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Capítulo II

El advenedizo

     Serían las once de la mañana cuando don Alberto Ludueña y el elegante Perceval, seguidos de varios criados, entraban en la quinta llevando como en triunfo los despojos de la caza. Iba don Alberto apoyado en el brazo del joven huésped, al que manifestaba agradecer las cariñosas atenciones que le iba prestando. Ayudábale en efecto Perceval con tales muestras de respeto y cortesía, que lo tomara cualquiera por un hijo solícito y tierno, enteramente dedicado a suavizar las penas que acarreaba la vejez al noble autor de sus días.

     -¡Pues qué! Margarita -dijo al ama con su afectada eficacia- ¿No ve usted que hace falta la silla poltrona en que suele descansar el señor cuando viene fatigado? Vive Dios, que es preciso tener la cabeza a cuatro vientos para no atinar en esto. Ahora -continuó así que Margarita trajo la silla- dirá usted a Felipe que aliñe el pesebre del caballo, le limpie el sudor y le cubra con la manta; pues de otra suerte corre algún peligro en atención a las ásperas fatigas que trae consigo la caza. Esos caballos andaluces necesitan del mayor cuidado: díganmelo a mí que llegué a contar seis de los más arrogantes y lozanos en mi cuadra antes de sufrir imprevistos contratiempos.

     -Es usted sobrado bueno y complaciente -dijo a la sazón don Alberto- y si no fuera porque conozco el afecto de que le soy deudor, haríame recelar más navidades de las que cuento. Toma, Margarita... ahí va el sombrero... el bastón... aguarda, mujer: el corbatín... déjalo sobre ese velador. Pero ¿por qué te vas así despechada, y resuelta, y...

     -Porque estando el señor con usted ya no necesita de nadie.

     ¡Válgame Dios! -repuso tristemente don Alberto- sabes que nada deseo como la paz doméstica, y no parece sino que te empeñas por lo mismo en perturbarla.

     -Déjela usted -dijo Perceval interrumpiéndole- las dueñas fiadas, las amas celosas del bien de las familias deben gozar del privilegio de ser algo asperillas y regañonas. Fuera de que es fuerza convenir en que la señora Margarita hace a usted un gran servicio.

     -¿Se puede saber cuál es? -preguntó el ama sin curarse de suavizar su desabrimiento.

     -No hay dificultad: quise decir que un viejo intolerante y regañón hace resaltar las virtudes de otro lleno de amabilidad e indulgencia. Por consiguiente, puede usted aplicar el cuento y tener entendido que...

     -¡Qué! Usted -atajóle Margarita sin poder reprimirse- un aventurero, un...

     -¡En nombre de Barrabás! -gritó don Alberto- Calla ese pico y vete de una vez a tus quehaceres.

     -Iréme, señor, iréme sin desahogar mi justo resentimiento con el primero y el único que me ha perdido el respeto desde que sirvo a tan respetable familia... iréme, para evitar que usted se incomode, y que ese hombre continúe divirtiéndose en amancillar la honra de una pobre anciana.

     Así que hubo salido, murmurando entre dientes contra la desvergüenza de Perceval y la sobrada flema de quien aguantaba su presuntuosa arrogancia, entró Leonor a preguntar cariñosamente a su tío si se había divertido mucho en los pasatiempos de aquel día. Al instante le salió al encuentro Perceval muy afectuoso y cortés, ponderándole, según costumbre, cuánto había sufrido en la cacería por carecer de la satisfacción de que se hubiese dignado honrarla con su presencia. Respondióle Leonor con el candoroso espíritu de bondad que la distinguía, y contemplábalos en tanto don Alberto con singulares muestras de complacencia y ternura.

     -Extraño mucho -dijo al fin interrumpiéndoles- que Matilde no haya venido a reunirse con ustedes.

     -Es que se ha empeñado en domar el caballo que trajeron ayer de las dehesas de Córdoba, haciendo que saltase varias veces la barrera levantada al efecto en el bosque inglés del jardín. La he visto alejarse a galope tendido cuando entrábamos en la quinta.

     -¿Y cómo no se ha opuesto usted a semejante locura? -dijo don Alberto- o por lo menos ¿por qué no ha ido con ella a fin de precaver toda desgracia?

     -Creí obligación más sagrada el venir sirviendo a usted...

     -Pues no hay más sino que corramos al jardín por si algún desventurado incidente hubiese castigado la temeraria presunción de Matilde.

     -No es menester, no es menester -exclamó Leonor- ahí viene con el látigo en la mano y el color muy encendido.

