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Lecturas y lectores de Clarín

Joan Oleza






ArribaAbajo- I -

«Para mí uno de los espectáculos más hermosos, más animadores y más interesantes que puede presentar la vida humana es el que ofrecen los pocos sabios que en el mundo han sido (...) dándose la mano a través de las generaciones y a través de las grandes distancias, formando una cadena que es en las oscuridades del mundo como un sendero de luz que señala el camino a la vacilante razón del hombre».



Así escribía Clarín en un «Palique» (04/11/1892) de hace ahora noventa y nueve años, y para ilustrar esta hermosa idea precursora ponía el ejemplo del amor de Pablo por Jesús, nacido de la lectura, y del de Platón por Sócrates, y del de Dante por Virgilio, y del de Tomás de Aquino por todos los Padres antiguos «cuya obra tomó a peso y defendió con portentoso genio». Concluye Alas este argumento «dando un gran salto» para contemplar a «Goethe comentando a Shakespeare, Carlyle comentando a Goethe y a Mahoma» y exclamando finalmente: «¡Cuánta grandeza, cuánta hermosura, cuánta esperanza para la idealidad de la vida en este encadenamiento de espíritus nobles y profundos!»1.

Demos también nosotros un gran salto desde Clarín hasta Antonio Muñoz Molina, y escuchémosle discurrir una hermosa analogía: «Un libro es tantos libros como lectores tiene (...) Las generaciones gastan y ennoblecen los libros igual que el tiempo las estatuas»2.

Si toda escritura es a la vez «un ejercicio de lectura de la vida»3 y un ejercicio de lectura de la literatura, leer una novela es en buena medida co-vivirla al mismo tiempo que co-leerla. Co-vivirla desde nuestras propias experiencias, entrando a formar parte de esa extraña comunidad en que los lectores se cruzan por los pasillos con los personajes, cuando la lectura es capaz de abrir las alcobas y desvanes de esa casa encendida que es una gran novela. Pero también co-leerla, leerla en relación con lo que sabemos o imaginamos de su autor, de su época, de las tradiciones literarias que la nutren, de la norma literaria a que se acoge, en relación con las otras novelas que nuestra experiencia lectora puede poner a disposición de los juegos de la imaginación. Co-vivir y co-leer una novela es leerla más intensamente pero a la vez diseminarla, pluralizarla, sacarla de ella misma por todas las puertas que nuestra mente es capaz de abrir. Co-vivir es convivir, co-leer es leer más y también mejor.




ArribaAbajo- II -

Desde sus orígenes el discurso que se elabora en la Modernidad está obligado a constituirse no sólo sobre un conjunto de formas nuevas, con nuevas palabras, nuevos géneros o nuevas estrofas, sino también sobre un conjunto de cosas nuevas, sobre un universo nuevo conformado por la desautorización de los mitos clásicos y su desplazamiento por los mitos modernos. A medida que se erige el discurso de la Modernidad se exige ceñir, delimitar, acorralar y combatir el discurso del Antiguo Régimen, replicar sus situaciones y personajes canónicos, sus conflictos-tipo, replantear los viejos problemas sobre nuevas bases, para que sean posibles propuestas nuevas allí donde ya no se aceptan las que ahora se consideran viejas.

La novela, que tanto Friedrich Schlegel como Balzac, desde poéticas antagónicas -simbolista en el alemán, realista en el francés-, proclamaron como el género representativo de la Modernidad, fue pionera en esta labor de desescombro de los viejos mitos que era imprescindible para levantar los nuevos.

Uno de estos viejos mitos, que todos retenemos de nuestras lecturas, es el de la paternidad culpable o el que le está asociado, el de la ingratitud del hijo. De Edipo a King Lear, pasando por La vida es sueño4, la relación entre el padre y los hijos es concebida como una pugna por el dominio de los poderes de la vida, a menudo de carácter trágico, pero también con tantas posibilidades cómicas como exploraron las comedias de costumbres o las fantasiosas comedias palatinas del teatro español clásico. Desde finales del siglo XVIII comenzó a elaborarse un discurso que replanteaba esta relación conflictiva, que exploraba en antagonías consagradas por la tradición las vías de una cooperación posible, y en esta nueva perspectiva el deseo y la educación del hijo accederán a un primer plano narrativo. Desde El sí de las niñas o el Wilhelm Meister hasta Amor y pedagogía, pasando por Le disciple de Bourget, El amigo Manso de Galdós, La sirena negra de la Pardo Bazán, o Le sens de la vie, de E. Rod, se configura un discurso que explora el afán de paternidad, la cadena de las generaciones, la redención por el hijo de las miserias del padre, la irreversible tragedia de la muerte o la ausencia del hijo, las conflictivas posibilidades de la educación... el terreno, en suma, en el que se dirime una de las batallas fundamentales del discurso liberal, la de la redefinición de la familia y de su estatuto a la vez social y privado. Algún día me gustaría explorar las ramificaciones de este discurso, en el que Su único hijo o Doña Berta se insertan como sendas piezas maestras, pero en el que uno puede seguir también vías menos centrales -si no menos significativas- como aquella que conduce de un relato de la paternidad cercenada tan intenso como «Las dos cajas» de Clarín a otro en que, como en «La novela de mi amigo» de Gabriel Miró, la muerte del hijo vuelve a traducirse en la muerte simbólica del artista que hay en el padre.

Pero hoy les propongo seguirme a través de otro de esos frentes de mitos clásicos replicados desde el discurso de la Modernidad. Trataré de mitos como el de Don Juan, como el de la venganza de honra, o como el de la perfecta casada, mitos en buena medida castizos, elaborados con arquetipos hispanos en el momento de mayor esplendor de la cultura española, reelaborados por el Romanticismo como signos de un supuesto espíritu nacional, y contestados por los escritores liberales de la Restauración.

Sabido es que la apropiación moderna del teatro antiguo español, reconvertido ahora en teatro nacional español y encarnado como figura emblemática por Calderón más que por ningún otro poeta dramático, tuvo su origen en el Romanticismo alemán, de la mano de Federico y Guillermo Schlegel, y que se transmitió a España a través de la llamada «querella calderoniana»5. Esta apropiación lo fue desde un discurso católico, conservador y nacionalista, al menos en sus orígenes. Pero hacia los años 60 comienza a ser asumida por los intelectuales liberales y encuentra su plena formulación en los krausistas -Francisco Giner de los Ríos y Francisco de Paula Canalejas a la cabeza- a la vez que por los primeros historiadores «nacionales» de la literatura española, como Antonio Gil y Zárate o José Amador de los Ríos, todos ellos empeñados en el esfuerzo común de diseñar una tradición literaria capaz de proporcionar fundamento a la España liberal, y con su núcleo central compartido por el Quijote y el teatro «nacional» español. Los liberales españoles de 1862 (Giner) mantienen la misma animadversión que los tradicionalistas de 1814 (Böhl de Faber) a la literatura francesa y a su pretendida universalidad clasicista y la misma reivindicación de unos signos de identidad nacionales constituidos por el cristianismo, la tradición popular y la literatura medieval. Si algo modifican los krausistas respecto del planteamiento de los Schlegel, en cuanto al teatro se refiere, es la preeminencia de Calderón, que se contrapesa ahora con la revalorización de Lope de Vega, a partir especialmente de la obra del Conde de Shack (1845, en su versión alemana), y más tarde de los estudios de Menéndez Pelayo (1881 para Calderón, 1890-1913 para Lope), o el desplazamiento del canon desde los grandes dramas religiosos que conmovieron a los románticos alemanes -La devoción de la cruz, El mágico prodigioso, El príncipe constante- a los dramas de honor y celos -El médico de su honra, El mayor monstruo los celos, El pintor de su deshonra, Peribáñez y el Comendador de Ocaña...-, si bien siguen manteniendo el prestigio de piezas emblemáticas como La vida es sueño o El burlador de Sevilla.

En los años 70 y sobre todo en los 80, a medida en todo caso que se afianza la influencia del positivismo y del realismo-naturalismo entre los intelectuales de la Restauración, un sector del liberalismo español comenzará a elaborar su alternativa a esta primera apropiación liberal del teatro español del seiscientos. El paso más firme en esta reelaboración procede de Galdós y aparece ya plenamente avanzado en el segundo de sus Episodios Nacionales, La corte de Carlos IV (1873). Desde esta obra hasta el Don Juan (1943) de Gregorio Marañón, pasando por el conjunto de la obra de Galdós y de Clarín, por Nada menos que todo un hombre, de Unamuno, Los cuernos de Don Friolera, de Valle Inclán, El vicario de Ciges Aparicio, El obispo leproso de Gabriel Miró, o Tigre Juan y Curandero de su honra de Ramón Pérez de Ayala, se configura la respuesta del discurso moderno a los mitos clásicos del honor y el donjuanismo.

Pero esta respuesta no fue únicamente hispánica, ni mucho menos, sino que formó parte de un extraordinariamente amplio y difundido esfuerzo por configurar sobre nuevas bases, y en el marco de una cultura laica y liberal, las relaciones entre hombres y mujeres, y en este esfuerzo se incorporaron elementos nada hispánicos en origen, como el de la mujer insatisfecha o el del clérigo enamorado, y los escritores del período realista-naturalista español, menos afectados que los románticos por las obligaciones de una literatura renacionalizadora, más modernizantes y europeístas, los asimilaron con toda facilidad a su respuesta al donjuanismo y a los dramas de la honra.

