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Capítulo II

Romanticismo y Arcadia


El año de 1827 Víctor Hugo publicó uno de los libros capitales del Romanticismo: Cromwell, un drama «imposible de ser representado» conforme a los preceptos de la escena clásica. La escritura de esta obra fue una especie de inmolación, en un país que ya vivía el «espíritu romántico» pero que seguía siendo formalmente académico y clásico. La forma, en otras palabras de «literaturidad», es lo que Hugo visualiza como el objeto profundo de su crítica, en el famoso prefacio que antepone al drama y que, desde entonces, sería considerado como el manifiesto romántico por excelencia. La forma que había modelado y fijado el concepto clásico de la belleza, desde el helenismo hasta el siglo XVIII, y que Hugo combate no en lo abstracto, no en las categorías metafísicas de la belleza o en las argumentaciones prestigiosas de las autoridades, sino en lo concreto, en los elementos formales del discurso literario, que es en donde se revelaba el peso inconmovible de la tradición. La creación de esa obra -un antidrama- tuvo el valor de una protesta extrema. No era una declaración más, sino un acto, como los «murales efímeros» de los pintores de vanguardia, o más aún como una ópera wagneriana. «Es evidente -escribe Víctor Hugo en el Prefacio- que este drama, con sus grandes proporciones, no puede caber en las representaciones escénicas; es demasiado largo. Sin embargo, se conoce en todas sus partes que ha sido escrito para representarse. Al adelantar en la concepción de su plan, el autor reconoció la imposibilidad de que se admitiese en el teatro esta reproducción fiel de una época, dado el estado excepcional en que nuestro teatro se encuentra, entre la Caribdis académica y el Scila administrativo, entre los jurados literarios y la censura política»41. La forma que determinaba el espacio y el tiempo dramático no se plantea así, como un problema externo, dentro de cuya especificidad podía modelarse el nuevo espíritu, sino la realidad irreconciliable a la que este debía combatir. Cromwell es creado para mostrar que la preceptiva neoclásica, «pseudoaristotélica», todavía dominante e institucionalizada, era totalmente incompatible con el genio de la historia y la «verdad»:

Era preciso elegir entre la tragedia artificiosa, cazurra, falsa, pero que pudiera representarse, o el drama insolentemente verdadero y que tuviera que desterrarse de la escena: el autor se decidió por lo segundo; por esto, desesperando de verlo jamás en escena, el autor se entregó a las fantasías de la composición y al placer de desarrollar en grandes proporciones todo el argumento que el drama requería, y ya que el drama no puede aparecer en el teatro, desea que tenga la ventaja de que sea lo más completo posible bajo el punto de vista histórico42.



Pero, a pesar de que el autor se manifiesta poco afecto a los prefacios y a las notas, que «abultan» innecesariamente una obra, o que -dice- más que de protección «le han servido para comprometerle», este drama requirió del apoyo de un preámbulo, como todas esas alegorías de protesta que no se entienden sin el correspondiente texto definitorio, o que, sin él, pueden prestarse a equívocos ideológicos. De este modo su drama no se presentó ante el público, contrariamente a lo que dice el autor, «solo, pobre y desnudo, como el enfermo del Evangelio, solus pauper nudus», sino resguardado por esta declaración de guerra contra el neoclasicismo. Y esta adherencia explicativa que debió funcionar como auxiliar para la lectura de la verdadera crítica representada por el Cromwell, se convirtió en el texto fundamental del cual el drama no fue sino una especie de ejemplificación.

Las ideas que Víctor Hugo esgrime contra los neoclásicos, en el Prefacio, no son originales. Fundamentalmente esa operación crítica del romanticismo consistió en negar autenticidad a sus predecesores. Como todo movimiento que se enfrenta a su pasado inmediato, los románticos tuvieron la necesidad de apropiarse de la tradición, en amplio sentido, para erigirse como los legítimos herederos, como los auténticos intérpretes del genio clásico. En su perspectiva, los críticos neoclásicos, en cambio, habían sido incapaces de entender siquiera a Aristóteles. Habían confundido el sentido de la Poética: la unidad de acción, dice Hugo, está fuera de duda desde hace mucho tiempo; pero esta no radica en las acrobacias de los neoclásicos, sino en una coherencia interna que solo el genio de los trágicos griegos supo imprimir y, después de ellos, Shakespeare. Imponer las otras dos unidades al teatro moderno resultaba absurdo, estas obedecían a las características propias de la escena ateniense y, aisladas del sentido nacional y religioso de esta, se convertían en un mero artificio que solo servía a las medianías envidiosas y rutinarias para limitar el «vuelo de los grandes poetas». «La unidad de acción es tan necesaria como las otras dos son inútiles; es la que marca el punto de vista del drama y, por lo tanto, excluye a las otras dos». Lo que importa, añade, es la unidad del conjunto, en la cual las acciones secundarias se subordinan a la acción principal, esta es la ley de perspectiva del teatro.

Estas mismas ideas habían sido expuestas, desde los años de 1760, por Gotthold Efraim Lessing (1729-1781), en Alemania, el autor, dice Steiner, de la noción revolucionaria que permitió al romanticismo superar su paradoja original: sostener que ellos venían de los poetas griegos y repudiar el neoclasicismo, reivindicar a Shakespeare, convocar a Esquilo y a Sófocles y, al mismo tiempo, distanciarse de Racine y hasta de Voltaire. Lessing, que deseaba la creación de un teatro nacional alemán y que veía los escenarios de su país bajo la dominación absoluta del neoclasicismo francés, diseñó la estrategia de insurgirse no contra la belleza dogmática de los clásicos, sino contra sus falsos corifeos. Descubrió -dice Steiner- «que el neoclasicismo no era un nuevo clasicismo sino un falso clasicismo»43. En su Hamburgische Dramaturgie (1767-1768), Lessing aplicó su nueva visión del problema al análisis crítico de los textos neoclásicos a fin de comprobar que el ideal aristotélico, interpretado en su contexto histórico, estaba lejos de cumplirse en las tragedias neoclásicas en boga, pero en cambio encarnaba en los dramas shakespearianos. Había sido un error de perspectiva de los neoclásicos oponer el teatro isabelino a los clásicos; estos conformaban, de acuerdo con esta visión, una sola unidad. Si pronto se abandonó el intento de aplicar la Poética de Aristóteles a Shakespeare, abunda Steiner, el parentesco basado en la idea del genio y el espíritu trágico entre el teatro griego y el isabelino, es una noción que prevalece hasta nuestros días.

Es significativo que Víctor Hugo hubiera dedicado ese libro a su padre, porque quizá con ello el gran poeta simbolizaba el verdadero sentido acrático del romanticismo, que era coherente con su nuevo sentido de la historia: no eran parricidas; por el contrario, buscaban afanosamente establecer su genealogía, para lo cual sienten, como todas las vanguardias posteriores, la imperiosa necesidad de releer la historia. Si las ideas y la estrategia que Lessing había expuesto más de medio siglo antes, las retoma Hugo en su Prefacio, no deben desdeñarse los factores que hicieron de este texto una proclama de enorme influencia, sobre todo en Hispanoamérica. El primero es el hecho de que la crítica se refiriera fundamentalmente a su país, que constituido en la capital absolutista del gusto neoclásico, había sido como era lógico su más resistente reducto. El otro factor es la forma como el escritor organiza su discurso; hace una relectura de la tradición poética de occidente, desde «los tiempos primitivos, cuando el hombre se despierta en un mundo que acaba de nacer», y «la poesía se despierta con él». A los tiempos primitivos, cuya expresión fue la oda, el Génesis, sucedieron los «antiguos», representados por Homero y su forma dominante, la epopeya. Finalmente, con el advenimiento del cristianismo aparece la época moderna, a la cual, por derecho propio, pertenece el poeta romántico. La más alta cima de esta última edad es Shakespeare. Estas tres etapas de la poesía corresponden a las tres sociedades diferentes que históricamente han poblado el mundo. La primera fue lírica, la segunda épica y la tercera dramática. Como las tres etapas vitales del ser humano, la niñez caracterizada por la ingenuidad, en seguida la madurez de signo sencillo y vigoroso y por último la vejez preocupada por la verdad. «La oda vive de lo ideal, la epopeya de lo grandioso, el drama de lo real. Esta triple poesía mana de estos tres grandes manantiales, la Biblia, Homero, Shakespeare». Esto no significa, aclara el escritor, que se atribuya exclusivo dominio al carácter señalado para cada una de estas tres grandes edades de la poesía. Cada una de ellas contiene en ciernes a las otras. Cada uno de estos géneros abriga un elemento generador al que se subordinan los demás e imprime al conjunto su carácter propio. Y «el drama es la poesía completa. La oda y la epopeya lo contienen en germen, pero el drama encierra a la una y a la otra en su desarrollo». Los neoclásicos, al imponer su versión ahistórica de los preceptos clásicos de manera absoluta para todo tiempo y lugar, habían dejado de percibir el sentido trascendente de la tradición literaria a la cual se aferraban como sus únicos y privilegiados herederos. Los románticos, al disputarles ese patrimonio, tienen que probar su filiación, es decir, como en todo pleito hereditario, mostrar su parentesco, los títulos que los legitiman ante la herencia. Y es esa necesidad la que los lleva a reordenar la historia de la poesía, a releerla desde su propia visión del mundo. El Prefacio ofreció, por esta razón, un modelo anhelado a la literatura hispanoamericana, tan urgida como estaba de reinterpretar su historia.

