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A la piña le dedica todo un capítulo, y entre los elogios leemos que «es única [...] en hermosura de vista, en sabor, en olor; porque todas estas partes en un subjeto o fructa no lo he visto así en otra fructa alguna» (Fernández de Oviedo 1944: 191).

 

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La codicia del conquistador era ya un tópico literario. Se halla, por ejemplo, en Pérez de Oliva y Góngora, entre muchos otros. Al respecto, véase Ercilla 1993: 134, n. 123.

 

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Curiosamente, en estos enredos se habría hallado involucrado, aunque luego absuelto, un tío del poeta, don Tomás Berjón de Caviedes, Oidor de la Audiencia de Lima (Lohmann Villena 1999: 387-391).

 

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La idea, sin duda, fue bastante divulgada. En 1564, el italiano Gabriello Follopio, en su tratado sobre el «mal francés», observa irónicamente que Cristóbal Colón había descubierto un continente, islas desconocidas, salvajes, tesoros de oro y plata, pero añade que ese metal encubre una espina. Dice que -algo muy apropiado para nuestro poema- «los que regresan a Europa vienen más cargados de enfermedad que oro, y ellos le han pasado esta maldición a otros» (Quétel 1990: 37, la traducción es mía).

 

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Bernardino de Sahagún también se quejaba de que el clima y las constelaciones eran dañinas para los criollos, que contribuían a su corrupción, y concluía que estos llegaría a ser iguales a los indios (Brading 1991: 298). A esto último habría que añadir las palabras de Juan López de Velasco, quien en su Geografía y descripción universal de las indias desde el año 1571 al de 1574 asevera que «los españoles que pasan a aquellas partes [América] y están en ellas mucho tiempo, con la mutación del cielo y del temperamento en las regiones [...] no dejan de recibir alguna diferencia en la color y calidad de sus personas; pero los que nacen dellos, que llaman criollos, y en todo son tenidos y habidos por españoles, conocidamente salen ya diferenciados en la color y tamaño [...] de donde se toma el argumento que [...] aunque los españoles no se hubiesen mezclado con los naturales, volverían á ser como ellos» (López de Velasco 1971: 19-20). Por otro lado, para el caso, no estaría de más recoger también algunas palabras de José Carlos Ballón Vargas quien resume un sentimiento antilocal en la segunda mitad del siglo XVI del Perú, sentimiento que promovería una reacción por parte del sector criollo. Nos dice Ballón Vargas que el deseo hegemónico era el de excluir «aquellas incontrolables castas intermedias de criollos, mestizos y mulatos, cuyo «oscuro linaje», como señaló el II Concilio Limense, hace de ellos gente "dudosa" y "sin lugar" en el estricto mapa naturalista de parentesco y consanguinidad, y por tanto, carentes de alguna garantía de fidelidad al orden jerárquico. Hasta los mismos orígenes de las palabras son ambiguos, su separación y distinción significativa es muy posterior. Todavía Acosta los llama indistintamente "criollos-mestizos", y otros simplemente los llaman de manera genérica "hijos de esta tierra" o "gente de esta tierra". Se trata en realidad de un conglomerado de adjetivos que sirven para calificar a todo el que está fuera o carece de "lugar natural" en el régimen de consanguinidad» (1999: 313).

 

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Hay que ver que hacia 1732 en el Diccionario de autoridades, bajo el vocablo «bubas», todavía se recoge la hipótesis: «otros dicen haberla padecido los españoles en el descubrimiento de las Indias, también con el motivo del trato inhonesto, que freqüentaron con las mujeres de aquellas nuevas regiones» (RAE 1963).

 

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Sobre la confesión y su relación con la autobiografía véanse Zimmerman 1971 y Weintraub 1978. En general, sobre autobiografía Olney 1980; y sobre la autobiografía hispánica Levisi 1984, Pope 1974, Spadaccini y Talens 1988, y Goetz 1994. Sobre el contexto colonial véase Stephanie Merrim 1986.

 

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La posibilidad del naufragio no era poco común y se enlaza con una tradición cultural -de la época- que enfatizaba la reflexión o el conocimiento al que se llegaba a raíz de un naufragio. Véanse, por ejemplo, las referencias de Pupo-Walker (1987; 526).

 

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Según Roberto González Echevarría, «las relaciones eran esencialmente documentos legales, en los que el firmante daba cuenta de su persona de los hechos pertinentes al caso -se reflejaba en ellas, mediante ciertas fórmulas, el contacto de un yo con la realidad circundante; por eso pueden servir de cauce a la biografía, ya sea ésta real o ficticia» (González Echevarría 1983: 21). Para las diversas maneras de escribir la historiografía colonial de Hispanoamérica véase Walter Mignolo 1982: 57-116. Sobre los métodos de evangelización véase Vargas Ugarte 1959: vol. 2, 225-41 y passim. También consúltese el interesante texto de Francisco Dávila, Tratado de los evangelios... (1646-1648), que incluye un sermón en español y en la «lengua de los indios» y dice ser para «la enseñanza de los indios y extirpación de sus idolatrías»,

 

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Según Olney, «The bios of an autobiography, we may say, is what the "I" makes of it; yet as recent critics have observed, so far as the finished work is concerned, neither the autos nor the bios is there in the beginning, a completed entity, a defined, known self or a history to be had for the taking. Here is where the act of writing -the third element of autobiography [the graph]- assumes its true importance: it is through that act that the self and the life, complexly intertwined and entangled, take on a certain form, assume a particular shape and image, and endlessly reflect that image back and forth between themselves as between two mirrors» (1980: 22).