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En 1598, el mismo año que La Arcadia, apareció en Valencia (parece que hay otra edición del mismo año, en Madrid) La Dragontea, poema épico en octavas reales, dividido en diez cantos, destinado a cantar las correrías del pirata inglés Francisco Drake por Canarias, Puerto Rico, Panamá, Nombre de Dios y Portobelo. Se cuenta también la muerte del «Dragón», envenenado por los suyos en el último lugar citado.
Portavoz una vez más del ansia colectiva, Lope pretende en este poema exponer el rencor que el pueblo sentía contra Inglaterra y contra las expediciones piratas que alteraban la buena marcha de las flotas a Indias. Era, pues, un poema circunstancial, y, sin embargo, no tuvo la suerte que otros libros de Lope, a pesar de haber sido bien enjuiciado por los contemporáneos, incluso Cervantes, quien escribió un soneto para la introducción de la segunda edición, 1602.
Drake aparece presentado en el poema como un verdadero engendro del infierno, embrutecido, deseoso de botín. Las tres hijas de la Religión (España, Italia e Indias) se lamentan ante el trono divino de las fechorías del inglés. Aparece la Codicia, bajo la forma de una hermosa mujer, quien, en sueños, aconseja a Drake la expedición a las Indias. El pirata expone el plan a la reina Isabel, quien lo aprueba. Drake y John Hawkins atacan a los españoles en el Atlántico, y Richard Hawkins, en el Pacífico. Se narran las aventuras de unos —152→ y otros, hasta la prisión de Richard y la muerte de los otros dos. Al final, los tres personajes alegóricos del principio dan las gracias al Todopoderoso.
Lo débil del poema está en la hinchazón retórica que le informa, muy alejada de nuestros gustos de hoy. Poema con enormes pretensiones; lo mejor de Lope, su capacidad para penetrar lo humano, y desde esa ladera, explicárselo todo, ahí no figura. Además, es muy posible, como ya se ha dicho, que no figure esa vertiente lopesca por razones de credo religioso. Lope, tan bondadoso, tan universal sonrisa y deseo de vida, hunde en el infierno con la mayor tranquilidad a los herejes del norte de Europa. Sin embargo, y como siempre, en su desmesurada producción, no faltan, ajenos al eje total del poema, episodios y detalles donde es muy fácil encontrarnos con esa especial mirada generosa por las cosas, típica de Lope. Así ocurre, por ejemplo, en las despedidas:
o cuando narra las maquinaciones de un clérigo de Nombre de Dios, afanado en esconder sus riquezas ante la llegada del invasor:
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El humorismo de Lope rebosa irrestañable al contar cómo los ingleses dan con el tesoro y se lo llevan:
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A pesar de la inevitable sensación de pesadez, todavía quedan indudables bellezas en el poema. Una de ellas es la gracia y riqueza con que Lope maneja la parla marinera en el poema, necesitada de verdadera exégesis por parte de especialistas, en la que pueden verse no tanto un prurito de información como un buen recuerdo de sus propias expediciones. Rennert y Castro veían en el Poema, acertadamente, no tanto la furia contra el pirata inglés como una visión de los hombres de temple que, día a día, hicieron la increíble epopeya de la conquista y la colonización de América50.
