Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Lecturas, malas lecturas y parodias: desplumando el cisne rubendariano (Enrique González Martínez, Delmira Agustini, Vicente Huidobro, Nicanor Parra)

Niall Binns






ArribaAbajoIntroducción

Poetic history, in this book's argument, is held to be indistinguishable from poetic influence, since strong poets make that history by misreading one another, so as to clear imaginative space for themselves.

My concern is only with strong poets, major figures with the persistence to wrestle with their strong precursors, even to the death. Weaker talents idealize; figures of capable imagination appropriate for themselves.


(Bloom 5)                


Así formulaba Harold Bloom la premisa básica de The Anxiety of Influence: una visión de la poesía como la lucha perpetua entre el poeta-padre y sus efebos, emprendidos éstos en una busca angustiada por desplazarlo, usurpar su lugar, huir de su influencia sofocante, y efectuar su parricidio mediante «malas lecturas». Bloom se refiere específicamente a la poesía moderna; no a esa edad «anterior al Diluvio», cuando todavía existía una influencia generosa, encarnada en la relación de Dante con su precursor Virgilio, quien estimulaba en su efebo no la «ansiedad de la influencia», sino el amor y la emulación (122). Después del «diluvio», y sobre todo a partir del romanticismo y las filas de movimientos que lo siguen, Bloom nos insta a dejar de interpretar el texto poético como una entidad autónoma, como la producción de un ego autónomo; al contrario, «let us pursue in stead the quest of learning to read any poem as its poet's deliberatem is interpretation, as a poet, of a precursor poem or of poetry in general» (43). Leyendo así la historia de la poesía moderna inglesa, Bloom descubre la lucha de los poetas románticos por liberarse de la influencia de Milton, y el surgimiento entre ellos de dos «poetas fuertes», Wordsworth y Keats, a su vez convertidos en padres titánicos, cuya influencia estremecería a toda la generación que los seguía.

En el contexto de la literatura hispanoamericana, no cabe duda de que Rubén Darío se perfila como el primer «poeta fuerte» en lengua española de su continente. Padre del modernismo, generador de la primera «moda» moderna que revolucionara la poesía hispana, su genio resultó inimitable y a la vez imitadísimo; no quería discípulos, insistía en que cada uno buscara su propia libertad y su propia individualidad poéticas, pero surgió de sus huellas un millar de seguidores, repetidores ad infinitum de técnicas y símbolos que él había desarrollado con exquisitez a lo largo de su producción poética. Esa poesía que aborrecía el clisé se volvió, ella también, clisé; lo nuevo se hizo rutina; lo deslumbrante, opaco. Y así, en los años posteriores a la apoteosis dariana, posteriores al triunfo incuestionable de Cantos de vida y esperanza y al triunfo más parcial, más desigual, de El canto errante, y mientras los poetas menores seguían idealizándolo, empezaron a alzarse a su alrededor efebos rebeldes, resentidos con el padre, reacios a petrificarse a la sombra de su influencia: dispuestos todos a cometer el parricidio. Son los poetas fuertes de la nueva generación, esas «figuras mayores con la persistencia para luchar con sus precursores fuertes, incluso hasta la muerte».

En este estudio, considero la rebelión poética emprendida por cuatro «efebos» de Darío, en torno al símbolo plurivalente del cisne, ave predilecta de la primera época del nicaragüense, y cuya significación textual en Darío sería malleída, malinterpretada, por todos los rebeldes que lo acechaban. Estos efebos son: Enrique González Martínez, Delmira Agustini, Vicente Huidobro, y también un cuarto, que se viste burlonamente de efebo retardado: Nicanor Parra. Mis interpretaciones no pretenden corresponder en forma estricta a la teoría poética de Bloom, que evita una detallada lectura de relaciones textuales, limitándose a esbozar las borrosas relaciones entre la Palabra y la «identidad imaginativa» del poeta-padre y sus efebos. Aquí aterrizan, se vuelven concretas las ideas de Bloom, articuladas en torno al símbolo del cisne: éste será el (inter)texto leído, mal leído, distorsionado y parodiado, fuente de manifestaciones que se inscriben claramente en la tradición de la ansiedad de la influencia, en la tradición de la ruptura, en el afán de originalidad: es decir, en la modernidad.




ArribaAbajoEl cisne rubendariano

En sus estudios sobre el cisne dariano, Pedro Salinas esboza -sin someterlas a la siguiente ordenación, que corresponde a mi interpretación- ocho categorías:

  • 1. El significado principal del cisne dariano, según Salinas, estriba en sus asociaciones con el mito griego de la violación de Leda: «La obsesiva afición de Rubén Darío al cisne me parece inseparable del mito de Leda. Satisfacía éste los más caros apetitos del poeta americano, por su extraña combinación de dignidad y refinada y perversa sensualidad» (Salinas 1948, 56). La cópula entre la bella mujer y Júpiter, convertido en ave, le permite a Darío la «divinización de su apetito erótico» (Salinas 1978, 100).
  • 2. Al mismo tiempo, la presencia del cisne en Darío convoca el mito romántico de Lohengrín, difundido en los campos cultural de todo Occidente por la música -y sobre todo, por la fama de la música- de Wagner: «El cisne lohengriano era el príncipe encantado, doncel de leyenda nórdica, mito espiritualista y sentimental que complementaba a la perfección el otro mito sensual» (1948, 56).
  • 3. El cisne es enigma y cifra de lo blanco, y, por lo tanto, de lo puro.
  • 4. La curva del cuello del cisne se convierte en signo de interrogación, que procura arrancar su secreto a la Esfinge. Así Prosas profanas termina con el verso: «y el cuello del gran cisne blanco que me interroga»; interrogación que se retoma en los primeros versos de la sección de «Los cisnes» de Cantos, con la pregunta: «¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello / al paso de los tristes y errantes soñadores?».
  • 5. El cisne se asocia con la aristocracia; es «el cisne marqués» de «El país del sol», en Prosas profanas (se trata, por supuesto, no de un lineaje privilegiado, sino de «la aristocracia del pensamiento» y «la nobleza del arte», ambas celebradas en el prefacio de Cantos).
  • 6. Es el cantor de la esperanza, en la última estrofa del primer poema de «Los cisnes»: «Y un cisne negro dijo: "La noche anuncia el día" / Y uno blanco: "¡La aurora es inmortal, la aurora / es inmortal!" ¡Oh tierras de sol y de armonía, / aún guarda la esperanza la caja de Pandora».
  • 7. Es una eterna fuente de inspiración estética, que incorpora a Darío dentro de una larga tradición. Así el yo poético compara su canto al cisne con el de Ovidio, Garcilaso y Quevedo («Los cisnes I»); y en «El cisne», de Prosas, celebra su papel como procreador de una nueva poesía heredera de Grecia: «Bajo tus blancas alas la nueva Poesía / concibe en una gloria de luz y de armonía / la Helena eterna y pura que encarna el ideal».

