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Los juegos de la ambigüedad en «María» de Jorge Isaacs

Ana G. Chouciño Fernández





Un idilio en un marco incomparable, el de la hacienda «El paraíso», tiene lugar entre dos adolescentes, María y Efraín, narrador éste de la triste historia de amor más leída de toda la literatura hispanoamericana. Mucho tiene en común esta novela colombiana con Atala, libro muy apreciado por los jóvenes de la época, como ilustra una de las más famosas escenas de María en la que Efraín lee a su prima las páginas de Chateaubriand; o con Pablo y Virginia, tal como se han reconocido los innumerables críticos y lectores que conocen la obra.

La naturaleza del valle del Cauca y el tiempo marcado por las actividades agrarias propias de la explotación de la caña; las relaciones entre padres e hijos, patrón y subordinados, son elementos que corresponden a los rasgos del idilio descritos por Bajtín1. A ese mundo protector de la familia regresa Efraín tras varios años en la escuela de la capital bogotana. Cuando vuelve al hogar, a ese entorno rural y retirado, reflejo del ideal rousseauniano, Efraín encuentra a la prima huérfana convertida en una adolescente, promesa de madre con la que perpetuar las generaciones.

Los mundos femenino y masculino se encuentran bien delimitados dentro de esa armonía que reina en la hacienda patriarcal: las mujeres circunscritas al espacio de la casa, al costurero-oratorio o cuarto de labores en el que cuelga un bello cuadro de la Virgen2; los hombres, que pocas veces acceden a ese ámbito, con espacio propio en la hacienda y la selva, donde se dedican a los negocios y a la caza. Pero algo sucede en ese mundo perfecto que va a impedir la unión de los dos jóvenes protagonistas. La amenaza es una nueva separación que arrancará a Efraín de la casa paterna, en la que vive como un señor, para llevarle a Europa. La trayectoria de Efraín va, por tanto, de la capital a la hacienda y de ésta a Londres, la gran urbe europea3. La separación provoca la muerte de María, motivo que mueve a Efraín a redactar las memorias de su amor frustrado y darlas a un supuesto editor que las ofrece a los hermanos de aquél con una ambigua dedicatoria.

María de Jorge Isaacs (1837-1895) es, de todas las novelas sentimentales hispanoamericanas, la que ha recibido una atención más amplia y detallada por parte de la crítica. La admiración que la obra ha suscitado entre sus numerosas generaciones de lectores explica la variedad de interpretaciones que ha sugerido y continúa sugiriendo. Entre los estudios más destacados de los últimos años pueden mencionarse los de Sylvia Molloy (1991) y Doris Sommer (1991). Ambos desarrollaron las líneas que se han apuntado aquí. El primero, teniendo en cuenta las ideas de Bajtín, interpreta la novela del autor colombiano como la ficcionalización de la desaparición del mundo idílico de Efraín, el narrador, ante el advenimiento de una economía capitalista. El segundo, señala la naturaleza anómala de María en el canon de las novelas fundacionales hispanoamericanas porque, al contrario de lo que sucede con el resto de las obras que analiza, la de Isaacs no propone ningún proyecto de futuro para Colombia, ni encuentra ningún obstáculo de índole social o política para la realización del amor de los protagonistas. La tragedia de esta novela parece «gratuita»4. Sommer busca las razones para el desenlace trágico, presentido desde el comienzo, en la esencia hebrea de María, lo que califica como una señal funesta que daña a los personajes: o la familia de María era demasiado conservadora y blanca como para mantener alianzas con los liberales abolicionistas, o por el contrario, no era lo suficientemente conservadora, católica y blanca. La protagonista está afectada por una enfermedad, alegoría de su raza, y el padre de Efraín cree que esa «mancha» traerá la desgracia para toda la familia.

La interpretación de Sommer, que puede corroborarse en múltiples pasajes de la novela, y muy útil en cuanto a que trae a la luz el ya indudable peso del tema judío en la obra de Isaacs, resulta forzada por momentos5. Así lo entiende también Mónica Ayala:

la hipótesis de Sommer se torna exagerada si se tienen en cuenta los elementos ofrecidos por el texto; es más, al optar por lo judío como signo negativo y explicativo de la muerte de la protagonista y, por ende, del carácter anómalo de María como alegoría nacional, Sommer elude referir su análisis directamente al desentrañamiento de la significación y alcance que la figura paterna o mejor, la palabra paterna, tiene en la dinámica textual.


(Ayala, 1997: 227)                


Según Ayala, lo que motiva la muerte de María no es su pertenencia a una religión, sino la separación de los amantes, impuesta por el padre de Efraín. Para esta crítica, María es una novela histórica porque «pone de manifiesto la inoperancia de un sistema patriarcal», al tiempo que propone considerar a Isaacs como «una especie de archivista que intenta borrar la memoria de un pasado colonial típicamente feudal, a través del acto perverso del debilitamiento de la figura paterna» (Ayala, 1997: 228).

