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ArribaAbajoAzorín en el aula (¿?). Algunas reflexiones sobre la lectura en la escuela

(Monóvar, 11 de mayo, 1998)46


ANTONIO DÍEZ MEDIAVILLA

Universidad de Alicante

No se trata de un error tipográfico; los signos de interrogación que, colocados entre paréntesis, forman parte del título que encabeza estas líneas no son un despiste del copista, sino una marca que quiere corresponder a la presumible perplejidad que, suponemos, podría causar el nombre de José Martínez Ruiz unido, por una parte, a un Seminario dedicado a la «Literatura infantil y juvenil» y, por otra, al sustantivo «aula» que remite necesariamente a tareas -lecturas- escolares, para las que el nombre de Azorín no parece, al menos en principio, una referencia bibliográfica plausible, que ofrezca expectativas de aceptación masiva y más si tomamos en consideración que nos estamos refiriendo a textos dirigidos a un tipo de lector poco practicante, escasamente motivado, cuando no totalmente ayuno de interés en el ejercicio de la lectura, para quien el autor de La voluntad podría resultar un manjar inadecuado, incluso indigesto.

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Por cuanto se refiere a la primera de las causas, me permitirán que apunte alto, es decir, que niegue el presupuesto mayor y ponga en duda que realmente sea posible individualizar una «Literatura infantil y juvenil» diferente o ajena a la Literatura sin adjetivos. Podríamos hablar, tal vez, de determinados textos literarios que podrían ajustarse mejor que otros al patrón medio de lectura de receptores que tienen una determinada edad, o para ser más precisos, un determinado grado de desarrollo de las habilidades lectoras; podríamos hablar, quizás, de algunos textos que por su temática, su desarrollo argumental, sus características formales, incluso su extensión, podrían acomodarse mejor a los gustos o las capacidades de receptores con determinadas edades, pero no estoy seguro de que eso lleve consigo la posibilidad de desgajar del cuerpo total de la literatura, como si de un apéndice se tratara, una especie de subgénero -menor o mayor- de literatura «ad hoc», con caracteres específicos, características expresivas propias, modelos de análisis diferenciados y hasta una aproximación temporal, diacrónica o sincrónica, individualizada.

Hay, eso sí, buena y mala literatura; siempre la ha habido y siempre la habrá. Hay escritores cuyo afán creativo les impulsa por encima de cualquier otro condicionamiento, escritores que dejan, a veces contra viento y marea, a veces con el aplauso de un público entusiasta, una obra imperecedera y ajena a los avatares del tiempo; pero hay también escritores embarcados en el mundo de la moda, la costumbre, el halago, la publicación fácil o la estupidez, cuya obra, aplaudida en ocasiones de manera exagerada por un papanatismo complaciente y bobalicón, suele acabar arrumbada en los anaqueles del olvido. Los primeros suelen concluir considerándose clásicos, es decir, atemporales e imperecederos; de los segundos sólo se ocupan, y ello de manera circunstancial y a la sombra de centenarios y conmemoraciones, los especialistas de la historia literaria y más por justificar lo intrincado y difícil de sus sabias investigaciones que por el interés real que tales productos encierren. ¿Es, acaso, Bécquer un poeta que escribiera para adolescentes? ¿son sus rimas y sus leyendas literatura juvenil? ¿Podríamos asegurar que la larga tradición cuentística, ya sea de transmisión oral o culta, pertenece al ámbito de la literatura infantil y juvenil y no al de la literatura sin adjetivos? Y sin embargo, Bécquer es leído con más o menos confesada complacencia   —71→   por el público juvenil y las historias tradicionales forman parte del acervo cultural, oral y escrito, de nuestros niños y jóvenes.

Hemos de reconocer, sin demasiadas concesiones, que nuestros alumnos leen poco y que lo hacen con enormes dificultades, con insalvables reticencias. Reconocemos también que cada vez es más difícil el acceso de los jóvenes lectores a las obras literarias. A la ineficacia lectora -y en este asunto cada penitente deberá aguantar su vela- se une una especie de pereza invencible: a nuestros jóvenes les resulta infinitamente más productivo aproximarse a los modelos narrativos audiovisuales que a los textos escritos. La difícil competencia de los medios audiovisuales ante los modelos escritos ha desatado una especie de guerra sin cuartel entre maestros y editoriales por conseguir, los unos un material que no produzca el rechazo sistemático en los alumnos, una cuota de mercado cada vez más amplia y generosa los segundos. Y es, precisamente en esta circunstancia tan especial, cuando aparece el escritor «especializado» en literatura hecha a la medida de los lectores infantiles y, en tramos sucesivos, hasta los dieciséis años: he ahí la «nueva» literatura infantil y juvenil. Nueva en nuestro ámbito de cultura, menos nueva, pero semejante en su génesis, en otros espacios, en otras culturas.

¿Será posible producir un texto literario que tenga como receptor mayoritario un lector infantil o juvenil? La respuesta, claro, ha de ser positiva: no sólo es posible, sino incluso deseable, si el autor tiene algo que decir y si sabe cómo decirlo. Ejemplos hay sobrados en la historia de la literatura universal que hacen firme y fructífera la opción. Pero incluso desde esta perspectiva, abierta y generosa, sería conveniente establecer algunas matizaciones. Si parece que no puede dudarse de que Perrault, Jonathan Swift o Lewis Carroll, por citar sólo algunos ejemplos, escribieron sus obras pensando más o menos explícitamente en lectores jóvenes, no lo es menos que esas obras son lectura apasionante tenga el lector la edad que tenga. Por otra parte, y en sentido contrario, no es infrecuente encontrar entre las antologías de literatura infantil o juvenil textos de autores «mayores» pretendidamente escritos teniendo como receptores posibles o deseables a niños o jóvenes. Carmen Bravo Villasante en su ya clásica Historia de la literatura infantil española (Madrid, Doncel, 1972, primera edición de bolsillo) precisa que «hasta Federico García Lorca no se capta realmente la esencia de la poesía   —72→   infantil», y propone como ejemplo, «obra maestra» de la literatura infantil la llama, el conocido poema dedicado a Teresita Guillén del lagarto y la lagarta: «El lagarto está llorando/la lagarta está llorando./ El lagarto y la lagarta/con delantalitos blancos./.../». Pues bien, el comentario de la ilustre autora sobre la pertinencia infantil del poema nos parece, realmente, de antología y hace innecesario otro comentario: «A los párvulos les parece muy natural que los lagartos lleven delantalitos blancos y que el sol vaya vestido de raso. Hay que verles accionar cuando recitan esta poesía» (164). No menos interesante resulta la selección por parte de la misma historiadora de un poema de José Martí, esta vez sin comentario alguno, en la Historia y antología de la literatura infantil universal (Madrid, Miñón, 1988), que dice: «Cultivo una rosa blanca/en julio como en enero/ para el amigo sincero/ que me da una mano franca./ Y para el cruel que me arranca/el corazón con que vivo,/ cardo ni ortiga cultivo:/ cultivo la rosa blanca» (T. IV, 226), hermosísimo poemilla de Versos sencillos cuya vinculación a la literatura infantil parece, cuando menos, discutible atendiendo a la complejidad conceptual que encierra bajo una aparente simplicidad, casi ingenuidad, formal.

Los ejemplos aducidos ponen de manifiesto lo difícil que resulta establecer una frontera razonable que permita segregar del acervo general de la Literatura una parte que admita, sin forzar excesivamente el lazo, el calificativo de infantil y juvenil. Por las mismas razones creemos que no debería plantearse la cuestión desde el punto de vista de la posibilidad de producir un texto literario cuyos receptores más inmediatos y directos pudieran ser niños o jóvenes, ni mucho menos, como en tantas ocasiones se pretende, empeñarse en buscar -e incluso en definir- un modelo de literatura infantil y juvenil de caracteres específicos que en el fondo sólo resulta ser, en la mayor parte de las ocasiones, una añagaza tras la que esconder determinadas simplificaciones o evidentes ineficacias. Si puede parecer razonable, incluso necesario, seleccionar de la producción literaria general aquellos textos que mejor sintonicen con el gusto, las inquietudes o las capacidades de lectores catecúmenos o en proceso de maduración, y formar con tales obras colecciones especialmente diseñadas y editadas en función de tales receptores, no lo es tanto pretender que exista un subgénero literario propio que pueda definirse con el apelativo de «infantil y juvenil».

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Atendiendo a este planteamiento la posibilidad de llevar a Azorín a las aulas nos parece una opción no sólo posible, sino incluso especialmente significativa y de indudable rentabilidad en el proceso de aprendizaje de los modelos de expresión escrita. Sé que esta afirmación podría parecer temeraria y que para muchos maestros tal afirmación parecerá un despropósito: Azorín no es un escritor de literatura juvenil, sus obras no sintonizarían con las inquietudes de nuestros alumnos, con su capacidad lectora... sería necesario leer con el diccionario al lado, interrumpir constantemente la lectura para indagar cuestiones léxicas, los enojosos y rebuscados adjetivos, la premiosidad en la descripción, esos textos narrativos en los que no hay acción... ¿cómo puede proponerse tal idea?

Antes de seguir adelante tal vez resulte necesaria una nueva precisión y, también en este caso, en el límite de la ortodoxia, en esa frontera sutil que separa lo didácticamente correcto del anatema pedagógico. Puede ser objetivamente cierto que, dadas la circunstancias -me refiero a la genérica pobreza en el desarrollo de las habilidades lectoras, al escaso o casi nulo ejercicio de lectura que suelen practicar nuestros alumnos, a la complicada tarea de motivar para la lectura placentera- habrá que aceptar que lo prioritario es que los alumnos lean, lo que sea, pero que lean, algo les quedará y siempre asentarán su destreza lectora (y se habrán dado cuenta de que abordamos ahora la segunda de las cuestiones que señalábamos en el comienzo de nuestra exposición).

