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Llegada a Córcega e Italia de los jesuitas expulsos del Paraguay

José A. Ferrer Benimeli





Este trabajo se enmarca en una serie dedicada a la expulsión de los jesuitas en la que las dos principales fuentes de información son la correspondencia diplomática francesa y los diarios que diferentes jesuitas escribieron en su día dejando puntual testimonio de cuanto les aconteció desde el día en que se puso en práctica el decreto de extrañamiento por orden de Carlos II hasta su llegada a Italia, en algunos casos más de un año después del arresto. Es un intento de aproximación a un mismo hecho histórico -la expulsión de los jesuitas- desde dos fuentes no demasiado conocidas o explotadas, una oficial, otra personal, las dos en cierto sentido no destinadas a la publicidad, que nos aproximan a esa tragedia personal -en muchos casos íntima- que padecieron cinco mil personas, de las que más de dos mil estaban en América y Filipinas. Tragedia de la que normalmente no hablan los libros de historia, excesivamente preocupados en justificar decisiones político-económicas, dejando de lado otros aspectos sociales o simplemente personales, que hoy día empiezan a ser mejor conocidos, gracias, en parte a la utilización que, desde la universidad, venimos haciendo de estos Diarios1.

El presente estudio cierra un ciclo de tres, relativos a la expulsión de los jesuitas del Paraguay, basados fundamentalmente en el Diario de uno de ellos, el manresano P. José Manuel Peramás, excelso latinista y profesor de moral de la Universidad de Córdoba de Tucumán2. En el primero abordé el viaje y peripecias de los jesuitas expulsos del colegio de Córdoba; en el segundo la estancia de estos mismos expulsos en Puerto de Santa María, y ahora me propongo tratar del viaje desde Puerto de Santa María a Córcega, su primer destino, y, finalmente, a Faenza, en Italia, con lo que se ponía fin a un largo viaje de un año y setenta y seis días, es decir, de catorce meses y medio, divididos de la siguiente forma: 11 días encerrados en el refectorio del colegio de Córdoba; 28 días en el trayecto desde Córdoba a los navíos; 24 días y un mes en la escuadra, o lo que es lo mismo en el Río de la Plata desde su embarque hasta llegar a alta mar; 85 días de Indias a Cádiz; 5 meses y tres días en el Puerto de Santa María; 4 días en la bahía de Cádiz; 51 días de Cádiz hasta Bastia, en Córcega; 26 días en Bastia; 16 días de Bastia a Sestri; y 13 días de Sestri a Faenza.

Se trata, pues, de seguir paso a paso los 110 últimos días -o si se prefiere los tres meses y medio finales- de este largo viaje iniciado el 12 de julio de 1767, en que tuvo lugar el arresto de los jesuitas del Colegio-Universidad de Córdoba de Tucumán, y que finalizó el 24 de septiembre de 1768, cuando llegaron a su destino final, la ciudad de Faenza, en Italia, donde morirían la mayor parte de ellos, en el destierro.

Tras una larga e inesperada estancia de más de cinco meses en Puerto de Santa María, los jesuitas expulsos de la provincia del Paraguay recibieron orden de embarcarse de nuevo, el 10 de junio de 1768. Sin embargo, debido al mal tiempo, no pudieron salir de la bahía de Cádiz hasta el día 15, por lo que tuvieron que permanecer durante cinco días en la bahía sin poder hacerse a la mar. El diarista P. Peramás fue embarcado con otros 153 jesuitas en el Estado del Reino de Suecia.


De lo sucedido desde el día en que se hicieron a la vela en Puerto de Santa María hasta Ajaccio, en Córcega

Los jesuitas expulsos del Paraguay era ya la tercera vez que entraban en el mar, pero así como las dos veces anteriores la navegación fue «feliz y sin desgracia»3, mucho más feliz fue esta tercera por lo sosegado del mar, buenos vientos y por la asistencia sin comparación mucho mejor; por todo lo cual, y ser la navegación del Mediterráneo más divertida, llevamos un viaje muy alegre [217].

Las naves que el día 15 de junio de 1768 -entre las 6 y 7 de la mañana- se dieron a la vela con próspero viento, una vez que la capitana tiró la pieza de leva, fueron: La Capitana Santa Isabel de 74 cañones, del departamento de Cartagena; el Nuevo Estado del Reino de Suecia de Almirante; el Estokolmo y el Jasón, suecos; el Nerón, inglés; la Amable Señora, dinamarqués; la Constanza, el Rosario y el Buen Consejo o Diamante de Ragusa. En el Santa Isabel iban extranjeros4; en el Nerón y Estokolmo los americanos; en el Nuevo Estado del Reino de Suecia los europeos de la Provincia del Paraguay y algunos peruanos asimismo europeos; y en el Jasón los «mal contentos o disidentes»5.

Al día siguiente descubrieron el Cabo Espartel de África, y el 17 pasaban el estrecho de Gibraltar todas las naves juntas [219]: «íbamos costeando a España y África, teniendo a ésta por estribor y a aquella por babor» [220]. El paso por Tánger, Tarifa, Gibraltar, Ceuta... va siendo recogido en el Diario hasta que habiendo perdido de vista las costas de África se encontraron -al amanecer del día 18- a babor con las de Málaga. Por la tarde divisaban Almería y a la noche pasaban el cabo de Gata [221]. Hasta el 20 no avistaron la Sierra de Cartagena y las dos montañas de la boca de su puerto. Así, entre vientos favorables, contrarios y calmas, con el espectáculo de ballenatos, delfines, la vista de otras naves que pasaban, etc., dejaron atrás Alicante y se acercaron a Valencia con gran calor [225].

Aprovechando una de las calmas, el 26 de junio, llegó a la nave El Nuevo Estado del Reino -donde iban los europeos de la provincia jesuítica del Paraguay el señor Sarabia, como Comisionado, para saber si nos faltaba alguna cosa y qué tal nos trataban los mayordomos-; con su venida se liquidó el pleito sobre si los barberos nos debían rasurar o no; pues decía él que venía sólo para sangrar. Mas el Sr. Sarabia le dijo que su venida a bordo era para sangrar y para rasurar a todos una vez a la semana. A nuestro Capitán le intimó una multa de 500 pesos si no procuraba ir a proporcionada distancia de la Capitana [226].