Todos estos significados del cisne dariano trascienden la simple apariencia física del ave, y constituyen proyecciones simbólicas de sus rasgos materiales. Sin embargo, hay un octavo significado, que permanece en un plano más superficial:

  • 8. El cisne se usa también «por su puro valor plástico, sin ir más allá de su forma bella y de las asociaciones de imágenes materiales que despierta» (1948, 57). Así le corresponde un lugar principal en la decoración de los «paisajes poéticos» o «culturales» de Darío.



ArribaAbajoEnrique González Martínez. Torciendo el cuello del cisne

El artículo de Salinas, «El cisne y el búho», que lleva el subtítulo significativo de «Apuntes para la historia de la poesía modernista», se centra en el soneto aparentemente iconoclasta de Enrique González Martínez, «La muerte del cisne», celebrándolo como un primer -y definitivo- tiro de gracia a la estética modernista.

Rubén Darío, emperador del alejandrino, monarca sin rival de la nueva escuela, lo patrocina (al cisne) como su ave áulica, truchimán ilustre de su pensamiento poético y príncipe de los pájaros. El prestigio del cisne parecía inconmovible. Y precisamente entonces, en pleno reino de lo císnico, salta un rebelde, la voz de un joven poeta mexicano, invitando no ya solo al repudio del cisne, como ave del norte y símbolo, sino a la torsión de la más memorable y admirada parte de su ser, el cuello. Dado el cimero papel que llenaba el ave en la monarquía literaria, se podría calificar esa voz de excitación al magnicidio, y nada menos.


(1948, 53)                


Este célebre soneto, publicado en 1911 en Los senderos ocultos, y luego reproducido en el siguiente libro de González Martínez -al cual presta su nombre, La muerte del cisne (1915)-, se suele considerar como uno de los grandes hitos de la poesía hispanoamericana.



Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje
que da su nota blanca al azul de la fuente;
él pasea su gracia no más, pero no siente
el alma de las cosas ni la voz del paisaje.

Huye de toda forma y de todo lenguaje
que no vayan acordes con el ritmo latente
de la vida profunda... y adora intensamente
la vida, y que la vida comprenda tu homenaje.

Mira al sapiente búho cómo tiende las alas
desde el Olimpo, deja el regazo de Palas
y posa en aquel árbol el vuelo taciturno...

El no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta
pupila, que se clava en la sombra, interpreta
el misterioso libro del silencio nocturno.


Fue tanta la resonancia que provocó el soneto, que González Martínez sería estigmatizado para siempre con el rótulo de «matador de cisnes». En 1941, sin embargo, llegó a insistir en que no había tenido ninguna intención de atacar a Rubén Darío: «Con la mano puesta sobre el corazón, declaro que cuando escribí aquellos versos estaba muy ajeno de pensar en el autor de Prosas profanas. Quise en aquel momento contraponer dos símbolos... Nada más. El cisne, por más grato que haya sido a Rubén Darío, no es su exclusiva propiedad» (Michaelson 4). Hasta cierto punto, la posición inconspicua del poema en el centro del libro Los senderos ocultos podría indicar, efectivamente, que no existía una clara intención de desafiar al modernismo dariano, por lo menos con afán polémico1. Sin embargo, tal propósito sí existió, como observa Salinas, en la decisión de transformar el título del soneto en el de su libro siguiente, y de re-publicarlo allí, como el único poema de un primer apartado que llevara la designación «El símbolo». Además, muchos años después González Martínez titularía su autobiografía, cuya primera parte se publicó en 1944, El hombre del búho. En tales circunstancias, es innegable que el poema encierra, por lo menos a posteriori, un valor intencionadamente simbólico.

Como se ha visto, el símbolo del cisne en Darío es plurivalente. ¿Cuál de los cisnes darianos es blanco del ataque del mexicano? El primer verso del soneto ofrece una clave, aludiendo al verso célebre de «L'Art Poétique» de Paul Verlaine: «Prends l'éloquence et tords-lui son cou». Esta alusión asocia la elocuencia romántica tan aborrecida por el simbolista francés, con el sobreuso y desgaste del símbolo del cisne modernista. En el soneto del mexicano, el cisne «da su nota blanca al azul de la fuente», «pasea su gracia», y «no siente el alma de las cosas, ni la voz del paisaje». Esto muestra, para Salinas, que el «enemigo» de González Martínez es el cisne superficial: por un lado, el cisne mítico de Leda, símbolo del placer de los sentidos, «signo del goce jubiloso de la vida en las más hermosas superficies carnales», y por otro, el cisne estético de los paisajes culturales, ese «puro ornamento gracioso, que se desliza en sucesión de lánguidas posturas por las láminas de los lagos azules». Ambos son «cultivadores de superficies, seres que resbalan sobre las formas aparentes del mundo, sin más urgencia que disfrutarlas, ni otra misión que acrecer su belleza. Y, por ende, ignorantes o desdeñosos de la vida interior» (1948, 59)2.

El búho, por el contrario, aunque carente de gracia, es «sapiente», tiene su inquieta pupila clavada en la sombra, e «interpreta el misterioso libro del silencio nocturno»; asimismo, posee los atributos negados al cisne: es decir, es capaz, él sí, de sentir el alma de las cosas y la voz del paisaje.

La segunda estrofa rechaza la forma y el lenguaje «que no vayan acordes con el ritmo latente de la vida profunda». El símbolo cisne, desplegándose aquí para sugerir toda una manera modernista de poetizar, conlleva una forma y un lenguaje superficiales: la flexibilidad liviana, la adjetivación ornamental, la rima fácil, las innovaciones métricas. Por su lado, el soneto sugiere que la mirada inquieta del búho le otorga al poeta el poder de penetrar en las profundidades de la vida, y el don de la revelación, expresada en un lenguaje y una forma sobrios y graves.

Salinas destaca dos limitaciones en el alcance de la ruptura de este poema. Por un lado, González Martínez, al escoger el búho como símbolo antitético al cisne dariano, siguió al nicaragüense en su elección simbólica de un ave helénica. Frente al cisne de Venus y de Júpiter, el mexicano erige el búho, que baja al mundo desde «el regazo de Palas» en el Olimpo. La oposición búho/cisne así se ensancha para incluir la oposición Minerva/Leda, pero «todo se queda en casa, es decir, en el Olimpo, domus aurea de la poesía modernista» (1948, 61). Es lo mismo que había señalado Vicente Huidobro, en los años más iconoclastas de su creacionismo (en Vientos contrarios, de 1925): «Ignoro si otros poetas, al igual que yo, tienen horror a los términos mitológicos, y si también rehuyen los versos con Minervas y Ledas» (Huidobro 686).

