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ArribaAbajoCapítulo cuatro

Mateo Rosas de Oquendo: una Lima carnavaleada



ArribaAbajoInvenciones y juegos autobiográficos

En este capítulo nos aproximamos a ciertas complejidades en tomo a la subjetividad virreinal que en la Sátira de Rosas responden a la llamada narración en «primera persona». Para el caso es importante reflexionar sobre algunos asuntos de orden teórico que problematizan, si no niegan, lo que tradicionalmente se ha pensado como una identificación entre narrador y autor. Como ya hemos sugerido, se verá que la figura del satírico de Rosas se dispersa en una variedad de posturas o máscaras narrativas que metaforizan las contradicciones psicológicas y sociales que experimentaban los pobladores españoles del virreinato. Tal composición, que a la vez enfatiza la textualidad del narrador como construcción discursiva, nos recuerda, en parte, la mencionada metáfora barroca y contrarreformista del Theatrum Mundi, aunque en este caso entrelazada con la filiación carnavalesca y el contexto colonial del poema.

El narrador de la Sátira, después de denunciar la corrupción y los males sociales que aquejaban su Lima de 1598, informa al lector (u oyente de su prédica en la plaza pública) que se alista para abandonar el Perú. El presunto viaje hace que el poema aúne a esta postura sermonaria convenciones de la carta de despedida y de la confesión, géneros que normalmente elaboran un «yo» narrativo que a lo largo del poema deja un número de instancias autorrepresentativas. Tales alusiones autobiográficas, sin embargo, distan mucho de ser referentes directos de la vida del autor, y se vislumbran más bien, como versiones de una máscara carnavalesca que elude la identidad a favor de la diferencia y la alteridad147. El romance empieza con los siguientes versos:


Sepan cuantos esta carta
de declaraciones graves
y descargos de conciencia
vieren, como el otorgante,
Mateo Rosas de Oquendo,
que otro tiempo fue Juan Sánchez,
vecino de Tucumán,
donde oí un curso de artes
y aprendí nigromancía
[...]
puesto ya el pie en el estribo
para salir destas partes,
[...]
en lugar de despedida
determino confesarme
y descargar este pecho
antes que vaya a embarcarme.


(vv. 1-18)148                


Este anuncio, de registro epistolar y confesional, rápidamente se convierte en el ya visto sermón a la plaza, cuyo propósito es el de aleccionar al público oyente y denunciar los males de Lima. A partir del verso 24 el narrador levanta la voz y reclama la atención de la ciudad:


¡Dejen todos sus oficios
y vengan luego a escucharme:
[...]
no deje de oírme nadie,
que no habrá uno entre todos
a quien no le alcance parte [!]


(vv. 24-46)                


Cabe sugerir que los géneros que abraza la Sátira, los de la carta, el sermón y la confesión, adquieren connotaciones paródicas especiales en su contexto colonial. La primera recuerda la variedad de formas epistolares practicadas por el conquistador para reclamar recompensas por sus servicios prestados a la Corona -algo de lo cual ya vimos en el capítulo dos-, y los otros, el sermón y la confesión, dialogan con algunas prácticas importantes de la época para el proceso de evangelización149. En los tres casos -la carta, el sermón y la confesión- se requiere la construcción de un sujeto narrador coherente, cuyo discurso -coherente también- habría de relatar sus experiencias personales. La posible configuración autobiográfica se halla, entonces, en el juego especular entre dos instancias del yo, el que narra y el que es autorrepresentado, o, para usar la terminología de James Olney, el autos y el bios de la autobiografía150.

Ante tal requisito del género autobiográfico hay que observar que los primeros versos del poema indican, más bien, una duplicidad referencial en torno al «yo» del sujeto narrador, una simultaneidad entre la tercera y la primera persona que sincroniza su supuesto pasado con su presente. Como vimos, el poema empieza con los siguientes versos: «Sepan cuantos esta carta / [...] / vieren, cómo el otorgante Mateo Rosas de Oquendo, / que otro tiempo fue Juan Sánchez, / vecino de Tucumán / donde un curso de artes» (vv. 1-8, el énfasis es mío). Estos versos iniciales conllevan una alteración sintáctica que puede ser vista como un distanciamiento, paródico quizás, de la práctica formularia del documento legal. Según la convención establecida, esta habría de ser «Sepan cuantos esta carta vieren, como yo, Mateo Rosas de Oquendo, que otro tiempo fui Juan Sánchez», etc. Curiosa e interesantemente, el poema empieza, entonces, con una supresión del pronombre de la primera persona, yo, y también con una desvalorización de la autoridad del nombre propio al ser sustituido por el de Juan Sánchez, todo lo cual reclama la atención sobre la descentralización que sufrirá el sujeto narrador del poema151.

La voz confesional del hablante requeriría la meditación y expresión de un sujeto que, arrepentido de su pasado, recuenta sus experiencias para formular un ser presente renovado y purificado, una nueva subjetividad ahora limpia y redimida del pecado. En el poema de Rosas, en más de una ocasión escuchamos esta voz. Por ejemplo, en cierto momento, cuando el narrador se queja de un pasado sujeto a su atracción por las mujeres:


¡Oh malditas causadoras
de rigurosos desastres,
[...]
en un desdichado tiempo
rondaba yo vuestras calles
y adoraba vuestras cosas,
tan dignas de abominarse,
hasta que mi bozo rubio
comenzó a desenrizarse [!].


(vv. 1279-1288)                


Este «yo» presente, que recuerda un pasado «abominable», reviste una faceta, muy humana, del desengaño y la contrición, aunque siempre consciente de su propia falibilidad:


[...] el vivo arrepentimiento
tanto me aflige y deshace,
y sin que mi edad lo pida,
comienzo yo a platearme,
y algunas veces me huelgo
de verme con este traje,
porque enfadadas de mí
huyáis [...] cuando os llame,
si el diablo, como sutil,
alguna vez me engañare.


(vv. 1289-1298)                


Bajo los propósitos suasorios del sermón satírico, este tipo de revelación ha sido parte, desde Horacio en adelante, de una estrategia -retórica si se quiere- para crear una figura narradora virtuosa, un vir bonus; en este caso un contrito con conocimiento superior hacia el cual el oyente puede simpatizar y así ser movido hacia su propia recapacitación y posible conversión152. Es con esta voz que la Sátira de Rosas de Oquendo se permite entregar consejos en contra de la corrupción del hombre y la sociedad, y encaminar a su público hacia la vida espiritual y religiosa:


Todo a deshonestos fines
lo vemos encaminarse;
por eso nadie se duerma:
quien tiene que guardar, guarde.
[...]
y el que acertar deseare,
encomiéndeselo a Dios,
que lo demás es disparate.


(vv. 1242-1248)                


Lo que requiere la convención literaria en estos casos es, entonces, una exclusividad entre un «yo» pasado que sirve como antecedente causal y un «yo» presente arrepentido y renovado. En el poema de Rosas, sin embargo, tal coherencia ontológica es subvertida por una sincronización o simultaneidad entre las dos facetas del narrador: el arrepentido es simultáneamente el pecador y partícipe del mundo del engaño y la falsedad. Baste un ejemplo, entre muchos, en el cual el satírico relata su complicidad presente y futura como tercero en un mundo de resonancias picarescas, palabras que --dicho sea de paso- son también otro ejemplo de la anfibología obscena y sexual que informa el lenguaje del poema:


Cuando la vamos a ver,
por hacer el caso grave,
aunque nos abra la puerta
iremos por los corrales,
[...]
Con gran temor de su madre,
dirále que hable muy quedo,
no escandalice la calle,
[...]
Y ella y yo muertos de risa
le diremos que se arme,
porque si le cogen dentro
pueda librarla y librarse.
[...]
Y por estas tercerías
señoras han de pagarme
porque como de mi oficio,
como ellas de sus jornales.


(vv. 485-510)153                


Esta relativización que anuda el «fui» con el «soy» suspende las reglas del juego de la confesión; subvierte la nítida jerarquización o escisión entre el bien y el mal, la verdad y la apariencia; y destruye la unidad del ser. Ahora, hay también otros ejemplos de la confesión burlesca del narrador, que, como veremos, devienen en un interesante diálogo entre la tradición barroca y el contexto virreinal del poema.

Recordemos que en cierto momento se quejaba de que sin que sus «treintainueve navidades» todavía lo pidieran, él comenzaba ya a «platearse», es decir, a encanecer (vv. 1291-1292), aseveración que por un lado podría ser mero eco de la tradición literaria y satírica: Marcial, en uno de sus epigramas se lamentaba de que su desilusión con la vida citadina había encanecido su pelo negro; y Horacio, aunque aseguraba haber vivido con moderación, también se quejaba de que a la edad de cuarenta años había encanecido prematuramente (Snodgrass 1988: 250 y 168). Ahora, si le creyésemos al narrador, podríamos también imaginarnos que las dificultades y penurias con que se enfrentaban los conquistadores podrían causar un encanecimiento prematuro. Hay que ver, sin embargo, que estas posibles razones literarias o históricas se neutralizan al reconocer que el narrador se refiere a su pasado en entronque con ciertas creencias de la época en torno al contexto novomundano.

El doctor Juan de Cárdenas, en su Problemas y secretos maravillosos de las Indias, de 1591, incluye un capítulo titulado «Cuál sea la causa de encanecer tan presto los hombres en esta tierra». Allí explica Cárdenas que a los españoles la estadía en el Nuevo Mundo les causaba un exceso de flema, que se expulsaba del cuerpo a través del pelo, es decir, en forma de canas. Según Cárdenas, los españoles sufrían de tal profusión de flema a causa del clima, a causa de la humedad de las regiones americanas, pero -más interesante aún - añade, por «los demasiados actos venéreos de que mucho usan en las Indias» (1988: 216). Estas últimas palabras recuerdan las críticas del narrador en torno a la vida licenciosa de Lima, sobre todo la de sus mujeres. Se quejaba, por ejemplo, de la predilección que estas tenían por el baile lascivo: «Un zambapalo comienzan, / con que las doncellas dancen, / que no hay ramera en Ginebra / que tantos meneos alcance» (vv. 1203-1206); o de los deslices de la joven casada con el viejo: «La otra tiene un galán / discreto de lindo talle, / y cuando su viejo duerme, / se levanta a regalarle, / y en la cama de la niña / suelen a solas holgarse» (vv. 1127-1132). Es en este contexto, con su postura confesional, que el narrador se queja de haber caído víctima de la lascivia que abundaba en el Perú: «en un desdichado tiempo / rondaba yo vuestras calles / y adoraba vuestras cosas, / tan dignas de abominarse» (vv. 1283-1286). Nos da a entender, entonces, que sus achaques prematuros, su temprano encanecimiento, serían no solo producto del contacto con el clima húmedo de Lima, sino, también -ahora recordando las últimas ideas de Cárdenas-, producto de su participación en los «actos venéreos de que muchos usan en las Indias».

Aunque el narrador, al confesar su pasado, tome prestada una de las muchas creencias negativas sobre América, no creemos que se acople al discurso difamatorio que circulaba sobre el Nuevo Mundo. Sugerimos nuevamente que la Sátira de Rosas, en parte por su filiación carnavalesca y en parte por su capacidad -como sátira- inclusionista, no hace suya una voz específica. Si el narrador parece unirse a las condenas que acusaban al Nuevo Mundo de ser nocivo para el español, hay que ver que lo ha hecho en son de burla. En otro momento, con seriedad, rectifica su adhesión a lo antes dicho. Su encanecimiento prematuro y su predilección por el pecado venéreo son refutados en la «conversión» del poeta. Allí el narrador confiesa que tal comportamiento no se debía a las condiciones innatas del continente americano y sus habitantes, sino, más bien, a sus propias inclinaciones personales:


¡O mi Pirú mal pagado,
perdóname, ilustre reino,
que habiendo sido mi abrigo,
vine yo a pegarte fuego!
Traté mal tu presunción
y descubrí tus secretos,
¡habiendo sido tu daño,
hijo de mi mal ejemplo!