Es el valor de la historicidad, introducido por el romanticismo, el que derrumba el sólido edificio de la antigua crítica estética. Y para Víctor Hugo, como para Hegel, la historia debía concluir con la época moderna, porque el hombre finalmente se realizaría en la libertad. Por eso el poeta se imagina a la última edad como una puesta de sol, como la vejez del mundo, y al drama como la forma suprema y última de la poesía, «un sombrío drama, en el que luchan el día y la noche, la vida y la muerte». El cristianismo, padre de la poesía moderna, introdujo el sentimiento de la melancolía, espíritu romántico por excelencia. Y es que la puesta del sol, dice Hugo, tiene algo de su salida, el viejo vuelve a ser niño, pero la última infancia no se parece a la primera, esta es alegre cuanto aquella es triste. Por eso, la época moderna que es dramática también es eminentemente lírica, y si la poesía lírica surge en la aurora de los pueblos, deslumbradora y llena de ilusiones, reaparece en el crepúsculo de las naciones triste, sombría y pensativa. El drama busca la verdad y se nutre de lo real. La verdad es siempre dolorosa pero, también, representa la única y última esperanza del hombre; por ello el drama surge desde el momento en que el cristianismo dice al hombre: -«Eres un ser doble, compuesto de dos seres, uno perecedero y otro inmortal». Estos dos principios fundamentales constituyen la vida real del hombre, disputándoselo desde la cuna hasta que muere. La realidad resulta de esa permanente oposición de los contrarios, explícita en la vida y en la creación por la armonía de lo sublime y lo grotesco, de lo bello y lo feo, de lo correcto y lo deforme, de lo angélico y lo demoniaco. «Lo grotesco representa la parte material del hombre y lo sublime el alma». La poesía verdadera, la poesía completa consiste en la armonía de estas dos dimensiones. El arte que prescinde de uno de estos dos tallos, producirá solo frutos insulsos y ridículos o aberrantes abstracciones estériles. El principio generativo del drama se nutre de «todo lo que existe en la naturaleza» y todo lo que en ella existe es arte. A esto, dice, contestarán los «pedantes aturdidos» que lo «deforme, lo feo y lo grotesco no deben ser jamás objeto de imitación para el arte», pero debe respondérseles que lo grotesco es la comedia y esta es arte; pero sobre todo, ¿hacemos más bella a la naturaleza si la mutilamos?

Hugo toca tangencialmente otro aspecto que nos interesa subrayar, cuando critica la pretensión neoclásica de apoyar la regla de las dos unidades en la verosimilitud, ya que, dice, es precisamente la realidad la que la mata:

No hay nada tan inverosímil y tan absurdo como el vestíbulo, el peristilo o la antecámara, sitios públicos en los que nuestras tragedias se desarrollan, en los que se presentan, no se sabe cómo, los conspiradores a declamar contra el tirano y el tirano a declamar contra los conspiradores, por turno, como si se hubieran dicho bucólicamente:

Alternis cantemus: amant alterna Camenae44.



Al relacionar el discurso de la tragedia neoclásica con la bucólica, el crítico realiza una metáfora certera, pues sin proponérselo da con la clave de la visión arcádica de la cual la ilustración había sido su último tour de force, antes de su disolución por obra y gracia del romanticismo, como, paradójicamente, la propia tragedia romántica, representada por el mismo Cromwell, lo sería con relación a la tragedia clásica. La fobia de Víctor Hugo a la asepsia del arcadismo explica el menosprecio con que trata a Virgilio en su ensayo. Y para ejemplificar lo que consideraba el gusto pequeño afeminado del siglo XVIII, que hasta a los espíritus grandes, «los mayores genios», en contacto con esa «poesía llena de afeites, recamada y empolvada», se convirtieron en pequeños, cita el Templo de Guido de Montesquieu, el Templo del Gusto de Voltaire y el Adivino de la aldea de Juan Jacobo. Es evidente que la proximidad de la ilustración, no le permitió ver el proceso evolutivo que en ese momento sufrió la tradicional visión de la naturaleza.


La tragedia cede el paso a la novela

Cromwell prueba que su autor quería erigirse como el creador de la tragedia romántica, destruir las convenciones que obstaculizaban la regeneración de la poesía dramática, síntesis de las anteriores y manifestación suprema del espíritu moderno. Imaginaba que volvería el tiempo en que pudiesen representarse obras como la suya, en las cuales se explorase, con independencia radical de los viejos preceptos, hasta los últimos matices que arrojasen luz sobre la compleja realidad humana. Obras cuya duración se extendiese lo que el asunto requiriera y no lo que dictasen los modelos, y en los que la escena se dislocase tanto a los sitios públicos como a los espacios íntimos de la vida humana, a la naturaleza o a los mercados, a los palacios o a los suburbios. Hugo no puede ver, todavía en ese momento, que al desaparecer el mundo aristocrático y el orden mental que le había dado forma, la tragedia irremediablemente habría de sucumbir.

Como explica Steiner, desde la tragedia griega hasta Shakespeare las acciones del hombre están circundadas por fuerzas que lo trascienden, superiores a su voluntad. El hábitat humano es mínimo comparado con la inmensa entidad de la naturaleza dominada por fuerzas mágicas o religiosas. El escenario trágico es una plataforma situada entre el cielo y el infierno y quienes lo ocupan están siempre expuestos a toparse con emisarios de la gracia o de la condenación. Pero con Hume o Voltaire las apariciones nobles u horripilantes que cautivaron el espíritu desde que la sangre de Agamenón «clamara venganza», desaparecieron por completo o se refugiaron mezquinamente en las «candilejas del melodrama». Los elementos de la naturaleza dejaron de representar, para la modernidad, las terribles fuerzas sobrenaturales de otrora.

En Atenas, en la Inglaterra de Shakespeare y en Versalles, continúa diciendo el mismo crítico, las jerarquías del poder mundanal eran estables y manifiestas, y la sociedad entera giraba en torno de su centro real o aristocrático. La tragedia presupone esta configuración, moral y política. Su esfera está constituida por problemas que trascienden al individuo para protagonizar asuntos que comprometen la suerte del estado. Sus personajes son trágicos porque son públicos. Por ello la tragedia se escenifica en el corazón mismo del cuerpo político, y también por ello el marco natural de la tragedia es la puerta de palacio, la plaza pública o la cámara real. Pero añade, con el ascenso al poder de la clase media el centro de gravedad en los asuntos humanos pasó del dominio público al privado. En el siglo XVIII surge, por vez primera, aunque antes se hubiesen dado, en el teatro isabelino, algunos pocos casos de dramas domésticos, el concepto de la tragedia privada.

