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ArribaAbajo- VIII -

Cuando más en calma disfrutaba su amor la confiada pareja, si bien María empezaba ya a mirar con cierta repugnancia las excursiones al cafetín, el señor Volandas, sin llegar a enterarse de las escapatorias de su hija, supo que tenía novio.

El aya inglesa se había indispuesto con el ayuda de cámara, y por si ella contó o no contó a la señora, para que llegase a oídos del amo, cómo había desaparecido medio cajón de puros que se echó de menos, ello fue que el padre vino en conocimiento del noviazgo de su hija, y a la tarde siguiente la llamó cariñosamente a su despacho y le dijo, acercándola una butaca:

-Siéntate ahí, que tenemos que hablar de cosas serias.

El despacho del señor Volandas estaba en perfecta armonía con su personalidad. Todo revelaba allí mucho dinero, pero nada más. Alhajaban la habitación una alfombra espesísima, un papel cuajado de dibujos de oro en la pared, visillos de encaje en los balcones, una araña magnífica pendiente del techo, un armario negro muy chico, primorosamente tallado, con unas cuantas docenas de libros costosamente encuadernados, y una mesa con poquísimos pero muy ordenados papeles sobre la cual se alzaba una enorme escribanía de plata, que semejaba monumento de Semana Santa. Encima de un velador, junto a un cenicero de bronce, veíanse dos o tres periódicos conservadores, y tirada al descuido, en un sillón, alguna revista que tenía sin cortar las hojas.

-Siéntate, siéntate aquí, y vamos a ver si eres franca con tu padre. ¿No tienes nada grave que decirme? Este padre que satisface todos tus caprichos, ¿no merece un poco más de confianza? Vaya, clarito, clarito: ¿quién es ese muchacho? ¿Es verdad que la inglesa es quien lleva y trae las cartitas?

Entre severo y cariñoso arrancó a su hija la confesión de sus amores. Ella, excepto las citas en el café, todo lo contó, incluso el fracaso de las oposiciones; y al hablar de Juan, sincera, pero ruborosa, dijo que era guapo, que sus padres debían de tener algo en Andalucía, que sabía mucho, pero que tenía muy mala suerte, y cuanto le pudieron sugerir la afición que le había cobrado y el temor que en aquel instante la embargaba.

-Basta, hijita, basta -le interrumpió su padre-. Es preciso que tengas un poco de juicio. Ese muchacho será un chico de provecho, no lo niego, pero no es cosa de que pierdas el tiempo en niñerías. Maldito si tengo prisa encasarte, no; pero no quiero devaneos...

-No es un devaneo.

-¡Calle usted! ¿Piensas que te he educado yo para un cualquiera, por sabio que sea? ¡Qué catedrático ni qué niño muerto! ¡Pues no faltaba más! Cuando ha puesto en ti los ojos y no ha venido derechito a hablar conmigo, mala señal. Eso es, mucho libro, mucho Ateneo... será de los que hacen discursos sin tener sobre qué caerse muertos... luego se busca una niña bien acomodada, y negocio redondo. ¡Don Juan Vulgar! ¡Vaya usted a saber de quién será hijo el señor de Vulgar! Y sea quien fuere, por Dios, hija mía, ¿crees que una señorita como tú debe prestar oídos al primero que la corteja sin decir «soy tal cosa y tendré tanto o cuanto el día de mañana para mantener mis obligaciones?» ¡Pues en gracia de Dios que hace falta poco para vivir en Madrid como vivimos nosotros! ¿Sabes lo que llevamos gastado ya este invierno entre modistas, abonos y la tontuna esa de las sautteries que armáis los viernes? ¡Cinco mil duros¡ Sí, señora, cinco mil duros. Quisiera yo saber, acostumbrada a esta vida, qué podría darte ese señor Vulgar.

María, antes deseosa de desarmar a su padre que movida por verdadero dolor, comenzó a llorar y aquél prosiguió con entonación más dulce:

-No, pichona; no soy un tirano, ni te digo que te cases sólo por el dinero; pero..., en fin, lo primero es tener juicio. Además, ¿qué sabes todavía de esas cosas? Ya verás, ya verás. Por supuesto, se acabó todo, o vuelves al convento. ¡Si parece mentira! ¡La hija de un hombre como yo!... ¡Ah! Ya he dicho a tu madre que despida a la inglesa. Nada, nada, a la calle. ¿Quién habla de sospechar que tolerara eso una extranjera tan seria?... Decía que era irlandesa y católica... Probablemente será inglesa y protestante. Se acabó; no llores más. Ya sabes que tu papaíto hace lo que quieres, pero esto no puede ser. ¿Entiendes? Que no vuelva yo a saber una palabra.

La amenaza de volver al convento produjo en el ánimo de María verdadero temor y el miedo trajo como por la mano al arrepentimiento. Sin lucha, quedó Juan condenado a irremediable olvido. Además, comprendió que el cartearse con él y las citas eran ya de todo punto imposibles. Finalmente, cuando, pensó despacio en las imprudencias que había cometido, casi consideró milagroso que algún amigo de la casa no la hubiese sorprendido. ¡Qué vergüenza! ¡En un sitio tan miserable... hasta sucio! Y todo con el pretexto de ir a misa, es decir, cometiendo un gran pecado... Entonces las palabras más inocentemente dichas volvieron a su memoria horrorizándola como si fuesen blasfemias, y aquel rincón oscuro del café donde algunas veces se estremeció, conmovida al contacto involuntario de su pie con el pie de Juan, le pareció un rincón del infierno.

Si le hubiese querido, no habrían faltado a su ingenio recurso, o a su voluntad entereza para oponerse al deseo de su padre; pero el mero capricho de una niña bonita no podía engendrar un arranque de verdadera pasión; así que, al otro día, Juan recibió la siguiente carta, escrita a disgusto, casi con pena, pero desprovista de dolor sincero:

Querido Juan: En mi casa lo saben todo. Por Dios, no vuelvas a escribirme. Ya puedes figurarte lo que debo sufrir, pero me falta valor. ¿Qué he de hacer? No pases por la acera de enfrente, y que no te vean hablar con la inglesa. Adiós, acuérdate alguna vez de mí, como yo me acordaré de ti, pero es imposible que continúen nuestros amores. No dudes nunca de lo mucho que te ha querido tu -MARÍA.

Rompe todas mis cartas. No te pido el retrato, porque no lo han echado de menos en el álbum de donde lo quité. Adiós para siempre. M.

Cuatro borradores de respuesta, a cuál más largo, apasionado y exageradamente romántico, escribió Juan. Tras madura reflexión, decidió poner en limpio uno en que comenzaba llamándola ilusión acariciada, y concluía con esperanza desvanecida, citando entre medias aquella frase en que Hamlet dice que la fragilidad y la mentira tienen nombre de mujer, y extendiéndose en largos comentarios sobre la deletérea-influencia del oro; mas cuando quiso buscar al aya para que llevase la misiva, supo que la habían echado ya de la casa, y que ningún criado se atrevía a tomar recados para la señorita.

Ni aun entonces abrió los ojos a la realidad. Creyó que un padre tirano, dominado por los errores de toda una clase social, le arrebataba el amor de su María, como antes la injusticia de los hombres le había despojado de la cátedra; y una idea consoladora flotó sobre el pesar que aquella carta le produjo. La prueba de que María le amaba -pensó él- era que no le pedía ni las cartas que le había escrito, ni el retrato que le regaló.




ArribaAbajo- IX -

Mientras Juan se preparó a las oposiciones e hizo los ejercicios, no sólo transcurrieron los tres meses que se había impuesto como plazo para decir a su padre que no le enviase dinero, sino que las cartas de éste fueron siendo cada vez más desconsoladoras. El pobre viejo pedía ya claramente a su hijo que buscara una colocación, pues pronto llegaría el instante en que no le fuese posible mandarle una peseta; y, sobre todo, le aconsejaba en repetidos párrafos que, si la carrera no le era útil para nada, tornase al pueblo, donde, al menos, a él su compañía le serviría de algún alivio, y sufriendo juntos padecerían menos.

«No: volver al pueblo, es enterrarse en vida -pensaba Juan-. Me humilla ser empleado del gobierno o depender de un amo en una empresa particular. Las compañías modernas constituyen el feudalismo de nuestros días; pero, sino hay otro remedio, buscaré un destino. Todo consiste en hallar una buena recomendación.»

Entonces paró mientes en que todas sus relaciones se limitaban a los amigos del Suizo, y hacía ya tiempo que sólo les veía de tarde en tarde. El estrecho lazo que antes les uniera, no se había roto, pero estaba muy flojo. Aquel grupo de muchachos que iban juntos a todas partes, viviendo voluntariamente sometidos a un comunismo de ideas, sentimientos y gustos, se había dispersado por completo.

Pepe Villena, dedicado en cuerpo y alma a la literatura dramática, no salía de entre los bastidores de los teatros; Pedro Urgell ganó por oposición una plaza en la Dirección de los Registros del ministerio de Gracia y Justicia, y se le veía con escasa frecuencia, porque sus nuevos compañeros le distrajeron del trato de los antiguos; Paco Recilla se fue de fiscal a un pueblo de Andalucía; Luis Valgrana marchó a Ultramar después de haber pasado dos años en el bufete de un abogado acreditadísimo, que no accedió a darle más de veinte duros al mes; Juan Rejas era concejal en su pueblo donde vivía ya casado con una provinciana rica; Félix Quemada, el que más camino hizo, era diputado, porque un tío suyo, al ser nombrado senador vitalicio, le había cedido su distrito.

Al recordar el rumbo que cada cual tomara, cayó Juan en la cuenta de que a ninguno sonrió cariñosamente la fortuna. ¡Maldita mesa del Suizo! ¡Cuánto tiempo les había robado! ¡Cuanto ingenio desperdiciaron de codos sobre el mármol, contando chascarrillos y burlándose de los que asistían a bailes, frecuentaban tertulias y se casaban con mujeres ricas. «Eso es lo más repugnante de todo, venderse», imaginaba él. Pero era preciso aliviar la situación de su padre, buscar trabajo: por fin, decidió recurrir a Félix Quemada.

Al cabo de cinco días de ir a buscarle a su casa, donde nunca estaba y preguntar por él en el Congreso, donde los porteros no pasaban los recados, logró encontrarle, aguardándole en la calle, a la salida de una sesión, después de haberle esperado hora y media entre pretendientes desarrapados, lacayos y agentes de orden público.

-Chico -díjole Félix- estoy abrumado de compromisos. No sabes lo que es esto. Veremos, veremos. Además, como a nosotros el Gobierno nos tiene, o cree tenernos seguros, no hace caso más que de los diputados de oposición. ¿Tomaste el título al acabar la carrera?... sí, ya lo recuerdo. Según, esto, por la ley de empleados, pueden darte hasta un destino de doce mil reales; pero lo veo muy difícil. Si realmente estás tan apurado, por ahora... chico, déjate de exigencias: bien sé lo que vales; pero, ¿que hemos de hacer? Tomar lo que nos den.

Félix era un excelente muchacho y acogió con cariño a su antiguo compañero, tanto por bondad de carácter, cuanto por ese poquito de amor propio satisfecho que el hombre siente cuando puede dispensar un beneficio, demostrando que no le ha engreído el favor de la fortuna; pero Juan se separó de él haciendo tristes e infundadas consideraciones sobre la vanidad humana y el cómo se olvidan fácilmente los más puros afectos. «¡Los amigos!, -se decía, pensando despreciativamente en ellos-; ¡si creerá este majadero que me va a hacer feliz con un mal destino! ¡Verse un hombre como yo obligado a hacer antesalas! ¡Si no fuera por mis padres! Por supuesto, que no hará nada.

Muchos ofrecimientos, y nada más. ¡Doce mil reales! Y aunque me dieran doce mil reales, ¿cuántos empleados habrá que tengan la instrucción que yo? Y todo para enterrarse vivo en una oficina... Eso sí; en variando mi situación, le digo: «chico, ahí queda eso, que yo no sirvo para covachuelista».