Pero este planteamiento que objetivamente puede ser razonable y hasta justificable puede ser sólo la cara amable de un sofisma. A veces, lo objetivo y evidente puede resultar una trampa tras la que se oculta un inesperado y molesto contratiempo. En ese «que lean lo que sea, pero que lean» confluyen diferentes líneas de actuación que forman un nudo -no se muy bien si gordiano- que tal vez resulte necesario desenredar. No es este momento para plantear la dificultad intrínseca que exige el proceso de lectura. Posiblemente, en un primer momento, leer nos parezca una faceta más del trabajo en esos primeros años de escuela, algo que puede «aprenderse» en unos pocos meses y que, además, ya no se olvida. La lectura, tal vez piensen algunos, se ha incorporado a la vida diaria de tal manera que, además de ser imprescindible, resulta una actividad constante e ineludible... ¡cualquier niño de siete años sabe leer y   —74→   además ahora es obligatorio ir a la escuela! Y sin embargo, la experiencia nos dice que conocemos cientos de alumnos con ocho, diez, doce años de escolarización que presentan graves deficiencias en su capacidad lectora y, si tiramos un poco más de la manta, a lo peor descubrimos miles de adultos escolarizados hasta los catorce años que, con veinte o treinta años, han olvidado prácticamente, si es que alguna vez consiguieron aprenderlo, el milagro de la lectura. Y es que, si nos ponemos un poco más serios, tal vez lleguemos a pensar que «leer» no consiste solamente en descifrar unos signos gráficos, la actividad lectora pone en funcionamiento otros elementos, léxicos, gramaticales, cognitivos, socioculturales que hacen que la operación de desciframiento resulte mucho más compleja, significativa y, si se consigue hacer adecuadamente, mucho más gratificante y enriquecedora que la mera descodificación de unos signos gráficos, y que la complejidad de esta operación requiere no sólo el desarrollo adecuado de la habilidad lectora, sino su práctica constante, de manera que puede asegurarse que el abandono implica el anquilosamiento de la habilidad lectora y, a medio plazo, su pérdida práctica. Si esto es así ¿podrá considerarse positiva y gratificante una actividad que implica, una vez que se ha anquilosado la destreza, un esfuerzo enorme, y una escasa productividad? La desproporción entre el esfuerzo necesario y la rentabilidad obtenida se convierte en un impedimento insalvable. Si añadimos a esta realidad la existencia de alternativas que ofrecen mucha más productividad con un menor esfuerzo (cine, vídeo, televisión), podremos entender mejor las razones de la conocida pereza lectora de la sociedad actual y también, de esa parte tan sensible de la sociedad, que son los escolares.

Parecería, pues, necesario volver la vista al propio proceso de aprendizaje y de asentamiento de las habilidades lectoras. Si a lo largo del proceso de aprendizaje y asentamiento de estas habilidades somos capaces de ofrecer a los nuevos lectores los mecanismos suficientes para proporcionar un equilibrio en el binomio «esfuerzo/rentabilidad», tal vez pueda deducirse que, afirmada la destreza y garantizado el equilibrio, sea posible suponer una mejor disposición ante la opción lectora una vez terminada la etapa de escolarización; esta mejor disposición debería traducirse en un distanciamiento temporal del proceso de anquilosamiento de la destreza lectora, lo que significaría, lógicamente, una disposición   —75→   más abierta a la práctica de la lectura, lo que redundaría en la mejora de la destreza...

Pero, ¿cómo se aprende a leer? ¿cómo se aprende a leer adecuadamente? No se me ocurre otra respuesta que, echando mano del gran Pero Grullo, afirmar que a leer se aprende leyendo. Ahora bien, si las propuestas de lectura que ofrecemos a los sufridos neolectores no significan una progresión constante, una ampliación progresiva de su competencia lectora, es posible que aprendan a leer sólo determinados mensajes, es decir, aquellos mensajes que les ofrecemos como modelo. Sería algo así como si pretendiésemos que un niño aprendiese a andar en bicicleta ofreciéndole la posibilidad de practicar, siempre y sólo, con un triciclo, eso sí, perfectamente diseñado y hermosamente policromado. De alguna manera podríamos cuestionarnos si a nuestros alumnos no les gustan determinadas lecturas porque no tienen destreza suficiente para acceder a ellas o carecen de tales destrezas porque no han ejercitado convenientemente la lectura.

Lo que podría parecer un planteamiento bizantino apunta, sin embargo, hacia uno de los principios más interesantes que deberíamos tomar en consideración a la hora de reflexionar sobre la apasionante y difícil actividad de la lectura. Me refiero a la «ley de la frontera» -que no es ni un título de narrativa juvenil ni una película de vaqueros-, que actúa como principio básico del proceso de enseñanza/aprendizaje de la lengua tanto en su expresión oral como en lo que se refiere a la modalidad escrita, que es de la que me ocuparé inmediatamente.

Posiblemente sea el modelo de aprendizaje de la lengua natural el manual más explícito y de mayor rendimiento educativo de cuantos tenemos a nuestro alcance; también, desgraciadamente, el más olvidado. Parece un hecho incontestable que el aprendizaje de la lengua se produce en el seno de la vida social en todos los individuos del grupo, sin excepción alguna, salvo los casos de alteraciones físicas o psicológicas, en un tiempo relativamente breve y en función de las necesidades de integración y comunicación del neófito en el seno del grupo al que pertenece. Ya sé que lo que acabo de escribir parece chocar contra las teorías mentalistas de Chomsky, pero incluso teniendo en cuenta las capacidades genéticas en el proceso de adquisición de los modelos de comunicación basados en los signos orales, parece imposible asumir que el   —76→   proceso de aprendizaje de la lengua oral en el seno de una comunidad hablante determinada no es inmanente (¿?), sino inducido, aunque resulta palmario que no suele ser traumático ni requiere de grandes especialistas en su desarrollo. ¿En qué manual ha aprendido una madre que debe insistir en que el neohablante no le pida agua mediante un gesto indicativo, sino pronunciando, más o menos precisamente, el signo «agua»? ¿No podría parecer una actuación culpable que esa madre insista en que no entiende la demanda del pequeño, haciendo oídos sordos a sus requerimientos, a sus lloros y pataletas, hasta que, vencida por la tozudez materna, la criatura emite el ansiado vocablo? Si el niño en cuestión tiene sed y con su gesto la madre ha comprendido el mensaje, ¿por qué torturar al pequeño obligándole a realizar el ímprobo esfuerzo de articular un sonido que le cuesta un esfuerzo enorme? Es más cómodo el gesto, forma parte de los signos utilizados más tempranamente por el pequeño, le supone un esfuerzo menor y para él es mucho más fácil y directo que articular una palabra que ya conoce, que forma parte de su competencia lingüística, pero que le cuesta un esfuerzo identificar y producir. Pero si la madre no actuase de esa manera el proceso de oralidad del niño resultaría posiblemente más lento, menos eficaz y con ello se retrasaría también el proceso de integración del niño en el grupo social al que pertenece primero, y en la escuela después, demorándose de ese modo el inicio de su maduración cognitiva.

Planteamos, evidentemente, una situación única que forma parte de un proceso mucho más complejo y rico, en el que la participación del neohablante y de sus mentores, especialmente pero no de manera exclusiva, la madre, tiene dos ejes centrales que la ordenan y sistematizan: la insistencia y el refuerzo, por una parte, y la situación comunicativa límite, semejante a la que hemos descrito, por otra.

Situaciones como la que comentamos han sido ampliamente descritas y estudiadas en la abundante bibliografía que se viene ocupando del proceso de aprendizaje natural de la lengua y, como en otros casos, nos parecen un ejemplo de indudable interés en el proceso de adquisición de otras destrezas lingüísticas de mayor complejidad y desarrollo posterior. Es evidente que el aprendizaje de la lectoescritura tiene un correlato, al menos en cierto sentido, con las habilidades de la expresión oral. Aun aceptando que se trata de mecanismos de mayor complejidad,   —77→   pues nos enfrentamos a un sistema de representación -el gráfico- de otro sistema -el oral- que requiere un doble esfuerzo codificador, no parece difícil considerar que los procesos de codificación y descodificación se desarrollan según mecanismos semejantes aunque no idénticos.

Pues bien, si la habilidad lectora presenta una dependencia constante del propio ejercicio de la lectura, el marco de actuación de esa lectura estará también en relación directa con los modelos textuales sobre los que se ejerza dicha actividad. No parece posible desarrollar una capacidad lectora eficiente sobre propuestas lectoras en las que el actuante lector no está experimentado. Volviendo al símil que empleábamos más arriba, si el lector está habituado a marchar con tres ruedas, le resulta difícil, incluso traumático, intentarlo sobre dos; sólo tras un periodo de adaptación y aprendizaje desarrollará la destreza suficiente para conseguir el equilibrio primero, la tranquilidad después, el placer finalmente.

Al afirmar que, en el proceso de afirmación y desarrollo de las habilidades lectoras, lo que importa es que el individuo lea, si lo afirmamos sin más matices, correremos el riesgo evidente de limitar el alcance del desarrollo a la frontera que señalan los textos leídos, es decir, la tipología textual que sirve al lector como campo de pruebas y rodaje. La ley de la frontera exige un proceso de selección de textos de dificultad progresiva que, de una parte, mantenga los lazos de motivación e interés y, de otra, garantice el progreso en la competencia lectora del alumno. Resulta, pues, imprescindible garantizar un sentido de progresividad en la tipología de textos seleccionados para la actuación lectora en el aula si no queremos renunciar de hecho al afianzamiento de la capacidad lectora de los alumnos.

Es evidente que la tarea no resultará fácil, que la respuesta del alumno será, sistemáticamente, la de rechazar aquello que le supone un mayor esfuerzo, pero como en el proceso de aprendizaje de la lengua oral, será necesario insistir reiteradamente en la necesidad de afrontar y vencer las dificultades lectoras. Somos conscientes de que esta insistencia puede llevar aparejado el rechazo de la actividad por parte del alumno, lo que obligaría a diseñar estrategias de actuación que faciliten el camino y favorezcan el proceso de incorporación motivadora al desarrollo del afianzamiento progresivo de la actividad lectora.

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Y es en este punto cuando nos vemos en la obligación de retomar la afirmación anterior en el sentido de que lo importante es que los alumnos lean, lo que sea, pero que lean. Tomemos dos fragmentos de carácter narrativo; dos muestras significativas en su brevedad y aventuremos un análisis sobre su recepción por parte de un grupo de alumnos, pongamos, por ejemplo, de primer curso del segundo ciclo de primaria:

Lope pulsó el mando a distancia y la película de vídeo volvió a comenzar. Era una de policías y ladrones, con mucha persecución de coches, tiros a granel y todo eso. No estaba mal. Pero él sólo quería oír de nuevo el arranque musical, muy fuerte y lleno de ritmo. Bueno, y también quería ver a la hija de Paolo «Revientacajas» por última vez.

Ella, claro, se llamaba Paola. Y le gustaba. Le gustaba más que Vanesa, la vecina rubia de los tirabuzones. Pero eso era normal porque en el cine y ya se sabe: sacan siempre a las mejores, es decir, a las más guapas»47.

