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Los capítulos apócrifos del Quijote

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I

Uno de los episodios del Quijote más comentados viene siendo el de la cueva de Montesinos, núcleo y motor de toda la segunda parte de 1615, en opinión de Clemencín1. Por ello, y a la vista de la abundante bibliografía suscitada por tal episodio, pudiera parecer superfluo volver sobre el mismo, con la inútil pretensión de decir algo nuevo2.

Al ser éste un reconocido e inesquivable obstáculo con el que tropieza cualquier cosa que sobre el Quijote se escriba, su presencia funciona a la vez como un compromiso y una disculpa. El primero pudiera infundir desánimo en quien se acerca a unas muy leídas y comentadas páginas cervantinas. La segunda acaba por configurarse como esa retórica captatio benevolentiae que, en la actualidad, parece necesitar todo aquel que, de una u otra forma, continúa atreviéndose a escribir sobre Cervantes.




II

Creo que, en líneas generales, el episodio de la cueva de Montesinos ha sido estudiado sin salir apenas de sus mismas fronteras, es decir, las marcadas por los capítulos 22 y 23 del segundo Quijote. Es cierto que, como ya señaló Clemencín, los efectos de tal aventura se prolongan a lo largo de casi todo el libro.

Con todo, la condición de aventura apócrifa que se asigna, en el capítulo 23, a la relación de lo visto y vivido por Don Quijote en la cueva de Montesinos, ha traído como consecuencia la de que esa condición -el carácter apócrifo de la aventura- marque una especie de barrera o separación entre las aventuras quijotescas aceptadas como verosímiles y esta otra de la cueva, sentida como algo bien diferente de aquéllas y, por lo tanto, estudiable como un mundo aparte. Que así, en cierto modo, parecía entenderlo Cervantes tiende a apuntarlo la estrategia narrativa con que el autor presenta la aventura, al hacer que sea el propio Cide Hamete Benegeli quien, en el capítulo 24, concluida ya la aventura y al margen del manuscrito, denuncie la probable condición apócrifa de todo ello.

Con la coartada del historiador moro, Cervantes puede introducir en estos capítulos de la cueva de Montesinos todo el problema literario, tan vivo en su tiempo, de la verosimilitud o inverosimilitud. Si ésta resultase muy abultada en la aventura de la cueva, habría que considerarla apócrifa, pese a estar organizada sobre ella, prácticamente, la totalidad del Quijote de 16153.

Conviene recordar, sin embargo, que no es este el único capítulo o episodio tenido por apócrifo en el Quijote de 1615. Antes, al comienzo del capítulo 5, De la disputa y graciosa plática que paso entre Sancho Panza y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación, se encuentra la siguiente significativa advertencia:

(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlas, por cumplir con lo que a su oficio debía, y así, prosiguió diciendo:).



Aquí no es el autor sino el traductor quien tiene por apócrifo el capítulo. Ello equivale a advertir que para Cide Hamete no lo era, a diferencia del episodio de la cueva de Montesinos. El resultado, sin embargo, es el mismo: carácter apócrifo de dos capítulos del segundo Quijote, según sus respectivos traductor y autor. Esta matizada diferenciación supone una finta literaria más, entre las muchas utilizadas por Cervantes, a la hora de hacer llegar al lector la materia literaria de su novela4. El que en ésta quepa distinguir, junto a las zonas válidas y verosímiles, algunas otras -muy reducidas- caracterizadas por el rechazo o -al menos- la duda de tal validez y verosimilitud, define bien el inteligente juego literario planteado por Cervantes, al manejar una ficción novelesca en función de la aceptación o no aceptación por los lectores de la contigibilidad y verosimilitud de los hechos narrados en ella.

En cualquier caso, la aproximación de los dos episodios presentados como presumiblemente apócrifos en el segundo Quijote, puede permitirnos unas breves notas sobre el que pudiera ser considerado denominador común de ambos, referido precisamente a la condición compartida: su carácter apócrifo.




III

¿Qué tienen, pues, de común dos episodios tan distintos como lo son, en el Quijote de 1615, el coloquio Sancho-Teresa y la aventura de la cueva de Montesinos, narrada por el propio Don Quijote?

A primera vista se diría que prevalecen más los rasgos diferenciales que los aproximadores. En primer lugar, cabe advertir que no son los mismos los protagonistas de uno y de otro episodio. El del capítulo 5 lo es Sancho, en diálogo con su mujer y sin que, a lo largo de esas páginas, aparezca para nada Don Quijote, fuera de las alusiones que a él hace su escudero.

De la misma manera, el episodio de la cueva de Montesinos es vivido -o soñado- por Don Quijote, sin intervención alguna de Sancho Panza, ya que éste ha quedado fuera de la sima, en tanto el caballero se hunde en ella.

En los dos episodios, pues, los personajes centrales de la novela cervantina actúan por separado, con abandono del espacio común de sus compartidas aventuras -tal y como se organizan las más de los dos Quijotes, el de 1605 y el de 1615-, para integrarse cada uno de ellos en su espacio personal y específico: el rural-familiar de Sancho, y el ensoñadamente caballeresco de Don Quijote.

Cabría considerar entonces que, restituido cada personaje a su más auténtico mundo, se comportaría en él con más verosimilitud y propiedad que fuera de él. La gran paradoja de estos capítulos tenidos por apócrifos en el segundo Quijote reside precisamente en que es entonces y sólo entonces cuando la actuación de Sancho y de Don Quijote se configura como inverosímil o impropia.

En el caso del capítulo 5, la impropiedad afecta al modo de hablar de Sancho, según nos advierte la acotación inicial del traductor. Dos ecos de la misma se encuentran a lo largo del episodio, ya en sus tramos finales, cuando unas elocuentes parrafadas de Sancho dan pie al traductor para interpolar los dos siguientes paréntesis:

(Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dijo Sancho, dijo el traductor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo).

(Todas estas razones que aquí va diciendo Sancho son las segundas por quien dice el traductor que tiene por apócrifo este capítulo, que exceden a la capacidad de Sancho. El cual prosiguió, diciendo:).



La verdad es que si Sancho se expresa muy elocuente y hasta cultamente en el diálogo con Teresa, no fue esta la única vez que en los dos Quijotes actuó así. Por el contrario, su discreción, sabiduría e ingenio brillan en otras muchas ocasiones, con asombro de quienes le escuchan y, en especial, de Don Quijote. No procede aquí hacer recuento y memoria de esas otras ocasiones en las que Sancho se produce discreta y elocuentemente, sobradamente conocidas por cualquier lector atento de la novela. Baste con recordar, pues, que aunque este capítulo 5 se configure como sospechoso por virtud de la elocuencia de Sancho, ésta se da en muchas otras páginas de la novela, sin ir acompañada de advertencia alguna sobre su posible carácter apócrifo5. Recuérdese, a este respecto, cómo en el capítulo inmediatamente anterior, el 4, el bachiller Sansón Carrasco, tras una larga parrafada de Sancho, no puede menos de confesar:

-Vos, hermano Sancho -dijo Carrasco-, habéis hablado como catedrático.



