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Lecturas y líneas estéticas

Noemí Ulla





-Quisiera proponerte que habláramos sobre un género literario que conocés muy bien, y sobre el cual se ha hablado y escrito tanto, la novela. ¿Qué recuerdo tenés de las novelas que leíste? ¿Cómo deben o pueden ser las novelas?

Puede ser que con el tiempo desaparezcan los libros, que por el lado de las máquinas, de la tecnología, vengan otras cosas, pero siempre habrá novelas. Como es un género maleable, la novela va a seguir existiendo. Creo que hay dos tipos fundamentales de novelas: la tradicional, que es como un sueño a lo largo del tiempo, deja un recuerdo general y ese recuerdo gusta, ya que se quiere a los personajes u otra cosa determinada. Esas son las grandes novelas, Jane Austen, La guerra y la paz, Stendhal... Hay otras novelas hechas con un criterio de conjunto de perfecciones, y esas, generalmente están escritas como se escriben los cuentos. En los dos modelos hay aciertos y hay fracasos.

-¿Cuáles son, a tu criterio, los modelos narrativos de este último tipo, el de las novelas perfectas?

Una mala novela de este tipo, y larga, es La gloria de don Ramiro, todo el tiempo Larreta quiso ser un orfebre, y así le salió. En general las buenas novelas, con estilo muy trabajado, son más bien novelas cortas: Otra vuelta de tuerca, Los papeles de Aspern, Adolphe de Benjamin Constant, son un ejemplo muy bueno de novelas escritas como un cuento. Hay novelas que han tenido repercusión sobre la sociedad argentina, sin embargo el modo más acabado de la narrativa de nuestro país es el cuento, y creo que las novelas perfectas no son muchas. A veces me pregunto si esto no vendrá de una cosa muy pedestre, de que los argentinos, en general, no tenemos buena redacción. En Francia, en Italia, en Inglaterra, casi todo el mundo redacta más o menos bien. Entonces, esas grandes novelas nuestras transcurren también a través de páginas redactadas al correr de la pluma, y no son muy transitables. En cambio es en el cuento donde los argentinos nos afanamos por escribir bien, y realmente lo conseguimos.

-¿Cómo se relacionarían entonces esas observaciones sobre la redacción con la teoría del cuento? ¿Sólo por la extensión?

¿Pero hay algo que no sea cuantitativo para distinguir el cuento de la novela? Creo que cuando hay muchos personajes y muchas páginas, tenemos una novela. Naturalmente, no se puede llevar eso a todos los ejemplos, porque uno puede encontrar una novela con tres personajes, y sólo ciento treinta páginas, y es una novela, sin ninguna duda.

-Entonces es como si no se pudiera diferenciar bien el cuento de la novela...

Es muy difícil diferenciarlos. Son los productos de los sueños de los hombres, y los sueños de los hombres, son sueños, cosas difíciles de reglamentar.

-Si los sueños son caprichosos y no se encuentra mucha lógica en ellos, ¿cómo ves una novela o un cuento?

Es que el sueño gusta al soñador, pero no a quien se lo cuentan.

-Pero sé que te gusta Buñuel, que casi siempre elabora sus películas como si nos estuviera contando un sueño.

Sí, pero creo que él usa las arbitrariedades con efecto cómico, como golpes de retórica. La arbitrariedad sola no sirve para nada, y el lector no sabe qué hacer con ella. La arbitrariedad graciosa, sí, y Buñuel sabe cómo es ese juego.

-Sin embargo a cuánta gente no le gusta Buñuel, dice que no lo entiende y que no es un cine de comprensión inmediata.