Hace un momento ha salido el maestro; no hay nada comparable en la vida a estos breves y deliciosos respiros que los muchachos tenemos cuando se aleja de nosotros, momentáneamente, este hombre horrible que nos tiene quietos y silenciosos en los pupitres. A las posturas violentas de sumisión, a los gestos modosos, suceden repentinamente los movimientos libres, los saltos locos, las caras expansivas. A la inacción letal, sucede la vida plena e inconsciente. Y esta vida, aquí entre nosotros, en esta clase soleada, en este minuto en que está ausente el maestro, consiste en subirnos a los bancos, en golpear los pupitres, en correr desaforadamente de una parte a otra48.



No creo que sea imprescindible llevar la propuesta al aula para asegurar que el primero de ellos sería «mejor recibido» por los alumnos y por ello, si supusiéramos que ambos son el arranque de una historia, sería seleccionada la primera como la más adecuada para proponer a los alumnos: el texto parece, al menos en su arranque, más «motivador», con más capacidad de atracción para nuestros lectores. No sería difícil   —79→   intuir que una de las razones por las que el personaje protagonista del primer fragmento sintonizaría bien con nuestros escolares podría buscarse en la situación que se plantea: un muchacho se dispone a ver por segunda vez una película de vídeo con la intención de escuchar de nuevo su trepidante arranque musical y para volver a contemplar la imagen de Paola, mucho más guapa que su vecina, tan ridícula, que lleva tirabuzones. Se trata de una situación con la que el lector puede identificarse rápidamente, que resulta habitual en su entorno biográfico; ¿quién no ha visto repetidas veces una película de acción, con una hermosa protagonista cuya belleza nos ha cautivado? (podríamos variar, claro está, el genero de los actores y el efecto sería el mismo).

Pero parece necesario apuntar enseguida que tal argumento debería ser válido también para el segundo texto, cuyo planteamiento narrativo, la actuación de unos alumnos al abandonar el profesor durante unos minutos la clase, es tan próximo al lector, al menos en principio, como el segundo, bien es verdad que, en este caso, el texto seleccionado tiene un tono dominante de carácter descriptivo al que los neolectores suelen ser más reacios. Desmontada la posibilidad temática como argumento suficiente tal vez podríamos fijar nuestro interés en el modelo narrativo; pero tampoco desde este punto de vista ofrece el primero de los textos síntomas claros de ser especialmente atractivo en relación con el segundo. En efecto, El primer texto está escrito desde la perspectiva objetivadora de la tercera persona de autor omnisciente que empuja al lector a recrear, desde fuera, la situación narrativa, distanciando o alejando al lector de la historia narrada; por el contrario, en el segundo texto, el empleo de la primera persona debería favorecer el proceso de implicación del lector en la historia y más aún si tenemos en cuenta que el autor enmascara ese yo narrador en una forma de plural (nosotros: tenemos, nos, entre nosotros, subimos) que implica irremediablemente a quien lee y le convierte en coprotagonista de la historia.

Si la historia que se cuenta y el modelo narrativo no pueden explicar convenientemente, según decimos, las razones por las que de manera indudable el primero de los fragmentos nos parece más adecuado para que lean nuestros jóvenes alumnos, ¿qué es lo que hace posible que sea el primero y no el segundo de los textos el elegido? Parece obvio que la respuesta a tal pregunta deberá buscarse por el camino del registro   —80→   idiomático empleado en ambos textos, es decir, por el camino de la selección léxica, de la utilización sintáctica y de las inferencias semánticas que presentan ambos textos. No será muy difícil constatar que el segundo es más elaborado, emplea un léxico menos habitual, es más ambicioso desde el punto de vista de lo sugerente (bastaría para ello hacer una cala en los adjetivos empleados), más alambicado desde el punto de vista sintáctico, es, en suma, una propuesta comunicativa «más incómoda» para el lector poco habituado a la lectura que el primero, cuyo modelo lingüístico se sitúa perfectamente en el registro coloquial más o menos correcto, un modelo más directo y frecuentado por el lector no sólo en tanto que lector, sino como hablante y oyente.

La menor dificultad en el proceso de descodificación lectora se traduce en un evidente aumento de la rentabilidad en el proceso lector, de manera que conseguirá asumir el contenido informativo del mensaje con menos esfuerzo en el primer texto que en el segundo, y es esta misma razón la que explica que sea mejor recibido el texto cómodo que el que exige mayor esfuerzo de descodificación lectora. Pero habrá que decir también que este texto más cómodo le aportará infinitamente menos en tanto que procedimiento educativo para aumentar su competencia lectora: hemos encontrado un agradable y cómodo triciclo con el que podrán realizar un cómodo paseo, pero que no enseñará a nuestros alumnos a andar en bicicleta.

¿Hablábamos de leer? ¿Y el placer de la lectura? ¿Azorín en el aula? ¿No será mejor que el alumno lea lo que sea y que se lo pase bien mientras lee que proponerle textos tan complicados que termine por rechazarlos y por lo tanto por rechazar la lectura? Depende, todo depende; podríamos responder a estas cuestiones con otras preguntas: ¿Qué garantías tenemos de que la lectura cómoda es el camino más adecuado para llegar a otras lecturas menos cómodas? ¿Una lectura que responde al modelo comunicativo coloquial podrá reforzar o mejorar la competencia lingüística del alumno? ¿y la competencia lectora? ¿es de verdad un placer leer o se trata más bien de un esfuerzo que, cuando se realiza bien puede llegar a resultar placentero? Tal vez sean demasiadas preguntas, demasiadas dudas para intentar una respuesta satisfactoria.

Aceptemos, en primer lugar que leer, se lea lo que sea, es una actividad saludable en cualquiera de los casos, pero añadamos enseguida que el   —81→   tipo de lectura que queramos plantear deberá estar relacionada con los objetivos que quieran conseguirse, dicho de otro modo, que deberán seleccionarse diferentes textos para realizar diferentes actividades con las que conseguir diferentes objetivos. Establecer una frontera entre textos convenientes, adecuados, especialmente indicados o recomendados para una determinada edad para un determinado momento, y otros que no lo son o no lo parecen tanto, es una aproximación parcial al problema de la lectura que puede ocasionar muchos y graves inconvenientes.

En segundo lugar, y atendiendo a lo que acabamos de decir, afirmaremos que cualquier texto puede ser adecuado, conveniente o indicado para realizar determinada actividad lectora, encaminada a conseguir tal objetivo e inadecuado, inconveniente o no indicado para realizar otra, o para conseguir determinados objetivos.

En tercer lugar quisiéramos afirmar que en la edad escolar pueden diferenciarse radicalmente dos modalidades lectoras: la que se realiza en el aula, con la tutela del maestro y la que el alumno realiza en solitario, es decir sin la tutela del maestro. Cada una de estas dos modalidades responde a un procedimiento lector diferente y tendrá, claro está, objetivos y modalidades distintas. Llamaremos a la primera «lectura didáctica» y a la segunda «lectura lúdica».

La lectura lúdica tiene como objetivo básico el propio proceso de lectura. El sujeto lector busca en la lectura el entretenimiento, la satisfacción de aproximarse y conocer una historia, un pensamiento, un sentimiento, por el placer de compartirlos con el emisor. Interesa la lectura de globalidad, el seguimiento de las ideas principales y la posibilidad de sentirse cómodo «imaginando» o recreando el mundo reflejado en la letra impresa. En la lectura lúdica se busca fundamentalmente la rentabilidad lectora: empleando el menor esfuerzo posible se aspira a conseguir la mayor información, la mejor sintonía con el emisor del mensaje escrito. Suele ser una lectura individual, aunque después puedan compartirse las experiencias lectoras, en la que resulta especialmente significativa la implicación del receptor en el proceso comunicativo, de ahí la importancia que tiene en los textos destinados a este ejercicio la sintonía afectiva, cultural o de intereses entre el emisor y el mensaje. Por la misma razón resulta especialmente significativo que la modalidad discursiva del mensaje se aproxime lo más posible a la competencia   —82→   lingüística del receptor, de manera que el proceso de lectura no signifique un esfuerzo desproporcionado por parte del lector, en caso contrario, se romperá el equilibrio esfuerzo/rentabilidad que resulta decisivo para esta modalidad de lectura. Desde este punto de vista no parecería aventurado afirmar que los modelos de «narración» audiovisual (cine y televisión) actúan como una fortísima competencia de los soportes escritos: resulta evidente que el binomio esfuerzo/rendimiento se descompensa decididamente a favor de los modelos audiovisuales.

Este tipo de lectura podía considerarse el habitual de los lectores «no profesionales», es decir, el que suele practicarse como diversión o entretenimiento por quienes, desarrollado y consolidado el hábito tras la etapa escolar o formativa, acostumbran a dedicar alguna parte de su tiempo de ocio a la saludable y placentera actividad de la lectura. Los mecanismos de selección del material de lectura se ajustan con precisión al modelo que describimos: por razón del tema de que se trata, del autor, de la moda, de la crítica etc., y no es extraño escuchar en boca de estos lectores que tal texto no les ha gustado, incluso que han abandonado su lectura por no resultar tan «atractivo» como se había supuesto o porque resulta «pesado» o «difícil».

Pero conviene recordar que nos venimos refiriendo a la lectura en la etapa de aprendizaje y consolidación de la destreza lectora, por lo que deberemos considerar la posibilidad de que tal tipo de lectura obtenga, en general, un rendimiento menor del que cabría suponer debido, precisamente, al escaso o parcial desarrollo de la destreza lectora del nuevo lector. Esta razón nos lleva a plantear la necesidad de seleccionar los textos dedicados a este tipo de lectura atendiendo no sólo a las condiciones antes señaladas, sino también al registro lingüístico empleado, a la posición del narrador en el proceso, a la capacidad de envolver o atraer la atención del lector, o a las posibilidades reales de invitar al lector a la participación activa en el proceso.

Ahora bien, teniendo en cuenta la dimensión formativa de este tipo de lectura, cabría plantearnos cuáles son los objetivos didácticos que podríamos conseguir utilizándola como procedimiento en el proceso educativo. Es evidente que, dados los condicionamientos que hemos señalado para el proceso lector y para la selección del texto que ofrecemos para leer, el único objetivo alcanzable se relaciona, precisamente, con la   —83→   propia actividad lectora, es decir, se trata de una actividad cuyo fundamento se centra en el desarrollo de la propia actividad: reforzar el mecanismo de traducción de signos gráficos en unidades lingüísticas significativas y en unidades de información o significación abstracta o conceptual. Siendo este un objetivo importante, no podría servir para justificar una dedicación exclusiva o claramente predominante en el aula y menos aún en una etapa de formación y profundización de las habilidades básicas del alumnado. Por otra parte, podrían señalarse objetivos secundarios de indudable interés, pero de constatación y seguimiento más difícil, por no decir totalmente inevaluables; nos referimos, claro, a los objetivos inducidos del desarrollo de la propia actividad lectora relacionados con el léxico y su proceso de adquisición o maduración competencial, al contacto con determinadas estructuras sintácticas, con el uso y la frecuencia de elementos de cohesión semántica del texto etc., que, configuran el propio texto y que, constantes en el mensaje escrito, servirían, por inducción, como actuación de refuerzo en el proceso madurativo en el que nos encontramos inmersos.

