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Lector nominal y lector real en «Fortunata y Jacinta»

Jean-François Botrel





Años antes de que Umberto Eco lo teorizara en Lector in fabula, fue Galdós un partidario de hecho de la cooperación interpretativa en sus propios textos narrativos. Ahí está la afirmación suya según la cual «las obras no son más que la mitad de una proposición lógica y carecen de sentido hasta que no se ajustan con la otra mitad o sea el público» o «el público crea la obra con datos que le da el autor»1, además de las múltiples situaciones en que queda claro que Galdós otorga carta de ciudadanía e incluso protagonismo en sus fábulas al lector, lector nominal (ficcionalizado o subjetivo), alter ego o cómplice del narrador, pero también acaso al lector real, sociológico. Porque sabemos que en el caso de Galdós existió una verdadera estrategia de conquista de un público de lectores que le permaneciera fiel e incluso un conocimiento sociológico de los lectores-clientes por parte del autor-editor a través de las cartas pero también de estudios de mercado in situ2.

Fortunata y Jacinta puede considerarse como la culminación de dicha estrategia que le permite a Galdós contemplar ya unos «lectores habituales», a los que tiene presentes en su horizonte a la hora de escribir, para quienes escribe, un lector modelo por decirlo así, hecho de lectores sociológicos.

De ahí la hipótesis de que detrás del lector nominal supuesto, implicado o interpelado por el narrador para sus propios fines narrativos e incluso elevado a la categoría de personaje3, se ocultan unos lectores reales, de carne y hueso, efectivos, coetáneos, sociológicamente identificados (de esos que mandan cartas y compran y leen libros), cuya aprensión global por parte del autor da ese lector modelo con sus competencias postuladas, a quien va teóricamente dirigida la novela, lector con el cual aspira a formar esa comunidad más o menos autónoma de la obra.

A partir de una serie de indicios obtenidos a través del rastreo casi sistemático de las situaciones en que el autor se plantea la existencia del lector, de un lector, pero también, menos sistemáticamente, de los niveles de lengua y de los referentes histórico-culturales, se van a analizar, pues, las posibles características del lector modelo y las posibles consecuencias de su presencia sobre la narración y el texto.

Una conocida advertencia de Galdós, más o menos hacia la mitad de la novela, me parece que ilustra y ejemplifica este problema de las relaciones del autor-narrador con el lector y sus lectores.

Es cosa muy cargante para el historiador verse obligado a hacer mención de muchos pormenores y circunstancias enteramente pueriles y que más bien han de excitar el desdén del que lee, pues aunque luego resulte que estas nimiedades tienen su engranaje efectivo en la máquina de los acontecimientos, no por esto parecen dignas de que se las traiga a cuento en una relación verídica y grave. Ved, pues, por qué pienso que han de reír los que lean ahora que Sor Marcela tenía miedo a los ratones4.


En esta confidencia a voces, a propósito de la tramoya y las servidumbres de la creación que hace el autor implícito («historiador») al lector cómplice («el que lee»), tenemos claramente señalado el papel esencial del destinatario final («traérselas a cuento») y a continuación la interpelación de un lector plural («Ved») por parte del narrador en personal («por qué pienso»), anunciando desde su omnisciencia, pero también con la inquietud del autor deseoso de conservar sus lectores, un futuro placer a hipotéticos-efectivos lectores («los que lean aquí») «que Sor Marcela...», y se reanuda la narración.

En la mayor parte de las cincuenta y tantas situaciones inventariadas en que aparece más o menos directamente la relación patente del «narrador exterior»5 -«inconspicuous» en Fortunata y Jacinta según G. Ribbans6- con el lector nominal, la finalidad del narrador es, sin duda, a través incluso de la ficción de convertir al lector en personaje, establecer una especie de complicidad o connivencia, de colaboración ficticia, pero también funcional.