Por otro lado, Salinas muestra que el búho aparece también en la poesía de Darío, a partir de Cantos de vida y esperanza, en un verso del último poema de la sección «Los cisnes» («Se dio a los búhos sabiduría»), y en el poema «Augurios»3. Salinas interpreta estos textos como evidencia de la validez del tono crítico de «La muerte del cisne»: «¿No justifica el mismo Rubén Darío a González Martínez en esta patética llamada al búho? ¿No es ésta una declaración de la insuficiencia del cisne?» (1948, 62). Puede ser4, pero el búho no se propone como un sustituto en Darío. Habría que tomar en cuenta que los textos usados por Salinas para ilustrar este argumento han sido arrancados de su contexto. En el primero de los poemas citados, a la vez que los búhos recibían la sabiduría, se daba a la alondra la luz del día, al ruiseñor la melodía, a los leones la victoria, a las águilas la gloria, y a las palomas el amor. Y en «Augurios», pasaron por delante del poeta no solo el búho con su sabiduría, sino el águila con su fortaleza, una paloma con su arrullo encantador y su lascivia, un gerifalte con sus uñas, sus alas y sus patas, un ruiseñor, un murciélago, una mosca, un moscardón, y después nada: la muerte.

El intercambio simbólico que González Martínez efectúa entre el cisne y el búho se proclama con un tono fuertemente didáctico, manifiesto en el uso repetido del imperativo: «Tuércele el cuello al cisne...»; «huye de toda forma...»; «adora intensamente la vida»; «mira al sapiente búho». El hablante predica desde una posición de autoridad absoluta, imponiendo sus preceptos con certeza doctrinaria y con resabios de la Academia; lejos del tono de Darío, quien siempre buscaba (en vano) -y nunca imponía- certezas, y era reacio a formular manifiestos: «Mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal», afirmó en las palabras liminares a Prosas profanas. A pesar de ellas, el hechizo de la poesía de Darío engendró todo un enjambre de imitadores, de «rubendariacos» -en el término de José Asunción Silva-, o de pajes y esclavos, en palabras del propio nicaragüense. Fue contra éstos que González Martínez reaccionó, según explicaría en la primera parte de su autobiografía, El hombre del búho (1944): la secta modernista «había tomado muy en serio su papel de abanderado de la nueva tendencia literaria, y se volvía cada vez más intransigente con lo que se apartaba del dogma en cuyas aras oficiaba» (González Martínez 681). En este sentido, se entiende que el tono dogmático de «La muerte del cisne» responde a un ámbito de escaramuzas literarias entre los jóvenes poetas mexicanos; no obstante, el tono taxativo sería sencillamente inconcebible en el espacio poético -tan poco dogmático- de los «vagos» cisnes de Darío, y es más que dudoso que haya constituido una «superación» del discurso modernista. A fin de cuentas, González Martínez era médico y su poesía tiene un aire de recetario que lo condena.

En este sentido, vale la pena volver al primer verso del soneto de González Martínez: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje». ¿Qué sentido hay en esta palabra, «engañoso»? A mi juicio habría que interpretarla como signo de un fracaso, de una trascendencia malograda, en el uso dariano del símbolo císnico. Es decir, ese plumaje que daba su nota blanca al azul de la frente, pretendía trascender en cada una de las significaciones no decorativas que distinguió Salinas: pretendía trascender, divinizar, la pasión carnal y el eros; pretendía evocar un espiritualismo heroico en su encarnación lohengriano; intentaba representar la virtud en su blancura; procuraba convertir el cuello del cisne en signo de interrogación frente al misterio; quería erguirse en símbolo de la aristocracia, del ser superior, del élite; se lanzó a cantar la inmortal esperanza, blandiendo una fe inverosímil en el futuro; se ofreció como eterna fuente de inspiración, pero terminaba en los labios de toda una generación de imitadores de Darío. Y Rubén Darío, él mismo encarnado bajo la forma de su símbolo predilecto, terminaría desencantado con sus propias invenciones, secada su inspiración poética, acosado por las primeras señales de la vanguardia (Marinetti, etc.), y sumido, en su vida personal, en un estado deplorable de alcoholismo. Murió el cisne.

Y sin embargo... El gesto iconoclasta termina en el vacío. González Martínez buscó el parricidio pero fracasó. Comentó, en su autobiografía, unas circunstancias bastante patéticas: «A pesar mío, sigo siendo, con demasiada frecuencia, el matador de cisnes y el devoto de los búhos, con cierta desatención crítica a muchos otros aspectos de mi obra ulterior» (González Martínez 706-707). Y la verdad es que el búho-intérprete, confiado en sus certezas, nos interesa mucho menos hoy que el cisne, preso de incertidumbre, anhelante de la verdad; y no solo el cisne, sino también el búho, conlleva sus engaños, cuando su «inquieta pupila» se vuelve pupila dogmática de predicador. Por otro lado, González Martínez expresó su perplejidad con los críticos que insistían en clasificarlo como modernista: «Por más que busco, no entiendo por qué en algunas críticas sobre mi obra y en algunas antologías, se me coloca entre los modernistas [...] Dudo que la crítica severa y ajustada a la realidad, pueda llamarme modernista» (681-682). No obstante, la historia de la poesía hispanoamericana que se está (re)escribiendo es terca. Sigue llamándolo modernista. Así es el caso, por ejemplo, de la Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana de José Olivio Jiménez, quien insistía en que «su recta ubicación cae, y con alto grado de ejemplaridad, dentro de la estética modernista», observando que «el esguince que propone (hacia una poesía más natural, honda y preocupada por el destino esencial del hombre) había aflorado, aún antes que él y con más intensa gravedad, en el maestro mayor del modernismo y en su momento cenital -el Darío de Cantos de vida y esperanza» (Jiménez 278). Es decir, el efebo se diluye frente al maestro; a pesar de su rebeldía, su mala y reductiva lectura del símbolo císnico se desintegra, y quizás sea que González Martínez no haya sido el poeta fuerte que lucha con el precursor hasta la muerte, sino un efebo débil que, a pesar de sus pataletas, lo sigue idealizando y revolotea siempre en la nefasta sombra de su influencia.




ArribaAbajoDelmira Agustini. Rompiendo el mutismo de Leda

Delmira Agustini ofrece una voz única dentro de la poesía modernista de comienzos del siglo. Su originalidad estriba, en gran parte, en el enfoque de mujer que aporta a un movimiento -y también a toda una tradición poética continental- casi exclusivamente masculino. Dentro del contexto expansivo de la crítica femenina-feminista de los últimos años, mucha atención se ha prestado al encruzamiento del modernismo y de la escritura de mujer en Agustini, cuyos ejemplos tal vez más destacados sean los poemas «císnicos», en los cuales se descubre la perspectiva masculina que operaba en el tratamiento de ese símbolo en Darío. Esta nueva crítica rechaza la lectura «masculina» que se ha hecho de Agustini, por ser reductiva en su biografismo, y por su insistencia en una visión estereotípica de la mujer como ser intuitivo e irracional. Según esas lecturas, el valor de la poesía de Agustini existía principalmente en su autenticidad, y en los inconscientes arrebatos de su pasión erótica; quitaban importancia, por lo tanto, a la conciencia crítica que pudiera tener -y tuvo- la uruguaya con respecto a los modos poéticos heredados del modernismo5.