Muy diferente y aún cercano a nuestra asombrada sensibilidad, aunque fragmentariamente, es el largo poema en quintillas El Isidro, contemporáneo de La Dragontea. (Se escribió entre 1596-98 y se publicó en —154→ 1599.) Destinado a glorificar la vida del Santo Labrador, patrono de Madrid, Lope trabajó en dos facetas claramente contrapuestas. Una, la erudita, a base de los documentos y datos que le proporcionó Fray Domingo de Mendoza, documentos destinados a la beatificación del Santo. Y la otra vertiente es la popular, en la que Lope, de acuerdo con la simplicísima historia del Santo al que bajaban a ayudar los ángeles en su tarea, ha conseguido trozos de inigualable lozanía. Lope habla desde su condición de madrileño y sintiéndose protegido por el santo, a la vez que exhibe puntualmente, generosamente, en una fluidez prodigiosa de rimas, la vida sencilla, inocente, de la pareja elegida. Valga como ejemplo este trozo, en la amanecida en que San Isidro sale camino del molino, a donde le envía su señor, Iván de Vargas:
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Pasajes de este aire son numerosísimos en el Isidro. A cada paso, en cuanto Lope encuentra la ocasión, se despeña por este camino de emoción delgada. Pero hay que destacar que siempre está todo visto desde fuera, narrado. No entra él en los sucesos, como detenido con estupor ante la dulzura inigualable del portento. El Santo mismo vive en una ingenua alegría, muy propia de esta religiosidad elemental y fácil. Véase el trozo en el que Isidro reparte la comida a los pobres:
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Todo está impregnado de esa religiosidad, si se quiere vulgar, la que hizo posible La cocina de los ángeles, de Murillo, o los cuadros de tantas y tantas escenas de la vida íntima, casera, convertidos en asuntos divinos. En una clara promiscuidad, Dios anda entre los quehaceres caseros y cotidianos. Cuando Isidro se encuentra con los ángeles que bajan en su ayuda, les saluda de esta forma:
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donde todos reconocemos aún un dejo de campo abierto, besana adelante. Nada más alejado de la visión de la gloria en El Isidro que la representada por un cuadro —156→ del Greco. Todo está en El Isidro de este lado del horizonte, desnudo en su absoluto candor. Nada de extraño, pues, puede tener que este libro se editara copiosamente (ocho veces en el siglo XVII). El lector estaría, como el de hoy, arrastrado por esa extraña potencia que adquieren las cosas diminutas, la enérgica vida que logran las cosas inertes, tan vulgares en el fondo. Si Lope no es lírico, propiamente hablando, nunca en el Poema, sí nos da, en cambio, su visión personal de los objetos51.
En 1602 salió en Sevilla, dedicada a Juan de Jáuregui, La hermosura de Angélica, poema épico de veinte cantos en octavas. A pesar de la admiración total del tiempo por la épica culta italiana, que podría servir para explicar que Lope escribiera La Angélica por imitar al Ariosto, lo más seguro es que lo hiciera empujado por la Primera parte de la Angélica, de Luis Barahona de Soto, publicada en 1586. La obra de Lope de Vega es una reunión de muy diversos elementos, hecha con descansos notorios (lo que no excluye el apresuramiento).
La Angélica no tuvo mucho éxito en su tiempo. Seguramente se debió su fría acogida a su gran tamaño y a su complicado artificio. Si Lope pretendió hacer un libro al estilo del Orlando, le salió algo muy distinto: una verdadera novela bizantina, más cercana al Persiles que a las sonoras aventuras de los poemas italianos. Se notan varias etapas en su redacción. Una primeriza, hecha cuando todavía reinaba Felipe II, quizá la que él mismo dijo alguna vez haber terminado en el galeón San Juan, durante su expedición en la «Invencible»; otra parte que se habrá hecho en la temporada de Alba de Tormes, y una tercera, no bien delimitada, en la —157→ que ya aparece Micaela de Luján. Próxima, pues, a 1602, fecha de la publicación del poema, esta última condiciona las demás, ya que pudo haber arreglo, lima, pulimento, etc. Desde luego, el eco de la pasión por Camila Lucinda llena muchas octavas.
El asunto cuenta las aventuras de Angélica y Medoro, quienes, después de una feliz unión, sufren multitud de azares. Angélica es raptada por Cerdano, y Medoro la rescata. Angélica muere al ser besada por Medoro. En las numerosas digresiones puede encontrarse de todo: retazos de la historia de España, recuerdos de la novela morisca, etc. Lo principal son los recuerdos autobiográficos. Lope se incluye bajo el nombre de Lucindo en el canto XIX, donde cuenta sus amores con Camila Lucinda, con recuerdos del proceso por Elena Osorio. Una vez más, nos encontramos este Lope tumultuoso y desbordado, que no sabe acallar sus recuerdos ni sus vivencias. Al lado de estas inspiraciones interiores, Lope no desdeña las solicitaciones externas. Así, encierra vivo interés su visión artística del momento, también narrada en La Angélica, donde, al lado de contar las excelencias de la pintura -¡siempre esta preocupación pictórica en Lope!-, se habla de algunos pintores españoles (con una alusión al Escorial):
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En esta cita, Sánchez es Sánchez Coello; Felipe es Felipe de Liaño, otras veces recordado por Lope; Juan de la Cruz es Pantoja. Se ha señalado lo extraño que —158→ resulta que Lope no cite al Greco, al que debía de conocer por sus residencias en Toledo, precisamente por este tiempo o poco después. Pero después de lo que venimos señalando sobre la diferente concepción de la religiosidad, no es de extrañar que el mundo atormentado, intelectual, del Greco, no fuese quizá valorado por Lope. El Greco caía, por otras razones, del lado de Góngora o de Paravicino52.