El día 27, por la noche, pasaron frente a Ibiza y Formentera [227]. El 28 descubrieron Cabrera y Mallorca [228]. Hasta el 1.° de julio no avistaron Menorca [229]. El 5 de julio, mientras costeaban ya la isla de Cerdeña, dieron el viático y extremaunción al H.º Juan Suárez6. Al medio día divisaron ya las altas montañas de Córcega [231]. Tras varios días de calma y vientos contrarios, finalmente, el 9; lograron dar fondo en el puerto de Ajaccio7.




Lo sucedido en Ajaccio

La alegría que tuvieron los recién llegados fue grande al saber que allí había jesuitas8 y mucho más cuando vimos nuestros navíos cercados de barcos con los jesuitas que luego vinieron a vernos, por quienes supimos como en este Puerto estaba la Provincia de Toledo, los Procuradores de España y algunos de Indias [234].

Pero este gusto y contento duró muy poco, pues, enseguida, supieron que no podían quedarse allí por ser «el número de jesuitas muy grande, fuera de 2.000 franceses de tropa, que estaban alojados hasta en las iglesias». Por esta razón el Comandante de la flota recién llegada envió inmediatamente una posta a Bastia para saber si los recibirían allí o no, para en este caso ir a Génova y esperar la resolución de la Corte.

Mientras tanto supieron por los jesuitas allí residentes cómo con la llegada de las tropas francesas había cambiado a peor la situación. También se les comunicó el reparto de los jesuitas españoles en la isla: en Calvi los castellanos y varios de la Provincia de Andalucía; en la Alfallola [sic] [Algajola] los restantes de ésta; en Bonifacio los de Aragón y en Ayacio [sic] [Ajaccio] los de Toledo. [234].

El 10 de julio el Comandante les dio licencia para ir a tierra y la recibimos con mucho gusto, pues al cabo de un año que estábamos presos ya deseábamos con ansia pasearnos [235].

Efectivamente, el día 12 de julio -como recuerda el diarista- hacía un año que habían sido arrestados en Córdoba de Tucumán. Precisamente ese día, 12 de julio de 1768, convidó el general francés al comandante español a comer. Al día siguiente fue a la inversa y el comandante español recibió al general francés con el navío empavesado y tres salvas de más de cincuenta cañonazos. El 14 murió a bordo Juan Suárez, de primer año de Teología y 22 años de edad. Había entrado en la Compañía en noviembre de 1761 y en el 63 se embarcó hacia Paraguay como misionero con la misión del P. Escandón9. Su muerte fue muy sentida por todos. Fue llevado su cuerpo a tierra. En el muelle estaba esperando la Parroquia y algunos jesuitas de Toledo para depositar el cuerpo en la Catedral hasta el siguiente día por la mañana en que fue el entierro con «bastante solemnidad» [235-236].

Por esos días varios jesuitas alemanes y sardos, con la licencia del Comandante se embarcaron en dos tartanas para irse a sus respectivas provincias10. A los restantes se les intimó orden, el 16 de julio, de que ninguno saltase a tierra «excepto los que tuvieran ropa dada a lavar, pero que éstos a las estuviesen a bordo». Por la tarde se embarcó ganado para continuar viaje, pues había llegado la respuesta de la carta enviada a Bastia. Por ella supieron que serían bien recibidos allí, «pues en las casas que por el rey de España se habían prevenido cabían 1000 jesuitas» [236].

Precisamente ese mismo día falleció la reina de Francia11 por lo que se suspendió una comedia que la ciudad de Bastia estaba preparando para obsequia al Comandante español. El día 18 se hicieron las exequias por la difunta reina, correspondiendo la plaza con sus acostumbradas salvas. Entretanto la flotilla de los expulsos españoles hizo la aguada en todo el convoy [237]. Al día siguiente, entre las 10 y las 11 de la noche, se hicieron a la vela, si bien los recios vientos que se levantaron de improviso estuvieron a punto de dar al traste con tres embarcaciones chocando entre ellas [239-240].

Pasaron varios días entre tormentas y calmas sin poder avanzar, frente a las costas de Cerdeña, hasta que, finalmente, el 24, reiniciaron el viaje, si bien, pronto se deshizo la formación y cada embarcación fue a su aire. El diarista, entre otras muchas cosas, relata el paso frente a Calvi, el extremo calor padecido, y «para que nuestros trabajos tuviesen principios, se acabaron los postres en la mesa y el chocolate por la mañana» [243].

De hecho la llegada a San Florencio, el día 28 de julio, coincidió con serias escaramuzas de los partidarios de Paoli, contra las tropas francesas, en las que a punto estuvieron las embarcaciones españolas en verse involucradas, debiendo incluso cargar de metralla los cañones ante la petición de ayuda del comandante francés de la plaza. El caso es que con órdenes y contraórdenes de salida, traslado de impedimenta a barcos más pequeños, y de jesuitas a los más grandes, la angustia y la falta de espacio en los barcos se hizo más dura, pues los catres estaban ya deshechos y los entrepuentes llenos de trastos por lo que cada uno «se partió en busca de una vara de tabla adonde tirar sus huesos» [247].

El resultado final lo refleja bastante gráficamente el diarista:

El combes con nuestras camas y cajas, petacas y baúles, los entrepuentes con cables, pipas y tablas, las escaleras quitadas por la maniobra de la bodega. Los sujetos desazonados, ya por la variedad de órdenes, que en tan poco tiempo tuvimos, ya por verse reducidos a proseguir el viaje, con tanta incomodidad. Unos no tenían camas, por lo que tenían que tender sus molidos huesos, si hallaban lugar, sobre la cubierta; otros, aunque en camas, pero con tanta molestia, como que ocupaban 8 el sitio que antes 4. Muchos al sereno y otros se les pasaba la noche de claro en claro. No había corazón para ver esto y lo sentíamos vivamente.


[257]                


La festividad de San Ignacio [31 de julio] transcurría en estos días con grandes sinsabores y disgustos. Finalmente hasta el día 2 de agosto no se vieron nuevamente en alta mar bordeando la isla. Al pasar por el cabo Corso se levantó gran viento y ya no se pudieron poner las mesas para comer, «y así sobre las rodillas hacíamos mesa». También empezó a llover con truenos y relámpagos lo que fue causa que se pasase la noche con mucho trabajo por no tener adonde dormir, por lo que era mucha compasión ver a tantos viejos tirados por aquellas duras tablas de los entrepuentes [259].

Por fin, el día 4, fondearon en Bastia y volvían a pisar tierra, entre las 5 y 6 de la tarde, en lo que creyeron era el definitivo destino del destierro, después de llevar un año y 23 días de viajes.