Las apariciones del cisne en Agustini -o en cualquier poeta hispanoamericano posterior a Cantos de vida y esperanza- remiten al lector a la poesía de Darío, y exige una lectura doble que tome en cuenta los textos del precursor. Tres poemas de Los cálices vacíos, «Visión», «Nocturno» y «El cisne» se prestan a esta lectura doble.

Veamos las últimas estrofas de «Visión»:



Y era mi mirada una culebra
apuntada entre zarzas de pestañas,
al cisne reverente de tu cuerpo.
Y era mi deseo una culebra
glisando entre los riscos de la sombra
a la estatua de lirios de tu cuerpo!

Tú te inclinabas más y más... y tanto,
y tanto te inclinaste,
que mis flores eróticas son dobles,
y mi estrella es más grande desde entonces.
Toda tu vida se imprimió en mi vida...

Yo esperaba suspensa el aletazo
del abrazo magnífico; un abrazo
de cuatro brazos que la gloria viste
de fiebre y de milagro, será un vuelo!
Y pueden ser los hechizados brazos
cuatro raíces de una raza nueva:

Y esperaba suspensa el aletazo
del abrazo magnífico...
y cuando,
te abrí los ojos como un alma, ví
que te hacías atrás y te envolvías
en yo no sé qué pliegue inmenso de la sombra!


Las críticas Margarita Rojas, Flora Ovares y Sonia Mora reconocen la importancia del cisne dariano como un intertexto erótico en este poema (1991, 101-102). A mi modo de ver, sin embargo, la lectura del poema resulta más enriquecedora si se interpreta al cisne como una figura no solo erótica, sino también poética, leyéndolo como una vaga ilusión a la figura del propio Rubén Darío. La visión correspondería tanto a un anhelo de beber lo trascendente del maestro nicaragüense, como a un anhelo erótico. En este sentido, la serpiente, emisaria de la hablante, que se acerca «glisando entre los riscos de la sombra / a la estatua de lirios de tu cuerpo!», reflejaría una «ansiedad de influencia», el soñado deseo de seducir y destrozar al cisne-precursor. El cuerpo de éste, inclinado sobre el lecho, enciende el deseo sexual de la figura tumbada del yo («Y tanto te inclinaste, / que mis flores eróticas son dobles»), y cuando esas flores eróticas se abren para recibir al hombre-ave, lo que reciben no es sólo el cuerpo deseado sino todo el poder fecundo del legado poético modernista: «Y mi estrella es más grande desde entonces». El yo poético pronostica como fruto de la unión de cuatro brazos en el acto sexual las «cuatro raíces de una raza nueva». Encuentro un tanto forzada la idea de Rojas, Ovares y Mora de que esta raza nueva se refiere a la figura de los Dioscuros, hijos de Leda. Lo cierto es que el poema apunta a una doble fertilidad, materna y poética, pero que se frustra en ambas formas, con la desaparición repentina de la visión al final del poema.

Esta lectura erótico-poética encuentra cierto apoyo en el «Pórtico» del libro, escrito por Darío mismo, el cual constituye, en palabras de Sylvia Molloy -heredadas de Harold Bloom en su fascinante artículo «Dos lecturas de cisne: Rubén Darío y Delmira Agustini»-, una invitación ejemplar a un misreading, una mala lectura, y que proyecta la imagen que tenía el «establishment paternalista del modernismo» con respecto a la uruguaya, tratándola como una «niña bella», aunque tenía ya veintisiete años (Molloy 58). El texto de Darío choca de verdad. ¿Hasta qué punto cabe referirse a la inocencia en estos poemas, o compararlos con la exaltación divina de Santa Teresa? ¿Y por qué decidió incorporarlo Agustini? El libro, por supuesto, ganaba prestigio con la firma de Darío, del poeta-padre por excelencia, pero al mismo tiempo sus contenidos desarticulaban, incluso ridiculizaban, las cursilerías y lugares comunes del pórtico.

Por otro lado, es sumamente interesante la adoración apasionada y a veces aniñada (ella, la «Nena») que se palpa en las cartas escritas por Agustini a Darío, que hablan en términos desgarradores de la «soledad angustiosa» de la poeta, y de su horror al mirar «la locura cara a cara». Halaga a su maestro, contándole que él es el único en brindarle la «exquisita y suma sensación artística». «Y usted», continúa, «me la da siempre, en cada estrofa, en cada verso, a veces en una palabra. Y tan intensa, tan vertiginosamente, como el día glorioso que, entre la muñeca y un dulce, sollocé leyendo su "Sinfonía en gris"» (Molloy 61-62).

Comentando estas cartas y la visita de Darío a Montevideo en 1912, durante la cual conoció brevemente a Agustini, Rodríguez Monegal aventura una hipótesis arriesgada sobre la inspiración secreta de Los cálices vacíos:

Unos años antes el poeta nicaragüense pudo haber sido ese príncipe sombrío con que ella soñaba, como lo revela una magnífica carta que ella le escribe más tarde. Pero el hombre que ahora está delante de sus ojos es, a pesar del encanto de su palabra, la cortesía de sus modales, la aristocracia de sus manos, una ruina borracha y carcomida. A los cuarenta y cinco años, Darío es ya un anciano que tardará solo cuatro años más en aniquilarse del todo.

Pero si Darío es ya una ruina, (el escritor Manuel) Ugarte a los treinta está al comienzo de su plenitud viril... Produce estragos en el corazón de Delmira.


(1969, 59)                


Desde luego, carece de interés (aquí) el amor biográfico que haya detrás de este libro, pero conviene señalar que el poeta que produce estragos en la conciencia de la uruguaya posee -entre sus múltiples facetas- la de ser un poeta erótico de una carnalidad («Carne, celeste carne de la mujer») desconocida en la lengua hasta entonces, y quizá por eso fácil de encarnar en un arquetipo del hombre erótico, del amante. Visto así, se podría pensar que «Visión» alude, consciente o inconscientemente, a la figura de Darío: un hombre hecho leyenda, el fundador del modernismo, el precursor indiscutible de la generación de Agustini, y el poeta que cantó la violación císnica de Leda, antes de aparecer en Agustini convertido él mismo en cisne y amante.

El segundo poema císnico de Los cálices vacíos es «Nocturno»:



Engarzado en la noche el lago de tu alma,
diríase una tela de cristal y de calma
tramada por las grandes arañas del desvelo.
Nata de agua lustral en vaso de alabastros;
espejo de pureza que abrillantas los astros
y reflejas la sima de la Vida en un cielo!...