Y en el capítulo 7, Don Quijote, en diálogo con Sancho, reconoce que éste «habla de perlas», declarando el escudero, humildemente, que cuanto dice lo ha aprendido al oírlo en los púlpitos. No obstante, ya en ese capítulo 7, se diría que a modo de contrapeso o contrapunto enfrentable a las sutilezas y buen decir de Sancho en todas esas últimas páginas, comienza en éstas a expresarse el escudero con atroces y grotescas impropiedades, como decir relucida por reducida, dócil por dócil, revolcar por revocar, etc. El cúmulo de disparates es tal que Sansón Carrasco, loador antes más o menos irónicamente del hablar de Sancho como el de un catedrático, confiesa ahora que el escudero es un mentecato. Así, en el capítulo 8, Sancho dirá sorbiese por absolviese, endrigos por endriagos. En el 10, cananeas por hacaneas. Después, en los capítulos siguientes desaparecerán o decaerán tales errores expresivos de Sancho, en la medida en que va quedando atrás el capítulo apócrifo 5, con el diálogo del escudero y su mujer.

Cabría considerar, entonces, que el autor, en esos capítulos subsiguientes al 5, se esforzó por corregir las faltas que contra el horaciano decorum pudieran, burlescamente, haberse deslizado en el coloquio Sancho-Teresa, en grado tal que hicieran posible su condición de apócrifo. Con la vuelta de Sancho a las andadas -es decir, al expresarse necia y rústicamente- se devolvía al personaje su caracterización tópica de labriego tosco y analfabeto.

Pues, en definitiva, como las acotaciones del traductor, a lo largo del capítulo 5, nos hacen ver claramente, la posible condición apócrifa del mismo vendría dada por el quebrantamiento del decorum clásico, por la impropiedad que suponía el que un rústico e iletrado labrador se expresara sabia y cultamente6. Si en el capítulo 47 del primer Quijote, el canónigo toledano elogiaba la propiedad en la caracterización de los personajes literarios, el cura reprochaba las impropiedades observables en las comedias de su tiempo, en las que podían aparecer «un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona».

Creo que en esa misma línea de impropiedades, desajustes o caracterizaciones contra el decorum, está la actuación de Sancho, no como «lacayo», pero sí como «villano retórico». Tal caracterización es la que atrae sobre el capítulo 5 la sombra o sospecha de apócrifo, en virtud, estrictamente, de la impropiedad con que Sancho se expresa y no por cualquier otra circunstancia.




IV

Evidentemente, ese capítulo 5 se inserta en la línea de coloquios con que se abre el segundo Quijote, antes de que el caballero y el escudero abandonen la aldea e inicien un nuevo ciclo de aventuras. Se tarda en pasar a la acción, y Cervantes consume nada menos que siete capítulos en la presentación y transcripción de los diálogos mantenidos en la aldea por los principales personajes: Don Quijote, el cura, el barbero, Sansón Carrasco, el ama, la sobrina, Sancho, su mujer. Siete capítulos, pues, caracterizados por la falta de aventuras y por la presencia de coloquios.

De tales coloquios, el mantenido en el capítulo 5, entre Sancho y su mujer, se configura como el más teatral de todos ellos; hasta el punto de que esas páginas son poco menos que puro diálogo, con muy levísimas acotaciones. La disposición y desenlace de tal coloquio traen al recuerdo el tema y el tono de algún entremés o paso, concretamente del llamado De las aceitunas, de Lope de Rueda, donde también un matrimonio campesino discute a propósito del precio a que la hija venderá en el mercado unas aceitunas recién plantadas. La situación es relativamente semejante a la del coloquio cervantino, puesto que en éste hay también un matrimonio de labriegos y una hija, por más que ésta no aparezca en escena, aunque se aluda constantemente a ella.

Este tema, el de las aceitunas -recogido también por Avellaneda en su Quijote apócrifo, a propósito del rigor con que Sancho piensa educar a su aún no concebido hijo-, comunica al capítulo 5 esa señalada tonalidad entremesística. Pero su presencia en las páginas del Quijote va más allá de las de tal capítulo, habida cuenta de que, en el mismo, Sancho funciona casi como un eco de una muy repetida actitud de su amo: aquélla que le lleva a confundir tantas veces ilusión con realidad, o bien, futuro con presente. Recuérdese a este respecto que en el capítulo 30 del Quijote de 1605, el hidalgo da ya por hecho y resuelto todo el pleito de Micomicona, tan pronto como la ingeniosa Dorotea le propone comenzar tal aventura.

También Sancho en su diálogo con Teresa da ya por hecho el haber obtenido el gobierno de una ínsula con el subsiguiente encumbramiento social de toda su familia y con el casamiento de su hija Sancha con algún conde o noble. Tal idea acongoja a Teresa hasta el extremo de hacerle decir:

-El día que yo la viere condesa -respondió Teresa-, ese haré cuenta que la entierro; pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto; que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros.

Y con esto comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica.



Considerado así el capítulo 5, como un coloquio cómico a cargo de sólo dos personajes, cabría interpretar el irónico énfasis que el traductor pone en destacar el increíble lenguaje del escudero, en función precisamente del desplazamiento de papeles y de actitudes que supone el diálogo no con su interlocutor habitual -Don Quijote-, sino con su mujer. Si en los coloquios mantenidos entre Don Quijote y Sancho, aquél solía despeñarse por el sueño ilusionista, en tanto que Sancho asumía una visión realista de las cosas, ahora, por virtud del comentado desplazamiento, Sancho encarna, frente a la estimativa rústicamente realista de su mujer, la visión fantástica e ilusoria. El sueño de la ínsula es el equivalente del sueño caballeresco de Don Quijote, y el papel que Sancho desempeñaba junto a su amo, es, en cierto modo, desempeñado ahora por Teresa Panza.

Así las cosas, y por exigencia interna de tal desplazamiento de perspectivas, se imponía el que Sancho actuara frente a Teresa un poco como Don Quijote solía actuar frente a él. De ahí el relativamente nuevo estilo en que Sancho se expresa, significador del desnivel suscitado ahora en el que antes pudo ser un matrimonio con una estimativa común en lo sustancial. Se ha producido un desajuste en tal estimativa, con la inevitable repercusión lingüística que supone el modo de expresarse Sancho frente a Teresa; no totalmente nuevo, pero sí caracterizado ahora por una insistencia en unos determinados rasgos, tan explícita que puede suscitar todo ese burlón problema de la autenticidad o condición apócrifa de esas páginas.