Lo sucedido en Bastia

Eran tantas y tan siniestras las cosas que habían oído sobre Córcega12 que el contraste fue mayor, pues encontramos una humanidad en los ciudadanos muy grande, un condolerse en nuestros trabajos, que nos consolaba, y un querer servirnos a todos, que nos hizo hacer otro concepto muy diferente del que teníamos [262].

Llegados a tierra fueron llevados a una de las parroquias donde el Comisario español nos iba repartiendo boletas para el alojamiento en las casas que había prevenido por orden de Madrid. El trabajo para hallar las casas fue grande y no menor la confusión. La noche, aunque sin camas, no nos fue pesada; pues el cansancio y mucho más vernos en tierra, nos la hizo llevadera [263].

En el 5 proseguía la confusión de las casas, y fue mucho mayor con el desembarco de los trastos. Por la noche desembarcaron los del Estokolmo [264].

El rector y otros jesuitas del colegio de Córdoba se embarcaron en una góndola y llegaron a un fortín de Paoli «donde fueron tratados con mucha humanidad» dando inmediatamente aviso a Paoli del arribo de los jesuitas13. Apenas desembarcados los jesuitas llegaron varios barcos con tropa de artilleros franceses, y para acomodar a sus oficiales «echaron algunos sujetos nuestros de las casas que tomaron ayer» [264].

Entretanto la Capitana y el Jasón habían ido a Puerto Spezia14 «a descargar malcontentos o disidentes» [265].

El día 8, a petición del Comisario español se echó en la ciudad un bando para que, pena de no sé cuantas parpayolas, nadie vendiese a los jesuitas carne excepto las tablas señaladas; esto se hizo porque el Sr. Comisario había hecho provisión de bueyes y toros viejos y enfermos para venderlos. Los Superiores le hablaron claro, más él con razones y política respondió a todo de modo que vendió la carne a 4 sueldos la libra, y nos rendía favor porque le quitaba un sueldo, siendo que en las demás partes se vendía a 3 sueldos [265].

Unos días después una escaramuza de corsos que llegó hasta las huertas inmediatas a la ciudad a coger frutas -«que así se entretenían y jugaban con los franceses»- le quitaron al Comisario el ganado que tenía para los jesuitas, aunque no todo. El comentario del diarista es de lo más expresivo:

Ojalá se lo hubieran llevado todo y no lo hubieran vuelto como lo hicieron luego que el Comisario escribió a Paoli dándole parte de cómo aquel ganado no era francés sino para los jesuitas.


[266]                


En este intento de sacar partido de la plata que traían los recién llegados, pasó por todas las casas de los jesuitas un canónigo para que fuesen a decir misa a la catedral «con tal que al fin del mes contribuyesen con lo que corresponde a dos sueldos por cada misa» [266].

La juventud fue acomodada de la mejor manera posible para que continuaran sus estudios. Y en este sentido el 14 recibieron los superiores carta del P. General encargándoles, sobre todo, el cuidado de la juventud [267].

Dos días después, el 16 de agosto, tuvieron noticia de que habiendo llegado los jesuitas extranjeros a Liorna no los quisieron recibir al principio, más avisando al Duque, éste los admitió.

Por esos días dos estudiantes de la Provincia del Perú, alegando que no se hallaban con fuerzas para sufrir «los trabajos en que se hallaba su Madre», solicitaron las dimisorias con lo que salieron de la Compañía [269].

Estas noticias relativas a los jesuitas se van entremezclando con otras que describen la guerra de genoveses y franceses contra los partidarios de Paoli. Así, el 17 sabemos que entraron en Bastia cuatro barcas de guerra genovesas. El 23 salieron 3.000 franceses para asaltar el fuerte famoso de Paoli, llamado el Sepulcro de genoveses. En el 24 tomaron los franceses Onza [sic]15, con mucha mortandad de una y otra parte. Por la tarde hubo salva por San Luis en la Ciudadela, y sucedió que un cañón estaba cargado con bala, la que fue a dar a una ventana en donde estaban dos jesuitas de mi Provincia, mas quiso Dios que quedasen libres [270].

Por esas fechas hubo mudanza de los filósofos de la Provincia del Paraguay siendo nombrado Maestro el P. José Rufo «quien acababa de leer en Córdoba16, mas le señalaron porque nuestro maestro sentó plaza en la bandera de los malcontentos o disidentes» [270].

El 26 por la tarde entraron varios barcos franceses con el rumor de que venían a buscar a los jesuitas. Al día siguiente llegó el nuevo general francés que fue recibido por toda la tropa y se hospedó en San Vicente de Paúl, ya que el otro estaba en el Colegio que los jesuitas genoveses tenían en Bastia [270].

Los rumores resultaron ciertos, y apenas instalados en Bastia los jesuitas del Paraguay se veían de nuevo obligados a embarcarse, al igual que el resto de los demás jesuitas tanto españoles como americanos. La razón, esta vez, radicaba en el hecho de haber cedido los genoveses la soberanía de Córcega al rey de Francia17 y en virtud del decreto de expulsión de 1764 por el que los jesuitas habían sido echados de aquel reino, ahora al pasar Córcega a ser posesión francesa, debían igualmente salir de la isla; salida, que, dado el trato que estaban recibiendo de los franceses, fue considerada una liberación.

En el 27 supimos como nos habíamos de ver libres de los franceses, que nuestra partida era cierta a las riberas de Génova. Juntamente se les intimó a los PP. del Colegio el mismo orden, asignándoles 300 florines de subsidio cada año por el Rey de Francia18 Nuestro Comisario en resulta de lo dicho envió a los superiores una carta haciéndoles saber la determinación del Cristianísimo19 y juntamente avisando que hiciéramos alguna provisión para el viaje, pues el Cristianísimo no pasaba más que ración de marinero [271].

Por la tarde entró un jabeque francés de 16 cañones y salieron los barcos hacia Calvi para el transporte de los jesuitas allí recluidos.

El propio Luengo, escribiría a este propósito: «Aunque no sabemos donde nos llevarán, es difícil encontrar en todo el mundo un rinconcito en donde haya tantos trabajos como aquí»20.

El 29 el general francés juntó en su casa a todos los superiores y les intimó la determinación de su monarca que debía ponerse en práctica al día siguiente. Las súplicas de los superiores consiguieron retrasar por dos días la salida, si bien el equipaje debía embarcarse inmediatamente. Ese mismo día y por orden del general se fijaron unos carteles en que se hacía saber a todos como la República de Génova había cedido esta isla al rey de Francia «en recompensa de una deuda que debía» y que el rey la admitía bajo su protección, y la guardaría todos sus fueros y privilegios «con tal que la entregasen por bien y que a los corsos no se les trataría como a rebeldes» [272].

