedia entre la
corpórea y la espiritual, en la que, según los
espiritistas, los fenecidos moran entre nosotros. En La
promesa, la aparición, suspendida en el aire, de la
mano de la ya muerta Margarita, parece ser una variante de la
levitación, fenómeno de sentido muy profundo para los
espiritistas. Gracias al hecho de que la luz «conserva viva, latente en su rayo la imagen de
las cosas y objetos que hiere»
y «el sonido se reproduce eternamente en el
espacio»
, los personajes del relato de Artazu pueden
todavía presenciar como actuales acontecimientos su cedidos
muchos años antes; y no otra debe de ser la
explicación científica de la
repetición todos los años del incendio del templo de
los monjes de la Montaña y la horrible muerte de
éstos, en El miserere. La luz para los espiritistas
es un esencial medio de comunicación con espíritus
que habitan otros mundos; los personajes de Marietta
persiguen «el rayo de otros
soles»
hasta llegar a «un
mundo formado de polvo de soles»
(Suárez Artazu,
1874, págs. 198-199); y
de la misma manera el rayo de luna del que se enamora Manrique, en
la narración becqueriana así titulada, no será
sino el espíritu de una de «las
mujeres de esas regiones luminosas»
, pues «es posible que esos puntos de luz sean
mundos»
(Bécquer, 1969, pág. 162).
Entre las
Rimas y Marietta se dan paralelos tanto
más interesantes cuanto que son más concretos; de lo
cual se desprende que influyen lo mismo sobre la forma del
«poema» de Artazu que sobre la de los poemas de
Bécquer elementos temáticos y estilísticos que
eran característicos de los manuales y tratados espiritistas
del decenio de 1860. Esto fácilmente se probaría
consultando el ya mencionado libro de Kardec o cualquiera de los
otros cinco que él publicó antes de su muerte en
1869; mas se ilustra la misma deuda en forma mucho más
atrayente mediante el ya consultado relato didáctico de
Artazu, pues se descubre a la par por las citas de éste la
relación entre divulgación espiritista y estilo
intuitivo o vago (porque he aquí otra fuente de la
vaguedad poética tan notable en el verso
becqueriano). El ejemplo más destacado de influencia
espiritista, en las Rimas, es la LXXV, en la que el
espíritu, «huésped de las
nieblas»
, «alado sube a la
región vacía / a encontrarse con otros / y
allí desnudo de la humana forma»
, habitando
«... de la idea / el mundo
silencioso»
, conoce «... a
muchas gentes / a quienes no conozco»
(Bécquer,
Rimas, 1991, págs. 343-346). Pues es
auténticamente sorprendente la semejanza entre estos versos
de Gustavo y las líneas siguientes de Marietta:
«Habitante del espacio, fénix que
renace de la materia, peregrino de los mundos que deja en cada uno
de ellos un ser que fue y es él, cuenta sus horas
por duraciones de vida [...] Reside fuera de las esferas de
acción y sensación humana. Se asienta en el
éter. Ve pasar a su lado los tiempos, cuyo soplo sacude su
fluídica vestidura, resto flotante, azul desprendido de la
colgada tienda de estrellas que le sirve de morada [...] Y
después de saborear sus glorias, prepárase para otras
empresas en universos ignorados»
(Suárez Artazu,
1874, págs.
199-200).
Lo que destaca en
ambos textos es la singular delicadeza que el enfoque espiritista
hizo posible. Confrontemos algunas muestras más de
Marietta y las Rimas: 1) «La palabra [resulta] mezquina para describir
tanta grandeza»
(Suárez Artazu, 1874, pág. 144) -«Yo sé un himno gigante y extraño
[...] Pero en vano es luchar; que no hay cifra / capaz de
encerrarle...»