La verdad es que si el lector del Quijote se molesta en comprobar cuáles son las reacciones de Teresa Panza, capítulos adelante, cuando Sancho obtiene el gobierno de la ínsula Barataria, verá que esta mujer no actúa ni mucho menos tal y como pudiera hacerlo presumir cuanto dice en el capítulo 5. Léase con atención el 50 y se verá cómo Teresa, al recibir noticias de su marido gobernador, se muestra muy satisfecha y dispuesta a encumbrarse socialmente; idea esta totalmente rechazada en el capítulo 5. Y en el 52, cuando Teresa escribe a la duquesa, olvidándose de cuanto discutió con Sancho, se muestra muy deseosa de pasar a la corte y de lucir socialmente.

El violento giro experimentado en la sensibilidad social de Teresa nos hace ver con claridad que su actitud a lo largo del capítulo 5 guardaba relación con el ya comentado desplazamiento, por virtud del cual si Sancho se comportaba -y expresaba- casi como Don Quijote, su mujer tenía que hacerlo como Sancho. En cierto modo, todas las irónicas cautelas en torno a la posible condición apócrifa de tal capítulo tienen su origen en ese desplazamiento de perspectivas. Cervantes debió ver en él una posibilidad cómica, sabiamente explotada en el coloquio. Su posible condición apócrifa suponía, en el fondo, una connotación cómica más que agregar a las que, per se, ya entrañaba ese capítulo.




V

Volvamos ahora al episodio de la cueva de Montesinos para indagar si su condición apócrifa tiene algo que ver con la asignada al capítulo 5.

¿Se trata, nuevamente, de un problema de quebrantamiento de la propiedad, del decorum», allegable al suscitado por el impropio lenguaje empleado por Sancho en su coloquio con Teresa?

Posiblemente, el problema sea aquí bastante más complejo, aunque, en cierto modo, y con nuevos matices, se repite el mismo fenómeno. Por eso Cesáreo Bandera, al ocuparse de la cueva de Montesinos, ha podido decir:

La transformación de lo real en irreal, y viceversa, no es algo ante lo que Cervantes permanezca impasible, distanciado o en actitud de gozo estético. Esta transmutación, que de hecho es una ausencia de diferenciación, una oscura mezcolanza, es algo a la vez risible y profundamente trágico. Es, como dirá más tarde Calderón, el sueño de la vida. Es lo que contempla Don Quijote en su bajada a los infiernos, simbólica e irónicamente representado en el episodio de la Cueva de Montesinos, donde la materia caballeresca se vierte en el molde de un lenguaje sanchopancesco7.



Es obvio que Bandera no quiere decir que Don Quijote, al salir de la cueva de Montesinos y contar a Sancho y al Primo lo que allí ha visto, lo haga en un lenguaje allegable al normalmente usado por su escudero. Al calificar Bandera de sanchopancesco el lenguaje de que ahora se sirve el caballero, no parece apuntar a un léxico, a una sintaxis, ni tan siquiera a un tono, sino a algo más profundo que se relaciona no tanto con una corteza, estilo o manera expresiva, como con lo recubierto por ella: el mundo presentado por Don Quijote a través de un lenguaje que sigue siendo el suyo, aunque aluda a otro mundo que, tal vez, no sea ya propiamente el habitual del caballero.

Con todo, la observación de Bandera nos daría pie para, de nuevo, encontrar un desajuste o impropiedad, una falta contra el decorum, interpretables en la misma o parecida clave de que nos hemos valido para comentar el otro capítulo apócrifo, el 5. Si éste parecía sospechoso en cuanto a su verosimilitud por la forma de expresarse Sancho, el fenómeno se repetiría ahora, al servirse Don Quijote -como apunta Bandera- de «un lenguaje sanchopancesco» para contar lo que ha visto en la cueva de Montesinos.

Pero ¿se trata realmente de «un lenguaje sanchopancesco», aun entendido éste como visión o perspectiva? En cierto modo, una visión sanchopancesca de la materia caballeresca equivaldría a un conocimiento de ésta por parte del escudero, prácticamente inexistente o existente en muy reducida proporción.

La materia caballeresca de que Sancho Panza pudiera hacerse cargo parece siempre un deformado eco de la que conoce a través de su amo. A la hora de inventar escenas y situaciones, Sancho no suele recurrir a lo caballeresco, sino al medio ambiente rural que le era propio y conocido. Recuérdese, por ejemplo, el coloquio entre Don Quijote y su escudero contenido en el capítulo 31 del primer Quijote, cuando el caballero pide cuentas a Sancho de la carta que éste había de llevar a Dulcinea. El punto de partida de tal coloquio es una típica situación de novela caballeresca: el mensajero del caballero andante informa a éste de la entrevista que ha tenido con su dama.

En el coloquio Don Quijote-Sancho cabe advertir la presencia de dos específicos lenguajes o perspectivas: la de Don Quijote, apoyada siempre sobre los tópicos del refinado mundo cortés-caballeresco, y la de Sancho Panza, sustentada, de principio a fin, en los lugares comunes de la vida campesina. En ningún momento Sancho intenta despegar su invención de ese nivel rural y realista, aupándola al de la fabulación caballeresca, ni tan siquiera en una dimensión burlesca o paródica. En el balanceo u oscilación pendular entre las dos perspectivas, la de Don Quijote y la de Sancho, reside toda la gracia del coloquio.

En el caso de la cueva de Montesinos sí hay, evidentemente, una inflexión burlesca, paródica, degradadora, en el tratamiento de la materia caballeresca. El que la misma se dé a través de la voz y de la perspectiva de Don Quijote es lo que parece justificar el que Bandera hable de lenguaje sanchopancesco, referido al del caballero, no porque éste adopte el modo expresivo propio de su escudero, sino porque, en definitiva, la visión de Don Quijote se configura, como algo sustancialmente degradador y negativo con referencia al mundo caballeresco.

En la medida en que Sancho Panza, aunque actúe al servicio del mundo caballeresco, no participa en él ni parece entenderlo, el episodio de Montesinos se conforma como negativamente caballeresco y, por ende, calificable, con más o menos propiedad, de sanchopancesco, es decir, de apócrifo, habida cuenta de que la visión de Don Quijote no guarda demasiada congruencia con lo que, hasta ahora, había venido siendo el mundo caballeresco definido o descrito por el hidalgo.

Aquí podría radicar la posible impropiedad o falta contra el decorum de todas las páginas relativas a la cueva de Montesinos. Pero en ellas hay algo más que un simple desajuste expresivo, como el que pudiera suponer la manera de hablar Sancho en el capítulo 5. Pues la verdad es que los que Don Quijote describe como visto y vivido en la cueva, no lo hace con estilo o lenguaje distinto al suyo habitual. Lo distinto es precisamente lo allí visto y no la manera de describírnoslo; si bien, la especial índole paródica y negativa del mundo subterráneo, soñado o vivido por Don Quijote, trae como consecuencia una especial entonación expresiva: la propia, casi, de la parodia, del diseño burlesco.