Pero si la tesis de Sommer puede parecer un tanto exagerada, no es menos cierto que Ayala, una vez identificada acertadamente la causa de la tragedia, no llega a ponerla en relación con el mensaje de la novela. Efraín no sólo no intenta borrar el recuerdo del pasado sino que se recrea en él; precisamente porque el recuerdo es la única arma de que dispone contra el tiempo que destruye el mundo idílico de su adolescencia y porque gracias a ese recuerdo logrará convertirse en escritor6. Así pues, aunque el narrador pone de manifiesto la inoperancia del sistema patriarcal, no pretende transformarlo o modernizarlo, sino que se prepara para reproducirlo. No obstante, Ayala no explora las posibles razones del padre de Efraín para insistir en la separación de los amantes, ni en el motivo del joven para acatar la voluntad paterna, que no es otro que su deseo de dejar clara ante el lector su vocación artístico-intelectual. Reconociendo la importante contribución de todos estos trabajos y de otros que se mencionarán en adelante, esta propuesta de lectura de María pretende aventurar una posible explicación a la trágica trama de la novela.

Aun exhibiendo ciertas variantes, las novelas sentimentales o de sensibilidad en Hispanoamérica tienen en común la presencia de un protagonista que, pudiendo oscilar en edad u origen, es siempre un personaje sensible, con inclinaciones artísticas, generalmente conservador en su ideología y ambiguo e indeciso en sus actitudes Este personaje cuenta una historia de amor a través de un diario, unas cartas, una confesión o unas memorias, como en el caso de Efraín. En otras novelas sentimentales7 como Esther de Miguel Cané, el narrador protagonista se muestra admirador de Europa por lo extraordinario de su legado artístico, al tiempo que deplora a sus gentes corruptas y malévolas. A pesar de identificarse repetidamente como sudamericano, se enamora de una europea, no solamente rubia como el ideal romántico de mujer lo exige, sino también aristócrata. Si bien la novela romántica tuvo en Colombia representantes como Eugenio Díaz8 que se inclinaron por lo local, en otros países, algunas novelas que precedieron a María ponen de relieve el conflicto que viven sus protagonistas, muy americanos, pero nostálgicos del Viejo Continente. Son jóvenes románticos que experimentan la necesidad de su reconocimiento artístico-intelectual, de que Europa refrende su valía.

La sensibilidad de Efraín es, en opinión de John Brushwood (1988: 98)9, el factor más importante en la significación de la novela, a lo cual podrían añadirse, el conservadurismo y la ambigüedad. Y esto último no se limita únicamente a la actitud de Efraín, sino que afecta a otros aspectos de la obra. Por lo tanto, es importante reparar en cómo se manifiestan estos rasgos en María (comunes a la mayor parte de los narradores sensibles del Romanticismo) para trazar el perfil del hombre sensible del romanticismo hispanoamericano.

En la novela de Isaacs la ambigüedad se presenta en un grado muy elevado y de manera relevante en la propia protagonista. Como ha demostrado Sommer, la identidad de María oscila a lo largo de la novela entre judía o católica. Por una parte, María es una joven piadosa que reza a la Virgen y lee El genio del cristianismo, mientras que, por otra, el narrador recuerda con insistencia su origen judío, su primer nombre, «Esther», y un detalle que no debe pasarse por alto: no recibe la comunión antes de morir, porque se queda dormida. En el mismo capítulo se la compara, por un lado, con la «Virgen de la Silla» de Rafael, y por otro, se habla de la belleza de las mujeres de «su raza»10. También vacila su caracterización entre niña inocente y mujer sensual. Tantos pasajes se dedican a la descripción de María como un personaje tímido e infantil, que el narrador sorprende cuando, de pronto, intercala observaciones que no dejan duda acerca del atractivo sexual que ejerce sobre él. Su trato con María varía desde un recatado respeto al erotismo disimulado en gestos y lenguaje11. Estos detalles no han pasado desapercibidos para la crítica:

A pesar de la delicadeza de su amor Efraín estaba todo tenso, todo atento a las pequeñas desnudeces de María. María también siente la atracción de Efraín: es amor lo que los une, no siempre es literatura. Si el brazo de Efraín roza su talle, ella se enciende de rubor. El beso revolotea tímido, sin posarse nunca, pero buscándose.


(Anderson Imbert, 1991: 317- 318 [I])                


La familia ejerce como protectora de los jóvenes y, a la vez, amenaza su unión. Les hablan con medias palabras que María y Efraín entienden (o se supone que deben de entender) y los informan o no de los asuntos familiares, según convenga en cada momento. Actúan del mismo modo con los de fuera, bordeando siempre la línea entre lo dicho y lo supuesto, jugando constantemente con la ambigüedad. Recuérdese la contradicción que supone, en el capítulo XXV, no hablar a Don Jerónimo, padre de Carlos12, de la enfermedad que sufre la protagonista a pesar de que la madre de Efraín había asegurado anteriormente: «¿Y por qué se le había de ocultar?» (93):

No ha querido tu padre hablar al señor de M*** de la enfermedad de María, temeroso de que se estime eso como un pretexto de repulsa; y como él y su hijo saben que ella posee una dote... lo demás no quiero decirlo, pero tú lo comprendes.