La lectura didáctica se fundamenta en textos seleccionados para trabajar determinados objetivos en el desarrollo de la propia actividad docente. Se trata de una actividad diferente de la anterior por su modalidad, por sus fines y por sus métodos. Es evidente que no podemos olvidar la capacidad de «enganche» que el texto seleccionado pueda tener entre los alumnos con los que trabajamos, pero lo prioritario será que permita el desarrollo de los procedimientos seleccionados y la consecución de los objetivos programados en un momento determinado del proceso de enseñanza. No se trata, como en el caso anterior, de un texto que el alumno/lector deberá trabajar en solitario: se trata de una lectura compartida (y ello sea cual fuere el modelo de lectura que se elija para trabajar el texto), repetida, insistente y académica. Es evidente que los adjetivos que proponemos pueden parecer excesivos si recordamos que nos hemos situado en el ámbito de la E. Primaria, pero deberíamos considerar, en todo caso, que uno de los objetivos que se persiguen en la mencionada etapa educativa -y en la siguiente- es el desarrollo competencial de la actividad lectora, junto al de las otras habilidades básicas. La lectura didáctica de un texto supone una aproximación plural y ambiciosa al texto que se lee; no interesa sólo como fuente de información o de conocimiento,   —84→   o de placer, sino también como producto lingüístico, como material de análisis y reflexión lingüística; y para que la afirmación tenga todo su alcance, diremos más: es por el camino de la reflexión por el que pretendemos llegar a la información, el conocimiento y el placer de leer en esta modalidad de lectura.

Al margen de otras consideraciones, bastaría con señalar que el proceso de adquisición y desarrollo de la habilidad lectora no se da con el mero ejercicio de traducción de signos gráficos, la lectura es, como decíamos más arriba, un proceso mucho más complejo en el que se integran saberes lingüísticos, pero también culturales y sociales. Nada se aprende, y este principio es incuestionable en didáctica, sin la experiencia y a leer se aprende leyendo, pero de nuevo nos encontramos con la que hemos llamado «ley de la frontera» la habilidad lectora viene determinada por la práctica lectora, lo que vale tanto como decir que viene determinada por el tipo de textos que se leen y por la manera de leerlos. La necesidad de situar al nuevo lector en el límite de lo que le resulta cómodo o atractivo es la única garantía para trazar un camino de progreso y afianzamiento de su propia capacidad lectora. Suponer que la práctica de la lectura lúdica podría ser el vehículo necesario para desarrollar las potencialidades lectoras del alumnado sería condenar de antemano al lector a un tipo de lectura y, teniendo en cuenta lo que se afirmaba en su momento, a un modelo textual condicionado ab initio por la necesidad de producir un mensaje asumible, atractivo o motivador para los lectores a los que específicamente se dirige.

La lectura didáctica no es una actividad «amable» para el alumnado; se demanda en los lectores una actividad vigilante y reflexiva, que busca la eficacia lectora a través de la confrontación crítica con el mensaje escrito. Este tipo de lectura significa una descompensación aparente49 del binomio esfuerzo/eficacia en el sentido de que el lector puede considerar que el esfuerzo que se demanda es mayor que la rentabilidad lectora en el plazo inmediato, es decir, en la comprensión aparente del texto cuya lectura se propone.

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Es evidente que no resulta factible sintetizar en unas pocas líneas las posibilidades de actuación didáctica en un proceso de lectura como el que comentamos, pero bastará para nuestro propósito señalar algunas líneas de actuación que sirvan como muestra de lo que pretendemos.

En primer lugar deberemos tener en cuenta que el texto cuya lectura se propone se debe seleccionar en función de unos objetivos -conceptuales, procedimentales o actitudinales- previamente fijados, lo que significa que el texto será instrumental respecto de esta actuación didáctica específica.

En segundo lugar señalaremos que cualquier proceso de análisis o reflexión que tenga como fundamento un texto debe comenzar por la lectura detenida del texto, es decir, por la aproximación léxica, por el análisis lógico o estructural de las unidades de contenido que lo configuran y por la lectura global del mismo. Observaremos enseguida que esta lectura ya se separa claramente de la lectura lúdica -que como dijimos aspira normalmente a una lectura global-argumental- y apunta hacia un modelo de intervención lectora más detenido y profundo. El alumno deberá entender en su integridad el texto propuesto, además, cuestionarse cómo se han organizado las unidades del discurso (conocer el todo y las partes del mensaje).

En tercer lugar se organizará la aproximación reflexiva al texto como objeto de análisis y abordando cuestiones relacionadas con la utilización del código que resulten pertinentes en función de los objetivos planteados. Aunque la formulación de este apartado de lectura parezca desproporcionado teniendo en cuenta el nivel escolar en el que nos movemos, deberá tenerse en cuenta que el nivel de la reflexión es perfectamente graduable y progresivo de manera que podría abarcar desde cuestiones morfológicas (concordancias, uso de conectores preposicionales o conjuntivos, la flexión verbal, los usos de apreciativos o deícticos), hasta cuestiones sintácticas (sintagmas, oraciones, proposiciones, enunciados) o semánticas (elementos de adecuación o de cohesión referidos al texto, usos connotativos o sociales de términos, rasgos suprasegmentales, modalidades propias del discurso literario, etc.) atendiendo, precisamente, al momento en el que nos encontremos del proceso.

En cuarto lugar, y teniendo en cuenta la formulación de los objetivos generales de las etapas de enseñanza obligatoria, debe atenderse a la   —86→   posibilidad de utilizar el texto como paradigma o modelo de expresión para el alumno, de manera que en el proceso de lectura se incluya también el ejercicio de manipulación, conversión o prolongación del texto leído siguiendo el modelo ofrecido por el propio texto.

Además de estas notas cabría dejar perfectamente sentado el principio de que no se escribe como se habla. Si hubo un momento en que algún escritor defendió tal idea como modelo de naturalidad en la expresión, conviene matizar enseguida que los modelos de comunicación escrita, por muy naturales o espontáneos que queramos que sean, responden a un principio de intervención comunicativa en la que la situación condiciona de tal manera el mensaje que lo hace diferente al de la lengua oral. Los mecanismos de comprensión de un mensaje oral y los de los mensajes escritos, siendo semejantes, no son coincidentes, como no los son los de la actuación oral y los de la escrita; se trata de actividades que se desarrollan con elementos comunes pero claramente diferenciadas.

Teniendo en cuenta estas características podríamos preguntarnos si sería razonable utilizar indistintamente cualquiera de los dos textos que hemos seleccionado para conseguir los mismos objetivos. La respuesta, necesariamente condicionada pues no hemos prefijado objetivo alguno, debería plantearse en términos negativos. El primero ofrece las características fundamentales de un texto adecuado para la «lectura lúdica», el segundo parece más apropiado para una «lectura didáctica». Bastará para confirmar nuestra afirmación que realicemos una aproximación didáctica al texto azoriniano y nos preguntemos después si podríamos realizar una propuesta semejante con el otro texto.

Procedamos, en primer lugar a motivar la lectura de este fragmento: hablaremos de la situación que describe, de los elementos que actúan como personajes o protagonistas de la historia y de la forma de presentar en un escrito las cosas. Planteemos, por ejemplo, el modelo narrativo desde la perspectiva de la primera persona, pero de tal manera que, el lector, los lectores, se puedan sentir también protagonistas de la historia contada (del yo al nosotros).

Leamos el texto (podríamos realizar varias lecturas: el maestro, un alumno, otra vez el maestro...), de manera que en cada una se pueda acceder a distintos aspectos de la propuesta del texto: El objeto central   —87→   de la historia, la caracterización de los protagonistas -el maestro y los alumnos-, la implicación del lector en la historia...

Trabajemos determinados aspectos del léxico: seleccionemos algunos términos que supongamos conocen los alumnos y analicemos su valor significativo en este texto, (los términos más complejos y menos interesantes los elucidaremos nosotros directamente: sumisión, letal, desaforadamente...), podríamos usar el diccionario, pero sin olvidar en todo caso que los alumnos conocen más términos de los que emplean en sus actuaciones y de los que dicen conocer y teniendo en cuenta que el proceso de «recuperación» léxica es una actividad muy enriquecedora y útil para el asentamiento de la competencia léxica.

Plantearemos después la estructura interna del contenido del texto: qué dice y cómo ordena las unidades de contenido (primero, luego, luego, finalmente).

Trabajaremos después con el uso del adjetivo (podemos suponer que el objetivo de reflexión gramatical se refiere, precisamente, al adjetivo y sus usos, características morfológicas y funciones). Buscaremos cómo es el maestro, cómo son los alumnos, qué actitudes toman, cómo se expresan estos elementos... Podríamos analizar los compuestos equivalentes (adjetivo, complemento del nombre, aposición...) y su valor significativo. Estudiemos cómo se configuran gramaticalmente los adjetivos y las relaciones que tienen con los sustantivos a los que complementan... propongamos ejemplos de adjetivación múltiple (series de dos o tres adjetivos referidos a un mismo sustantivo)... preguntemos si el adjetivo es necesario o no en un mensaje, qué aporta, si se puede prescindir de él...

Propongamos también una reflexión sobre la actitud del emisor respecto del receptor y del mensaje ¿Qué pretende explicar? ¿Qué aspectos destaca? ¿Consigue el emisor que el lector se sienta parte de la historia?, ¿de qué manera?