VI

En su artículo Cervantes y la epopeya, Menéndez Pidal pudo estudiar, con su habitual competencia, lo que el episodio de la cueva de Montesinos supone en el Quijote, referido a la presencia del romancero en esa novela cervantina8. Junto a otras referencias romanceriles, perceptibles en el Quijote, la de la cueva de Montesinos le sirve a Menéndez Pidal para «comparar dos modos de parodia: el entonces usual y el innovado por Cervantes»9.

Por modo usual de parodia, en la literatura española del XVII, entiende Menéndez Pidal el propio de Góngora y de Quevedo, en romances burlescos como Desde Sansueña a París, Arrojóse el mancebito, Pavura de los Condes de Carrión, etc. Los más nobles temas y personajes aparecen degradados, escarnecidos, trátese de Gaiferos, de Hero y Leandro, del Cid, etc. Considera Menéndez Pidal que Cervantes nunca incide en tales extremos y compara un romance burlesco de Góngora -«Diez años vivió Belerma / con el corazón difunto»- con el tratamiento del mismo motivo en el episodio de la cueva de Montesinos, cuando éste cuenta a Don Quijote cómo sacó el corazón del cadáver de Durandarte, para llevárselo a Belerma. Menéndez Pidal considera que

todo el artificio de Góngora consiste en emplear la más cruda vulgaridad, llegando hasta lo soez, lo irreligioso y lo obsceno, para corroer y disolver el sentimiento caballeresco de fidelidad amorosa, inherente a la leyenda de Durandarte y Belerma10.



Por el contrario, en Cervantes ve Menéndez Pidal un modo de parodia que

se produce trayendo la poética vaguedad a lo concreto vulgar. Los pormenores concretos, vulgares, nunca soeces, envuelven y sofocan la nobleza exterior del relato romancístico, pero sin tocar a la nobleza íntima.

[...]La poesía interior del romance, perdura en su esencia grave y trágica; sólo se bromea con la corteza, con la envoltura que le pone la desbaratada imaginación del loco. La superior delicadeza, la extremada finura, la elevación del sentimiento cómico en Cervantes resalta bien en comparación con sus grantes contemporáneos11.



Como quiera que sea, lo cierto es que Menéndez Pidal creía estar ante una parodia, distinta de las usualmente manejadas por Góngora y Quevedo, aunque no totalmente descargada de los rasgos cómicamente fisiológicos que el género parecía requerir. Así, por más que Menéndez Pidal compare las notas soeces y aun obscenas que se dan en el romance gongorino de Belerma, con su ausencia en las páginas cervantinas, no deja de percibirse en éstas una relativa densidad fisiológica -todo lo pertinente a la operación de sacar Montesinos el corazón del pecho de Durandarte con un puñal buido, manchándose de sangre, salando después la víscera, o lo referente al descolorido semblante de Belerma y al «mal mensil, ordinario en las mujeres», entre otras cosas- que se diría exigida por el especial tono literario ahora manejado por el autor: el de la parodia.

Cabría considerar que tal tono no es peculiar del episodio de Montesinos, sino de la totalidad del Quijote, en sus dos partes de 1605 y de 1615. Creo, no obstante, que cualquier lector atento de la novela percibirá una evidente diferencia tonal entre lo que pudiera considerarse parodia en el Quijote, fuera de la cueva de Montesinos, y la insólita configuración que tal tono adopta en ese capítulo, denunciado irónica, pero significativamente, como apócrifo.

Tal denuncia o sospecha marca precisamente la distinción. Una cosa es que, recién iniciadas las aventuras de Don Quijote, en su primera salida, se parodie el motivo caballeresco de la vela de armas y la ceremonia de ser armado caballero, mediante la traslación de todo eso al marco rústico de una mal acomodada venta, y otra cosa bien distinta es el que en un pasaje ligado al mundo épico-caballeresco, Montesinos actúe y se exprese grotescamente. Don Quijote podrá parodiar la penitencia de Amadís en la Peña Pobre con su retiro a lo más solitario y abrupto de Sierra Morena; pero de hecho el hidalgo no tiene conciencia de estar parodiando nada, dada la seriedad con que actúa. Sólo desde fuera, desde la perspectiva del único contemplador de los disparates del caballero que es Sancho (y, a su través, el lector) se percibirá la configuración burlesca, paródica, de la escena. La parodia es el resultado de una clara superposición, sugerida por el propio Don Quijote, al referirse a la penitencia de Amadís y a las locuras de Orlando, como modelos literarios de su conducta. Ni uno ni otro sufren lesión directa, puesto que ni Amadís ni Orlando comparecen directamente, a diferencia de lo que ocurre en la cueva de Montesinos, donde sí están presentes los personajes de los viejos romances carolingios, para ser sometidos a la deformación esperpéntica que supone el nuevo modo paródico cervantino.




VII

Aunque Cide Hamete Benengeli, en el capítulo 24, al considerar apócrifo el capítulo anterior, apele al buen juicio del lector y sugiera la posibilidad de que todo fue invención de Don Quijote, «por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias», parece claro que en éstas difícilmente encontraría el hidalgo episodios caracterizados por un tono semejante al de la cueva de Montesinos.

Cuando, en el capítulo 2 del primer Quijote, se describe la primera salida del hidalgo y lo que «consigo mesmo» va hablando éste mientras camina por «el antiguo y conocido campo de Montiel», Cervantes tiene ocasión de parodiar la retórica propia de los libros de caballería, los tópicos expresivos característicos de éstos, calificándolos de «disparates, todos al modo de lo que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje». Compárense los tales disparates con los presentados en la cueva de Montesinos, y se verá que son de linaje bien distinto. Los primeros sí encajarían dentro de los libros más leídos por Don Quijote. No así los de la cueva de Montesinos. De manera semejante, cuando en el capítulo siguiente, el 3 del primer Quijote, el ventero que arma caballero al hidalgo se revela como buen lector de libros de caballerías e inventa acciones propias de éstos, jamás incurre en la manipulación de disparates allegables a los de la cueva.