(140)                


La cita induce a creer que la familia de Efraín, aun sin declararlo abiertamente, puede tener interés por la dote de María, como la tiene Don Jerónimo. Pero la postura de los padres del narrador queda en el terreno de lo ambiguo, toda vez que un excesivo interés económico mancharía la idealidad que desea transmitir Efraín:

si su enfermedad persistiere... como padre tuyo y de María, no sería de mi aprobación ese enlace. Al expresar esta resolución irrevocable, no es por demás hacerte saber que Salomón... consiguió formar un capital de alguna consideración, el cual está en mi poder destinado a servir de dote a su hija. Mas si ella muere antes de casarse, debe pasar aquél a manos de su abuela materna, que está en Kingston.


(89)                


El padre de Efraín no aprueba el matrimonio entre su hijo y María, temeroso de la enfermedad de ella al tiempo que menciona la dote y parece temer que el capital reunido por su hermano Salomón pase a Kingston.

Existe, asimismo, ambigüedad con respecto a la identidad del padre de Efraín. En el capítulo VII se hace referencia a su origen hebreo, identidad que se ve reforzada a lo largo de la novela, con repetidas alusiones a «su raza». Pero, en otras ocasiones (capítulo XLIII, perteneciente a la célebre historia intercalada de Nay y Sinar-Feliciana) en las que el narrador se remonta a la juventud del padre de familia, se refiere a él como «un joven inglés». Se trata de nuevo de un juego de ambigüedades en el que probablemente se intenta sortear o disimular una identidad judía, demasiado asociada históricamente con el interés económico. Así, se pone de manifiesto el afán de Efraín por diferenciar a su padre de un comerciante de esclavos norteamericano. Especular sobre los motivos que mueven al narrador a hablar del «inglés» frente al «yankee» (234), puede no ser tarea sencilla, pero es posible suponer que en ese momento de humana compasión por parte del padre, frente a la codicia del norteamericano, el narrador esté dando a entender que el origen europeo del primero explica su «noble» actuación. Esto, junto con su obstinación para que Efraín estudie medicina en Inglaterra, revelan bien a las claras la inevitable identificación del padre con Europa, donde cifra sus esperanzas de salvar a la familia de la ruina.

Efraín, el protagonista, no sólo no es ajeno a estas actuaciones ambiguas, sino que en él se acentúa este comportamiento. De otro modo no podrían explicarse detalles como su velado donjuanismo. Es cierto que Efraín se muestra desde el inicio del relato enamorado de María. Pero ese amor dista de ser impedimento para que disfrute los encantos de las bogotanas durante sus años de estudio en la capital y posteriormente los alabe; ni para que en el capítulo X, dude del afecto de María, lo que le habría llevado sin remordimientos a entregar un ramo de flores a otra mujer. Ni tampoco para que se deleite con cierto morbo de la belleza y la picardía de Salomé, la hija de su compadre Custodio:

... dejándome ver, al sonreír su boca de medio lado, aquellos dientes de blancura inverosímil, compañeros inseparables de húmedos y amorosos labios: sus mejillas mostraban aquel sonrosado que en las mestizas de cierta tez escapa por su belleza a toda comparación. Al ir y venir de los desnudos y mórbidos brazos sobre la piedra en que apoyaba la cintura, mostraba ésta toda su flexibilidad... razón tenía mi compadre en celar a su hija, pues a cualquiera menos malicioso que él podía ocurrírsele que la cara de Salomé con sus lunares, y aquel talle y andar, y aquel seno, parecían cosa, más que cierta, imaginada.


(261-262)                


Aunque el «señorito» Efraín rechaza la posibilidad de amar a la mestiza, no puede evitar manifestar admiración por su belleza, debilidad que, sin duda, debe dejar traslucir aunque no lo confiese abiertamente. Se atisba ya en Efraín el donjuanismo que será, según Aníbal González, una de las tarjetas de presentación de los personajes masculinos de la novela modernista13.

En lo que concierne a su naturaleza hebrea, el narrador es igualmente ambivalente en el uso de los posesivos, utilizando a veces «su raza» (56) cuando se refiere a María, y en ocasiones «nuestra raza» (59). Como también lo es a la hora de hablar de sus aficiones: Efraín gusta de la caza y gusta de la poesía, pero sabe muy bien en qué ámbitos debe exhibir los frutos de cada actividad. Ya se avanzó que en ese mundo separado por sexos corresponde a los varones el espacio abierto. Mientras que cuando caza un tigre, lo muestra ante su familia y la de Carlos, cuando se trata de confesar la autoría de ciertos versos cantados por María y Emma, niega su participación, y oculta sin reparo su actividad artística. Esta actitud responde a los planteamientos patriarcales de la novela del idilio. Efraín está obligado a mantener una imagen masculina fuerte que prolongue el sistema patriarcal en la hacienda. Y para ello no es necesaria la poesía, sino una formación más orientada a la producción, como mandan los cánones del positivismo. Precisamente Efraín trae de Bogotá algunas ideas para modernizar la hacienda, pero la familia se arruina antes de poder llevarlas a término. Su amigo y compañero de estudios, Carlos, cuya familia, metida de lleno en el progreso burgués, ha hecho buenas operaciones de negocios, advierte a Efraín sobre los peligros de la poesía en los tiempos que corren:

Confiésamelo, ¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me entristecían haciéndome pensar en el Cauca ¿Con que haces?