Ese mismo día el Senado y nobleza fueron a dar la bienvenida al general francés y por la tarde colocaron en la plazuela del fuerte una inscripción latina en honor suyo. Por la noche en el mismo sitio le entregaron las llaves de la ciudad celebrando este acto la tropa con música, la ciudadela con salvas y la ciudad con luminarias.

El espíritu observador del diarista a este propósito nos dice:

Sobre la inscripción había este jeroglífico: una vid cercada de racimos y una culebra enroscada en su tronco con este epígrafe: Virtutis Gallicae praemium.


[272]                


Respecto al general francés nos dice el diarista que se llamaba D. Francisco Antonio, Conde de Gravelin, Caballero del Orden de San Luis y Teniente General de los Ejércitos de Su Majestad Cristianísima. Y concluye con una observación característica de la «simpatía» que Peramás no oculta por los franceses: «Sus facciones propias de francés; los hechos supongo serán los mismos» [272].

Siguiendo las órdenes recibidas, el día 30 tenían que embarcarse baúles y camas, pero el problema surgió cuando los patrones de los barcos contratados para el traslado se negaron, pues eran tan pequeños que no cabían ni la mitad de los jesuitas por lo que los patronos no querían recibir trastos. Entonces el Provincial mandó al Procurador fletase un barco y el P. lo hizo tan bien que sin verlo primero lo ajustó en 300 libras; a tanto llegó la confusión que no dio lugar para advertir un desatino, como fue no ver primero el barco, y así salió, pero al fin se embarcó lo que se pudo en él y en el navío, que por último vino orden del General para que recibiesen los Capitanes algo [273].

El mismo día se recibieron desde Roma cartas del P. General con el nombramiento del nuevo Provincial del Paraguay, el P. José de Robles21, pues el P. Pedro Juan Andreu22 había propuesto «que no estaba para este oficio». Entretanto las noticias recibidas de los franceses no eran agradables, pues se enteraron que en la junta de franceses se había determinado que fuésemos a desembarcar a Puerto Specia, y desde aquí, a expensas nuestras en vasos pequeños, a Sestri, adonde habíamos de esperar el beneplácito del Pontífice para pasar a sus Estados [273]23.

El 31 por la mañana se acabó de embarcar el equipaje y se dio orden que a las 5 de la tarde estuvieran todos los jesuitas a bordó. Así lo hicieron e inmediatamente tiró el jabeque la pieza de leva y se hicieron a la vela. Los barcos que componían la expedición eran el Jabeque para los del Colegio; la Rosa, Nuestra Señora de Gracia, la Amable Catalina, la Providencia y la Mancreu, juntamente con varias góndolas que fletaron de modo particular [274].




Viaje a Puerto Fino

Las incomodidades y sinsabores en este último y definitivo viaje marítimo de los desterrados americanos -al igual que ocurrió con el resto de los jesuitas españoles24- superaron con mucho lo padecido en los viajes anteriores. El Diario del P. Peramás lo refleja así:

Los que veníamos en la Amable Catalina padecimos mucho, pues la nave era pequeña para 108 que veníamos, y tanto, que en su primera construcción fue tartana. Por esto el entrepuente era estrechísimo, y bajo y fuera de esto lleno de camas atadas, sin dejarnos más sitio que el preciso para estar (ya fuese sentado ya recostado) con mucha incomodidad: aumentaba ésta el calor y las pulgas; aquél era tal que no se podía uno arrimar a las escotillas por el vaho y fetor que salía; éstas eran tan molestas y en tanta abundancia, que no nos dejaban pegar los ojos, y así pasábamos las noches con increíble trabajo. El estar sobre la cubierta no era menos trabajo, pues el Capitán nos había reducido el corto ámbito que había desde el palo mayor al alcázar, de lo que ocupaba la mayor parte la lancha y bote, y cuando alguno salía del término señalado luego el Capitán nos avisaba: Padre, el barco no anda. Estas incomodidades y molestias no hay duda ser grandes, pero como estábamos hechos a semejantes golpes, no se nos hacía tan insoportable.


[274]                


Al amanecer, todavía sin perder de vista Bastia, les dieron «de marinero, pan, vino, carne salada y arroz, crudo todo, y así tuvimos que guisarlo, con sumo trabajo por ser el fogón muy pequeño y no haber en qué se había de guisar» [281].

A mediodía pasaron Cabo Corso y la Caprara25. La cena se redujo a un pedazo de galleta llena de gusanos, un pedazo de carne cocida en agua, que cada uno tomó en las manos por no haber platos, pero estaba tan dura que apenas pudimos comerla, pues, por más que nos esforzábamos, no sólo no podíamos partirla pero ni aún clavarle el diente, y así a medio mascar pasaba y dábamos gracias a Dios, pues lo demás fuera añadir al trabajo de no dormir la molestia del hambre [281].

La primera noche pasada a bordo también merece la atención de la acerada pluma del diarista:

En el 2 amanecimos con unos rostros de difuntos, pues como no se podían tender las camas cada uno se acomodaba como podía: unos al sereno sobre la cubierta, otros en los entrepuentes molestados del calor y mal olor de la brea y vaho de los cuerpos. No había corazón para ver a tantos ancianos sobre aquellas duras tablas y al sereno.


[282]                


A las 8 de la mañana ya divisaron Génova y su ribera, y se les dio la ración de un poco de arroz y tres quesos muy pequeños para 108 sujetos; pedimos la carne y se nos respondió que, cuando se daba queso no se daba carne.


[282]                


Entre las 9 y las 10 dieron fondo en Puerto Fino, sin poder ir a Sestri por la mucha marejada. Y allí tuvieron que esperar a ver qué resolución tomaban franceses y genoveses. El diarista -que no pierde ocasión- tampoco puede esta vez ocultar su ojeriza contra los franceses, y añade «supongo que será como propia de los primeros» [283].

El día 3 de septiembre, por la mañana, tras un intento fallido de ir a tierra -previa licencia- para buscar qué comer, se tuvieron que contentar con el menú del barco que esta vez consistió en una «ración de porotos o fríjoles, 4 quesos de los cuales dos estaban podridos y la galleta llena de gusanos» [284].