Y soy el cisne errante de los sangrientos rastros,
voy manchando los lagos y remontando el vuelo.


De nuevo, la relación con la tradición modernista-dariana es evidente6. Sin embargo, la imagen del cisne de los «sangrientos» rastros, que va «manchando los lagos y remontando el vuelo», subvierte esa tradición. La última imagen, vista en términos estéticos, sugiere una poesía de mayor intensidad que la del precursor y que la supera (dejándola atrás, abajo, en el mismo acto de remontar el vuelo). La sangre conlleva la sensación de dolor, y por lo tanto una complicación del símbolo siempre blanco del ave dariana; al mismo tiempo, a mi modo de ver, sugiere una feminización del símbolo: la sangre puede leerse como un signo de la menstruación, de la fertilidad del ave errante y femenina (su capacidad maternal de crear y engendrar), pero a la vez de su sexualidad (y capacidad de gozo), o bien, para decirlo con las palabras de un poeta seis años más joven que Agustini, «su condición excelente para el placer». El cisne se ha hecho mujer, y simboliza de manera múltiple la incursión de la poeta en los terrenos hasta entonces masculinos de la poesía. Sus sangrientos rastros son indicios de la búsqueda de una poesía arraigada en la sexualidad femenina y en el erotismo. Ahora bien, me parece pertinente recordar que los cisnes modernistas no vuelan: su belleza escultural, la elegante curva de su cuello se perderían en el vuelo. En la segunda década del siglo XX, la poesía empezaba a alejarse del esteticismo modernista. Los tres «Nocturnos» del propio Darío -dos de Cantos de vida y esperanza (1905), el tercero de El canto errante (1907)- ya habían emprendido nuevos rumbos; el que emprendía Agustini era un camino de una poeta orgullosamente mujer, y era un camino que sería silenciado casi de inmediato cuando murió asesinada un año después de la publicación de Los cálices vacíos.

En tercer lugar, e inmediatemente después de «Nocturno», viene otra de las obras maestras de Agustini, el largo poema «El cisne». Sylvia Molloy lo lee en relación explícita con el soneto «Leda» de Cantos de vida y esperanza: «Quiero mostrar cómo Agustini [...] forzosamente tiene en cuenta -y corrige- el texto precursor de Darío». Esta lectura del cisne por parte de la uruguaya sería «tan sacrílega como el célebre soneto de González Martínez» (Molloy 63). Para empezar, Molloy señala cómo la poeta reduce el campo simbólico, refiriéndose no a el cisne -como hacía Darío- sino a un cisne; además, la escena del poema no parte del mito ya establecido de Leda, sino inventa su propio paisaje. De ese modo, mientras «en Darío se escoge una escena ya construida, ya enmarcada -distanciada por el mito- para observarla, espiarla, celebrarla, y, eventualmente, reconocerse en ella», el texto de Agustini es más dinámico:

No se parte de una escena consabida, no se parte del mito (ni una vez aparece la palabra Leda) sino de una primera persona que activamente fabrica un ámbito personal, un paisaje puramente artificial -proceso frecuente en la poesía modernista- que es fondo metonímico del yo. «Mi parque», escribe Agustini; más abajo dirá: «mi lago».


(65)                


Después de la primera estrofa la pulsión erótica del poema aumenta, desviando el cisne de su modelo, dotándolo de «dos pupilas humanas» y de un «pico de fuego» que contrasta con el matizado «pico de ámbar, del alba al trasluz» de Darío, y llegando a un abrazo claramente sexual: «sus alas blancas me turban / como dos cálidos brazos». Esta turbación se experimenta no, como en Darío, en el observador externo al espectáculo (sea quien sea: Pan, el hablante o incluso el lector), sino en el yo mismo, autora y actora de la representación. La mujer se convierte así en el sujeto deseante del encuentro, y «da voz a un erotismo femenino que en Darío se pierde, se desperdicia, por carecer de palabra». Y mientras en «Leda», de Darío, «suspira la bella desnuda y vencida, / y en tanto que al aire sus quejas se van», el erotismo de Agustini se inscribe «no como queja de vencida que se pierde en el viento sino como triunfante -y temible- placer» (66).

Molloy opina que el yo deseante se vacía de substancia al entregarle al cisne «todo el vaso de mi cuerpo», y que no hay plenitud en el encuentro: «el yo se gasta al darse (yo / blanca /exangüe) pero agota también al objeto (deseante) de su deseo» (67). Sin embargo, habría que observar que antes de quedarse «como muerto», el cisne «hunde el pico» en el regazo del yo poético, en un gesto sexual que conllevaría en seguida una «muerte» post-coital; y que en los últimos versos del poema, el cisne se llena de color: «el cisne asusta de rojo / y yo de blanca doy miedo». La blancura del yo parecería señalar su vaciamiento, como indica Molloy, pero el cisne rojo no corresponde a la imagen de ave agotada que ella señala. A mi juicio, tal como ocurrió en «Nocturno», cuando el yo se convierte en el cisne de «sangrientos rastros», aquí Agustini presenta el cisne como el símbolo de un modernismo dinamizado, henchido de sangre de mujer, fortalecido con dolor y pasión, gracias a su encuentro erótico y poético con el yo del poema. Y la vertiente poética de este encuentro queda manifiesta en la comparación, hecha al comienzo del texto y repetida en sus últimos versos, entre el estanque modernista, el escenario del encuentro erótico, y la página:


Hunde el pico en mi regazo
y se queda como muerto...
Y en la cristalina página,
en el sensitivo espejo
del lago que algunas veces
refleja mi pensamiento,
el cisne asusta de rojo,
y yo de blanca doy miedo.


Desde esta perspectiva, no sorprende el hecho de que el yo del poema dé miedo por su blancura: blanca y extenuada, tras el acto de lucha apasionada y parricida con el símbolo de su precursor, ha conseguida preñar con su sangre de poeta y mujer al cisne rubendariano y a la página en blanco.




ArribaAbajoVicente Huidobro. Ahogando el cisne

En la poesía de Vicente Huidobro, la ruptura con el modernismo nunca se expresa con la violencia que hemos visto en Enrique González Martínez, ni mucho menos con la agresividad empleada en las polémicas creacionistas contra rivales suyos de la vanguardia.

En sus primeros libros, de escaso interés poético, resalta la presencia de motivos modernistas, entre ellos la del cisne, que aparece en cuatro poemas de Ecos del alma (1911: «La muerte del poeta», «Nocturno», «Invernal» y «El payador»); en dos de La gruta del silencio (1913: «Tríptico galante» y «El poema para mi hija»); y en cuatro de Canciones en la noche (1913: «Ensoñación», «Apoteosis», «Nocturno» y «Madrigalizándote»). Tres estrofas del poema «Apoteosis», escrito antes de la prevista llegada de Darío en Chile en 1912, muestran el respeto que sentía el joven Huidobro por el nicaragüense, y por su símbolo predilecto:



¡Gloria al poeta sembrador de soles!
¡Gloria al adusto soñador sombrío!
Gloria al que viene en nimbos de arreboles,
gloria al artista-luz Rubén Darío.
[...]