La Angélica es, pues, un poema que está falto de una orientación básica. Aunque en los detalles brille, como es de rigor, la gracia de Lope, el conjunto vacila. El torrente de problemas y sucedidos que el poema va poniendo ante nosotros, equivale a un mal sueño hábilmente construido, que recuerda las grandes bóvedas al fresco, donde lo mítico y lo actual se entrelazan en un estruendoso movimiento: «El modo cómo la rubia Angélica y su moreno Medoro llegan a Sevilla y en el torneo por el premio de belleza obtienen la corona del país y cómo con la más alta belleza compite el ejercicio de la humana monstruosidad: Nereida y Cerdano; y cómo éstos, precisamente, se enamoran de aquéllos y viceversa; y cómo el congreso de belleza degenera en horrible carnicería; como el rudo Rostubaldo de Toledo sale al paso del adorable Medoro y le hace víctima de sus maquinaciones; cómo se dispersan las amorosas parejas por países conocidos y regiones fabulosas, yendo a parar uno al monte Magneto y entre caníbales, donde son —159→ adorados como dioses, siendo arrebatados otros por fuerzas mágicas, atraídos dentro de cavernas proféticas, donde son iluminados, deslumbrados y metamorfoseados; cómo suceden a las imágenes más amables las más atroces; cómo es engañado el deseo, burlada la pasión; cómo acaban en rabia los celos; cómo las figuras principales son eclipsadas por figuras secundarias; cómo se equivocan los amantes; cómo la traición y la muerte cierta son sorteadas por repentino encantamiento; y cómo Angélica y Medoro vuelven a encontrarse en un derretido dueto, y la más hermosa mujer deja la vida en el beso de su amigo... Todo esto ha sido ingeniosamente concebido y sentido en una perspectiva de ensueño»53.
En medio de esta auténtica locura, sobrenada el vivo interés autobiográfico y los aciertos parciales. De La hermosura de Angélica salió más tarde una obra teatral, con categoría de ópera, El premio de la hermosura, representada en 1614.
Así como La Angélica es un intento de acercarse al mundo brillante del Ariosto, La Jerusalén conquistada (Madrid, 1609) supone otro esfuerzo de aproximación a la épica italiana: la Gerusalemme de Torquato Tasso. Es un largo poema de veinte libros, en el que Lope, partiendo de una base falsa (la intervención de España en las Cruzadas orientales con Alfonso VIII), narra heroicidades y aventuras sin fin. El parecido de La Jerusalén con un libro de caballerías es muy estrecho, aunque mejor sería llamarla crónica poética de sucesos de la historia española. Su amor y conocimiento de las tradiciones locales, en íntima mezcla con las ideas imperialistas de la época, le hacen convertir a Ricardo Corazón de León, suegro de Alfonso VIII, y su cruzada en una tarea nacional.
—160→No se puede establecer con exactitud la fecha en que Lope escribió La Jerusalén. La anunció alguna vez, por ejemplo en el prólogo de las Rimas (Sevilla, 1604), en ocasión en que, al parecer, Lope pensaba que le bastaría con dieciséis cantos. Luego llegó a veinte. En general, las diferencias entre el poema de Tasso y el de Lope son muy acusadas. Lope no pudo dar suelta a sus peculiares modos de hacer poesía, obstinado como estaba en la imitación de la obra italiana. Es cierto que, en este sentido, Lope, una vez más, pretendió ser el portavoz de las apetencias colectivas. En todas partes había ido surgiendo la necesidad de tener un poema épico que sirviera de manifestación a los sentimientos nacionales, en auge impresionante durante el Renacimiento; un poema que reuniera, en sus páginas, los caracteres de la Iliada o de la Eneida. Ese movimiento de signo clasicista no cuajó en las copiosas asomadas que hizo. Ni La Franciada de Ronsard, ni La Austriada de Juan Rufo, ni quizá La Araucana de Ercilla. Solamente Cambes logró elevar el tema renaciente a una categoría nacional, orgullo máximo y merecido de la literatura portuguesa: Os Lusiadas. En esa teoría de intentos, La Jerusalén de Lope ocupa un puesto no desmerecido, aunque hoy no nos guste, y no exento de interés54.