     Entraba efectivamente entonces aquella hermosísima joven. Gallarda estatura, finos modales, elegancia en la persona, facciones llenas de seducción y de dulzura, eran las calidades que la distinguían a primera vista, dándola en cuantas concurrencias se presentaba la palma de la belleza. Por lo demás, graciosa en su modo de producirse, aguda en la comprensión, rápida, culta y a veces sentimental en el diálogo, cautivaba con el trato a los mismos a quienes había deslumbrado con el esplendor de su hermosura. Las costumbres de Francia le habían inspirado una decidida inclinación a vestirse de amazona, montar a caballo y hacer alarde de cierta impavidez, que parecía ajena de su humor naturalmente pensativo y melancólico. Llegaba entonces ufana y complacida por haber obligado un caballo casi indómito a satisfacer el capricho de saltar una barrera desmesuradamente elevada. Con el violento ejercicio estaba sudorienta y encendida, caíanle sueltos y flexibles sus numerosos bucles por los hombros, y echábase de ver en sus miradas la complacencia del triunfo y el interior prestigio de su audacia.

     -Bien lo decía yo -exclamó- bien lo decía que era bastante jinete para ponerle la ley.

     -¡Pues qué! -gritó don Alberto- ¿Habrías tenido la irreflexiva temeridad de traspasar la barrera?

     Y por tres veces, papá... sólo en la última faltó el brío al pobre caballo y dimos entrambos un gran batacazo en el suelo.

     -¡Imprudente! ¡Imprudente! ¿Y te has lastimado?

     -Poca cosa: la fortuna, que di un brinco para que no me cogiera debajo.

     -¡Muchacha! ¿Y no tenías miedo? -preguntó Leonor.

     -Así, así: pero hay cierta palpitación que me place en el peligro que se arrostra y se desprecia.

     -¿Y no te acordaste -observó tristemente don Alberto de que semejante indiscreción podía causar a tu padre un eterno pesar...? ¿Quizás la muerte?

     -¡Ah! -respondió Matilde enternecida- confieso que no me ocurrió esta idea. Pero sosiéguese usted, papá; prometo no exponerme otra vez a tales riesgos.

     -Sí, sí, mucho prometer y poco cumplir: cada día te arrojas a nuevas locuras llevada de ese maniático frenesí por todo lo de París. Fortuna ha sido hubiese allá quien te hablase en castellano, pues de lo contrario olvidáraste también de la lengua de tu patria.

     -Pero, papá mío...

     -Y tu patria -prosiguió don Alberto- vale tanto como esa Francia, que nos ha venido a quitar el reposo y la industria después que por sus maquiavélicas tramas nos hallábamos sin escuadra naval y sin tropas. Participo a usted, señorita, que acá somos españoles... ¿Estamos? Españoles, digo, sin doblez y sin esas monadas extranjeras que deslumbran a los bobos. No señor: quédense con sus caballos de media legua, y su té, y su vino de Champaña; y vengan acá para nosotros el confortativo Valdepeñas, la olla podrida, y el lozano bridón de Córdoba, sin que lo monten madamitas con ínfulas de marimachos.

     -¡Viva! ¡Viva! -exclamó Perceval- me precio de buen español y...

     -Por eso es usted el único que haga honor al rancio Xerez y al sabroso Málaga de mis bodegas. Pero ¿qué es esto? -añadió volviéndose a Matilde- ¿ya te has puesto de malhumor por lo que dije? Vaya, vaya, no fue por más que por el qué dirán. Para mí siempre eres donosa, hechicera y elegante, con que no te me amohínes, y ven a darme un abrazo.

     Lanzóse Matilde a los brazos de su padre e hízole prometer que consentiría en llevarla a una caza de zorras que habían proyectado anteriormente. Leonor, siempre solícita y afectuosa, trajo a don Alberto las cartas del correo y un paquete de los periódicos que se publicaban a la sazón en la Península, arreglando además la mesita de juego para que se divirtiese con Perceval al de los cientos. Hablaron largo rato del servicio que este caballero hiciera a don Alberto cuando sacó la cara por él sin conocerle, de su buen corazón, de sus desgracias, y de varios asuntos concernientes a la familia hasta que vinieron a fijarse en los sucesos de la guerra.

     -Según las últimas noticias ya puede ser que se haya firmado la paz -dijo don Alberto.

     -¿Y nada sabe usted de nuestro primo? -preguntó Leonor.

     -Esta misma mañana al atravesar el camino real me han dicho unos soldados, que se volvían con la licencia absoluta, se hallaba robusto y sano hace muy pocos meses, y singularmente aplaudido de sus superiores.

     -Sin embargo -opuso Perceval- este papel trae los pormenores de la batalla de Vitoria, y ninguna mención hace...