Desde que Félix era diputado, ninguno de sus condiscípulos le pidió sino pequeñeces, como papeletas para las tribunas y alguna que otra cosa fácil de lograr; así que, deseoso de mostrar la buena voluntad que le animaba, procuró obtener una credencial para Juan, y fundándose en que éste era abogado, la pidió de doce mil reales al ministro a quien trataba con más confianza. El ministro era antiguo amigo del tío del novel diputado, trataba a éste como a un chico y sabiendo que no había de apartar en nada su conducta en el Congreso de lo que aquél hiciera en el Senado, libre por tanto, del temor de perder un voto el día que lo necesitara, apenas prestó oídos a la petición de Félix y sólo al cabo de muchas semanas, viéndose muy acosado por el muchacho, le dijo que cuanto podía hacer era dar a su recomendado una plaza de escribiente en la secretaría particular con seis mil reales de fondos del material. Más adelante, con ocasión del presupuesto próximo, se buscaría medio de darle los doce.

Cuando Juan lo supo, su primer impulso fue echar a Félix noramala, no volver a saludarle y entregarse a largas reflexiones sobre los vicios de la administración pública y el engreimiento de los hombres; pero haciendo de la necesidad virtud, aceptó los seis mil reales, y tomó posesión del empleo.

Después, como le agregaron al despacho del ministro para escribir cartas, una de las primeras cosas que hizo fue dirigir a su padre una muy larga, usando para ello tres plieguecillos de magnífico papel, cuyo membrete decía en bonitísimas letras: Ministerio de Gracia y Justicia. Gabinete particular. En ella le explicaba que había preferido un puesto debido a la amistad personal, e independiente, aunque modesto, a un destino mejor, pero que pudiera atarle las manos para el porvenir; con lo cual quedaba en libertad de decir que si fue secretario particular de un ministro, esto podía implicar un compromiso amistoso, pero nunca constituiría prueba de que hubiese hecho abdicación de sus ideas; añadiendo, además, que no había de costarle gran trabajo abrirse camino, «porque todos sus compañeros eran unos imbéciles, sostenidos allí por influencias de partido, a quienes la revolución barrería como la ráfaga de viento huracanado arranca las plantas parásitas que ciñen, ahogándolo, al poderoso tronco». En la postdata encargaba a su padre que no le enviase dinero, y terminaba con un largo párrafo afirmando que había llegado para él la hora de volar con sus propias alas...

Así, rebelde siempre su espíritu a las amarguras de la realidad, según iba concibiendo majaderías, iba prestándoles crédito, sin pensar que una crisis, un compromiso del ministro, cualquier cosa, podía dar al traste con lo que él llamaba pomposamente su nueva posición.




ArribaAbajo- X -

No pudiendo lucir sus conocimientos de otro modo, y ávido de mostrar la superioridad que tenía sobre los demás empleados de la secretaría particular de S. E., dio en la manía de redactar las cartas que le mandaban escribir en un castellano a su juicio puro, castizo y correctísimo, pero que al jefe le pareció insoportablemente ridículo. Nunca decía a veces, sino a las veces; escribía moharracho, por mamarracho; jamás puso me alegraré, sino holgareme; a la conversación llamaba plática; al dañar, empecer; al pensar, percatar; y dirigiéndose a cierta persona, a quien no se pudo complacer en el ministerio, porque tenía cuentas atrasadas con el ayuntamiento de su pueblo, le disparó un párrafo recomendándole que no insistiera en sus pretensiones en tanto no pagara los pechos que al común debía.

El resultado fue que le trasladaron al negociado de la prensa, donde no tenía más trabajo que cortar de los periódicos y pegar en grandes pliegos los sueltos y noticias que podían interesar al ministro.

Cerca de un año llevaba de cumplir tan trivial tarea, yendo diariamente a la oficina como el burro va al molino, cuando en un periódico leyó, con amarga sorpresa, el siguiente suelto:

«Mañana, a las ocho, se verificará en la capilla reservada de la parroquia de San Sebastián el enlace de la bellísima señorita doña María Volandas, hija del importante hombre público del mismo apellido, con nuestro querido y particular amigo don José Alones, tan conocido en los círculos de la buena sociedad. Serán padrinos los padres de la novia, y sólo asistirán al acto los íntimos de ambas familias. Los recién casados saldrán para el extranjero en el expreso de la tarde. Les deseamos una eterna luna de miel».

¡María casada! ¡Casada con Pepe Alones! La lectura de su sentencia de muerte no le hubiera causado efecto más horrible, ni pudo su imaginación hallar ocasión tan propicia para entregarse a tristes lamentaciones. ¡El hombre que le había prometido presentarle en casa de ella! ¡La mujer que tantas veces le juró amor eterno! ¡Infames! Aquella caricatura de pasión que el infeliz visionario creyó sentir en otro tiempo, resucitó haciéndole sufrir, o mejor dicho, dándole motivo para convencerse a sí mismo de que sufría mucho: «Estas son las mujeres, -pensaba, esforzándose por evocar recuerdos que aumentasen su desventura-; esta es la infame que jugó con mi albedrío como un niño con un gorrión. ¡Claro! ¿Qué era yo entonces para ella? Nada; un pobre catedrático, un miserable obrero de la civilización... Pero, ¿cómo habrá podido dar al olvido tantas promesas? ¿Cómo no se habrá acordado del café y de los juramentos que allí me hacía? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué drama se habrá desarrollado en aquella casa! Porque es indudable, entonces me quería; ¡vaya si me amaba! ¿La habrán obligado sus padres? ¡Parece imposible que los padres tengan, en pleno siglo diecinueve, derecho para estas barbaridades! ¿Cómo dudar que me ha querido? Estoy seguro de que mi recuerdo no se ha borrado de su corazón... Y si no, la última carta... aquella carta estaba impuesta por la violencia; sí, señor, debió de ser una imposición. Quizá la escribió con mano temblorosa... Decía que no le devolviese las cartas ni el retrato. ¿Qué mayor prueba? Apostaría el alma a que mis palabras de amor resuenan todavía en sus oídos... Pues qué, ¿no hay sino casar así a una mujer con un perdido, cuando está enamorada de otro? ¡María, María! Tú no me has olvidado, como yo no te he olvidado a ti. Apartados, lejos uno de otro, como esas palmeras cuyos amorosos efluvios junta el viento, habíamos nacido para... Esto es cosa de volverse loco. En tan poco tiempo, ¡qué mudanza! Si no me hubiese querido, no se habría arriesgado y comprometídose por mí, hasta venir a un cafetín inmundo para verme. Sí, me quería; me sacrificaba hasta el honor... porque si la llegan a ver... ¡Vaya una recompensa que me ha dado! ¡Sea usted constante, guarde usted fidelidad a una mujer! ¡Sí! ¡Yo la había levantado un altar en mi corazón, vivía por ella y para ella! ¡Qué desengaño tan horrible!»

Su ilusión convertí a los antojos en realidades, llevándole a hacerse éstas y análogas reflexiones, cual si fuera verdad que amase locamente a María, como si no hubiese cejado nunca en desearla. Aquello de que la señorita rica había despreciado al pobre catedrático, le parecía exactísimo; la indiferencia con que ella dejó de reclamarle las cartas y el retrato, fue a sus ojos prueba de amor; hasta imaginaba que desde el día de la ruptura no le habría olvidado un solo instante. «¡Yo -pensaba- que tantas noches he pasado en vela pronunciando su nombre!» Y lo creía como si fuese cierto.

Cuando le acometían estos estúpidos arrebatos, procuraba serenarse para convencerse de su propia fuerza de voluntad, y todo se le volvía monologar sobre el sacrificio, las resoluciones heroicas, la calma y otras cosas que no venían a cuento. De lo único que no se acordaba, era de la realidad y del sentido común.

En aquella ocasión, su desarreglada fantasía comenzó a forjarse una escena altamente novelesca. La mañana triste y muy fría; él, embozado en su capa, esperando apoyado en una puerta frente a la iglesia... Coches que se oyen acercarse rápidamente; convidados que van llegando; a lo lejos, el sonar de una murga que forma sarcástico contraste con el estado de su ánimo... y luego el carruaje de la novia, vestida de blanco... «No -se decía- toda de negro, porque su corazón está de duelo, pero con el ramo de azahar en el pecho». Entran en el templo (redobla la impresión de frío) dirigiéndose todos a una capilla, él les va siguiendo, ocultándose tras las columnas que sustentan la bóveda, ve a los novios acercarse al altar, aparece el sacerdote, y cuando éste, vestido con su feo traje de guardarropía sagrada, pregunta a la muchacha si quiere por esposo a don..., entonces él aparta las gentes, rompe el grupo, extiende las manos, tira al suelo la capa, como el tenor en el final del segundo acto de Lucía... y, ¡flojo escándalo es el que se arma! ¡Desacato, profanación, desmayo! ¿Quién sabe? Hasta un duelo podría resultar. «Pero, ¿qué me importa la muerte del cuerpo -murmuraba- si tengo el corazón destrozado?»

Cual, sin ser reales los tormentos de una pesadilla hacen realmente padecer al que sueña, así sufría Juan. Tales desatinos no podían, sin embargo, ocultarle que en un escándalo de aquella índole, quien saldría perdiendo era él, y ante la lucha con la fatalidad, adoptó el partido de la resignación. «¡Sí, moriré de amor! como...» (en aquel instante no se acordaba de ninguno que hubiese muerto de tal muerte). Mas antes era necesario apurar el cáliz hasta las heces. Madrugaría, iría a la puerta de la iglesia, vería entrar a su amada... Después, ¡Dios quisiera que supiese dominarse para no hacer una barbaridad!

Como había proyectado, fue a situarse en un portal frente a San Sebastián. El día era claro, pero en extremo desapacible. El sol brillaba con escasa fuerza, y las pocas nubes que surcaban el espacio volaban impelidas por el viento. No habían dado las nueve, y sólo circulaban por las calles cocineras con la cesta al brazo, soldados, asistentes, mozos de cordel, dependientes de tiendas y aguadores. En una esquina, sentada ante la mesilla recubierta de cinc y cargada de tortas y combros, había una buñolera arrebujada en su mantón, contando con los ojos, por no sacar las manos, unos cuantos ochavos que tenía desparramados entre el azúcar hecha polvo: a su lado, junto a otra mesa más alta, sobre la cual se erguía una cafetera monumental, veíase un expendedor de café de a cuarto, con mitones verdes y gran bufanda liada al cuello, a quien daban conversación tres o cuatro criadas y una pareja de agentes de orden público. Las campanas de San Sebastián y del oratorio del Olivar tañían lentamente, y hacia las puertas de ambos templos avanzaban varias viejas y algún que otro cura sucio y mal pergeñado. Los chicos, llevando al hombro la correa de los libros, se detenían ante los escaparates para disminuir con la tardanza el tiempo que habían de permanecer en la escuela; los repartidores de periódicos andaban deprisa con los paquetes de números bajo el brazo y con el callejero y la varita en la mano; las modistas se detenían con el novio a pocos pasos del taller, y a los puntos de espera comenzaban a llegar los coches de alquiler, mientras a los balcones se asomaba alguna que otra criada sacudiendo con robustas manos una alfombrilla que despedía hilachos, polvo y recortaduras de trapo. En las puertas de las tiendas formábanse corrillos, de los cuales, a cada instante, se escapaba una frase soez o salía huyendo una moza pellizcada por un Tenorio de mostrador, y sobre las blasfemias de unos y las carcajadas de otros, dominaba de cuando en cuando la voz aguardentosa y cascada de algún chulo que, limpiando con un plumero la mercancía de su ancha banasta, donde se veían revueltas las más vulgares baratijas, gritaba sin descanso:

-¡Ande el movimiento... a real y medio la pieza!

Harto de esperar y dado a todos los diablos estaba Juan, cuando por fin vio venir juntos dos coches, luego otros dos, y, por último, a cortísimos intervalos, alguno más. Apeáronse de ellos varios caballeros que entraron inmediatamente en la iglesia sin que él pudiese verles a su gusto, y, finalmente, llegó otro carruaje, del cual se bajó el señor Volandas, y tras él su esposa y su hija. Poco le faltó entonces para dar un grito espantoso, pero se contentó con decir amargamente un melancólico «¡Ella!» que espiró entre el embozo de la capa. Lo peor era que la novia no iba vestida de negro, como él supuso, ni triste, ni abatida, sino toda de raso blanco, y lo que era más amargo para el desdichado amador, alegre, sonriente, sin la menor señal de disgusto. «¡Cómo finge! imaginó él-. ¡Cuánto debe sufrir!»