(Vargas Ugarte 1955: 65)                


La obra satírica de Rosas de Oquendo se halla, pues, consciente de los procesos mitificadores o inventivos -tanto de vituperación como de alabanza- que se daban en el virreinato, elogios y denigraciones que su narrador, por medio de la confesión burlesca y su entronque carnavalesco, intenta neutralizar.

Ahora, la fragmentación del sujeto narrativo, de la cual hemos visto ya ejemplos, se halla también relacionada con una consideración sobre la escritura y la representación literaria. Se percibe una identificación del «yo» narrativo con la escritura en el uso que la Sátira hace de dos metáforas de larga tradición en la cultura occidental. Una es la que refiere a la escritura del texto como travesía marítima154; y otra la que identifica al autor con su libro (para el caso baste quizás recordar el ya mencionado Corbacho cuyo principio anuncia ser un «libro conpuesto por Alfonso Martínez de Toledo [...] Syn bautismo, sea por nonbre llamado "Arcipreste de Talavera"»)155. El poema empieza con el anuncio de un viaje y, como hemos visto en el capítulo dos, termina con estos versos: «soltando al viento la vela / diré Requiescat in pace». Por otro lado, la ecuación autor-texto también se anuncia desde el principio del poema: luego de una larga exhortación al pueblo a que venga a oírlo, exhortación que apela a todo sector social, desde el hombre grave hasta el negro esclavo, el narrador proclama su inserción en el asunto que pasará a narrar: «¡Oh qué de cosas he visto, / si todas han de contarse, / en este mar de miserias / a do pretendo arrojarme!» (vv. 107-110). El «mar de miserias», metáfora náutica conocida en la tradición judeo-cristiana para las penurias de la vida alude aquí a una sociedad en tormenta o «naufragio moral» que el narrador denunciará, pero en la cual, como hemos visto, simultáneamente se inscribirá, subrayando así su autorrepresentación en el mundo del vicio y la corrupción. Lo que hay que notar, sin embargo, es que la metáfora náutica tradicional, que refería al precario tránsito de todo ser mortal, aquí también recibe un sentido metanarrativo. La figura arquetípica del homo viator o peregrino en busca de la patria celestial, recordada por la referencia al «mar de miserias», corresponde, en el nivel textual, a una precaria y, si se quiere, tormentosa comprensión o lectura de la figura multifacética del narrador. Esto, que además se acuerda al carácter enigmático y anfibológico del lenguaje, es anunciado -veladamente- por el narrador: nos dice que el texto «tiene los principios donde hubieran de acabarse» (vv. 2035-2036), aludiendo no solo a su polisemia sino, también, al carácter controvertido de sus «principios» éticos o morales.

Ahora cabe notar también que la conclusión del poema lleva a cabo una recapitulación interesante y significativa de esta ecuación narrador-texto que sirve para dramatizar el hecho de que el sujeto se presenta como construcción lingüística o verbal. El satírico vuelve a confundirse con su obra y con el mundo representado, anunciando que él es «columna y padrón / de sucesos ejemplares, / y un almacén de fortuna / lleno de sus variedades» (vv. 1951-1954), para luego despedirse del texto, del Perú, y del mundo:


[...] mirando mi persona
de la manera que sale,
volviendo a tierra los ojos,
a darnos el «buen viaje»,
por principio de mi gusto
y por fin de mis pesares,
soltando al viento la vela,
diré Requiescat in pace.


(vv. 2113-2120, el énfasis es mío)                


Que el narrador mire a su persona «de la manera que sale» encierra una significación interesante, ya que este vocablo, el de «persona», tiene, para el caso, varias connotaciones significativas. La palabra, como ha visto Robert Elliott, se deriva de Phersu, nombre que acompañaba a la pintura de un enmascarado hallada en una tumba romana. El vocablo pasa, a lo largo de los siglos, por una serie de modulaciones, pero mantiene el sentido de máscara (Elliot 1982: 20). En el Diccionario de autoridades, por ejemplo, leemos que «en las Comedias vale lo mismo que Interlocutor, porque representan fingidos los sugetos de la fábula ó historia» (RAE 1963). Pero la palabra también significaba «cuerpo» y «cuerpo» era, a su vez, según el mismo diccionario, «los tomos ò volúmenes que componen una librería» (RAE 1963). Según estas connotaciones del vocablo «persona», las máscaras del narrador son, entonces, el texto, y el texto es sus máscaras, y su último sentido o identidad, como anunciaría el último verso del poema, Requiescat in pace, queda enterrado, perdido, o diferido en el espacio de la escritura156. Siguiendo ahora esta preocupación narrativa del poema, pasemos a ver que la descomposición del narrador a su vez se reitera en un segmento relacionado al autorretrato.

En la literatura hispánica los antencedentes del retrato se remontan, entre otros textos medievales, a las Generaciones y semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán (c. 1450), en las que el apego a una convencional retórica de la descripción pone en evidencia una «personalidad» del sujeto retratado basada en ciertos conceptos psicológicos de la época, tomados de las ciencias de la fisonomía y de sus «complisiones». En cierto momento del poema de Rosas, en una de sus múltiples figuraciones y a pesar de en otras ocasiones haber hecho alarde de su buena fortuna para el amor157, el narrador anuncia -jugando con el lenguaje de la poesía petrarquesca- que él no ha de «morir de amores», porque «según dicen las señales», es «un poco taheño, / los ojos negros y grandes, / algo tibio de color, / y el cuerpo de pocas carnes» (vv. 811-816). Este es un autorretrato que ha permitido crear una imagen visual del poeta; pero si leemos estos rasgos o atributos físicos a la luz del conocimiento psicológico de la época, veremos que hay allí una jocosa y entretenida conjunción de opuestos que llega a desfigurar el supuesto retrato. Primero, el narrador dice ser taheño, o pelirrojo, y ligero de carnes, características que según él por naturaleza lo alejarían de la inclinación hacia la pasión y el amor. Pero si acudimos, por ejemplo, al Corbacho de Alfonso Martínez de Toledo, notamos que estas «señales» refieren al sanguíneo, y este, lejos de ser enemigo del amor, es «mucho enamorado et su coraçón arde como fuego, e ama a dyestro e a syniestro» (1970: 81- 82). De modo semejante, en el Poridat de las poridades de Seudo- Aristóteles, al pelirrojo también se le reviste de atributos lascivos y negativos. Se dice que estos, los taheños, «significan la traycion, et la enuidia et la arteria, et por ffuerça es esto en natura a los omnes» (Seudo- Aristóteles 1957: 49-50). Contrariamente, sin embargo, en el mismo texto leemos que la «meior figura que Dios fizo» es la de tener «buenos oios negros» (1957: 66), es decir, los ojos que reclama tener el narrador. En esta autorrepresentación conviven, entonces, en una unidad controvertida y paradójica, elementos tradicionalmente polarizados, lo que subvierte la identidad del ser a favor de la alteridad y la duplicidad158. Nuevamente, pues, el poema, en este caso en su parodia o desbarato jocoso de la tradición del retrato y la teoría de los humores, genera un sujeto controvertido que sugiere la ambivalencia ontológica del español virreinal. Pero hay más.

Debemos recordar que el narrador dice ser de «color tibio», referencia que en última instancia no se relaciona directamente con las «complisiones» que se hallan en la teoría galénica. El colérico, por ejemplo, era de color amarillento, mientras que el sanguíneo, de carne rosada o colorada; y el melancólico, pálido. El narrador, sin embargo, parece enfatizar un color impreciso, un color «tibio». ¿A qué se refiere? Por un lado, es parte de su burla de las teorías de las «complisiones», pero sugiero que también se trata de una alusión al influjo que el clima americano podría ejercer sobre sus nuevos habitantes. Recordemos que se hablaba de la mala influencia de los astros americanos sobre el español, efecto que -se decía- los llevaría a ser iguales a los indios: lascivos y mentirosos, e incluso -como decía de la Puente y Salazar- más oscuros en el color de la piel. Tal crítica reverbera sobre el color tibio del narrador, color ambiguo que, como su autorretrato, no es ni de aquí ni de allá. Esta inestabilidad, sin duda, refiere al sujeto carnavalesco o barroco, pero también recoge burlescamente las creencias en torno a la suerte del peninsular o criollo en tierras americanas.

La ambigüedad e inestabilidad en torno al sujeto narrador y la autoconciencia que el poema nos muestra de su ser como escritura, como texto, acuden a la visión carnavalesca y nos recuerdan una serie de preocupaciones del barroco sobre la fugacidad de la vida y de la existencia como teatro o ficción. Para citar algunas palabras de Saavedra Fajardo, recogidas por José Antonio Maravall, en la época, lo que denomina como concepto de «mudanza», es «tan agudo y tan decisivo en la organización de la cosmovisión barroca [...] que [inspira] algún pasaje en el que el principio de identidad se tambalea y con él la noción misma de ser, amenazando la inmutabilidad del orden ontológico que el pensamiento tradicional había dejado tan firmemente asentada» (2002: 368). Y reitera Maravall que «el hombre mismo podría, arrastrado por la inestabilidad de sus cambios, verse despojado de su condición esencial, de su "substancia", en el sentido aristotélico de esta palabra: tampoco el hombre "ni jamás es su semejante"» (2002: 369).

Estas preocupaciones del imaginario barroco informan la obra de Rosas de Oquendo; pero, insisto, se debe también ver allí un suplemento contextual que amplíe el sentido que se puede dar a la inestabilidad ontológica -barroca-- del narrador de la Sátira. Como lo ya visto en el capítulo anterior, se puede pensar aquí también en la creación de un sujeto colonial cuya ambivalencia y contradicción se vincula, poética o metafóricamente, con la conflictiva composición social del virreinato, quizás como una suerte de peregrino en su patria que añora, pero a la vez cuestión su filiación peninsular159.




ArribaAbajoSobre la nigromancia

Otra de las máscaras del narrador de la Sátira que se anuncia en los primeros versos del poema se relaciona con las prácticas divinatorias y la hechicería, algo que reverbera sobre una de las coyunturas sociales de mayor importancia -y gran preocupación- en el virreinato, la de la extirpación y supervivencia de prácticas prohibidas entre los pobladores nuevos y originales del Nuevo Mundo. En el principio del poema, el narrador satírico -recordemos- nos decía haber estudiado, en un pasado remoto, el arte de la nigromancia («Mateo Rosas de Oquendo, / que otro tiempo fue Juan Sánchez, / vecino de Tucumán, / donde oí un curso de artes / y aprendí nigromancía»). Curiosamente, los lectores del poema no se han preocupado por este dato, ni siquiera los que han intentado construir una biografía del autor a partir de su poema. Hay que reconocer que una lectura apresurada del poema parece corroborar la idea de que la nigromancia no tiene mayor relevancia en él ya que se trata de solo un verso o una mención pasajera, pero una lectura más atenta nos mostrará que sí hay varios diálogos -apropiadamente oscuros y velados- con ciertas prácticas nigrománticas, diálogos que nos entregan otra comprensión interesante del poema y su enlace con la realidad virreinal.

Antes de pasar adelante quizás valga la pena detenernos brevemente sobre lo que constituía este arte «abominable» de la nigromancia hacia fines del siglo XVI y principios del XVII, arte asociado desde sus inicios con el deseo transgresor de adquirir una videncia sobrehumana. Cabe notar que la presencia de prácticas de herejía sí se halla documentada para la región en que vivió el poeta, aunque por lo general en lo tocante a las poblaciones naturales. Emilio Carilla nos muestra que el gobernador Ramírez de Velasco se hallaba preocupado por la extirpación de la hechicería entre los indígenas, y sugiere que «si Rosas no quiere hacerse el cuco», quizás «pudo [...] aprender algo en sus años en Tucumán» (1968: 95)160. Nosotros, sin embargo, sin poder corroborar tal conjetura, pensamos que se trata de otra máscara más del narrador, pero máscara que responde a la compleja y múltiple realidad del Perú colonial.