La posición de Clarín es la de un cruce de caminos, que ensambla los que llegan de una y otra dirección. De una de estas le llega la obra de Galdós, que todavía en La Fontana de Oro (1870) parece hacerse eco de la mentalidad romántica y nos hace asistir a la parodia de la representación de una tragedia clasicista, Los Gracos, pero que tres años más tarde, en La corte de Carlos IV, lo que parodia son las refundiciones de la comedia barroca, y en general la actitud del partido teatral de los Comella y demás tradicionalistas. Galdós, además, nos hace asistir a la primera representación de El sí de las niñas como espectadores, y nos proporciona como guía el punto de vista de Gabriel Araceli, un punto de vista claramente favorable a la obra moratiniana frente al de los enemigos que tratan de boicotear su estreno. Por si ello fuera poco, clausura el episodio con el relato de la representación de una versión del Otelo, haciendo entrar de esta manera en su obra, y por la puerta grande, el conflicto del honor y de los celos, que ya no le abandonará nunca, sea por la vía paródica que le infunde D. José Ido del Sagrario, en cuyos celos grotescos se desautoriza el drama castizo de la honra -con un procedimiento semejante al que siguió Cervantes para desautorizar los libros de caballerías-, sea por la vía ejemplar del espiritualismo, como en el caso de El abuelo, en que el personaje con el que el lector se identifica es conducido a superar moralmente las exigencias castizas de la honra, sea por la vía analítica en que se alinean Gloria, Tormento, La de Bringas, Realidad o Tristana. Ahora, todavía en 1873, el episodio de La corte de Carlos IV, que comienza con la parodia de una comedia barroca, acaba con la representación, sobre escenografía de Goya, de un Otelo que evoca a la vez el drama calderoniano y su actualización española y contemporánea, Un drama nuevo (1867), de Tamayo y Baus, con lo que Galdós potencia todavía más el inconfundible ademán de manifiesto de este episodio, réplica simultánea del drama de la honra del seiscientos y del drama burgués de la honra (Echegaray, Sellés, Tamayo...)6. En la representación, un actor histórico como Isidoro Máiquez, que actúa en el papel de Otelo, sufre a la vez el embate de unos celos asesinos, de manera que al llegar el desenlace de la obra se dispone a matar no sólo a Desdémona7 sino también a Lesbia, la actriz aficionada que la representa y la mujer a quien ama y cuya infidelidad descubre. Será Gabriel, que curiosamente juega el papel del malvado Yago, quien impida la muerte de Lesbia en escena y la transformación del asesinato ficticio en asesinato real, esto es, quien impide el triunfo del mito sobre la vida, el triunfo, también, de los celos y las exigencias de la honra sobre el amor. Pero Gabriel -no debe olvidarse- es en este episodio el abanderado de la tradición literaria que Galdós ha decidido asumir como guía para sus episodios, la novela picaresca, llevándola a ocupar el lugar que para Giner de los Ríos o Canalejas debía jugar, como modelo tradicional para la literatura española moderna, el teatro nacional español.

La solución galdosiana todavía no es aquí cervantina, ni lo será tampoco, aunque se acerque, en Tormento, y desde luego no lo será ni en La de Bringas ni en Tristana, Pero sí lo será, y plenamente cervantina, en La Regenta, en la que Clarín desautoriza, por medio de D. Víctor Quintanar, la ideología de la honra y su exigencia de sangre. Don Víctor es el portavoz del mito calderoniano de la honra, bien es sabido. El único libro que hay sobre su mesita de noche es un volumen con las Obras de Calderón. Se conoce de memoria El médico de su honra y la recita en camisón y con gorro de dormir, pero también con la espada en la mano, en sus noches de célibe. Piensa que «nadie como Calderón entendía en achaques del puntillo de honor, ni daba nadie las estocadas que lavan reputaciones tan a tiempo»8 (pág. 219). Al principio de la novela, en el capítulo III, D. Víctor confiesa a su amigo Frígilis: «Si mi mujer (...) fuese capaz de caer en liviandad digna de castigo (...) yo le doy una sangría suelta». El castigo que más le gusta es precisamente el de la sangría de El médico de su honra, pero tampoco le hace ascos a «lo de prender fuego a la casa y vengar secretamente el supuesto adulterio de su mujer» (pág. 220), como en A secreto agravio, secreta venganza. Osa D. Víctor jurar ante Dios que, llegado el caso, «mis atrocidades serían dignas de ser puestas en décimas calderonianas», y Clarín comenta: «y lo pensaba como lo decía». Su autor le proporciona además de la idea las habilidades, pues «Quintanar manejaba el florete, la espada española, la daga. Esta afición le había venido de su pasión por el teatro», de manera que, de tanto ensayar sobre la escena, «llegó a ser poco menos que un maestro». Aun así, «su mayor habilidad estaba en el manejo de la pistola, encendía un fósforo con una bala a veinticinco pasos, mataba un mosquito a treinta y se lucía con otros ejercicios por el estilo». Pero bien es sabido que cuando por fin le llega la hora de poner en práctica las ideas y habilidades en que tanto ha creído y que tanto ha ensayado, D. Víctor se echa atrás. En lugar de hacer sangrar a Ana hasta la muerte, la perdona, echando las culpas sobre sí y sobre el seductor, pero tampoco mata a este cuando lo sorprende deslizándose desde la alcoba de su esposa al jardín, y eso que lo tiene en el punto de mira de su escopeta de experto cazador, y tampoco lo mata en el duelo a pistola, cuando tan fácilmente podría haberlo hecho, y en el último instante desvía el disparo que le corresponde. La solución que Clarín propone es doblemente cervantina, y lo es porque supone el cese del hechizo en el momento supremo de la verdad, al afrontar la prueba decisiva, ese momento intensísimo en que tanto Alonso Quijano como Víctor Quintanar descubren lo dramáticamente inadecuados que son los sueños de la utopía para adaptarse al tumultuoso desorden de la vida, y en que se desprenden de sus mitos respectivos, el caballeresco y el calderoniano, para poder reconocer la verdad, para poder aceptarla e incluso confesarla, aun a costa de admitir esa cuota de muerte que la verdad siempre lleva consigo. Pero también es cervantina porque, como en El celoso extremeño, el viejo celoso que descubre agraviada su honra no ejerce el derecho social a la venganza sino el privilegio humano del perdón.

Clarín ya había ensayado el conflicto de la honra en algunos de sus relatos iniciales, como «Las dos cajas» o «Un entierro», y volverá a insinuarlo después de La Regenta en novelas cortas como Superchería y Doña Berta, pero sobre todo volverá a plantearlo en Su único hijo, novela en que anticipa la respuesta espiritualista de Galdós en El abuelo: el momento de verdad de una vida no debe buscarse en la satisfacción de la honra sino en el amor del hijo, en Clarín, o de la nieta, en Galdós, pero hijo y nieta no lo son en virtud de la sangre, de la herencia, de la biología, sino de la voluntad, del espíritu. La respuesta de Clarín al mito de la honra se extiende por tanto, al igual que la de Galdós, a lo largo y lo ancho de toda su obra.

El mito de la venganza de la honra se asoció a menudo, en el teatro del siglo XVII, con el del seductor, y de forma significativa con el del seductor-burlador, a la manera del Don Juan, del Comendador de Ocaña, o del capitán D. Álvaro de Ataide de El alcalde de Zalamea. El Romanticismo tendió a devaluar la condición de burlador en beneficio de la de seductor, tal y como indica el modelo del Don Juan de Zorrilla. Seductor y arrogante hasta desafiar a la misma divinidad es el D. Félix de Montemar, de Espronceda, la mejor encarnación española del ángel negro de Byron y, a la vez, la figura que mejor asimila el legado barroco del desafío a los poderes sobrenaturales. A su vez Byron, con su Don Juan, inicia un giro de prolongado efecto en el tratamiento del mito: el del seductor seducido.

Los realistas transformaron radicalmente el mito de Don Juan, privándole del aura de trascendencia para resituarlo en una atmósfera antiheroica y burguesa. Cuando Galdós ensaya la figura de Don Juan es para vestirla de señorito de buena familia, como el Joaquín Pez de La desheredada o el Juanito Santa Cruz de Fortunata y Jacinta, o como algún otro Don Juan que se pasea por los Episodios, tal el D. Juan Urríes y Ponce de León, señorito andaluz, en España sin rey. Quizás con la única excepción del Emilio Terry de Bodas reales, todos ellos son personajes que se mueven en una sociedad burguesa y productiva de forma improductiva. Son criaturas creadas para el consumo, no para la producción, viven despilfarrando caprichosamente fortunas heredadas o rentas asignadas por la familia, y hasta tiene uno la sensación de que ese es el principal reproche que les dirige su autor. Pero además son volubles, incapaces de fijar su voluntad, seductores seducidos que se diseminan en sus aventuras amorosas más de lo que se autoafirman en ellas. Si recordamos la presentación de Joaquín Pez en La desheredada podremos comprobar los datos esenciales del prototipo. Su belleza y elegancia, en primer lugar: «Tenía toda la belleza que es compatible con la dignidad del hombre [y] maneras distinguidísimas, humor festivo, vestir correcto y con marcado sello personal». Su volubilidad y laxitud, que hacen de él un ser incapaz de disciplina o de autoexigencia ética: su mayor defecto, dice el narrador, «era la debilidad, deplorable incuria para defenderse del mal, dejadez de ánimo y ausencia completa de vigor moral». Esta condición tenía «por expresión sintomática el desenfreno de las pasiones amorosas»9. No debe olvidarse que unos años antes, cuando el filósofo danés Søren Kierkegaard enuncia en Estadios en el camino de la vida (1845) su doctrina de los tres niveles de la conciencia individual o tres estadios de vida, identifica el estadio inferior, el del hombre estético, con la figura de Don Juan, y lo contrapone al hombre ético, encarnado por Sócrates y, en general, por el hombre que en lugar de diseminarse en los placeres de la vida asume el compromiso con los valores, entre ellos el del matrimonio, con su vínculo de fidelidad. La descripción de Kierkegaard del hombre estético se fundamenta en categorías de base muy similares a las que Galdós utiliza para pergeñar a Joaquín Pez y desde luego responde a una ideología moral muy semejante, a pesar de todas las diferencias entre el protestante filósofo danés y el laico novelista español. Pero Galdós insiste en otros rasgos que el de la volubilidad, la dispersión y la entrega a lo inmediato. Insiste, por ejemplo, en la condición de seductor seducido: «Era tan guapo, tenía tanto partido, que más que el tipo del seductor legendario, tal como nos lo han transmitido los dramas, era en varias ocasiones un incorregible seducido» (pág. 229). E insiste, por último, en su improductividad y en su afición al despilfarro, lo que le equipara en cierta manera a las mujeres: «Las mujeres absorbían su atención, todo su tiempo y todo su dinero, muy abundante al recibir la herencia de su esposa, pero muy mermado ocho años después (...) Levantábase tarde, almorzaba con su familia [la de sus padres], y después de la una rara vez le volvían a ver sus padres hasta el día siguiente» (págs. 229-230).