Enseguida, con paso firme, llegó a la puerta del templo que da a la calle de Atocha, seguro ya de que no haría nada, pero forjándose todavía la ilusión de suponerse capaz de algo tremendo y espantable. De pronto se detuvo, vaciló un instante y al fin entró en la iglesia; pero al ver hacia un extremo, junto a la verja de una capilla, reunida toda la gente de la boda, entre cuya masa negra destacaba el vestido blanco de María, atravesó la nave pasando de largo, y saliendo por el atrio que da a la plaza del Ángel no paró hasta su casa, donde se dejó caer en una silla, exclamando:

¡Horrible, horrible, horrible!

De su amargo monólogo vino a sacarle a las once la voz de la criada:

-Señorito, el almuerzo. Luego ice usté que va tarde a la ofecina.

Juan la miró con profundo desprecio. ¿Acaso era capaz de comer en tales momentos? -«¡Qué dichosos -se dijo- son los pobres de espíritu!»- Se marchó sin almorzar, pero por la tarde, al volver del ministerio, como llevaba cerca de veinticuatro horas sin tomar bocado, experimentó una debilidad muy grande, y se sentó a la mesa murmurando entre dientes: «¡Las necesidades del cuerpo... la imposición de la vil materia!» Y comió como un lobo.




ArribaAbajo- XI -

Cuando Juan se acordaba de la infausta mañana, como dio en llamar al día de la boda de María, se tenía por el más infeliz de los mortales, y durante algunos meses la disposición de su ánimo llegó a ser tal, que los demás huéspedes de la casa comenzaron a gastarle bromitas sobre lo melancólico y cariacontecido que andaba, a las cuales él respondía con sonrisas tan forzadas como amargas, pero muy satisfecho de que todo el mundo adivinase la honda pena que le destrozaba el alma. Afortunadamente, esta pesadumbre no le hostigaba de continuo, sino sólo a ratos, cuando el nombre de María venía involuntariamente a su memoria; y a pesar de sufrir tanto, algunas veces cada dos o tres días, al retirarse por la noche, daba una acometida brusca a la criada de la patrona, moza frescota y nada arisca, que le servía para contentara lo que él llamaba la bestezuela de la carne. Por regla general, al desprenderse de los brazos de la Maritornes, era cuando más fuertes le daban los arrechuchos de amor platónico: entonces comparaba mentalmente aquellas caricias groseras, pero reales, con las que imaginó disfrutar siendo dueño de María, y satisfecha ya la animalidad, como si el amor físico no le importase nada, sacaba el retrato de la perjura y lo cubría de besos.

Otra manifestación de su melancolía fue la afición que en él se desarrolló a paseos largos hacia sitios poco frecuentados, optando siempre por los más solitarios. En un par de meses anduvo tanto como en todo el resto de su vida; ni las excursiones de cuando era estudiante y faltaba a clase podían compararse con las caminatas que emprendía. Unas tardes, al salir del ministerio, bajaba por la calle de los Reyes, el paseo de San Vicente, la Virgen del Puerto, las rondas de Toledo y de Segovia y volvía a entrar en Madrid por el portillo de Embajadores, atravesando calles y más calles hasta la del Nao, donde vivía: otras veces tomaba hacia los barrios altos, y por la plaza de Monteleón iba a dar con sus huesos en Chamberí para salir cerca del barrio de Salamanca, y durante todo el camino, a no ser que se distrajese con lo que hallaba al paso, iba saboreando su pasión de ánimo.

En un principio, estas expediciones le dejaban rendido; luego adquirió poco a poco una agilidad y una fuerza semejantes a las que gozó de muchacho; y últimamente se le desarrollaron unas ganas de comer, que aterraban a la patrona. Al salir del ministerio, andaba despacio y muy triste; pero al tornar a casa iba como disparado y con un hambre voraz. Por entonces, las noches de la Maritornes fueron bastante agitadas, y el retrato de María se quedó en la cómoda sin recibir los besos de costumbre, resultando de todo ello que entre los paseos, el apetito, y las amorosas condescendencias de la criada, fue Juan transigiendo lentamente con su dolor, de suerte que el recuerdo de la perjura sufrió una transformación notabilísima. En la época de las entrevistas del cafetín, María había sido para él una promesa embriagadora, una mezcla de Ofelia y Dulcinea; después una mujer traidora por debilidad en la cual pensaba, según su fraseología, con amoroso rencor; ahora era ya un recuerdo dulcísimo, un imposible para la realidad, una negación para la esperanza; pero tan querida, tan adorable, que en el amor que creía profesarla había algo de simbólico y emblemático. La amaba en espíritu como quien aspira a un ideal, con absoluta abstracción de los sentidos. Tanto se transformó su pasión, que sólo la recordaba cuando algo independiente de la voluntad se la traía a la memoria: ya las cartas arrugadas y partidas por los dobleces, que andaban traspapeladas en el cajón de la mesa; ya el retrato que surgía de pronto entre los guantes viejos, suscitando una evocación de lo pasado. Pero lo que con más frecuencia le hacía pensar en ella era lo atrasado de pagos que estaba con el sastre desde la temporada de las entrevistas en el café, porque como tenía que entregar al industrial, a cuenta de cuentas, cinco, duros mensuales, cada vez que el cobrador se presentaba con el recibo, el pobre soñador no podía menos de exclamar: «¡Parece increíble a qué abismos arrastra la pasión! El amor de una mujer basta para ocasionar la ruina de un hombre.¡Todo un drama!»

La primera vez que se le ocurrieron estas reflexiones, la palabra drama quedó grabada en su imaginación. «Sí, señor, todo un drama, -se dijo-, un drama muy hermoso. ¿Por qué no? ¿Ha de escribirlo alguien mejor que quien lo ha sentido?» Desde entonces la palabreja fatal fue enseñoreándose de su fantasía como una mancha que se extiende por un cuerpo poroso. «¿Qué duda cabe? -se repetía- un drama interesantísimo. La dificultad está en el desarrollo; pero, fuera de esto, la obra está hecha, no hay más que escribirla, lo cual para mí es cuestión de unas cuantas semanas. Claro que es necesario abultar las cosas. El padre... la inglesa... ella... su madre... el otro y yo; sobre todo yo, ¡qué gran tipo! Es decir, el hombre que lucha con la fatalidad, y en cuyo corazón, triturado por el dolor, queda siempre un rayo de esperanza, una aspiración indefinible. María será la mujer sacrificada a la vanidad paterna y a las preocupaciones sociales. La inglesa será el tipo cómico de la obra. Lo que siento es no poder presentar en la escena todo aquello del café; ¡qué lástima!; pero sería feo. El padre, muy odioso; ella, una víctima; el otro, un pillo... en el final del segundo acto, una situación que ponga los pelos como alambres, y luego la muerte de ella, o la mía, o la de los dos, echando demonios y maldiciones por la boca, porque hace falta algo muy vigoroso. ¡Vaya un drama! Si me atreviere, lo escribiría en verso. ¿Y por qué no? ¡Apenas he leído yo dramas antiguos y visto dramones modernos! El final del segundo acto debe ser el momento en que ella, dominada, tiranizada por su padre, me escribe la carta diciendo que todo acabó entre nosotros... Están en un gran baile, y el viejo la sienta por fuerza ante una mesa donde hay recado de escribir; luego ella, después de firmar, con las lágrimas en los ojos, contempla un instante la pluma y la arroja lejos de sí, diciendo:


¡Se consumó el hecho grave!
¿Quién hubiera dicho al ave
que en sus alas te ostentó,
que así te empleara yo?
¡Misterio que Dios no sabe!

¡Buena quintilla! Lo malo es que hoy no se escribe con plumas de ave; pero ya procuraremos justificar esto. Con hacer que el padre sea un señor chapado a la antigua, basta: sí, eso es, un hombre que hable de las tradiciones venerandas y tenga horror al telégrafo y las plumas de acero ¡Vaya un dramita que va a salir! De cuando en cuando un golpe de mucho efecto. Al saber él que ella le deja, puede decir, mirando al cielo cuando anochezca:


Hace horrible mi dolor
del sol la triste agonía;
¡arriba, luz y alegría!
¡Abajo, sombra y pavor!

Esto de la agonía del sol con la antítesis de arriba y abajo, alegría y pavor, está muy bien. Lo que tengo que cuidar más es el desenlace. Ella muere maldiciéndole, pero amándole, y él se mata, diciendo antes una frase de rebeldía, cuatro versos desesperados, que levanten en vilo... Enseguida la madre se vuelve loca, y cae el telón. ¡Vaya un dramita!... ¡Imbécil de mí, que había nacido para esto! ¡Cuánto tiempo he perdido con la maldita carrera, y la filosofía y el ministerio! ¿Qué me importa tener ya cerca de veintiocho años? La verdad es que el genio se manifiesta cuando menos se piensa. ¿No he leído yo biografías de poetas célebres? Para uno que comienza a dar que hablar desde pequeño, hay ciento que no lo consiguen sino siendo ya muy hombres. ¡Claro! cuando la personalidad está enteramente formada. ¿Quién sabe aún lo que yo llevo aquí dentro?» Y se daba con la mano en la frente, como si todos aquellos delitos de leso sentido común fuesen verdaderas maravillas.

Sólo una semana tardó en escribir el primer acto, y ya se preparaba a comenzar el segundo, cuando la desgracia cortó de pronto el hilo de oro con que iba tejiendo sus quimeras. Un amigo le escribió desde el pueblo avisándole que su padre había enfermado grave y repentinamente. La misma noche del día en que recibió la triste nueva, salió de Madrid. El pobre viejo murió en sus brazos a los pocos días.

Pasaron un os cuantos meses.

María, el drama, Madrid, todo lo que a los ojos del soñador representaba amor y gloria, fue volviendo a ocupar su pensamiento. Pero, ¿cómo dejar a su pobre madre? ¿Cómo decirle que se iba?

-Ahora no te irás, ¿verdad hijo? -le preguntó ella un día.

Él, sin esfuerzo, sin lucha, sin pensarlo siquiera, como si fuese el corazón, y no los labios, el que hablase, repuso:

-Calle usted, madre; por Dios, ¿qué he de irme? ¡No faltaría más! yo no me voy de aquí; con usted, para siempre.

Pero era su sino quedar libre. Antes que expirase aquel mismo año, la orfandad de Juan fue completa. La infeliz viejecita, minada por el dolor y por la edad, siguió de cerca al compañero de su vida. Fueron ambos como esos troncos, de raíces quizá entrelazadas bajo tierra, que se nutren de los mismos jugos y mueren en el mismo invierno. Aun no se habían resignado el hijo ni la viuda a la falta del padre; aun parecía palpitar en las estancias de la humilde casa ese algo inefable que tras sí dejan los muertos a quienes se ha querido mucho, cuando Juan, viendo sacar en hombros la caja que encerraba el adorado cuerpo, exclamó tristemente:

-¡Solo! ¡Estoy solo!

Aquel fue el único grito de dolor sincero que le arrancaron las luchas de la vida. Aquella fue la primera vez que su imaginación no falseó ni pudo exagerar la realidad.

Transcurrido algún tiempo, intentó realizar la herencia de sus padres, para fijar su residencia en Madrid; pero no hallando comprador a las tierras, tuvo que arrendarlas. Por fin, terminadas las diligencias a que se vio obligado, regresó a la corte. Su renta ascendía, aproximadamente, a 5.500 reales, que con los 6.000 del destino arrojaban un total de 11.500 al año. «No soy rico -pensaba- pero puedo vivir. ¡Aurea mediocritas!... ¡Ahora, al drama!»




ArribaAbajo- XII -

Mientras Juan sólo tuvo para atender a sus gastos el mezquino sueldo del empleo, soportó con paciencia el trato que le daba la patrona; pero así que se vio con un poco de dinero, adoptó la resolución de buscar una casa de huéspedes algo mejor. Por otra parte, este era el único medio de librarse de la criada complaciente que, tornando ya por lo serio su papel de amante, le servía mal, dejando de limpiarle las botas, dándole el chocolate frío y procurándole un sinnúmero de molestias análogas. Hízolo como lo pensó, y del miserable pupilaje de la calle del Nao fue a dar con su cuerpo, sus escasas ropas y sus muchos libros en una nueva casa de huéspedes más tolerable que la primera y donde no había de pagar sino las mismas tres pesetas diarias. Multiplicando los doce reales por los trescientos sesenta y cinco días del año, averiguó que gastarla 4.380 reales en lo más necesario, casa y comida, quedándole para el vestir y otras atenciones 7.120 reales, es decir, más de lo que necesitaba: «¡Tengo hasta para vicios!» -se dijo, esperanzado con permitirse de cuando en cuando alguna aventurilla amorosa; y ordenando su existencia, volvió al ministerio y se puso a trabajar en el drama. Pasaba el día leyendo periódicos y pegando recortes para que los leyese S. E., y dedicaba la noche, después de dar un paseíto por las calles, a escribir aquella obra tan bien pensada, tan hondamente sentida, y que si no había de hacerle inmortal, al menos le entornaría la puerta del palacio de la fama. ¡Vaya si estaba bien sentido el dramita! ¡Como que había volcado en él las angustias y las esperanzas de su inextinguible pasión!