Regresemos a la acepción general de nigromante. Pedro Ciruelo, en su Reprouacion de las supersticiones y hechizerias (1530), nos dice que se trata de una «arte maldita: con que los malos hombres hazen concierto de amistad con el diablo: y procuran de hablar y platicar con el para le demandar algunos secretos que les reuele: y para que les de fauor y ayuda para alcançar algunas cosas que ellos dessean» (Ciruelo 1978:48)161. Aunque en los últimos años han aparecido varios estudios importantes sobre la inquisición y la herejía en el Perú colonial, en lo concerniente a la magia o hechicería europea (y a momentos mezclada con supersticiones indígenas) practicada por hombres no hemos hallado mucho material crítico. Uno de los problemas con que se enfrentaba el historiador habría sido la desaparición de los documentos de los procesos inquisitoriales del Perú. Hasta muy recientemente solo contábamos con la Historia del tribunal de la Inquisición de Lima 1569-1820 de José Toribio Medina (1956), extenso estudio basado en documentos de archivos españoles que recogía algunos juicios llevados a cabo en el virreinato peruano162. En esta obra de Medina se encuentran referencias a procesados por participar en prácticas divinatorias y mágicas. Por ejemplo, el 30 de noviembre de 1587 hubo un auto público en el que se castigó a un tal «Pedro Gutiérrez de Logroño [...] por haber dicho y hecho muchas cosas de embustes, de nigromancía y arte mágica, trayendo consigo anillos, manillas y argollas con signos y caracteres desconocidos [y] [...] recibió otros tantos azotes, después de salir con vela y soga» (Medina 1956: 233); o un tal «Francisco López de Osuna, hombre perdido y jugador, porque examinando las líneas de las manos a cierta persona, le pronosticó que dentro de pocos días se había de morir» (1956: 272).

Ahora, si Rosas de Oquendo, personaje histórico que vivió en Lima, verdaderamente participó en tales artes es algo que -como ya dijimos- queda fuera de nuestra preocupación. Lo interesante es ver que sí existía un contexto de prácticas nigrománticas y que, en cierto sentido el discurso satírico del poema de Rosas conversa con esta actividad marginal y perseguida por la institución virreinal para generar una máscara narrativa más. Como se ha visto, el poema ostenta ser una confesión de su narrador, quien cuenta ahora, entre sus pecados, el haber practicado la nigromancia, sin duda asociada con su residencia en el Nuevo Mundo. En cierto momento, por ejemplo, escuchamos una larga autoacusación y contrición que requiere ser citada:


Yo del retablo del mundo
adoré la falsa imagen,
y aunque le di la rodilla
y le ofrecí vasallaje,
ya con las aguas del cielo
voy jabonando su almagre.
De su respetado templo
veneraba los altares,
doblaba sus ornamentos,
y madrugaba a incensarle;
más ya el idólatra gusto
dejó los ritos bestiales,
echó sus aras por tierra,
y profanó los altares,
olvidó sus ceremonias
y las horas infernales,
por ocupar las que quedan
en ejercicios loables.


(vv. 1967-1984)                


Cabe detenernos sobre este pasaje. ¿Es una postura del narrador que se acusa de dejarse llevar por prácticas asociadas con la idolatría indígena?163 Recordemos que el narrador habría vivido en la región del Tucumán, lugar donde, dice, había estudiado la magia. Es interesante notar que al referirse a su pasado de «nigromante» dice haberse llamado «Juan Sánchez», seudónimo que, sugeríamos en la introducción, podría responder a la necesidad de esconder sus actividades satíricas, pero quizás también a su participación en prácticas prohibidas, caso no poco común y que estudia Bartolomé Escandell Bonet (Pérez Villanueva 1980: 463).

Ahora bien, los versos de Rosas citados, además de referir a la posible nigromancia en el Perú, también pueden tener otro sentido, más tradicional y literario. La práctica «abominable» del narrador podría entenderse, tópicamente, como supeditación al mundo material y transitorio, alegorizado por la diosa Fortuna, cuyos altares el narrador habría venerado. A lo largo del poema se escuchan varias quejas de reconocida herencia literaria. Así, por ejemplo,


Dióme [...] su cumbre,
y al tiempo del derribarme
dejóme sin bien ni bienes
ni amigos a quien quejarme.
Pasé por siglo de oro
al golfo de adversidades:
ayer cortesano ilustre,
hoy un pobre caminante.


(vv. 75-82)                


Es interesante que la referencia tópica a la diosa Fortuna, que en la tradición europea elude posibles referencias a la idolatría, para el caso del poema de Rosas -en el virreinato del Perú-, lejos de excluir a la magia, entra en trabazón con ella, lo que refuerza el reconocimiento de nuevas composiciones y estructuras culturales.

En otros versos de arrepentimiento se traslucen, veladamente, más instancias de un comportamiento prohibido. Así, por ejemplo, cuando dice:


fui con franceses francés,
alemán con alemanes,
consideré las estrellas,
desentrañé minerales,
pregoné guerras injustas,
acrecenté enemistades.


(vv. 2011-2016)                


De estos versos, el «considerar las estrellas» y «desentrañar minerales» reclaman cierta atención. Primero, la doble visión, la de mirar hacia arriba (a las estrellas) y la de mirar hacia abajo (a los minerales) involucra, por un lado, un deseo de comprensión totalizante, de curiosidad o videncia del mundo natural y de los misterios que este encierra, preocupación hallada en la ciencia de la nigromancia. La práctica de «desentrañar minerales» que a primera vista podría leerse como actividad minera, tan común en el virreinato, a la vez encubre una referencia a la lecanomancia, o lectura de las piedras para predecir el futuro, práctica condenada por la Inquisición164. De modo semejante, el «considerar las estrellas», por su yuxtaposición con ese otro verso, ha de referirse no a la mera astrología, de cierta aceptación en la época, sino más bien a la astrología judiciaria que pretendía pronosticar el futuro, ejercicio mágico nuevamente condenado y perseguido165. Otra vez en palabras de Ciruelo: «el astrólogo que quiere aplicar las estrellas [...] es vano y supersticioso, y tiene pacto secreto con el diablo. Y ansí es apostata de la religion christiana: y deue ser castigado como medio nigromántico» (1978: 58).

El narrador entonces sí abjura y se arrepiente de su asociación con la nigromancia; y con esta voz -de contrito- se permite denunciar la corrupción y entregar sus consejos a favor del bien. Por ejemplo, advierte que el que deseare alcanzar un verdadero conocimiento, «encomiéndeselo a Dios / que lo demás es disparate» (vv. 1277-1278). Hay que notar que bajo los propósitos suasorios del sermón satírico este tipo de confesión, como ya hemos visto con anterioridad, hace suya una estrategia retórica al crear una figura virtuosa arrepentida de su pasado. En el poema de Rosas, sin embargo, tal univocidad ontológica es nuevamente subvertida por la sincronización de dos facetas del narrador: el nigromante abjurado y el que hará alarde de su participación activa en el mundo de la magia y la nigromancia. El poder de su palabra satírica, entonces, mira simultáneamente al favor divino y al pacto con el diablo. En otro momento, luego de haber denunciado la falsedad e hipocresía de las mujeres, recapacita sobre sus poderes videntes:


Para conmigo no hay levas,
comiencen a tributarme
que descubriré sus vendas
y no podrán conservarse.
Bien saben ya que conmigo
lo mejor es amistades
que veo debajo del agua
y soy pescador de bagres,
y entre sus Zaidas y Floras
no hay encanto que me encante.


(vv. 453-462)                


Aquí el «ver debajo del agua» podría ser una simple exageración y alarde algo picaresco de sus conocimientos y experiencia del mundo del engaño. Sin embargo, en el contexto que se vienen leyendo estos pasajes, esta referencia a la vez conlleva otra práctica común, y condenada, del mundo de la hechicería: la de la hidromancia o la de conocer la verdad y el futuro por medio de la lectura del agua. Luego, en uno de los muchos momentos en los cuales el narrador ataca sarcásticamente los engaños y pretensiones de los advenedizos a la corte, dice:


los que fueron al inglés
cuentan maravillas grandes,
los otros de la Naval,
los otros de Italia y Flandes.


(vv. 643-646)                


Y de inmediato, para descubrir la falsedad de estas palabras, el satírico nuevamente parece recurrir a su poder sobrenatural. Nos dice, con cierta mueca sarcástica:


Muerto yo por estas cosas,
gusto de oír sus dislates
y ver un mapa confuso
en manos destos orates.


(vv. 699-702)                


La referencia a observar un mapa confuso «en las manos» de estos personajes rinde ahora una alusión a la quiromancia, práctica nuevamente asociada con el poder del nigromante, y que Pedro Ciruelo también condena. Dice que «los hombres y mugeres vanos miran a los otros las líneas o rayas que tienen en las manos: y por allí se dizen su buena o mala ventura que les ha de venir o que les ha venido», y estos, nos advierte, «tienen pacto secreto con el diablo» (Ciruelo 1978: 60).

Aún más, otro pasaje del poema en el que, como en el anterior, se descubre un diálogo entre la tradición cultural hispánica y algunos ejercicios prohibidos del virreinato que practica el narrador se refiere al género del sueño o visión. El satírico nos dice:


Yo vide en cierta ocasión
un hombre de muy buen talle,
con una cadena de oro
y término de hombre grave
[...]
una camisa de encaje
y bordada de abalori
o la pretina y el talabarte;
bohemio de raso negro
sembrado de unos cristales.


(vv. 1445-1456)                


Luego sigue una larga y detallada relación de las vestimentas, joyas y modalidades de este presuntuoso personaje, y -en recuerdo del género picaresco- añade que:


Cuando así le vi venir
plíseme en medio la calle,
y el sombrero muy caído,
di lugar a que pasase.
Él echó mano a la gorra,
quitómela sin mirarme
porque llevaba los ojos
puestos en el ventanaje.


(vv. 1475-1482)                


Y, de inmediato, el narrador, con voz de pícaro literario, piensa en su propio bienestar:


Cuando pasó desta suerte,
con modo tan arrogante,
si yo fuera a buscar amo,
no pasara sin hablarle.


(vv. 1483-1486)                


Curiosamente, sin embargo, el pasaje se interrumpe abruptamente para dar lugar a los siguientes versos:


Otro día, de mañana
[...]
dejé temprano la cama,
[...]
y antes de entrar en la plaza,
descuidado deste lance,
vi el caballero que he dicho,
estoy por decir en carnes:
un calzón lleno de mugre,
de muy basto cordellate,
un sayo cuyo remiendos
unos de otros se hacen
[...]
cuando le vi desta suerte
comencé a maravillarme:
si es éste el hombre de ayer,
[...]
y después que me enteré
en el rostro, cuerpo y talle,
reíme [...]
de ver aquel personaje,
y por no soltar la risa,
me fui la calle adelante.


(vv. 1487-1520)                


Típicamente, el poema, en su espíritu carnavalesco, aúna opuestos: aquí de un día para otro la riqueza del personaje deviene en pobreza. Tal cambio recuerda una variedad de tópicos de la literatura satírica y ascética que acusaban la transitoriedad de los bienes materiales y denunciaban el culto a la riqueza y la apariencia, crítica que, para el caso del poema de Rosas de Oquendo, conlleva ecos de las quejas ya vistas de los conquistadores venidos a menos. Esta sería una primera lectura, pero hay que regresar a la primera cita sobre este asunto para observar allí un referente más que nuevamente se relaciona con la máscara nigromántica del narrador. El pasaje trasgrede cierta lógica causal o temporal: la transformación del personaje, de un día para el otro, del lujo a la pobreza en el vestir, se percibe como algo irracional o imposible, como una suerte de anacronismo. Sugerimos que tal transgresión de la lógica temporal recuerda o hace uso de las convenciones del género sueño o visión. La primera descripción del hombre suntuosamente vestido puede leerse como una aparición en sueños para el narrador, quien, al despertarse y salir a la plaza se encuentra con el personaje ahora desastrosamente vestido de harapos.