-No.

-Me alegro de ello, porque acabarías por morirte de hambre.


(130)                


Ocurre en el caso de Efraín lo que señala Carlos Reyero sobre la imagen masculina. Reyero recurre a una cita de Donald Lowe para explicar que el siglo XIX polarizó los papeles sexuales:

Virtuosidades en el espacio público, como la agresividad, disciplina, cálculo, autodependencia y aplazamiento de gratificaciones inmediatas fueron consideradas como virtudes varoniles; la masculinidad misma fue un concepto decimonónico.


(1996: 45)                


Así pues, entre las virtudes del hombre se contaban la razón, el control de las emociones y la «agresividad», mientras que la emoción se consideraba una debilidad femenina. Unas palabras, no exentas de humor, que ilustran bien la idea de masculinidad que Efraín no comparte, son pronunciadas por Emigdio cuando su joven patrón le pide que aparte sus zamarros por el olor que despiden: «¿Quieres que todo huela a rosas? El hombre debe oler a chivo» (106). Y fiel a su indefinición y poca claridad, Efraín se limita a responderle: «Seguramente», aunque lo haga en un tono bien irónico: «llevas en tus zamarros todo el almizcle de una cabrera» (106).

Sin embargo, la inclinación poética de Efraín, su caracterización como hombre sensible, sirven, por otro lado, para realzar su calidad humana y hacerlo aparecer con atributos más positivos frente a personajes como Emigdio o Carlos. Tras el escrutinio que éste último realiza de la biblioteca de Efraín, y que a la crítica le ha recordado a la que el cura y el barbero hacen de la de don Quijote, es evidente que, al contrario que el amigo, quien queda en bastante mal lugar por su ignorancia, Efraín es un joven culto, con una formación que le ha venido, al menos en parte, de esa biblioteca. Y, más significativo, domina la lengua inglesa, a juzgar por lo que se deduce de su conversación con su condiscípulo, a quien la lengua de Shakespeare siempre se le ha resistido. El muy elocuente diálogo que ambos mantienen en la biblioteca es revelador de los nuevos tiempos que Carlos, como burgués, simboliza. Resulta llamativo el convencimiento del ex compañero de estudios de que si Efraín sigue haciendo versos, se morirá de hambre.

Al igual que sucede con el museo, la galería, o las colecciones privadas de libros u objetos artísticos en otras novelas hispanoamericanas de esta época14, la presencia de la biblioteca cobra en esta lectura una importancia extraordinaria, porque las referencias literarias componen un trasfondo del cual se extrae información privilegiada para entender la formación intelectual del poeta en ciernes. Un examen detallado de la biblioteca de Efraín explica la ideología del protagonista15, ya que en ella abundan los autores europeos de talante conservador, monárquicos y defensores del catolicismo, al tiempo que permite interpretar algunas de las ambigüedades ideológicas del protagonista. No resulta difícil establecer cierto paralelismo entre Efraín y algunos de sus escritores predilectos, por haber mantenido una actitud políticamente ambigua16. Recuérdese que tanto Chateaubriand como Efraín vivieron una adolescencia en lugares privilegiados: el primero en el castillo medieval propiedad de su familia en Combourg; y el segundo, en la hacienda «El paraíso». Ambos coinciden en pertenecer a una aristocracia, bien a la europea, bien a la criolla; ambos vacilan entre su amor por América17 y su deber hacia Europa y la tradición familiar. El resto de los títulos hablan de la afición del narrador por los clásicos y las cuestiones de moral y religión que, sin duda, preocuparon a Jorge Isaacs.

Por otra parte, las asombrosas concomitancias que se detectan entre Efraín o la vida de Isaacs y Alexis de Tocqueville hacen ineludible una mención a esta circunstancia. La existencia de un ejemplar de La democracia en América en la colección de Efraín no responde a un hecho casual. Al contrario, pueden constatarse ciertas pugnas ideológicas en la biografía del francés lo suficientemente obvias como para entender por qué se encuentra un ejemplar de esta obra en la biblioteca de «El paraíso». Tocqueville, dotado de una sensibilidad extrema y liberal convencido, era miembro, no obstante, de una familia noble y pro-monárquica a la que le unieron fuertes vínculos durante toda su vida. Seguro de que el declive de los privilegios de la aristocracia era algo históricamente inevitable, en su obra cargó las tintas en el aspecto de igualdad de condiciones sobre la que América basaba su esencia. Al mismo tiempo, señaló dos peligros para la economía y la moral: la especialización creciente de la industria en relación con la agricultura, y la escasa fortaleza de la institución familiar. Su creciente simpatía por los liberales lo situó en una posición comprometida, dado que su familia seguía manteniendo lazos con los depuestos Borbones.