Podemos cerrar las actividades planteando escribir un mensaje de características semejantes: puede ser también una situación frecuente en el aula, o algo diferente, pero que permita la narración desde una actuación semejante a la que propone Azorín. Leamos al grupo de nuevo el texto, pero sigamos un poco más el mensaje de Azorín e interrumpámoslo en el momento en el que la mano del profesor sorprende bruscamente   —88→   al protagonista y dejemos que nuestros alumnos imaginen cómo termina la historia. Estas propuestas suelen ser muy bien recibidas, pero no debemos olvidar que la historia debería continuarse desde los mismos planteamientos expresivos del texto leído...50

No, no hemos olvidado que nos habíamos referido a alumnos del segundo ciclo de primaria, se trataba sólo de una aproximación, de una sugerencia, en modo alguno podíamos plantear con rigor otro tipo de propuesta. No obstante nos parece una aproximación que, en su inconsistencia utópica, resulta esclarecedora. El texto cuya lectura hemos propuesto nos permite trabajar desde un punto de vista radicalmente distinto del que se puede imaginar para una lectura lúdica o placentera. Evidentemente las reflexiones lectoras que proponemos no resultarán «gratas» para el alumnado, pero ello no puede significar que sean carentes de interés o aburridas; habríamos de plantear, claro está, el trabajo constante del maestro como incitador y descubridor, como motor de una actividad necesaria desde el punto de vista educativo que, bien trabajada, puede resultar también grata y amable, ya que no abiertamente placentera. Para que este tipo de actividad pueda tener todo su rendimiento, es imprescindible seleccionar adecuadamente el texto con el que se quiere trabajar. Parece evidente que un texto como el que proponíamos en primer lugar ofrece menos opciones de indagación y profundización que el segundo. No se trata de un juicio de valor literario, sino un criterio de rentabilidad didáctica. Mientras textos como el primero permiten un acceso más cómodo y rentable a su lectura y son, por ello, muy adecuados para la lectura lúdica, el modelo de la segunda propuesta nos parece más indicado para una actividad lectora concebida desde presupuestos metodológicos distintos, y encaminada a la consecución de unos objetivos más ambiciosos, y resueltamente didácticos. El procedimiento lector es diferente en cada uno de los supuestos, como distintos son los fines, los objetivos y las metas que se esperan alcanzar.

  —89→  

Realizaremos, para concluir, una reflexión final que nos parece de enorme importancia. Hemos afirmado que, desde una perspectiva de globalidad, cualquier texto puede servir como soporte o vehículo para realizar una lectura didáctica, siempre que responda a la consecución de los objetivos marcados de antemano; pero siendo esta una verdad incontestable, no lo es menos que existe el riesgo de confundir los términos y suponer que, puesto que los textos adecuados para realizar una lectura lúdica se acomodan mejor a la competencia lectora de los alumnos y son objetivamente más «motivadores», son estos precisamente y de manera especial los que deben seleccionarse para realizar lecturas didácticas: de ese modo será más fácil -podría pensarse- sintonizar con las exigencias lectoras del alumno y, por ello, más accesible al proceso de reflexión... Pero ¿qué tipo de reflexión sobre el léxico podríamos proponer tomando como punto de partida el primero de los textos? ¿Hay, acaso, algún término cuyo contenido pueda favorecer una lectura léxica significativa? Observemos el nivel de cualificación de los elementos sustantivos del fragmento: ¿cómo es el protagonista? ¿Cómo es la bella moza que le atrae? ¿Ha de ser repelente sin más remedio -como parece desprenderse de la lectura del texto- la vecinita por llamarse Vanesa y llevar tirabuzones? ¿Y si nos aproximamos a la lectura lógica, qué diremos sobre el hecho evidente de que la bella Paola ha de llamarse así porque su padre se llame Paolo (nombres, por cierto, de profunda raíz hispana) tal y como reza la evidente relación causa/efecto que se presenta en el texto: «Ella, claro, se llamaba Paola»? ¿Qué decir del modelo discursivo, a caballo entre la modalidad oral y la escrita, como paradigma o ejemplo de confusión de ambas modalidades tal y como practica, con tanta frecuencia como escaso rendimiento, el alumno en sus actuaciones escritas? Y, por concluir este rosario de cuestiones, nada retóricas a pesar de la apariencia, ¿qué podría aportar al desarrollo y ampliación de la competencia lectora del alumnado un texto como el que mencionamos? Si tenemos en cuenta, tal y como más arriba recordábamos, la ley de la frontera, el modelo expresivo de este texto no sólo no nos parece «fronterizo», sino adentrado y bien adentrado en el territorio de los dominios expresivos habituales del alumno y, por ello, de escasa rentabilidad desde el punto de vista del proceso de aprendizaje de las técnicas y las destrezas lectoras; tal situación, por otra parte, explica con absoluta claridad que la   —90→   predilección del alumno lector se decante inmediatamente por el texto que le demanda menor esfuerzo y le ofrece una más cómoda interpretación: la funcionalidad de la aplicación del binomio rentabilidad/esfuerzo no ofrece ninguna duda.

Volviendo al punto de partida tal vez ahora se entienda mejor por qué Azorín sí tiene cabida en el aula, por qué afirmábamos al comienzo que no sólo no es imposible llevar los textos del maestro del estilo a la escuela, sino que, incluso, podría resulta recomendable. Cabe, pues, Azorín en la escuela; y no se trata sólo de una afirmación categórica realizada desde la cómoda posición que hemos ido levantando en las páginas precedentes; bastaría echar una rápida ojeada a las propuestas didácticas de las editoriales para comprobar hasta qué punto la presencia de este autor es una constante a lo largo de toda la etapa de enseñanza obligatoria (primaria y secundaria); el problema reside, en todo caso, en el modo de utilizar los textos de este autor, porque, digámoslo enseguida y muy claramente, la selección de textos del acervo común de la literatura española -Azorín, o Baroja, o Quevedo o Santa Teresa o Cervantes o Delibes o...- debe estar siempre presidida por las condiciones del propio desarrollo de la actividad docente y teniendo en cuenta las características del modelo lector que hemos llamado «lectura didáctica». Proponer la lectura de La voluntad en cualquiera de las etapas de la enseñanza obligatoria podría resultar una actitud temeraria, cuando no estúpida o suicida; los resultados de tal propuesta no sólo podrían resultar escasamente significativos, sino incluso absolutamente contrarios al objetivo primordial del proceso educativo en el que nos encontramos: el desarrollo de la competencia lectora y del placer de leer. Y es que no sería de extrañar que, forzado el inexperto lector a enfrentarse a un texto que apenas logra descifrar, además de no leerlo, formule la firme decisión de no volver a leer nunca más...



  —91→  

ArribaAbajoEl concepto de literatura infantil y las lecturas infantiles de Azorín

RAMÓN F. LLORENS GARCÍA

Universidad de Alicante

MAGDALENA RIGUAL BONASTRE

Casa-Museo Azorín

«Hay, sí, en muchos de ellos [cuentos], un deseo de penetrar en un mundo misterioso. En la lejanía, más allá de las apariencias cercanas, he procurado que se entrevea una región ignota; en esa región ignota, a lo que a nosotros nos parece azar es un orden preestablecido, y lo que reputamos misterio es claridad eterna».


(Azorín, Cavilar y contar)                



ArribaAbajoAzorín: El concepto de literatura y de lecturas infantiles

Puede resultar insólito para un lector no iniciado en la lectura de la obra azoriniana el enunciado de este artículo, sin embargo, dada la tendencia a la reflexión del escritor alicantino sobre todos los temas relacionados con la cultura y, fundamentalmente, con la lectura y con la literatura, no debería resultar tan extraño. Es cierto que Azorín no se ocupó en demasiadas ocasiones del concepto de literatura infantil, tal vez porque para él no ofrecía dudas, pero se ocupó en diversos artículos de la importancia que en la formación del individuo tenían las lecturas infantiles y en la repercusión que éstas tuvieron en él mismo. Sabido es que Azorín fue un escritor que basó su obra, esencialmente, en la inspiración libresca, en las lecturas, en la literatura. Pero, cabría plantearse cuáles fueron sus primeras lecturas escolares, aquellas que dejaron una   —92→   más honda huella en su espíritu, aquellas lecturas que, en realidad, comenzaron a formarlo y a aportarle matices que iría desarrollando en su larguísima carrera literaria.

Hay tres artículos fundamentales para aproximarnos al concepto de literatura infantil y a las lecturas infantiles del escritor de Monóvar. El primero de ellos es «El arte de leer», publicado en 1935. En este artículo, Azorín trata del concepto de literatura infantil. Para el escritor alicantino, tal literatura no existe, existe la literatura y la literatura de adultos sirve igual para adultos que para niños, pensar que existe tal literatura es un error:

(...) y creo también que es otro error igualmente lamentable eso que se llama literatura infantil. No se deben hacer libros para los niños. Los niños no necesitan libros especiales. Sirven a los niños los libros buenos de los adultos. ¡Cuánta y cuánta futilidad en esas producciones destinadas a la infancia! ¡Pobres mentes infantiles! No se leían en mi colegio libros de puericia. No he leído yo, siendo chico, más de dos de esos libros, y fueron ambos dos cortas biografías que pudieran leer con provecho los muchachos: una de Sertorio y otra de Wamba.



Azorín, con sus afirmaciones, parecía mantenerse al margen de lo que era un cambio de sensibilidad hacia la literatura que se creaba para los niños. El año 1935, por citar unos ejemplos, es el año de la I Exposición del Libro Infantil, celebrada en el salón de actos del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y organizada por la Cámara Oficial del Libro, que originó una importante respuesta social y tuvo repercusión en la prensa. Se anunciaban los nuevos título de las series clásicas de Elena Fortún, Antoniorrobles o Salvador Bartolozzi51.

A pesar de lo expuesto acerca de la uniformidad entre la literatura y la literatura infantil, para Azorín el niño tiene una libertad de elección y   —93→   de interpretación que no tiene el adulto. El niño, al fin y al cabo, carece de los elementos vitales y culturales que forman parte del adulto y eso favorece su llegada a la lectura:

Se lee desde niño lo que instintivamente anhela la sensibilidad. No nos atrevemos a decidir en el pleito de las lecturas infantiles. ¿Deben leer los niños todo lo que leen los adultos? «No lo comprenderían», dicen unos. «Sería dañoso para ellos», dicen otros. Y no sabemos si lo comprenderían o si sería dañoso. Los niños comprenden muchas cosas de las que suponemos los hombres. Los niños se apropian los hechos de distinto modo que nosotros. La naturaleza es en esa edad fuerte, impetuosa, virginal. Y puede permitirse en los niños lo que no se permite en nosotros los adultos. Pueden hacer los niños lo que nosotros no podemos hacer. Una lectura tiene en nosotros una resonancia que en los niños no tiene. Leemos nosotros cargados de sentimientos, ideas y reminiscencias de sanciones, y los niños leen con el cerebro limpio y lozano. No ponen, por tanto, en la lectura los elementos -aviesos elementos muchas veces- que nosotros ponemos.