Recuérdese, asimismo, cómo en el capítulo 18, cuando Don Quijote va haciendo recuento de los ejércitos-rebaños, la nota dominantemente grotesca es la que afecta a los nombres de los principales caballeros combatientes, parodiando así Cervantes la increíble onomástica de los libros de caballerías, a la manera del Amadís. Lo paródico, sin embargo, no pasa realmente de ahí. Finalmente, y en esta misma línea, recuérdese, en el capítulo 50 del Quijote de 1605, la aventura del Caballero del Lago que Don Quijote inventa en su diálogo con el canónigo toledano. Aquí el caballero andante se arrojará en el «gran lago de pez hirviendo» con el mismo valor con que Don Quijote se hundirá en la cueva de Montesinos. Pero, a diferencia de lo que éste cree ver en la sima, el paisaje subacuático descrito en el capítulo 50 se caracteriza por su gran belleza -el tópico casi del locos amoenus- y por su ausencia de connotaciones burlescas y negativas. Tan sólo algún leve destello realista rompe fugazmente el tono refinado del conjunto:

Y después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizás mondándose los dientes, como es costumbre.



Parece superfluo aludir a la enorme distancia que media entre esta levísima alusión fisiológica y el mucho más denso nivel de referencias de tal tipo que se encuentran en el episodio de Montesinos.

Con todo, pudiera resultar útil explorar las páginas del Quijote anteriores a tal episodio, en las que, de alguna manera, pudiera percibirse algo así como un anticipo del nuevo tono paródico ensayado en la descripción de la cueva de Montesinos.

Así, en el capítulo 20 del primer Quijote cabe advertir ya una nota extremadamente caricaturesca, a propósito de las virtudes atribuidas por el hidalgo al bálsamo de Fierabrás, capaz de recomponer un cuerpo partido en dos. Con todo, este tipo de comicidad resulta distinto al manejado en la cueva de Montesinos. Más se acerca a este último la sucia aventura que, en el capítulo 15 de la primera parte inventa Don Quijote, tras el molimiento de los yangüeses. Recuerda, entonces, cómo Amadís fue hecho prisionero por Arcalaus y azotado por éste:

Y aun hay un autor secreto, y de no poco crédito, que dice que, habiendo cogido al Caballero del Febo con una cierta trampa, que se le hundió debajo de los pies, en un cierto castillo, y al caer, se halló en una honda sima debajo de tierra, atado pies y manos, y allí le echaron una destas que llaman melecinas, de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo.



Este episodio fisiológico, ocurrido precisamente en una «honda sima» -con la presencia de esa tan poco caballeresca melecina, es decir, un clíster o lavativa aplicada al Caballero del Febo- aparece atribuido a «un autor secreto», obteniéndose así una irónica coartada no muy distinta de la manejada en la cueva de Montesinos a propósito del carácter apócrifo de tales páginas. La ficción de los autores secretos se relaciona claramente con la ingeniosa estrategia desplegada por Cervantes, al aludir a los varios autores del Quijote -algunos de ellos, secretos-, como introducción, todo ello, de la figura de Cide Hamete Benengeli. Recuérdese que en el capítulo 13 de la primera parte, a propósito de Galaor como caballero andante sin dama señalada, Don Quijote llega a decir que él sabía «de secreto, que estaba muy bien enamorado». Volviendo al episodio de la cueva y a algún pormenor tan burlesco como el del «puñal buido, más agudo que una lezna» con el que Montesinos dijo sacar el corazón del pecho de Durandarte, señalemos que en el capítulo 26 del primer Quijote, el caballero, solitario en Sierra Morena, dice, hablando consigo mismo:

-Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla, pues al fin era encantado, y no le podía matar nadie si no era metiéndole un alfiler de a blanca por la punta del pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro?



El mismo motivo reaparece, también en boca de Don Quijote, en el capítulo 32 de la segunda parte, cuando, en casa de los duques, el hidalgo recuerda el caso de algún caballero

de tan impenetrables carnes, que no pueda ser herido, como lo fue el famoso Roldán, uno de los doce Pares de Francia, de quien se cuenta que no podía ser herido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto había de ser con la punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma alguna.



La fábula de la invulnerabilidad de Roldán no era invención de Don Quijote y, como ha sido señalado, guarda relación con el motivo del talón de Aquiles. «Añadidura festiva» de Cervantes era, como ha indicado Clemencín12, lo relativo al «alfiler de a blanca» o «alfiler gordo».

Esta minucia detallista, allegable a la del «puñal buido» de Montesinos, se carga de un sentido grotesco, y denuncia, a la vez, la frecuente inutilidad o no funcionalidad estética de ciertos pormenores descriptivos13. En consecuencia, la relativa abundancia de los mismos en la cueva de Montesinos parece explicarse en razón del nuevo tono paródico de ese capítulo, como algo diferenciable de las normales connotaciones paródicas advertibles en las restantes páginas de la novela. El que, en las de la cueva, Cervantes se sirva de una relativa acumulación de esos pormenores y detalles, antes tan escasos y diseminados, ahora tan concentrados en unas pocas páginas, hace que éstas adquieran un aire extraño y puedan ser calificadas de apócrifas.

Con todo, se diría que antes de llegar a ellas, Cervantes ensayó algún anticipo de ciertos temas o motivos presentes en el episodio de la cueva. Recuérdese, por ejemplo, que en el capítulo 14 del segundo Quijote, el Caballero del Bosque (es decir, Sansón Carrasco) hace alarde ante Don Quijote de varias proezas por él llevadas a cabo, entre ellas haber desafiado a la giganta Giralda, haber levantado en peso los Toros de Guisando y haberse sumido en la sima de Cabra. Aquí está, pues, lo sustancial de la cueva de Montesinos y de su introducción o marco. Pues si, por un lado, la aventura del Caballero del Bosque descendiendo a la sima de Cabra preludia la de Don Quijote bajando a la cueva de Montesinos, por otro, todas las pintorescas metamorfosis con que se explican el intermitente fluir del Guadiana y la configuración de las lagunas de Ruidera se conectan con la burlesca erudición del Primo, tal y como éste la expone en el capítulo 22 del segundo Quijote, poco antes del descenso del caballero a la cueva:

Otro libro tengo también, a quien he de llamar Metamorfoseos o Ovidio español, de invención nueva y rara; porque en él, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Madalena, quién el Caño de Vecinguera de Córdoba, quién los Toros de Guisando, etc.



Obsérvese que dos de las metamorfosis citadas por el Primo-Giralda de Sevilla y Toros de Guisando- coinciden con dos de las proezas del Caballero del Bosque, convertido entonces en antecedentes del otro curioso personaje, cuya función en el capítulo 22 parece ser la de darnos algo así como la introducción o el marco de la aventura recogida en el capítulo 23: el descenso a la cueva y la averiguación de los orígenes de Guadiana (un escudero) y de Ruidera (una dueña). Lo que de ellos cuenta Don Quijote, a través del relato de Montesinos, enlaza perfectamente con la materia y tono del libro del Primo: Metamorfoseos, o Ovidio español, presentado como «de invención nueva y rara» por imitarse en él «a Ovidio a lo burlesco». Creo que estas frases del Primo nos dan algo así como la última clave de lo que, en la intención de Cervantes, pudo ser el nuevo tono-paródico, burlesco- asignado a la visión de Don Quijote.