Admirador de las instituciones norteamericanas, las cuales llega a conocer en profundidad, para el aristócrata francés, América del norte gozaba de atributos y condiciones que le harían disfrutar de un claro dominio sobre las sociedades europeas. Esas condiciones que conforman el espíritu norteamericano tienen ya su origen en el ahínco y voluntad con que se movieron los primeros colonos, que se veían a sí mismos como peregrinos:

Los emigrantes o, como ellos bien se llamaban a sí mismos, los peregrinos (pilgrims) pertenecían a esa secta de Inglaterra a la cual la austeridad de sus principios había dado el nombre de puritana. El puritanismo no era solamente una doctrina religiosa, se confundía en muchos puntos, también, con las teorías democráticas y republicanas más absolutas.


(Tocqueville, 1989: 35 [I])                


Tal vez Isaacs pudo haber establecido una identificación con otro pueblo peregrino como el hebreo y sentirse atraído por la religiosidad y la libertad que presidían la vida de los primeros pobladores blancos de Norteamérica:

[...] los emigrantes no tenían ninguna idea de superioridad de cualquier tipo los unos sobre los otros. No son precisamente los felices y poderosos quienes se exilian, y la pobreza y la desgracia son las mejores garantías de igualdad que se conocen entre los hombres.


(Tocqueville, 1989: 33)                


La presencia de la obra de Tocqueville en la biblioteca de Efraín no deja lugar a dudas sobre la admiración de éste último por los Estados Unidos, que estaban llamados a ser los proveedores de la América del Sur: «Los americanos de los Estados Unidos ejercen ya una gran influencia moral sobre todos los pueblos del Nuevo Mundo» (Tocqueville, 1989: 383).

Resulta imprescindible mencionar, asimismo, que, aunque Efraín no es de origen noble en sentido estricto, la novela no escatima en alusiones a la pertenencia del protagonista a una suerte de pseudo-aristocracia. Todo el sistema de jerarquías sociales, desde el propietario de la plantación hasta los esclavos, es sólo una parte de este aspecto que el narrador subraya con insistencia18. La otra, la configuran sutiles y hasta poéticas frases diseminadas por el texto, pero que contienen el peso suficiente para dejar traslucir el afán de Efraín por vincularse a los privilegios de la clase superior. En este contexto adquieren sentido la comparación entre la hacienda del padre y la tienda de un rey oriental, las burlas que los «señoritos» Carlos y Efraín hacen del rudo provinciano Emigdio, cuando éste visita Bogotá, o la afirmación de Don Jerónimo al final del capítulo XXVII de que Efraín vive como «un rey» en casa de su padre19. La contradictoria situación de Tocqueville, aristócrata pero liberal, puede equiparse a las tensiones que debió vivir Jorge Isaacs, de cuyas vacilaciones ideológicas da cuenta Sommer20. Perteneciente a la clase de grandes propietarios, Efraín ve sus privilegios amenazados por los cambios que impone el progreso positivista. La tabla de salvación, cuando la ruina se cierne sobre la hacienda, aparece en forma de titulación científica de prestigio para el heredero, ya que el progreso de la hacienda no puede depender sólo de un título de propiedad como en el pasado. Ahora son los burgueses, y no los señores terratenientes, la clase social llamada a tomar la delantera de acuerdo con los presupuestos del positivismo: Efraín, obligado por su padre, tendrá que estudiar medicina en Londres, y la hacienda «El paraíso» quedará necesariamente como lugar idílico en la memoria, un recuerdo nostálgico que le hará derramar las lágrimas que borran hasta la dedicatoria de su obra.

Si se admite que por las circunstancias vitales y por ideología Isaacs, o su alter ego, Efraín, siente afinidad con Chateaubriand y Tocqueville, podría estimarse que el narrador se encuentra en una posición similar a la de los autores franceses, demasiado apegado a la familia y consciente de la importancia de la misma como institución o como parte del mundo idílico por el que siente nostalgia. Tal como ha propuesto la crítica, el «malestar en el paraíso» obedece precisamente a que todos, y especialmente Efraín, acatan la voluntad del padre, incluso cuando sus decisiones no son siempre las correctas, de tal forma que el protagonista está destinado a emular al cabeza de familia: «El padre ha producido la hacienda, los trapiches de azúcar, el paraíso [...] de ahí su enorme prestigio, el cual [...] Efraín nunca dejará de admirar, respetar y celebrar» (Díaz Balsera, 1998: 46). Ante la voluntad del padre, Efraín calla y obedece, y su disconformidad se traduce sólo en silencio. Así, en el crucial capítulo XXXIX, en el que por fin el padre anuncia a Efraín, en presencia de María, que consiente en que se casen a condición de que el joven vaya a Europa y prometa estudiar mucho, a la pregunta que formula el padre, primero, y luego María, Efraín no acierta a rebelarse, ni a manifestarse: «Yo no tuve palabras que responderle; y estreché entre las mías la mano que él me tendía...». Y unas líneas después, cuando María afirma: «-¿Qué bueno es papá ¿no es verdad?», Efraín no puede hacer otra cosa que «le signifiqué que sí, sin que mis labios pudieran balbucir una sílaba» (214).