Hay muchas personas que usarían para condenar a Buñuel lo que yo empleo para condenar al Bergman que no me gusta. Me gusta el Bergman de Después del ensayo, pero el de Gritos y susurros, no. Puede ser que en el Buñuel viejo haya cosas un poco truculentas que me disgustan, pero el de los últimos años, usando la expresión de Keats, «a joy for ever», es una alegría para siempre. He querido ser claro siempre en lo que escribo, pero como soy inventivo, y no lo digo por vanidad, soy una persona a quien se le ocurren historias, invenciones un poco complicadas, pero trato de definirlas claramente porque pienso que no debo aumentar las dificultades al lector. Si le voy a contar una historia que no es un hecho corriente de la vida, trato de contarla con la mayor claridad, con la honradez que merece ser contada. Si recurriera a oscuridades sería tal vez para hacer pasar algo que no me parece tan digno de decir. No se puede llevar la claridad al sentido de «prolijidad» que tiene la palabra en su primera acepción, prolijo como reiterado, aburrido, excesivo en detalles. A nadie le gusta la obviedad en el expositor. Últimamente observo que los lectores dan interpretaciones de mis escritos totalmente distintas a las que yo había pensado. No sé si la gente lee prejuiciosamente -no estoy condenando a nadie- o si lee los libros a través de suposiciones previas sobre la realidad, y entonces encuentra en los libros lo que quiere encontrar, o si yo, por temor de ser obvio, me estoy volviendo oscuro; no sé. La experiencia me indica que últimamente se han leído en mis textos intenciones que no he puesto. No me molesta, me parece que los libros que permiten diversas interpretaciones están más vivos, pero me asusta un poco si esto va in crescendo, porque puedo llegar a ser un escritor distinto de lo que quiero ser.

-¿En algún momento te atuviste a teorías literarias?

Alguna vez pensé escribir un «arte de escribir». Antes de escribir bien, quería escribir una teoría de cómo escribir bien. Tengo una serie de recetas, a las que no siempre recurro, ya que acaso tenga la insolencia de una persona que ha escrito mucho, y que se larga de todos modos, a lo mejor equivocándose, aunque hay en mí mayor confianza de la que tenía antes. Soy partidario de «empezar las cosas más o menos en el medio de la acción» como decía Horacio, creo que todo el mundo debiera leer de vez en cuando la Epístola a los Pisones, ahí está casi todo lo que hay que saber; aunque haya cosas que no sirvan, siempre quedará un remanente. In media res, no empezar con los antecedentes del asunto, hay que empezar pronto y tal vez con una primera frase no demasiado corta, como si fuera una especie de lazo que lleve al lector hacia adentro. Los personajes deben ser reconocibles uno del otro, si uno se llama «Ester», es mejor que el otro no se llame «Esteban»; son pequeñas cosas. Creo que las unidades existen, cuanto más comprimido sea todo, más fuerza tiene el relato. Si se trata de contar una historia que sucede en poco tiempo es mejor que no pase en demasiados lugares, que la acción sea esencialmente una, todo eso ayuda. No le diría a nadie -porque no me lo digo a mí mismo- que no se pueden probar otras cosas, pero en definitiva lo que da más resultado y lo más prudente, es eso.

-¿A qué libros, a qué escritores volviste? ¿Qué tomaste de ellos como teorías vivas, teniendo en cuenta que esos modelos a veces se van siguiendo, o se van abandonando, pero que juegan en el interior del texto propio?