La literatura infantil no existe en opinión de Azorín, pero esa diferente forma de aproximación a las lecturas que tienen niños y adultos, y que, en teoría, favorece al niño, parece entrar en contradicción con otra idea expresada por el escritor alicantino en 1925, en la que justifica que las lecturas infantiles deben ser seleccionadas para que el niño no pierda el tiempo leyendo novelas que no le aportan nada y que le restan tiempo para dedicarlo a otros menesteres:

(...) establecer una regla general con relación a los vicios y tratándose de lecturas, será siempre arriesgado. En la Biblioteca Nacional de Madrid está prohibido el servir novelas a los niños. Los niños no pueden leer novelas en la primera de las bibliotecas españolas. En principio, el precepto es laudable. Y lo es más por cuestión de moral, en atención a una economía de tiempo que atañe a los propios niños. Con la libertad de leer novelas en la Biblioteca, los niños, olvidados de todo, pararían allí horas y horas. No habría para ellos ni escuela, ni taller, ni casa. La influencia de la lectura en el niño sería en este caso lo de menos -con ser cosa de gran importancia-; lo de más sería el tiempo perdido por el niño en la lectura de libros secundarios y superfluos». («Las lecturas infantiles», 20 de septiembre de 1925).



En lo que sí parece mantener una coherencia durante su vida, es en la importancia que tiene la imaginación en la formación del niño y en su   —94→   desarrollo. A este tema, dedica Azorín diversas reflexiones. Para él las novelas potencian la imaginación y son imprescindibles para cualquier aspecto de la vida del hombre:

Y luego, ¿cómo despertar la imaginación? Si hay algo en la vida de subido valor, es la imaginación. La imaginación es la prenda más exquisita con que cuentan los humanos. La imaginación propulsa el progreso, crea las artes y pone amenidad en el trato social. Hombre sin imaginación es hombre inerte. Desde la niñez ha de ir desenvolviéndose tan precioso don. Las lecturas novelescas son las que incrementan la imaginación. En un niño inteligente, pronto de lo novelesco literario se pasará a lo novelesco real, científico. El mundo es una pura novela. Tiene tanto interés la naturaleza -campos, aires, cielo- como la más apasionante novela. Lo importante es ver en la naturaleza, ver y sentir, el interés que nos cautiva en la novela. Un niño despierto, vivo, que vea interés en las novelas, que lea las novelas, que se interese en la lectura del Quijote o de Eugenia Grandet o de El amigo mano, pronto se interesará en la novela del campo, del cielo y del mar. No pongamos límites a las lecturas de los niños. Las únicas restricciones lícitas son aquellas que marcan la separación entre la materia áurea y la materia vil. No es lo mismo una novela de Cervantes, de Balzac o de Galdós que una novela de un autor ínfimo. Demos de comer intelectualmente a los niños; démosles de comer de todo. No les vendemos nada. Pero que lo que les demos sean todos manjares exquisitos y nutritivos.



Esta idea, como podemos leer, profundiza en lo que teóricamente al menos, deben ser las pautas de lectura de los niños, aunque hayamos encontrado algunas reservas del escritor en casos concretos.

En su artículo «Las lecturas infantiles» destaca la necesidad de tener unas lecturas que desarrollen la imaginación, la fantasía. No debemos olvidar que una de las constantes de la narrativa azoriniana es la utilización de la fantasía, del misterio, entroncado, sin duda, con los planteamientos del simbolismo finisecular que tan bien conoce el escritor alicantino. El cultivo de la imaginación resulta fundamental, por tanto, para el escritor. De este modo sus recomendaciones para las lecturas de los jóvenes deben comenzar por los libros de imaginación, las historias fantásticas, «el color de las lecturas». Pero va más allá y apunta que en sus conversaciones con amigos escritores y artistas la mayoría de ellos ha coincidido en que las lecturas más beneficiosas para su formación cuando eran niños «han sido las de los libros de imaginación, novelas   —95→   e historias fantásticas». Se opone Azorín a las teorías de la época en las que, dice, pedagogos y moralistas condenaban ese tipo de libros. Pero para Azorín estos libros han sido «la fuerza que les ha hecho (a los escritores amigos) destacarse en el mundo de la inteligencia».

La imaginación es imprescindible en el individuo, afirma Azorín. Imaginación que, sin duda, está ligada al concepto de creatividad del individuo: «Las batallas se ganan con imaginación. Los bellos libros son los que crean una imaginación sorprendente y original». Los niños deberán crecer con imaginación, con la lectura de libros en los que la imaginación predomine: «La imaginación lo es todo en la vida. Seamos, no severos, sino indulgentes con las lecturas de los niños: con las lecturas de novelas y libros quiméricos».

En el artículo citado «Las lecturas infantiles» Azorín plantea qué tipo de lecturas convienen a los niños. Sugiere el escritor alicantino que el primer contacto con la lectura debe ser natural. Se refiere a las lecturas escolares, las lecturas de aprendizaje. Para Azorín estas primeras lecturas del niño en la escuela pueden ser suplidas, se refiere fundamentalmente a los libros de textos relacionados con las ciencias naturales, por la observación directa de la naturaleza. Idea que viene a coincidir plenamente con las ideas expuestas por Azorín en otras colaboraciones acerca de la conveniencia de estudiar la Geografía, la historia, la ciencia natural directamente, como herencia de esa tradición institucionista que tan bien conoció el joven Martínez Ruiz en su etapa valenciana gracias a las enseñanzas de su profesor de Derecho Eduardo Soler. Personaje, por otra parte, que, al margen de sus enseñanzas lo llevó en compañía de otros compañeros a La Murta y a otras zonas de Valencia y que provenía a su vez de una sólida formación en la Institución Libre de Enseñanza. Pues Azorín explica de este modo tan explícito la conveniencia de las primeras lecturas infantiles, las escolares supeditadas a lo que sería la observación directa, es decir, el dilema que caracteriza la obra del escritor alicantino: el encuentro entre el libro y la vida. Quizá nos deje entrever Azorín en el siguiente fragmento aquello que no llegó a conseguir nunca, ya que en su vida siempre prevaleció la vida vivida en los libros de otros y no la vida vivida de manera externa. Para Azorín el buen aprendizaje depende de un buen maestro pero también es necesario salir al campo, a la vida:

  —96→  

La primera visión que este librito de Pierre Mille ha suscitado en nosotros es la de un niño que se halla en una sala de estudios, una vasta sala, en compañía de otros muchos niños. Todos se hallan inclinados sobre los pupitres; tiene delante cada niño un libro. Pero hay uno de estos niños que no lee nada en su libro. Las ventanas del estudio están abiertas de par en par. Son los días radianes de la primavera. El cielo esplende; verdea el campo. El niño levanta la cabeza y a hurtadillas, sin que lo vea el maestro, contempla el alegre panorama de la campiña. Lo que le atrae a este niño es el campo, la vida libre y sana, las cosas de la calle, de las montañas y de los bosques.

Será inútil el enseñarle nada por medio de los libros. Lo que aprenda en los libros será siempre deleznable y pegadizo. Y un paseo por el campo -en compañía de un maestro inteligente- hará más por la instrucción de este niño que todo un año de lecciones entre las cuatro paredes de un colegio. Los insectos, las plantas, las cosas de la casa y de las fábricas, entran rápida y eficazmente en el intelecto de este niño con sólo una visión en el propio ambiente en que todas esas cosas se hallan a la continua. Y lo que le sucede al niño que hemos imaginado, les sucede en general a todos.



Azorín plantea la existencia de una lectura de aprendizaje que puede ser suplida llegado el caso por un buen maestro y por la observación directa. Se refiere fundamentalmente a ciencias como la geografía o la historia natural. Junto a esta lectura y conforme el niño pasa a ser adolescente habla de lo que podríamos llamar un segundo tipo de lectura: aquella que debe estar basada en la lectura de historias fantásticas, de libros de imaginación. La primera de ellas se producirá obligatoriamente en la escuela.

En el año de 1941 publicaba Azorín en la interesante revista Escorial un artículo titulado «Leer y leer». No hallamos ninguna referencia a libros infantiles ni a sus lecturas infantiles, salvo la del Quijote. En la revista, el grupo de Ridruejo lo invitaba a dar una lista de sus cien libros preferidos, lo que aprovechó para señalar algunas ideas acerca de las lecturas infantiles y de la imaginación. Años atrás, en otro artículo de 1935, «El arte de leer» se había referido al mismo asunto. Para Azorín la imaginación a la que ya nos hemos referido, es lo que ha perdurado en él y lo que deben cultivar y leer los niños:

En el vasto comedor, a la hora de comer, a la hora de cenar, un colegial, distinto cada día, leía durante la comida. (...) La lectura se ha [97] hermanado en mí desde primera hora con la contemplación de la Naturaleza. ¿Y qué es lo que se leía en el comedor? Pues dos obras de pura imaginación. ¡Ah, la imaginación! ¿Es que acaso creéis que hay en el mundo otro motor más poderoso que la imaginación? La imaginación es la levadura del arte, y sin la imaginación no habrá ciencia, ya que la ciencia significa una hipótesis triunfadora, una hipótesis cierta, a la que se ha llegado después de infructuosas hipótesis, creadas todas, las fecundas y las estériles, por la imaginación.

Las obras que se leían en el colegio eran el Quijote y las novelas de Julio Verne. Puedo decir que esas dos creaciones literarias han influido en mí poderosamente. ¿Hubiera sido la influencia más eficaz o igualmente eficaz de ser otros los libros? Lo dudo mucho. Y desde entonces, pensando en mi propia experiencia, creo error lamentable el vedar a los niños la lectura de obras imaginativas.






ArribaLas lecturas infantiles de José Martínez Ruiz

Al hablar de Azorín debemos señalar, grosso modo, las dos etapas que se dan en su vida: la de Martínez Ruiz y la de Azorín. Aunque los dos personajes conviven, lo cierto es que la crisis que vive el escritor le hace convertirse en Azorín. Hablamos siempre, por tanto, de las lecturas de José Martínez Ruiz. Esta afirmación está vinculada con lo que en realidad fue la formación de Azorín. Como veremos más adelante, Azorín teorizó acerca de las lecturas infantiles, basándose en la experiencia de Martínez Ruiz. Son coincidentes los puntos que expone en la década de los veinte con su formación literaria. No parece muy alejado ni muy crítico con la formación recibida. Existe, por otra parte, una sintonía con la importancia otorgada a la imaginación y a la fantasía en su obra. Pero veamos ahora cuáles son las lecturas infantiles, las lecturas de los dos ambientes fundamentales en la formación de un individuo: la familia y la escuela.