Ahora, si el sueño o visión pertenecía a una establecida y convencional tradición literaria -y, por lo tanto, se acopla al inclusionismo satírico del poema- a la vez hay que ver que se relaciona con la sabiduría y el conocimiento mágico. El ya citado Pedro Ciruelo nos advierte que «en los sueños de los nigrománticos y adeuinos no ay [certidumbre] [...] queda el hombre cegado y engañado del diablo»; y añade que «el que por los sueños adeuina las cosas que acaescieron, o acaesceran a los hombres: es vano, superticioso, y tiene secreto pacto con el diablo» (1978: 65-66). No sorprende descubrir que la realidad colonial, según la documentación de la Inquisición en el Perú, corrobora la existencia de tales prácticas: el diecisiete de diciembre de 1595, por ejemplo, se da un auto, en el cual, entre otros casos semejantes, se halla el juicio de fray Pedro de Monte, franciscano «que afirmaba tener visiones y revelaciones en sueños» (Medina 1956: 286). La convención o tópico literario conlleva, entonces, un suplemento significativo que se relaciona directamente con el contexto virreinal en el cual escribe el poeta. Por otro lado, sin embargo, es también notorio que si en este pasaje, el de la transformación del personaje, la Sátira moraliza tópicamente en contra de la vanidad de los bienes materiales, o recuerda las quejas de los conquistadores empobrecidos, lo hace controvirtiendo (o, si se quiere, demonizando) un género tradicionalmente serio, y de filiación oficial, y de importante uso en el virreinato. Baste recordar, entre otros, las visiones religiosas que formaban parte de la iconografía hagiográfica que se utilizaban tanto en el proceso de evangelización como en el mantenimiento de una fe que -para algunos- peligraba al hallarse alejada de la metrópoli. Con su máscara de nigromante -tanto contrito como practicante-, el narrador reitera el carácter ambivalente y contradictorio de su persona, pero es una ambivalencia y contradicción que reverbera sobre la compleja sociedad virreinal en la cual se inscribe y sobre la cual escribe.




ArribaAbajoEl soldado y la picaresca

Como se habrá visto, el narrador de Rosas de Oquendo, al recoger las complejidades y ambigüedades que conformaban la naciente sociedad virreinal, desenmascara la hipocresía limeña, pero a la vez confiesa su participación en ella. Tal ambivalencia se entronca también con alusiones al género picaresco, diálogo discursivo que hace suyas convenciones literarias para acercarse a un sector social de españoles en el Perú llamados soldados, gente que se hallaba marginada de los beneficios económicos del virreinato. El ya muchas veces citado cronista anónimo tiene palabras poco elogiosas para estos soldados, quienes se llaman así, nos dice, «no porque lo sean, sino porque son bien andantes de unos lugares para otros». Y luego los acusa de soberbios y tramposos, y que «ya que no pueden morder ladran, y siempre andan con la cabeza baja, mirando donde pueden hacer presa, ni se quieren sujetar ni hay razón con ellos» (Descripción del Virreinato del Perú 1958: 69). Asimismo añade también que:

«[...] se ven siempre con los naipes en las manos, por no perder ocasión de jugar con cuantos topan, y por si acaso topan con algún novicio o chapetón que no está diestro y bien disciplinado en su malicia, o que no alcance su malicia con naipes falsos les dan mates y les quitan el dinero y la hacienda, y tal vez los dejan a pie, porque les ganan hasta las cabalgaduras [...]. Todos andan bien vestidos porque nunca les falta una negra o una india y alguna española, y no de las más pobres, que los visten y dan el sustento, porque de noche las acompañan y de día les sirven de bravos».


(Descripción del Virreinato del Perú 1958: 69)                


En típica ambigüedad ideológica, el poema de Rosas de Oquendo vacila entre la conmiseración y la mofa ante el abandono de estos soldados limeños, obligados a buscarse la vida en los arrabales de la ciudad, en sus «poblados»166. El narrador, quien, recordemos, dice ser «un pobre caminante», por medio de este grupo de desamparados se permite reiterar su actitud crítica hacia las adulaciones y premios de la corte, pero con cierto desplazamiento autobiográfico en torno a sus propias penurias. En su sermón a la plaza les dice:


Vosotros soldados pobres,
solos, tristes, miserables,
los que sin ir a palacio
andáis por los arrabales,
y en conservar vuestras vidas
mostráis ingenios más graves
que Juanelo en su artificio
y en los relojes que hace,
que él saca el agua del río,
vosotros el pan del aire.


(vv. 1735-1744)                


Simultáneamente, sin embargo, tal identificación y posible conmiseración se neutraliza al presentarlos bajo un lente que recuerda rasgos de la ficción, en este caso la novela picaresca, El satírico se dirige a ellos para recriminarlos, con un típico juego semántico, al decirles que «andan de levante», es decir, «sin tener asiento en algún lugar» (Covarrubias 1984), pero a la vez asociándolos con correrías propias del pícaro literario. En un momento reprueba sus preocupaciones por la apariencia en el vestir:


El cuidado que tenéis
de quitar la gorra al sastre,
hablar con el zapatero
el sábado por la tarde
porque os fíe las hechuras,
y os envíe quien os calce.


(vv. 1833-1838)                


O también,


qué almidonados los cuellos,
las camisas sin lavarse
porque tienen más banderas
que el entierro de un infante.


(vv. 1787-1790)                


Pero el posible aprecio o identificación con sus penurias rápidamente se vuelve en denuncia crítica al desmantelar sus falsedades:


¡Qué batallas de fortuna,
qué de golpes, qué de sangre,
qué de presunciones vanas,
fundadas en disparates!


(vv. 1773-1776)                


Y luego, con palabras que nos recordarán las autoacusaciones del narrador mismo, condena sus picardías:


Cuántas veces vais al río
a ver si hay quien os lave,
de cuántas negras sois negros,
de cuántas mestizas, pajes,
de cuántas feas, escuderos,
de cuántas indias, galanes,
de cuántas negras de noche
tomáis el plato en la calle.


(vv. 1777-1784)                


Esto es denuncia, pero hay que ver que forma parte del vaivén entre la conmiseración y la condena, vaivén que se asemeja a la ambivalencia de la propia moralidad carnavalesca del satírico. Recordemos el alarde de su propia participación en conquistas amorosas y asuntos de tercería, actividades que recuerdan al soldado:


señoras han de pagarme,
porque como de mi oficio,
como ellas de sus jornales:
trenzas para mis camisas,
coserme y almidonarme,
y enviarme agua de piernas,
y una negra que me lave.


(vv. 506-514)                


Aún más, las amonestaciones hechas por el cronista anónimo ante la devoción de estos vagabundos hacia el juego de naipes y la trampa, también pueden tocar a nuestro narrador. En juego anfibológico se jacta de haber sido tahúr de primer orden, y nos recuenta un juego de naipes con cierta dama limeña:


suplicóle que baraje;
y si yo fuere a primera,
lo más seguro es echarse;
y si jugamos carteta,
que es propio para ganarme,
en yendo el tres sobre el as,
meta moneda y repare,
que no faltarán encuentros
mientras mi resto durare,
que es juego de boca arriba.


(vv. 942-951)167                


La coincidencia que se halla entre la Sátira de Rosas y lo que nos dice el cronista anónimo sobre el «soldado» es notoria, pero es importante subrayar que mientras este último los critica desde fuera y con voz condenatoria y tendenciosa, el narrador de Rosas de Oquendo, al deslizar su subjetividad hacia esos soldados limeños, por medio de la postura carnavalesca, llega a una simultánea compasión y denuncia. El referente histórico de la Sátira, aunque relativizado por el diálogo con la ficción picaresca, logra así una mayor compenetración con este sector de la realidad virreinal, una que no escamotea sus complejidades y contradicciones.

Para concluir, en este capítulo hemos visto, entonces, que el narrador del romance satírico de Rosas de Oquendo, por medio de su capacidad proteica, hace suya una variedad de máscaras que responden a diversas posiciones discursivas o ideológicas -confesiones, burlas, acusaciones y denuncias, contradictorias muchas de ellas- que operaban o se escuchaban en su Lima de 1598. Tal habilidad para asumir posiciones encontradas es algo típico del narrador carnavalesco y del imaginario barroco, pero es a la vez un comportamiento que, vuelvo a sugerir, simultáneamente nos lleva a reflexionar sobre la ambivalente y compleja composición del sujeto virreinal de fines del siglo XVI peruano, sujeto que se hallaba en una encrucijada psicológica y social en su controvertido encabalgamiento entre el viejo y el nuevo continente.






ArribaAbajoCapítulo cinco

Juan del Valle y Caviedes: Crónicas satíricas de la Lima virreinal


En el capítulo anterior hemos visto que, en la Sátira de Rosas de Oquendo, la vituperación joco-seria de la Lima de 1598 se halla estrechamente ligada a la autorrepresentación carnavalesca de su narrador y sus múltiples máscaras. En el caso de la obra de Juan del Valle y Caviedes, la sátira de su Lima, escrita unos ochenta años después, se lleva a cabo más bien bajo la guisa de lo que el narrador mismo denomina en cierto momento una «coránica» vituperativa de los médicos limenses, vituperación que se entrelaza con una variedad de otros referentes sociales. A ratos, como en el caso de Rosas de Oquendo, tal enfoque cronístico también se entrega como perspectiva antioficial, y deja ver una realidad cotidiana de los vaivenes de la Lima de las últimas décadas del siglo XVII. A continuación destacaremos dos preocupaciones de su sátira que se hallan cercanamente relacionadas. Se verá la conciencia que hay en ella de la conflictiva relación entre peninsulares y criollos, y también pausaremos sobre algunas instancias que refieren a las nacientes subjetividades del virreinato del Perú.


ArribaAbajoContradicciones y ambigüedades criollas: relaciones, gacetas, informes y descripciones

En el capítulo tres vimos que Valle y Caviedes tiene como blanco paródico algunos tipos discursivos que formaban parte de lo que venimos llamando la voz oficial del virreinato. Aquí me acercaré a un poema cuya denuncia de la letra escrita como medio tendencioso y falsificador de la realidad nos deja vislumbrar algunas de las ambigüedades o conflictos sociales que surgían en Lima en torno a la coexistencia de criollos y peninsulares. El poema es el ya visto diálogo de preguntas y respuestas entre la «Vieja» ejemplo de la «curiosidad» y el joven «Perico» o «Periquillo», portavoz del «desengaño» (103 y 104). El poema, de acuerdo con ciertas opiniones sobre el Perú, se enfoca en algunos vicios morales de sus habitantes, entre ellos -recordemos- el libertinaje que acompañaba algunas prácticas religiosas.

Los primeros versos nos entregan la voz de un narrador externo que presenta a los dos personajes: «La anciana Curiosidad, / frágil, femenil dolencia; / [...] / pregunta al niño de Cuacos, / bobo de Coria en simpleza» (vv. A 1-6). Luego, después de 277 versos de animado intercambio de preguntas y respuestas, el texto anuncia su fin («concluida está la arenga», v. B 277) y, en recuerdo de ciertas normas retóricas, pasa a recapitular algunos de los asuntos satirizados. Se recuerda, por ejemplo, que todas las alabanzas de Lima, que el diálogo ha desacreditado, son «eructos sin sustancia / en los faustos que bostezan; / oropel sin fundamento / en el relumbrón que afectan; / todo paja, ningún grano», etc., vv. B 298-302). Hay que ver también que los personajes que dialogan son seres ironizados y rebajados por el narrador. La vieja, con su «anciana curiosidad», recuerda la «fragilidad» femenina iniciada por Eva; y su interlocutor, «el niño de Cuacos, bobo de Coria», es testimonio de la ignorancia y la necedad. En apego a la tradición serio-cómica de los diálogos satíricos estos personajes, dada su condición, serían capaces de relatar una versión «no oficial» sobre la ciudad de Lima168. Con palabras sarcásticas, y con la cabeza «mareada», la vieja requiere la verdad en torno a los pregones de la «fama parlera»:


      Niño Perico, pues vienes
de aquella Cairo suprema,
que son cortos arrabales
las cortes más opulentas;
      con quien Roma es un cortijo;
Nápoles, una aldehuela;
Londres, un zaquizamí;
París, una choza yerma.
[...]
      Contadme, niño, contadme,
sin que la pasión te mueva,
sus progresos, sus trofeos,
sus máquinas, sus grandezas.