Durante todo el periodo clásico, la acción solo adquiría el rango de la tragedia si en ella intervenían grandes personajes, ahora la vida del individuo común reclamaba la misma dignidad estética. En La Nueva Heloísa y en Werther ocurre este cambio, pero la tragedia privada pasa a ser el campo natural del nuevo arte creciente de la novela y no del teatro45.

Al análisis de Steiner podríamos añadir otro comentario que, sin embargo, se deriva en última instancia de su misma perspectiva. Como ya hemos mencionado en el primer capítulo de este trabajo, los ilustrados vieron en el teatro, y especialmente en la tragedia, el medio más noble para preconizar sus nuevas ideas. El teatro, dirían, es «el púlpito eficaz donde debe predicar el Filósofo». Alfieri, que irradiaría enorme influencia en las generaciones de la emancipación latinoamericana, realizó la operación de sustituir el principio de la delegación divina del poder, que hacía del soberano el paradigma trágico, por el de la legitimidad popular que hacía de la Libertad la nueva alegoría. Hoy las tragedias de Alfieri nos parecerían excesivamente declamatorias e ingenuas, pero la operación que realizó fue revolucionaria porque, como en el caso del Cromwell, mostraba la ineptitud de la estructura trágica para responder a las nuevas demandas ideológicas. El discurso, al que se articulaba la tragedia, de la realeza o de la aristocracia, nacía y concluía en sí mismo, era producido y destinado por y a la misma clase. Por eso no se opaca la perspicacia de Víctor Hugo cuando compara a los actores del teatro neoclásico con una especie de fraternidad bucólica cuyos miembros se alternan en sus parlamentos uniformes, aunque se tratase ya del monarca, ya del ambicioso conspirador. Pero, consustancial al principio de la soberanía real, otro elemento modela el discurso de la tragedia: la idea de que usurpar el puesto del soberano, o por extensión transgredir el círculo de los privilegios nobiliarios o de la herencia de la sangre, constituye un atentado superior al crimen moral, va en contra del orden dispuesto por la divinidad. La ambición es, en la visión trágica, la fuerza amenazante y monstruosa de lo inconstituido, lo demoniaco, la negación del orden y de la vida, el poder que emana de la zona informe de los muertos, del Hades, de la naturaleza selvática e indomeñable. Por ello, lo siniestro en la tragedia carece de un valor autónomo, y no se conjuga, contra lo que pensaban los románticos, en la armonía con lo sublime. Lo grotesco y lo terrorífico está siempre en tensión con lo bello, y de ahí nace la fuerza trágica. Es por ello que la tragedia convivió durante todo el periodo clásico con la visión arcádica de la naturaleza y, por lo mismo, el género alcanzó su forma extrema con Racine, cuando el absolutismo no sentía ya la necesidad de convocar las fuerzas nefastas para exorcizarlas mediante la lección moralizadora del drama trágico. Desde esta perspectiva, resulta también completamente lógico que la tragedia desembocara en el melodrama de Metastasio, que cantaba el triunfo soberbio de la cultura arcádica sobre lo deforme y lo primitivo. Y de esta aparente paradoja surge el manierismo. El extremo refinamiento de la cultura solo se realiza plenamente cuando el poeta se siente capaz de reconquistar, sin poner en crisis su propia cultura, la vida primitiva, a la cual vuelve una vez que, previamente, ha logrado despoblarla de los seres demoniacos y terribles que antes lo amenazaban. La disolución de la tragedia mostraba la desintegración del discurso político de la monarquía, que durante siglos había plasmado en el género la idea de la infelicidad del monarca, su drama nada envidiable, el fardo terrible que significaba regir la existencia de su pueblo, la prohibición que su vida pública le imponía de vivir las pasiones felices de todos los hombres. La majestad estaba reñida con la felicidad.

Los románticos sobrevaloraron la dimensión de lo grotesco en el arte clásico, perdieron de vista que su presencia en el drama o en la pintura sagrada era una especie de conjuro, y no como en el arte moderno un contrapunto estético. En un cuadro luminoso de Carlo Crivelli, expuesto actualmente en la National Gallery of Art, en Washington, y que representa la crucifixión del Señor, el artista estampó en la esquina inferior derecha la imagen siniestra de una mosca. Bajo esta apariencia escatológica se entromete el demonio en el espacio sagrado de la pintura clásica. Fuera de ella no significa nada; al pie de la Cruz, el mal está eternamente vencido. En buena medida la crítica de nuestro tiempo se ha dedicado a desmitificar los excesos que, con su lectura de apropiación, hicieron los románticos. Uno de los más bellos análisis de Erich Auerbach prueba que la intencionalidad dramática que el romanticismo atribuyó al texto de la Odisea, a partir del modelo de Shakespeare, es completamente falsa46.

Los filósofos de la Revolución, cuando se sirven del teatro para predicar su nueva ideología, no hacen otra cosa que echar los cimientos para la construcción de un discurso alternativo. La vieja estructura no podía, sin embargo, resistir el peso de las ideas modernas; diseñada para albergar un orden estable, principios inamovibles, se vino abajo cuando la sobrecargaron las aspiraciones de la nueva clase emergente. Los mitos en que se fundaban los privilegios aristocráticos habían sido destituidos y nuevas imágenes pugnaban por ocupar el sitio abandonado. Si la burguesía, para tomar el poder, había desacralizado el derecho divino de los reyes, debía fundar su discurso en la sacralización del derecho del individuo, del hombre común. Pero, si con ello se preconizaba el derecho de todos, en abstracto, solo un hombre concreto podía ocupar la cima del poder: el hombre más apto, el más dotado, el más idóneo, el más fuerte. El hombre elegido por la divinidad ya no tenía que pasar por las pruebas iniciáticas, para posesionarse de la fuente sagrada del poder en los confines del mundo. Los mitos no mueren, como dice Mircea Eliade, retornan bajo otras formas y especies. Rousseau había enseñado que la naturaleza no radicaba en el entorno inhabitado por los hombres, sino en las profundidades del hombre mismo. La nueva prueba iniciática se transfería ahora a la lucha del hombre con sus semejantes, el peregrinaje circular del héroe clásico se traducía para el moderno en la imagen del ascenso, de la superación total. En esta nueva prueba obtiene la certeza de su condición heroica. Es por ello que el héroe romántico ama las alturas, a las cuales asciende desde el averno de su miseria y su anonimato47. Las furias clásicas desaparecieron de la naturaleza exterior, pero renacieron en el alma del romántico, deformándolo, condenándolo o consagrándolo como el nuevo soberano.

El discurso romántico se funda en la retórica del más fuerte para mantener los privilegios de la burguesía. Ya no se trata de desalentar al ambicioso, sino de inculcar en las clases marginalizadas la ilusión de que cualquier hombre, por humilde que sea su cuna, puede ascender a la cúspide del poder y la riqueza. No es ya la delegación manifiesta de Dios, a través de la línea hereditaria, sino la naturaleza la que legitima al hombre superior haciéndolo el más apto de todos los hombres. Y como la naturaleza no es sino instrumento de la divinidad, el nuevo héroe adquiere un carácter providencial. «A la crítica de los dogmas, de los principios metafísicos y de las instituciones, realizadas por el pensamiento de la Ilustración, sucede un angustioso problema de hallar al hombre, no como universal según el antropologismo renacentista, sino como personaje real, de carne y hueso, individualizado, a quien donar los poderes y responsabilidades vacantes», escribe Agustín Yáñez48. La fe popular en los hombres providenciales, dice Yáñez en su ensayo sobre el hombre providencial del romanticismo, es la clave que puede explicarnos la historia política de nuestra primera mitad del siglo XIX, el periodo que va de Iturbide a Juárez, en la que a vueltas de fortuna prevalecía siempre la figura de Santa Ana, «de aquel hombre que después de absolutas derrotas no sólo se levantaba, sino era levantado, solicitado, traído entre clamores de apoteosis...».