Álvaro Mesía, el don Juan por excelencia -no el único- de Clarín, supera en complejidad y riqueza a los modelos galdosianos, y añade matices reveladores a su significado básico. Clarín tuvo el infinito acierto de convertirlo no en la criatura sino en el creador de un sistema, el de la Restauración, y de una ciudad, la de Vetusta. Mesía es la quintaesencia, el ejemplar perfecto de la vida social vetustense durante la Restauración, el hombre al que todos los vetustenses querrían parecerse y al que todas las vetustenses desearían enamorar. De Joaquín Pez dice Galdós que era un guerrillero hábil en golpes de mano más que un general ducho en estrategia, de Mesía podría decirse todo lo contrario: es un general de estado mayor y, a la vez, un maestro de ceremonias. Pero Clarín tuvo también otro acierto fundamental, el de eliminar de él todo rastro de romanticismo, algo que todavía pervive en los donjuanes de Galdós, capaces de ilusión amorosa, aunque sea pasajera. Mesía, con su sabiduría prosaica, su buen sentido, sus meditadas estrategias, la cuidadosa administración de sus energías declinantes, su brillantez social sólo comparable a su vacío interior, carece de secreto, de misterio, de intensidad vital, de heroísmo, es incluso incapaz de sentir amor, lo practica profesionalmente. Es, en suma, un especialista, el especialista en seducciones en la factoría de tipos de Vetusta, el hombre que ejerce el poder de decisión tanto si mandan los liberales como si mandan los conservadores, el amo de la realidad, con la que mantiene excelentes relaciones y no esos conflictos dramáticos en que se debaten angustiados todos los demás personajes de la novela. Él y D.ª Paula Raíces son los dos únicos vetustenses que conocen la realidad palmo a palmo, que no se autoengañan ni se ilusionan, que juegan su papel conscientes de sus objetivos, por eso pueden servirse de Vetusta, dominarla y explotarla. Mesía, incluso en su apellido, es la mejor desautorización del Don Juan romántico tanto como del Don Juan barroco. ¿Se lo imaginan ustedes, aunque sólo sea por un instante, aceptando el reto de lo sobrenatural, alargándole la mano al Convidado de piedra? A mí me resulta imposible. Estoy casi seguro de que encontraría la manera de hacerle socio del Casino y votante suyo.




ArribaAbajo- III -

Leopoldo Alas no sólo lee los textos de la tradición española del donjuanismo y la venganza de la honra para replicarlos, lee también la otra gran corriente de textos, esta vez europea, que replica al mito clásico de «la perfecta casada» con el moderno de «la mujer insatisfecha». En otro lugar estudié cómo se conformó, a partir del Renacimiento y del discurso humanista, de Erasmo a Fray Luis de León, este mito de la perfecta casada, pieza central de la ética burguesa de la familia10, y cómo un planteamiento que supuso una conquista histórica a principios del Quinientos está en plena crisis mediado el Ochocientos. Si el discurso humanista vinculó la nueva condición social de la mujer a sus funciones en el matrimonio y dentro de la casa, las novelas de la segunda mitad del siglo XIX nos la muestran como el escenario de la crisis de esa condición. De vía de liberación el matrimonio deriva en vía de opresión. La dulce domesticidad ha dejado de ser un paraíso. La perfecta casada de Fray Luis se transforma ante los ojos de los lectores en la mártir del adulterio de Flaubert. El Renacimiento había proclamado la condición de sujeto civil de la mujer, pero también le había puesto límites: era sujeto en el matrimonio, y por tanto subordinada a él desde su educación (educación para las funciones que debía desarrollar dentro del matrimonio) hasta su derecho a la propiedad o a la potestad sobre los hijos. Sujeto de la casa, ligado a ella, dependiente de ella. Por eso no hay sujeto si no hay casa, si no hay marido, si no hay hijos... Un sujeto segundo, en definitiva, que ahora, a la altura de 1850, revela su escandalosa insuficiencia.

Antes, durante el hervor revolucionario de 1789-1830, o si se quiere durante el estallido romántico, fue tal la conmoción del orden social que comenzó a ser posible vislumbrar novedades inimaginables. Los mitos románticos siempre fueron indisolublemente asociados con el desorden, y la fama amorosa de un Chateaubriand, de un Byron, de una George Sand, o de un Pushkin, cuyas aventuras corrieron de boca en boca, especialmente entre las mujeres, impusieron el prestigio de la aventura sobre el del matrimonio, incluso pasó a ser legitimable la ruptura de este en nombre del amor o del genio, y en algunos casos, hasta en nombre del deseo.

El embrión se gesta en la época romántica y Mme. de Renal es quizás el primer prototipo cristalizado de mujer insatisfecha que alcanza resonancia europea. La heroína de Stendhal, un característico espécimen de la perfecta casada tradicional, descubre gracias al amor adúltero unas capacidades insospechadas (la de la ficción, el engaño, o incluso el manejo de situaciones sociales complejas), una disponibilidad al protagonismo (es ella la que gestiona la salida de la crisis familiar provocada por los anónimos, las sospechas del marido y las insidias políticas), un yo posible infinitamente más rico, también más peligroso, que el yo con el que se había acostumbrado a convivir aletargadamente, y así acabará reconociéndolo años después, cuando ese amor le lleve a manifestarlo públicamente, acompañando a Julien en las horas previas a su ejecución o mostrándose abiertamente en sus exequias.

No obstante, la revelación de la crisis de la ideología de la perfecta casada hubo de esperar a la eclosión de la novela realista, hacia 1850. Es en las novelas de Flaubert, de Fontane, de Eça de Queiroz, de George Eliot, de León Tolstoy, del Galdós naturalista, de Narcís Oller o de Clarín donde la mujer se revela como sujeto en irritada insumisión contra la casa y el matrimonio. Los novelistas más sensibles la sorprendieron en su conciencia, captándola desde dentro de su universo mental, de su vida cotidiana, de sus lecturas, de sus ilusiones, de sus objetos, de su deseo... y la descubrieron sumida en una desasosegante frustración que es a la vez social e íntima, profesional, doméstica, amorosa. En estas novelas se vislumbra la posibilidad de una nueva condición femenina, de sujeto primero, en lucha a menudo trágica, y casi siempre derrotada, por su emancipación.

A mi modo de ver, y como ya he explicado en otros lugares, ninguna novela de la época captó esta conciencia en conflicto tan polivalentemente como La Regenta. Su diferencia respecto de las novelas que le suministraron el modelo no está ni en la radicalidad del conflicto, ni en su pureza experimental, ni en la intensidad próxima a la demencia con que lo vive. En Europa hay heroínas que viven tan intensamente como Ana su aventura amorosa y novelistas que supieron aislar el conflicto hasta dejarlo casi exento, como en un laboratorio, y poder tratarlo sin ninguna concesión ni atenuante. La diferencia de La Regenta es la complejidad.

De las novelas europeas de la época se han venido contrastando con la novela de Clarín los casos más singulares, aquellos que muestran las diversas posibilidades en el tratamiento del conflicto. Este contraste está ya muy elaborado en relación con Madame Bovary, y bastante si nos referimos a La conquéte de Plassans. También se ha ensayado la comparación con O primo Basilio, Middlemarch, Pepita Jiménez y Fortunata y Jacinta, pero apenas se ha esbozado su relación con Isabel Galcerán y, sobre todo, con Vilaniu, de Narcís Oller, y se han explorado poco los puntos de contacto con otras novelas de Galdós, especialmente con La desheredada y con Tristana, o de Valera, como Doña Luz, o con Anna Karenina, de Tolstoy, y nada si nos extendemos a Don Casmurro, de Machado de Asís, o a Effie Briest, de Theodor Fontane.

Escogeré ahora, de entre todas ellas, tan sólo tres casos, precisamente por que nos permiten captar los puntos de referencia con respecto a los cuales puede situarse La Regenta: la sublimación del conflicto hasta el punto de no dejarlo nacer en Pepita Jiménez, su resolución por la vía moral condenatoria en O primo Basilio, o su resolución por superación asimiladora en L'adultera. A los dos primeros casos me referiré en estilo telegramático, por haberlos tratado ya; en el tercero, por desconocido, me demoraré algo más.

En otro lugar estudié hasta qué punto Pepita Jiménez anticipa el esquema de base de La Regenta (circunstancias de una heroína casada sin elección con un marido viejo, privada de plenitud amorosa, sin hijos, con una cultura superior a la del medio, sensible, hermosa, admirada, con experiencias místicas... un confesor, una criada que no se limita a observar, un casino, excursiones campestres, simbolismos sexuales como el del caballo y la sotana, citas de Santa Teresa, un seductor maduro y cacique, un clérigo enamorado, una fraternidad espiritual que quiere encubrir el nacimiento del amor...)11, me limitaré por con siguiente a recordar mis conclusiones de entonces: La Regenta es una especie de réplica, diez años más tarde, a la necesidad que debió sentir Clarín, al leer la novela de Valera, de acompañarlo hasta más allá de sus objetivos, y es como si toda la trama de La Regenta respondiera a la consigna de dejar libre lo que Clarín vio en Pepita Jiménez refrenado y reprimido. Valera dispone su novela para dejar entrever lo que podría ser, y a continuación neutralizarlo, evitarlo. En Pepita Jiménez están las posibilidades de una Regenta que Clarín quiso y Valera no. El cura no era cura, la mujer no era una casada sino una viuda, el seductor estaba arrepentido de serlo, el pueblo no quería la caída de su heroína sino su felicidad, la criada resultó fiel, y así sucesivamente. Valera optó por el idilio y el cuento maravilloso allí donde Clarín levanta el velo de la tragedia.