El primer contacto del escritor con los libros se produce en la casa familiar. Su padre, abogado y su madre de familia de la burguesía, tienen una biblioteca lo suficientemente amplia, compuesta por cientos de volúmenes, y ampliada con los fondos eclesiásticos. El joven Martínez Ruiz crece pues, en un ambiente de indudable facilidad de acceso a la lectura. La familia es el primer contacto de todo niño con los libros, con la lectura, con la literatura. Normalmente, obtendrá todas sus lecturas dentro de un ambiente familiar instruido. Es sabido que el aprendizaje de los niños se   —98→   inicia por imitación de los que le rodean; de lo que constituye su entorno familiar; por eso en este primer momento de formación los que aparecen en primer lugar son los padres. Será fácil comprender que un niño se inicie en ser lector si él ha nacido en un ámbito en el que es frecuente ver a sus progenitores con un libro en la mano, vive en una casa donde la biblioteca y los libros están presentes en la vida cotidiana y el libro forma parte de su vida y de sus juegos. De esta manera, por este determinado ambiente familiar la lectura se integra en él de un modo natural.

J. Martínez Ruiz a lo largo de toda su vida está rodeado de libros; su mundo es permanentemente librario desde su infancia. En general se podría decir que, en buena parte, sus lecturas de niño dependen de las aficiones de su padres y de algunos familiares que crearon un medio favorable a la lectura.

En sus primeros años de existencia convive con espacios de libros como la biblioteca de su casa, que contiene fondos muy variados desde el punto de vista temático y temporal, y también con familiares a los que desde siempre ve con la compañía de un libro muchos ratos de su vida. Por ello, observamos que desde su infancia se va formando un lector de una manera natural, es decir, casi por ósmosis. El libro en su hogar está vivo, está presente.

En algunas de sus obras, se refiere a la biblioteca familiar y a la biblioteca que él fue reuniendo. En su obra Antonio Azorín, describe la biblioteca que tiene en el Collado:

Hay una biblioteca con cuatro mil volúmenes en varias lenguas y de todos los tiempos. Hay una pequeña alacena que hace veces de archivo, con papeles antiguos, con títulos de las Universidades de Orihuela y Gandía, con cartas de desposorio, con ejecutorias de hidalguía con nombramientos de inquisidores.


(Antonio Azorín, pp. 54-55)                


También en Las confesiones de un pequeño filósofo podemos hallar referencias cuando trata de su bisabuelo, personaje que aparece descrito en dicha obra y en Memorias inmemoriales. A él se refiere como fuente de inspiración y de admiración desde sus comienzos lectores hasta su madurez.

Mi tío Antonio solía decirme que le ganaba por la mano a Balmes; yo no llego a tanto, pero es lo cierto que sus obras han quedado inéditas y nadie le conoce. Yo conservo los manuscritos; hay, entre ellos, un libro [99] fundamental que se titula Filosofía del Símbolo o mis ideas religiosas y políticas; y hay, además, otros pequeños tratados sobre materias místicas o dogmáticas».


(Antonio Azorín, p. 98)                


A través de los personajes o de forma indirecta, nos aparece, entre otros, su padre, figura a la que dedicará algunos fragmentos de su obra y en el que destacará su lectura de libros de historia y su erudición, libros, por tanto, a los que el adolescente tiene acceso:

Gustaba preferentemente de libros de historia y de viajes. Había leído y releído a Roberston, Forneron, Thiers, Lafuente. Su memoria era prodigiosa; narraba hechos y períodos históricos con los menores detalles.


(Confesiones, p. 133)                


Los elementos constantes en la lectura son la curiosidad, la pasión, la insinuación. La lectura mantiene al ser humano siempre con una mente despierta; debe hacer que el libro no sea un ente o un objeto cerrado, sino un ente abierto. Se puede leer atolondradamente, ávidamente en un principio y también en la vejez se puede leer reposadamente, pero en el fondo lo que se va formando día a día es una persona que más tarde hará que todo lo leído y lo releído se medite, y que, por lo tanto, su lectura sea más reflexiva. De ahí que la frase «a leer se aprende leyendo» resuma o explique, en cierto modo, que los libros de toda una vida sean cincuenta o sesenta y que las lecturas de los mismos hayan sido infinitas, y esto es lo que compondría el resumen de la vida de un lector.

Si el primer contacto con la lectura suele producirse en la familia, el segundo se encuentra en la escuela.

En el ámbito escolar también se sigue dando esa cercanía y frecuencia de la lectura. Pero debemos decir que, tanto en el espacio familiar como en el escolar, el entorno libresco de Martínez Ruiz es intuido por nosotros en sus escritos, dado que nuestro escritor sólo ofrece una serie de pinceladas del entorno en el que el libro se lee. Esta intuición es coincidente con lo que Proust expone cuando explica que en la infancia y en la adolescencia lo importante es el espacio mágico que nos facilita la lectura. De este modo el estudioso que se acerca a la obra de J. Martínez Ruiz lo hace a través de sus evocadores escritos que dan más importancia al recuerdo del momento vivido que a la lectura del libro en sí. Así muchas escenas de la niñez recogidas en Las confesiones de un pequeño   —100→   filósofo están recreadas de manera similar en A la recherche du temps perdu. Mediante la asociación de sensaciones de olor, gusto, sonido y tacto, Proust intentará recapturar el pasado de su infancia. Con esta constatación podemos percibir la coincidencia con las teorías de Proust sobre este punto de la lectura en la infancia y adolescencia:

Sin embargo, yo no corro, ni grito, ni golpeo; yo tengo una preocupación terrible. Esta preocupación consiste en ver lo que dice un pequeño libro que guardo en el bolsillo. No puedo ya hacer memoria de quién me lo dio ni cuándo comencé a leerlo, pero sí afirmo que este libro me interesaba profundamente, porque trataba de brujas, de encantamientos, de misteriosas artes mágicas. ¿Tenía la cubierta amarilla? Sí, sí la tenía; este detalle no se ha desaferrado de mi cerebro.

Y es el caso que yo comienzo a leer este pequeño libro en medio de la formidable batahola de los muchachos enardecidos; nunca he experimentado una delicia tan grande, tan honda, tan intensa como esta lectura... Y de pronto en este embebecimiento mío, siento que una mano cae sobre el libro brutalmente; entonces levanto la vista y veo que el bullicio ha cesado y que el maestro me ha arrebatado mi tesoro.

No os diré mi angustia y mi tristeza, ni trataré de encareceros la honda huella que dejan en los espíritus infantiles, para toda la vida, estas transiciones súbitas y brutales del placer al dolor. Desde la fecha de este caso he andado mucho por el mundo, he leído infinitos libros; pero nunca se va de mi cerebro el ansia de esta lectura deliciosa y el amargor cruel de esta interrupción bárbara,


(Confesiones, pp. 77-78)                


Este texto pone de manifiesto el carácter de J. Martínez Ruiz, niño tranquilo, pensante, que no juega, que prefiere leer. Nuestro escritor, cuando recuerda sus lecturas de su primera etapa, nos cuenta el ambiente que le rodeaba, lo que leía, pero no se acuerda, por ejemplo, del título exacto del libro. En realidad, es de poca relevancia porque lo verdaderamente importante es la vivencia y los pensamientos que dejan en él estas lecturas, lo que queda reflejado en la escena que ha descrito en una doble acción: la lectura de un libro por el niño abstraído del mundo que le rodea, que no juega y que prefiere leer, y la del resto de los niños jugando, para terminar esta doble acción con el silencio del bullicio y el arrebato del libro por el maestro.

El dolor por esta interrupción es comprensible, ya que con su libro él está viviendo su mundo de reflexión y de recreación, su mundo feliz que alcanza a través de la lectura y, que trágica y bruscamente y sin que   —101→   él lo quiera, se acaba y, en consecuencia, se ve obligado a volver al mundo del que con tanta frecuencia se abstrae:

Yo quiero evocar mi vida; en esta soledad, entre estos volúmenes, que tantas cosas me ha revelado, en estas noches plácidas, solemnes, del verano, parece que resurge en mi viva y angustiosa, toda mi vida de niño y de adolescente...,


(Confesiones, p. 45)                


Esta cita nos parece muy significativa para comprender en la vida de J. Martínez Ruiz el valor constante de la soledad y los libros, sus inseparables compañeros desde su infancia, constantes amigos en su vida y esenciales en él para vivir su mundo de recreación y de reflexión. En Proust nos encontramos unas páginas que recogen la misma sensación, la misma situación y hasta la misma valoración del hecho de las primeras lecturas infantiles. Es decir, el encantamiento a través de los libros, la evocación de los recuerdos. El considerar esta etapa no es tanto por lo que aporta sobre datos concretos de libros, sino por expresar el ambiente mágico de los mismos:

Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito.


Y más adelante continuará:

[...] todo esto, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir otra cosa que su importunidad, dejaba por el contrario en nosotros un recuerdo tan agradable (mucho más precioso para nosotros, que aquello que leíamos entonces con tanta devoción), que si llegáramos ahora a hojear aquellos libros de antaño, serían para nosotros como los únicos almanaques que hubiéramos conservado de un tiempo pasado, con la esperanza de ver reflejados en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo.


La primera cita cabría relacionarla con la constante duda de Azorín acerca de si el tiempo dedicado a la lectura ha sido en la infancia un tiempo perdido. Coinciden ambas en el valor y el placer de la lectura, pero, en cambio, no en la duda de si el tiempo dedicado a la misma es un tiempo plenamente vivido. La lectura en esta etapa de la vida supone abstracción y evasión, pero cuando más adelante se produzca la evocación de ese preciso momento, se recordará todo lo de ese entorno porque habrá dejado una huella profunda, llegando a la conclusión de que esa   —102→   forma de leer, resulta ser experiencia y realidad. Por otra parte podríamos subrayar el papel del maestro en el colegio que busca para sus alumnos libros que estimulen su imaginación y su sensibilidad. Personaje que en el ámbito escolar habría ejercido este papel podría ser el padre Lasalde, siempre vigilante:

Anda silenciosamente por los dormitorios, durante la noche: se fija cuidadosamente, en la sala de estudio, en cómo trabaja cada uno; los observa y estudia sus juegos cuando retozan por el patio.


(Voluntad, p. 141)                


En resumen, esta primera etapa de su vida nos enseña que, en su biblioteca de Monóvar, con sus familiares y en el colegio donde estudia gracias sobre todo al citado Padre Lasalde, posee un ambiente muy favorable a la lectura. Que vive en un espacio social lector, se refleja de forma directa o indirecta en La voluntad, Antonio Azorín, Las confesiones de un pequeño filósofo.