Si el neoclasicismo sonaba ya, como lo vio Hugo, a una especie de monólogo, en el que alternaban voces homólogas, fue porque los románticos descubrieron que el verdadero destinatario de sus obras estaba fuera del círculo letrado. El escritor, al desmoronarse el antiguo régimen, había perdido con él a su viejo protector. En compensación, un nuevo horizonte se abría ante sus ojos: las clases medias emergentes, un público cada vez más amplio y sediento de emociones contrastantes con su mediana existencia, urgido por sus aspiraciones de ascensión social. Esa necesidad de ilusión, por medio de la cual las existencias mediocres intentan superar la triste monotonía a que se ven condenadas, explica, según Gramsci, el éxito creciente de la novela en el siglo XIX, especialmente el de la novela de folletín. Piensa que en esa necesidad hay, a pesar de su snobismo, un fondo de aspiraciones democráticas. Lo snob, según este pensador, se da en las novelas que describen la vida de los nobles o de las clases altas en general, carácter snobista que agrada a las mujeres, especialmente a las jóvenes, quienes sienten que su belleza puede permitirles el acceso a las clases acomodadas49.

La novela pasó a ser el género burgués por excelencia. No solamente presentaba, como dice Steiner, «el nuevo mundo secular, racionalista y privado de la clase media. Servía también como una forma literaria que se ajustaba exactamente al público fragmentado de la cultura urbana moderna»50. Pero esta capacidad proteica de la novela surge como requisito inherente al discurso de la ideología burguesa. «La novela, escribe por otro lado Roger Picard, se presenta [...] como un mediador poderoso entre los pensamientos de una época, las filosofías en marcha, y la multitud que no tiene acceso directo a ellos y que no lee más que obras de ficción»51. De este modo, el relato moderno presupone una relación isomórfica entre el autor y el destinatario, ya sea porque la novela representa una traducción del nuevo lenguaje simbólico con que el conocimiento moderno se representa la realidad, y que ya no es directamente accesible al hombre común, o porque la ficción narrativa se convierte en la reproductora privilegiada de los mitos que conforman el universo ético y político del hombre moderno.




El nuevo pacto

El mito romántico por excelencia es aquel del superhombre, o el hombre «providencial» como lo llama Agustín Yáñez. Solo que su poder y su fuerza ya no le vienen de las alturas, de la divinidad. Ya no son los dioses los que mueven a su antojo a las criaturas humanas. El romántico ama las alturas, pero estas solo tienen sentido porque el nuevo héroe debe ahora escalarlas desde las profundidades de la tierra, habitadas por los seres terribles que constituirán el nuevo foco del poder y de la fuerza. Al desacralizar el derecho divino de los reyes, habíamos dicho, el romántico se enfrenta a la necesidad de sacralizar el poder terrenal, con lo cual se afinca espiritualmente en el mundo. El romántico tiene, ahora, que ver el mundo al revés. Conforme al mismo esquema cristiano, el romántico se resuelve a arrebatarle a Dios una parcela de su poder, y para ello tiene que celebrar una alianza con el príncipe del mundo. En la visión medieval, el conocimiento del mundo era un asunto del demonio, pues este era su reino, el reino de lo visible, de las apariencias, el mundo de las tentaciones que el hombre debía rechazar para hacerse merecedor de la salvación. Un ámbito en donde todos los goces temporales debían ser negados por el espíritu para afirmar su vocación hipostática. El poder y la riqueza temporales tenían sentido, en última instancia, para mantener a raya al señor de este mundo, quien, sin embargo, se servía de las flaquezas de los hombres para infiltrarse en todos los resquicios de la vida cotidiana; el demonio estaba presente en todas partes, en la mesa, en la recámara, en los rincones sombríos de las moradas humanas, y hasta en el templo. Como todo gran señor, tenía sus ministros y servidores. Había ángeles, pensaban los gnósticos, que cansados de contemplar a Dios, bajaban al mundo para servir a Lucifer. Estos buscaban a la parte más débil de la humanidad, a las mujeres, sobre todo a las jóvenes a quienes poseían para enseñarles las artes del placer, las mañas de la belleza, los secretos del mundo, el conocimiento de la naturaleza. Por eso los ángeles estaban impedidos de tener descendencia, carecían de esperma y solo podían transmitirles a las muchachas sus conocimientos y artificios52. Por eso las mujeres, pasto fecundo del demonio, no podían aproximarse demasiado al tabernáculo del templo, y por eso a los ángeles les había sido vedada la capacidad más preciada del hombre medieval, la de fecundar y tener descendencia, porque mediante esta potestad, a través de la herencia, aseguraban su estabilidad en el mundo, estabilidad que procedía de la delegación divina. En este orden de cosas, la ambición era una tentación más suministrada por el demonio.

El romántico amaba la Edad Media, pero no el orden medieval. Sentía fascinación por los mitos demoniacos de la Edad Media más que por su visión divina. Era el resultado lógico del proceso que transfería a la tierra, a lo visible, la fuente del poder y de la gloria. Afincarse en el mundo temporal implicaba irremediablemente apropiarse del universo que la visión escolástica había proscrito. Pero el romántico tenía que seguir creyendo en Dios, porque sin él, el demonio no habría existido, así como el hombre medieval veía en todas partes la silueta tenebrosa del demonio, para poder creer en Dios. Y de esta paradoja surge el nuevo drama del romántico. Diviniza a la mujer, porque la sigue considerando un ser angélico y demoniaco. La riqueza tiene una nueva y sustantiva función, ya no se invierte para combatir al demonio, para exorcizar el mal, para recubrir de oro el templo, sino como el nuevo medio para conquistar la gloria, para disfrutar de todos los placeres que este reino temporal provee y, finalmente, para disputarle a Dios uno de sus atributos, el de castigar y recompensar, que será en lo sucesivo el más grande paroxismo del héroe romántico, el que puede constatarle su verdadera realización.

El Conde de Montecristo es, en opinión de Gramsci, el origen del mito del superhombre moderno. Esta obra, como todas las de su género, ha caído en la categoría de obra secundaria; pero pocas novelas han tenido éxito semejante. Hoy en día constituye, casi, un lugar común hablar del interés que tales textos pueden tener para reconstruir el perfil de una época; sin embargo, el prejuicio nacido de la «jerarquía» del saber impide aún que se les dé la dimensión que merecen. Ya Mircea Eliade señala que los mitos más prestigiosos, como el de «la nostalgia del paraíso», pueden reconocerse, y por lo tanto ser susceptibles de investigación, en las expresiones aparentemente más modestas de la vida cotidiana, como por ejemplo en un tango. En el mismo sentido escribe Picard:

No podría apreciarse la influencia de las novelas sobre las costumbres considerando solamente las obras maestras literarias, pues en toda época existen autores de segundo, e incluso de cuarto orden, cuyas obras tienen una gran difusión; luego, la posteridad las olvida, y los mismos historiadores literarios se desaniman cuando tienen que abrir esos libros, pero estas obras de gran éxito son las que hacen circular con más seguridad entre todas las clases sociales las ideas y los gustos de una época53.