Heraldo del Alba de un nuevo jardín,
príncipe del ritmo, amante del arcano,
viniste en el cisne del rey Lohengrín,
la luz en la mente, la lira en la mano.

Oyendo tus versos de rítmico ensueño,
mirando tus cisnes, blancos alabastros,
sentime invadido de un místico sueño;
te vía cruzar persiguiendo los astros.


(Huidobro 154)                


Es claro que Darío era, para el joven Huidobro, no solo la fuente literaria más importante para sus primeros libros, sino también un gran ejemplo del poder creador («Heraldo del Alba de un nuevo jardín»). El chileno dedicó un número de su revista Musa Joven a Darío, celebrándolo como «el que rompió las cadenas de la retórica, los férreos grillos de la métrica fija, el que nos enseñó a volar libremente». Según René de Costa, esta libertad orientó la escritura modernista de Huidobro, incitándolo a la búsqueda de lo nuevo, y terminando, inevitablemente, por llevarlo a París (Costa 1984, 19-20). La importancia de la innovación y la originalidad en el modernismo puede verse así como precursora o como un gesto preliminar de la actitud vanguardista. A fin de cuentas, Darío había dicho en su palabras liminares a Prosas profanas, «Y la primera ley, creador: crear»; y Huidobro, en su manifiesto «El creacionismo»: «la primera condición del poeta es crear; la segunda, crear, y la tercera, crear».

La ruptura creacionista con la estética dariana llega con la publicación de El espejo de agua, supuestamente de 1916 y en Buenos Aires7. Este poemario brevísimo contiene nueve poemas breves, siete de los cuales se publicaron también, traducidos al francés, en Horizon carré (1918). Es legítimo creer que la exclusión en la versión francesa de «Arte poética» y «El espejo de agua» -los primeros y más destacados textos de El espejo de agua-, se debía a su contenido específicamente ligado con el contexto literario hispanoamericano, es decir, con la necesidad de romper con el modernismo8.

Es el segundo de estos textos, «El espejo de agua», el que interesa aquí:



Mi espejo, corriente por las noches,
se hace arroyo y se aleja de mi cuarto.

Mi espejo, más profundo que el orbe
donde todos los cisnes se ahogaron.

Es un estanque verde en la muralla
y en medio duerme tu desnudez anclada.
Sobre sus olas, bajo cielos sonámbulos,
mis ensueños se alejan como barcos.

De pie en la popa siempre me veréis cantando.
Una rosa secreta se hincha en mi pecho
y un ruiseñor ebrio aletea en mi dedo.


La unidad del poema se formula en torno a una oposición entre elementos estáticos (orbe, estanque, muralla, duerme, anclada) y elementos móviles (corriente, se aleja, olas, sonámbulos, se alejan, barcos, cantando, se hincha, aletea). El yo poético destaca el carácter especial de su espejo («mi espejo»), que se dinamiza durante la noche, alejándose de los contornos de su vida cotidiana. Es un espejo que se distingue de los demás no solo por su movilidad, sino también por su profundidad: es «más profundo que el orbe / donde todos los cisnes se ahogaron». Esta referencia a los cisnes nos remite directamente al modernismo: son cisnes ahogados, que han muerto de una sobredosis de las aguas de los estanques modernistas; su orbe -el círculo especular e inmóvil del estanque, pero también el «mundo» de paisajes culturales creado por el modernismo- es menos profundo, más superficial, que el espejo corriente celebrado por el yo. Continúa el poema: «Es un estanque verde en la muralla / y en medio duerme tu desnudez anclada»: no es el «lago de azur» de «Sonatina» de Darío, ni el «lago azulado» del poema «Leda», sino un estanque «verde», descuidado y cubierto de algas. El estanque cristalino de los modernistas se parecía a un espejo en la función mimética de su reflejo, remitiendo así a una forma anacrónica (desde la perspectiva vanguardista) de poetizar9. Afirmaría Huidobro en «La creación pura»:

En una conferencia que di en el Ateneo de Buenos Aires, en julio de 1916, decía que toda la historia del arte no es sino la historia de la evolución del Hombre-Espejo hacia el Hombre-Dios, y que al estudiar esta evolución uno veía claramente la tendencia natural del arte a separarse más y más de la realidad preexistente para buscar su propia verdad, dejando atrás todo lo superfluo y todo lo que puede impedir su realización perfecta.


(Huidobro 658)                


Este Hombre-Dios ya llegó anunciado en el último verso de «Arte poética»: «El poeta es un pequeño dios». Podemos leer «El espejo de agua» como una nueva instancia de esta evolución positiva, un esfuerzo de parte del yo poético por separarse de la realidad preexistente. En medio del estanque-espejo «duerme tu desnudez anclada». El deíctico del «tú» señala en la cama a la amada dormida, la musa perenne de la poesía tradicional, la rosa cantada por todos los poetas; aquí, sin embargo, el yo la dejará abandonada a la mujer -ella es uno más de los objetos de la mimesis poética del hombre-espejo-, y se entrega a su canto errante, de pie en la popa de sus ensueños-barcos. Con estos versos, empieza el motivo del viaje que será una constante en la poesía de Huidobro, a partir de su llegada en Francia. Y es un viaje poético: una rosa secreta se hincha en el pecho del yo, y un ruiseñor ebrio aletea en su dedo: son «imágenes creadas» las dos, palabras de tradición altamente lírica (rosa, ruiseñor), pero liberadas del espejo mimético mediante dos inverosímiles combinaciones.

Después de «El espejo de agua», el cisne vuelve a aparecer solo tres veces en la producción poética de Huidobro: en el primer canto de Altazor; en el octavo canto de «Hasta luego», en Ver y palpar; y en «Viajero sin fin», de El ciudadano de olvido. En cada uno de estos textos se asocia con la muerte o la desaparición. Como el ejemplo más cercano, destacan estos versos de Altazor:


Silencio la tierra va a dar a luz un árbol
la muerte se ha dormido en el cuello de un cisne
y cada pluma tiene un distinto temblor.


El árbol-poema (¿se trata del propio Altazor?) nacerá encima del cadáver del cisne. En todo caso, aunque el cisne siga asociándose aquí con la muerte del modernismo, es obvio que la urgencia de romper con ese movimiento dejó rápidamente de existir en Huidobro; ya en la época de El espejo de agua, el precursor agonizaba, física y poéticamente; y en tal sentido, la ruptura «creada» en el poema homónimo de ese libro -que no era otra cosa que una ansiedad de la influencia frente al gran precursor hispanoamericano de Huidobro- dejó pronto de ser vigente. Así se explica perfectamente el hecho de que este texto no se tradujera para la publicación de Horizon carré en Francia, donde los poeta-padres eran otros, y donde el cisne ya irradiaba otra carga simbólica.