Examinemos, por ejemplo, las manifestaciones del narrador en primera persona singular o plural, narrador «impudicus», a través de giros impersonales o de formulaciones indirectas: si prescindimos de las pocas en que alude el yo del narrador a sus experiencias íntimas («cuando conocí personalmente a...» (I, p. 177), «las noticias más remotas que tengo...» (I, p. 97), todas suponen al lector para puntualizarle algo en el transcurso de la novela: en el presente («refiérome» (I, p. 151), «ocioso es añadir» (I, p. 603), «debe decirse» (I, p. 448), «entre paréntesis» (I, p. 624, etc.), para remitir a algo ya dicho («las escenas que he descrito» (II, p. 302), «la enredadera de que antes hablé» (I, p. 403, etc.) o para anunciar algo («pronto diré como» (I, p. 491), «el interés [...] no podrá ser comprendido sin...» (II, p. 439, etc.). Esa presencia querida por el narrador «imperioso» de un lector, que seguramente se lo agradece7, permite marcar el ritmo de la narración a veces incluso para el propio narrador que, en el caso de Fortunata y Jacinta, y a diferencia de Fernán Caballero y Pereda, por ejemplo, no mantiene al lector bajo un control demasiado estrecho y no abusa de tal facilidad (son en total unas 30 situaciones de este tipo).

En otros casos menos numerosos (unos ocho en total en mi muestra), el narrador implica al lector en una como connivencia superior, a través de su inclusión en la primera persona del plural que no es sólo pura retórica: decir «ya sabemos que» (I, pp. 241 y 243), es claramente poner al lector al mismo nivel que el narrador, hasta darle la ilusión de estar con él, en el momento «real» de la narración como en ese: «Ahora se nos presentan algunos ramos que están sueltos y no lo están» (I, p. 244) o «ya tenemos aquí» (I, p. 241).

Por fin, en unos doce casos, el narrador interpela al lector («Figúrese el lector» (I, p. 528), «¿En qué creeréis que se fundó...?» (I, p. 636, etc.), consagrándole oficialmente en su existencia como protagonista de la novela, como «supra-lector» («¿Quién creería?» (I, p. 235), o más a menudo como elemento fundador de la narración y de sus orientaciones, indirecta o directamente («para que el lector vaya formando juicio» (I, p. 448). Es el lector activo de que habla Germán Gullón8.

Un estudio más exhaustivo y fino a cargo de un narratólogo o de un lingüista, y, sobre todo, una comparación con otras novelas, nos permitiría acaso apreciar mejor el grado de conformidad o de disconformidad del papel desempeñado por el lector nominal en Fortunata y Jacinta. Baste por ahora estas imperfectas observaciones para ilustrar el papel que juega para el narrador en el proceso de la creación.

Ahora bien: no siempre esta connivencia y homotimia teórica manifestada por el «nosotros», narrativa o retóricamente incluyente del narrador y del lector, queda en plan teórico, nominal, por emplear una palabra ya acuñada. El sistema de inclusión y connivencia también puede funcionar cara a la historia referencial.

Nos lo dará a entender la clara ambivalencia de una misma forma verbal «hemos visto» aplicada al principio del capítulo V de la parte segunda («Las Micaelas por fuera») a dos situaciones distintas: «hemos visto levantarse en aquella zona [la ampliación del Norte de Madrid] grandes pelmazos de ladrillo» (I, p. 591). «Allí [en la zona de la ampliación Norte] hemos visto levantarse el asilo de Guillermina Pacheco [...] y allí también la casa de las Micaelas» (I, pp. 591-592). Bien claramente se nota aquí la doble connivencia o simbiosis postulada entre narrador-lector nominal, enterados de la edificación del asilo de Guillermina, y entre el autor-lector real que participan de una misma experiencia histórica del tiempo, de la evolución de Madrid, al menos teóricamente.