Desde esta postura, Antonio Cándido analiza la novela de Dumas. A propósito de esta idea, recuerda una cita de Saintsbury sobre los escritores menores que nos dan -dice- «con mucha más seguridad que los grandes, la clave de una literatura»; y, comenta Cándido, si no es el caso de los menores en general, tal vez sea el de Alejandro Dumas en particular, por lo que se refiere a los aspectos tumultuosos del alma romántica54. Para el maestro brasileño, Monte Cristo es la figura arquetípica del héroe romántico, en su periplo completo, la ascensión y la caída, la embriaguez del poder y el arrepentimiento, la venganza y la piedad. La fuerza del romanticismo, dice, fue haber sumado al mundo visto de arriba -desde las alturas que fascinan al héroe romántico porque dan la sensación del poder- un mundo visto de abajo, asociando Mefistófeles a Fausto, la cocina de la hechicera a la transformación ideal, la noche de Walpurgis al amor de Margarita, el inframundo -podríamos decir- del Patio de los Milagros de Víctor Hugo, «una especie de vasto subterráneo de la sociedad, que lanza sus filamentos por todas partes», al ámbito de las cavernas, la cara oscura del mundo, de donde emana el poder y la fuerza. Y de ese inframundo es de donde, ahora, emana también la sabiduría: es en el sótano de su prisión en donde el viejo compañero de celda transforma a aquel joven ingenuo y honrado Edmundo Dantés, le hace comprender la causa de su injusto encarcelamiento, inculcándole en el corazón la pasión de la venganza, y lo introduce al conocimiento de la realidad, descifrándole los enigmas del nuevo lenguaje simbólico que domina el mundo. Pero ¿cómo se realiza ese pacto con el príncipe de las tinieblas, y cómo entiende el romántico la presencia omnímoda de la Providencia?, o ¿cómo es que el héroe romántico se convierte, a pesar de su apostasía en un hombre providencial? Cándido selecciona un pasaje crucial del texto. En el momento en que Edmundo Dantés se encuentra de pie contemplado el mundo a sus pies en la roca más alta de la isla que guarda su tesoro, un tesoro que lo espera hace trescientos cincuenta años, a punto de tomar posesión de la fortuna cuya clave le dio el anciano maestro compañero de celda, el demonio lo tentó -recordará en una conversación posterior-. Pero el héroe romántico no rechaza al tentador, dice Cándido, va hacia adelante:

También yo, como sucede a todo hombre una vez en la vida, fui transportado por Satán a la montaña más alta de la tierra. Llegando allá, me mostró el mundo entero y, como otrora dijera a Cristo, me dijo a mí: «Entonces, hijo de los hombres, qué quieres para adorarme?». Reflexioné mucho tiempo, porque de hecho tenía desde mucho tiempo atrás una ambición terrible que me devoraba el corazón; y respondí: «Mira, siempre oí hablar de la Providencia, pero nunca la vi, ni a cualquier cosa que se le parezca, lo que me hace creer que no existe. Quiero ser la Providencia, pues lo que en el mundo me parece más bello, más grande y más sublime es recompensar y castigar». Pero Satán bajó la cabeza y suspiró. «Estás equivocado, dijo, la Providencia existe; sólo que no la puedes ver, porque, hija de Dios, ella es invisible como su padre. Nada viste que se le parezca, porque ella actúa por medio de muelles ocultas y camina por vías oscuras; lo que puedo hacer es convertirte en uno de los agentes de esa Providencia». La transacción fue hecha, y tal vez yo pierda mi alma en ella; pero no importa, y si tuviese que recomenzar, yo recomenzaría de nuevo55.



Pero, con todo, esta herejía el romántico no la sostiene hasta el final. La tercera parte de la novela, aunque debida no a Dumas sino a su amigo Auguste Maquet, así lo demuestra. El Superhombre, Monte Cristo, en su función providencial de recompensar y castigar se enfrenta necesariamente a la deshumanización gradual que implica el proceso individualista, del cual la venganza es el eje central. La venganza colectiva, dice Cándido, diluye la responsabilidad del individuo y al final se convierte en una reivindicación social. La venganza individual aísla al vengador de sus semejantes y acaba labrando su propia infelicidad. El individuo no puede soportar el peso de haber usurpado una de las atribuciones de la Providencia. Sobreviene el arrepentimiento y acaba implorando preces para su alma, las cuales, dice, tal vez suavicen «el remordimiento que lleva en el fondo del corazón». Y es aquí, en este imposible de la fantasía romántica, en donde se explica la caída sin remedio del héroe antes apoteóticamente entronizado, como lo explica Agustín Yáñez:

... voracidad humana que no sufre las desigualdades entre los valores intuidos y los personajes en quienes cree realizarlos, ni perdona las frustraciones del electo para fungir como suplente de la Divina Providencia; esta voracidad alcanza su clímax en la inhumana teoría del Superhombre, cuya concordancia histórica es la caída y desprecio inmediato de Napoleón, por el propio Nietzsche desahuciado en la primera eliminatoria de individuos que pudiese mostrar como paradigmas del Superhombre56.



El hombre, dice Mircea Eliade, no puede vivir sino en un espacio sagrado, sea cual fuere su forma y los caminos que conduzcan a él, caminos más o menos difíciles, más o menos pedregosos. El periplo romántico así lo demuestra. Los románticos abominaron el equilibrio, la asepsia, la comunión bucólica de la cultura neoclásica, y con ella todas las imágenes en que se había estereotipado la idea del paraíso. Descubrieron que esa imagen de lo sublime, de lo bello, era falsa, que lo deforme, lo monstruoso, lo feo, constituía una imagen más verdadera, más universal, de la belleza, y se entregaron a la proeza de reivindicarla, aunque para este propósito tuvieran que aliarse con el señor a quien el pensamiento cristiano había cedido el reino de este mundo, el señor de lo visible, de lo empírico, del conocimiento de la materia y de lo concreto. Descubrieron, en fin, que los suburbios del paraíso no estaban poblados únicamente de esas criaturas divinas como las aves cuya misión era la de loar en coro al Señor, sino que había otras criaturas monstruosas, deformes, atormentadas y melancólicas, más bellas y vigorosas, injustamente expulsadas del paraíso, y que expresaban mejor que sus contrarias la nostalgia de la vida eterna. Esta es la idea del Cuasimodo de Nuestra Señora de París, el monstruo más horrible de la imaginación literaria, defendiendo desde lo alto de aquellas torres -como escribe Cándido- la más elevada pureza.




El exorcismo nacional

El Prefacio al Cromwell de Víctor Hugo causó una honda y prolongada impresión en los escritores latinoamericanos. En la Argentina, los integrantes de la Asociación de Mayo lo adoptaron, nada menos, que como «nuevo dogma»57; y en México se convirtió en una referencia ineludible, explícita o sobre entendida, desde los «discursos» leídos en las sesiones del Ateneo Mexicano, por los años de 1844, hasta los ensayos de Ignacio Manuel Altamirano fechados hacia 1871 o aun después. Sería de enorme interés para la historia de nuestro romanticismo estudiar el impacto que esta obra tuvo a lo largo del Continente. Por lo pronto, nos conformaremos con examinar algunas reacciones notables de los escritores mexicanos que tienen relación estrecha con el tema de nuestro trabajo.

En cuanto a la forma, el Prefacio se convirtió en una especie de modelo para nuestros poetas. Para definir la modernidad, en la que se ubica ufanísticamente el autor, se hace necesaria una revisión general de la poesía occidental, desde los «orígenes», con el fin de seguir el curso del «genio poético» a través de los grandes periodos de la historia. En esta trayectoria, de modo más o menos puntual, se respetan las categorías propuestas por el autor del Prefacio. Esta relectura de la tradición literaria obedece, como hemos visto, a la postura acrática de los románticos, y los nuestros, evidentemente, la hicieron suya. Podían comulgar o no con las ideas, algunas los escandalizaron y de modo explícito les repugnaron, pero la imagen revolucionaria de Víctor Hugo, inaugurando una nueva época, los cautivó. Por otro lado, como ya habíamos mencionado, la nueva visión historicista del romanticismo tuvo para los escritores hispanoamericanos un valor adicional: recién lograda la independencia política, les permitió reinventar su historia, abriéndoles la posibilidad de librarse, de golpe, del pasado colonial. Nacían a la libertad, pero emergían de una especie de limbo. Si Víctor Hugo se imaginaba a los pueblos europeos en la vejez y de esta metáfora hacía derivar el carácter melancólico del romanticismo, los nuestros veían a los países de América en la niñez, como «pueblos niños», de historia recientísima, que advenían a la modernidad mirando, no hacia un pasado inexistente, sino al futuro. La idea de la infancia de nuestros países sirvió de justificación ideológica para que los escritores mexicanos salvaran el problema de rechazar algunos de los aspectos centrales del Prefacio, sin mostrarse contrarios a la lógica general del discurso romántico.