ArribaAbajoNicanor Parra: La cópula bestial de Leda

El poema «Coitus interruptus» se publicó por primera vez en la tercera parte de Hojas de Parra, correspondiendo así a un grupo de textos escritos entre 1975 y 1985. Parodia explícita del mito de Leda, igualmente puede leerse como una parodia del modernismo dariano, encarnado fatalmente en el símbolo del cisne.



Zeus se enamoró de una mortal
y no pudiendo pernoctar con ella
puesto que la belleza dijo nó
decidió transformarse en avechucho
desesperado por aplacar su pasión
aunque fuese bajo la forma de pájaro

ella que era aficionada a las aves
se enamoró locamente del cisne
y se le abrió de piernas al instante
sin sospechar siquiera la burla de que era objeto

la dureza del miembro sin embargo
la longitud y el diámetro del miembro
delataron a Júpiter tonante
en los estertores del acto sexual
y el ingenioso dios o lo que fuere
tuvo que eyacular en el vacío


Si la parodia es, como postula Linda Hutcheon, una repetición con distancia crítica, una imitación con inversión irónica (1985, 8), podemos señalar que la analogía de este poema con los textos «Los cisnes» III y IV, y «Leda» de Darío, existe en el tema común del mito de Leda; y que las diferencias, las inversiones irónicas, son múltiples.

Darío celebra el acto sexual: «Por un momento, ¡oh Cisne!, juntaré mis anhelos / a los de tus dos alas que abrazaron a Leda»; «¡Antes de todo, gloria a ti, Leda! / Tu dulce vientre cubrió de seda / el Dios...». En el poema de Parra, por el contrario, el lenguaje intensamente lírico de Darío se cambia por un lenguaje coloquial: la bella Leda, con su dulce vientre, se designa aquí muy coloquialmente como «la belleza»; y el cisne, «olímpico pájaro herido de amor» con sus alas blancas, dulce pecho y plumas de seda, no es más que en «avechucho».

El acto sexual se desrealiza y se embellece en Darío, incluso en la referencia directa del poema «Leda», cuando el cisne «viola en las linfas sonoras a Leda, / buscando su pico los labios en flor»; mientras tanto, los suspiros y quejas de «la bella desnuda y vencida» transmiten cierta ambigüedad de suave dolor, e incluso de placer. En «Coitus interruptus», sin embargo, a partir del título burlonamente culto, el lenguaje se vuelve decididamente directo y antilírico. Zeus no podía «pernoctar» -término prosaico, desprovisto de pasión- con Leda, y el acto sexual fracasa, puesto que la dureza y las proporciones descomunales del miembro delataron su divinidad. Estas referencias explícitas a los detalles del acto sexual, considerados tabúes según las normas del «buen gusto» modernista -y según cualquier norma de «buen gusto», supongo- contrasta violentamente con los textos de Darío. Y la diferencia léxica apunta a uno de los claves del discurso antipoético: su insistente uso de un lenguaje de todos los días: «Nosotros conversamos / en el lenguaje de todos los días / no creemos en signos cabalísticos», como escribió Parra en su célebre «Manifiesto»10.

En los textos de Darío, se refiere al mito de Leda como un intertexto fijo y establecido: el acto de violación se observa desde perspectivas distintas como un hito de significación monumental y belleza suprema. El antipoema, al contrario, se limita a una escueta narración del mito, articulando sus elementos en una cadena de eventos ligados entre sí por una lógica absurda, y poniendo al descubierto la absurdidad efectiva del mito. Así se ve con claridad en la segunda estrofa: Leda era aficionada a las aves; en consecuencia se enamoró del cisne, «y se le abrió de piernas al instante / sin sospechar siquiera la burla de que era objeto». Esta Leda desmitificada no es violada; se ofrece de buena gana al cisne -a causa de su afición a las aves-, y solo siente repulsa cuando descubre que el cisne es, en realidad, «Júpiter tonante» disfrazado. Pedro Salinas comentó así el mito de Leda en Darío: «Fenómeno puro de bestialidad, si no se sabe el secreto: que entre las alas del cisne palpita nada menos que el deseo erótico del dios de los dioses» (1978, 95). En las manos del antipoeta, este secreto ha dejado de convencer; el mito se desmitifica, y vuelve a ser lo que realmente es: un fenómeno puro de bestialidad.

Hay otro factor que debería tomarse en cuenta en este texto. El poema anterior a «Coitus interruptus» también se titula en una lengua extranjera, una extravagancia «cultista» en Parra que subraya irónicamente su relación con la gran tradición cultural de Occidente: «Canto primo». Mediante una breve parodia de Dante, la referencia al «gran Tomás» -identificado como Tomás Lago en una nota a pie de página- nos permite interpretar el león, la loba y la pantera como los tres temibles precursores chilenos, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha y Pablo Neruda; la «tierra prohibida» de la «selva tenebrosa» sería una referencia a su hermetismo, y la mirada de los tres animales («me miraban como queriendo desayunarse conmigo») una alusión a la poderosa influencia que los tres ejercían en el campo poético11. Al yuxtaponer estos dos textos, «Coitus interruptus» y «Canto primo», el antipoeta -¿último de los grandes efebos iconoclastas?- une a los grandes precursores de su contexto literario chileno y hispanoamericano, tanto del modernismo como de la vanguardia, y los fulmina en parodias sucesivas, abriendo así el espacio de la poesía contemporánea para que él mismo se levante y se autoproclame como el efebo triunfante: Parra el parricida.

Esta unión, esta anulación de las diferencias entre Darío y la vanguardia chilena, se refleja en un hábil malabarismo de los últimos años, mediante el cual el antipoeta ha mezclado los conceptos del modernismo hispanoamericano y el modernism angloamericano -contemporáneo de las vanguardias europeas y latinoamericanos-, para anunciar su mutuo agotamiento, y luego para proclamarse a sí mismo como poeta postmoderno. En una entrevista de 1989-1990, Parra comenta la influyente Antología de poesía chilena nueva (1935) de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim:

Este es el libro de las vanguardias, de alguna manera del surrealismo, y una negación del modernismo [...]. Porque ahí, fuera de Ángel Cruchaga, no hay ningún otro que sigue operando con la métrica tradicional. O sea, se viola el principio básico de ese modernismo. Ahora, sigue siendo modernista, porque los vanguardistas todavía están en el mito de lo nuevo: «Hundirse en el abismo para encontrar lo nuevo».