El espíritu sensible de Efraín se manifiesta, además de en sus lecturas, en otros muchos momentos de la novela, como síntoma de su ansiedad por presentarse como poeta en sus memorias (y no ante su padre o ante Carlos). Lo que busca Efraín es, en definitiva, que el lector le vea como hombre de letras. Tanto es así que ya desde el capítulo II, quedan bien claras sus pretensiones: «Estaba mudo ante tanta belleza... algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas» (54-55).

En la caracterización de Efraín como hombre sensible, es fundamental tener en cuenta no sólo sus lecturas preferidas sino también el hecho de que ejerce de maestro de María, a quien forma en la lectura de los románticos europeos. Al describir su tarea, Efraín utiliza una metáfora extraída del léxico artístico (el pintor que selecciona y mezcla los colores para su cuadro). El texto que leen es, por supuesto, de Chateaubriand:

Las páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de María... Su alma tomaba de la paleta que yo le ofrecía los más preciosos colores para hermosearlo todo; y el fuego poético, don del Cielo que hace admirables a los hombres que lo poseen y diviniza a las mujeres que a su pesar lo revelan, daba a su semblante encantos desconocidos para mí hasta entonces en el rostro humano. Los pensamientos del poeta, acogidos en el alma de aquella mujer tan seductora en medio de su inocencia, volvían a mí como eco de una armonía lejana y conocida que torna a conmover el corazón... Era tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó.


(78-79)                


Susana Zanetti ha destacado que el tema de la lectura en la novela de Isaacs «entraña también los alcances y los límites del arte» (1997: 209). El protagonista escoge la figura del pintor para manifestar sus aptitudes artísticas y autorizarse en su narración -y gracias a ella- como escritor, cosa que hará abiertamente en el capítulo LIII. María, personaje, es su inspiración, y María «el libro de los recuerdos de adolescencia» (51)es su obra. Ella actuará como el espejo en el que Efraín se vea reflejado como escritor: «los pensamientos del poeta... volvían a mí como eco»21. El papel de María consiste en confirmar al narrador como artista, de tal manera que sólo después de muerta podrá verdaderamente servir de motivo para lo que Efraín más desea, ser escritor, tal como se intuye ya desde el capítulo II: «Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma empalidecidas por la memoria infiel» (55). La tragedia del amor truncado por la muerte es el material de Efraín para la escritura, y las lágrimas que derrame, como muestra de su nostalgia por el pasado y de su incapacidad de acción, serán, en otra metáfora más, la tinta que le ayude a escribir sus memorias:

Si las que derramo aún, al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir para mojar esta pluma al historiarlos... las líneas que voy a trazar serían bellas para los que mucho han llorado.


(284)                


En lo tocante al asunto de la ambigüedad que se viene abordando, la enfermedad de María es presentada por los padres de un modo poco preciso. El extraño mal es una terrible amenaza que pende sobre la familia y que ésta elude abordar con claridad. Se sugiere que la enfermedad de María es incurable, la misma de la que murió su madre. El motivo de la dolencia sirve tanto para unir a los protagonistas -cuando los padres la utilizan como excusa para rechazar el matrimonio de María con Carlos- como para separarlos, porque recelan de que tantas emociones resulten perjudiciales para ella. A veces, el doctor Mayn da esperanzas sobre la curación, diciendo que no es la misma enfermedad de Sara y, otras veces, se muestra muy pesimista recomendando todo tipo de precauciones. El médico se ve metido también del juego de la ambigüedad. En el capítulo XVI se atreve casi a asegurar que «la joven morirá del mismo mal al que sucumbió su madre» (88), y en el siguiente capítulo, la madre de Efraín lo desmiente: «El doctor asegura que el mal de María no es el que sufrió Sara» (93).

No obstante, María se recupera de sus ataques cuando Efraín está cerca. Ella misma asegura que la separación la matará, aunque logrará vivir si Efraín no va a Europa: «Me dejas aquí, y recordando y esperando voy a morirme» (275). Cuando, finalmente, Efraín está en Inglaterra, es cuando María enferma de muerte. Pero aún entonces queda una esperanza: en sus cartas María confiesa «Si vienes, yo me alentaré; si vuelvo a oír tu voz... yo viviré y volveré a ser como antes era» (289-290); y el señor de A*** lo confirma: «Ella vivirá si usted llega a tiempo» (289). Todo esto permite entender que es la separación de Efraín lo que acaba por matar a la protagonista, como ha señalado la crítica, que tampoco ha dudado en vincular a María con la tierra22. Se entabla una lucha metafórica entre Europa y América por ganarse a Efraín, o sea, entre el padre y María.

María se asocia, en efecto, con América, y lo hace de una manera particular: por confrontación con Europa. Ella actúa como una especie de barómetro de alta sensibilidad con relación al viaje de Efraín ya que reacciona mostrando una serie de síntomas físicos siempre justo antes de que se mencione la marcha a Europa de su amado. En este punto mantiene una rivalidad silenciosa con el padre, quien también enferma cuando ve amenazados sus proyectos de mantener sus contactos con el viejo continente a través de Efraín. Se diría que este enfrentamiento de reacciones anticipadas entre padre e hija rige la dinámica del texto, como se explica seguidamente.