—161→Lope escribió La Jerusalén con verdadero mimo. La rapidez y la improvisación típicas de su tarea no sirvieron para este largo poema, que fue elaborado con evidente esmero, a pesar de lo cual asoma su personalidad con clara luz en algunas ocasiones. Por ejemplo, en el libro XIX, ya fatigado de heroísmos y aventuras, Lope dedica unas octavas a hablar de sus amigos, Arguijo, Juan Blas, Liñán. No faltan tampoco pruebas de la nueva actitud que, pasado el momento de más definido poderío español en el mundo, iban tomando los españoles y sus enemigos. Ya estamos lejos de la gravedad y la desenvoltura que toda Europa había admirado en los españoles, sino que estamos en el campo de las jactancias por pasadas glorias, en la bravata y en el gesto arrogante: la rodomontada. Los combatientes españoles son retratados de este modo en La Jerusalén, en algunas ocasiones con evidente gracia; así ocurre con Garcipacheco, que, enviado al sultán Saladino con un mensaje, comete mil arrogancias, llegando a sentarse en presencia del sultán sin el permiso previo. En otra ocasión, admirado ante los tesoros increíbles de aquel palacio, el mismo Garcipacheco enumera las cualidades del palacio de su rey con grotescas exageraciones:
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Adivinamos la sonrisa (como la de hoy, como la nuestra) de los lectores del tiempo al leer esta pintoresca alusión a Madrid y a los venerables toros de piedra donde, en los finales del siglo XV, empezó la nacionalidad.
La Jerusalén conquistada, como siempre, inevitablemente ya, en este trenzado de vida y poesía, encierra también alusiones biográficas. En los cantos XVI y XVII aparece Micaela de Luján, novelescamente recordada. Se alude a los cinco hijos que con ella tuvo Lope (vio tres hermosas niñas divertidas... y a Lauro, ya rapaz, sobre un cayado... El más tierno desnudo le seguía). Estas criaturas, disimuladas entre las inacabables octavas del poema, pueden ser muy bien Ángela, Jacinta y Mariana, Juan y Félix, ya recordados cuando nos detuvimos en este episodio de su vida. Félix, el más tierno, debió morir muy pronto, y Lope lo recuerda en el canto VIII, donde se cuenta una cruzada infantil hecha con niños toledanos:
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Pero todo esto son rápidas ráfagas que asaetean, aquí y allá, el largo y complicado poema. Su mayor interés —163→ hoy no está en la lectura, sino en su valor de testimonio, de anhelo, de voluntad de estilo. Lope, dramaturgo, gran mirador de la vida, rápida, fluctuante, en perpetua decisión atolondrada, no podía moverse a gusto dentro del noble ritmo pausado de las octavas. También los mejores hallazgos de la Jerusalén son dramáticos, siquiera sea potencialmente.
La corona trágica es el poema destinado a cantar la desgraciada vida de María Estuardo, reina de Escocia, decapitada por la reina de Inglaterra (Madrid, 1627). En el prólogo, Lope de Vega dice claramente cuál ha sido su fuente: «don Jorge Coneo, canónigo lateranense y conde palatino de Urbano VIII». Efectivamente, este canónigo había escrito una historia en latín sobre la vida de la reina escocesa, Vita Mariae Stuartae Scotiae Reginae, aparecida en Roma primero y en Würzburg después. El poema de Lope, dividido en cinco libros, con casi cinco mil versos, es una enorme diatriba contra la reina de Inglaterra. Sobre la Corona han pesado mucho los juicios dictados, no por la lectura, sino por el credo religioso de los críticos, lo que refleja una evidente miopía. Sería estúpido pedir que Isabel I de Inglaterra fuese bien tratada desde el ángulo de la rígida y sentida ortodoxia española, y más aún por las manos de un viejo veterano de la Invencible, como lo era Lope. Este poema le valió a su autor, de parte del Papa Urbano VIII, el título de doctor en Teología por el Collegium Sapientiae y la Cruz de la Orden de San Juan. Desde ese momento, Lope se antepone el título de Frey55.
Dentro de este repaso a los poemas descriptivos de Lope, debemos recordar aún La mañana de San Juan —164→ en Madrid (1624), descripción de la fiesta de San Juan en las orillas del Manzanares, uno de los lugares predilectos del teatro lopesco. Es abundante la pincelada de sabor popular y tradicional en las 112 octavas del poema. También citaremos La descripción de la Tapada, finca del Duque de Braganza (Tapada es una voz portuguesa que significa 'parque, cercado'). La descripción ofrece, ante todo, un interés léxico, por la gran cantidad de nombres de flores y frutas allí citados56.