Mientras esperaban el permiso genovés para poder desembarcar, el día 4 fue especialmente pesado y molesto, pues estuvo todo el día lloviendo, y así pasamos con una incomodidad suma en los entrepuentes y bodega. Por esto varios sujetos viendo la incomodidad tan grande se compusieron con los patronos de otros barcos para pasarse a ellos hasta nueva orden. Con esto quedamos algo aliviados, pero duró poco, pues apretando la lluvia hicieron que los que estábamos en la bodega subiesen a los entrepuentes, y he aquí la confusión y trabajo. Esta habitación pequeña, el calor grande, pues estaba ocupada con las camas, los sujetos muchos, la escotilla para la ventilación pequeña, las pulgas muchas, los relámpagos y truenos terribles, la noche larga, la luz de una triste lámpara tan corta y escasa que casi estábamos en perpetuas tinieblas, la cena que había precedido cual se puede considerar [285].

El autor del Diario describe así su particular noche:

Con estas incomodidades pasamos la noche unos sentados, otros medio recostados, éstos recibiendo sobre sí las goteras, aquellos el agua de éstas, y nadie durmiendo. No es fácil ponderar la noche que tuvimos junto con el agua y viento fortísimo. En medio de todo esto no pudiendo estar abajo, pues el lugar que me había cabido en suerte era bajo de una gotera, que caía sobre el H.º Dionisio Diosdado26 que no tenía más sitio que el de entre mis pies y sobre mí, determinamos irnos arriba al resguardo de un miserable toldo que no servía de nada, por lo que se llovía, y así librarnos, ya que no del agua, a lo menos de los malos olores de que abundaban los entrepuentes. Así pues, pasamos bastante tiempo recostados sobre la carroza del alcázar, envueltos los dos en una manta, al agua, viento y relámpagos. Gracias a Dios que en medio de tantos trabajos nos daba una alegría indecible y una paz octaviana.


[286]                


Así no es de extrañar que el día 5 de septiembre, luego que amaneció y se pudieron ver los rostros de los sujetos «en cada uno parece se veía vivamente la imagen de la muerte, que tal fue el día y la noche pasada» [287].

Bien de mañana llegó la noticia con la última determinación de Génova:

Esta fue que nos concedía la República paso para los Estados del Papa, pero que habíamos de dar cada sujeto 5 pesos a ciertos Comisarios que se nombrarían; que estos cuidarían de nuestro equipaje desde Puerto Fino a Parma con todo lo demás para nuestra conducción. Esta determinación fue absoluta, pues no podíamos apelar de ella, y venía acompañada con la amenaza de que, al no dar la plata nos embargarían cuanto teníamos y que se nos acortaría la ración cada día y que nos llevarían yo no sé adónde.


[287]                


Al diarista se le escapa espontáneo el siguiente comentario:

Quedamos absortos al oír semejantes determinaciones, viendo que cuando pensábamos tuviesen fin nuestros trabajos, empezaban de nuevo. Nos mirábamos unos a otros; hablábamos sobre el caso sin saber qué partido tomar.


[288]                


Finalmente entregaron la plata solicitada. Y así, mientras iban llegando nuevos barcos desde Córcega con más jesuitas, los del Paraguay volvían a hacerse a la mar desde Puerto Fino en pequeñas embarcaciones en dirección a Sestri27. Los primeros en hacerlo fueron los quiteños y santafereños el día 8, sí bien tuvieron que volverse por la mucha marejada. Y así en días sucesivos fueron saliendo -cuando el tiempo lo permitía- nuevas expediciones de jesuitas, baúles, cajas, petacas y camas. Los problemas con los patronos franceses se sucedieron hasta el último momento28. El relato del P. Peramás, correspondiente al día 11, víspera de salir para Sestri, es bastante elocuente:

En el 11 por todo el día estuvimos esperando el orden para embarcarnos. En él tuvimos qué ofrecer a Dios, pues entre las desvergüenzas que nos decían los franceses, nos trataron de ladrones y si se descuida el P. Roque Ballester29 le da un pícaro de aquellos que venían con nosotros con un barril en la cabeza, por no sé qué cosa que le dijo el Padre. Dios se lo pague; yo no sé quién habría hurtado más, o los franceses a nosotros, o nosotros a los franceses.


[293]                


Cuando el 12, apenas amanecido, finalmente recibieron la orden de embarcar, la alegría nuestra fue cuanto se puede pensar:

13 días hemos estado con franceses, y en ellos padecimos más que de la América a Córcega. La comida peor que de galeote; la carne salada, poca, y la mayor parte huesos, escogiéndola ellos, quitándole lo magro y dándonos la osamenta, aguándonos con exceso el vino a nuestra vista. El queso podrido y la galleta llena de gusanos, la que dábamos por fruta para no perderla del todo; por lo que teniendo un sujeto muy presente todo lo acaecido en estos días compuso la siguiente con que expresa su sentimiento:


Gran trabajo es el sufrir
De fortuna los reveses;
Pero aún es más con franceses
El navegar y el vivir
Aún no he llegado a cumplir
Cuatro días a su lado;
Y ya en ellos he pasado
Más que he pasado en la India
Hospicio30 y Casa de Eguía31
En la Venus32 y el Estado33.


[293]                


Despedidos de los franceses salieron bien temprano todos los del Paraguay y del Perú en más de 20 barquichuelos. Esta vez el viaje fue feliz y hasta divertido con la contemplación de la costa italiana «llena de huertos y arboledas» [294].




Lo acaecido en Sestri

Una vez llegados a Sestri hallaron prevenidas las casas donde debían alojarse. Los peruanos fueron al convento de Santo Domingo, y los del Paraguay a un hospital de peregrinos que estaba sobre la playa, «junto al palacio donde se hospedó nuestra Parmesana34 cuando fue a España». Una vez más, aquí se encontraron con nuevos problemas, pues para 150 sujetos nos dieron cuatro piezas, de las cuales una estaba ocupada más de la mitad con un teatro para comedias con un lema en el frontispicio que decía: Patriae et juventuti. Otra estaba ocupada con las mesas para comer, y otras con algunos enfermos. Por esto era suma la incomodidad, por lo cual muchos sujetos se acomodaron en los descansos de las escaleras. Los que nos acomodamos en la pieza de arriba no cabíamos de pie, y cuando se tendían las camas, ni un paso se podía dar [295].