(Piña 20-21)                


Luego Parra afirma que el poeta vanguardista, tal como el modernista, se concebía «como un gallo de pelea», y «ocupaba el lugar de los sacerdotes, como intermediario entre este mundo y el otro». A esta divinización del poeta, se contrapone el punto de vista antipoético (es decir, postmoderno):

En cambio, en la postmodernidad el mundo no va más allá de nuestras propias narices, jugamos con las cartas del naipe tal cual las conocemos. La antipoesía no busca el engrandecimiento del sujeto, no se manda las porciones, no quiere pasar por vidente ni por hombre superior. Acuérdate de ese verso: «Yo también soy un dios a mi manera / Un creador que no produce nada».


(32-33)                


Esta visión de la vanguardia chilena como una superación solo parcial del modernismo no es una idea nueva en Parra. Ya se fermentaba antes de la publicación de Poemas y antipoemas. En una carta ya citada, escrita a Tomás Lago desde Oxford y fechada el «30 o 31» (sic) de noviembre de 1949, Parra se refiere a los poetas «románticos» chilenos (incluyendo entre ellos al «genial» Neruda, y al «bufón» Huidobro), e insiste en que ninguno de ellos logró en realidad superar el modernismo: «Los más despejados de ellos creyeron haber terminado con el "Cisne de nevado plumaje", pero en realidad no es así. La generación anterior a nosotros no hizo otra cosa que terminar con el argumento convencional en la poesía, con la anécdota, sin preocuparse de revisar los principios mismos de la ciencia poética» (Parra I, 1023). Las palabras citadas parecerían referirse al «cisne de engañoso plumaje» de González Martínez, así equiparando la incapacidad del poeta mexicano de superar a Darío con el pretendido fracaso de los vanguardistas chilenos. En este contexto, la yuxtaposición de «Canto primo» y «Coitus interruptus», al reiterar la equiparación del modernismo con las vanguardias, sugiere que el antipoeta se está presentando a sí mismo como el verdadero torcedor del cuello del cisne12.




ArribaConclusión

Quería Harold Bloom que cada poema moderno se leyera como una interpretación mala (intencionadamente mala) de un texto -o diversos textos- de un gran poeta precursor. En este estudio, hemos visto cómo cuatro poetas hispanoamericanos efectuaron lecturas reductivas del precursor Rubén Darío: por un lado, reduciendo la amplia gama de su obra a una poesía específicamente císnica; por otro, enfocando el símbolo del ave solo en sus manifestaciones más superficiales: es decir, en vez de «desplumarlo» en una lucha libre, en igualdad de condiciones, las críticas y las parodias de los efebos se han dirigido, en la mayoría de los casos, contra un cisne dariano ya desplumado -injustamente- de antemano, como si realmente no fuera más que un ornamento decorativo o una figura erótica en algún gracioso paisaje cultural: así ocurre, más notablemente, en el soneto de Enrique González Martínez. Las lecturas más interesantes quizás sean las de Delmira Agustini, dado el diálogo apasionante que suscitan, la lucha vital y realmente visceral que emprenden, con y contra el símbolo del poeta-padre. Los textos de Huidobro guardan mayor distancia con los del precursor, tomando como un hecho consumado -y superado- el fin del modernismo. En última instancia, el antipoema parriano, escrito tantos años después de la muerte de Darío, resulta -comprensiblemente- aún más distante, y mucho más lúdico que los demás textos. La herencia del nicaragüense ya no constituye amenaza ninguna: a pesar de su consagración indiscutible como fundador de la poesía hispanoamericana moderna, a nadie, en estos últimos años del siglo veinte, se le ocurriría escribir como Darío. Los poetas fuertes de hoy son otros: acaso los grandes vanguardistas, Neruda, Vallejo y Huidobro. O bien, ahora que los conceptos de la originalidad y la novedad se hallan tan cuestionados por los teóricos -y los practicantes- de la postmodernidad, es posible que la ansiedad de la influencia haya dejado de ser como antes. Al fin y al cabo, ¿quién puede presumir de innovador, de independiente, cuando tantos «ismos» se han fundado y fundido en olas sucesivas, diciendo absolutamente todo de todos los modos concebibles? En ese sentido, las ideas de Bloom han servido para entender (parcialmente), y para encontrar uno de los hilos de continuidad y discontinuidad en la poesía moderna de Hispanoamérica. Sin embargo, carecen de tanta relevancia cuando la tradición de la ruptura se agota, cuando las buenas intenciones de la modernidad se evaporan en el aire, y cuando poetas y antipoetas canibalizan y saquean los textos ajenos con una impunidad total: sin ansiedad ni escrúpulos ni complejos.






Obras citadas

  • Admussen, Richard L. y René de Costa (1975). «Huidobro, Reverdy y la edición príncipe de El espejo de agua». En Costa, Vicente Huidobro y el creacionismo, Madrid, Taurus: 249-264.
  • Agustini, Delmira (1993). Poesías completas. Madrid, Cátedra.
  • Alvar, Manuel (1971). «Introducción». Delmira Agustini, Poesías completas. Barcelona, Labor: 9-57.
  • Bloom, Harold (1975). The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry. Oxford, Oxford University Press.
  • Costa, René de, ed. (1984). Huidobro: los oficios de un poeta. México, Fondo de Cultura Económica.
  • González Martínez, Enrique (1971). Obras completas. México, El Colegio Nacional.
  • Huidobro, Vicente (1964). Obras completas. Santiago, Zig-Zag. Vol. I.
  • Hutcheon, Linda (1985). A Theory of Parody: The Teachings of Twentieth-Century Art Forms. Londres y Nueva York, Routledge.
  • Jiménez, José Olivio, ed. (1985). Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana. Madrid, Hiperión.
  • Michaelson, Karl (1964). Entre el cisne y el búho. Barcelona, Instituto Internacional de Cultura Románica San Cugat del Vallés.
  • Molloy, Sylvia (1984). «Dos lecturas del cisne: Rubén Darío y Delmira Agustini». En La sartén por el mango, eds. Patricia Elena González y Eliana Ortega, Río Piedras, Puerto Rico, Huracán.
  • Parra, Nicanor (2006/2011). Obras completas & algo +. Barcelona, Galaxia Gutenberg. 2 vols.
  • Piña, Juan Andrés (1990). Conversaciones con la poesía chilena. Madrid, Tecnos.
  • Rodríguez Monegal, Emir (1969). Sexo y poesía en el 900 uruguayo: Los extraños destinos de Roberto y Delmira. Montevideo, Alfa.
  • Rojas, Margarita, Flora Ovares y Sonia Mora (1991). Los poetas del buen amor: La escritura transgresora de Sor Juana Inés de la Cruz, Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni. Caracas, Monte Ávila.
  • Salinas, Pedro (1948). «El cisne y el búho: Apuntes para la historia de la poesía modernista». Literatura española Siglo XX. México, José Porrúa, 2.ª ed. 45-65.
  • ——, (1978). La poesía de Rubén Darío. Buenos Aires, Losada, 4.ª ed.


 
Indice