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Capítulo VIII

Justa desconfianza de las doncellas de antaño

     El caso es que, a pesar de las amenazas de Perceval, ni su esposa ni su primo se atrevieron a dar cuenta a don Alberto de lo que pasaba en la quinta. Sin embargo, el buen señor echaba indirecta sobre indirecta a fin de que el oculto marido de su hija abandonase la comarca, con lo cual exaltábasele la bilis a don Federico, y no hacía más que afligir con reflexiones y pinturas a su malograda consorte. La cosa se iba haciendo crítica, porque al mismo tiempo entendíase don Alberto con un escribano de Granada y con otros caballeros, que elegía por testigos, a fin de apresurar la boda y tenerlo todo corriente en muy breves días. Por lo que hace a Leonor, estos rápidos preparativos aumentaban de tal suerte su tristeza, que ya no asomaba en sus labios aquella sonrisa tan amable y jovial, verdadera imagen de la tranquilidad de su alma, ni se advertía en sus acciones y palabras la naturalidad y las ocurrencias que formaron otras veces la gala y la diversión de toda la familia.

     -Escucha, hija mía -díjole en cierta ocasión su primo don Luis- Me parece que andas desacertada o poco cuerda en tomar las cosas con sobrado empeño, y quisiera que haciendo un esfuerzo sobre ti misma prescindieses de lo que no tiene remedio.

     -¿Qué quieres decirme? -preguntó Leonor.

     -Que esa melancolía, esa taciturnidad, esas lágrimas, de nada sirven cuando se nota en los hombres algún caprichoso desvío.

     -¿Y eres tú el que debiera hablarme en tales términos? ¿Tú, amigo mío, el que me echase una plática tan poco digna de la inocente ternura de mi pecho?

     -Sin duda alguna, como que soy el que más apetece tu felicidad y tu reposo.

     -¡Ay de mí! -respondió llorando- por desgracia esta misma felicidad únicamente depende de vivir unida al hombre a quien amo con desinterés y pasión. Conozco que es imposible nuestro enlace, porque nunca le perdonaría el mundo haberse humillado a tomar la mano de una huérfana infeliz, sin riquezas, condecoraciones, ni títulos; que desdeñada de las gentes, aborrecida de él mismo, sería para todos un objeto de aversión y de desprecio: y no obstante, tal es la fuerza de mi cariño, tal, amigo mío, la debilidad de mi corazón, que no puedo resignarme al duro destino de verlo acariciando a otra.

     -¡Pobre Leonor! -exclamó el brigadier tomándole una mano.

     -Desde ahora deja de tener el mundo el menor atractivo para mí: quisiera huir, encerrarme en un claustro, y que te empeñases para ello con mi tío don Alberto.

     -¿Yo, amiga mía...? ¿Exigirías de mí que contribuyera a que eternamente nos dejaras?

     -A lo menos bajo las silenciosas bóvedas de un monasterio hallaré algún alivio en las dulzuras de la religión y en aquellos lúgubres objetos tan conformes al melancólico enajenamiento de mi espíritu.

     -Pero ven acá, Leonor... ¿Tanto ha de poder contigo un malogrado cariño...? ¿Ni la confianza de Matilde, ni el bondadoso carácter de don Alberto, ni la amistad, la ardiente amistad de tu infeliz primo han de ser suficientes para que puedas sobrellevar con noble esfuerzo tu desgracia? Piénsalo mejor, hija mía; y enjuga ahora esas lágrimas que corren por tu semblante, pues se acerca el tío y no es justo que le aflijamos.

     ¡Ingrato!, decía interiormente Leonor mientras se iba aproximando don Alberto... ¡Hablarme con tanto desprendimiento...! ¡Con tan disimulada ternura...! Como si no fuese él mismo la causa de mis males...! Como si no estuviera sobrado cierto de que me faltará valor para verlo enlazado con Matilde...!