Por si fuera poco el ministro francés llamó a los Superiores y les intimó que al día siguiente habían de caminar. Los Superiores le representaron y le dijeron lo cansados que estaban por lo que les concedió se quedaran un día más. Este pequeño descanso concedido -subraya el diarista- era bien menester pues el viaje lo tenían que hacer a pie ya que la República de Génova sólo daba caballerías para el transporte del equipaje, y así el que quisiera o no pudiera ir a pie, además de los 5 pesos ya pagados, tenía que pagarse la caballería.

Supimos como muchos de los que iban caminando, padecían mucho, y que algún que otro había muerto, pero que habían sido bien tratados luego que entraron en los Estados de Parma, adonde hallaron prevenidas camas, caballerías, carruajes y buena comida [296].

A las 4 de la tarde les llamaron para comer.

Lo primero que vimos fue el pan negro como la pez o poco menos, duro y florecido, que así nos lo regaló nuestro comisario genovés, enviándolo de Génova. Luego vino un plato de arroz sin limpiar, pero con mucho queso rayado y unas hojetas de coles; siguiose un plato con una onza de estofado y el postre de dos duraznos.


[297]                


La cena se redujo a dos onzas de guisado, y «niente più», pues dijeron que antes no se usaba y postre no se hallaba.

Con esto nos fuimos a dormir, aunque, con poca esperanza de conseguirlo, porque, como habíamos comido y cenado a la italiana, teníamos pocos humores que conseguir, y así esperábamos estar desvelados toda la noche, aunque no nos sería molesto, pues como éramos tantos, la pasaríamos alegremente, hablando sobre el comer de los ítalos y sobre la insaciable sed que tenían de sacarnos el cuatrino y parpayolas, que es tal, que muy propiamente habló el que dijo de los italianos: Deus italorum non est Trinus, sed Quatrinus [297]35.

El día 13 pasaron el día vendiendo muchas cosas, que, a falta de caballerías, no podían llevar.

Era compasión ver al precio que se daban, y de admirar la poca conciencia de los que compraban; valiéndose de la ocasión, daban 20 por lo que valía 60. Bien conocíamos nosotros esta injusticia, pero no podíamos hacer otra cosa, mirando el estado en que estábamos. Este abuso de los que compraban era tal que, algunos seculares de distinción, viendo tal injusticia, lloraron de compasión [298].

Ese mismo día se confirmó -por una señora marquesa de Sestri- la noticia del buen tratamiento que daban en Parma a los que iban llegando. También recibieron cartas de los jesuitas que iban caminando por Parma confirmando lo bien que se portaban los parmesanos con ellos y lo extrañados que quedaban del comportamiento de la República de Génova.




Viaje de Sestri a Faenza

En vista de que la lluvia seguía impidiendo la salida, algunos jesuitas, cansados de estar en Sestri36, obtenidos los permisos correspondientes, determinaron hacer el camino sin más. Prevenidas las mochilas, partieron unos 20 con las mochilas al hombro y un palo o caña por bordón. Al salir dieron a cada uno un pan y al que quiso un pedazo de carne fiambre [302].

Entre estos 20 se encontraba el P. Peramás, quien de esta forma siguió reflejando en su Diario las incidencias de un viaje que ya debía ser el definitivo y que tenía que ser el punto final del iniciado en Córdoba de Tucumán el 12 de julio de 1767 y que no terminaría hasta el 24 de septiembre de 1768.

El primer día de marcha a pie fue trabajoso por ser camino todo de sierras y porque al poco rato de salir empezó a llover torrencialmente de forma que al concluir la jornada «estábamos hechos una sopa de agua» [302].

La lluvia nos desazonaba, el barro nos ataba los pies, y los repechos de las sierras nos fatigaban. Muchos, al acabar de subirlas, se hallaban sin fuerzas y sin aliento, el cual para recobrarlo algún tanto se recostaban bajo de un árbol, y éste los recibía empapándolos con el agua que caía de sus ramas [303].

La noche la pasaron en la casa prevenida por la República, que no era otra cosa que el pajar de una venta, bien provisto de heno sí, pero «tan chico que apenas cabíamos» [305].

Amanecieron el día 10 «molidos los huesos y muertos de frío» [306]. Una vez tomadas las mochilas se dirigieron para oír misa a la iglesia de la aldea donde habían pernoctado -llamada Tuberoni- pero no se la dejaron decir al P. Verón37, pues dijeron que tenían orden del Vicario General y pena de suspensión, etc., si dejaban decir Misa a alguno que no conociesen, fuese clérigo o fraile, y no trajese los títulos [306].

El resto del día pasó sin novedad que el tener que vadear un río. A media mañana llegaron a Várese donde hallaron mucha acogida y afabilidad en las comunidades, disfrutando de una buena asistencia:

Luego que llegamos nos dieron pan, vino y queso, y nos fuimos a descansar hasta la hora de comer; llegada ésta, nos pusieron una comida bastante decente. Antes de comer llegaron cinco sujetos a caballo, que no pudieron arribar el día antecedente por la lluvia. Después de comer marcharon los que venían a caballo, y llegó otra tropa que marchó el 15 a mediodía. Nosotros determinamos proseguir, con lo que se movieron otros a hacer lo mismo. Salimos al fin con ánimo de llegar a la venta de Ciencruces, a la falda del Apenino y término del Genovesado.


[307]                


El camino de esa tarde fue bastante penoso hasta que llegaron a la venta que tenían preparada. Como era viernes y el ventero «era muy escrupuloso y de una conciencia muy delicada» no les quiso dar nada de carne, por lo que la cena se redujo a arroz y huevos.

Frutas no quisimos, pues nuestro religioso ventero, por dos fuentes bien pequeñas de priscos y uvas nos pidió 24 sueldos a 4 de nuestra moneda. Acabada la cena nos fuimos a dormir al pajar, el cual era muy pequeño, y éramos ya 25. Tenía dos ventanas, una puerta e infinitos agujeros; pero así ventanas, como puerta y agujeros sin poder cerrarse; por eso entraba un viento que nos traspasaba. Aquí, pues, nos acomodamos unos en dos vigas que atravesaban, otros abajo, pero todos sin esperanza de dormir.


[308]                


La descripción que hace el diarista de la noche pasada en la venta no tiene desperdicio:

Pues apenas se llevó el ventero la luz, cuando empiezan por un lado las ratas a chillar, por otra parte a soplar un viento tan fuerte que en toda la noche no pudimos entrar en calor, no obstante que teníamos paja por cubierta y paja por todas partes, pues no había más que paja. El viento era tan fuerte que hacía temblar sensiblemente nuestra real cámara. Así pasamos la noche media despiertos y media dormitando hasta poco antes de amanecer, en que empezaron los de las vigas a dar prisas a los de abajo para que nos levantásemos, pues estaban hechos una sopa en agua de las goteras que había caído sobre ellos. No fue menester mucho para despertarnos, y así fuimos a buscar luz, porque unos no hallaban los zapatos, otros los calzones y otros se estaban quietos, porque no se les perdiese entre la paja algo. Traída que fue la luz, salimos todos del pajar, abominando de él y haciendo el propósito de no volver a él jamás, aunque estuviésemos allí la noche siguiente.