(vv. A 13-28)                


El Periquillo, por su experiencia limeña y sus limitaciones intelectuales, habría de ser un excelente reflector de la realidad para satisfacer la curiosidad de su interlocutora. Él contará lo que ve y oye «de pe a pa» -es decir, de memoria, sin reflexión ni engaño-; y esto aunque le «echen periquitos», es decir, que lo insulten (vv. A 10-11), pena que sin duda habría de sufrir el mensajero de la verdad. El discurso satírico prepara así el terreno para un diálogo que, dentro de la comicidad y la burla, intentará desenmascarar un supuesto falseamiento de la realidad virreinal169.

El núcleo o narración satírica del poema se puede dividir en varios segmentos. Primero, como ya vimos en el capítulo tres, entre los versos B 1 y B 90 hay una sátira de las aparatosas fiestas y paseos religiosos que incluye a las tapadas limeñas y, también, una denuncia de la vana ostentación de los entierros y exequias limeños. Luego, a partir del verso B 115, se pasa a la conocida censura del abuso del «don» y de la pretensión de falsos linajes:


caballeros sólo in voce
[...]
y como firmen el Don,
aunque de donado sea,
les basta sólo el firmarlo
para su información plena;
que en esta Babel con sólo
el contacto de la huella,
se constituyen los sastres
en potentados de Grecia;
los galafates, en condes;
duquesas, las taberneras;
en príncipes los arrieros,
y las gorronas, princesas.


(vv. B 119-142)                


Finalmente, con una evocación de la teatralidad predilecta del Barroco, hay un desfile, bajo una suerte de entremés burlesco, de una serie de figuras grotescas que representan la falsedad y la gesticulación de los limeños, algo de lo cual ya vimos en el capítulo tres.

Curiosamente -y en recuerdo de la tradición del Idus et vituperatio- a lo largo de la denuncia de los habitantes de Lima hay también, intercalada, una defensa o alabanza de una «verdadera» nobleza, tanto entre hombres como mujeres. Así, por ejemplo, en los versos B 107-114 los interlocutores se ponen de acuerdo para no «profanar las excelencias» de «gloriosos héroes / que ilustran su alta nobleza» (vv. B 108-110); o, en otro lugar, el Periquillo defiende a las «ilustres matronas», reclamando que su «prudente recato, / virtud, cordura y modestia / a la veneración toca / y no a la censura grosera» (vv. B 223-226).

Luego de este breve resumen deberíamos preguntarnos dónde se sitúa este discurso satírico de Valle y Caviedes; es decir, desde qué perspectiva se enjuicia o se alaba a ciertos sectores de la ciudad de Lima. ¿Quiénes son los blancos de vituperación y elogio que se hallan detrás del lugar común y la referencia tópica? ¿De quién se queja y a quién ataca? La respuesta a estas preguntas, como venimos observando a lo largo de los capítulos anteriores, no es ni tan inmediata ni tan clara, y quizás por eso pueda, nuevamente, resultar en ciertas reflexiones interesantes. Veamos.

Una primera aproximación a estas interrogantes ha de hacerse, creo, en el terreno -aunque controvertido, históricamente complejo, y todavía en proceso de estudio- de lo que ya hemos visto como la pugna entre criollos y españoles. La queja en torno a una «verdadera nobleza» que se ve opacada por el arribo de una nueva clase oportunista ha de mirarse nuevamente en función del concepto que tenía el criollo americano de ser verdadero y legítimo descendiente de los conquistadores.

Esto en pugna con los «otros», a quienes percibía como nuevos. Según Juan Friede y Bernard Lavallé, estos «chapetones» -los recién llegados- con frecuencia se hallaban «vinculados a la administración, pero bien decididos, siempre, a concretar sus ambiciones, aunque fuese en detrimento de los "«antiguos"» (Lavallé 1978: 42).

El elogio de la «verdadera» nobleza española que residía en el virreinato formaría parte, entonces, de una reivindicación criolla, de la cual hay muchos casos coetáneos a Valle y Caviedes, y de la cual vimos un anticipo en Rosas de Oquendo. Un ejemplo, entre otros, que recuerda la alabanza del poeta, es el del ya mencionado criollo fray Buenaventura de Salinas y Córdova:

«Los caualleros, y nobles (que son muchos, y de las mas ilustres, y antiguas casas de España) todos son discretos, gallardos, animosos, valientes, y ginetes. Las mugeres generalmente cortesanas, agudas, hermosas, limpias, y curiosas; y las nobles son con todo estremo piadosas, y muy caritatiuas. El lenguaje, que comunmente hablan todos, es de lo mas cortado, propio, culto, y elegante, que puede imaginarse».


(1957 [1630]: 246)                


Tanto Valle y Caviedes como Buenaventura de Salinas, tras la alabanza de una «verdadera nobleza», coinciden en la denuncia de los falsos caballeros. Como ya vimos, la lengua del satírico se afila al hablar de los «caballeros sólo in voce» de Lima, todos los cuales, según el Periquillo, «en esta Babel con sólo / el contacto de la huella, / se constituyen los sastres / en potentados de Grecia; / los galafates, en condes; / duquesas, las taberneras; / en príncipes los arrieros, / y las gorronas, princesas» (vv. B 135-142). En Salinas, la sátira es menos directa, pero no deja de serla. Luego del elogio de la nobleza peruana que acabamos de leer, enaltece la tierra del Perú, y de paso se mofa de los advenedizos. El virreinato -según sus ideas- es muy benévolo con todos sus nuevos residentes porque

«[...] en llegando a Panama, el rio de Chagre, y el mar del Sur los bautiza, y pone vn Don a cada vno: y en llegando a esta Ciudad de Reyes, todos se visten de seda, decienden de don Pelayo, y de los Godos, y Archigodos, van a Palacio, pretenden rentas, y oficios, y en las Iglesias se afirman en dos colunas, abiertas como el Coloso de Rodas, y mandan dezir Missas por el alma del buen Cid».


(Salinas y Córdova 1957 [1630]: 246)                


Y concluye Salinas con una alabanza seria de la capital: «en fin todos se hallan en esta Lima [...] con satisfacion, y gusto, teniéndola en lugar de patria; porque con entrañas de madre piadosissima recibe tan tos peregrinos, los sustenta, y enriqueze a todos, dándoles salud, gusto alegría, honra y prouecho» (1957: 246). Vemos así, pues, que las obras de los dos autores -Valle y Caviedes y Salinas- comparten cierta posición en torno a los encuentros entre criollos y españoles: alaban una «verdadera» nobleza y denigran el oportunismo de los recién llegados. ¿Hemos, entonces, de asociar la poesía de Valle y Caviedes con lo que Lavallé ha llamado el «criollismo militante» de Buenaventura de Salinas? (1993: 134). Sí y no. Hay, creo, entre los dos, una interesante e importante diferencia. La expresión criolla de Buenaventura de Salinas, su defensa del «antiguo» en contraposición al «advenedizo», se halla argumentada, en parte, por un continuado e hiperbólico encomio de la ciudad de Lima. El poema de Valle, sin embargo, parece atacar a la ciudad. Habría que explorar un poco más esto.

Bernard Lavallé, en varios estudios, ha documentado el proceso de exaltación con el cual fue favorecida la ciudad de Lima, proceso que, según él, a lo largo de la historia peruana, y a expensas del resto del país, desembocaría en cierto «narcisismo limeño». La exaltación de la ciudad, nos explica Lavallé, se dio en un principio como expresión de orgullo ante la habilidad de los primeros conquistadores españoles para crear de la «nada» un importante centro urbano y cultural. Nos recuerda, por ejemplo, que tanto Agustín de Zarate como Cieza de León, hacia mediados del siglo XVI, se habrían mostrado muy orgullosos de «la más bella realización española del país» (Lavallé 1993: 131). El segundo de estos dos afirmaría -exageradamente- que en Lima «hay muy buenas casas y algunas muy galanas con sus torres y terrados y la plaza es grande y las calles anchas y por todas las más de las casas pasan acequias que es no poco contento, del agua déllas se sirven y riegan sus huertas y jardines que son muchos, frescos y deleitosos» (1993: 131).

A principios del siglo XVII, luego de la exaltación inicial de Lima como obra creada de la «nada», surge lo que Lavallé denomina el «fenómeno criollo» (1993: 132), y con él también una defensa del virreinato, y de Lima, pero ahora como respuesta ante una creciente denigración española. Desde un principio, el medio americano se había considerado como inferior al de España y, de acuerdo con las creencias de la época, como hemos visto en más de una ocasión, se pensaba que este habría tenido un inevitable influjo negativo sobre sus habitantes; hasta tal punto que «en repetidas ocasiones -todavía a finales del siglo XVII- eminentes «especialistas» españoles se preguntaban sin rodeos si, con el tiempo, bajo los efectos de la naturaleza americana conjugada con condiciones de vida particulares y con influencias astrales específicas, los criollos no vendrían a ser un día semejantes, en todo, a los indios» (Lavallé 1993: 110). Ante la amenaza de la denigración española, el discurso criollo, con su alabanza del Perú, se convierte, entonces, en arma de combate. Fray Buenaventura de Salinas -de quien ya leímos una exaltación- dice que Lima ha llegado «a leuantar cabeça entre las mas ilustres ciudades deste nueuo Mundo, y de España, no solo por su fundación, sino mucho mas por su autoridad, y nobleza» (1957: 106); y hace suyas, en traducción, las palabras de un pasajero por Lima, el «ilustrisimo Fr. Don Francisco Gonçaga Arçobispo de Mantua»:

«Es tal el temple desta ciudad, tal la serenidad del ayre, la tranquilidad, y amenidad, que apenas tiene igual en todo el mundo [...] ni con el demasiado calor del Sol se abrassa en el Verano, ni con los elados frios se entorpece, ni tiembla en el Inuierno; porque las bañan muy agradables, templados, y saludables ayres. No esta expuesta a las largas, y abundantes aguas pluuiales, que la embaracen. No la espantan los truenos, ni la hienden los rayos; porque siempre goza de vn cielo tranquilo, y sereno: donde también hallamos aquella calidad de Egypto, que ponderó la escritura».


(1957: 106-107)170                


La alabanza del ambiente natural de Lima y sus alrededores -como el que acabamos de leer- sería, según la interpretación de Lavallé, un paso lógico hacia la alabanza de sus moradores; esto bajo las mismas creencias que habían servido inicialmente para denigrar al americano. Salinas y Córdova parece argüir que los habitantes de un lugar perfecto tendrían que ser, a su vez, perfectos (Lavallé 1993: 134):

«El natural de la gente comunmente es apacible, y suave: y los que nacen acá son con todo estremo agudos, viuos, sutiles, y profundos en todo genero de ciencias [...] y lo que mas admira es, ver quan temprano amanace [sic] a los niños el uso de la razón; y que todos en general salgan de ánimos tan leuantaclos, que como sea nacido acá, no ay alguno que se incline a aprender las artes, y los oficios Mecánicos, que sus padres les traxeron de España; y assi no se hallará Criollo çapatero, baurero, herrero, ni pulpero etc. Porque este cielo, y clima del Pirú los levanta, y enoblece en ánimos, y pensamientos».


(Salinas y Córdova 1957: 246)                


Lo que importa para nuestra comparación es recordar, entonces, que la alabanza de los habitantes del virreinato en Salinas -como en muchos otros criollos similares -se desprende del elogio la ciudad de Lima-171.