El «nosotros» puede ser, pues, la expresión en la misma ficción y narración de una comunidad referencial histórica, vivencial: así lo indica, por ejemplo, la introducción de la referencia a la historia vivida, compartida en la fábula («aquella familia feliz discutía estos sucesos -el 3 de enero de 1874 ¡El Golpe de Estado de Pavía!- como los discutíamos todos» (I, p. 429), o sencillamente a la historia común, la de la patria española, por estar naturalmente dentro de una historia que se impone, se quiera o no, al nosotros español. Así han de entenderse, me parece, expresiones como: «estamos bajo la influencia del Norte de Europa...», «las comunicaciones rápidas nos trajeron...», «otros mensajeros saqueaban nuestras iglesias y nuestros palacios...» (I, p. 151), y, en la misma página, irrumpe Galdós en ese panorama de la evolución de la sociedad española de los años 40 con un «refiérome a los grandes acaparamientos...», no cabe duda de que cuesta distinguir al narrador del autor, lo mismo que más arriba al lector nominal del lector histórica y sociológicamente determinado. «Nuestra edad», «nuestro país» (I, p. 240), «entre nosotros» (II, p. 15) son todas expresiones que remiten a un vivido referencial, supuesto o reconstituido, que, dada la imbricación muy a menudo señalada en Fortunata y Jacinta de la ficción con los «referentes público-históricos», como escribe Francisco Caudet9, excluyen, por así decirlo, del lector modelo galdosiano todo el que no tenga en sí, natural o artificialmente (gracias a la escuela o a los Episodios Nacionales, por ejemplo), los necesarios referentes, al marco común donde se sitúan tales reflexiones sobre la historia patria.

Llegado aquí, cabe interrogarse sobre el valor «negativo» de las referencias al extranjero, esto es, a Francia fundamentalmente10, y «caseras», es decir, a Madrid, como universos o espacios incluyentes/excluyentes para el lector modelo galdosiano.

Menudean como se sabe -y en eso Galdós no se distingue de los demás escritores de la época y no sólo de los escritores- las alusiones a Francia, la pecaminosa y casquivana vecina, con su «Babilonia parisiense» (I, p. 117) de la que muchos españoles están pendientes e incluso dependientes. Pero los temas utilizados no pasan de pertenecer a una cultura común hecha de ideas acerca de la moda y la elegancia proverbial (I, p. 117, 433), de las «mujeres perdidas» que ahí abundan (II, p. 71) y el personaje de la viuda de Fenelón no es, quizá, más que la evocación semiconvencional y caricaturesca de una modista francoespañola, con visos de propietaria de un «A la dicha de las damas» madrileño. Ni siquiera la alusión en francés al defecto del chauvinisme que tenía su difunto marido Fenelón, es verdaderamente discriminante, ya que la frase siguiente («Empuñó las armas...»), indica con claridad las consecuencias fatales de tal rasgo, potencialmente incomprensible para muchos en un momento en que la palabra «chovinismo» aún no había cundido.

Lo mismo pasa con la utilización de Madrid como escenario y aún más para la novela. Sin duda un lector madrileño encontraría, y sigue en gran parte encontrando, en Fortunata y Jacinta referencias que forman parte de su propia cultura urbana madrileña y, en esa medida, puede ser mayor su connivencia con Galdós, por ejemplo cuando hace decir a doña Lupe que el padre Pintado tiene «un estómago como las galerías del Depósito de agua» (I, p. 598). Pero al parecer Galdós cuida de hacer inteligible todo lo que por pertenecer a la vivencia madrileña, dejaría de tener sentido para un forastero: así, por ejemplo, no se contenta con señalar que Fortunata «vivía en la calle de Tabernillas (Puerta de Moros)», sino que precisa, pensando en los no madrileños «que para los madrileños del centro es donde Cristo dio las tres voces y no le oyeron. Es aquel barrio tan apartado que parece "un pueblo"» (II, p. 105). Una situación «presente», que se hace aún más presente para los «ausentes» a través de un largo párrafo sobre la topografía y la composición sociológica de dicho barrio. Convendría comprobar el estatuto dentro de la narración de las referencias a Madrid no explicitadas antes de sacar deducciones mayores en cuanto a la dimensión madrileña o no del lector modelo.

Lo cierto es que si nos fijamos en otros elementos discriminantes (o sea incluyentes/excluyentes) en el campo lingüístico, histórico o cultural, se nota esta misma preocupación de Galdós por ser pedagogo, por explicar las cosas de manera que le entiendan más o menos fácilmente un público «amplio».

Es el fenómeno «dilema», palabra que dos veces aparece en la novela en situaciones idénticas de formulación por un personaje más o menos culto («O me caso contigo o me muero. Este es el dilema»), dice un muy shakesperiano Maximiliano (I, p. 495); «Por más que se devane los sesos, no podrá salir de ese dilema» dice Evaristo Feijoo (II, p. 97), con incomprensión reiterada de Fortunata («Tié gracia... Y ¿qué quiere decir dilema?», «¿De este qué?»). Pues bien, la presunta discriminación dentro de la narración entre las que saben y la que no sabe el sentido de la palabra «dilema» no para aquí, ya que en ambos casos se propone una explicación por parte del personaje culto o del pedagogo narrador. («Pues esto: que o me caso o me muero»; «Dilema, quiere decir que a fondo o a Flandes»).