Si Valera desactiva el conflicto, Eça de Queirós, en cambio, en O primo Basilio (1878), que también leyó Clarín -y de manera atenta-, lo activa a pesar de unas circunstancias amables, nada conflictivas en principio. Ana Ozores, dada su complejidad conflictiva, la enredada madeja de circunstancias deficitarias, de frustraciones anímicas y de presiones del medio que le proporcionan una identidad intrincada, reúne más motivos -no diré que más intensos- para la insatisfacción que cualquiera otra heroína de esta época. Dicho de otra manera, quizás más rotunda: probablemente ningún otro novelista europeo puso encima de la mesa tantas razones como Clarín para un adulterio.

Justamente todo lo contrario de lo que hace José M.ª Eça de Queirós, quien se empeñó en privar a Luisa de casi toda motivación eximente. Como años más tarde le ocurrirá a Jacinta, Luisa es un ángel del hogar ligado con ligaduras de seda, una princesa prisionera en un domicilio con todas las comodidades, cuyas competencias se limitan al piano y al diván, y cuyas costumbres la llevan del tocador a la butaca en que lee sus novelas, de la alcoba al comedor, y de la tertulia donde recibe a los amigos de su marido a alguna salida a la calle prudentemente acompañada. En el seno de una familia burguesa, bienestante, ilustrada y laica, Luisa además ama y admira a su joven marido, un ingeniero, y no siente en absoluto la necesidad de tener hijos.

Entonces, si esto es así, ¿por qué se deja llevar tan fácilmente, de forma tan rápida -a diferencia de Ana-, al adulterio? Su creador, Eça de Queirós, lo tenía claro. En una muy conocida carta desde Newcastle (12/03/78) a Teófilo Braga, cuando todavía la tinta de la recién publicada novela estaba fresca, juzgaba a su protagonista como una señora sentimental, mal educada, nada espiritual (porque ya no siente el cristianismo y porque no sabe lo que es la sanción moral de la justicia), atiborrada de novelerías, lírica, sobreexcitada por la ociosidad y por el objetivo habitual del matrimonio en la península, que no suele ser otro que la satisfacción de la lujuria, nerviosa por la falta de ejercicio y de disciplina moral, etc. Para Eça «colocar a mulher nas ocupações de família, eis o que achamos de mais genérico para evitar a dissolução do casamento». E insiste en esta idea: «Dé-se à mulher un alto interèse doméstico, e dáse-lhe una virtude invencível. Dé-se-lhe uma casa a governar, uma família a dirigir, e ela encontrará no seu coração mais valor para ser virtuosa do que nós encontramos razões no nosso espírito para sermos honrados». Como ideólogo acerca de la mujer, Eça está más cerca de Luis Vives que de Emilia Pardo Bazán, y estas opiniones suyas se traducen en la intención de denunciar, por medio de la novela, una conducta adúltera motivada por la educación, el romanticismo ambiente, la ociosidad y las presiones del medio, y de castigar la con un desenlace tan cruel como novelísticamente poco fundado.

Sin embargo, al lector actual, e imagino que sobre todo a la lectora, no le parecerá tan infundado el adulterio de Luisa, pues en ella encontrará bastantes de los rasgos que la hermanan a Emma Bovary, a Anna Karenina, a Effi Briest, por no repetir a Ana Ozores. Y encontrará algo más: uno de los primeros casos en que la protagonista hace uso del derecho a disponer de su propio cuerpo sin otras motivaciones que las de su tedio, su deseo -Luisa es la más sensual de las heroínas bováricas, la más dotada para el erotismo12- o los impulsos de su imaginación a la aventura.

En el juego de roles que envuelve a la novela, Eça de Queirós se atribuye el de fiscal, asigna a Luisa el de acusada, a Basilio el de la ocasión, y a Leopoldina el de abogada defensora. Es cierto que predomina el punto de vista del fiscal, que el de la abogada defensora es desautorizado por su «inmoralidad» y su «libertinaje», y que la novela acabará con una sentencia condenatoria, pero como buen realista el novelista portugués es capaz de escuchar incluso las razones que desaprueba, y con este beneficio nos quedamos los lectores.

Hay una última novela, entre los precedentes de La Regenta, a la que quisiera hacer alusión por su planteamiento insólito en el panorama europeo. A diferencia de la mayor parte de las otras que he venido aduciendo, esta no es nada probable que la leyera Clarín. Escrita en alemán y publicada en formato de libro sólo dos años antes que La Regenta, en 188213 y en Breslau, su autor, el prusiano Theodor Fontane no figura entre los escritores conocidos por Clarín de primera mano, no obstante lo cual son bastantes los aspectos y los motivos que las aproximan.

Como en el caso de O primo Basilio nos encontramos en una gran capital europea, que en este caso es Berlín, y en un medio social de alta burguesía -en este caso protestante-, el hogar de un acaudalado financiero, el consejero comercial Van der Straaten. La atmósfera que se respira en este hogar es de un refinamiento superior al de cualquier otro medio social representado en estas novelas. Se discute de pintura, de literatura, de música, incluso de política, la del Canciller Bismarck, o de finanzas. Tintoretto, el Veronese, Tiziano o Murillo -por quien el protagonista siente tanto entusiasmo como el propio Leopoldo Alas-, Wagner, Heine... y muchos otros nombres conforman una enciclopedia cultural en verdad sofisticada. Los personajes matizan constantemente sus palabras, se preguntan sobre sus connotaciones plebeyas o cultas, ponen a prueba tal o cual tratamiento, tal o cual uso, ironizan, juegan con los dobles sentidos, se comunican sobre presupuestos no formulados explícitamente, sobre todo cuando se trata de alusiones bíblicas... Uno se pregunta si es una atmósfera cultural de este tipo, semiagnóstica e ilustrada, con mujeres tan instruidas como Melanie, lo que resultaba insufriblemente pedante para el Clarín que maltrató a los Körner, pero sobre todo a Marta, en Su único hijo.

En el núcleo de este ámbito social se mueve Melanie de Caparoux, hija de una noble y distinguida familia de la Suiza francesa, cuyo padre, cónsul general en Berlín durante muchos años, murió dejando más deudas de las que su herencia podía avalar. «Por este tiempo sucedió también -dice el narrador- que Van der Straaten, que entonces contaba cuarenta y dos años, pidiera y obtuviera la mano de la diecisieteañera Melanie» (págs. 13-14). Este marido es un personaje notable, pues une a su opulencia, a su talento para el negocio, a su influencia social una locuacidad irreprimible, y a veces, para sus allegados, especialmente para su esposa, insufrible. Es tan charlatán como D. Víctor Quintanar, aunque también mucho más ingenioso. Su facundia se compone mitad y mitad de agudezas e indiscreciones, de ocurrencias y faltas de tacto, se pierde por un chispazo de ingenio, por un juego de palabras, pero también por la grosería prepotente del rico que ha de verbalizar cuanto le pasa por la cabeza, sin atender a las suspicacias que puede levantar o a las heridas que sin dudar restriega.

En el momento de iniciarse la acción llevan felizmente casados diez años, pese a los muchos pronósticos de desdicha que la diferencia de edad les echó encima cuando sus bodas. Ahora tienen dos hijas y «Melanie vivía como la princesa del cuento» (pág. 14). Al marido, hombre que siempre está jugando con frases de doble sentido que aluden a la infidelidad conyugal, no se le ocurre otra cosa que encargar para su colección de pintura una copia de un célebre cuadro del Tintoretto, L'adultera, que da título, en italiano, a la novela. Melanie reacciona irritada: «¡Que escogieras precisamente esto! -le dice- En el fondo es un cuadro peligroso...». El marido se justifica con un símil sorprendente: «Lo quiero tener ante los ojos, como memento mori (...) Hay hombres que siguen el ejemplo del avestruz y meten la cabeza en la arena y no quieren saber nada. Y otros prefieren tener su destino siempre presente y familiarizarse con él. Saben exactamente que morirán este o ese día, y mandan hacer un ataúd y lo contemplan afanosamente. La constante presencia de la muerte acaba despojándola de sus horrores». A Melanie, al contemplar el ademán de la adúltera le viene a las mientes una frase notable: «Hay tanta inocencia en su culpa», exclama, y a continuación, refiriéndose al cuadro: «Todo está como predestinado». Cincuenta años más tarde esta será la sensación que invade a Pablo y a María Fulgencia, los jóvenes adúlteros de El obispo leproso de Gabriel Miró, quien nos dice que cada uno de ellos se sentía «inocentemente culpable».

En L'adultera juega un papel decisivo el contraste entre ciudad y campo, como en La Regenta. Una parte del año la pasa Melanie con sus hijas y algunas amigas de la familia en su villa del Tietgarten, mientras su marido prosigue su vida de negocios en la ciudad. Melanie «disfrutaba de la felicidad de su libertad (...) los días del verano satisfacían su deseo. Entonces se veía libre de las muestras de amor y las torpezas de su marido, no siempre, pero casi siempre, y esa certeza le producía un infinito bienestar». El contacto con la naturaleza, los libros que lee, la música, el trato intenso con sus hijas y también con sus invitadas, completan el idilio. Es allí donde Melanie conoce al nuevo huésped de su marido, un joven de nombre insólito, Ebenezer Rubehn, hijo mayor del propietario de una firma de Frankfurt con la que Van der Straaten tiene tratos comerciales, que se ha formado en Nueva York y que llega a Berlín para adiestrarse en el negocio. Tan acostumbrada está Melanie a las dobles intenciones de su marido que llega a temerse una celada a manera de la de El curioso impertinente cervantino: «Espero que no haya nada malo detrás de todo esto, una conspiración, planes que me ocultas», le dice. Pero cuando el joven presenta a la dama sus respetos, se gana también su confianza: es atractivo, discreto, exquisito en su comportamiento, incluso un tanto distante o frío, según opina Van der Straaten.