Por poseer la descripción de la cueva de Montesinos ese nuevo tono, el capítulo se separa de las restantes páginas del Quijote y atrae sobre sí la sospecha de apócrifo. Con la misma, el autor de la novela marca bien explícitamente una diferencia tonal, justificadora del nuevo manejo de lo burlesco en un libro que, globalmente, parecería caracterizarse por esa condición.

Sin embargo, a Cervantes le interesaba dejar bien claro que una cosa era el normal tono burlesco de tantas y tantas páginas del Quijote, y otra, el empleo de un insólito tono o nuevo matiz burlesco manejado en sólo ese capítulo de Montesinos.

Que tal vez pudiera producirse una incongruencia o un desajuste tonal, fue algo de que Cervantes pudo tener conciencia, y de ahí la coartada de lo apócrifo (sumable a la otra coartada, que en seguida comentaremos, de lo onírico).




VIII

Desde lo anecdótico a lo profundo, el episodio de la cueva supone -contrastando con los anteriores capítulos- una serie de incongruencias, entre las cuales cabría citar -dentro de lo anecdótico- el hecho de que Don Quijote fuera capaz de ver a Montesinos y restantes personajes encantados, cuando en el capítulo 16 de la primera parte, en la venta de Juan Palomeque, el hidalgo aseguró más de una vez a Sancho que «los encantados no se dejan ver de nadie» y que las cosas de encantamiento «son invisibles y fantásticas».

Tal invisibilidad desaparece en la cueva de Montesinos, y es sustituida por la ya comentada densidad y minuciosidad fisiológica, que permite a Don Quijote captar todos los detalles de la indumentaria de Montesinos, y percibir con acuidad las «grandes ojeras» y «color quebradiza» de Belerma.

Sí, en cambio, y dentro también de lo anecdótico, mantuvo Cervantes la congruencia de presentar, en la cueva, a los encantados como no necesitados de comida alguna y carentes de «escrementos mayores». En el capítulo 48 del primer Quijote, cuando va encerrado el hidalgo en la jaula que, sobre un carro, le conduce a la aldea, dialoga con Sancho acerca de su encantamiento y reconoce que se ve sujeto a las más desagradables necesidades fisiológicas. Por eso, en el capítulo 49, Sancho deduce que Don Quijote no sufre encantamiento pues «los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados».

De manera semejante a como Cervantes recordó todo esto a propósito de los encantados en la cueva, pudo haber recordado lo de su invisibilidad. Sin embargo, era preferible olvidar tal extremo, puesto que mantenerlo hubiera equivalido a hacer imposible la aventura, la visión de Don Quijote.

Quedaba, por supuesto, el recurso del sueño, y aunque el hidalgo, al salir de la cueva, niegue haber visto todo eso dormido e insista en la verdad y realidad de cuanto vio, los lectores de esas páginas han sido informados de que, al salir de la sima, «traía cerrados los ojos, con muestra de estar dormido».

Con la coartada del sueño el narrador puede disponer de una cierta libertad inventiva, haciendo posible, gracias a la deformación onírica, lo que fuera de ella difícilmente podría ser aceptado.

Cabe entonces pensar que el sueño traiciona a Don Quijote, al descubrir lo que el mundo caballeresco era para su subconsciente. A este respecto Avalle-Arce ha podido formular una muy aguda interpretación:

O sea, que el don Quijote soñado demuestra cabalmente la invalidez y la futilidad de las acciones de don Quijote soñador. Porque el sueño imparte un bien claro mensaje: el mundo ideal de la caballería, en el que nuestro hidalgo cree a pie juntillas, y al que ha dedicado su vida, carece de todo sentido. El sueño demuestra que el ideal es un esperpento14.



Creo, sin embargo, que la coartada del sueño no es suficiente para explicar el insólito tono del episodio de Montesinos. La burlona insistencia cervantina en el carácter apócrifo del mismo parece revelar que el autor, aun habiendo acertado tan inteligentemente en la elección de ese recurso -el sueño-, era consciente de la escasa verosimilitud o propiedad del mismo. Y esto no porque se tratara de un sueño, sino por el especial contenido y tono que el tal posee.

Imaginemos -es pura suposición- a Cervantes deseando incluir un episodio relacionable con esas Metamorfosis burlescas a que aludía el Primo. La libertad y arbitrariedad de un sueño hacían de éste el excipiente adecuado para la incorporación a las páginas del Quijote de tan burlesca temática.

Pero quedaba en pie el problema de la congruencia de lo soñado con las características y personalidad del personaje que sueña. ¡Fue este el quid de la cuestión, el insalvable obstáculo que llevó a Cervantes a manejar no sólo la coartada del sueño, sino también la del carácter apócrifo de todo el capítulo?

Recuérdese que el sueño de Don Quijote es tan elaborado y fantástico que más parece invención que otra cosa. Considérese la advertencia que cabe leer en el capítulo 24:

Pues pensar yo que Don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible; que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más; puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della, y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias.



Cualquier lector del Quijote sabe que en las últimas páginas, las del testamento y muerte del caballero, no hay tal retractación. Sabe también que en el capítulo 23, mientras el Primo acepta la historia de Don Quijote, Sancho se niega a creerla por razón, fundamentalmente, de saber él mejor que nadie la falsedad del encantamiento de Dulcinea. Sabe el lector, asimismo, que en el capítulo 25 se vuelve al tema de la cueva, a propósito del mono adivino que lleva Maese Pedro. ¿Fueron cosas soñadas o verdaderas? Parte y parte, contesta el mono. Ecos posteriores del episodio de Montesinos se encuentran en el capítulo 29, cuando Don Quijote vuelve sobre esa aventura y lo que de ella dijo el mono, ateniéndose el caballero más a las cosas «verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la mesma mentira». La historia será contada, en el capítulo 33, a la Duquesa. En el 34 se prepara la burla de Dulcinea encantada y de los azotes que, para su desencantamiento, ha de darse Sancho. Don Quijote sigue aún sin saber «si era verdad o no lo que había pasado en la cueva de Montesinos». Pero en el capítulo 41, el de Clavileño, Don Quijote parece admitir casi lo que la aventura tenía de invención o de mentira, al mostrarse dispuesto a aceptar lo que Sancho ha dicho ver en su mágico vuelo, si el escudero acepta lo que él vio en la cueva de Montesinos. Y todavía en el capítulo 62, en Barcelona, Don Quijote preguntará a la cabeza mágica si «fué verdad o fué sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos». La cabeza contesta que «hay mucho que decir: de todo tiene».