Varias situaciones de este tipo, con la incomprensión manifiesta de Fortunata se dan en la novela. Teóricamente permiten deslindar niveles de lengua de manera más o menos precisa entre aquellos que entienden el sentido de determinadas palabras, conceptos y los que no, entre un público culto y el pueblo: «Soy siempre pueblo» proclama Fortunata, quien no entiende bien los conceptos en boca de un Juan que los emplea «con un poquito de pedantería» dice Galdós (I, p. 690), ni las teorías de Evaristo, «sin duda por el lenguaje que empleaba su amigo» (II, p. 114). De ahí que se pregunte qué quiere decir «aquello de mitología» (I, p. 565), que no esté segura de lo que significa la palabra «inmueble» (I, p. 573). Pero también se dan casos en que Galdós no da explicaciones.

Podríamos preguntarnos qué tipo de vigencia para el lector modelo tendrían palabras, expresiones o conceptos, del campo de la medicina como «neurosis» (II, p. 212), «desbordamiento vascular» (II, p. 363), etc., o de la botánica y de la farmacia, con sus muchos latines. Pero también sabe Galdós explicarnos que el aceite de crotón es «el derivativo drástico por excelencia» (II, p. 315).

A primera vista no parecen abundar tales hermetismos. Incluso podríamos decir que el lector modelo galdosiano es el que sabe el sentido de «mitología», «inmueble», «fuero de la naturaleza», «despotismo social», «ideas matrices», etc., e incluso «cuadratura del círculo» (II, p. 99), «amazónica» (I, p. 607), y tal vez «heliogábalo» (I, p. 607), aunque el estar puesta en la boca de doña Lupe puede infundir sospechas sobre el sentido y la función que le presta el narrador.

Un inventario sistemático del léxico de la novela para un posterior -pero hoy día todavía hipotética comparación con la lengua estándar o la lengua de tal o cual fracción de la sociedad coetánea de la novela-, permitiría profundizar más y llegar a mayores certidumbres y más matices al respecto, ya que, por ejemplo, no deja de sorprender al lector de hoy que Fortunata no comprenda lo que quiere decir «de marras» (I, p. 717).

Otros indicios sobre el lector modelo se pueden encontrar a través de las numerosísimas referencias de tipo cultural (aquéllas que comúnmente requieren hoy notas en una edición crítica) pero también las que suponemos «sabidas», o sea, el problema de la competencia sociocultural del momento en que le ha tocado vivir al lector coetáneo de la producción de la obra.

Un ejemplo me parece muy representativo de los planteamientos de Galdós y es la descripción de ese «insigne hijo de Madrid» que fue Estupiñá: «Era de estatura menos que mediana, regordete y algo encorvado hacia adelante», escribe el narrador, quien, a continuación se dirige no al lector, sino a un tipo de lectores: «Los que quieran conocer su rostro, miren el de Rossini, ya viejo, como nos le han transmitido las estampas y fotografías», lo cual plantea indirectamente el problema de las oportunidades de poder «mirarlo» (en casa o en el teatro, con referentes adquiridos o por adquirir, etc.). En todo caso se adhiere el narrador a la segunda eventualidad, ya que precisa: «estampas y fotografías del gran músico», dando, pues, una clave cognitiva. Con esto los lectores podrían decir «que tienen delante al divino Estupiñá». Pero, en seguida, la mera referencia se hace descripción: «La forma de la cabeza, la sonrisa, el perfil sobre todo, la nariz corva, la boca hundida, los ojos picarescos, eran trasunto fiel de aquella hermosura un poco burlona». Descripción que cuenta con un referente mucho menos culto que «Rossini»: «Polichinela» -«una hermosura... que con la acentuación de las líneas de la vejez se aproximaba algo a la imagen de Polichinela»-, para concluir, por si acaso, con un referente ya totalmente general: «La edad iba dando al perfil de Estupiñá un cierto parentesco con el de las cotorras» (I, p.177).