«Nosotros, señores, acabamos de nacer: la literatura mexicana está, pues, en la cuna», escribe José María Lafragua en su ensayo «Carácter y objeto de la literatura»58, para justificar la creación de una literatura nacional que evite los excesos del romanticismo europeo, por cuanto se refiere sobre todo a los cuadros descriptivos poco edificantes. Si nuestros pueblos atravesaban apenas la edad de la niñez, o cuando mucho, de la juventud, parecía lógico, por encuanto, protegerlos de las ficciones literarias capaces de despertar los bajos instintos del ser humano, piensa otro escritor de la época, Luis de la Rosa. La novela, dice, puede degenerar hasta convertirse en un cuento insulso y frívolo, «sin interés, sin ilusión, sin gracia, sin filosofía, y, lo que es peor todavía, sin moralidad o positivamente impúdico». Este ensayista, «romántico», hace explícito el prejuicio en que se funda, en última instancia, la aristotélica visión de la literatura, como correctora de la naturaleza: «Se incurre comúnmente en esta última falta [la de una literatura impúdica], cuando el argumento de la novela se toma de las costumbres de las clases ínfimas, en las que, por lo común, no hay pasiones sino vicios»59.

Esta idea de la niñez de los pueblos hispanoamericanos fue profusamente cultivada por nuestros románticos, pero no era original de ellos. Al cabo del tiempo se convirtió en un verdadero tópico. Todavía Menéndez y Pelayo la adopta para explicarse las limitaciones del romanticismo mexicano. En su Historia de la poesía hispanoamericana escribe que el mayor fracaso de las letras románticas de México estribó en el empeño de trasladar de Europa el gusto por lo histórico: «El arte novelesco y legendario de Walter Scott, de Víctor Hugo en Nuestra Señora, del Duque de Rivas y de Zorrilla, era enteramente inadecuado a la poesía americana»60. Para el gran crítico español, los impulsos predominantes de la «gran revolución literaria que llamamos romanticismo», fueron, de un lado, el subjetivismo o individualismo lírico y, por otro, el sentimiento arqueológico o histórico dirigido con preferencia a las costumbres, recuerdos y monumentos de la Edad Media.

El primero de estos dos impulsos dominantes, añade el crítico santanderino, no ofrecía dificultad importante para ser trasladado a América; aunque -dice- los románticos hispanoamericanos tuvieron la desventaja de haberse limitado a imitar, con mayor servilismo, los ejemplos europeos, que los neoclásicos con respecto a los clásicos. Con el agravante de que estos imitadores, salvo muy pocas excepciones, descuidaron demasiado las formas, pues era tónica general el que tuvieran por bizarría la incorrección gramatical, por genialidad las más incoherentes extravagancias y por profundidad las cosas a medio decir. No deja, a pesar de todo, de reconocer las muy pocas excepciones, como Rodríguez Galván y Calderón, en quienes encuentra «templanza y respeto por la gramática».

Pero más grave aún le pareció la temeridad de querer introducir los temas históricos y legendarios en «pueblos niños» cuyos más antiguos recuerdos históricos no pasaban de trescientos años; «porque claro está que las tradiciones y los símbolos aztecas y de los incas tan exóticos son para la mayor parte de los americanos, como para nosotros, y las vicisitudes de sus antiguas monarquías sólo pueden interesarles en aquel pequeño grado de curiosidad en que interesan a los franceses las hazañas de los antiguos galos, o a nosotros los españoles, las de los celtas e iberos, que en remotísimas edades poblaron nuestro suelo»61.

La conquista y la colonia no le parecen tampoco verdaderos temas históricos en los que los hispanoamericanos pudieran inspirarse, por el poco tiempo transcurrido desde entonces. Pensaba Menéndez Pelayo que ninguna obra posterior había sobrepasado en fuerza a las antiguas crónicas, y que los mejores poemas del ciclo cortesiano incluso no eran más que crónicas rimadas. Por lo que respecta a las antiguas civilizaciones mesoamericanas, la otra fuente de que pretendían nutrirse las novelas históricas mexicanas, opina que representaban un mundo ignoto, y que la simpatía con que se miraba a esas razas y se execraba la atrocidad de quienes las destruyeron obedece a los mismos principios morales de caridad cristiana y humanidad filosófica que constituyen la base de la civilización moderna a partir del cristianismo, los mismos principios morales que guían a los cantores de Moctezuma y Guatimotzin, aunque exagerados y desquiciados, pero que no son en nada compatibles con civilizaciones -subraya- que tenían como uno de sus fundamentos los sacrificios humanos. Para él, hay una separación abismal entre «la gran confederación moral llamada Cristiandad» y «cualquier género de barbarie asiática africana o americana prehistórica». Concede, sin embargo, que estos asuntos pueden revestir mayor interés para los americanos por la circunstancia de vivir en los mismos lugares, por el hecho de subsistir diversos restos de la población indígena, y aun de haberse mezclado más o menos con ella. De tal modo que ese orgullo exaltado de los románticos hispanoamericanos de contarse entre los descendientes de Cuauhtémoc y Atahualpa62, le parece totalmente falso, pues «la literatura americana es literatura de criollos, no es obra de indios ni de descendientes de indios; si alguno ha habido, y si alguno hay a la hora presente, entre sus cultivadores, que tenga ese origen más o menos puro, la educación y la lengua le han españolizado y le han hecho entrar en el orden espiritual de las sociedades europeas».

Los juicios de Menéndez Pelayo en este punto no fueron bien recibidos por los mexicanos, como era lógico en una época de exaltado nacionalismo. Si se revisa la historiografía de la literatura mexicana, después de la Historia del erudito español podrá verificarse un hecho peculiar. Sus opiniones críticas sobre nuestros escritores románticos, cuando son elogiosas, se han constituido en modelos de autoridad; aunque no dejen de combatirse los que se consideran «prejuicios hispanistas» del sabio peninsular que le habrían impedido valorar debidamente nuestra herencia autóctona. El maestro mexicano Francisco Monterde escribe, de una manera ya más ponderada: «Estamos lejos de pensar lo mismo que él, acerca de la poesía indígena, aunque su "prudente cautela" nos parece justificada, en aquel tiempo y en tal circunstancia, por la carencia de material respetable, ahora suficientemente estudiado y reconocido como idóneo por Ángel María Garibay, en primer término. Algunas existencias, casi ignoradas entonces -la misma de Sor Juana-, ofrecen ya menos enigmas»63.

En la visión de Monterde, independientemente del equilibrio y justeza de su juicio sobre la postura de Menéndez Pelayo trasluce todavía esa preocupación dominante por legitimar nuestra herencia indígena, preocupación que no permitió durante mucho tiempo a nuestros historiadores comenzar a desmantelar los mitos de que se nutrió el romanticismo mexicano, o cuando menos plantear la evidente paradoja que significaba exaltar como propio ese pasado y repudiar las costumbres «de las clases ínfimas», como escribe Luis de la Rosa, costumbres que -dice- nacen de vicios y no de pasiones. Y salta a la vista asimismo la contradicción de Menéndez Pelayo cuando insiste en el mito de la infancia americana para reprobar el intento de cultivar el género histórico, y concluye, después, que nuestra literatura «ha entrado en el orden espiritual de las sociedades europeas». Si así es, ¿no era lícito que nuestros escritores hicieran suya la tradición occidental?, y por tanto, ¿que la literatura histórica y legendaria no tuviera tantas dificultades para venir a anidar entre nosotros?, ¿no lo había hecho ya Balbuena con el Bernardo y con el Siglo de Oro? El maestro español no se plantea esta cuestión porque la idea de la juventud de la cultura y de la sociedad americana, difundida por la retórica política de nuestro romanticismo, había pasado a ser un tópico general, a pesar de que, en este caso, sirviese al crítico español para señalar una imposibilidad de la literatura mexicana.