La efervescente exaltación por parte de algunos criollos desembocaría así en una suerte de mitificación de la ciudad. Y es sobre esto, creo, sobre la exagerada e hiperbólica representación de Lima, en lo que pone su ojo satírico el registro satírico de Valle y Caviedes. En este, como hemos visto, se comparten las denuncias de los advenedizos y se nota una adhesión a las voces de los «antiguos pobladores» o «hijos de la tierra», pero simultáneamente el poema reconoce, y repudia, la exageración, la propaganda. Desde una perspectiva barroca se delata, entonces, la conocida preocupación por el desengaño ante la falsedad y vanidad del mundo. Pero hay que regresar, ahora, a su «Vieja Curiosidad».

A lo largo de su diálogo con el Periquillo se refiere varias veces a la procedencia de la exaltación de Lima y sus habitantes. El elogio, nos dice la vieja, sería producto de algunos «paporretas» que le faltan el respeto con «apócrifas quimeras / de asombros, monstruosidades, / maravillas, conveniencias / [...] / de regalos y riquezas» (vv. A 78-84). Y de inmediato quiere poner en tela de juicio lo que comúnmente se oye (o se lee) sobre el placentero y beneficioso clima de la ciudad de los Reyes: «¿Qué me cuentas del celaje / que, según lo que exageran / sus patricios, el Empíreo / aún no llega a su belleza?» (vv. A 97-100). El Periquillo corrobora las sospechas de la vieja («del dicho al hecho hubo siempre / muy notable diferencia», vv. A 101-102), y como «bobo» bien sabe de donde vienen tales exageraciones: «en cualquier tierra de Babia / suelen mentir sus babiecas» (vv. A 103-104). Tras la máscara de necio del Periquillo se esconde, entonces, un reconocimiento de la falsificación. Este parece ser un buen lector de los textos encomiásticos de Lima que circularían «por allí». Le advierte a la vieja, con un recuerdo burlesco de la sátira de la descripción poética, que estos discursos, «por dar / a sus errores más fuerza, / dirán que el cielo es pintado / sobre cristalino néctar; / que es de tela de cebolla, / bordada de lentejuela» (vv. A 105-110). Y, autorizado por su conocimiento directo de la verdad, rectifica: el cielo de Lima, dice, se halla «las más veces, / cubierto de opaca niebla» (vv. A 113-114) y puede «competir al limbo / o apostar con la Noruega» (vv. A 115-116)172.

A pesar de lo que pareciera a primera vista, no es mi intención poner a fray Buenaventura de Salinas como referente paródico de la sátira de Valle y Caviedes. Salinas, de todos modos -como hemos visto en una nota a pie de página- es solo una de muchas voces de lo que Lavallé ha denominado la «militancia criolla». Lo que sí es importante es reconocer que, en este diálogo, la crítica se dirige más que nada a la exageración de la grandeza de Lima, y en especial a la circulada por medio de la letra escrita. Al final del diálogo, después de haber escuchado por parte del Perico una confirmación de sus sospechas, vemos que la vieja, con indignación, renuncia al texto escrito como ilusorio y peligroso:


Digo que de hoy adelante,
doy por falsas, por siniestras,
por nulas, por atentadas,
por patrañas, por novelas,
a todas y cualesquiera
relaciones o gacetas,
informes o descripciones
a mano escritas o impresas,
maldiciendo a los perjuros
informantes, con aquéllas
que las viejas acostumbran,
y hasta con las de anatema;
y a los tales ateístas,
por incursos en la pena
de falsarios, de embusteros
o de perjuros babiecas.


(vv. B 314-329)                


Además de los textos históricos ya vistos, un sumario recorrido por las bibliografías de la época nos muestra que efectivamente el panegírico sí formaba una importante parcela de las publicaciones limeñas. La Imprenta en Lima y la Biblioteca Hispano-Americana de José Toribio Medina, entre otros manuales bibliográficos, evidencian que la publicación exaltadora de Lima, de sus celebraciones y de sus habitantes -dado el número total de impresos- no era poco común. Baste aquí solo una muestra: hay alabanzas físicas de la ciudad («Descripción panegírica / de la fvente qve / en la plaza mayor de Lima, / emporio del Perv [...] Lima, 1651»), exequias y pompas fúnebres que recuerdan algunos de los versos de Valle ya citados («Oración / fvnebre / en las exeqvias de la / Señora Doña Ines de Aguirre, / y Cortes [...] Lima, 1690») y relaciones encomiásticas de limeños («Relación de la calidad, estvdios, y letras / del Doctor Don Fernando de Cartagena Brauo de Peredes, Abogado [...] Lima, 1677» (Medina 1965 [2, 12, 185 y 121]). Esto para impresiones. Habría que reflexionar acerca de los encomios manuscritos a los cuales alude el diálogo de Valle y Caviedes. Posiblemente muchos de ellos -como algunos otros impresos- serían parte de certámenes o cancioneros poéticos.

Parece ser, entonces, que de las preguntas y respuestas entre la Vieja Curiosidad y el Periquillo se destila una interesante matización de la conocida pugna entre criollos y peninsulares. La posible identidad del sujeto peruano virreinal no ha de pensarse como algo rígido e inmutable, sino, como hemos reiterado más de una vez, como función de las diversas posiciones, a ratos contradictorias, que este asumía en su relación con las prácticas socioeconómicas y políticas que lo rodeaban. La posible contradicción del poema, que corresponde a la realidad múltiple de la ideología colonial, es algo que la práctica satírica -a diferencia del discurso oficial- se permite elaborar. Por un lado presenciamos una denuncia del advenedizo, posición de la época que se sitúa en el campo del criollo, aunque no del «militante». Pero tal posible alianza con las críticas hechas a una nueva clase advenediza se aúna, contradictoriamente, a la crítica de la falsificación de la realidad llevada a cabo por cierto sector criollo, con lo que se logra una apertura ontológica ante lo que tradicionalmente se ha pensado como grupos sociales homogéneos173. La preocupación serio-cómica del poema parece ser primordialmente la de desmantelar el engaño y la falsificación llevada a cabo por discursos cronísticos, burocráticos, y puestos al servicio de cierta posición político-social.

La obra de Valle y Caviedes, para recordar el concepto de Ángel Rama, se escribe en una «ciudad letrada» en la cual una parcela importante del poder se ejercía a través de la letra escrita, forma de control de la cual su poesía está muy consciente y que, como hemos visto en el capítulo dos, era blanco paródico importante del autor174. De allí que su «Vieja Curiosidad» se indignase al contemplar una Lima falsificada por la letra, sea esta impresa o manuscrita. La queja parece ser no tanto de la ciudad, o de un grupo específico, sino de la invención de una Lima textual, de un ideal utilizado como arma de enfrentamiento entre grupos que disputaban posiciones de hegemonía política y social.




ArribaAbajoCriollos y peninsulares: el protomedicato de Lima

Entre los poemas de Valle y Caviedes que acoplan la burla de la medicina con el sistema burocrático virreinal se halla una interesante aproximación crítica y jocosa al protomedicato de Lima, puesto de gran importancia dentro del aparato estatal y universitario de la época. Se trata de un poema, ya mencionado (44)175, que relata la siguiente situación de modo jocoso e irónico: «Ossera», protomédico de Lima, ha fallecido, y el importante puesto burocrático es heredado por un colega, otro médico llamado «Bermejo». El cambio de mando es presentado con las siguientes estrofas, de sátira mordaz y vituperativa:


      Protoverdugo de herencia
Osera a Bermejo hizo,
por su última y postrera
disposición de jüicio.
      Su heredero era forzoso
porque el tal Osera dijo
que Bermejo, de sus cascos
sólo llenaba el vacío.


(vv. 44, 1-8)                


El lenguaje satírico-burlesco de Valle, por medio de la polisemia, abre el discurso a una variada gama de lecturas posibles. Por ejemplo, la referencia a «la última y postrera disposición» de Ossera arroja un cómico sentido escatológico. Según la (2001), «postrera» es «la parte más retirada de un lugar» y «disposición» la «soltura en despachar las cosas». La agilidad mental para poner en acción sus pensamientos y legar el puesto a Bermejo se lee, entonces, como una última evacuación intestinal de Ossera, este protomédico que ahora reposa bajo tierra. Aún más, su poco alcance intelectual se reitera en la siguiente estrofa, ya que, según Ossera, solo Bermejo llenaba el «vacío de sus cascos», es decir, el vacío de su cabeza. Esto es otro ejemplo de la tradición burlesca, y escatológica a la cual pertenece Valle y Caviedes, pero -como venimos reiterando- hay que situar esa tradición en su momento histórico. La sátira hacia Ossera, además de permitirse una serie de formas populares del ataque jocoso, se centra sobre la incapacidad intelectual del médico, algo que, como veremos de inmediato, repercute nuevamente sobre los múltiples encuentros y antagonismos entre criollos y peninsulares.

Después de los versos introductorios, el poema pasa a una descripción cómica de la facha del recién nombrado protomédico Bermejo. Este hace alarde de su nuevo puesto llevando todas las vestimentas apropiadas para su profesión, vestimentas y adornos rígidamente prescritos por la ley, pero también algo que se había convertido en blanco tópico de la sátira, y que recoge, por ejemplo, Quevedo en su Sueño de la muerte176. En el poema de Valle y Caviedes se alude así a los ignorantes latinajos y aforismos propios del llamado «médico latino»177, y a sus anillos y collares:


      Empuñó el puesto, y muy grave,
dando al Cielo gracias, dijo:
gratias a Deum en su
mal latin de solecismos.
      Heredó el cargo, y al punto,
añadiéndole a lo erguido
de su natural, la herencia,
se espetó más de aforismos.
      Entiesóse de cogote;
sacó el pecho, y el hocico
lo torció de mal agrado,
con vista y ceño de rico.
[...]
      Autorizóse de galas,
y multiplicando anillos,
añadió esta liga docta
a su ignorante esportillo.
      Nuevo aderezo a la mula,
también de gala le hizo,
porque lo bruto quedase
de todo punto vestido.
      Hinchándose de Galeno,
disfrazó en sabia corteza
e Hipócrates embutido,
su rudo centro nativo.


(vv. 44, 9-36)178                


Es importante recordar que Ossera y Bermejo efectivamente fueron personas coetáneas del poeta y que el evento satirizado sí ocurrió. Ahora, ¿quiénes eran estos personajes? Felizmente el infatigable Guillermo Lohmann Villena nos proporciona los datos pertinentes.

Don José Miguel de Ossera y Estella, nacido en Zaragoza, había sido médico de don Juan José de Austria antes de llegar al Nuevo Mundo -hacia 1688- con el séquito del virrey conde de la Monclova; esto en calidad de médico de cámara. Ossera hizo uso de su cercanía al virrey para lograr una serie de beneficios o puestos, algo que no fue bien visto por algunos de sus contemporáneos. Lohmann Villena documenta el hecho, por ejemplo, de que el virrey tuvo que hacer grandes contribuciones a la hermandad del Hospital de San Andrés para que se permitiera que Ossera prestase allí sus servicios. Y cabe añadir que los hermanos del hospital se opusieron al nombramiento del peninsular Ossera porque dudaban de su capacidad profesional e intelectual, ya que «desconocía el temperamento de la tierra y la virtualidad de los fármacos locales» (Valle y Caviedes 1990: 865). No obstante, el virrey logró salir con las suyas, favor este, entre otros, que Ossera responde en un certamen poético con un largo romance de alabanza. Ossera, finalmente, a instancias del virrey, en 1690, es nombrado miembro de la facultad de la Universidad de San Marcos; esto a pesar de carecer de las credenciales necesarias: fue graduado de Zaragoza y no de Salamanca, Valladolid, Alcalá o Bolonia, como se hallaba estipulado en la Recopilación de Leyes de las Indias (Valle y Caviedes 1990: 866). Pero el conde de la Monclova, su virrey, nuevamente logra que el fiscal de la Audiencia subsane tal requisito, apelando a la «pericia» del postulante, pero claro, enfatizando que esto no quedaría como «precedente». De allí pasa a ser Protomédico, puesto que al morir en 1692 deja vacante y que de inmediato ocupa nuestro otro personaje, Bermejo.