Con tener el pensamiento continuamente ocupado por las peripecias del drama, modificose en su ánimo notablemente el recuerdo de María. Al tipo real sustituyó poco a poco la figura dramática, y el amor que tuvo a la primera se transformó lentamente en el cariño, casi paternal, de autor, que cobró a la segunda: la María de su noviazgo, la perjura, trocose para él en un ser, de funesta influencia, que le recordaba un desengaño; la María, transfigurada por su fantasía iba, en cambio, a labrar su reputación, a ser una realidad gloriosa. A los ojos del soñador, la hija del señor Volandas, a la sazón señora de Alones, quedó convertida en un engendro romántico, algo así como la personificación de un ideal imposible o el recuerdo vago de un episodio de la juventud.

La oficina y el drama no le dejaban tiempo para nada; con los otros huéspedes sus compañeros, apenas tenía roce; sólo a las horas de comer les veía. Además, todos le fueron desde un principio antipáticos o indiferentes.

Estaba en las condiciones más favorables para trabajar, pues en la casa no había más mujeres que la patrona, respetable por su antigüedad, y dos criadas, a quienes ya escarmentado por lo pegajosa que fue la anterior Maritornes, se guardó de dirigir miradas atrevidas. Sin embargo, aquella falta constante de sexo débil le tenía tan aburrido, que varias veces se atrevió a decir a la patrona, en el lenguaje literario, a que se iba acostumbrando en fuerza de pensar como escritor:

-Señora, en su casa de usted no se está mal; pero aquí falta algo.

-¿Qué falta, don Juanito?

-El eterno femenino de Goethe.

-¿Y qué es eso?

-La mujer, la más hermosa mitad del género humano.

-Esa, búsquesela usted por fuera. Aquí... aunque hubiera faldas... esta es una casa decente.

-Llegó, por fin, una tarde en que, al sentarse Juan a la mesa para comer, vio con sorpresa enfrente de él dos mujeres, una casi vieja, otra casi niña, ambas acompañadas por un caballero de respetable aspecto. Lo que hablaron, y más aún los trajes de ellas, le hicieron comprender claramente que eran provincianos venidos a Madrid por poco tiempo.

-Sí -le dijo al otro día la patrona-. El papá viene a pretender no sé qué cosa en un ministerio, y ha traído a la mujer y la hija para que vean Madrid. No deben de estar mal; tienen bastante equipaje y no han ajustado todavía el cuarto.

-Esa es buena señal.

-¡Ah!, se me olvidaba. Por cierto que anoche, como le oyeron a usted hablar de la oficina, el papá me preguntó que si estaba usted empleado; yo le dije que sí, pero no supe explicarle lo que era usted ni qué hacía. Supongo que querrá hacerle alguna pregunta. Yo no me atreví...

-Pues dígale que estoy en la secretaría particular del ministerio de Gracia y Justicia -le interrumpió Juan muy satisfecho-. Y luego añadió: -Por mediar usted, si ese caballero desea cosa en que yo pueda servirle...

Indudablemente, algo hablaron después la patrona y el nuevo huésped, porque a los dos o tres días éste, acercándose a Juan de sobremesa, le dijo:

-Caballero, sé por la dueña de la casa que está usted en Gracia y Justicia. He venido a gestionar mi jubilación con los cuatro quintos; sólo deseo que el ministro me oiga; es cuestión de pedir una audiencia; si me escucha, es tan fuerte mi derecho, que doy la cosa por lograda. Pero como falto hace muchos años de Madrid y he perdido ya la costumbre de andar por los ministerios, desearía, si a usted no le fuera molestó, que me indicara lo que debía hacer para ver cuanto antes al ministro.

Juan, guiado de su buen natural y deseoso de mostrar alguna influencia, repuso:

-Complaceré a usted con mucho gusto. Todo se reduce a pedir la audiencia; yo me encargo de hacer que vea usted pronto al jefe... o, para abreviar, yo haré la petición desde luego, deme usted su tarjeta.

-Bien -añadió enseguida, tomándola de la mano del provinciano, y leyendo-: don Pedro Balduque; pues esté usted tranquilo, señor Balduque, quedará usted servido.

Interesando a un compañero de la oficina, logró Juan sin demora que el señor Balduque, viese al ministro; no satisfecho con esto, el día señalado para la audiencia, en vez de dejarle esperar confundido con el vulgo de los pretendientes, le hizo entrar al cuarto donde él trabajaba, obsequiole cuanto pudo, y llevando la amabilidad hasta lo increíble, como pidiese un vaso de agua, hizo que se lo sirviesen con azucarillo.

Por no ofrecer el asunto dificultad alguna, S. E. dejó complacido en el acto al señor Balduque, y éste salió contento del ministro, y agradecidísimo a Juan, de quien supuso que, no obstante lo modesto de su empleo, debía de estar bien relacionado cuando tan fácilmente consiguió lo que tal vez otro habría tardado en obtener. De aquí que entre el soñador y el provinciano se estableciese cierta amistad. Una noche fueron juntos al café, después pasearon varias tardes, y poco a poco, Juan, convertido en cicerone, se dedicó a enseñar a la esposa e hija del señor Balduque cuanto notable había en la corte, siendo de notar que quien más afectuosa se mostraba con él era la niña.

Tenía Pilar Balduque dieciocho años; y sin ser realmente bonita, era agradable, aunque un poco encogida, lo cual le prestaba cierto tinte de extremada modestia. Su rostro carecía de aquella expresión de inteligencia que vale acaso más que la belleza perfecta; pero en cambio era muy graciosa y simpática. Los que no desean en la mujer propia esa hermosura extraordinaria que supone un peligro constante, hubieran visto en ella un tipo digno de fijar su atención.

Como era natural, Juan prefirió hablar con Pilar a sostener la conversación con el señor, Balduque y consorte: ella, en un principio, estaba con él medrosa, como cortada, pero viendo que sus padres comenzaban a tratarle con confianza les imitó, y de insensible modo, hoy visitando la Historia Natural o el Museo del Prado, mañana dando un largo paseo, comiendo y almorzando juntos todos los días, llegó a establecerse entre ellos tan afectuosa intimidad, que Juan se aficionó a la chica, y ésta no dio señales de ponerle mala cara. Difícil sería averiguar si era el padre, la madre o la hija quien encauzaba los diálogos; pero ocurría que en ellos diariamente salían a plaza, más o menos justificada y oportunamente, las habilidades de la niña. ¿Se hablaba del lujo de las señoras de Madrid? Pues Pilarcita se cortaba todos sus vestidos; el ingenio le servía de modista y sus dedos eran sus costureras. ¿Salía mal la comida y se tocaba la cuestión de cocina? Aquí de los primores culinarios en que era maestra. ¿Costaban caras las diversiones? Pues jamás se dio el caso de que pidiera asistir a ellas. Con cualquier motivo demostraba su buen corazón: en el teatro lloraba, con facilidad suma y si leía un periódico, evitaba cuidadosamente la sección de tribunales y los sueltos de crímenes, que le ocasionaban terribles pesadillas.

Juan comenzó a galantearla sólo por el placer de decirle cosas agradables, como si tratase de ensayar en ella aquel lenguaje poético que ambicionaba para su drama, y Pilar, en un principio con exagerado apocamiento, después con modestia, por último, con una deliciosa mezcla de candoroso atrevimiento y picaresca coquetería, fue mostrándole visible inclinación. Ya procuraba diferir por las tardes la salida hasta la hora a que había de venir Juan del ministerio; ya se presentaba por la mañana en el comedor unos minutos antes del almuerzo, para cambiar con él algunas palabras; si salía sola con sus padres, ansiaba volver temprano, pero si él las acompañaba, no daba muestra de cansancio, por muy lejos que fuesen; y cuando alguna noche, por fatiga o economía, no salían después de comer, como Juan entrase en su habitación a hacerles compañía un rato, denotaba tan indudable aunque comedido regocijo, que él, al retirarse a su cuarto, no podía menos de decirse: «Esto es un crimen. Me parece que estoy jugando con el corazón de esa niña».

Así estaban las cosas cuando Juan recibió una carta de Pedro Urgell, ausente de Madrid hacía tiempo, y que nada supo hasta entonces de la muerte de los padres de su amigo: en ella le daba un sentido pésame, y, mostrándole sincero cariño, le preguntaba cuál era su vida, en qué trabajaba, si tenía amores o se había casado, y cuanto podía preguntar sin indiscreción persona que con tal y tan antigua confianza le trataba. Contestole Juan a los pocos días, y hablándole de su situación y del estado de su ánimo, le decía, entre otras cosas, reflejando en su estilo su manera de ser.

-«¡Qué razón tenías! Aquella mujer fue la sirena engañadora que en el mar de la ilusión me estrelló contra la roca del desengaño. No la he olvidado. Confieso que, de acercarme a ella, volvería a sentir, a modo de recrudecimiento malsano, la inquietud moral y el amor físico que me inspiró; sus miradas despertarían mi ambición, su belleza sería promesa de goces infinitos, poderosa a perturbar la paz de mis sentidos. Afortunadamente, de ella sólo queda en mi corazón, como en vaso que ha encerrado perfume, cierto recuerdo suave impregnado de vaga poesía. Pero la prueba de que aun pienso en ella, es que su falsedad y mi amor me han inspirado una obra -contigo puedo dejar a un lado la modestia- que quizá saque mi nombre de la oscuridad en que yace. Estoy haciendo un drama. En él verás chocar el carácter versátil de una frívola señorita, prototipo de la mujer que vende el corazón al dar la mano, y la noble pasión del hombre pobre que cree poder volar pidiendo a su ilusión alas de cera que ha luego de derretir el fuego del egoísmo social. Sí, chico, asombrate; un drama, un verdadero drama, vivificado por la savia de lo que yo mismo he sentido. Aun no sé si titularlo Hojas caídas (ya comprenderás que son las esperanzas) o Los juguetes del viento. Esto último me gusta mucho, pero tendré que intercalar un largo monólogo para justificarlo, sin recordar, por supuesto, aquello de las ilusiones perdidas juguete del viento, etc., que dijo Espronceda. En fin, de todo te pondré al corriente.

»Me preguntas si tengo amores. No sé cómo contestarte por temor de mentir involuntariamente. Lo cierto es que estoy preocupadísimo. A la casa en que habito vino ha poco a parar una familia provinciana, compuesta de un matrimonio, los señores de Balduque y su hija única. La protección que he dispensado al padre nos ha hecho amigos: he frecuentado su trato, y sin vanagloria -ya sabes que no me forjo ilusiones- se me figura que mis inocentes galanterías han impresionado profundamente a la niña. No es sólo mío el triunfo; las circunstancias han hecho mucho. Pilar vivía acostumbrada al trato de los señoritos de provincia, y de pronto ha visto en mí un hombre distinto, tal vez la personificación de esta vida cortesana, que deslumbra. Apenas la he galanteado, y tengo ya motivos para pensar que corresponde al amor que supone haberme inspirado. Su ingenuidad es encantadora; en su carencia de coquetería existen más escollos que en el pudor artificioso e incitante de una gran señora. Además, te confieso que hay en ella algo que atrae. A primera vista es una cursi, mas quien como yo sabe observar sin dejarse influir por la impresión primera, pronto descubre en su corazón un tesoro. Sí, Juan; de estas señoritas cursis, que sólo a la habilidad de sus manos deben las galas con que se adornan; de estas muchachas pobres, modestas, hacendosas, salen las verdaderas madres de familia, los ángeles del hogar, cuyos dedos cierran las llagas de los corazones que han sufrido tanto como el mío. No estoy loco por ella, ni ese es el camino; me gusta, y nada más. Pero, ¡qué tremenda responsabilidad para una conciencia honrada! ¡Yo he turbado la paz de su alma!¿Qué debo hacer? ¿Qué haré? La duda me inquieta horriblemente. También pienso que a mi edad tal vez fuera conveniente sentar la cabeza y dejarse de aventuras. Luego, estas casas de huéspedes son insoportables. En cuanto a sus padres, ven la cosa con buenos ojos: El señor Balduque arde en deseos de que el asunto se formalice. Debes suponer que seré cauto. Hoy por hoy, mi espíritu no está tranquilo. No la amo; pero, ¿acaso no soy culpable de haber despertado en ella esperanzas? ¿Y si yo trocase esas esperanzas en hermosas realidades que labraran mi dicha? ¡Tengo veintiocho años cumplidos... con la experiencia de cincuenta! En fin, adiós. Ya te escribiré más despacio. Tuyo siempre, JUAN.»