Se ve, pues, la atención prestada por Galdós a una más amplia comprensión por parte de sus lectores. Con otras palabras, suele actuar como buen pedagogo acompañando la referencia de su elucidación. Otro ejemplo nos permitirá confirmarlo. Es la descripción de la cretona examinada por Fortunata (II, p. 256): «Hay, escribe Galdós, un enano, un monstruo, vestido con balandrán rojo y turbante, alimaña de transición que se ha quedado a mitad del camino darwinista». Y aquí podría parar la frase, pero, sintomáticamente, prosigue Galdós «por donde los orangutanes vinieron a ser hombres», seguramente porque, aunque el debate en torno al darwinismo tuvo alguna repercusión, el empleo «natural» que él hace del adjetivo, supone una cultura que no tendría una parte de sus lectores potenciales, al mismo tiempo que le da pie para una irónica presentación, estética más que científicamente lograda, de las teorías transformistas11.

Se observan las mismas precauciones por hacer inteligibles ciertas referencias histórico-culturales. Así, por ejemplo, al mencionar la casa de dulces Ranero, sólo conocida por los madrileños de la época añade: «para elegir algunas culebras del legítimo mazapán de Labrador» (I, p. 400-401). ¿Qué deducciones sobre el posible lector modelo se podrán sacar de las reiteradas asimilaciones del rostro de Mauricia la dura, «mujer napoleónica» (I, p. 618), con el de Napoleón Bonaparte antes de ser Primer Cónsul o con la cara «del otro, cuando señalando las pirámides dijo lo de los "cuarenta siglos"» (I, p. 616). Como dice Galdós hay que entender «algo de iconografía histórica» (I, p. 607) para comprender el símil, y muy acertadamente llama nuestra atención Peter Bly sobre la importancia de los elementos visuales en Galdós12, y tal vez más allá, en toda la sociedad de la Restauración, incluso entre sus capas más populares, lectoras de aquella literatura más o menos napoleónica presente en el circuito de la literatura de cordel13.

Una vez más surge la tentación de sugerir un inventario sistemático de cuantas referencias históricas y culturales se presentan en la novela, para discriminar entre las que se mencionan a secas, como en el caso de referencias a personajes o hechos de la Historia española o universal (el Conde-Duque de Olivares (I, p. 449), Mendiry, Camús, Bastiat, Parson, etc.; las Islas Marianas (I, p. 683), El Papelito (I, p. 576), etc., y las que vienen acompañadas por un comentario o, al menos, por una clave, entre aquéllas que pudieran formar parte de la vivencia histórica común y las que acaso sólo pertenezcan a un sector, reducido de la sociedad lectora. Pero también cabría interrogarse sobre el sistema referencial de las metáforas, según se trate de la voz de los personajes o de la voz del narrador; preguntarse por qué Galdós aclara lo de «jamás, jamás, jamás» -«Ya ves el bueno de Juan Prim qué lucido ha quedado con sus jamases», (II, p. 159)-, y no lo del coronel Iglesias (I, p. 438); comprobar que cantonalismo había venido a significar desorden y que así lo emplea sin más comentarios, familiarmente, -«¿Crees que se te va a tolerar ese cantonalismo en que vives?», le dice doña Lupe a su sobrina Fortunata (II, p. 376)-, y que también supone que sus lectores están al tanto de la guerra francoprusiana -«Yo fui Metz.., y ella es Belfort» (II, p. 329)-, o saben cual es el tono «que debe emplear Bismarck para decir al emperador Guillermo que desconfía de la Rusia» (I, p. 400); ver qué cultura literaria o histórica le supone Galdós a su lector modelo cuando hace referencia a Schiller, a Pitágoras o a una «Dubarry española» (II, p. 76), por ejemplo; cuando «ve» en el amarillo tila «cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en "La Traviatta"», o menciona «una tonadilla de la "Mascota" y la sinfonía de "Semíramis"» (I, p. 394). Desde luego no supondría lo mismo para el lector de entonces encontrarse con una alusión a La Dama de las Camelias (I, p. 185), que enterarse de que cuando D. Basilio Andrés de la Caña trabajaba «parecía que estaba escribiendo la "Crítica de la razón pura"» (II, p. 18). Por supuesto, la configuración de tal «horizonte de expectativas culturales» teóricamente incluyente o excluyente, no es rémora absoluta para que la participación del lector se haga o no: también existen formas de hipolectura, e incluso de «traición», y podemos suponer distintos niveles de lectura, de menos a más perfecta y completa; pero creo que por su relevancia en el proceso creador conviene intentar precisar más aún la naturaleza de las relaciones proyectadas por el lector con sus lectores.