Lope de Vega es autor de un gran poema burlesco, La Gatomaquia, publicado en las Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos (Madrid, 1634). En este poema, escrito en silvas, Lope logró una parodia brillante de la épica italiana. Se trata de una formidable broma literaria, donde Lope se sonríe maliciosamente ante los extravíos y exageraciones de la épica heroico-patética del momento. Dedicado a su hijo Lope Félix (lo cual prueba que en el momento de la dedicatoria Lope no tenía noticias de su desgraciada muerte en el Caribe), narra los turbulentos amores de Zapaquilda y Micifuf, interferidos por Marramaquiz. Éste, siguiendo los consejos del gato hechicero Garfiñanto, procura seducir a la ingrata por procedimientos muy típicos del teatro lopesco (¡de nuevo esta asomada espontánea de lo dramático!): pretende darle celos y finge amar a otra: Micilda. Cuando van a llegar las bodas de Zapaquilda y Micifuf, Marramaquiz se lanza sobre los invitados, rapta a la novia y se encierra con ella en una fortaleza. Es verdaderamente abrumador el aparato —165→ con que el ultrajado pone asedio a la fortaleza. Por fin, los dioses olímpicos resuelven la situación, y Zapaquilda y Micifuf pueden vivir felices.
Tan pueril historia está contada con una pompa verbal extraordinaria y en permanente broma. No busquemos en vano la seriedad encantadora de una narración infantil. Lope escribe La Gatomaquia a los setenta años cumplidos, y es solamente la delgada burla lo que allí se nota. Es muy probable que, en esta anticipación esperpéntica esté su verdad, es decir, la forma en que, ya a la vuelta de todos los credos literarios, él veía el trajín desmesurado de la epopeya, el ir y venir de las espadas en avalancha heroica57.
Lope escribió varios poemas de fondo mitológico. La Filomena y La Andrómeda (1621); La Circe y La rosa blanca (1624). La primera parte de La Filomena poetiza el mito de Progne y Filomena, con la subsiguiente conversión de ambas en golondrina y ruiseñor, a causa de la funesta intervención de Tereo. Se trata, sin más, de una actualización más del viejo y hermoso mito, contado en octavas reales. La segunda parte, en silvas, sirve para que el autor, convertido en ruiseñor, lance su defensa literaria contra el tordo, Torres Rámila, el gramático ortodoxo que le había atacado antes en la Spongia. La Andrómeda, publicada a continuación en el mismo volumen, narra la fábula de Andrómeda y Perseo, con, y esto es lo curioso, evidentes reminiscencias gongorinas:
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La Circe es una versificación amplificada del episodio de La Odisea. Se cuenta el regreso de Ulises, los amores de Polifemo y Galatea, la bajada al infierno de Ulises y Palamedes, etc. En el poema, larga sucesión de octavas reales, le faltó a Lope su vena acostumbrada, oscurecido como estaba por la presencia del mito. Esto hace que hoy esté falto de interés. Detrás de La Circe, en el mismo volumen, se publicó La rosa blanca, otro centenar de octavas reales en loor de la hija del Conde-Duque de Olivares. Se trata de una muy complicada historia mitológica, donde los Dioses del Olimpo van y vienen alocadamente, dando color a las rosas o quitándoselo, según los acaeceres, y todo porque la dama homenajeada tenía una rosa blanca en su blasón. Es muy probable que detrás de tanta peripecia haya una escondida simbología, un real suceder, hoy para nosotros desconocido. «El fugaz encanto de este poema, dice Vossler, residió en un social juego al escondite»59.
Dentro de los poemas narrativos (o no líricos, para entendernos) de Lope hay una zona pedagógica, didáctica, referente a motivos literarios o culturales. Son, esencialmente, tres: El Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (Madrid, 1609); Isagoge a los Reales Estudios de la Compañía de Jesús (Madrid, 1629), y El Laurel de Apolo (Madrid, 1630). Del Arte nuevo, obra excepcionalmente importante por lo que en ella Lope —167→ nos dice sobre su peculiar manera de escribir el teatro, nos ocuparemos al examinar los postulados de su producción dramática. Los restantes ofrecen muy desigual interés. Muy poco La Isagoge y mucho más El Laurel de Apolo.
En los primeros días de 1629 se inauguró un nuevo edificio para el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, en Madrid. Lope compuso con tal motivo, y es posible que lo leyera en el acto público, su poema Isagoge (isagoge equivale a 'introducción, preámbulo'). Se trata de unas silvas, obra muy característica de la erudición oficial. Se invoca a todas las musas, a las regiones y a los ríos españoles, glorificando a los maestros. El poemita acaba con una lisonja al Conde-Duque.