Este otro fue Francisco Bermejo y Roldán, hidalgo criollo, quien, como hemos visto, asume la cátedra de prima y recibe el título de protomédico en el año 1692 (Valle y Caviedes 1990: 837), algo que, nuevamente según documentación de Lohmann Villena, venía pretendiendo desde 1672. Ahora, este, por su estrecha relación con el arzobispo (virrey en ese entonces) Melchor Liñán y Cisneros, de quien era médico de cámara, casi llega a conseguir el cargo en 1678 cuando el puesto se hallaba vacante. Pero a pesar de la insistencia del virrey no lo logró porque Bermejo no era titular de la cátedra de prima de Medicina de la Universidad de San Marcos, puesto para el que tuvo que esperar hasta 1692, año en el que, con la muerte de Ossera, reemplaza a este último como protomédico de Lima. Cabe añadir que Bermejo también ejerció la rectoría de la Universidad de San Marcos. Es decir, era un personaje de importancia dentro del sistema virreinal peruano y un buen representante de la hidalguía criolla que ejercía presión para asumir lugares de importancia y poder en el sistema colonial.

En un sentido general, entonces, el archivo «cronístico» de Valle y Caviedes, además de divertir con sus burlas y juegos semánticos, es rico en alusiones históricas y sociales en torno de las arbitrariedades y los favoritismos que se daban en el virreinato del Perú; y esta es la situación histórica a la cual, en este caso, se adaptan los tópicos de la sátira de médicos179. Pero hay aquí también un contenido suplementario que queda por rescatar, suplemento que existe porque el discurso satírico -como hemos dicho en más de una ocasión- se compenetra con un espacio que podríamos llamar un espacio «real» de la ciudad, en contraposición al espacio que nos podría entregar el discurso histórico convencional. Hay que ver, entonces, qué más podría leer algún vecino de la Lima colonial que tendría en la mano un pliego suelto o algún manuscrito con este poema de Valle y Caviedes. Regresemos al texto para aislar algunas referencias que pueden ampliar nuestra lectura.

En la sátira de Ossera se había enfatizado su falta de conocimiento, su «casco» vacío y su «diarrea» intelectual, por así decirlo, sin duda lugares comunes de la escatología burlesca. Pero a raíz del contexto en el cual hemos visto a Ossera podríamos desligar otras connotaciones más. Este médico, recordemos, era peninsular y había llegado al Perú con el séquito del virrey conde de la Monclova en calidad de médico de cámara. Vimos también cómo su cercanía a la corte y al favor del virrey le lograron puestos para los cuales, se decía, no estaba intelectualmente capacitado, incapacidad, curiosamente, por ser peninsular, por no conocer -repito la cita- «el temperamento de la tierra y la virtualidad de los fármacos locales». Creo que el lector coetáneo de Valle y Caviedes estaría muy consciente de la situación que subyacería a la burla de la abreviada capacidad de Ossera. Tales eventos y realidades políticos se hablaban, se comentaban. Eran sin duda tema de reflexión entre los varios grupos sociales que habitaban la ciudad de Lima. Al respecto cabría traer a colación otras palabras del historiador Bernard Lavallé, quien resume muchas quejas de la época:

«Los criollos -dice- argumentaban que no se debía nombrar en América en detrimento de los hijos de la tierra y beneméritos a peninsulares cuyo escaso conocimiento del medio, cuya codicia cuyo poco o ningún apego al bien común local hacían que en el fondo se despreocuparan por lo que pudiera resultar de su gestión».


(2000: 41)                


Uno de estos criollos a los cuales se refiere Lavallé habría sido el ya visto fray Buenavenura de Salinas, quien, con palabras irónicas, se reía del oportunismo de los peninsulares, los que -recordemos- «en llegando a Panama, el rio de Chagre, y el mar del Sur los bautiza, y pone vn Don a cada vno».

Hay que formular ahora algunos interrogantes similares a los vistos sobre el diálogo entre la Vieja y el Periquillo: ¿es la sátira hacia Ossera una crítica que tiene ecos de las reiteradas quejas de los criollos hacia la imposición y el favoritismo ejercido por los peninsulares? ¿Es esta una posición criollista? Pareciera serlo, pero nuevamente veremos que el asunto es más complejo. Sigamos adelante con el poema para acercarnos ahora a la sátira del otro, del nuevo protomédico, Bermejo. Recordemos que, jocosamente, según el poema este:


      Heredó el cargo, y al punto,
añadiéndole a lo erguido
de su natural, la herencia,
se espetó más de aforismos.

(el énfasis es mío)


Y que luego,


      Hinchándose de Galeno,
de Hipócrates embutido,
disfrazó en sabia corteza
su rudo centro nativo.

(el énfasis es mío)


Creo que estas dos estrofas encierran otra referencia interesante a las encontradas relaciones entre criollos y peninsulares. Recordemos que Bermejo, quien ha heredado el puesto del peninsular Ossera, era un criollo, un criollo representante de la élite local que por su propio lado competía por situaciones de control o poder. Si miramos de cerca el texto de Valle y Caviedes, veremos que recoge, veladamente, la creencia tan divulgada en la época, y ya mencionada, que la combinación de la naturaleza americana y los astros llevaría a los criollos a ser «un día semejantes, en todo, a los indios» (Lavallé 1993: 110). Y, claro está, al indio se le consideraba como ser inferior en muchos aspectos, entre ellos el intelectual. Un ejemplo temprano de estas denigraciones sería la queja del mencionado Bernardino de Sahagún, para quien en América se cría una gente «así española como india, que es intolerable de regir y pesadísima de salvar» (1941: 3, 160). O Juan de la Puente, quien nos decía que los cielos de América convertirían a sus pobladores en indios (Brading 1991: 299, la traducción es mía). Pero hay que regresar al poema para ver cómo esta otra posición -de queja hacia la inferioridad del criollo- también se inserta en esas dos estrofas del poema de Valle y Caviedes.

Bermejo, se nos dice, «de su natural, la herencia / se espetó de aforismos», es decir, literalmente, por haber heredado el puesto hace suyo el discurso propio del médico (los aforismos). Pero si acudimos al Diccionario de autoridades, hallamos allí otra lectura posible. El vocablo «natural» significó también «genio índole, o inclinación propia de cada uno», y «heredar» fue «metaphoricamente [...] las costumbres y propriedades que tiene la persona como naturales; y así se dice heredó de sus padres el valor, heredó la mala condición, heredó el nombre» (1963). Esos versos que hemos visto, entonces, además de referir en un sentido literal al reemplazo del protomedicato, conllevan una reflexión en torno a la supuesta, y ya mencionada, inferioridad intelectual del criollo, «heredada» por su propia «naturaleza»180. Esto último se reitera en la siguiente estrofa al aludirse al «rudo centro nativo» de Bermejo. Hay que ver que «nativo», en el mismo diccionario, es «lo que nace naturalmente, o lo que es perteneciente al nacimiento»; y una de las acepciones de «rudo» es «el que tiene dificultad grande en sus potencias, para percibir, aprender o explicar lo que estudia o enseña». Creo que el lector contemporáneo y vecino de Valle y Caviedes aduciría estas connotaciones del poema en torno de la supuesta debilidad intelectual del criollo Bermejo y, por lo tanto, su incapacidad para ejercer la medicina. Estos otros versos aluden, entonces, a una posición anticriolla bastante divulgada en la época, de la cual ya hemos visto algunos ejemplos. ¿Pero no es esto una visión inversa a la que acabábamos de ver en la sátira hacia Ossera?

¿Cuál sería, entonces, la posición del discurso satírico de Valle y Caviedes ante este conflicto? A través de su burla de Ossera parece ser portavoz de las quejas de los criollos ante las arbitrariedades y supuestas monopolizaciones de puestos de importancia. Pero, por otro lado, -opuesto- en función de la sátira hacia Bermejo, el poema parece hacer eco de las reiteradas denigraciones hechas hacia los criollos. He aquí, creo, otro ejemplo de las contradicciones que por lo general han desembocado en lecturas controvertidas, sobre todo tratándose de intentos autobiográficos. Sin duda Valle y Caviedes, persona histórica, comerciante, minero, arbitrista, apegado a la corte, tuvo preferencias, alianzas y enemistades, pero nuevamente vemos que su obra, en condición de «corónica» o speculum satírico, nos entrega una heterogénea y contradictoria variedad de voces, o discursos sociales y políticos, que constituían la vida de su Lima virreinal.

Algunas de las posiciones a las cuales venimos aludiendo -sobre todo las que se exponían como ideas divulgadas en contra del peninsular o el criollo-, por lo general se encuentran registradas en fuentes de naturaleza documental: crónicas, cartas, memoriales, etc. Así, por ejemplo, la defensa del criollo y crítica del peninsular en el ya visto Salinas y Córdova, o la denigración de los criollos que leímos, entre otros, en Sahagún y Juan de la Puente. No pretendo diferenciar en un sentido tradicional obra histórica de obra poética: ambas textualizan, en diversos grados, varios aspectos de la realidad, y ambas se hallan formalizadas por un número de prácticas discursivas que componen la ideología colonial peruana. Pero la sátira, a través de su voluntad de descentralización del sujeto y de polisemia, se nutre de un lenguaje concebido no solo por el documento oficial sino, también, por la tropología o el conocimiento propio de la calle, algo que también hemos visto para el caso de Rosas de Oquendo. Tanto este poema, pues, como el anterior -el diálogo entre la Vieja y el Periquillo- reconocen que existían posiciones controvertidas entre criollos y peninsulares, pero en ambos casos la preocupación del poeta como «coronista» burlesco se detiene en la denuncia de tales actitudes encontradas y no llega a expresar una opinión que se pueda subrayar como tendenciosamente unívoca.




ArribaAbajoSubjetividades coloniales en conflicto

Una de las parodias del memorial de Valle y Caviedes, las que vimos en el capítulo dos, es el poema titulado «Habiendo escrito el excelentísimo señor Conde de la Monclova un romance, los ingenios de Lima lo aplauden en muchos y el poeta en este romance». Es un texto burlesco -posiblemente de alguna academia- en el cual el narrador satírico se dirige al virrey para quejarse de su suerte, advirtiéndole que tenga mucho cuidado porque la poesía encamina a todos a la pobreza. Aquí la persona poética, para autorrepresentarse en el poema, acude al conocido tópico del roto, cuyas escasas vestimentas, en este caso, simultáneamente cubren y descubren la realidad del poeta. Le dice el narrador al virrey:


Mirad, Señor, lo que hacéis
[...]
      porque en dando en ser poeta,
os consideran vestido,
como a mí y a otros ingenios,
de andrajos del Baratillo:
      con un ropillón muy largo
del tiempo del Rey Pepino
[...]
golilla, capa y sombrero
de los siglos de los siglos,
con unos calzones vueltos
de puro ser ya traídos;
      las medias y los zapatos
corcusidos y teñidos,
[...]
Esto es, Señor, ser poeta.


(68, vv. 9-101)                


Es importante subrayar que detrás de una mueca irónica hacia las proclividades poéticas del virrey, en estos versos se descubre la preocupación -barroca, por cierto- por el engaño y la apariencia, en este caso asociadas con la corte y la escritura. La figura del poeta se descompone no solo por llevar una vestimenta que simultáneamente encubre y descubre su desnudez y su pobreza, sino también -y muy importantemente- porque lo vemos contrahecho por una serie de conocidísimos lugares comunes y tópicos literarios asociados con la figura del roto. En este momento de autorreflexividad, el poema le permite a sus lectores reconocer un personaje muy familiar de la tradición literaria -para el caso bastaría recordar, entre muchos otros, algún pasaje de El Buscón de Quevedo-181. Se percibe, entonces, que el «yo» se aleja de un posible referente real y se identifica con la escritura y la literatura, algo ya mencionado en más de una ocasión.

La asociación entre sujeto y texto se encuentra también en otro poema de Valle y Caviedes que parodia la misiva oficial. En este caso el narrador satírico se dirige al virrey para quejarse de la pobreza de un actor y poeta amigo suyo, Cristóbal de Virués, personaje histórico de la Colonia, nacido en Lima en 1634 e hijo del cómico Francisco Duarte (Valle y Caviedes 1990: 419, n. 3). La queja también se concentra en la vestimenta pobre del amigo:


      Cristóbal de Birués, el
representante primero,
os representa en aquéste
sus quebrantos y desvelos.