Otros indicios nos pueden servir como, por ejemplo, los distintos planteamientos de las relaciones con la historia y el tiempo.

Cuando trata Galdós del período anterior al tiempo de la novela, «la época en que era de moda ser tísico», por ejemplo (II, p. 286), se nota en él (un poco como en los Episodios Nacionales) una preocupación por restituir unos conocimientos, restaurar una realidad, evocar cosas pasadas, como en el primer capítulo, pero sin aclararlo todo a fondo, como en el caso de personajes o acontecimientos históricos.

Para el período abarcado por el tiempo de la novela, se sabe que Galdós echa mano «de palabras que tienen un contenido referencial público-histórico»14, pero también se dan casos poco esperados, en que se muestra explícito, como si quisiera garantizar la comprensión más amplia.

Éste es el caso, por ejemplo, del número extraordinario de un periódico que doña Lupe cree que se está pregonando en la calle: «Los tres oyeron gritos en la calle, y doña Lupe puso atención creyendo que era un extraordinario de periódico anunciando triunfos del ejército liberal sobre los carlistas», escribe el narrador; pero, a continuación, puntualiza el autor para los lectores de 1887 que no hayan vivido esa época (¿para nosotros?): «En aquellos días del año 1874, menudeaban los suplementos de periódico, manteniendo al vecindario en continua ansiedad» (I, p. 580), lo cual es una información destinada a comprender la reacción del personaje doña Lupe, reacción tan fácilmente comprensible o incomprensible del todo, según.

También al principio de la parte tercera recuerda Galdós para su lector modelo la circunstancia de 1874 («natural es que en el café se hablara principalmente de la guerra civil») y, a continuación, desarrolla el tema: «En aquel año ocurrieron sucesos y lances muy notables, como el sitio de Bilbao, la muerte de Concha y, por fin, el pronunciamiento de Sagunto. Raro era el día...» (II, p. 23). Parece, pues, que Galdós no se contenta con suponer los necesarios conocimientos para la comprensión de la conversación que sigue, sino que hace tomar al narrador medidas adecuadas encaminadas a garantizar la mejor comprensión por parte de sus lectores incluso más coetáneos.

Eso de la coetaneidad funda una homotimia natural -la temporal- sobre la cual descansan reflexiones del autor omnisciente, como el referirse a la transformación del gusto que se ha verificado de diez años a esta parte (II, p. 77), o sea desde el tiempo del narrador al tiempo del autor, de llamar la atención sobre un anacronismo -«su marido "entretenía", como se dice ahora, a una mujer» (II, p. 49)-, o también transgresiones temporales como la que se produce en la evocación de las calles Raimundo Lulio y la de Don Juan de Austria donde se encuentra el cuarto de doña Lupe:

El cuarto era principal, desde aquel sitio se vería muy bien pasar la gente en caso de que la gente quisiese pasar por allí. Pero la calle de Raimundo Lulio y la de Don Juan de Austria, que hace ángulo con ella, son de muy poco tránsito. Parece aquello un pueblo. La única distracción de doña Lupe en sus horas solitarias era ver quién entraba...


(I, p. 530)                


Excepto el caso poco probable de que Galdós empiece un monólogo interior muy a lo moderno, se trata aquí de una confusión entre el tiempo del narrador y el del autor madrileño y, por vía de consecuencia, del lector, con el cual el narrador, y, también el autor, quizá ha vivido, pero en todo caso vive un mismo momento, una misma circunstancia...