El Prefacio de Víctor Hugo sirvió de modelo, de manera evidente, al discurso-ensayo de José María Lafragua, «Carácter y objeto de la literatura», antes citado, y que su autor leyó el domingo 25 de febrero de 1844, en la sesión inaugural del Ateneo Mexicano. Como el escritor francés, el mexicano hace una revisión general de la poesía, caracterizándola desde sus orígenes: «Así, como dice Víctor Hugo, la primera palabra de la sociedad primitiva fue un himno: su poesía, la oda», escribe Lafragua para iniciar su larga travesía, como su guía, por el Génesis, la Ilíada, el cristianismo, el islam (que se le había olvidado a Hugo, pero que aquí llega a fundirse como un elemento más, a través de España, a nuestros remotos orígenes), la Edad Media, la conquista, la colonia (que abre paso a una época «de mal gusto y exageración, emblema de la sociedad prostituida ya por los atentados del poder eclesiástico y del poder civil»), la Revolución Francesa, la independencia americana y la época moderna. De aquellos tres grandes periodos en que Víctor Hugo divide la tradición literaria de occidente, Lafragua rescata dos: la edad primitiva, en que el hombre «muy cerca todavía del Creador, lo contempla y ora», y la edad antigua que corresponde también a la segunda categoría señalada por Hugo: la epopeya. Pero antes de hablar, siguiendo a su modelo, del cristianismo como la fuente de la modernidad, se detiene, significativamente, a «contemplar el hermoso cuadro de esas naciones [Grecia y Roma], que amparadas por la libertad, íntima aliada de la ilustración se levantaron a un grado de poder y de gloria que toca los límites de lo maravilloso». Caracterizar la modernidad, como lo había hecho Víctor Hugo, a partir del advenimiento del cristianismo, lo hubiera llevado necesariamente a reivindicar el valor de lo siniestro como elemento constitutivo de la estética romántica; por ello Lafragua omite esta tercera categoría, y si había comulgado con la oda y la epopeya, el drama desaparece de su universo literario.

Lo que Hugo había denominado como la sociedad moderna se convierte en este discurso en «la sociedad media», caracterizada, dice el autor, «por la imitación de los antiguos modelos» y seguida por otra «de mal gusto y exageración». Sin la idea articuladora de la poesía dramática como expresión de esa tercera edad, la reseña de Lafragua se convierte en una retahíla confusa de nombres y juicios generalizadores que se atropellan, unos con otros, para desembocar en la naciente literatura mexicana. Ni siquiera se acordó de situar el nombre de Shakespeare, a quien los románticos europeos habían convertido en la cúspide de la modernidad. Pero la idea dominante en el discurso es que la literatura es expresión superior de los pueblos ilustrados frente a la barbarie y al primitivismo.

Una vez que considera haber cumplido con «la penosa tarea de buscar a la literatura por entre los escombros de Grecia y de Roma», aplica la periodización del Prefacio a nuestra historia literaria, de la que resultaría lo siguiente: «Nuestra edad primitiva se pierde en la noche de la conquista: en la que debemos llamar antigua, más que lo que se conoce estrictamente con el nombre de literatura, florecieron las ciencias; y en la media, México no era más que, como de su patria dice un poeta [el Duque de Rivas], la segunda luz de España, que por colmo de males sólo era entonces un reflejo de Italia y de Francia». Nuestra literatura, dice, estuvo reducida hasta 1821, con muy honrosas excepciones, a sermones y alegatos, versos descriptivos y laudatorios y alguna letrilla erótica. Y es que durante todo este tiempo, añade, la sociedad no tenía carácter propio. De 1821 a 1836 se sucede un periodo de infecundidad literaria porque la política mantenía en acción continua todos los resortes sociales. Pero en 1836, con la creación de la Academia de Letrán, se inaugura -dice- «nuestra literatura actual», nuestra literatura moderna.

La omisión del problema estético medular que Víctor Hugo plantea en el Prefacio es coherente con la idea que Lafragua, como toda su generación, tiene de la poesía, y, con ella, de la belleza. Esta no difiere, fundamentalmente, de la idea que tenían los neoclásicos, como podrá corroborarse en el siguiente párrafo de nuestro escritor:

Lejos estoy de aprobar las exageraciones del romanticismo. Creo que se puede amar con todo el delirio de Abelardo, sin necesidad de ser un Claudio Frollo64; que se puede arrancar un aplauso en el teatro sin un convite de cadáveres65; y que se puede pintar la sociedad sin presentar un panorama66 de crímenes. Hombres habrá como el arcedeano, mujeres como Lucrecia Borja, y si penetramos al seno de las familias, podremos formular otras Memorias del Diablo; pero la literatura no es la historia. Refiera ésta en hora buena los acontecimientos tales como hayan sido; pero guárdese mucho aquélla de acabar de corromper el corazón al expresar el pensamiento de la sociedad. Pinte a ésta sin exagerarla: forme un cuadro de las costumbres para mejorarlas; y por entre los recuerdos de lo pasado y los ejemplos de lo presente deje columbrar al hombre una esperanza de felicidad para el porvenir67.



No puede ser más explícita la disensión con la tesis del Prefacio, texto que sin embargo sirve al autor como modelo formal. La literatura sigue siendo concebida aquí como un valor superior a la historia, o mejor ahistórico, como un espacio privilegiado en el que los hombres pueden congregarse a admirar las obras bellas, modelos que les inspiren confianza en el porvenir, independientemente del credo político al que, en la vida cotidiana, se subordinen. Esta nueva actitud frente a la literatura, que ha permitido su verdadero florecimiento, dice Lafragua, se debe al «espíritu de asociación» que para él es el «espíritu del siglo XIX», y que representa un progreso frente al «espíritu de partido» que dominó a la sociedad durante las décadas que siguieron a la Independencia. En la literatura se ve, entonces, un valor superior que debe ser fomentado y protegido, como lo ha sido en todas las sociedades que pueden recibir el nombre de «ilustradas». La literatura para hermanar a los hombres, independientemente de su condición social y de su filiación política o religiosa, la literatura que imita la naturaleza en sus manifestaciones excelsas, que corrige lo deforme, que oculta lo feo, que sirve para mejorar al hombre, para embellecer la vida, el espacio en el que los hombres renacen dejando atrás las diferencias que los separan en la realidad: «porque como sea cual fuere la profesión pública del hombre, la Iliada y El moro expósito son bellos a los ojos de todos, cosmopolita la literatura, debe ser igualmente apreciada por los que en política profesen diferentes principios».

Si se valora debidamente la disensión de Lafragua con su modelo romántico, y que si la hemos visto representada en este discurso, que resulta muy evidente, no es porque constituya una excepción sino porque encarna la tónica general de los ensayos de la época sobre la literatura mexicana68, podrá verse que no tenía razón don Marcelino Menéndez Pelayo al decir que los románticos mexicanos imitaban más servilmente a sus modelos románticos europeos, de lo que los neoclásicos habían hecho con los clásicos. Aquí se realiza una vez más esa operación típica de una cultura «periférica» que ante la presión del centro cultural metropolitano tiende a actualizar los valores de la tradición, que ha asimilado como propia, para oponerlos a los foráneos. Es más, frente al impacto de las nuevas ideas, el centro cultural tradicionalmente colonizado experimenta una mayor urgencia constitutiva a fin de no perder, o que se disuelvan, los elementos culturales incorporados lentamente y en los cuales hace descansar la idea de su propia identidad. Pero, por otro lado, este mundo periférico aspira permanentemente a estar a la altura de las sociedades «modernas», sin renunciar a su fisonomía. Asume su condición como una condición privilegiada. No quiere ser exactamente como la metrópoli, en realidad se siente superior. Discierne sobre lo bueno y lo malo de su historia, y sobre lo bueno y lo malo que le llega del otro lado del océano. Lo bueno es aquello que resulta en armonía con los valores que constituyen y afirman su propio centro social, político y cultural: en este caso la independencia, la originalidad, la insurrección formal contra el pasado (la colonia, el barroco, la inquisición), el desapego también formal a la preceptiva tradicional; lo malo, aquello que atenta contra dicho centro constituido, contra la moral, contra el orden social y económico, contra todo tipo de privilegios en los que se funda su poder. Recuérdese, por ejemplo, que si el Prefacio de Víctor Hugo se escribe como una protesta extrema contra la cultura institucionalizada que, en la idea del escritor, proscribía al Cromwell de la escena, el discurso de Lafragua es pronunciado bajo el patrocinio del presidente de la República en turno, quien en su mensaje inaugural del Ateneo, según reza la nota periodística, «manifestando extensamente los progresos y estado actual de las ciencias en la república, demostró la necesidad que de protegerlas tienen los gobiernos para cumplir los deberes que les impone la sociedad, que no puede ser libre ni dichosa sino cuando la sabiduría, ocupando el mismo asiento que el poder público, es protegida por éste y le presta a la vez su ayuda y patrocinio»69.