Así pensaba el soñador, creyendo de buena fe cuanto decía, a pesar de lo cual la realidad y su carta eran enteramente distintas. Si Pilar le mostró afición, no fue porque se enamorase espontáneamente de él, sino porque con imperdonable ligereza la cortejó desde que comenzó a tratarla: ni Juan despertó en el alma de la señorita de Balduque nada que estuviese dormido, ni era ella más inocente que la mayoría de las mujeres honestamente solteras. En cuanto a que el amorío no disgustase a los señores de Balduque, también estaba en un error. No sólo lo veían con buenos ojos sino con ojos de lince y astucia de raposo.

Apenas el padre advirtió lo que ocurría, comenzó a hacerse de cuando en cuando el distraído, sin dejar de ser cauto, a fin de que los chicos pudieran hablar a solas algunos ratos; continuó aprovechando cuantas ocasiones pudo para elogiar ingeniosamente las habilidades de Pilar, y fue retrasando de día en día el regreso a su provincia, seguro de que pocas semanas bastarían para comprometer a Juan. Después, según el cariz que tomaran las cosas, se opondría repentinamente a los amores para estimular al muchacho, le echaría en cara su proceder o adoptaría cualquier otro recurso que diera por resultado el matrimonio, pues era hombre que no se paraba en barras.

Siguieron por algún tiempo, Juan cada día más obcecado en aquello de su responsabilidad por haber despertado un alma, Pilar muy satisfecha de verse cortejada, y el señor Balduque aguzando el ingenio; hasta que obtenida la jubilación y harto de gastar en la corte más de lo que podía, determinó forzar los acontecimientos.

Una tarde volvió Juan del ministerio ya cerca la hora de la comida, y seguro de que Pilar sería la primera en llegar al comedor para poder hablar con él un ratito, fue a esperarla tosiendo al pasar ante el cuarto de los Balduque. El padre observó lo de la tos, vio enseguida a la niña salir del gabinete, y la dejó marchar como si nada hubiese advertido; pero a los cinco minutos, sin hacer ruido, se fue acercando al comedor y sorprendió a la pareja en la disposición siguiente.

Pilar, sentada junto al balcón en una butaca; Juan, frente a ella, en una silla baja, teniendo cogidas entre las suyas las manos de la niña, y ambos hablando muy bajito, casi a la vez, diciéndose en casa mirada un madrigal. Acercose cautelosamente el astuto padre, y cuando ya estaba junto a ellos, dando una palmada, con señal de sorpresa, pero sin el menor enfado, dijo, interrumpiendo su amoroso diálogo:

¡Miren los tortolitos qué callado lo tenían! ¡Ni que yo fuese una fiera! ¡Como si no supiese que don Juanito es todo un caballero! En ti, vamos, se comprende; al cabo eres una chica; pero usted, don Tenorio, debió ser más leal conmigo. En fin, ya ven ustedes que no me la han pegado. Vaya, vaya... ¿Os queréis? ¡Pues Dios os haga muy felices! ¿Qué más podía yo desear para mi hija que un hombre tan reflexivo y tan formal como usted?

Pilar estuvo a punto de llorar de gozo. Juan calló absorto, espantado de lo que oía, sin valor para decir palabra que implicara la menor resistencia. No pasó más. La escena fue de una rapidez aterradora.

Después, a solas, lejos de pensar que le habían cogido en un lazo, sólo se fijó en recordar la alegría que experimentó ella al oír las frases de su padre: «¡Es un ángel! -se decía-. ¡Qué cara ha puesto! ¡Y cómo me tenía cogidas las manos! Lo que yo siento no es amor, es decir, ¡quién sabe!; pero, ¿cómo abandono a esa chica? ¿Qué hago? Ademas, cuando un hombre encuentra una mujer que se enamora de él perdidamente, y por lo mismo puede hacerle feliz... Esto no tiene más arreglo que la solución clara, legítima, honrada... el deber es una línea recta, (¡Buena frase; la apuntaré para el drama!) Tampoco puedo resignarme a pasar la vida como un hongo... Pilar me ama... yo a ella todavía no... pues mejor; así mi serenidad aprovechará su pasión. Eso de casarse por amor, es tan desatinado como pensar sólo, en el dinero».

El señor Balduque, no contando con ver tan pronto satisfecho su deseo de jubilarse, había venido a la corte dispuesto a permanecer en ella hasta tres meses; pero logrado su objeto y puesta toda su atención en la boda de la niña, determinó no ausentarse de Madrid sin dejarla casada. Condújose, sin embargo, respecto de Juan, con tal prudencia, que a partir del día de la sorpresa, lejos de precipitar los sucesos, se limitó a gastarle bromitas hablando del asunto cómo de cosa asegurada y resuelta, por la cual no sentía impaciencia; antes al contrario, solía decirle, poniendo cara triste:

-Crea usted, Juanito, que va a sernos durísima esta separación. ¡Quién había de pensar que los pobres viejos se volverían solos! Lo que más siento es que hay que arreglar pronto las cosas... eso sí; no podemos ya permanecer aquí más tiempo. Madrid cuesta un ojo de la cara. ¡Picarón!... ¡pobrecita mía, tan mimada como la teníamos!...

-¡Por Dios, don Mateo! ¿Piensa usted que no sabré hacerla feliz?

-No, hijo mío, no; pero ya ves, al fin y al cabo soy padre, un padre amantísimo. Escucha lo que vamos a hacer a fin de poder estar juntos hasta el mismo instante de nuestra partida. Mi mujer y yo lo tendremos todo dispuesto para el viaje; os casáis al anochecer, comemos de fonda, luego volvemos a casa, cerramos los baúles, nos acompañáis a la estación, y cuando se vaya el tren, os marcháis a vuestra casita. ¿Qué te parece?

Este proyecto se realizó punto por punto. Hiciéronse las diligencias necesarias en la Vicaría; Juan concluyó de poner su casa, amueblándosela modestamente un tapicero que se avino a cobrar un tanto cada mes; y una tarde, ya casi puesto el sol, a esa hora triste en que la sombra se apodera del espacio perdido por la luz, los señores de Balduque, a un tiempo padres y padrinos, dos compañeros de la oficina del novio, éste y su prometida, llegaron a la puerta de la que llaman muchos todavía la casa del Señor.

Cruzaron todos la nave del templo, frío como alma de egoísta, y entraron en la sacristía, sala ancha, medrosa y sucia, de cuyos polvorientos muros pendían algunos cuadros viejos y mal cuidados. En un ángulo, al amor del rescoldo que quedaba en un enorme brasero, había dos curas un sacristán: al lado opuesto y un monaguillo, especie de Rinconete clerical, limpiaba unas vinajeras, frotándolas con una viejísima gamuza y cerca de él un compañero suyo menor, mas con iguales trazas de pillete, acariciaba, con la mano metida en el bolsillo, los cabos recién hurtados que pronto cambiaría el cerero por cuartos con que comprar un trompo. Arrinconados entre un armario y la pared, veíanse varios portacirios y un estandarte cubierto con un trozo de percalina negra, por cima del cual asomaba sus brazos una cruz de metal amarillento: bajo un mueble pesado y ancho, de profunda cajonería, estaban tirados en el suelo dos o tres candelabros de desecho, y colgado de una percha había un manteo raído que, por el bonete puesto encima, tomaba aspecto de espantajo. La estrechez de las ventanas, el expirar del día, el silencio, el olor de la cera quemada, la pavorosa negrura de cuanto allí miraban los ojos, parecía hecho adrede para infundir temor al ánimo. Hasta las dos raquíticas velas que alumbraban el crucifijo puesto en el centro de un pequeño altar, se consumían sin atreverse a brillar mucho, cual si todo lo que fuese luz y esplendor estuviese en contradicción con el ambiente de aquella estancia, que antes parecía guarida de alimañas que habitación de racionales.

Al acercarse la gente de la boda, el sacristán abarcó el grupo de una mirada y sonrió con desprecio. El cura preguntó, dirigiéndose a Juan y Pilar:

-¿Son ustedes los novios? ¿Están ustedes todos?

Enseguida se puso, el traje de precepto, y colocando delante de sí a los contrayentes y sus padrinos, leyó sin darles importancia los grandiosos versículos de la epístola de San Pablo, no hechos para tan ruines labios. Luego, juntándoles las manos, les bendijo y realizó aquel acto solemne y conmovedor con la más completa indiferencia.

Los Balduque, los recién casados y los dos amigos que les habían servido de testigos, comieron atropelladamente en una fonda de segundo orden; después tornaron a la casa de huéspedes, para que los viajeros se pusieran los trajes de camino, y a los pocos momentos, partieron a la estación: en un pesetero Juan y el señor Balduque, en otro Pilar con su madre, y en el tercero los testigos, que durante el camino fueron haciendo comentarios picantes sobre lo que le pasaría a la novia aquella noche. En la sala de espera, minutos antes de partir el tren, la madre llamó aparte a la hija para darle avisos o consejos que ella únicamente pudo oír, porque los demás, incluso Juan, se alejaron discretamente. Cambiáronse abrazos, besos, enhorabuenas, hasta hubo lágrimas, y al alejarse el tren, acallando con el penetrante silbido de la locomotora las últimas frases que cruzaron los padres con la hija, los dos amigos se despidieron de la feliz pareja.

Habían ya desaparecido entre las sombras de la noche los fuegos rojos del furgón de cola, y aun seguía Pilar inmóvil, como clavada en el suelo, pugnando por percibir el ruido, cada vez más débil, que producía el tren al alejarse. La anchurosa nave del andén quedó desierta. Entonces Juan, como creyese que aquel momento era adecuado para encajar una frase muy sentida, tomó del brazo a su legítima, y oprimiéndoselo dulcemente, dijo:

-¡Qué venturosa soledad!

Juan, ávido de disfrutar las delicias de su nuevo estado, sustituyó el tradicional viaje de novios con un recurso que le pareció ingeniosísimo. Pidió a sus jefes permiso para faltar ala oficina unos cuantos días, y pasó dos semanas sin más ocupación que acompañar a su mujercita y dar con ella largos paseos. Por las mañanas salían a comprar alguna de esas mil cosillas menudas del ajuar doméstico, que se adquieren según las necesidades diarias van haciéndolas indispensables; por las tardes iban a la Castellana o Recoletos, él de levita inglesa, ella con vestido negro, y después de comer a un teatrillo cualquiera, donde veían un par de piezas. Nadie ha podido averiguar quién disimulaba mejor el afán que ambos tenían por retirarse temprano; mas ello era de suerte que apenas llegaban a casa, Pilar, quejándose de cansancio, entraba en la alcoba y comenzaba a desnudarse. Juan, sentado en una butaca del gabinete, oía el ruido que producían al caer al suelo las almidonadas enaguas, el rápido resbalar de los cordones por los ojetes del corsé, el chocar de los zapatos contra las patas de la cama, y hasta el gemir del colchón de muelles cuando Pilar se apoyaba en el borde de la cama, para meterse entre las sábanas. Después, ¡cosa rara! aquella mujer, tan presurosa en desnudarse, no se atrevía a llamar a su marido, quien entretanto distraía su impaciencia con éstas o parecidas reflexiones: «¡Soy completamente feliz! ¡Pobrecilla! Todavía no tiene conmigo la confianza que debe existir entre marido y mujer; parece que está acobardada, ¡claro! como que la transición es muy brusca. Estas revelaciones del amor físico, son brutales. Pero, ¡qué diferencia entre... porque, vamos, una cosa es la mujer propia y otra las desdichadas que andan perdidas por esos mandos de Dios!... Parece respirarse aquí algo de santidad; quiero decir, que el amor toma otro carácter. No se bebe lo mismo al borde de un arroyo que en la copa de una orgía. La verdad es que yo... (En vano procuraba traer a la memoria más querida suya que la pegajosa y tosca Maritornes) yo sé lo que son mujeres, y, sin embargo, hasta ahora no podía figurarme las delicadezas de sensibilidad moral que... Es una lástima no poder sacar en el drama una figura así, una mujer tan sencilla, tan candorosa. ¡Qué contraste formaría con la otra! Por supuesto, de tonta no tiene nada; parece algo parada; le falta esa viveza, ese desparpajo propio de las madrileñas; pero ya se irá espabilando...» De repente partía de la alcoba una tosecita fingida que le arrancaba a sus cavilaciones.