Al cabo de un cierto tiempo es el propio marido quien, como Quintanar, o como el Anselmo de El curioso impertinente, empuja a su esposa en brazos del potencial amante, y llega un día en que insta a su mujer a que pase la tarde con su huésped en la villa, ya que él ha de acudir a una entrevista con el ministro de finanzas y no volverá hasta muy tarde. Los jóvenes pasean por el jardín y llegan hasta el invernadero de las palmeras. Es allí, en una atmósfera embriagadora de fragancias tropicales, donde «la coraza de su espíritu se aflojó y se desprendió y cayó» (pág. 124). Al cabo, ya fuera del invernadero, los encuentra su amiga Anastasia, quien comenta festivamente, aludiendo al dolor de cabeza que dice sentir Melanie: «¡Te sorprende el dolor de cabeza! ¡No se pasea impunemente bajo las palmeras!».

Hasta aquí el relato de una seducción cuya mayor diferencia con otras es la del muy refinado ambiente en que transcurre. Lo insólito ocurre a partir de este momento. En una sorprendente entrevista con su marido, ella le declara su adulterio y ambos discuten serenamente la salida de la situación. «El que venía no era el marido indignado, sino el marido amante», dice el narrador (Pág. 140). Y trata de persuadirla: «Ya te digo que se te pasará, Lanni. Créeme, conozco a las mujeres. No soportáis la monotonía, tampoco la monotonía de la felicidad (...) No seamos unos burgueses convencionales, Lanni. Dicen que soy un burgués, y puede que así sea. Pero no soy un burgués convencional (...) Te ruego que no te precipites. Mi cotización está ahora muy baja, pero volverá a subir». Van der Straaten hace balance -con buen sentido- de los motivos de su boda, de los diez años transcurridos, de la situación de las hijas, de la opinión social: «No es bueno pensar siempre en lo que la gente dice, pero aún es menos bueno no pensar en ello en absoluto» (pág. 152). «Si no me lo tomas a mal, yo te amo y quiero retenerte» (Pág. 153).

Pero ella está decidida. Sabe que arrostra la condena social, la separación de sus hijas, de las que no se despide, pero no se siente culpable y sí siente, en cambio, el orgullo de atreverse a poner en juego toda su existencia, por medio de un acto de libertad: «Quiero irme -dice-, no por culpa sino por orgullo, y quiero irme para rehacerme ante mí misma».

Los amantes huyen hacia el sur, hacia Italia, en dirección a Roma, donde al fin detienen su huida y se entregan, simultáneamente, a la felicidad del amor y a la angustia de la ruptura: «amaba la vida y dentro de su dolor gozaba de una dicha infinita», dice el narrador respecto de Melanie. «Ahora poseo mi felicidad -confiesa ella-, una verdadera felicidad mais il faut payer pour tout et deux fois pour notre bonheur» (pág. 176).

Cuando finalmente regresan a Berlín ella trae consigo una nueva niña, nacida en Roma, y el deseo de reincorporarse a la sociedad de la que siempre se sintió parte, y especialmente de reanudar los lazos fraternales con su hermana Jacobine, casada con un aristócrata muy celoso de las formas y las apariencias. Se encuentra con un rechazo frontal: «Comprendió que según un pacto tácito había sido proscrita. Para la sociedad estaba muerta». El reencuentro con sus hijas no puede ser más traumático, más estéril incluso. Poco a poco, no obstante, casi gota a gota, y mientras ella analiza demoradamente su historia en términos morales, su situación social comienza a invertirse: «La sociedad se ocupaba de nuevo de ellos, les permitía revivir socialmente» (pág. 207). Hay como un reconocimiento social del amor de la pareja que opera como factor determinante del cambio: «Eso fue lo que decidió el vuelco, y si antes su amor había despertado únicamente envidia y dudas, ahora la actitud de la sociedad se mudó en lo contrario». No hay poca ironía en un autor que observa cómo el mismo sentimiento que sirvió para condenar se usa ahora para celebrar, y cómo la compasión que antes acompañó a Van der Straaten ahora se muda en rechifla. Él se lo buscó, a fin de cuentas, parece la conclusión generalizada.

Van der Straaten había sufrido mucho durante este tiempo, pero también alcanzado la serenidad. Un día del veranillo de San Martín encuentra a una niñera en un parque y observa con atención a la pequeña que acompaña. Pregunta a la niñera y confirma sus sospechas: es la hija de Melanie. Van der Straaten admira la belleza y el parecido, y acaricia a la niña. Semanas más tarde, al disponerse Melanie a celebrar la Navidad con sus invitados en su casa, un mensajero le trae un extraño regalo. Es una manzana que, al abrirse en dos partes, deja al descubierto un medallón cuidadosamente envuelto. Al destaparlo y abrirlo Melanie contempla, dentro, la miniatura del cuadro de Tintoretto.

De todas las novelas del adulterio de la mujer insatisfecha que conozco, únicamente esta no resuelve dramáticamente su conflicto. Incluso la novela que pasa por ser la obra maestra de Fontane, Effi Briest (1894), publicada doce años más tarde, se salda con la muerte en duelo del comandante Von Krampas, amante de Effi, si bien el desenlace acabará por mitigar el drama y, pasado el tiempo, Effi encontrará, como Melanie, la serenidad de su inocencia culpable.

En principio, Melanie no tiene muchas más razones para el adulterio que Luisa. Ni siquiera hay un seductor, pues Rubehn no actúa como tal, ni tiene apenas protagonismo: acompaña discretamente la mutación moral de Melanie, se limita desde el principio a estar ahí, disponible, delicado, prudente, más a la manera de un compañero que a la de un amante. Y tampoco las culpas de su marido, más irritante e impertinente que opresor, parecen excesivas. Y a pesar de ello el novelista no se siente empujado a castigar a Melanie, como Eça de Queirós, ni a destruirla por la lógica social de los acontecimientos, como Flaubert, Tolstoy o Clarín. Fontane se limita a una ligera purga: la empresa familiar de Rubehn suspende pagos y ellos deben reiniciar su vida de una forma más modesta, basada ahora en el trabajo asalariado de los dos. Pero también esto contribuye a su felicidad, no a su desdicha. Fontane subraya así, de manera relevante, cuánto hay en Melanie de elección de su destino, de transformación moral que conduce desde la niña mimada de su infancia, o desde la princesa de la casa de muñecas de su matrimonio, a la mujer madura que opta por ponerlo todo en juego para rehacerse a sí misma, y que al hacerlo es capaz de reconocer la culpa de todas las fracturas que provoca y no obstante dar prioridad al derecho de apropiación de su vida, que no podría ser ejercido más que de forma inocente.

Casi cincuenta años más tarde, Gabriel Miró, el novelista español que en El obispo leproso más se acerca a esta resolución del conflicto, y que no duda en proclamar la inocencia de la adúltera, María Fulgencia, no puede constatar como posible, sin embargo, su reconciliación con la sociedad, ni su libertad frente al matrimonio y el marido, ni la esperanza de futuro para su amor por Pablo. Gabriel Miró admira la pureza de la joven, pero se apercibe de que no tiene otra salida que la del exilio en vida, como Ana Ozores.




ArribaAbajo- IV -

Clarín fue irregularmente leído en el período modernista. Se le buscó como crítico literario capaz de consagrar a un joven escritor, como hicieron Rueda, Valle Inclán o Benavente, se polemizó con él como representante de la «gente vieja» -fue el caso de Maeztu-, o se le despreció y se le ignoró, como en el caso de Baroja, precisamente por ser «gente vieja», pero sólo algunos leyeron a fondo su obra narrativa. El propio Baroja confiesa en sus Memorias que no sintió el entusiasmo de otros por Clarín, pues «no lo leí en su época», se supone que en la época de plenitud de Clarín14, y sólo años más tarde debió de leer La Regenta, pues la comenta en relación con otras novelas del XIX español, como Pepita Jiménez, y aunque reconoce su calidad la tiene en bastante menos que la de las novelas de Tolstoy15. De quienes fueron lectores de primer orden de Clarín, en la primera generación modernista, destacan Azorín y Unamuno, así como el uruguayo José Enrique Rodó, pero tanto en este último como en Azorín la huella de su lectura se depositó en su prosa ensayística y periodística. Las novelas de José Martínez Ruiz o las de Azorín ofrecen escaso eco a las de Alas, y ni siquiera parece demasiado fundada la especie de que el personaje de Yuste, de La voluntad, sea un homenaje del escritor alicantino al asturiano. Hay muy poco de Clarín en Yuste. En cuanto a Unamuno, es sin duda el principal heredero del espiritualismo clariniano, y desde sus bien conocidas cartas de juventud hasta sus últimas obras narrativas, la lectura de los relatos, los ensayos o las grandes novelas del asturiano puede comprobarse exprimida hasta la pulpa, pero no nos incumbe aquí porque Unamuno se sintió poco interesado, en su propia narrativa, por este conglomerado de temas que componen la venganza calderoniana, el conflicto de la mujer insumisa y el donjuanismo. Con Calderón y la venganza de honra arregló cuentas en sus ensayos a partir de En torno al casticismo (1895), en que se situó en la línea de la contestación moderna a los mitos clásicos. El tema de la mujer insatisfecha lo aborda raramente, él que siempre se ocupó en sus relatos de los dramas de familia, y cuando lo hace es o bien fuera del esquema básico de la novela del XIX, como en el caso de La tía Tula (1921), tal vez la más importante contribución de su generación al repudio del papel de la mujer en el matrimonio, o bien derivándolo hacia una problemática diferente, como en Nada menos que todo un hombre (1920). Por último, el tema del donjuanismo lo roza apenas en sus narraciones (está, en segundo plano, en Niebla [1914] y en Nada menos que todo un hombre) para plantearlo de frente en el drama El hermano Juan o el mundo es teatro (1928, publicada en 1934). La mayor huella de Clarín en la obra narrativa de Unamuno es de signo espiritualista y se sitúa en la voluntad de paternidad y de reafirmación a través del hijo transmitida desde Su único hijo a Amor y pedagogía (1902), aunque en la novela de Unamuno hay otros ingredientes nada clarinianos, muy especialmente el de la pedagogía, el del desplazamiento del afán de afirmarse espiritualmente en el hijo, como se da en Clarín, por el intento de conformar al hijo de acuerdo con las creencias del padre, como se da en Unamuno, quien se alinea en un frente de rechazo de la ciencia positivista y del racionalismo decimonónico con un ademán que le acerca al de Paul Bourget en Le disciple (1889). En ambos casos, no obstante, en Una medianía y en Amor y pedagogía, el resultado será el mismo: el hijo no podrá asimilar el empeño del padre, y abrumado por este desequilibrio entre sus posibilidades y las expectativas que se le imponen, acabará suicidándose.