Un modelo que tengo siempre es Stevenson, porque es ante todo un excelente inaugurador de historias. Empieza la historia mejor que nadie, empieza bien los relatos. Hay relatos suyos bastante malos, pero tienen un principio que son un buen ejemplo. El primer capítulo de Los ladrones de cadáveres, «The body snatchers», me parece una lección de cómo empezar una historia. Ocurre en Inglaterra al principio de la segunda mitad del siglo pasado, en una aldea a la que acaba de llegar el tren. Están en la posada varias personas del lugar jugando a las cartas, también están el posadero y un borracho, un individuo despreciado por todos los demás, que ha llegado a un grado de degeneración por la bebida, y que es ya un «ecce homo», un ex hombre, a quien todos maltratan. En el piso superior de la posada está muriéndose el hombre rico del lugar, la persona realmente importante de la comarca, y mientras todos juegan están atentos al mismo tiempo a la llegada del tren, que debe traer al primer médico de Londres, porque va a dar su fallo sobre el enfermo. Llega el tren con el médico, que camina como una especie de rey, y usa unos anteojos que tienen un manguito; el posadero y las personas importantes lo acompañan hasta el piso de arriba. El borracho se queda en el despacho de bebidas, donde han estado jugando y tomando. La escalera es de madera, y de pronto se oyen los pasos del médico que desciende, mientras todos esperan su fallo. Cuando ve al borracho, se le caen los anteojos, y le pregunta por qué no fue a ver al moribundo, y ahí sigue el cuento, con esa cantidad de elementos que lo han metido a uno en...

-El suspenso.

Claro, así te mete en una historia. Pienso por qué me he puesto a contar historias en la vida: por una innata facilidad para imaginarlas. Cuando me pasaba cualquier cosa desagradable, cualquier desastre, en mis amores de los ocho y los diez años, pensaba escribir un cuento para poner en ridículo a alguien o para exaltar mi amor por fulana de tal, y para demostrar cómo era de sensible yo. Siempre era un cuento lo que iba a escribir. Pero además, si me he puesto a contar historias, es porque ciertas novelas me han atraído con una fascinación extraordinaria, como si entrara en un bosque maravilloso, en el lugar más lindo del mundo, y es el deseo de darle a los demás algo grato con eso. Entonces, tengo la impresión de que cuando uno empieza a leer ese cuento de Stevenson, encuentra que están en él todos los elementos de lo novelesco.

-Es exacto, es así y no sólo al comienzo de la historia, sino que dan ganas de saber qué pasa después, o de seguir contándola...

Sin embargo Stevenson muchas veces defrauda con sus finales. En lo posible trato de no defraudar con mis finales, pero muchas veces uno lo hace. Otra cosa que he descubierto es que nunca la segunda mitad de un libro está tan bien escrita como la primera, o la segunda mitad de un cuento tan bien escrita como la primera. El cuento y la novela se releen todos los días, mientras se los está haciendo, y si uno ha estado tres meses o tres años trabajando en eso, ha pasado muchísimas veces por las primeras páginas, que quedan espléndidas, ya que han sido corregidas durante tres años. Las últimas fueron corregidas sólo durante tres meses.

-Nunca se podrán emparejar.

Bueno, creo que nunca.

-¿Por qué pensás que Stevenson defrauda con algunos finales?

Porque a veces el final está hecho de cualquier modo, como el del cuento «El príncipe Otto», cuento o novela corta, maravillosa hasta el final, que decepciona. El final de Weir of Hersmiston (La presa de Hersmiston) también se debilita.

-Aquí se aplicaría esa diferencia de la última parte del cuento con la primera, es decir, la diferencia con malos resultados.

A Stevenson le gustaba tanto lo novelesco que le parecía suficiente dar golpes de emoción, aunque no tuviera una historia tan decorosa, tan cuidada desde el principio hasta el final; le bastaba eso. Decía, por ejemplo -este es también otro principio de mi arte narrativo, lo he tomado totalmente de él-, que en todo relato largo, toda novela, y en todo caso también en todo cuento, tiene que haber escenas muy vividas para el ojo de la mente. Así en Doctor Jekyll and Mister Hyde, hay un señor asomado a una ventana que da a la placita de un pueblo, una placita vacía, no como las nuestras, con árboles y pasto, sino esas plazas europeas sin nada verde, con pavimento y luces. Entonces, ve desde la ventana a un viejo lisiado y a un señor que se le acerca con un bastón, y cuando se encuentran uno frente al otro, el que lleva el bastón lo levanta y empieza a pegarle al otro. Eso se recibe como una sorpresa terrible. Él decía que tiene que haber cosas de este tipo en todo relato, y parecería que a él, a veces, le bastaran cosas así. Se podría decir que el cuentista es el que trata de llegar al lector, de conmoverlo, y cuando éste avanza un poquito más en la lectura, prepara otro momento en que vuelve a conmoverlo, y así hasta darle otro golpe de emoción.