Otras intervenciones del autor en el curso de la narración bajo forma de juicios o reflexiones/meditaciones más o menos filosóficas podrían también situar el plano ideológico en que pueden coincidir tal o cual grupo, o, al revés, autoexcluirse. Pero lo general, el carácter abstracto u anodino de las reflexiones (para el lector de hoy al menos) no abre muchas pistas al respecto. Cuando, por ejemplo, dice Galdós que en el verano del 73 la Península «era una inmensa pira a la cual cada español había llevado su tea y el Gobierno soplaba», aún se puede distinguir entre la corresponsabilidad nacional y la condena del Gobierno de Nicolás Salmerón, pero cuando las disquisiciones versan sobre «nuestro barro constitutivo que conlleva el vicio de mendicidad que consiste en desear lo poco que no se le ha otorgado a uno» (I, p. 238-9), la obstinación en el error (I, p. 417-8), la ignorancia española (I, p. 492), las personas rutinarias (II, p. 150), las tertulias de café y lo charlatán que es el español (II, pp. 16 y 21-22), los hechos fatales en la historia de una familia o de los pueblos (II, p. 162) e incluso de «las grandes verdades que en nuestras sociedades posee el pueblo» (II, p. 251), difícil es definir una filosofía de la vida o de la historia que nos permitiera pensar en un público determinado, ya que predomina, al fin y al cabo, lo más general, dentro del marco español, eso sí. A lo sumo la insistencia sobre las tertulias de café o las referencias a aspectos psicológicos bajo una forma casi científica (I, pp. 521 y 539) podrían hacer pensar en unos lectores con experiencia o conocimientos similares. Pero prevalece, me parece, el carácter general, y no pasa Galdós, en este caso, de filósofo de café o del sentido común15.

Llegado al final (provisional) de ese somero repaso a una muy compleja problemática, el lector de este estudio puede sentirse defraudado, porque, una vez más, no ha salido el lector real sino un esbozo de lector modelo16.

Al menos, creo que podemos dejar sentado y probado que al escribir Fortunata y Jacinta se planteó Galdós el problema, no sólo del lector nominal, sino de un lector modelo, de sus lectores, sus «habituales lectores» como llegaría a decir, con los cuales comparte su ciencia de narrador, pero también ciertas experiencias comunes, como español que ha vivido cierta época, como madrileño, como hombre de cierta cultura y conocimientos, atento a la actualidad extranjera, lector de periódicos e incluso como propietario de una parte del idioma general no comúnmente utilizado.

Pero también notamos la voluntad por parte de Galdós de dar acceso a su obra a una parte no naturalmente homotímica, a través de una pedagogía de la información (lo que A. Tarrio califica de «interés exacerbado por transmitirnos la competencia socio-histórico-cultural de su tiempo»17) y coincide con su afán permanente por ensanchar su público.

¿Bastará, pues, con decir que Galdós escribe desde, sobre, para e incluso contra la burguesía? Dentro de la homotimia postulada con el lector modelo, vemos que, a pesar de todo, existen una serie de factores discriminantes representativos de las diferencias que pueden existir entre esa comunidad de cultura que sobreentiende toda obra artística y que Galdós supone a su lector (cuando no se la «pone») y tal o cual fracción de la «clase media».

Un estudio más fino, a través de los indicadores señalados y de otros más ocultos, de ese microcosmos cultural de la novela dentro del contexto histórico referencial, nos ayudaría acaso a entender mejor las dificultades encontradas por Galdós para hacer que sus Novelas Españolas Contemporáneas tuvieran el impacto nacional e internacional deseado. Lo cierto es que de Fortunata y Jacinta tardará 30 años en vender 12.000 ejemplares, cuando de la primera serie de los Episodios Nacionales se vendían tres veces más18.

Porque si Galdós modifica como narrador sus relaciones con el lector hacia una mayor confianza y familiaridad, según sugiere María Isabel García Bolta19, también eleva el nivel de exigencias de su lector modelo a pesar de las reacciones de sus lectores reales. Así, a pesar de la relativa homogeneidad de un núcleo de unos clientes-lectores conquistados entre 1874 y 1880, no consigue Galdós evitar la autoexclusión de una parte importante de lectores reales que no le acompañan -no pueden acompañarlo- en su evolución. Ahí están algunas cartas por él recibidas.

La razón fundamental es, acaso, que Galdós no quiere abdicar de su libre albedrío de novelista experimental y mantiene fundamentalmente su concepción de lector modelo, sin hacer caso de los lectores reales, convidándonos, una vez más, implícita y retrospectivamente, a pensar en una necesaria socio-estética de la narrativa bajo la Restauración.





 
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