(69, vv. 1-4)                


Y sigue:


      Tan roto está y tan rasgado
que siempre se está zurciendo,
pues desde el temblor acá
le dura un vestido negro.


(69, vv. 13-16)                


Los verbos «rasgar» y «zurcir» -y sus equivalentes a lo largo del poema- contribuyen a la creación de un sujeto en tensión entre la composición y la descomposición. Tratándose de un actor, su ropa en sí ya nos hace pensar en la apariencia, en una postura de ser; y en este caso todavía más ya que su ropa se halla remendada o compuesta de fragmentos zurcidos. La vestimenta sugiere así, entonces, una entidad de incierta identificación. Aún más, ya que se trata de un poeta-actor, Valle y Caviedes enriquece las referencias literarias a la figura del roto aludiendo a la predilección del barroco por juegos especulares en torno a la realidad y la representación teatral. El poeta mezclará ambos niveles de realidad: Virués, quien se viste de roto en la calle, sufre del mismo problema en el escenario. El «yo» histórico es entremezclado con la invención teatral o literaria:


      ¿Cómo hará un dios el que no
vale cuanto tiene puesto;
un diablo, el más poca-ropa,
y andrajoso del infierno?
      Y dirá la diosa Tetis,
viéndole dios de mal pelo:
nada de esto es dios, si aqueste
es pobre dios pordiosero.


(69, vv. 29-36)182                


Más tarde, en el mismo poema, el juego entre vida y ficción es intensificado. El narrador poético de Valle, quien al principio ha hablado en nombre de Virués, le cede a él mismo la narración, también en forma de memorial o carta de petición al virrey:


      A Vuecelencia suplico,
[...]
      Que en honra del dios que, indigno,
en fábula represento,
no sea fábula un vestido
que muy de veras pretendo.
      No en relación me le déis;
bástame el estar comiendo
romances, sin que también
me haya de vestir con ellos.


(69, vv. 41-52)                


Aquí las ropas del poeta-actor, las del roto, que lo definen como tópico literario, son metaforizadas directamente como escritura poética. La petición que se hace en este memorial al virrey, en voz de Virués, reclama que no sea fábula su vestido, ni que tenga él que llegar a vestirse con sus romances. Estos, de todos modos, nos dice, ya se los está «comiendo». El poema, entonces, por un lado, encierra una alusión cómica a la pobreza del poeta y a la mala memoria del actor, que se «come sus versos», pero también hay que ver allí una identificación entre escritura y sujeto, entre Virués y su ficción y sus romances. Tal identificación entre la escritura y el sujeto, que nos recuerda otros momentos de Valle y el poema de Rosas, sin duda hace uso de tópicos que en su momento barroco se asociaban al concepto de vanitas y a la metáfora del Theatrum Mundi. Por otro lado, sin embargo, la contextualización de convenciones literarias en el virreinato del Perú nuevamente conlleva un suplemento ideológico -sugerimos- en torno a las nacientes subjetividades americanas.

Sin duda hay en el poema un referente histórico sobre la precaria situación económica de los actores en el virreinato183, pero cabría también pensar que, en cierto sentido, en semejanza a la identificación texto-sujeto vista para Rosas de Oquendo, el hecho de que Valle y Caviedes dé preferencia a lo ficticio sobre lo histórico expresa poéticamente la enajenación o sentimiento de inautenticidad que pudieron sentir algunos habitantes de la Lima virreinal. Como se ha conjeturado en más de una ocasión, los pobladores españoles de los virreinatos sentían un alejamiento del centro peninsular, ya para bien o para mal. Octavio Paz, por ejemplo, nos dice que el criollo «se sentía leal súbdito de la corona, y al mismo tiempo, no podía disimularse a sí mismo su situación inferior. La burocracia española lo desdeñaba: el criollo era español y no lo era» (1983: 53). En el siglo XVII, tales sentimientos encontrados, nos dice Paz, no se expresaban en términos políticos sino, más bien, dice, «tenían un colorido artístico y afectivo» (1983: 53)184, algo que se nos ocurre podemos observar en la obra de Valle y Caviedes en función de sus sujetos descompuestos, teatralizados y asociados con la ficción. Veamos ahora, entonces, otro poema en el que -sugiero- se reitera la preocupación de la obra de Valle sobre las conflictivas subjetividades virreinales.

Como con muchos de sus contemporáneos en el lado europeo del océano, la poesía de Valle y Caviedes se ve muy preocupada por el ya mencionado concepto barroco de «mudanza». En el contexto virreinal, tal inclinación hacia la inestabilidad o cambio habría sido intensificada por la formación de lo que se puede pensar como una sociedad nueva y por el nacimiento de sentimientos que conforman lo que, recordemos, Lavallé denominó como el «protocriollismo» (1993: 93 y passim). No nos debe sorprender, entonces, que los mitos de transformación hayan sido parte del repertorio literario de Valle y Caviedes, y de ellos -al cual me voy a dirigir a continuación- el mito de Narciso. Este se halla en un poema de 192 versos que pertenece a una tradición mitológico-burlesca de bastante difusión en las literaturas europeas. En discrepancia con el modelo ovidiano, pero sí en recuerdo -aunque jocoso- de sus traducciones españolas y sus comentarios moralizados, como el de Juan Pérez de Moya (1585), el personaje Narciso de Valle y Caviedes, al verse reflejado en el agua, no se ve a sí mismo, sino que ve a una ninfa, y es ella la que se convierte en el objeto de su deseo erótico185. En el poema, el narrador -con lenguaje burlesco y cifradamente erótico- nos dice que Narciso, perdidamente enamorado de esa imagen que es y no es él, constantemente intenta retornar a ella, pero al asomarse al «espejo del agua», ve solo réplicas distorsionadas de sí; es decir, ve lo que es y lo que no es. Cito:


      En los estanques y pozos
buscaba una ninfa aguada,
y el gozo en el pozo era
porque nunca la encontraba.
      La mano por los cristales
metía por apararla,
y, estando en el agua, nunca
el pobre pudo pescarla.


(109, vv. 37-44)                


Constatamos que el deseo o «gozo» de Narciso es frustrado porque no puede mirarse, hallarse, o, para hacer eco de Ovidio, «conocerse a sí mismo»: problema doblemente interesante porque si bien refiere a la incertidumbre ontológica del personaje, como veremos de inmediato, a la vez discurre sobre la problemática de la representación pictórica y su relación con la poesía, es decir, el conocido ut pictura poesis horaciano, discusiones que se hallaban en boga en la época y que habrían llegado al Nuevo Mundo186.

Luego el poema anuncia que:


      La hermosura de la ninfa
no me es posible copiarla,
porque sólo tengo sombras
y los colores me faltan.
      Mas esta pintura es
de imprenta, si era de estampa,
que en mirándose Narciso
se imprimía en tinta blanca.


(109, vv. 85-92)                


Dejando de lado los muchos sentidos erótico-jocosos del poema, sobre todo si lo leyésemos en su totalidad, de estos últimos versos cabe subrayar varias cosas. Primero hay que ver que las preocupaciones sobre la representación a las que alude la primera estrofa citada conllevan una referencia a una conocida polémica entre teóricos y pintores de la época: la del lugar que se le debería dar al uso de colores vivos, preocupación que en nuestro caso reverbera sobre la problemática ontológica que venimos sugiriendo. El poema se queja de que para «copiar» a la ninfa solo se disponga de «sombras», vocablo que según el Diccionario de autoridades refería a uno de los dos matices del claroscuro (sombra), pero también a «espectro, fantasma», o «apariencia o semejanza de alguna cosa» (1963), sentido que nos lleva, entonces, nuevamente a pensar en el diálogo entre la pintura y la subjetividad, y sentido que nos recuerda otras palabras de Maravall quien, citando a Saavedra Fajardo, decía que el barroco más bien favorecía el color porque este era el que le daba «su último ánimo ser a las cosas y quien más descubría] los movimientos del ánimo» (2002: 523).

En el Narciso de Valle y Caviedes hay, por lo tanto, una interesante preocupación -muy barroca, por cierto- sobre la precaria y confusa frontera entre el ser y su apariencia o representación. Aún más, en los versos que hemos visto, el narrador sobrepone su mirada a la de Narciso mismo. Regresemos al fragmento del poema citado: «Mas esta pintura es / de imprenta, si era de estampa, / que en mirándose Narciso / se imprimía en tinta blanca». Estos versos nos llevan ahora por otro camino, aunque paralelo, sobre la problemática de la representación. La alusión aquí ha de ser a la impresión de figuras en papel, a la xilografía, y nuevamente se pone en juego la relación incierta entre el sujeto y su representación. Hay que notar que en esos versos la «impresión» que Narciso tiene de sí mismo («impresión» como vocablo que no solo refiere a lo visual sino, también, a una autocomprensión moral) acude a una mayor descomposición de la figura: ya no se representa solo en sombras sino, también, en tinta blanca187. Es decir, es aquí un Narciso incoloro y transparente. Pensando ahora en el texto como discurso colonial hay que ampliar nuestras reflexiones en torno a la relación entre poesía y pintura.

Las instancias metatextuales sobre la problemática representación de Narciso, y lo que se ha visto como un frustrado deseo de autoconocimiento, sin duda se apegan a la temática barroca que hemos visto tanto en Maravall como en de la Flor, sobre todo en torno al sujeto que se halla en una situación de inestabilidad e incertidumbre ontológica. Pero la poesía de Valle y Caviedes, como ya hemos visto con otros poemas, se preocupa también por las complejidades psicológicas y sociales de los nuevos pobladores de América, sobre todo en su relación con España. Creo que no sería demasiado atrevido suponer que la creatividad del satírico le lleva, en este texto burlesco, a expresar la complejidad psicológica del limeño español, criollo o no, que se siente ser y no ser de España, una complejidad que cuaja en la creación de un Narciso en claroscuro, o incoloro y transparente188. Sugiero, entonces, que se trata de más que un momento autorreflexivo y tópico sobre la representación pictórica del sujeto, y más que una mera parodia del mito ovidiano. En este poema, la tradición literaria del barroco europeo dialoga con la realidad americana. Recordemos nuevamente los ataques que, en su denigración de América, afirmaban que los criollos y españoles que vivían en América se convertirían en indios, tanto en el físico como en el espíritu. Esto se trasluce en la compleja automirada del Narciso de Valle, mirada que, por un lado, deviene en ausencia, pero, por otro, también en la preocupación por el color -sea este oscuro o blanco-, idea que nos lleva ahora a pensar en un Narciso «americano» de fines del siglo XVII quien, como el narrador de color «tibio» de Rosas de Oquendo, estaría consciente de todas las implicaciones sociales y políticas asociadas con la casta y el color de la piel.

Como se habrá observado, mi aproximación a la poesía de Valle y Caviedes (y Rosas de Oquendo), desde una perspectiva moderna, cuestiona la idea de un sujeto americano «esencializado». Ser español no era meramente ser español, preocupación está muy vigente en nuestros días. Sin embargo, no debemos olvidarnos, como ya vimos en el capítulo cuatro, que en el barroco, como nos recuerda Maravall, el concepto de «mudanza» habría llegado a tales extremos que produjo que el principio de identidad tambaleara, y con él la misma noción de ser: preocupación que, curiosamente, por vías diferentes se acerca a nuestra propia modernidad. Valle y Caviedes, poeta español americano de su época, participa de esta visión barroca pero con ella nos informa también sobre la compleja composición del sujeto colonial peruano. Su poema se entronca con una tradición europea y recuerda las burlas de, por ejemplo, Quevedo o Góngora; pero simultáneamente, al leérsele como producción literaria de la colonia, entra en diálogo con prácticas culturales como las alabanzas y denigraciones del continente americano que acudían a subrayar las complejidades ontológicas de sus diversos pobladores españoles.