-Al principio hablaste de Stendhal, ¿te parece un modelo posible?

Puedo decir que Wells con El hombre invisible, La máquina del tiempo, La isla del doctor Moreau, con algunos cuentos y hasta con «Los primeros hombres en la luna» -que tiene cosas tontas, pero están muy bien contadas- también fue para mí un maestro. Eça de Queiroz también lo es y además un estímulo permanente para mí. El ambiente que crea me parece realmente agradable para vivir. Creo que los libros son como casas en las que el lector vive, y me gustaría lograr un ambiente tan grato como el que logra Eça de Queiroz en sus novelas. Stendhal es uno de los autores con quien tengo una relación más ambigua, más rara, yo mismo no la entiendo del todo. Aunque soy el hombre más modesto para juzgar música, arquitectura, o cuadros, no soy tan modesto para juzgar literatura -no quiero parecer pedante por esto-, que es algo en lo que he pensado toda mi vida y creo saber algo de eso, sin embargo no sé muy bien dónde poner a Stendhal en mi apreciación, en mi juicio de valores. El comienzo de La chartreuse de Parme me parece maravilloso. La descripción de la batalla de Waterloo, prodigiosa, y de la Sanseverina he vivido enamorado. La corte de Parma y el señor Mosca están espléndidamente descriptos, mientras que el héroe es un tontito, como que Stendhal no sabe muy bien qué hacer con él, y hasta se olvida de él. Como construcción la novela no me gusta mucho, y también me disgusta que a Stendhal le interese el individuo que conquista el poder, y que progresa así, tengo una especie de menosprecio instintivo por eso, sigo siendo tan primario como esa gente que se enoja por una novela en la que hay un poco de libertinaje y se pone furiosa. Quizá sea una actitud injusta atacar un libro por el personaje, pero el personaje es nuestro compañero de viaje a lo largo de todo el libro, y a mí, el de Rojo y negro me da ganas de despertarlo de la ilusión de la realidad. Está metido en el sueño de la vida y cree que puede hacer cualquier cosa, porque cree en la realidad del sueño de la vida. Kant dijo que Hume lo despertó de su sueño dogmático. En Rojo y negro, Stendhal se ha enamorado de un personaje y no lo ve más que como representativo de una clase social, y quiere matarlo para castigar así a una clase social: es una solución tan esquemática que no sé si Stendhal se da cuenta de todo eso.

-Pero claro, el proceso de Sorel es también lo que él quiere señalar, como si fuera la vida de un turista o de un historiador, que lo lleva a eso. Una de las veces que terminé de leer Rojo y negro me llamó más la atención que otras, la ambigüedad que Stendhal propone. Recuerdo Una tragedia americana, de Dreiser. Hay algo muy parecido en las dos novelas, la ambición que se liga a la muerte. Pero la ambivalencia es más evidente en Stendhal.

Es que Stendhal era muy inteligente, veía las cosas muy de cerca: y tenía que haber mostrado esa ambigüedad. Mi experiencia con Rojo y negro no fue agradable, el final no me pareció convincente. El héroe de una novela tiene que ser, de algún modo, querible; no tengo ningún inconveniente en que haya personajes despreciables, creo que el personaje central también puede ser torpe, pero hay que poder quererlo. Sin embargo hay ciertas páginas de Stendhal, cierta manera suya de escribir, que también es para mí un modelo permanente. La chartreuse de Parme es uno de los libros encantadores que he leído. Me gustaría escribir algo así, porque es como un libro de aventuras, inteligentísimo, desordenado, con algunas cosas que no van de acuerdo con otras, pero de algún modo consigue lo que se propone. Uno lo lee y queda subyugado.