Entre las novelas de principio de siglo hay una, sin embargo, en que la lectura de La Regenta, con su conglomerado de conflictos, está bien presente. Me refiero a El vicario, probablemente la mejor novela de un notable escritor, Manuel Ciges Aparicio, que se publicó en 1905 en la librería de Fernando Fe16, como tantos libros de Clarín. El vicario, como ha señalado su editor, Cecilio Alonso, ofrece una curiosa síntesis de esteticismo modernista y de novela de realismo social.

Los ecos del momento modernista son muchos, desde la evocación del joven Blasco Ibáñez y sus mítines republicanos, apenas velada por la ficción, hasta el tratamiento del innominado pueblo donde sucede la acción con una técnica muy inspirada en la que sigue José Martínez Ruiz para caracterizar la Yecla de La voluntad (1902), o con unos rasgos sociológicos muy semejantes a los que anota Baroja en novelas que abordan la crisis agraria y la decadencia de la España interior, como Camino de perfección (1902), César o nada (1910) o El árbol de la ciencia (1911), estas dos últimas posteriores a El vicario. Si Azorín y Baroja están en la base de la escenografía social de El vicario, el estilo que Ciges se afana en pergeñar laboriosamente remite al preciosismo del primer Valle Inclán, y a la Sonata de otoño (1902) le debe Ciges el modelo de un importante episodio de su novela (caps. XII y XIII), impregnado de una atmósfera melancólica, de evocaciones y postrimerías, el del reencuentro al cabo de los años de los que fueran jóvenes enamorados en un momento en el que ella ya está casada, tiene dos niñas, y se está muriendo: la belleza de la mujer, como la de «una flor de la tumba», en cuyos abrasados pómulos brotan «las encendidas rosas de la tisis», es a imagen y semejanza de la de Concha en la Sonata.

Otra de las presencias ineludibles es la de Unamuno, pues el personaje del vicario Íñigo Interián tiene bastante de precursor de Manuel Bueno, como ya advirtiera E. de Nora17, y G. Sobejano, por su parte, al constatar la huella de Nietzsche en las ideas del sacerdote, diagnostica en el autor unos componentes «de irracionalismo voluntarista y de anarquismo visionario, infinitamente más cerca de la problematicidad de Unamuno y algunos de sus personajes (...) que de las heterodoxias demasiado humanas de los curas decimonónicos»18. Ocurre, sin embargo, que cuando Ciges escribe El vicario aún faltan veinticinco años para que Unamuno escriba San Manuel Bueno, mártir (1930), y que la referencia más cercana, en materia de creyentes que se debaten entre la fe voluntarista y la duda trascendental, sean o no sacerdotes, son la novela La fe (1892), de Armando Palacio Valdés, y sobre todo el Clarín del prólogo a los Cuentos morales (1896), de cuentos como «Cambio de luz» (1893), «Un grabado» (1894) o «Viaje redondo» (1895), de algunos artículos contenidos en Ensayos y revistas (1892), de las «Cartas a Hamlet» (en Siglo pasado, 1901) y de conferencias como las de Un discurso (1891) y las del ciclo del Ateneo de 1897. Además, por supuesto, de algún ensayo breve del joven Unamuno, como «La fe» (1900), puesto que a Del sentimiento trágico de la vida (1913) todavía le quedaban bastantes años de gestación.

Sea cual sea el horizonte de referencias resulta incuestionable que una de las dimensiones fundamentales de la conflictividad anímica de Íñigo Interián de Barnuevo es la crisis de fe del sacerdote, propiciada en parte por su cultura científica y por su identificación con el naciente intelectualismo. Él se sabe en la mayoría de las ocasiones «un descreído» que no puede comunicar una fe que no tiene (págs. 126, 128), y sabe también que antes o después tendrá que afrontar su expulsión de la Iglesia (págs. 120, 199). Pero si en este aspecto Íñigo está más cerca de resolver sus dudas trascendentes por la negación de la fe, como el Jean Barois (1913) de Roger Martín du Gard, que por la voluntad de preservarla, a diferencia de los personajes de Clarín y de Unamuno, que viven la fe como una apuesta, a la manera de Kierkegaard, no obstante el debate no ha concluido todavía en su interior: «Tras luengos años de meditación y estudio aún no estaba él cabalmente persuadido de nada. Hasta el sentimiento religioso lo sentía vivo y agarrado a sus carnes; le gritaba con voz extrahumana de sus muertos» (pág. 202).

Como años después hará Manuel Bueno prefiere silenciar su descreencia a arrancar la fe a quienes gracias a ella pueden sobrevivir a su sufrimiento. Ante el dolor de sus penitentes, manifestado en confesión, Íñigo Interián acallará la exigencia de verdad y elegirá la mentira piadosa, pese a que le repugna la farsa de perpetuar «en los demás la creencia en una religión caduca y agonizante» (pág. 162). Ante el caso de Doña Elvira, vieja y enferma y torturada por la idea de la condenación eterna de su marido, que se suicidó, «el Vicario sonrió imperceptible y amargamente al observar que él, un descreído, aún podía infundir en los demás fe confortadora». Entonces le hace confiar en la misericordia de Dios para con su marido, porque pensaba que «quizás sería un delito arrancar de las conciencias ingenuas la esperanza en Dios, mientras que la idea de Él no se sustituya con otra capaz de aquietar los espíritus conturbados. ¿Lanzar al hombre en las negruras de la desesperación irredimible, no sería incurrir en un crimen, el más infando de todos?» (pág. 128).

Si todos estos aspectos que acabamos de sintetizar tienen su lugar en el discurso modernista, no es menos cierto que el narrador omnisciente, el frecuente recurso al estilo indirecto libre, el trasfondo de novela de folletín de la historia del hombre brutal y rico que esclaviza a su esposa cenicienta o el de la de la amada que reafirma su amor en la consunción de la tisis, e incluso el lenguaje, que a medida que avanza la novela relaja su ornamentación modernista para volver al período ancho y oratorio, remiten a un modelo de novela muy del XIX. De ahí que no sea nada extraño tropezar aquí y allí con algún eco galdosiano19 o de los cuentos de Clarín, pero sobre todo con detalles y motivos entresacados de la lectura de La Regenta. Vean si no el que abre sus páginas: «El viento soplaba huracanado y eléctrico formando caprichosos remolinos con las mustias hojas otoñales caídas de los árboles, que unas veces huían en raudos giros como minúsculas trombas, y otras se elevaban movidas de secreto impulso hasta que el efímero torbellino se deshacía y el aire las aventaba lejos» (pág. 99) ¿Quién no recuerda los remolinos de hojas en la Vetusta que hace la siesta, con que se abre la novela clariniana? También el pueblo de El vicario está dominado por la torre de la iglesia que «se erguía llena de majestad y la sutil saeta se perdía entre las sombras brumales pobladas de fantasmas» (pág. 111). Un símbolo religioso preside en ambas novelas la vida colectiva y el destino de los protagonistas: en La Regenta es la catedral misma, en El vicario una cruz de piedra, a la entrada del pueblo, que recibe al Vicario cuando llega y sobre cuyas gradas morirá linchado al final. En ambas ciudades «las lenguas se ejercitan en la murmuración», un sector de los clérigos y de los seglares conspira contra el protagonista, a quien acusa de soberbia, y provocan la reacción belicosa y llena de orgullo de este: «Yo soy como ese gigante, y el Cura, los vicarios, D. Jaime, cuantos por mí sienten envidia o injustificados recelos, son esos encaperuzados gnomos que en la sombra me persiguen y tienden celadas», exclama D. Íñigo (Pág. 150) evocando Los viajes de Gulliver, pero más acá de ellos, el gigantismo del Magistral.

Como en La Regenta, la historia del enamoramiento del clérigo de la casada tiene su precedente que parece advertir, desde el umbral de la novela, lo que acabará ocurriendo al final. En la obra de Clarín es el cura rural Contracayes (cap. XII), aquí, quienes esperan la llegada del Vicario en la estación murmuran acerca de su fama: «¡Sólo eso faltaba al pueblo...! Después del escándalo que promovió D. Pedro, ahora nos envían un hereje» (pág. 101) Este tal D. Pedro, también vicario, acudió a la cita nocturna que le propuso una hermosa lugareña en su casa y en respuesta a sus solicitaciones, sin sospechar que se trataba de una trampa. Cuando el cura, sigilosamente, metió la mano en la puerta entreabierta de la traviesa moza, para abrirse paso, quedó atrapado por un lazo como un pájaro en la red. Así pasó la noche, pues por más esfuerzos que hizo y por más que prometió para ablandar a la cruel guasona, no logró soltarse de la soga y fue sorprendido por el sereno, quien a su vez alarmó a la cofradía entera de los serenos del pueblo, de manera que cuando llegaba la mañana era ya todo el pueblo el que acudía en romería a contemplar el espectáculo del cura pardillo. A diferencia del humorista Clarín, que trata muy seriamente el episodio de Contracayes, el adusto Ciges, que acabará desembocando en una tragedia sangrienta, le antepone este contrapunto chispeante, ligero, de novella boccaciana.