     Apenas hubo pronunciado estas palabras salióse de la estancia a fin de que no advirtiese don Alberto la desazón de su ánimo. Fuese a dar una vuelta por los jardines y descubrió a Matilde que se paseaba por ellos entregada como de costumbre a sus solitarias reflexiones. Leonor estuvo mirándola largo espacio sin comprender cuál fuese la causa de su extremado abatimiento, pues creía de buena fe que la persona próxima a enlazarse con su hidalgo y pundonoroso primo era la más afortunada del universo. Con todo, proseguía Matilde silenciosamente su paseo sin reparar en Leonor ni en cosa alguna, llena de cavilación, desaliento y pesadumbre. Muy pronto asomó don Luis por la misma calle en que divagaba la hermosísima heredera; y corriendo a su encuentro, empezaron a hablar los dos en voz baja, pero con singulares muestras de grande interés y ahínco. El alma sensible y enamorada de Leonor no pudo resistir aquel espectáculo, por lo que penetrada de angustia enjugó una lágrima que saltaba de sus ojos, y tomando una dirección opuesta alejóse rápidamente de aquel sitio.

     A lo menos, decía para sí, no turbe mi presencia la felicidad de que disfrutan; a lo menos vivan entregados a toda suerte de delicias, y nunca se les ofrezca la víctima de un amor descabellado e indiscreto. ¡Ay de mí! Conozco que el cielo justamente me castiga por haber colocado mis pensamientos con presunción imperdonable en un hombre de quien por todos títulos soy indigna. ¡Qué no dirían las gentes si adivinasen el secreto estímulo, la plácida desazón que alimentaba mis necias esperanzas...! Huyamos de una familia a la que sólo debo beneficios, y en la que sembraría desolaciones y tristezas como descubriese el hondo pesar que devora mis entrañas.

     Así diciendo encaminóse indeterminadamente por una senda que la sacó fuera del jardín y la condujo al reducido templo que servía de oratorio a los habitantes de la quinta. Era una capilla construida poco después de la conquista por los primeros virreyes cristianos que sucedieron al débil y afeminado Boabdil. En razón a su venerable antigüedad y al gracioso arranque de sus bóvedas conservábala don Alberto en su primitiva forma, y no pocas veces se complacía meditando dentro de su lóbrego recinto el valor que desplegaron los antiguos adalides de Castilla para sacudir el yugo de los pueblos berberiscos. De consiguiente, formaba este edificio singular contraste con las líneas de la arquitectura moderna que se advertían en el frontispicio de la quinta, y con la forma griega de los templetes, cúpulas y cenadores que decoraban los jardines. Componíase la fachada de un solo arco, sobremanera sencillo, adornado con una imagen tosca de la Virgen en medio de dos ventanas colaterales con vidrios de mil colores para dar más misterio y recogimiento a lo interior de la capilla. Sostenían allí la bóveda cuatro delgadas y primorosas columnas; y algunas urnas sepulcrales, colocadas en varios nichos practicados en las compactas paredes, servían de ornato al edificio, y dábanle un aire de antigüedad y respeto muy conforme a la época de su fundación y al orden de su arquitectura. Descubríanse aún en muchas de ellas caballeros armados de punta en blanco tendidos sobre la losa fúnebre, o nobles matronas puestas de rodillas orando al parecer por el descanso de aquellos intrépidos caudillos. Escudos de diferente forma, pero igualmente cargados de blasones y trofeos, coronaban la parte superior de tales nichos; y el sinnúmero de turbantes, crecientes lunas, y testas moriscas que llevaban sus cuarteles, revelaban la pujanza y el religioso aliento de los célebres varones que merecieron por sus altos hechos tan condecorados timbres. Añádase a lo dicho la oscuridad y el silencio de aquel templo, la importancia que alcanzaba en las cercanías tanto por el sitio a donde acudían para los divinos oficios los pueblos de la comarca, como por tener competentemente dotados algunos eclesiásticos a su servicio; y se podrá concebir la veneración con que era mirado de todos, y más particularmente de los habitantes de la quinta.

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