-Cierto, es muy cierto. También están las Impresiones de un viaje por Italia, tan interesantes.

Sí, muy interesantes. Pero creo que muchas son plagiadas, parece que las Impresiones (de un viaje por Italia) son de Joseph Carpani. Los amigos de Carpani protestaron y Stendhal inventó entonces la existencia de un escritor francés anterior, que habría escrito el libro, y Carpani quedó como un plagiario. Todo eso es deshonesto, pero no me escandaliza, se puede defender ese hecho de que haya aprovechado unas y otras descripciones. Es graciosísimo. Otro escritor que en sus mejores páginas es un modelo para mí -no un modelo de antes, porque no lo conocía, sino de hace poco- es Casanova en sus memorias. Cuenta su vida como la contaría el más grande novelista, de un modo admirable, y ciertos episodios de las Memorias de Casanova son una lección del arte de narrar.

-En algún momento me hablaste de tus comienzos como lector de literatura española. ¿Cómo fueron esos modelos para tu práctica de narrador?

Siento una gran simpatía por España. No quiero aparecer diciendo cosas en contra, porque realmente la poesía española me parece importantísima, y me acompaña a lo largo de la vida. Pero hay ciertos escritores españoles que no creo que sean el modelo que hay que tomar para empezar un cuento o una novela. En eso soy aliado de Borges. A una persona que se inicia en la literatura no le diría «lea las Novelas Ejemplares y póngase a escribir», o «lea Juanita la larga y póngase a escribir». Por el contrario, el comienzo de Peñas arriba, de Pereda, me parece estimulante, y a lo largo de la vida mantuvo para mí su encanto. La lectura de prosa española me indujo en la tentación de escribir con todo el idioma, lo que siempre es difícil y, para un escritor bisoño, puede ser funesto. Para mí fue funesto. Algo que no comprendo es por qué los españoles no tienen casi libros de memorias.

-Recuerdo que un hispanista inglés, Gerald Brenan, decía que habían evitado los libros de memorias, los diarios íntimos, los libros epistolares, porque la religión se los había impedido.

Y sin embargo no hay cosa más personal, más íntima que los sueños. Pienso en Quevedo, por ejemplo.

No le tengo ninguna simpatía, fue motivo de una larga conversación de toda la vida, con Borges, y creo que él estaría de acuerdo conmigo. Quevedo pensaba que la literatura tenía que ser ornamental, o de alguna manera ornamental, ya sea una cosa sinuosa, o si no, mármoles. Fuera de los momentos en que Quevedo es afortunado y dice algo en pocas palabras, lo demás, de un modo lapidario, es horrible. Nunca llega a ser un interlocutor, nunca es un poco íntimo, siempre es externo, está como mofándose con chistes viejos, llevándolos a extremos, porque esos sueños son estúpidos. Son libros que están ahí para ser admirados, pero no leídos.

-¿No creés que La vida del Buscón es una buena novela picaresca?

Creo que en materia de picaresca lo mejor es El lazarillo de Tormes, después Guzmán de Alfarache, Rinconete y Cortadillo. En todos ellos hay momentos de la vida picaresca muy bien contados. El Quijote es una gran novela, con muchos sectores de difícil tránsito, pero una gran novela, y un recuerdo lindísimo.

-Y de los poetas, ¿cuáles preferís?

Hay grandes poetas. Lope de Vega me parece un poeta extraordinario, me gustan sus sonetos y sus canciones. El anónimo sevillano también me gusta mucho. Hay poemas de Quevedo que me parecen muy buenos, los de Argensola también.

-¿Bécquer?

No... es demasiado romántico, tiene momentos buenos, una sencillez linda, pero no lo prefiero.

-¿Y Federico?