Lo que Juan no notaba es que la tos se oía cada noche antes y el monólogo resultaba cada, vez más corto.




ArribaAbajo- XIII -

Pasó un año, durante el cual los esposos disfrutaron la más completa calma. No tuvieron una disputa, una riña, ni el menor altercado.

Juan no era, sin embargo, tan dichoso, como a primera vista parecía: a ser capaz de interrogarse con la razón serena, no le habría sido tan fácil determinar la causa del desasosiego moral que comenzaba a sentir; pero con frecuencia, ya camino del ministerio, ya entregado a su trabajo, en cualquier rato que se quedara solo, alzábase en su pensamiento una inquietud imposible de apaciguar, cada día más terca y más incómoda. Ni su inteligencia sabía escudriñar en la realidad para explicarse lo que le acontecía, ni su voluntad era bastante poderosa a sofocar los primeros síntomas del desencanto. Le faltaba o le sobraba algo, mas no sabía qué. En su vida presente, el bienestar físico, las comodidades, eran muy superiores a las que jamás disfrutó, y a pesar de todo!... Mirándose los puños de la bien planchada camisa, se acordaba de lo deshilachados que los llevó en otro tiempo; palpando los ojales de la levita, cuidadosamente recosidos, rendía un tributo de admiración a su mujer; la compañera de su vida era afable, cariñosa, y, sin embargo, la tristeza se iba enseñoreando de Juan, como si alguien para hacerle aborrecible la existencia murmurase continuamente junto a su oído que la felicidad no estriba en carecer de penas, sino en gozar alegrías. ¿Y cuáles tenía él? Ninguna.

«Mi vida -pensaba algunas veces- es como lo que los marinos llaman calma chicha; no me ahogo, pero no navego, es decir, no vivo. ¿Qué es esto? Ni un disgusto ni una contrariedad ¿pero las dichas, ¿dónde están? Pilar es buena, no puede ser mejor; ¡lástima que Dios no le haya dado más entendimiento!... Pero, vamos, yo quisiera que supiese comprenderme mejor; un hombre como yo necesitaba más viveza en ese cerebro, más penetración. A su juicio, lo que no es de la casa no es del mundo; para ella, el fuego más sagrado es del fogón... Ciertas cosas, ciertas ansias mías, no las comprenderá nunca. ¡Qué diablos! es mujer para el cuerpo, para la prosa del hogar; no es mujer para el espíritu. Ni por casualidad se le ha ocurrido la idea de coger una cuartilla del drama. El día de mi triunfo se quedará tan fresca. Y no es por tibieza de temperamento, ¡eso no! ¡Quiá! A las once, estemos donde estemos, a casita. Mal me vería yo como tuviera una querida... Antes, mientras se acostaba, me quedaba yo un ratito en el gabinete pensando, haciendo planes y proyectos; ahora, lo mismo es meterse en la cama que... «Juanito, pero hombre, ¿qué haces ahí?» Bonita, si es; cada día se va poniendo más guapa; ya lo sabe ella, ¡ya lo creo que lo sabe! ¡Es increíble hasta qué punto conoce su fuerza la mujer por muy honrada que sea! No, por falta de cariño, no puedo quejarme. Mimosa... zalamera... vehemente... apasionada... es decir, apasionada de cierto modo, porque fuera de la intimidad del matrimonio, ni le importa lo que hago ni es capaz de interesarse por nada. En la casa, orden y limpieza; conmigo, mucho amor; y aquí paz y después gloria; pero amor a su modo, a su manera; vaya, que no es mujer para el espíritu.

Tal era el estado del ánimo de Juan, cuando una tarde, oyendo hablar a dos compañeros del ministerio, supo que al día siguiente iría a la oficina un nuevo empleado.

-Pues creo -decía uno de los interlocutores- que le ponen aquí la mesa, junto a las nuestras.

-¿Y cómo se llama? -preguntó Juan.

-Don Fulano Pipierno. ¡Qué apellido tan raro!... Del nombre no me acuerdo. Dicen que es un perdido.

-¡Pipierno! -le interrumpió Juan-. ¡Ah, sí!, ya me acuerdo. Debe de ser un chico de mi pueblo.

No se había engañado: el nuevo funcionario era aquel muchacho, hijo del tío Pipierno, tratante en bestias del mismo lugarejo de Juan, que fue enviado por su padre a que estudiase en Madrid pa engeniero der campo, y el cual, en vez de dedicarse a lo que imaginaba el crédulo autor de sus días, se hizo maestro en el arte de vivir a costa del prójimo. Después de una larga y estrecha amistad con el gomoso fundador de La Nueva Hípica, que fue su introductor en ciertos círculos viciosos de la vida cortesana, pasó a ser compañero inseparable del hijo único de un marqués, muchacho muy rico y no menos zopenco, al cual prestó verdaderos servicios. Pipierno recibía las cartas de la querida que el marquesito tenía a escondidas de sus padres; iba a buscarle para comer los días que ella le citaba, dejándole discretamente en el portal de la favorecida; le buscaba dinero, a préstamo se entiende, en momentos de apuro; por muy tarde que se retirase no se despedía de él sino a última hora, acompañándole siempre hasta la misma puerta de su casa, y lo que aun le hacía más simpático a los ojos de su amigo, le reía como chistes ingeniosísimos todas sus estupideces y groserías, que eran muchas. A cambio de estas condescendencias, cuando el marquesito se hacía un traje, Pipierno, que constantemente le acompañaba para escoger telas y hechuras, se encargaba otro, que el sastre incluía en la cuenta del primero; cada préstamo que agenciaba solía dejarle algunos duros de ganancia; silban al teatro, nunca era él quien tomaba las butacas; y en el café, los mozos conocían tan a fondo la índole de aquella amistad, que aunque Pipierno palmotease tímidamente, no se acercaban a cobrar sino cuando el marquesito les llamaba. No faltó quien murmurase que en alguna época Pipierno rindió amoroso y no platónico tributo a la querida de su amigo, por supuesto, sin ofenderla con esas dádivas y regalos que roban al amor toda su poesía. Por último, sabíase que Pipierno, después de disfrutar la amistad del citado marquesito, entró en plena posesión de una señora rica, beldad físicamente arruinada, pero de esas que se obstinan en tener cortejo hasta poco antes de llevar mortaja.

No mintió quien tal dijo. Esta dama fue quien, obedeciendo a un plan sapientísimo, hizo que le dieran el empleo, pues así logró que pasando las noches con ella y los días en el ministerio, y teniendo poco dinero, no le quedaran tiempo ni metálico que consagrar a otras mujeres; a pesar de lo cual, como no podían entusiasmarle los decadentes encantos de su protectora, siempre andaba buscando querida más joven aunque no fuese tan espléndida.

Ignorando Juan estas andanzas de Pipierno, y siendo, además, paisanos y antiguos conocidos, claro es que apenas se vieron en el ministerio comenzaron a tratarse con bastante confianza.

-¿Te vienes a dar una vuelta? -le preguntó el nuevo funcionario una tarde de otoño, cuando estaban ya cogiendo los gabanes para salir del ministerio.

-Sí; un paseo higiénico. Mira, nos bajamos por el barrio de Argüelles a la cuesta de Areneros, y subimos luego por la calle de Segovia.

-Calla, hombre, ese es paseo de gente tronada: vamos al Retiro, donde van las personas decentes.

Al poco rato llegaban al paseo de coches del Retiro. La tarde era magnífica. El cielo iba tomando las tintas azuladas oscuras que son precursoras de la noche, y hacia la parte de Madrid, tras las torres de las iglesias, que destacaban puntiagudas y negras sobre un océano de oro, brillaban como ráfagas de fuego algunas nubes estrechas, largas y rojizas, en cuyos bordes parecían quebrarse los rayos del sol poniente. Un vientecillo fresco arrastraba por la arena de las alamedas la hojarasca amarillenta y seca formando remolinos en las socavas de los árboles; acá y allá, entre el ramaje casi desnudo de las acacias y los plátanos, se erguían lozanos y pomposos los pinos de verdura perenne; en los macizos de las praderitas que se extienden a la derecha de la ancha vía de carruajes quedaban aún las últimas flores que no abrasó el verano, y al lado opuesto la luz reverberaba en las ventanas del Observatorio viejo, tras el cual la noche venía tendiendo sus sombras por la extensión árida del campo. El enronquecido gemir del viento casi apagaba el rodar de los coches y los chasquidos de las fustas; los paseantes comenzaban a dar deprisa la última vuelta, y en las cercanías de los corrales inmediatos a la casa de fieras oíase a intervalos el ingrato graznido de algún pavo real que llamaba a su hembra para, acogerse a un cobertizo.

En el paseo quedaba muy poca gente. Juan y su amigo iban por junto a la línea de los coches entretenidos en mirar a las mujeres que cruzaban ante su vista, sin que la rapidez con que pasaban les permitiera fijarse bien en ellas, lo cual no impedía a Pipierno saludarlas a casi todas, diciendo enseguida un nombre, un título, a veces un diminutivo familiar que demostrase la intimidad con que las trataba.

De pronto, en dirección contraria a la suya, vieron acercarse una berlina que tirada por un soberbio caballo venía más despacio que los demás carruajes. Ambos amigos miraron. Juan necesitó violentarse para contener un grito de sorpresa. Hasta sus labios llegó, y en ellos quedó ahogado por la voluntad un nombre que en otro tiempo llenó su alma primero de esperanzas y luego de amarguras: María. Pero María elegantísima y mucho más hermosa que cuando estaba soltera.

Luego que hubo pasado, él se volvió para mirar hacia atrás, y vio que ella había sacado la cabeza por la ventanilla. «¡No cabe duda -pensó- me ha conocido!» Siguieron paseando, Pipierno prodigando saludos y Juan echando miradas hacia la fila de carruajes. A la siguiente vuelta tornó a pasar junto a ellos la berlina de María, y ésta, no sólo aproximó la cabeza a la ventanilla, sino que, además, dejó dibujarse en su rostro una sonrisa.

-¿Conoces a esa? -preguntó Juan impulsado por un deseo irresistible de hablar.

-De vista -respondió secamente Pipierno.

Se había ya marchado casi toda la gente de a pie, y aun continuaba la berlina dando vueltas. A Juan comenzó a latirle con violencia el corazón; a boca se le quedó seca; de todo su ser se apoderó una emoción que a duras penas podía disimular.

Por fin, el coche de María desapareció rápidamente en dirección a Madrid.

-¿Nos vamos? -preguntó Pipierno.

-Cuando quieras.

Aquella noche, mientras se desnudaba Pilar, su marido se quedó en la butaca del gabinete entregado a profundas cavilaciones, como en los comienzos de su matrimonio. Cuatro veces tuvo ella que llamarle para que fuese a acostarse.

Al día siguiente, Juan esperó que Pipierno le propusiese ir a paseo, antes que por gusto de acompañarle, por saber si podría marcharse solo al Retiro; pero la proposición no se hizo esperar.

-¿Te vienes?

-Bueno; ayer me sentó al pelo la vuelta que dimos.

-Pues andando.

Sucedió lo que la víspera. Al llegar ellos ya estaba allí María, pero no en berlina, sino en carruaje abierto. Juan pudo verla a sus anchas, porque la tarde era hermosísima y había tantos coches, que forzosamente andaban despacio los caballos. Ella, como el día anterior, sonrió al ver a los dos amigos; Juan observó de reojo a Pipierno, cuyo rostro permaneció impasible, y enseguida miró hacia atrás. María volvió también ligeramente la cabeza. «Mi sospecha, es fundada -imaginó Juan- la casaron por fuerza, y ¡claro! donde fuego se enciende... ¿Y qué hago ahora?»