(rima I, en Bécquer,
Rimas, 1991, págs. 183-184). 2) «Se percibían allí melodías
de color y armónicas medias tintas»
(Suárez
Artazu, 1874, pág. 325)
-«... palabras que fuesen a un tiempo /
suspiros y risas, colores y notas»
(rima I, en
Bécquer, Rimas, 1991, pág. 184). 3) «Fui muchas veces brisa de esta playa»
(Suárez Artazu, 1874, pág. 228) -«Yo río en los alcores, / susurro en la
alta yerba, / suspiro en la onda pura»
, etc. (rima V, en Bécquer,
Rimas, 1991, pág. 197). 4) «Salía de la forma para penetrar en la
idea»
(Suárez Artazu, 1874, pág. 347) -«yo vivo con la vida, / sin formas de la
idea»
. «Yo soy el invisible /
anillo que sujeta / el mundo de la forma / al mundo de la
idea»
(rima V, en Bécquer, Rimas, 1991,
págs. 195, 200). 5)
«Una palabra, un gesto, una mirada sola
[...] Un gesto, una mirada, una palabra sola [...] Sí; una
mirada, una palabra, un gesto solo»
(Suárez
Artazu, 1874, pág. 93)
-«Por una mirada, un mundo»
,
etc. (rima XXIII, en
Bécquer, Rimas, 1991, pág. 233). 6) «Nada más difícil que profundizar
el corazón humano [...] y sacar a luz, de su misteriosa
profundidad, algún arcano»
. «... Asomarse a ciertas profundidades del
corazón humano produce vértigos que incitan a las
almas al suicidio»
(Suárez Artazu, 1874,
págs. 141, 273)
-«Yo me he asomado a las profundas simas
/ de la tierra y del cielo [...] Mas ¡ay! de un
corazón llegué al abismo / y me incliné un
momento, / y mi alma y mis ojos se turbaron: / ¡Tan hondo era
y tan negro!»
(rima XLVII, en Bécquer,
Rimas, 1991, págs. 278-279). Sobre esta
última rima también ha influido un cantar de La
soledad, de Augusto Ferrán, y la poesía popular,
como se verá por las notas al presente poema en mi
edición. 7) «Errante entre los
primeros hielos de la vida, no encontrando sobre la tierra ecos que
reprodujeran los latidos de mi pecho, quise remontarme al cielo
[...] [Pero] a Dios no se le encuentra sino al través del
amor de otras almas. ¡Qué desierto más
árido el de mi vida! ¡Qué espantosa
soledad!»
(Suárez Artazu, 1874, pág. 289) -«¿Estaba en un desierto? Aunque a mi
oído / de las turbas llegaba el ronco hervir, / yo era
huérfano y pobre... ¡El mundo estaba / desierto para
mí!»
(rima XV, en Bécquer, Rimas,
1991, pág. 314). 8)
«En las sinuosidades y accidentes de
cualquier sitio, el alma va dejando pedazos de sí
misma»
(Suárez Artazu, 1874, pág. 221) -«los despojos de un alma hecha jirones / en las
zarzas agudas / te dirán el camino / que conduce a mi
cuna»
(rima LXVI, en Bécquer, Rimas,
1991, pág. 316). 9)
«Para cada suspiro hay una esperanza de
consuelo, para cada lágrima un momento de
alegría»
(Suárez Artazu, 1874, pág. 138) -«Triste cosa es el sueño / que llanto nos
arranca, / mas tengo en mi tristeza una alegría... /
¡sé que aún me quedan
lágrimas!»
(rima LXVIII, en Bécquer,
Rimas, 1991, pág. 321).
En la Conclusión de Marietta se halla un fascinante trozo que podría pasar por un resumen del credo o poética del autor de las Rimas. Pues todo lo que hace en las líneas siguientes el espíritu peregrino del espacio se halla realizado también en el poemario que comentamos. Aunque el sujeto gramatical de los períodos citados a continuación sea «el espíritu», no se sorprendería ningún lector si se le dijera que era Bécquer:
(Suárez Artazu, 1874, págs. 379-380.) |
En estas páginas he insistido en la esencial univocidad de los calificativos desnudo, intuitivo y vago cuando se trata del estudio de la forma de las Rimas. Pues bien, es curioso el pasaje de Artazu que acabo de copiar porque por él se revela cuán singularmente aptos eran los rasgos del espiritismo para unirse a los ya mencionados de las Rimas, consolidando éstos y encareciéndolos al mismo tiempo. ¿Hay un término más idóneo que lirismo eterno para una poesía en la que se recuerda una y otra vez esa «indefinible esencia» que rige perpetuamente las armonías del universo? ¿Hay mejor descripción de la poesía desnuda que decir que presenta bellos cuadros sin más medio expresivo que el hábil uso de nuestros cinco sentidos naturales? Sin tomar en cuenta el espiritismo sería imposible explicar en forma plausible las evanescencias, luminosidades, imágenes aéreas, emociones indefinibles, melodías ultraterrestres y vistas infinitas que son tan características de la poesía de Bécquer. Pero tampoco habría que restar trascendencia a ninguna de las demás inspiraciones, influencias y condiciones fecundantes a las que nos hemos referido en estas páginas: regidos por la imaginación y la razón de Gustavo (rima III, en Bécquer, Rimas, 1991, págs. 187-191), tantos elementos se unen en el más perfecto proceso creativo.