Tiene una manera muy propia, que se aparta de lo clásico. Los que no me gustan son sus discípulos, en él hay como manías estilísticas muy perceptibles, y son las que deslumbran: me parece que lo empobrecen, siempre están haciendo cosas muy lorquianas. Lo mismo podría decir de Quevedo y de Góngora. Pero uno no juzga del mismo modo a los contemporáneos que a los clásicos. Lo mejor de Lope de Vega no lo dijo otro, no es de nadie; justamente eso le da un gran estilo.

-Recuerdo lo que decía Borges sobre la traducción. ¿Pensás también que hay libros muy difíciles de traducir? Son esos a los que no se les puede cambiar fácilmente las palabras, otros hasta mejoran con la traducción.

Seguramente, pero no sé si el de Omar Khayyam es mejor que el de Fitzgerald. Naturalmente que eso puede ser una injusticia, porque no he leído el original, pero sí la traducción de Graves y no me parece extraordinaria, y Graves es un escritor que me gusta mucho. La obra que hizo Fitzgerald me parece un poema maravilloso. Si Graves es fiel a Omar Khayyam, Fitzgerald lo mejoró. De muchos libros no muy buenos, podemos esperar que buenos traductores los mejoren. Un libro que cuente una historia linda, aunque el escritor tenga algunas fallas, falta de sensibilidad por ejemplo, un buen traductor a lo mejor las corrige, y puede hacer menos molesto el texto.

-Silvina (Ocampo) piensa que traducir es en algunos momentos tan interesante como escribir.

Ah, desde luego que sí. Creo que todo escritor debería intentar traducir, porque es escribir con toda la atención. A veces en la obra de uno está el riesgo de dejarse llevar. Hay personas que escriben con cierta facilidad, se dejan llevar, y por lo general coinciden en un nivel mediocre porque lo espontáneo, cuando se tiene que traducir, tiene que ser fiel y tratar de no lograr efectos que el autor no ha querido lograr. Esas cosas están presentes en la polémica de Arnold con Newman sobre traducciones homéricas. Arnold señalaba con elogio los epítetos homéricos y Newman hacía notar que el efecto producido no se debía a aciertos literarios, sino que era obra del tiempo. Si se hablaba de un tremolante casco, se mencionaba algo tan doméstico y vulgar como ahora lo es un paraguas o una gorra. Newman y Wells hablan despectivamente de Homero, les parece una especie de cantor de tribu africana. Pero todo lo que se ha escrito desde Homero, de Homero, no puede ser tomado tan a la ligera. ¿Tiene Wells la capacidad de juzgar de veras?

-Por supuesto que no. ¿Cómo son tus relaciones con la traducción?

Me gustó traducir, sentí que estaba haciendo algo así como cuando uno escribe un poema, que está construyendo todo. Pero prefiero escribir a traducir porque no tengo tiempo y porque también el organismo se resiste a tantos esfuerzos. No puedo traducir porque no puedo evitar poner toda la atención de que dispongo, toda la memoria de que dispongo para encontrar la palabra correspondiente en español a la francesa o a la inglesa. Lo que he traducido es muy poquito.

-Hace un momento, cuando hablábamos de poesía, estableciste una diferencia en el juicio respecto de los contemporáneos y de los clásicos. ¿Esto también implica cierto desdén por la moda y las vanguardias?

Lo diría de otra manera. Creo que en la opinión de la gente sobre los libros contemporáneos, nadie se atiene a su propio juicio sino al prestigio del consenso. Así, en los años cuarenta he visto que todo el mundo, la izquierda y la derecha, los nacionalistas y los internacionalistas, consideraban que Mallea era el más grande artista. Un día eso concluyó, y no sé si hay mucha gente que hoy crea que Mallea haya escrito una línea que valga la pena. Yo quisiera creer que la ha escrito, nunca la encontré. Por estas cosas se cometen toda clase de injusticias, se admira a los admirados, se hunde a los hundidos. Aunque de vez en cuando alguien piensa que conviene levantar a un hundido. Sucedió con Roberto Arlt, con Horacio Quiroga, con Gombrowicz, con Faulkner. Hay una serie de autores que son inexpugnables, admirados por todo el mundo, y a mí nunca me han atraído. Siempre he querido aplicar mi juicio con entera libertad de las opiniones ajenas.