     -A ver, a ver -interrumpió Matilde; y tomando el periódico de manos del caballero leyó en alta voz lo siguiente:

     «Uno de los regimientos españoles del ejército combinado, hallándose vivamente perseguido de una división enemiga, recibió orden de retirarse y volar cierto puente antiguo para detener a los franceses, deseosos de pasarlo a cuchillo o arrebatarle las banderas. Ya llegaban los enemigos en la opuesta orilla, y a pesar de que humeaba la mecha en la boca de la mina no reventaba el volcán. Mandaron a un granadero veterano que volviese a pegarle fuego: más detúvose irresoluto un instante al cumplir con tan arriesgada comisión.

     -¿En qué piensas? -gritále su coronel el señor de Ludueña, bizarro conde de Almanza.

     -En mi mujer y mis hijos... pero a la mano de Dios, mi coronel... los recomiendo a la generosa conmiseración de vuestra señoría.

     -Tienes razón -exclamó el conde deteniéndole- suelta esa mecha... al fin soy soltero...

     Y sacudiéndola con brío arrojóse a la mina entre un diluvio de balas, y dentro de un minuto volaron las piedras del puente con horroroso estrépito hasta las nubes».

     -¿Y cuál fue la suerte de tan valiente oficial? -preguntó Leonor mientras saltaba de sus ojos una lágrima de agradecimiento.

     -No lo trae la leyenda -respondió Matilde- pero te aseguro que no podría fácilmente consolarme de que hubiese perecido en tan generosa demanda.

     -¿Cierto? -preguntó Perceval.

     -Cierto -repuso la joven- Hay en tan noble rasgo un espíritu de pundonor y bizarría que me llega al alma.

     -Eso ya es un poco fuerte, señorita; aconsejaría yo a usted que se contentase con elogiarlo.

     -¡Calle! -gritó don Alberto consultando todavía la relación de la gaceta- ¡Ludueña...! Casi diría que ha de ser pariente mío... no obstante que a excepción de mi sobrino Luis todos han tirado por el comercio.

     -Y que sabe usted bien -añadió Leonor- que no tenemos hidalgos en la parentela.

     -Hidalgos no, pero hombres de bien muchísimos; y cualquiera persona, como sea valiente y honrada, puede adelantar mucho en la milicia.

     -Convengo con usted -dijo Perceval- a menos que no le persiga tenazmente el infortunio. Cuando seguía las banderas del ejército, conocí mucho al bravo conde de Almanza.

     -¿También ha sido usted militar? -preguntó Leonor.

     -Sí señora, y el conde era mi hermano de armas.

     -¿De veras? -exclamó Matilde con manifiesto júbilo.

     -Y tanto -satisfizo Perceval- que arrostrábamos a porfía los mismos peligros y reposábamos bajo de una misma tienda.

     -En efecto -dijo a esta ocasión don Alberto ocupado entonces en leer su correo- cabalmente tengo aquí una carta en que me hablan de usted, señor don Federico.

     -¿Cómo de mí? -preguntó algo turbado.

     -Por supuesto en términos bastante honrosos, pues me dicen que ha servido usted en las guardias Walonas.

     -Es cierto, y todo el espíritu militar de este distinguido cuerpo exaltaba mi corazón al oír el heroico sacrificio que doña Matilde nos acaba de leer. Harto fácil he sido en creerme ya superior a estas rápidas y brillantes sensaciones.

     -¿Y a qué fin sufocarlas? -exclamó Matilde- ¿A qué suponer que hayan de amortiguarse para siempre mientras aún se dan batallas y se aplaude donde quiera el pundonor militar?

     -¡Dios mío! -gritó recorriendo otra carta don Alberto- ¡Qué felicidad para todos! Corred, hijas mías, decid a Margarita que prepare el cuarto de la galería, pronto, sin que le falten finas palanganas, jarros de alabastro con flores, olorosos búcaros, buenas toallas, y la papelera de caoba, y los libros más selectos, instructivos y curiosos de mis estantes.

     -Pero, señor don Alberto... -dijo Perceval.

     -Pero, papá... -repitió Matilde.

     -Nada, nada hijos míos; dejadme entregar a toda mi alegría, pues que llega de un momento a otro nuestro amabilísimo Luis.

     -¡Válgame el cielo! -exclamaron Matilde y Perceval echándose una significativa mirada.

     -¿Y es verdad que viene? -preguntó Leonor con candoroso interés- Vuelva a leerlo por su vida, tío, no sea que nos equivoquemos y se nos agüe la fiesta.

     ¿Qué hablas de equivocarme, ni de fiesta burlada, ni... cuando ya se halla a pocas leguas de aquí?

     -¿De veras, tío?

     -Y tan de veras que si andáis torpes en arreglarle la estancia, lo encajo sin ceremonia en mi propio aposento.

     -Pues voy -dijo Leonor desasosegada e inquieta- voy, y... mire usted, cuando acabe con ese arreglo de trastos me planto en la cúpula de la glorieta del jardín para descubrirlo de lejos y correr a su encuentro primero que nadie.

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