Como se señaló, el idilio tiene lugar entre las dos separaciones de Efraín de la familia, primero para estudiar en el colegio de Bogotá y después para estudiar medicina en Londres. La estancia de Efraín en la hacienda familiar es el paréntesis entre estas dos separaciones, un tiempo que se encuentra repleto de anuncios de una marcha que se retarda para dejar entrever la callada disputa entre María y el padre por ganarse a Efraín. Si ella representa figurativamente la tierra, y el origen inglés del padre lo une a Europa, puede inferirse que el conflicto que enfrenta a los dos personajes se corresponde con la rivalidad entre América y Europa23. Debe notarse que desde el capítulo V, primera vez que se menciona el viaje del narrador a Europa, éste se presiente como un hecho negativo, algo que amenaza la felicidad que experimenta Efraín desde que regresó a su casa con el corazón rebosante de «amor patrio»24. Extraña, sin embargo, que, al dar noticia sobre la intención de su padre, el narrador lo presente como un favor que se le hace: «cumpliéndome la promesa que me tenía hecha de tiempo atrás» (63); y, seguidamente, Efraín encuentre a María «ligeramente pálida», con una «leve sombra» en los ojos y con un clavel marchito en el pelo (63-64), cual si el temido viaje a Europa, aún no conocido por ella, le hubiera producido estos efectos físicos de antemano.

Esta anticipación física a los reiterados anuncios del viaje se volverá a producir otras veces. Por ejemplo, en los capítulos XIV y XV tiene lugar el primer ataque grave de María que da origen a la preocupación sobre si sufrirá o no la misma enfermedad que mató a su madre. Parece tratarse de una suerte de pre-reacción a la alusión a la partida de Efraín en el capítulo XVI. En él se anuncia la partida para después de pasados dos meses, y el padre reprocha a Efraín haber puesto los ojos en María, al tiempo que le comunica la existencia de una dote, como se expuso anteriormente. De igual modo, en el capítulo XXXI, momento en el que tras el súbito entristecimiento de María, sucede una separación de una semana durante la cual Efraín y su padre tratarán de arreglar la inevitable pérdida de «El paraíso».

Los capítulos centrales de la novela, los que van del matrimonio de Tránsito a la enfermedad y recuperación del padre, resultan claves para desentrañar las razones de esta lucha25. Particular relevancia tiene la escena del trayecto que los conduce al lugar de la celebración de la boda de Tránsito y Braulio. María cabalga sobre el brioso caballo «retinto», una acción casi osada para una joven acostumbrada a la docilidad, y una de las escasas ocasiones en toda la novela en las que la protagonista hace algo peligroso. Curiosamente, mientras está subida en el caballo, se atreve a sugerir a Efraín que se quede en América, animándolo a que convenza a su padre de que es más necesaria su presencia tras las pérdidas económicas sufridas. Las consecuencias de estos planes no tardan en conocerse, puesto que tan pronto como Efraín es persuadido por María, el que enferma es el padre, adelantándose a una posible oposición a sus deseos de enviar a Efraín a Europa. En el capítulo XXXVIII, ya restablecido el padre26 reciben una carta del Señor de A***, quien acompañará a Efraín a Europa, con el aviso de la fecha definitiva de la marcha. María, por su parte, enfermará de muerte durante el primer año de estancia de Efraín en Inglaterra.

Este tira y afloja que se ha expuesto de forma pormenorizada entre María y el padre no parecerá superfluo si se contempla en el marco más amplio de la novela romántica de sensibilidad o sentimental. María es la más lograda de una serie de novelas publicadas en la segunda mitad del siglo XIX que fueron reflejo de una contracorriente conservadora, tradicionalista y pro-europea, paralela a esa otra descrita por Doris Sommer que promovió ideas liberales y en las que el mestizaje o la ruptura de barreras de clase constituyen las claves del proyecto ideal, cumplido o no, propuesto por los autores para sus respectivas naciones. Así vista, la novela de Isaacs parece, en verdad una tragedia gratuita, ya que no responde a semejantes planteamientos.

Las novelas románticas de sensibilidad, por su envoltorio de historias de amor edulcoradas, han parecido, en general, poco interesantes a la crítica y no encajan en ese proyecto nacional que describe Sommer, porque no proponen ningún enfrentamiento ni de raza, ni de clase social. Al contrario, el idilio ocurre siempre entre blancos del mismo ámbito social, incluso dentro del ámbito familiar. Los protagonistas, en consecuencia, ni luchan por superar barreras ni por cambiar el estado de cosas. Estos personajes masculinos vuelcan su interés en desarrollar su faceta artística; la amada es sólo un medio o un reflejo del desarrollo de esta faceta. Y curiosa e invariablemente, el perfeccionamiento artístico o el reconocimiento intelectual e incluso el prestigio social pasa, en la mayoría de estas obras, por la estancia en Europa, ya sea en Italia, España o, como en el caso de Efraín, en Inglaterra. Son las exigencias del positivismo que se afianza en estas sociedades.