Esa independencia también tiene sus riesgos con las obras contemporáneas o más o menos cercanas en el tiempo.

Con los libros clásicos el asunto es mucho más difícil, el hecho de que el consenso esté con un libro, hace que ese libro sea el centro de una tradición y de una literatura. Por ejemplo, Wells dice que si escucháramos los versos de La Odisea cantados por Homero, nos parecerían los versos de un payador de segunda. Desde luego, él no usa la palabra «payador», pero es la idea que da en un comentario que hace en contra de los clásicos griegos. Pero ¿puede uno rechazar La Odisea cuando alrededor de ella hay cantidad de excelente literatura? Esa es la actitud que yo quiero tener con los contemporáneos. Me resulta bastante más difícil con los clásicos, con Dante, por ejemplo, Borges señala con inteligencia que el Infierno de Dante quiere ser muy terrible y sin embargo nunca es tan terrible el infierno que muestra. Esa es una especie de fracaso de Dante, pero los versos son tan lindos, y hay tantas cosas en ellos, que no nos importa.

-...Que se borra lo «no tan terrible».

Sí, el fracaso. Me parece que cada uno tiene que ser respetuoso de su propio criterio, y desarrollarlo. ¿Qué somos los escritores? ¿Por qué vamos a ofrecer nuestros libros, y ser eco de todos los movimientos, que hay? ¡Entonces son libros de corderos, de ovejas! Un escritor es, precisamente, lo contrario de eso. No he querido participar en esos movimientos donde uno debe estar a favor o en contra por el hecho de que una obra esté de moda. Si Faulkner, en Santuario, me ha gustado mucho, digo que Santuario es una obra que me gusta mucho, y lo mismo puedo decir de los cuentos policiales, como Gambito de caballo, y no así de otros cuentos, como El oso. La primera parte de la cacería del oso es admirable, y la segunda es una locura de genealogías.

-¿Qué lugar ocupa Chejov en tus lecturas?

Es una persona a la que estoy llegando. Hacia 1940 o 1950 no me gustaba, porque no me interesaban las cosas sin argumento, y en Chejov hay cuentos que tienden a ser como una situación, de manera que tuve cierta reticencia para admirar sus situaciones. Yo tenía predilección por los cuentos y las novelas que relataban historias. Amigos y amigas cuyo criterio respetaba, me aseguraron que Chejov debía gustarme. Sobreponiéndome a la repulsión que todos tenemos, según Johnson, por los autores que no hemos leído, me fui al campo con algunos cuentos y comedias de Chejov, y fui sensible a su encanto. Me atraen sus personajes discretamente cómicos. La Vida de Chejov de Henri Troyat me acercó aún más a él, y hoy descubro una afinidad de sentimientos y una actitud con relación a la vida y a la literatura.

-Es uno de mis cuentistas preferidos. ¿A Andreiev, lo leiste?