Se ve, pues, que los ecos de esa aventura se prolongan, prácticamente, a lo largo de todo el segundo Quijote y hasta casi su final, manteniéndose siempre la dialéctica verdad-mentira en los diálogos sobre el tema del caballero y del escudero, y configurándose el episodio como ejemplo superlativo del gusto cervantino por la ambigüedad.

En cualquier caso, lo que aquí importaba señalar es que esa ambigüedad afecta al recurso mismo del sueño, tantas veces puesto en entredicho como tal, incluso por el propio Don Quijote.

Hay en la novela un muy claro momento en que Don Quijote sí sueña de verdad y es en el tan conocido capítulo 35 de la primera parte, cuando el caballero, en la venta, combate con los cueros de vino, creyéndolos (por virtud, precisamente, del sueño) gigantes. Incluso despierto, Don Quijote sigue sin darse cuenta de que todo fue sueño, teniéndolo por realidad. Es obvio que tal sueño presenta unos caracteres muy distintos al de la cueva de Montesinos.

En el capítulo 14, del primer Quijote también, se encuentra un pasaje de un cierto interés con referencia a la materia y características de los sueños: La ventera, su hija y Maritornes curan al maltrecho Don Quijote. Sancho dice que también a él le duelen «un poco los lomos», explicando tal dolor por simpatía con el de su amo. La hija del ventero comenta entonces:

-Bien podría ser eso -dijo la doncella-; que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo, y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído.



Ni un sueño como éste ni el sonambúlico de Don Quijote tirando tajos a los cueros de vino, tienen nada que ver con el de la cueva de Montesinos. Presenta éste unos caracteres de artificiosidad literaria bastante abultados, lo suficiente como para invalidar su condición de sueño verosímil y aceptable como tal. La burlesca materia que Cervantes se propuso alojar en ese sueño suponía -por su índole y su extensión- un atentado contra la verosimilitud de lo soñado, aun admitiéndose que todo, hasta lo más absurdo e incongruente, cabe en un ámbito onírico. Lo que ocurre es que en el sueño de Don Quijote no hay realmente incongruencias, situados todos y cada uno de los hechos y detalles descritos dentro del mismo sueño. Lo incongruente, en todo caso, vendría dado por el hecho de atribuir un sueño con tales características a un personaje como Don Quijote.

Para Cervantes -y ello no supone ninguna novedad, realmente- el sueño, tratado literariamente, se configuraba como un antiguo y prestigioso recurso, tantas veces puesto al servicio de la fantasía, de la crítica, de la sátira. El propio Cervantes se sirvió del tal recurso, de forma aún más sofisticada y ambigua que en el Quijote, en la última de sus Novelas ejemplares, el Coloquio de los perros, donde se plantea, de forma verdaderamente apasionante, el problema de si el diálogo de Cipión y Berganza fue soñado por Campuzano o por ellos mismos o por quién sabe quien15.

El sueño, pues, se presentaba ante Cervantes como el procedimiento adecuado con el que introducir, en el segundo Quijote, un tono burlesco, en cierto modo distinto del habitualmente perceptible en los anteriores capítulos de la novela. Ahora, el tono había de ser el de la grotesca y declarada parodia, aunque ésta, como antes recordábamos a través del estudio de Menéndez Pidal, se configurara como algo diferente a las usuales de un Góngora o un Quevedo.

De otro modo, un episodio tan extremadamente burlesco como el de Montesinos no podría haber sido introducido en las páginas del Quijote. Con el recurso del sueño sí era posible -gracias a la labilidad y aun arbitrariedad que el sueño suponía- incorporar a esas páginas un tono por el que debió de sentirse fugazmente atraído un tan inquieto experimentador literario como lo fue Cervantes.




IX

La libertad entrañada en el recurso del sueño permitía al novelista incluir en el segundo Quijote un tono no ensayado en el primero o, en todo caso, ensayado muy tímidamente. El que, en el Quijote de 1615, Cervantes renuncie a la interpolación de relatos como los del Curioso impertinente o el Capitán cautivo, le lleva a centrarse temáticamente en las figuras de Don Quijote y Sancho Panza, con evitación de cuanto pudiera interpretarse como desviación no referida a esos personajes.

Pero la atención prestada a éstos suponía para el autor un permanente reto, habida cuenta de que en las prácticas novelescas de la época se tendía siempre a una cierta variedad, obtenible a través de cierta heterogeneidad temática, expresiva y tonal que, para la sensibilidad literaria de la época, suponía virtud y no defecto.

Cervantes renuncia a los efectos conseguibles con tal variedad, pero no a los que pudiera obtenerse -y ello entrañaba mayor dificultad y, por tanto, mayor arte- de la concentración temática que suponía ofrecer al lector un «Don Quijote dilatado», como se promete en el prólogo de 1615.

Por un lado, Cervantes es capaz de organizar una estructura narrativa que le permita hacer vivir a Don Quijote y a Sancho aventuras comunes -las más de esa segunda parte-, pero también episodios independientes, por virtud de la separación o incomunicación del caballero y de su escudero.

Ya hemos comentado el caso del capítulo presentado como posiblemente apócrifo en que, sin intervención alguna de Don Quijote, Sancho mantiene un gracioso coloquio con su mujer. Conocida es la organización pendular de los capítulos 44 y siguientes, en los que se va pasando, alternativamente, de las aventuras de Sancho gobernador a las de Don Quijote en el palacio de los Duques, separados ambos por bastante distancia.

El episodio de la cueva de Montesinos supone también una incomunicación momentánea entre Don Quijote y Sancho, que permite al primero vivir su aventura como algo personal, no compartida ni presenciada por su escudero.

En definitiva, el nuevo tono burlesco o paródico ahora manejado por Cervantes podría tener algo que ver con la renuncia a la interpolación de novelas breves, compensada, en cierto modo, con el ensayo de unas variaciones que afectaban no a los protagonistas -nunca desplazados ni sustituidos como tales-, sino a las nuevas maneras o tonos con que son presentadas algunas de sus aventuras. La de Montesinos es, quizás, el ejemplo más extremado de esa nueva manera, sentida por Menéndez Pidal como la personal aportación cervantina a la especie de la parodia barroca, al modo de las de Góngora o Quevedo.

El recurso del sueño -y con ello vuelvo al planteamiento de este problema- permitía a Cervantes introducir ese nuevo tono, pero a expensas de comprometer muy gravemente la personalidad de Don Quijote, como individuo capaz de tener un sueño con tales características.

Porque una cosa es la libertad o arbitrariedad de que el sueño pueda cargarse, y otra es la idoneidad o congruencia de tal sueño con un específico soñador, con un personaje bien determinado y caracterizado psicológicamente.

¿Conviene el sueño de Montesinos a la personalidad de Don Quijote? Si se acepta que el sueño revela el subconsciente del soñador y traiciona frecuentemente a éste, cabría admitir como verosímilmente quijotesco el sueño de la cueva. Pero creo que sólo hasta cierto punto.