Pero no me habría interesado por esta novela si sólo se tratara de motivos puntuales. Es el conflicto mismo, el núcleo argumental de El vicario, el que busca insertarse en el discurso sobre los conflictos de la mujer insumisa, la venganza de la honra y el sacerdote escindido entre la carne y el espíritu. Lo que esta novela cuenta en primer lugar no son las dudas trascendentales de un sacerdote, que son un aspecto de la vida interior del personaje pero que tienen poca influencia en la trama, ni la declinante historia de una dama que ama mientras agoniza, que conforma un episodio secundario. Lo que esta novela cuenta en primer lugar es la tragedia de una mujer insatisfecha en su matrimonio, de un sacerdote que se enamora y de un marido y un pueblo que ejecutan la venganza de la honra sobre ambos, historia que transcurre en un pueblo levítico de la España rural e interior, en el que el peso de la tradición católica y reaccionaria predomina sobre los debilitados alientos de modernización. Los interlocutores literarios de primera línea no son, por tanto, ni Azorín, ni Valle Inclán, ni Unamuno, por más que asomen desde el fondo como compañeros de viaje. Los interlocutores de primera línea, las voces que se escuchan con mayor precisión en esta novela son las de Stendhal y Flaubert, las de Valera, Galdós, Eça de Queirós, Zola, Tolstoy, pero sobre todo la de Clarín.

El planteamiento es el mismo que en La Regenta y, más en segundo plano, que en Pepita Jiménez: «La hembra más hermosa de la provincia, y aún estoy por jurar que de toda España», dice un vecino, se vio obligada a casarse con un hombre rico del lugar al quedar su madre en la miseria y al pesar sobre ella la condena social de un padre progresista, arruinado en sus aventuras políticas y que se suicidó al verse acorralado por las deudas.

La diferencia estriba en los personajes. En primer lugar la protagonista, María Fernanda, que como Ana Ozores oculta entre sus ropas un cuerpo de Venus (Pág. 104), pero que contrapone al inquieto misticismo de Ana una actitud «humilde y vencida» (pág. 147), de resignada «mansedumbre». Como tantas heroínas del XIX, vive encerrada en su casa una experiencia moral de «destierro perpetuo» (Pág. 145), sin otro consuelo que el piano y la música de Schubert. La relación conyugal es de un brutal despotismo, agravada por los celos y la tacañería. El marido, además, confiesa ella, ha matado todo posible sentimiento de gratitud «echándome en cara su fortuna y mi pobreza», de forma habitual (pág. 209). «Nos somos hostiles, incompatibles -dice ella-; mares helados separan nuestros corazones» (pág. 208). Ni siquiera el hijo, cuando nace, puede compensarla: «¡Mi hijo! ¡Mi hijo del alma...! Por él estoy conde nada a no recobrar jamás la alegría. Él me une por siempre a su padre nunca amado» (pág. 209).

Esta mujer no reaccionará con asco, creyéndose manchada, a las primeras insinuaciones del clérigo, como Ana Ozores, sino con la misma vehemencia con que Ana devuelve las caricias de Álvaro Mesía:

«-¡Bésame, bésame...! ¡Estoy loca; no sé lo que hago; pero necesito que me beses...! ¡Mañana seré sola y no tendré un hombre que me dé besos de vida...! ¡Bésame hasta que el alma triste se me vaya con los besos...!».

«-¡Bésame hasta que el alma se me escape con los besos!», repite.


(pág. 211)                


Al final de la novela la acusación de D. Jaime contra su esposa remite a la de D. Fermín contra Ana, y a la vez a la de toda Vetusta, que recuerda de golpe el pecado de origen. Si D. Fermín la llama interiormente «prostituta», los vetustenses exclaman: «¡Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana!». Aquí, en la novela de Ciges, D. Jaime la llama una y otra vez «prostituta», le espeta un «¡Hija del suicida!», y le desea que se muera pronto su madre «y que se condene con tu padre y tú con ellos» (pág. 216).

Sin duda el elemento más singular de la novela es la figura enteramente negativa del marido, y no deja de ser curiosa la observación. Los novelistas del XIX que elaboraron el discurso de la casada insatisfecha no imaginaron por lo general maridos odiosos que justificaran la rebeldía de la mujer. Convencionales y aburridos, como Charles Bovary; ridículos, infantiloides, como D. Víctor Quintanar; pobres diablos patéticos pero bondadosos, como Maximiliano Rubín; burgueses amables y enamorados, como el Jorge de O primo Basilio o el Van der Straaten de La adúltera... Abundan, eso sí, los viejos más o menos ricos, como Van der Straaten, D. Víctor Quintanar, el barón Instetten de Effi Briest, Mr. Casaubon de Middlemarch, o el difunto marido de Pepita Jiménez y el futuro de Juanita la larga, de Valera, pero salvo las excepciones de los personajes de Theodor Fontane y de George Eliot, aman a sus esposas y son atentos con ellas. No son mala gente, en la mayoría de los casos. Lo peor del género está en el alto burócrata de Ana Karenina, en el déspota castizo de Tristana, o en el Mr. Casaubon de Middlemarch. Tampoco es muy recomendable el cazadotes D. Jaime, marido de Doña Luz, de Valera, pero es atractivo, otro espécimen del político seductor, como D. Álvaro Mesía o el D. Juan Urríes galdosiano. El inventario de agravios contra los maridos es, si se quiere decir así, de poca monta, lo que tal vez incremente el valor de unas novelas que tratan de comprender la insatisfacción de unas mujeres que va más allá de las peculiaridades de tal o cual marido. Tomado en su conjunto, el discurso novelesco de la mujer insatisfecha sobrevuela -que no es lo mismo que ignorar- la cuota de responsabilidad de este o aquel marido para remontarse hacia una conflictividad que es estructural, que emana del estatuto de la mujer en el matrimonio y en la sociedad.

No es el caso de El vicario, en el que la figura de D. Jaime es dibujada desde el primer momento con trazos odiosos, empezando por su físico (Págs. 103-104). El monstruo físico es también un monstruo moral y el apasionado Ciges carga contra él las acusaciones de brutalidad física, de rudeza mental, de tacañería, de despotismo, de crueldad, del egoísmo social de un terrateniente reaccionario, y finalmente de celos, unos terribles celos calderonianos que nada tienen que ver con el amor y sí mucho con la honra, entendida como opinión social.

Su siniestra aparición en la puerta de la sala donde María Fernanda, abatida por la agonía de su madre, se entrega en los besos del clérigo a un arrebato pasional tan largamente reprimido, es la irrupción del mal, no le cabe la menor duda al novelista. El miedo físico que le infunde el Vicario lo compensa con creces, cuando este se marcha y se queda solo con la esposa, con sus insultos, zarandeos, bofetadas y finalmente puñetazos, en una orgía de violencia a la que la esposa se entrega inerme como en un «martirio». La vorágine de crueldad culmina con la sospecha, totalmente infundada para el lector, de que el hijo no es suyo sino del capellán, y si ello le enloquece todavía más no es por amor sino por ese rebrote ancestral del miedo del varón a transmitir su propiedad, con su nombre, a un bastardo.

«-¡Quieres robarme; deseas que mi fortuna sea para el fruto podrido de tus entrañas adúlteras!

Y rápido como un tigre volvió a saltar sobre su esposa, la asió en un haz de su flotante cabellera y la sacudió, la arrastró, la pateó».


(pág. 217)                


La embriaguez de la sangre no le permite distinguir la aparición de la madre, que al oír los gritos se ha levantado del lecho donde agonizaba, y embistiendo contra las dos, que yacen abrazadas, sigue golpeando incluso cuando uno de los cuerpos es ya sólo un cadáver.

La aportación más interesante de Ciges al discurso liberal de la mujer insatisfecha es la figura del protagonista, D. Íñigo Interián de Barnuevo. Como D. Fermín de Pas es un hombre joven, en la mitad de la treintena (pág. 113), de apuesta estatura (págs. 103, 122), en cuyo rostro destacan unos ojos «de fúlgido y persistente mirar» (pág. 160), a los que «da frío mirar» (pág. 107), y una ancha frente partida por hondo pliegue, revelador de la disciplina con que sabe poner su mente a disposición de su voluntad (pág. 119). En sus ropas, como en las del Magistral, es el manteo y su manejo los que resaltan el prestigio de su figura (pág. 105).

Ciges coloca a su héroe bajo la misma luz decadente que Blasco Ibáñez, cuatro años después, al Jaime Febrer de Los muertos mandan (1909): es el último descendiente «de una extinta familia que tuvo heroico abolengo» (págs. 120, 168) y que «fue condenada por la Fatalidad a dejar de ser» (pág. 178). Como Fermín de Pas, es un hombre leído y tuvo una brillante carrera eclesiástica (Pág. 177), de manera que muy pronto adquirió el prestigio de un orador de palabra «fulgurante» (Pág. 177), la fama de ser «una campana del púlpito» (pág. 112); pero a diferencia de D. Fermín, la jerarquía advirtió enseguida los peligros de heterodoxia que acechaban un verbo tan iluminado, lo que frenó su carrera y le impuso castigos, como el del destierro que le condujo hasta el innominado pueblo de esta historia. Esta es la radical diferencia que le separa del Magistral: una nula ambición de poder eclesiástico que se conjuga con una inclinación al pensamiento contemplativo y a la soledad. De él dice el narrador que era un «alma errabunda y melancólica», y los lectores comprobamos su desprecio por la «liviana y mudable» opinión pública, «verdadero coro de asnos» (pág. 115). Su «aristocrático desdén» y su distanciamiento de «los sucesos ordinarios de la vida» (pág. 116) son ademanes percibidos desde fuera como rareza, en el mejor de los casos, y como soberbia satánica, en el peor. D. Íñigo se ahoga en el mezquino pueblo como D. Fermín en Vetusta, pero D. Fermín lo que ambiciona son dimensiones más grandes, mientras que D. Íñigo las desearía distintas, aunque sabe que sólo podrán serlo en el futuro. Esta es su gran pasión, la del futuro. Como todo iluminado, deja de vivir en el presente para poder instalarse en un futuro (págs. 120-121) para el que preserva todas sus energías, su anhelo de una dignidad intelectual que le diferencie de la muchedumbre, y en nombre de la cual va escribiendo un libro de lucha y polémica, «que le atraería las fulminaciones de todas las potestades: Iglesia, Aristocracia y Democracia, porque con todas las ideas, acatadas y reverenciadas por la sociedad, estaban en abierta guerra las suyas (...) Su liberación moral creíala encontrar en el libro que meditaba (...) el Vicario soñaba con que sus ideas encarnadas serían sus hijos, y en ellos y en sus continuadores sobrevivir después de muerto» (pág. 120). Por eso nada le asusta tanto como desfallecer en el aniquilador roce con el presente y se pregunta angustiado: «¿Cómo poder contener los avances de esta muerte moral, que era la única muerte que le infundía miedo?» (pág. 145).