Me gustaba mucho La sima, con «ese» de profundidad, porque con «ce» es la cúspide. Y la sima con «ese» es el fondo del abismo. Creo que era el predilecto de los rusos. Leí bastante literatura rusa, Dostoievski, bastante Tolstoi. Sus cuentos no me gustaban, pero La guerra y la paz me gustó mucho. Ahora conozco más de la literatura rusa, pero estoy en contra de las historias de la literatura para que los escritores conozcan su oficio. Los escritores no deben tratar de modificar o seguir el pasado; tampoco escribir por su relación con el pasado ni con el futuro. Deben escribir por su relación con el tema, por lo que piensan que es lo mejor para lo que están escribiendo. Verse a sí mismo como desde afuera es malo para cualquier actividad. Si uno está con una mujer, y quiere tener un amor con ella, para ser visto por terceras personas, la mujer siente que eso es falso, y el amor fracasa. Creo que cuando era chico fracasaba, porque quería tener la imagen de un amor, que se dijera «Adolfo Bioy tiene un amor con esta chica». Eso no sirve. Y tampoco sirve para escribir libros. Hay que escribir los libros ingenuamente, metiéndose en el libro, olvidándose de la historia de la literatura. Después de leer un breviario del Fondo de Cultura Económica, nada más que un breviario de doscientas páginas de Michael Wood, me he dado cuenta de que conozco mejor la historia de la literatura rusa. Me ha ordenado esos nombres que conocía y me ha hecho comprender mi simpatía por Chejov, mi no simpatía por Dostoievski, mi bastante simpatía por Tolstoi. Antes sabía que ciertas cosas lacrimógenas, como construcciones de una masa de sentimientos, me enojaban y me parecían en Dostoievski de mala calidad.

-¿Qué es exactamente, lo que te disgusta de Dostoievski?

Te cuento lo que le pasó con Turgueniev. Dostoievski y Turgueniev, sabían muy bien cómo ignorarse mutuamente, tenían un cierto respeto y una cierta desaprobación el uno por el otro. Cada uno tenía la certeza de que el otro no le gustaba. Un día Dostoievski le hizo saber que quería verlo porque tenía que comunicarle algo muy delicado: había violado a una chica, ella se había suicidado y él había visto su cadáver sin tener remordimientos. Turgueniev le preguntó por qué razón le contaba eso y Dostoievski le contestó: «Porque quiero que me desprecie bien». Ese tipo de personas no me gustan. Stendhal dice que las personas son como animales, que desgraciadamente tenemos una forma que nos hace creer que somos de la misma especie, pero que a veces somos diversos animales, uno es un loro, otro un perro. El loro y el perro no se entienden. Bueno, no me entiendo con una persona que hace este tipo de cosas. Además Dostoievski tenía espíritu religioso, y yo no tengo espíritu religioso, y -que Dios me perdone- desconfío no de las personas que tienen espíritu religioso y que hacen con eso algo noble, inteligente; pero sí de lo que hace Dostoievski con el espíritu religioso. Es como si encontrara placer en mostrarse complejo sin serlo tanto, porque si hubiera sido más complejo podría haber visto esas cosas objetivamente, dándoles el valor que tienen.

-Parecería que lo ves como un impostor.

Bueno, no sé si como un impostor. Sin embargo cuando yo era chico me gustaba. Yo era un actor, los chicos son siempre actores, y quería tomar todo eso. Aunque cuando se cuenta una escena donde hay un perro que mata a una chica, me pareció una cosa monstruosa. Que la víctima fuera una chica -no me lo ocultaría ni Dostoievski mismo, si estuviera aquí-, era un evidente golpe bajo además, y sentí que él hacía de eso un episodio melodramático, muy cargado de énfasis.

-Pero él era un atormentado, una persona muy especial, un ser no demasiado corriente, y no estoy diciendo «corriente» sólo en el sentido de genialidad.

No niego que esas novelas sean eficaces y con muchos méritos, y aunque fuera en el buen sentido no me parecen verdaderas. La cuestión del perro y de la chica es una prédica por la compasión que me parece innecesaria, porque el lector se distrae y puede caer en una distracción cruel, y hay que tratar de que eso no suceda. Me parece tan barato como una película norteamericana barata, y las personas que hacen esas cosas, no tienen mi admiración. Prefiero a una persona como Tolstoi, que aunque tiene una tendencia religiosa -no quiero hablar mucho porque no conozco demasiado a Tolstoi- su complejidad me parece más auténtica, y Dostoievski un atormentado que explota sus tormentos para seducir a la gente.





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