Un sueño poseedor de esas características, revelador de que el mundo caballeresco era ya para Don Quijote algo hueco, vacío y grotesco, debería haber sido -me parece- un sueño menos explícito, menos elaborado que el que ahora nos ocupa, tan burlescamente claro en su diseño, tan perfectamente trazado como parodia, tan desprovisto de esa mínima oscuridad que el sueño negador hubiese tenido para quien, conscientemente, vivía en la afirmación de los valores deteriorados o escarnecidos oníricamente.

Pienso que aquí podría estar la clave del problema y de la irónica estrategia o coartada que Cervantes creyó oportuno manejar, al hacer que Cide Hamete considerase apócrifo el capítulo de Montesinos. ¿Se dio cuenta Cervantes de que ni aun presentado como sueño todo lo de la cueva, resultaba apropiado a lo que casi podríamos considerar el modo normal -si en esto hay normalidad- de soñar Don Quijote?

Si en el capítulo 5 se da como apócrifo el modo de expresarse Sancho ante su mujer, en este otro, el 23 (o, por mejor decir, en el 24, ya que en éste es donde se contiene la interpolación de Hamete), se considera que «esta aventura parece apócrifa», tal vez porque el modo de soñarla Don Quijote no se corresponde con la personalidad del soñador.

Obsérvese cómo cuenta Don Quijote su sueño a Sancho y al Primo, y se reparará en que el caballero no parece tener conciencia de tantos y tantos aspectos grotescos como hay en su visión, rebajadora, degradadora del ideal mundo caballeresco-romancesco que se aloja en ella.

Si Don Quijote fue capaz en el capítulo 24 de la primera parte de indignarse con Cardenio, al referirse éste al Amadís y a la posibilidad de un amancebamiento entre Elisabat y Madásima, ¿cómo podría ahora admitir sin enfado ni vergüenza todo ese desfile esperpéntico de unos figurones grotescos, capaces de decir cosas como el «paciencia y barajar» de Durandarte, o de pedir un préstamo de media docena de reales sobre un faldellín de cotonía, tal y como lo hace la encantada Dulcinea?

Todo es demasiado grotesco, demasiado bien organizado en cuanto parodia para poder ser admitido como un sueño natural y espontáneo de Don Quijote. El que fuera precisamente un sueño salvaba y explicaba su condición de cómico disparate. El que se tratara justamente de un sueño de Don Quijote, planteaba un problema de ajuste, congruencia o propiedad del que pudo tener conciencia Cervantes, llevándole a superponer a la coartada de lo onírico, la de lo apócrifo.

Sancho Panza define bien el problema de impropiedad, al considerar entre sí, en el capítulo 24, tras el episodio de la cueva:

-¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que hombre que sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos?



Por boca de Sancho parece hablar Cervantes, denunciando el desajuste perceptible entre el habitual modo quijotesco de imaginar o soñar aventuras caballerescas, y el modo grotesco con que ahora ha descrito los «disparates imposibles» de la cueva.

No cabe aquí ocuparse de lo que podríamos considerar el aristotelismo y horacianismo de Cervantes, pero sí recordar, aparte del ya citado reproche de las impropiedades advertibles en las comedias, a que se refiere el cura en el capítulo 48 de la primera parte, lo que se nos dice en el capítulo 12 de la segunda, a propósito de la supresión de los capítulos de Rocinante y del rucio, «por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe».

La connotación es irónica, pero aun así se percibe en ella el respeto cervantino por la decencia, la propiedad, el decoro; y de hecho, ese respeto fue lo que hizo del Quijote cervantino cosa bien distinta al de Avellaneda de 1614. En éste, rotos los diques de la contención humorística, desechada cualquier preocupación por el horaciano decorum, desorbitado y malentendido el tono y alcance de lo cómico, se llegó al franco esperpento. Cervantes podrá acercarse a ese tono, rozarlo de paso, pero no convertirlo en médula y eje de su novela16.

Recuérdese a este respecto que en el capítulo 1 del Quijote de 1615, el caballero, a requerimiento del cura que le pregunta «qué sentía de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán y de los demás doce Pares de Francia», va haciendo una muy plástica descripción de algunos de estos personajes. Alude también a Angélica como a «una doncella distraída, andariega y algo antojadiza». Censura sus amores con el sarraceno Medoro, pero acaba confesando su respeto por esta dama, cuando el barbero le pregunta si algún poeta ha escrito «alguna sátira a esa señora Angélica, entre tantos como la han alabado». Don Quijote considera entonces que sería cosa «indigna de pechos generosos» escribir una tal cosa, y señala que «hasta agora no ha llegado a mi noticia ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que trujo revuelto al mundo».

La verdad es que, veinte años después de que Cervantes publicara tales líneas, Quevedo, en 1635, había de dar a conocer su poema burlesco De las necedades y locuras de Orlando el enamorado, atreviéndose a bastante más de lo que podía suponer el caballero manchego. El que éste considerase algo indigno el ejercitar la sátira en determinados temas y figuras, se compagina mal con el tono que posee el sueño de la cueva.

Pudo, pues, ser esa no compaginación, ese desajuste, esa impropiedad la que llevó a Cervantes a situar el capítulo de Montesinos entre tantas cautelas e irónicas coartadas. La estimativa literaria de Cervantes, de raíz más o menos directamente aristotélico-horaciana, le llevaba a percibir un flagrante quebrantamiento del clásico decorum en el hecho de atribuir a Don Quijote un sueño como el de la cueva de Montesinos.

Porque Don Quijote no podía soñar de tal manera, el capítulo atrae sobre sí la sospecha o acusación de posiblemente apócrifo, formulada esta vez por el propio autor de la obra, Cide Hamete Benengeli; así como el capítulo 5 -el del coloquio Sancho-Teresa- fue juzgado también apócrifo por el traductor. (Sobra advertir que para mayor juego, burla o complicación, estos dos personajes -Benengeli y el traductor- funcionan en última instancia como autores apócrifos frente al autor real, Cervantes, enmascarado irónicamente tras sus dobles).

Por todo ello, puede que convenga situar los dos capítulos -el del coloquio y el de la cueva- bajo una misma luz interpretativa. El muy distinto tono y configuración de uno y otro capítulo parece impedir su aproximación. Su común condición apócrifa y el también probable común origen de la misma -en ambos se quebranta, de una u otra forma, la propiedad, el decorum- parecen favorecer su allegamiento. Vistos conjuntamente, los dos capítulos revelan, aunque sea desde una perspectiva irónica, la preocupación cervantina por un problema literario capital en su tiempo, y que mereció siempre la mayor atención por parte del que sigue pareciéndonos el más inteligente y profundo de nuestros novelistas.





 
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