El vínculo que une a estos narradores con Europa nunca se declara abiertamente, sino que se presenta, como se ha tratado de probar, en clave de ambigüedad. Eugenio, el narrador de Esther, critica los vicios y la corrupción de Europa, pero la novela resalta sobre todo su admiración por el arte italiano. De igual modo, Efraín no puede, a pesar de su amor por María y de su corazón «rebosante de amor patrio» (54), renunciar al viaje a Inglaterra que le dará la oportunidad de refrendarse como escritor, tal como sucede durante su viaje de vuelta, lento en sus extensas descripciones, sin responder a lo que la ocasión de la gravedad de María requiere. Así lo ha interpretado Viviana Díaz Balsera quien afirma que:

el desplazamiento de María en el contexto de su muerte por estos fragmentos cuasi costumbristas revelan un interés en el colorido y variedad de la escritura que no se reduce únicamente a recordar a la amada. Y es que el narrador/amante, acatando la autoridad del padre, finalmente se ha convertido en productor, pero de un texto.


(1998: 46)                


María es incompatible con Europa y confiesa esta circunstancia en sus cartas a Efraín: «De nada me sirve el haberte exigido tantas veces me mostraras en el mapa cómo ibas a hacer el viaje [...] Vuélveme a decir qué horas de aquí corresponden a las de allá, pues se me ha olvidado» (287). Por el contrario, los regalos que el padre hace a Efraín dicen mucho sobre su devoción por el viejo continente, vinculado con lo masculino. El narrador deja traslucir el valor en que ambos tienen el reloj y la escopeta de caza, objetos de uso tradicionalmente masculino (da la impresión de que más por ser ingleses, que por otras cualidades). El padre está convencido de que enviar a Efraín allá es la única manera de salvar a la familia y el hijo obedece porque no se atreve a romper el orden patriarcal, pero sobre todo, porque la separación le dará la oportunidad de convertirse en escritor, como en efecto hace. Como sucede al narrador de Graziella (1852) de Lamartine, tienen que pasar para Efraín muchos años antes de que la experiencia de amor se convierta en literatura, pues ha de estar tamizada por la memoria. El narrador de Graziella vive un idilio en Italia a los dieciocho años, y recoge su experiencia veinte años después. A ambos, el recuerdo, no tanto de la amada cuanto de un mundo y un tiempo perdidos, les provoca las lágrimas:

Desplegué los recuerdos que se han descrito en esta larga nota y escribí de un tirón y llorando los versos titulados «El primer pesar». Es la nota, debilitada por veinte años de distancia, de un sentimiento que hizo brotar el primer manantial de mi corazón.


(Lamartine, 1995: 138-139)                


También Efraín deja pasar entre la experiencia amorosa y su escritura un tiempo que no se especifica, para no abandonar la ambigüedad que le caracteriza. La ambigüedad invade el marco de la obra, pues en la dedicatoria de las memorias a sus hermanos escribe al supuesto amigo que las edita «lo que ahí falta tú lo sabes; podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado» (51). O el editor sabe de la vida de Efraín tanto como él mismo; o bien el editor es el propio Efraín y quiere ocultar su intervención en dar a conocer las memorias ante el lector como hizo con sus versos ante Carlos. Lo segundo es, a todas luces, más coherente con la personalidad del narrador.

La amada muere, no cabe duda, por cumplir un tópico romántico, pero no menos por ser el precio a pagar por la nostalgia de Europa y la formación de Efraín como escritor, aunque él no lo confiese. Sucede lo mismo en otras novelas románticas con protagonistas sensibles a los que importa su confirmación como artistas y que no pueden, por distintas razones, llevar a cabo una renuncia total a Europa, aún siendo conscientes de que constituyen una contracorriente en el momento histórico de las independencias nacionales. María es, de este grupo de obras, la que más exalta el paisaje americano, la que más espacio dedica a la descripción de las costumbres, la que mejor ha recogido la esencia de su región. En ello, al menos, ha centrado la crítica gran parte de su interés. Por eso es también la que más merecida permanencia ha tenido y probablemente seguirá teniendo en el canon de novelas hispanoamericanas del siglo XIX, y por eso su influencia en novelas posteriores sigue siendo indiscutible (La vorágine o Los pasos perdidos son sólo dos ejemplos destacados en los que el artista se encuentra con la indomable naturaleza americana). Efraín, como sus admirados Chateaubriand o Tocqueville, se encuentra profundamente impresionado por América, pero es incapaz de renunciar, tanto a su condición de poeta, como a su origen «aristocrático» y europeo. A la hora de elegir, Efraín se inclina por escribir unas memorias llenas de ambigüedades y tensiones ocultas, cuyo fin es idealizar y perpetuar, aunque sólo sea para el recuerdo, un modo de vida tradicional y conservador en el que la familia juega un papel fundamental, algo condenado a la extinción, como ya presentía el autor de La democracia en América.




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