Poco tiene que ver con los héroes abúlicos de Azorín y Baroja. Él tiene fe en el futuro y en sí mismo, de manera que cuando encuentra en María Fernanda una respuesta de amor, lo que siente crecer dentro de sí mismo es no el amor sino la voluntad de dominio:

«-Todavía es tiempo, María Fernanda (...) Vasto es el mundo, ¡mujer que resumes todas mis ansias infinitas! Lejos de aquí, libre de estos negros hábitos que me punzan como tenaces cilicios aún podemos ser por siempre felices (...) Aún puedo ser de los triunfadores, ¡mujer que ensueño...! ¡Mi cerebro es fuerte, y como tenso arco quiere lanzar la idea rutilante y vibradora!».


(pág. 211)                


Ese es el momento en que el Vicario y el Magistral más se parecen y más se diferencian. Les aproxima su rebeldía contra una sotana (pág. 203) que les hace sentirse eunucos, rebeldía que el amor propicia y que les impulsa a remontar como seres superiores. D. Íñigo se siente, ya lo hemos dicho, Gulliver en el país de los liliputienses. Pero sin embargo el Magistral cuenta con el apoyo de los suyos, su madre, su obispo, sus partidarios, y lucha por ensancharlo para neutralizar a sus enemigos. El Magistral es un señor de la realidad, un estratega. Y además no está dispuesto, en última instancia, a jugarse la sotana, a romper sus vínculos. D. Íñigo, en cambio, que podría atraerse fácilmente a los radicales y progresistas del pueblo, que ven en él «un secreto libertador» (pág. 135), un clérigo diferente, se juega ese apoyo lo mismo que se juega la sotana. D. Íñigo podría tomar partido contra los poderosos como D. Jaime, contra los jesuitas que dominan el pueblo, y convocar a los sectores progresistas, que le harían sitio, reconociéndole como líder. Pero él no es un revolucionario. Sus ideas son rabiosamente individualistas. La democracia le inspira repugnancia porque «entrega el poder a la turba» y establece el reino de la charlatanería (pág. 202), y no se siente en absoluto tentado por un ideal social. «Trabajar implacablemente en beneficio de ese informe monstruo llamado la Especie parecíale peor que trabajar por un despótico señor: éste da algo, aquél no da nada» (pág. 203).

Si con alguien se identifica es con el movimiento intelectual, que protagoniza «el advenimiento de un superior ciclo social». Es muy curiosa la interpretación que Ciges hace del movimiento intelectual: «Los intelectuales eran los mayores enemigos de la sociedad. Unos la atacaban sin misericordia, dirigiéndose al pueblo cautivo, que al requerimiento de la ardiente propaganda osaba ya alzar la frente dura pegada al suelo misérrimo. Otros, afanosos de notoriedad y pan, escribían para las clases acomodadas, haciendo labor no menos cruda de disolución, sembrando en las almas el desaliento y la tristeza o dejando un grano de roedora ironía en las creencias centenarias y milenarias de nuestros progenitores (...) Por distintos procedimientos y por rutas varias laboraban a porfía unos y otros en la preparación de una nueva Humanidad» (pág. 121).

Su posición, en suma, y a pesar de leves toques de espiritualismo tolstoyano o clariniano, como son su respeto por el dolor o su inclinación a la compasión y la piedad, se acerca bastante más a la de los hombres superiores de Nietzsche, estadio de tránsito hacia el superhombre, que a la de los revolucionarios anarquistas o socialistas. De sus ideas hace una pormenorizada exhibición ante los atónitos espectadores y las escandalizadas orejas de los jesuitas en su discurso en el Círculo Católico (cap. XV), cuya idea central es la siguiente: la era de la aristocracia ha acabado, la ha sustituido la de la democracia, que a su vez será barrida por el socialismo, que instaurará una era de igualitarismo uniforme y monótono, entonces resurgirá el alma humana y habrá llegado el momento del superhombre, que realizará la síntesis de las fuerzas históricas: «Sólo así podrá resolverse la antinomia; así sólo podrán coexistir la Aristocracia y la Democracia, el Superhombre y el Pueblo» (pág. 196).

Este discurso no sólo le atraerá la repulsa de la jerarquía eclesiástica y de los terratenientes, sino también la de sus virtuales aliados, los librepensadores, que no podrán perdonarle su desprecio por las ideas democráticas (pág. 201).

En ese momento la conspiración puede cerrar su cerco. El escándalo de la deshonra de D. Jaime será la última vuelta de tuerca y lo encontrará aislado e indefenso. Ciges prepara el gran estallido de violencia que cierra la novela sobre un doble horizonte de referencias.

De un lado la pasión y muerte de Jesús. Como Jesús a sus discípulos dice el Vicario a Micaela: «Deseo estar solo, porque me acerco al punto culminante de mi existencia». Y ese punto culminante no puede ser otro que el de su muerte ante la cruz de piedra, sacrificado por todo un pueblo que quiere colgarlo en ella. El golpe de efecto que desencadena el linchamiento, levantando ese último freno que retiene a las multitudes antes de que se muden en hordas, corre a cargo de un bufón. El Vicario sale trabajosamente de la diligencia volcada por la muchedumbre, un hilo de sangre le resbala por la frente, pero se enfrenta erguido a la multitud, que retrocede impresionada. Entonces «el gracioso de profesión se le acercó cautamente por la espalda, y descargándole el arcabuz retiróse con presteza haciendo juglerías... Aquel estampido fue la señal de ataque» (pág. 230).

Por el otro lado Ciges vincula la matanza a la fiesta del pueblo, escenificando con aparato de masas el acontecimiento trágico. Se trata de la fiesta de Moros y Cristianos, tan popular en el Mediterráneo español, una de las fiestas más belicosas, más vinculadas a un pasado ancestral de guerra santa contra el infiel, en la que la muchedumbre, ebria de alcohol y excitada por la pólvora, siente legitimado su bárbaro derecho a la venganza. Ciges no ha querido dejar dudas al respecto: es todo un pueblo, fanatizado por los mitos de la raza, el que asesina. Y también en este aspecto se cumple la profecía nietzscheana: a lo largo de la historia son los esclavos, armados de su resentimiento y fuertes en su condición gregaria, quienes destruyen a los hombres fuertes, los creadores de porvenir.




Arriba- V -

Unas palabras más de colofón. La lectura de la obra creativa de Clarín y la cooperación en un discurso dirigido a destruir los mitos premodernos desde una perspectiva liberal continuó muy viva en la generación novecentista, a pesar de la indiferencia de Ortega y Gasset para con el escritor asturiano. Son conocidos los vínculos de Ramón Pérez de Ayala con aquel a quien llamó su maestro, y casi totalmente desconocidos, si exceptuamos alguna rara excepción, los de Gabriel Miró20. Y no obstante son dos obras maestras de la etapa más madura de ambos escritores, las dos publicadas en 1926, las que culminan en este período la lectura de La Regenta. Me refiero a Tigre Juan y Curandero de su honra, doble novela en la cual se entretejen los hilos conflictivos de la réplica al mito de Don Juan, al de la venganza calderoniana de la honra y al de la sumisión de la mujer en el hogar burgués, en diálogo activo con la obra clariniana, de cuya fronda llegan múltiples rumores (incluido el que proviene de Su único hijo, con el afán del padre de reafirmación en el hijo) aunque la estética, la fórmula novelesca y el lenguaje nada tengan que ver ya con Clarín.

Y me refiero a El obispo leproso, una novela en la que Miró parece haber concentrado, al final de su etapa creativa, todas las incitaciones que grabó en su sensibilidad la lectura de La Regenta, que había dejado pocas huellas en su obra anterior. También El obispo leproso se enfrenta al mito de la perfecta casada y al de la venganza de la honra, si bien se desinteresa del donjuanismo y, en cambio, incorpora el del sacerdote enamorado, más a la manera de «El señor» que a la de La Regenta. Desde el punto de vista de la legitimación de la insumisión de la mujer va más lejos que nadie, aunque la constatación de su inutilidad social no puede ser más desalentadora: las espadas quedan en alto, a la espera de futuras situaciones. Tampoco aquí la estética, la fórmula novelesca y hasta el lenguaje tienen que ver con los de Clarín.

Más allá de este período los ecos de la obra maestra clariniana se van debilitando, a la par que los del discurso que la alimenta. En la generación de la República quizás sea una brillante novela catalana, Laura a la ciutat dels Sants (1930), de Miquel Llor, la que mejor recoge la herencia de las novelas respectivas de Clarín y de Miró, estrechamente entrelazadas, y en la posguerra española surge, en el contexto de una poética de nuevo realista, una relevante novela, Mariona Rebull (1962), de Ignacio Agustí, que quizás haya pagado con un injusto olvido las ideas conservadoras de su autor y la sordidez de su época, y que rescata lo que ya para esa época comenzaba a ser antiguo, de otros tiempos, el drama de la mujer insatisfecha en el hogar burgués.

Las lecturas que abarcan la larga duración, como la que aquí se ha intentado, tienen cuando menos la virtud de enseñarnos que los textos literarios son algo más que conjuntos de significantes, como han predicado incansablemente formalistas, estructuralistas o deconstruccionistas de variado pelaje, nos adiestran a comprender que a pesar de las diferencias de estética, de fórmula narrativa o de lenguaje, a pesar también de la diferencia entre generaciones que algunos historicistas de corto vislumbre se afanan en hacer servir de fronteras, los textos literarios verdaderamente grandes siguen hablando de las mismas cosas, sobre las que discuten y se replican desde distintos países y posiciones, al menos mientras esas mismas cosas siguen formando parte de la experiencia vital e histórica de sus lectores.





 
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