Si la Isagoge adolece de ser versos de circunstancias y tedioso a no poder más, El Laurel de Apolo encierra un vivo interés. En él, Lope, en la cumbre de su fama y de su creación, pasa una revista minuciosa, llena de ancho mirar, al panorama de los poetas contemporáneos. Inevitablemente, El Laurel refleja los gustos de Lope, sus debilidades, sus malquerencias, aparte de ser un excelente y valioso catálogo de nombres de desigual importancia, pero siempre interesantes.
Lo escribió lentamente. Por lo menos, ya en 1623 hay noticias de ese trabajo. En el prólogo, habla de su tarea y dice: «... El ánimo dirá su discurso: alabanzas son de todos; ninguna mayor mía que haberlos alabado. Lástima sería que por alguno que no conociese, o se me hubiese pasado de la memoria, en los de mi patria (que en las otras sólo celebro pocos por no dar fastidios), me sucediese ganar enemigos; donde la ignorancia no suele ser malicia, ni el defecto de la memoria culpa grave». Estas últimas palabras tienden, sin duda, a curarse en salud ante las omisiones de muchos nombres valiosos en la lista del Laurel, y la inclusión, por el contrario, de muchos mediocres, hoy sólo recordados —168→ por esa cita lopesca. De todos modos, quizá en esos mediocres, como ocurre siempre, podía haber un espejismo o valoración fundamentada en razones que hoy no percibimos.
Lope cita a más de doscientos ochenta poetas de España y Portugal, treinta y seis franceses e italianos, veinticuatro antiguos y diez pintores españoles. Está repartido tan largo repertorio en diez silvas, con casi siete mil versos. No le faltan precedentes a este tipo de literatura. Ya los hubo en la antigüedad, y, ya en lengua vulgar, los Triunfos, de Petrarca, son buen antecedente. (Vossler sospecha que Lope podía conocer de alguna manera la existencia del fresco de Rafael El parnaso, academia bien saturada de sentido renacentista.) Pero, sin duda alguna, su más cercano predecesor es Cervantes, quien, primero en El canto de Calíope, de La Galatea, ya había citado a Lope, y, después, en El Viaje del Parnaso había hecho (1614) lo mismo, aunque condicionado por modelos italianos y españoles (Avvisi di Parnaso, de Cesare Caporali, 1582; Viaje de Sannio, de Juan de la Cueva, 1585). Este afán por las exhibiciones de nombres y de méritos fue tomando cuerpo en todas partes a medida que creció el sentido nacional y la conciencia crítica y literaria anejas. Las Academias y reuniones poéticas lo fomentaron.
Lope había salido con todos los honores en las listas que se habían escrito en España: las dos cervantinas y la República literaria de Diego de Saavedra Fajardo (1620)60. A la vuelta de sus muchos afanes se vio en la necesidad de corresponder: eso es El laurel de Apolo. Y lo hizo con muy buena voluntad, con cierta crítica, que da, a veces, sentido de imparcialidad, y otras deja entrever las razones subjetivas, las reticencias. En algunas ocasiones, dentro del caudaloso charlar del poema, —169→ las estimaciones siguen estando vigentes: Fray Luis de León, Quevedo, Espinel, Jáuregui. Especialmente, Fray Luis y Quevedo son muy bien vistos. En cambio, el elogio de Cervantes es flojo, inexpresivo, lo mismo que el de Tirso y Calderón. No cita el Quijote, sino versos y las heridas de Lepanto. Góngora sale citado como al acaso, y luego atacado a través de sus comentaristas. Las ausencias, algunas graves (Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Malón de Chaide, Gil Polo, entre otros), y los elogios a segundones, hacen pensar que Lope no fue muy ordenado en sus apreciaciones, o por lo menos no trató con igual rasera a amigos y enemigos.
Se encuentran, además, en El laurel de Apolo, observaciones valiosas sobre métrica, sobre la historia de las innovaciones italianizantes, sobre el origen latino de los versos españoles, etc. Vuelve a aparecer el inevitable elemento autobiográfico: aquí recuerda Lope los versos que escribía su padre, Félix de Vega:
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y existe una referencia a Marta de Nevares:
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y la evocación posible de Antonia Clara:
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La crítica que podríamos llamar literaria es la parte fundamental de la obra, pero tiene, además, digresiones —170→ ajenas a esta preocupación, a manera de ornamentos, de gran belleza algunos, como el viaje soñado de la enamorada sevillana la noche de San Juan, la fábula de Narciso o el baño de Diana.