Como el día anterior, el coche de María y los dos amigos fueron casi los últimos en retirarse del paseo, pero a cada vuelta, cada vez que se cruzaron, Juan dirigió a su antigua novia una mirada, y ella, aunque con gran disimulo, se la pagó con un movimiento de cabeza: al menos así creyó notario él.

-«¡Qué abismos hay en el corazón humano! -se decía Juan al volver hacia su casa-. Yo en santa paz con mi mujer, sin acordarme para nada de lo pasado... María casada también pero Dios sabe cómo se llevará con su marido. Es decir, lo sé yo también. Por fuerza es desgraciada: si no ¿cómo se explica lo que está haciendo? Ha debido de sufrir mucho... y ¡qué habrá experimentado al verme! Porque, es indudable, anteayer me conoció enseguida y me miró casi sin recatarse; hoy ha sido algo más prudente, pero harto he advertido sus miradas. ¿Y qué hago ahora? ¡Esto es horrible! Creí enteramente muerto mi amor, y me ha bastado volver a verla, sentirla pasar junto a mí, para que resuciten todos los deseos, todas las esperanzas... ¿Y Pilar, ¡pobrecilla! qué culpa tiene? No; sería una infamia... ¡Si la infeliz supiera! Pero, ¿quién se lo ha de decir? Y si yo tuviese ahora relaciones con María cuidaría mucho de que lo ignorase. Además, esto es más difícil de lo que parece: ¿cómo ni dónde podríamos vernos? ¿Acaso ella se prestaría?... Lo primero que hará será pedirme perdón... Hoy no son ya posibles entrevistas como aquellas del café; la, menor imprudencia nos costaría muy cara. Las mujeres son capaces de todo, y cuando se ciegan no hay riesgo que las detenga. ¡Pobre Pilar, si llegara a sospechar algo! Pero no; estaré con ella más cariñoso que nunca, ocultaré mis penas bajo la máscara del disimulo... El hombre es un cómico despreciable desde que nace hasta que muere. ¡Sentir amor y enmudecer! Sí; la honra de María, la paz de mi casa, la felicidad de Pilar, todo, todo está amenazado: lo único que no está amenazado, sino ya herido de muerte, es mi reposo, la tranquilidad de mi conciencia! ¡Qué días, qué luchas me esperan! Porque si me quiere, si procura que nos encontremos -y sí lo procurará- ¿qué hago? No puedo dejarla abandonada a su horrible situación; y si le consagro enteramente mi vida, entonces, ¡desdichada Pilar! ¡Que vengan los poetas a crear conflictos dramáticos! Por mucho que imaginemos, por mucho que echemos a volar el pensamiento, la realidad nos ofrecerá siempre situaciones mil veces más horribles que cuanto se pueda idear. ¡A qué espantoso abismo estoy asomado! Y afortunadamente no tengo hijos. María... tal vez, no sé; tampoco debe de tener hijos; si está igual que antes, no ha variado nada. Mi alma es la única, que ha envejecido aquí».

Aquella tarde había salido la criada, y Pilar fue quien le abrió la puerta.

Pero hombre, cada día tardas más; antes, del ministerio, enseguida a casita. ¿Qué es esto? ¡Parece que se acaba nuestra luna de miel! -Y echándole al cuello los brazos, le besó, con más pureza que quizá, le había besado nunca; pero él, sirviendo como siempre de juguete a su imaginación, vio en aquel halago una de tantas pruebas de la exagerada amatividad de Pilar, y se dijo: «Vaya, lo de costumbre está visto; aquí no hay mujer para el espíritu».

Mas por la noche, creyendo que debía comenzar a fingir, estuvo amantísimo con su mujer, y ésta le dijo cariñosa:

-Vamos, ya veo que aun no entramos en el cuarto menguante.

-Te quiero igual que siempre -repuso Juan.

Y luego, amargando voluntariamente sus goces y esforzándose en acibarar sus dichas, hasta que se durmió estuvo pensando en el momento, ya cercano, en que habría de amar a su mujer por lástima, por no hacerla desgraciada. «No hay remedio -le decía su fantasía, eterna creadora de pesares-: estamos, estoy en pleno adulterio moral; luego vendrá el inmoral reparto de caricias; saldré de los brazos de una para caer en los de otra, hasta que me hastíen las dos. Sí, me cansaré de ellas; esa es la naturaleza humana... Lo que ahora me inquieta, es lo que debo hacer con María. ¿Procuro acercarme a ella? ¿Cómo? Mal se portó conmigo; pero harto castigada está. Además, cuando una mujer hace la demostración que ella ha hecho, ¿qué amor propio no se da por desagraviado? Estoy seguro de que si una de estas tardes logro dar esquinazo a Pipierno, y voy solo al Retiro y me quedo allí hasta bastante tarde... de fijo, María procura estar dando vueltas y más vueltas en el coche y, así que se haya marchado toda la gente, me hace señal de que me acerque. ¡Sí, a esa hora, entre dos luces, casi a oscuras, porque allí no hay faroles, podremos hablar sin miedo, aunque sea sólo para cambiar cuatro frases. ¡María, María! ¿Quién nos lo había de decir? Los dos estamos sujetos por el lazo, ¡qué lazo! por el odioso nudo del vínculo indisoluble... ¿Pero quién reprime sus pasiones?»

Durante varios días seguidos, dominado por la idea de ir solo al Retiro, procuró salir de la oficina a distinta hora que Pipierno, sin lograrlo nunca, viéndose obligado todas las tardes a soportar tan enojosa compañía; su único consuelo era que María acudía diariamente al paseo, y nunca -según a él le parecía- dejaba de mirarle más o menos disimuladamente. Por fin, un domingo, pudo ir solo. «Es temprano -se dijo, observando que apenas había coches- aún no ha venido. Pero después de dar varias vueltas fijándose mucho en todos los carruajes, como no la viese aparecer, según fue cayendo la tarde concluyó por pensar: «Es domingo... y la gente rica tiene a menos venir... esto está hoy lleno de cursis. Lo que haré mañana será faltar a la oficina, para que aquél no me eche la garra a última hora, y por la tarde vengo solito: no saliendo conmigo del ministerio, puede que prescinda del paseo... y, sí, no cabe duda, en cuanto ella me vea solo, no para de dar vueltas en el coche hasta que anochezca; después me acerco, la saludo... ¿Qué será lo primero que deba decirla?»

Así lo hizo. Aquel lunes no fue a la oficina; salió a las cinco de su casa, diciendo a Pilar que iba a inscribirse en la lista puesta en el portal de un jefe que estaba enfermo, y echó a andar en dirección al Retiro.

Cuando llegó, las carretelas, berlinas y victorias llenaban ya en doble fila el ancho paseo; Juan, muy despacio y lo más cerca posible de la línea que seguían los carruajes, los fue examinando uno por uno.

Terminada la primera vuelta sin que descubriese a María, comenzó a dar la segunda todavía con mayor lentitud y mirando muy cuidadosamente. Trabajo inútil; María no llegaba. Tres, cuatro, cinco vueltas dio, más desazonado e inquieto a cada paso. «¡Maldita casualidad! El único día que vengo solo... Vaya, esto es que ha temido algo. ¿Si habré hecho estas tardes pasadas, sin saberlo, alguna imprudencia? Daré otra vuelta».

Acabó por perder la cuenta de las veces que llegó desde la casa defieras hasta el ángel caído y viceversa: por último, desesperanzado, rendido, pero mirando aún hacia los pocos coches que quedaban, emprendió la retirada. «¡Bah! -se decía- habrá tenido que recibir o hacer alguna visita, se habrá entretenido... No importa, es cuestión de paciencia. ¡Si yo pudiese el primer día que viniese hacerle alguna seña para que comprendiera mi intención de quedarme aquí hasta que se vaya todo el mundo!...»

-Pero, hombre, ¿cómo no vino usted ayer? -preguntó a Juan un compañero al día siguiente cuando entró en la oficina.

-Tuve un dolor de cabeza muy fuerte, y luego, ya tarde, salí a dar una vuelta porque no podía parar en casa.

-Vaya, vaya... ¿de modo que no sabrá usted lo de Pipierno?

-¿Pues qué le pasa?

-Pues, nada, una friolera; que le han limpiado el comedero, y según dicen por ahí se ha escapado con una mujer.

-No -interrumpió otro oficinista al que había tomado la palabra-. Cuente usted las cosas por su orden. Se ha escapado con una mujer, y a causa de esto le han dejado cesante.

-¿Que se ha escapado con una señora? ¿Y qué tiene que ver esto con la cesantía?

-Pues mire usted, don Juanito, nosotros creíamos que usted estaba en antecedentes. ¡Como parecían ustedes tan amigos! Pipierno estaba liado... vamos, más claro, mantenido por una señora de bastante edad; era un traviato, ¿estamos?, y, además, tenía relaciones con otra, mucho más joven, casada, que es con quien se ha escapado. La vieja lo supo aquella misma noche, fue a ver al jefe, y ¡paf! cesantía al canto... Como era ella la que había hecho que le emplearan... Pero, hombre, ¡si lo sabía todo Madrid! Era natural que ocurriese esto. Pepe Alones estaba enredado con una que fue doncella de su casa, y no hacía caso de su mujer para nada... ¡Bien merecido tiene lo que le sucede!

-Pero, ¿están ustedes seguros?: ¿era la mujer de Pepe Alones? -preguntó Juan, angustiado y pugnando por ocultar la emoción.

-La misma. ¿Cree usted que es él capaz de cargar con una pobre? Eran unas relaciones muy antiguas; como que empezaron a poco de casarse: ella es hija de aquel Volandas, que fue director del Tesoro o subsecretario de Hacienda.

Lo único que a Juan se le ocurrió como comentario a tan espantosa revelación, fue exclamar:

-¡Qué Madrid éste tan podrido!

Se puso a trabajar calladamente, haciéndose el distraído, procurando demostrar que nada le importaba lo que acababan de decirle; pero salió del ministerio tan confuso y abatido, que al llegar a su casa se fingió malo. Confesar la causa de su pesar, era imposible: no había otro medio de evitar que Pilar ignorase el verdadero origen de su aplanamiento.

De resultas de este desengaño mayúsculo, sufrió una crisis larga y angustiosa, tanto más terrible cuanto más halagüeñas habían sido las promesas que su imaginación le pintó como realidades prontas a embriagarle de felicidad. A un tiempo quedaron desvanecidas todas las ilusiones que se forjara; María le miró porque iba con Pipierno; o mejor dicho, a quien miró fue a Pipierno; el día que éste faltó al paseo, ella no fue tampoco... todo estaba claro; y lo que era peor, el ídolo, el símbolo de sus en sueños juveniles, la que adoró aun en aquellos días en que la llamó perjura, la niña cuyo corazón creía él haber abierto a las primeras impresiones del amor, quedó a sus ojos convertida en una mujer vulgar, capaz de enamorarse de un hombre como Pipierno y rebajarse a dar escándalo semejante.

«-¡He sido un necio! (quizá fue esta una de las pocas ocasiones en que su imaginación no le engañó), sí, un estúpido. Ni ahora me miraba, ni antes me quiso. Se casó como se casan muchas... ¡así sale ello! ¡Vergüenza siento al recordar que la he amado! ¡Y en el drama la he pintado como una víctima, como una inocente sacrificada!... ¡Aquí no hay más víctima que yo!»




Arriba- XIV -

Pilar fue desde que se casó, y continuaba siendo, en extremo dulce y cariñosa. Aquel exceso de amatividad, que a Juan pareció alguna vez prueba enfadosa de inmoderado afán por los goces menos puros del matrimonio, no era en su mujer consecuencia de la mera exaltación de los sentidos, sino resultado natural de juntarse en ella un entendimiento mediano y una exagerada vehemencia: amaba a Juan, pero sin que su educación ni su lenguaje pudieran ser intérpretes de lo que experimentaba; las pruebas amorosas de que era capaz resultaban siempre demasiado materiales. Cuidar la casa, darle bien de comer, tener siempre, minuciosamente repasada la ropa blanca, ¿qué era esto para un hombre que soñaba con hacer un drama que reflejase lo que él había sufrido? A Pilar no se le alcanzaba que pudiese existir más clara demostración de cariño que ser ordenada, limpia, económica, y cuando a la noche Juan se quedaba en la butaca del gabinete entregado a sus eternos desvaríos, todo lo que a la pobre se le ocurría era llamarle con la entonación más dulce que el amor podía prestar a sus palabras, diciéndole:

-¡Anda, rico, ven con tu mujercita!