[309]                


Pero no terminaron aquí las aventuras, a juzgar por el detalle e ironía con que el diarista relató lo sucedido en la venta de Ciencruces:

Luego que salimos del pajar fuimos a enjugarnos en la encina. Entrada la mañana fuimos a disponer el almuerzo. Pedimos al ventero escrupuloso un poco de aceite; respondió que no tenía; pedírnosle grasa, mas como era tan delicada su conciencia, nos dijo que no podía darla, porque era sábado; procuramos desengañarle, pero él nos respondió: yo bien creo que vosotros tendréis buena conciencia y que sabéis teología, pero a mí me parece que esto non é bene fato. Viendo esto le compramos vino, pan y queso e hicimos un poco de chocolate en cantidad que hubo para untarse los labios, que no alcanzó para más. Con el pan, vino y queso que compramos, se ablandó un poco nuestro delicado ventero y nos convidó con 3 platos de hongos, más no se los tomamos, pues quería por ellos 90 sueldos, o un peso poco más o menos. Le instamos nos diese aceite y dijo que lo buscaría. Con esto pasamos a disposición de unas migas, interim el ventero nos echó la indirecta de que le habíamos gastado en hacer el chocolate 40 sueldos de leña.


[310]                


Terminado el almuerzo, el ventero les conminó a que se marcharan antes del mediodía para dar lugar a otros. Pero debido al mal tiempo -el viento era terrible y la lluvia grande, según el diarista- decidieron quedarse contra el parecer del dueño de la venta. Por la tarde encargaron hacer migas a los H.os Antonio Rubio y Francisco de Regis Ruiz38 que como buenos manchegos, creían entenderían bien de la facultad. Aunque mostraban especial talento acabaron sacando un engrudo tan especial, que fácilmente no se encontraría otro para pegar carteles más a propósito; no obstante le comimos, si bien con el recelo que nuestras tripas sirviesen de carteles unas con otras. Nosotros, para pasar la noche, viendo que no se componía el tiempo, nos compusimos los unos en las camas de la venta, otros en paja, más no en el pajar [312].

Apenas amanecía el día 18 cuando nuestros jesuitas se pusieron las mochilas al hombro y se despidieron de Bartolomé Réboli, que así se llamaba el ventero de Ciencruces. A pesar del frío grande, la niebla densa y el viento furioso, iniciaron la marcha llevados del deseo que tenían de dejar a Réboli y su venta. Mientras subían la altura del Apenino empezó a llover, pero siguieron viaje hasta llegar a una ermita, cerca de Campi, donde encontraron a algunos que se habían adelantado y esperaban al P. Pedro Rodríguez39 para que dijese misa. Pero dicho Padre, con otros tres, habían tomado otro camino. Tras probar un bocado prosiguieron la marcha hasta llegar a Campi, el primer pueblo del Parmesado40. Poco después -a cuatro millas- llegaron a Burgo41 donde el Comisario, D. Buenaventura Porta, un caballero catalán, caballerizo del Príncipe, les recibió con mucha humanidad y benevolencia. En las casas prevenidas hallaron buena habitación, camas buenas y mejor asistencia «y las providencias que habían tomado tan buenas, que en este punto tenemos mucho que agradecer al señor Duque y sus Ministros» [315].

La primera visita que recibieron la describe así Peramás, con su acostumbrada ironía:

Luego que llegamos vinieron a visitar nuestras cajas de tabaco los Pretes. Es indecible lo que les gusta el tabaco español, y de admirar la lisura con que lo piden la primera vez que nos tratan.


[316]                


Por la tarde salieron a ver las iglesias que les gustaron mucho:

Todas están muy adornadas y ninguna tiene retablo en el altar mayor, sino la mesa del altar, tres gradas y por lo común un Santo Cristo. El coro no le tienen sobre la puerta, sino detrás del altar mayor. Todas las iglesias están llenas a un lado y a otro de reclinatorios, y cada uno con el nombre de la persona o casa a quien pertenece; en ellos se ponen hombres y mujeres y éstas se sientan como aquellos42.


[316]                


En esta ciudad se encontraron muy gustosos y, con permiso del Comisario, quedaron más tiempo del previsto. A las cinco de la mañana del día 20 se juntaron en la «Plaza Matriz» y montaron en los caballos, muías, yeguas y machos con albardojes, que tenían preparados. Ese día hubo tres caídas. La primera al pasar el puente de salida. Uno de ellos «tomó posesión del camino en nombre de todos midiendo con su cuerpo la tierra» [320]. Este fue el H.º Pedro Olavarriaga43, al que, más tarde, siguieron el P. Escandón y el H.º Juan de Dios44.

El día 20 pasaron el salto de la Bella Donna y por el pueblo de La Guardia, llegando a la tarde a Pornovo tras caminar 24 millas o leguas. En este pueblo, que el diarista lo compara a una de las aldeas de España, pararon en la posta donde estaba prevenida una cena espléndida, y luego el Comisario los repartió para dormir en varias casas previniéndoles que a las 5 de la mañana estuvieran prontos para proseguir en 15 coches que estaban ya preparados. En una casa, junto a la posta, iban siempre dos convidados a dormir y les daban a cada uno una camisa «por orden de las Madres Monjas de Parma». Una de estas le tocó en suerte al diarista P. Peramás y a su compañero el H.º Witemberg45 [321].

A las 4 de la mañana del 21 empezaron a tocar las postas «sus trompetillas de la figura de las trompas comunes». El Serenísimo Duque de Parma tenía reducidos a cuerpo los cocheros de sus Estados que servían juntamente de postas. Este cuerpo, nos ilustra el diarista, se divide en varias partes, pues unos son postas de Francia, otros de España, etc. Cada uno lleva en el hombro izquierdo una flor de lis de plata, bastante grande, y su trompetilla. Esta la tocan al empezar a caminar y al entrar en las ciudades y, como se ha dicho, para despertar a los caminantes. A toque, pues, de las trompas nos levantamos y fuimos a Misa, después de la cual entramos en los coches y empezamos a caminar, llevando cada Superior la plata que correspondía a 8 pesos por cada sujeto para nuestro camino [323].