A partir de los datos podemos ver que en la época de la adolescencia J. Martínez Ruiz empieza a manifestarse libremente como un lector espontáneo que elige sus lecturas sin otro criterio de selección que el haber sido recomendado por alguna persona de prestigio para él, en este caso Amat Maestre, o, simplemente, en su entorno escolar o familiar se ha nombrado o aludido, de una cierta manera, a un autor determinado que ha despertado su curiosidad, lo que le lleva a pedir o a buscar el libro.

Podríamos decir, en términos generales, que el joven en formación está condicionado precisamente entre otras cosas por sus lecturas. Así, la evolución de J. Martínez Ruiz viene dada, fundamentalmente, por dos fuentes: los libros que lee y las personas que conoce que le influyen de forma vital.

Para concluir, resumamos las idas fundamentales de Martínez Ruiz y sus lecturas y de Azorín acerca del término literatura infantil.

En primer lugar, los autores y las lecturas de su entorno escolar fueron El Quijote y las aventuras de Julio Verne que se leían en los Escolapios en voz alta. En segundo lugar, en sus memorias, en algún estudio o comentario sobre la lectura se mostrará contrario a una literatura infantil especializada: «Leí mucho a los autores clásicos en mi infancia. ¡Cuántos días, cuántos meses, cuántos años de largas y silenciosas   —103→   lecturas» (Páginas esco., 13). Es cierto que J. Martínez Ruiz está conforme con que los niños y los adolescentes lean, por ejemplo, aquellos autores y libros que él leyó, Julio Verne o el Quijote, ya que son libros clásicos que tratan los temas de la vida que no pasan de moda: el amor, el odio, la fidelidad, la justicia, la aventura, la certeza... Y, tal vez, donde se sustente la idea de la inexistencia de la literatura infantil en el escritor alicantino y la existencia de una sola literatura sea en la siguiente definición, en su concepto de clásico:

En una palabra: un clásico es una obra que propone a la imaginación del niño una experiencia que probablemente no puede encontrar en ninguna otra parte, por lo menos con tal grado de intensidad, y que sería una lástima que no conociera.








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JAIME GARCÍA PADRINO. Doctor en Filología Hispánica y Catedrático de Didáctica de la Lengua y la Literatura en el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Facultad de Educación (Centro de Formación del Profesorado) de la Universidad Complutense de Madrid. Es autor, entre otros libros, de Libros y Literatura para niños en la España contemporánea (Pirámide/Fundación GSR, 1992). Ha dirigido, junto a Arturo Medina, la obra Didáctica de la Lengua y la Literatura (Anaya, 1988) y, como especialista en Literatura Infantil, ha colaborado en diversas publicaciones y obras de carácter más general, como Diccionario de la Literatura Española (Alianza, 1993) o La edición moderna. Siglos XIX y XX (Pirámide/Fundación GSR, 1996), con trabajos relacionados con la didáctica de la lectura y el libro y la Literatura Infantil. Es el autor de los prólogos de los títulos de la colección Araluce, cuya reedición ha iniciado el Grupo Anaya en 1998. Es autor, junto a Lucía Solana, de Por caminos azules... Antología de Poesía Infantil (Anaya, 1999).

Desde 1989 dirige, junto a Pedro C. Cerrillo, los cursos de verano de Literatura Infantil de la Universidad de Castilla La Mancha, coordinando -asimismo- las publicaciones que de ellos se derivan.

GEMMA LLUCH. Es profesora del Departamento de Filología Catalana de la Universitat de València. Ha publicado diversos trabajos sobre pragmática literaria, lingüística aplicada y análisis del discurso. Gran parte de su investigación ha sido dedicada a textos de la literatura de tradición oral y de la literatura dirigida a los niños. Sus últimos trabajos publicados son: El lector model en la narrativa per a infants i joves, Bellaterra, Universitat Autónoma de Barcelona, 1998; «Els   —106→   programes televisius adreçats als infants», en Benet, V i Nos, E. (Eds.), Cuerpos en serie, Castelló, Universitat Jaume I; Invenció d'una tradició. La narrativa de tradició oral en la literatura per a infants, Alzira, Bromera, 1999.

PEDRO C. CERRILLO. Doctor en Filología Hispánica y Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Castilla La Mancha (en donde imparte clases tanto en la Escuela de Magisterio como en la Facultad de Educación y Humanidades). Es autor, entre otros libros, del Cancionero Popular Infantil de Cuenca (Diputación, 1991), Antología de nanas españolas (Perea, 1992), Lírica popular española de tradición infantil (Universidad de Castilla La Mancha, 1994), Poesía varia de Quevedo (México, Porrúa, 1993), Antología poética de Lope (México, Porrúa, 1995), Introducción a los estudios literarios (El Mirador, 1994, 2ª ed., 1998), Versos escogidos de Calderón (México, Porrúa, 1998), ¡Adivina! (SM, 1997), Trabalenguas (SM. 1998).

En 1980 obtuvo el 2º Premio Nacional de Literatura Infantil a la mejor labor crítica del año. Desde 1991 dirige, junto a Santiago Yubero, la página semanal de Literatura Infantil que publican El Día de Cuenca y El Día de Toledo. Desde 1989 dirige, junto a Jaime García Padrino, los cursos de verano de Literatura Infantil de la Universidad de Castilla La Mancha.

JOSÉ MARÍA FERNÁNDEZ GUTIÉRREZ. Profesor Titular de Literatura Española en la Universidad de Rovira i Virgili de Tarragona. Doctor en Filología Románica. Ha dirigido numerosos proyectos de investigación relacionados con la literatura y con su enseñanza, entre ellos, Influencia de las lecturas literarias en el rendimiento académico. Ha publicado ediciones de Enrique Díez-Canedo, El Lazarillo de Tormes, Santa Teresa, Cervantes, Felipe Trigo, etc. Es coautor de Seminarios Didácticos en Bachillerato, La Celestina. Estudio interdisciplinar, Análisis de la calidad de la enseñanza. Ha publicado ediciones de León Felipe, Rafael Alberti, José María Gabriel y Galán, Gustavo Adolfo Bécquer, Miguel de Unamuno en la Colección «... y los niños» de la Editorial Everest. Así mismo, es autor de   —107→   las adaptaciones, textos y guiones de El Buscón, Rinconete y Cortadillo, El Coloquio de los perros, El Poema de Mío Cid en la colección en forma de «cómic» de la editorial Everest. Ha impartido diversos seminarios de formación del profesorado sobre Comentario de textos, Didácticas especiales, Didáctica de la Literatura. Ha dirigido la colección «Arbolí didacta» de la editorial Tarraco de Tarragona. En la actualidad es Profesor Titular del Departamento de Filología Románica de la Universidad Rovira y Virgili (Tarragona).

ANTONIO DÍEZ MEDIAVILLA. Doctor en Filología Hispánica, Catedrático de Lengua y Literatura de Instituto y Profesor en el Área de Didáctica de la Lengua y la Literatura del Departamento de Filología Española de la Universidad de Alicante. Es autor de los libros Tras la huella de Azorín. El teatro español en el último tercio del siglo XIX (CAM, 1991), Hablando claro (libro de texto de Lengua de 3º E.S.O., Aguaclara, 1996). Ha realizado las ediciones de Azorín, Ecos del tiempo. Textos breves (Aguaclara, 1993), Luis Balaguer, Las cenizas del Príncipe (Universidad de Murcia, 1998), Azorín, fin de siglos (1898-1998) (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert-Aguaclara, 1998). Es Director de Anales Azorinianos y forma parte del Consejo de Redacción del Boletín de la Casa-Museo Azorín.

RAMÓN F. LLORENS GARCÍA. Doctor en Filología Hispánica. Ha publicado Los libros de viajes de Miguel de Unamuno, El último Azorín (1936-1967). Ha coordinado los volúmenes, Literatura infantil y lectura en el fin de siglo (1898-1998), La literatura infantil en la escuela (La iniciación a la literatura). Ha sido Asesor Científico y Pedagógico de la Guía Didáctica de la Casa-Museo Azorín y miembro del Comité Científico de la Exposición «Azorín y el fin de siglo». En la actualidad es Profesor del área de Didáctica de la Lengua y la Literatura en la Facultad de Educación de la Universidad de Alicante. Desde 1997 dirige con Antonio Mula y Antonio Díez los Seminarios de Literatura Infantil y Juvenil que se organizan en la Universidad de Alicante y desde 1998 dirige los Cursos de Literatura Infantil y Juvenil que se celebran en la Casa-Museo Azorín   —108→   de Monóvar en colaboración con la Universidad de Alicante y la Caja de Ahorros del Mediterráneo.

MAGDALENA RIGUAL BONASTRE. Licenciada en Geografía e Historia. Ha trabajado como biblióloga en la Casa-Museo Modernista de Novelda. En la actualidad trabaja como Conservadora de la Casa-Museo Azorín (Obra Social de la Caja de Ahorros del Mediterráneo), Forma parte del Consejo de Redacción del Boletín Informativo de la Casa-Museo Azorín; de la Secretaría de la revista Anales Azorinianos. Ha coordinado los libros, Traslado de los restos mortales de J Martínez Ruiz, Azorín y los libros, Unidad Didáctica Azorín y el paisaje, Luz vital. Ensayos de cultura hispánica en memoria de Victor Ouimette. Fue Directora adjunta de la Exposición «Azorín y el fin de siglo». Es autora de diversos estudios sobre Azorín y del estudio bibliográfico que aparece en las Obras Selectas de Azorín (Madrid, Espasa-Calpe). Ha escrito en colaboración la Guía Didáctica de la Casa-Museo Azorín. Es autora del libro J. Martínez Ruiz, lector y bibliófilo desde su infancia hasta 1904. Ha sido la responsable de coordinación de la Caja de Ahorros del Mediterráneo de numerosos cursos de arte y literatura, entre ellos los cursos de Literatura Infantil.

PABLO AULADELL PÉREZ. Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Alicante. Ha obtenido, entre otros, el Primer Premio en las «I Jornadas sobre Cómic» organizadas por el Ayuntamiento de Alicante, el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert y el Centro 14. Fue seleccionado por el INJUVE para la Exposición del «Certamen Nacional del Cómic» en 1998. Ha publicado en las revistas Comes a Cornella 96. Revista RIP de la Universidad de Alicante, Dangerous Fanzine. En la actualidad imparte diversos talleres de cómic dirigidos a alumnos de Educación Primaria y de Educación Secundaria.