Tanto esmero en atender a las necesidades de la vida práctica y tan extremada dulzura en la intimidad, no bastaron a que Juan pudiese apreciar la verdadera índole de su esposa, que continuó pareciéndole siempre un ser inferior, una mujer incapaz de comprender ciertas cosas. «Este materialismo instintivo -se decía cuando pensaba en ella- es asfixiante para el espíritu». Pilar, en cambio, sin más que la intuición exquisita de la mujer enamorada, atenta sólo a las duras pero claras advertencias de la realidad, comprendió que Juan echaba algo de menos, que en la existencia de su marido había un vacío que llenar, y que, o ella quedaba pronto vencedora en la lucha que iba a entablar contra el hastío, o tendría que resignarse a ser tratada con ese despego mal reprimido que imposibilita toda felicidad entre dos personas condenadas a vivir juntas.

¿Por qué recónditos caminos y ocultas sendas llegó aquella pobre muchacha a ver claro, como la luz del mediodía, que la dicha se le escapaba de entre las manos? ¿Qué esfuerzo de inteligencia hizo o qué auxilio pidió su sentimiento a su razón? Acaso el instinto que Juan tachaba de asfixiante para el espíritu, le sirvió a ella de escudo contra la amenaza del abandono moral que veía cercano; mas cuando la infeliz enderezaba el pensamiento a sus tristezas, ávida de remediarlas, toda la actividad de su ingenio consistía en preguntarse: «¿Qué voy a hacer para que este hombre no se canse de mí? ¿Cómo probarle que le quiero... que soy enteramente suya en cuerpo y alma, y que sus gustos son los míos?... Pero no, esto último no es tan verdad como mi cariño; yo únicamente gozo cuando imagino que soy amada, y él se distrae con cualquier cosa: lo que ve, lo que le cuentan, lo que lee, lo que escribe, sobre todo, le preocupa, le importa más que su mujer. En cuanto tiene un libro en la mano, ya no se acuerda de nada. A mí sólo él me interesa. ¡Si yo pudiera demostrarle afición hacia todo eso en que él pone tanto empeño! ¡Condenados libros, malditos papelotes! Siempre está a vueltas con las cuartillas... como si no trabajara bastante en la oficina. Lo mismo es llegar a casa que ponerse a escribir en esa cosa que está haciendo. Y no lo copia de ninguna parte, eso no, que lo saca de su cabeza; hay días en que habla solo. Dice que es un drama. ¡Señor, qué aburrimiento! La tal comedia parece su querida. Más enamorado está del drama que de mí. Un día lo voy a coger y... ¡Dios me libre! En cambio, si lo leyera y le hablase luego de ello... así, como si me gustase mucho... ¿qué diría? Sí, una tarde que no tenga ropa que zurcir, busco esos dos cuadernos que tiene ya concluídos, y cuando vuelva del ministerio me encuentra leyendo. A ver qué cara pone.»

Esta idea fue para su tristeza un rayo de esperanza.

En el reloj del gabinete de Pilar acababan de dar las once de la noche. Juan había salido después de comer, y, según su costumbre de retirarse temprano, no podía tardar mucho. «Ésta, ésta es la ocasión: vamos a ver qué impresión le causa, -pensó ella- y dirigiéndose al despacho de su marido, abrió un cajón que tenía la llave puesta, sacó dos cuadernos que ella misma había cosido, y leyendo en sus dos primeras hojas acto primero, acto segundo, se dijo: «Aquí está». Enseguida volvió al gabinete, puso la lámpara en un velador, y sentándose en una butaca pequeña, comenzó a pasar la vista por el manuscrito. Juan tenía; por fortuna, la letra clara. La luz, recogida por una pantalla de papel rizado, arrojaba hacia abajo toda la claridad, dejando en sombra la parte alta de la habitación: sólo en el techo brillaba un círculo, de tembloroso resplandor. El espejo, colocado sobre el mármol de la chimenea, reproducía, encerrándola en su marco de molduras doradas la figura de Pilar, que apoyada de codos en el velador leía lentamente. A sus pies, en una silla baja, estaban el cesto de la costura, momentáneamente olvidado, y un vestido a medio arreglar. Junto a la puerta de la alcoba, separada del gabinete por un modesto cortinaje de cretona con dibujos de pájaros y pastorcillos, veíanse, cuidadosamente colgados de un alzapaño, un chaleco con los botones recién asegurados y una levita con las bocamangas acabadas de recoser. El único libro que había sobre el velador, era la agenda en que anotaba el gasto diario.

No era posible a los ojos hallar allí detalle, por insignificante que fuese, que no revelara esmero grandísimo. El cobre de los tiradores de las puertas, de puro limpio y reluciente, parecía oro; en la alfombra no se veía una hilacha; las butacas tenían resguardado el respaldo con redondeles de crochet; los resquicios de los balcones estaban cubiertos con tiras de orillo de paño, y en la esquina de la chimenea más inmediata al sitio donde solía sentarse Juan, había una caja que fue de dulces, llena de cigarrillos de papel, con su cenicero y su fosforera al lado. Dos grabados adornaban las paredes: una Virgen del Carmen, comprada por Pilar en la puerta de un templo, y una reproducción del Testamento de Isabel la Católica, de Rosales, escogida por Juan. Sobre la chimenea, en marquitos baratos sostenidos en caballetes de pajas fuertemente engomadas por las habilidosas manos de Pilar, se erguían los retratos de los señores de Balduque, y entre éstos, apoyada contra el reloj, veíase una fotografía un poco mayor, que representaba a Juan con su mujer del brazo, vestidos ambos con las mismas ropas que estrenaron el día de la boda: ella, rico traje de seda negra muy recargado de adornos; dos pulseras anticuadas, regalo de su padre; al cuello el medallón con que él la obsequió, y en las manos su tarjetero y su abanico; Juan, con levita a la inglesa, un guante puesto y el otro arrugado en la mano izquierda.

Nada turbaba el silencio del gabinete, sino el ruido causado por Pilar al volver las fuertes hojas del drama, escrito en magnífico papel del ministerio. Tras las puertas cerradas escuchábase a ratos, debilitado por la distancia, el áspero canturreo de la criada en la cocina. Pilar seguía leyendo, pero cada momento más despacio, prestando oído hacia la calle cuidadosamente, ansiosa de oír la voz que todas las noches daba Juan desde una esquina próxima para llamar al sereno.

Al cabo de media hora de lectura, que a ella le pareció un siglo, se oyó aquella voz tan esperada. «No, pues no salgo a la puerta -se dijo- que me encuentre así». Se levantó precipitadamente, fue a tirar del cordón de la campanilla de la alcoba para que abriese la criada, y tornó a sentarse. Al entrar Juan no levantó la vista del drama, y como si el tiempo la hubiera parecido muy corto, le preguntó:

-¿Ya estás aquí? ¿Qué hora es?

-La de siempre, poco más o menos... Pero ¡calla, calla! ¿Qué lees? ¡Tu leyendo! ¿Qué milagro es éste?

-Déjame seguir.

Acercose a ella, vio el drama, y dulcemente impresionado, poseído de una emoción indefinible, en que se confundían lo agradable de la sorpresa y el amor propio satisfecho, le preguntó:

-¿Te gusta, pichona?

-¡Muchísimo!

-Bueno, mujer, me alegro; ya verás el final del segundo acto, cuando la casan por fuerza, qué bonito es; sobre todo, muy nuevo.

-Pero, ¡qué cosas tan raras se dicen estas gentes cuando hablan! Algunas palabras no las entiendo.

-Eso no te importe; es el lenguaje poético. Ahí te quedas; concluye, concluye. Voy al despacho a escribir dos cartas, y enseguida vuelvo.

Ni tenía que escribir, ni escribió tales cartas; lo que quería era dejarla sola para que terminara y fuese luego a buscarle al despacho. «Lo juzgará como el vulgo, por la impresión, -imaginaba Juan- pero conviene oír todas las opiniones; al fin y al cabo, para el público se escribe, y el público, como decía Chamfort, es la suma de imbéciles que tienen dinero para ir al teatro».

Haciéndose estas y parecidas reflexiones, pero satisfechísimo en realidad, fue al despacho, arregló los papeles que tenía encima de la mesa, ordenó los que guardaba en el cajón, e hizo cuanto pudo por dominar su impaciencia y dejar pasar un rato; pero llegó un momento en que, siéndole imposible contenerse, volvió de puntillas al gabinete, diciéndose: «Desde la puerta de la sala, como ella está sentada frente al espejo, voy a ver la cara que pone».

Fue aproximándose lentamente, tratando de sofocar el ruido de sus pasos; pero de pronto se volvió al despacho y comenzó otra vez a buscar manera de distraerse, esperando que Pilar, terminada la lectura, fuese a buscarle o le llamase. Lo primero que hizo para engañar el tiempo, fue dar cuerda al reloj; enseguida contó el dinero que llevaba en el bolsillo y el que tenía en la mesa disponible hasta concluir aquel mes; luego revisó a la ligera las últimas cuartillas del tercer acto del drama, y buscó en el Diccionario unas palabras de cuyo significado no estaba seguro.

Entretanto, ni Pilar le llamaba, ni venía a buscarle. «Es capaz de leérselo dos veces; -pensó- voy a ver si ha concluido». Ya iba a salir del despacho cuando, viendo en la pared el almanaque americano, que marcaba la fecha con dos o tres días de retraso, se acercó para arrancarle las hojas que sobraban, murmurando entre dientes: «¡Qué diablos de calendarios estos! siempre se olvida uno de arrancar los papelitos, y luego no hay medio de saber en qué día se vive. A ver, a ver: 26, 27; sí, hoy es 28; no, 27; sí, sí, 27, no cabe duda. ¡Parece mentira! ¡Cómo se me ha pasado el tiempo!¡Qué barbaridad! Pues no hay sino tener paciencia; ahora se lo diré a esa; de fijo que tampoco ella lo recuerda. ¡Hoy los cumplo; sí, señor, treinta, treinta, añitos, justos y cabales; eso es, 1853 y treinta, 1883. ¡Qué brutales son los números!» Y conservando arrugadas en la mano las hojas que había arrancado al calendario, fue acercándose despacio, despacito, a la puerta del gabinete; allí se detuvo y prestó oído... Dejó pasar unos cuantos segundos; pero no oyó nada, no percibió el más leve rumor, ni siquiera el ruido de volver las hojas. Todo en el gabinete estaba callado, mudo, sin la menor señal de vida, como si allí no hubiese nadie. Empujando suavemente la puerta, miró hacia el espejo: la pantalla de la lámpara ocultaba la cabeza de Pilar. Avanzó dos pasos más para poder verla, y de pronto permaneció, inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, y una expresión tal de doloroso asombro dibujada en el rostro que, a ver en el espejo su imagen, hubiera tenido miedo de sí mismo.

Pilar estaba con la cabeza apoyada en el respaldo de la butaca, con los brazos laxos, caídos a lo largo del cuerpo, y profundamente dormida.

Se había dormido leyendo la obra de su esposo al llegar al final del segundo acto, sin que lograra conmoverla, ni siquiera interesarla, aquel drama en que Juan imaginaba haber vertido su ser entero, el cual era reflejo de tantas ilusiones y desfallecimientos, suma de las vibraciones reunidas de todas las cuerdas de su alma; y, lo que aun era peor, base de sus esperanzas de gloria.

¡Sí! Allí estaba el drama, en el suelo, arrugadas las hojas por el golpe, abierto casualmente por donde más fuego y mayor sinceridad respiraban sus versos; mientras la agenda del gasto diario, aborrecible emblema de toda la prosa de la vida, descansaba cuidadosamente puesta sobre el tapete del velador.

Entonces Juan, callado y silencioso, como había venido, sin pararse siquiera a recoger del suelo el adorado manuscrito, se volvió al despacho oprimiendo con las manos crispadas las hojas del calendario, y dejándose caer de golpe en un sillón, agobiada el alma por el dolor, como bestia rendida a la pesadumbre de su carga, se arrojó de bruces sobre la mesa y murmuró llorando: «¡Dios mío! ¡Treinta años, treinta años! ¡La juventud perdida!»

Madrid, 1885.

Fin