Delante de los coches iban 4 soldados a caballo y otros tantos detrás.

Los de adelante iban bastante lejos apartando del camino qualquiera impedimento de carretas o coches, haciéndolos parar fuera del camino, y todos, finalmente, así soldados como nuestros coches, corriendo como es común a las postas, aunque no siempre [324].

El camino de ese día fue el más cómodo, alegre y divertido de todos, porque fuera de ser todo llano, estaba a un lado y otro lleno de árboles, huertos, emparrados, palacios vistosos, prados bien cuidados, y mucha gente que venía «a carrera abierta desde donde nos divisaban» para ver a los PP. Españoles, «como ellos decían» [324].

Así llegaron a una milla de Parma donde pararon «en un palacio bastante bueno a comer».

A la puerta hallamos muchos Parmesanos de todas clases, que vinieron a vernos; pero poco nos hablaron, pues había centinelas para estorbarlo. La comida fue espléndida y abundante. El comisario que gobernaba este alojamiento era, según parece, un capitán, hombre de mucha humanidad, cortesía y política; era español, andaluz de Jaén. Después de comer descansamos un poco y volvimos a caminar46 [325].

A la tarde salían de los Estados de Parma, donde se despidieron muy corteses los soldados, y entraron en los Estados de Módena. El diarista recoge que llevarían siempre en la memoria al Serenísimo Príncipe y sus Comisarios47 «a quienes siempre estaremos muy agradecidos por lo bien que se han portado con nosotros» [326].

A una milla de Reggio empezaron a encontrar ciudadanos de todas clases48. Y entre las 5 y 6 de la tarde entraron en Reggio, encontrándose en el camino a los Príncipes y Princesas de Módena que iban de paseo:

Luego pararon y nosotros paramos también a un lado para que pasasen sus Altezas. Nos mandaron proseguir, mas nosotros de ningún modo permitimos a nuestros cocheros caminasen; mas instaron tanto que hubimos de proseguir y sus Altezas se estuvieron quietos hasta que pasaron nuestros 15 coches.


[327]                


En esta ciudad fueron divididos en tres postas y luego salieron a ver la ciudad49. La cena que les tenían prevenida fue espléndida y una vez acabada les dieron orden para que 30 salieran por la mañana y los otros después de comer. Así, pues, el día 22, a las 5 de la mañana, salió el primer grupo de Reggio yendo 12 en una especie de nave tirada de 6 caballos, 8 en un coche que envió el obispo y los restantes en carrocillas. A diez millas de camino pararon en Rubiera para mudar coches, llegando a Módena50 entre las 8 y 9 de la mañana. Pararon en tres posadas donde comieron para luego proseguir viaje. A las 2 de la tarde estaban ya en Castel Franco, primer lugar de los Estados Pontificios. Después, en Samocha mudaron los coches y cerca del anochecer avistaron «la celebérrima ciudad de Bolonia», si bien no entraron en ella, quedando hospedados en una posta fuera de la ciudad [328]. Allí les esperaban dos coadjutores del Colegio «pues los Padres estaban todos ocupados» -se supone que durmiendo-. Dichos coadjutores les leyeron una papeleta que dijeron ser orden de la Santa Sede, en la cual se decía:

  • Primeramente: Que no habíamos de habitar en Colegios;
  • 2.°: Que nos habíamos de mantener precisamente de la pensión;
  • 3.°: Que no habíamos de pedir nada, ni aún a los Colegios.

Y añadieron que el Gobernador les había insinuado el que no entrásemos en la ciudad [329].

A lo dicho añadieron los dos coadjutores italianos la repartición nuestra por la Romania, Legacías de Ferrara, Bolonia y Rávena. Estas noticias «no dejaron de entristecernos algo, pues nos veíamos faltos de un todo y sin saber adonde andar por el subsidio» [330].

No obstante determinaron seguir la mañana siguiente a Imola, y de ahí a Faenza, donde -según los coadjutores- les señalaría destino el Gobernador de esa ciudad. Al amanecer recibieron la visita de los jesuitas portugueses quienes se mostraron muy agradecidos por el bien que les habíamos hecho con nuestras limosnas, y por cuya falta padecían ahora mucho, pues los más se mantenían con la Misa [330].

Después de visitar a la Madonna que pintó San Lucas51 y la Cartuja52 continuaron viajes pasando por Castel San Pietro, llegando de noche a Imola. A la mañana del 24 emprendían viaje de nuevo; pasaron por Castel Bolones y llegaron a su destino final, la ciudad de Faenza53. Pararon en la posta [332-333]. Aquí todavía les esperaba una última sorpresa, pues el Gobernador, a quien pasó a ver el P. Ministro, les dijo que no tenía orden alguna sobre su destino, contradiciendo lo que los coadjutores italianos les habían comunicado en Bolonia. Mientras se avisaba al Legado Pontificio de Ravenna, se dispusieron a pasar la noche. Algunos Padres portugueses que estaban en Faenza hicieron diligencias para que se les diese de momento un Seminario que estaba desocupado por estar los colegiales de vacaciones. Lo consiguieron y después de comer se mudaron a él los del Paraguay con algunos quiteños, sobrando todavía espacio para los 30 que habían dejado en Bolonia, y que llegaron al anochecer con su Superior el P. Escandón54. Para la comida se las compusieron con un Padre portugués que estaba en ese Seminario de Prefecto de espíritu. «Este nos dijo que le diésemos 18 bayocos cada uno, pues él vería si podía sacarlo por menos con el Rector del Seminario» [333].

Entretanto supieron que los de Santa Fe habían pasado a Forli y Rimini, que los chilenos se quedaban en Imola, y que cada uno se quedaba «adonde pudiese y quisiese» por lo que agradándonos la ciudad y no impidiéndolo alguno, determinamos asentar nuestros reales en esta ciudad de Faenza [334].

El Diario concluye con unas expresiones de fe y confianza, puesta la esperanza en el Señor, pues aunque al presente nos veamos perseguidos del mundo y del infierno, desterrados de nuestras patrias, sin tener donde fijar el pie, aunque nos veamos, digo, al parecer, en tanta miseria, si seguimos a nuestro Redentor y Capitán Jesús en la perseguida madre de la Compañía, sin desistir ni volver atrás, POPULUS SION HABITABIT IN JERUSALEM (Isaías, c. 30).







 
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