Lafragua mide los progresos de la literatura mexicana, en la primera mitad del siglo XIX, entre otros factores, por el número de asociaciones literarias que han surgido. Llama, como hemos visto, al espíritu de asociación, espíritu del siglo XIX. En cambio, «a excepción de las academias de los colegios, apenas existirían una que otra en los tiempos antiguos» dice. Tales agrupaciones, o tenían como finalidad perseguir a «los ladrones literarios, descubriendo los plagios» como la Acordada, o no pasaban de cenáculos efímeros y muy contados, de los cuales recuerda solo una Arcadia que dice funcionó en Puebla a principios de siglo, otra en el Colegio de Letrán y otra en la casa del Dr. Montaña, ambas últimas en la ciudad de México. Sin embargo, añade, a partir de la Academia de Letrán las asociaciones literarias han proliferado, y en ellas «se reúnen hombres de diferentes comuniones políticas a examinar amistosamente el mérito de una composición». La verdad es que este espíritu, que efectivamente permea las agrupaciones decimonónicas mexicanas, no difiere en cuanto a sus postulados del movimiento académico asociativo del siglo XVIII70. Si bien, la mayoría de los cenáculos mexicanos, en el siglo XIX como durante la Colonia, se crean, como norma general, promovidos y amparados por el poder público.




Las preocupaciones políticas de nuestros escritores

En un capítulo sobre el doctor José María Luis Mora, el crítico José Luis Martínez vuelve a preguntarse, como ya lo había hecho en un ensayo anterior, sobre las causas que llevaron a «los mejores espíritus y a las mentes más lúcidas» de México, en la primera mitad del siglo XIX, a «ejercicios y preocupaciones intelectuales que poco tenían que ver con la literatura». En su estudio del proceso de «emancipación literaria de México», había señalado la diferencia cronológica que media entre el surgimiento de los postulados de la Asociación de Mayo en la Argentina, respecto a la conquista de «una literatura nacional y original», y estas mismas preocupaciones en nuestro país. Esta inquietud, dice, era aquí una práctica desde Fernández de Lizardi, pero solo se hará explícita con Altamirano en 1868. A la primera generación de escritores que actuaron en el México independiente, dice también, se les puede reprochar que no comprendieran que «la cultura y en especial la literatura, podían ser algunos de sus mejores aliados en su esfuerzo civilizador». La causa principal de que aquellos no lo percibieran así obedeció al hecho de que en México las preocupaciones sociales y políticas revistieron «un carácter capital y absorbente que no tuvieron en la Argentina o Chile», sostiene José Luis Martínez71.

No cabe duda de que hoy en día figuras como José María Luis Mora, Lucas Alamán, o incluso fray Servando Teresa de Mier, Lorenzo de Zavala y José María Gutiérrez Estrada quedan por encima, en mayor o menor grado, del «tipo medio de los literatos de la época», como señala nuestro crítico. De este hecho deduce «que la conciencia histórica y el análisis y la valoración de la realidad social, con vistas a la solución de sus problemas, constituían el tono distintivo de las letras en los primeros años de nuestra vida independiente». Es innegable que los ensayistas mencionados abordaron los problemas nodales de la nueva sociedad que ansiaban construir. No es posible establecer el deslinde entre su actividad intelectual y la acción pública en que se comprometieron por esa urgencia civilizacional que caracterizó a su generación. Y es también cierto que la estatura de esos personajes empequeñece a la muchedumbre de literatos que parecen pulular en torno a sus figuras señeras. Sin embargo, aunque su conclusión es correcta, nos atreveremos a hacer algunas precisiones.

Aunque la intención de José Luis Martínez ha sido la de caracterizar las preocupaciones dominantes de los integrantes de nuestra primera generación romántica, el lector inadvertido podría inferir de sus palabras que, salvo unas pocas figuras descollantes, la enorme producción literaria de la época, en su mayor parte aún inexplorada, no merece la pena de ser releída, y si alguien ha abierto senderos firmes para la investigación de nuestro primer romanticismo ha sido precisamente José Luis Martínez, labor que había iniciado en la época del Centenario Pedro Henríquez Ureña. Por otro lado, por fortuna gana cada vez más terreno la opinión acerca de la importancia que, para caracterizar una época, tiene el estudio de las obras de segundo o tercer orden, las cuales como dice Roger Picard nos dan con más seguridad que las obras primas la clave de un periodo histórico72.

En la historiografía literaria del siglo XIX mexicano se aceptó como truismo la idea de que, durante el periodo que va de la segunda época del Diario de México hasta antes de la Academia de Letrán, o aún después, la agitada vida política del país había esterilizado la literatura, pues los escritores se veían obligados a dejar la pluma para «empuñar el sable». Esta impresión fue ampliamente difundida por la ensayística mexicana, a partir de la generación del Ateneo, como pudimos constatar en el discurso de José María Lafragua, y, por otro lado, es coherente con la idea de que la literatura debe representar una instancia superior a todo tipo de bandería política. Y la verdad es que durante ese periodo se produce un volumen importantísimo de literatura de géneros muy diversos, aparte naturalmente de la profusa obra de Lizardi, y que va desde la labor erudita de Beristáin de Souza, libros de retórica y preceptiva, traducciones innumerables, ensayos, novelas, etc., que están aguardando su redescubrimiento. Es significativo que esa época haya sido la fuente de la cual se haya nutrido nuestra historia política y que, contradictoriamente la literatura de ese mismo periodo haya sido casi absolutamente olvidada.

Aparte la sola mención de un Sarmiento, o de la generación de Mayo en la Argentina, o de Lastarria en Chile, pone en tela de juicio la aseveración de que en esos países los escritores de la época no tenían, como en México, preocupaciones políticas capitales y absorbentes, ¿qué otra cosa es, por ejemplo, el Dogma socialista y, posteriormente, el Facundo?

Tampoco parece justo señalar que aquellos escritores mexicanos no comprendían «que la cultura y en especial la literatura, podían ser algunos de sus mejores aliados en su esfuerzo civilizador». Toda la producción de la Academia de Letrán está orientada en ese sentido y, unos años más tarde, el tópico de la función civilizadora de la literatura es abundantemente reiterado en los discursos del Ateneo Mexicano como lo seguirá siendo a lo largo de todo nuestro siglo XIX. Esta visión de la cultura, de cuño netamente ilustrado, había permeado nuestra literatura desde el siglo anterior.

A nuestro parecer, acierta José Luis Martínez cuando define a la generación de Mora como prerromántica73, y asimismo cuando caracteriza el tono cultural de la misma, como dominado «por la conciencia histórica, y por el análisis y la valoración de la realidad social». Sin embargo, este tono cultural de ninguna manera va reñido con la idea de que la cultura es el medio propicio para conseguir la superación y la armonía de la sociedad. El mayor esfuerzo de esa generación, su empeño más obsesivo, parece ser el de oponer al periodo de anarquía y luchas de facción que les ha precedido, un nuevo modelo de civilización, basado en el predominio del entendimiento por obra de la cultura. Así lo expresa Mora en un pasaje citado por José Luis Martínez:

No se nos puede ocultar que los tiempos en que se apela a la espada para la resolución de los problemas políticos no son ciertamente los más a propósito para convencer al entendimiento, formar la opinión, ni asegurar el acierto. Cuando éstos pasen, cuando hayan cesado las conspiraciones y el principio que las fomenta, en una palabra, cuando ya no exista el espíritu de conseguirlo todo por la fuerza y la violencia, entonces serán más fructuosas las tareas de los escritos públicos74.



En los ensayos de la época, incluso en los que versan sobre el estado de la literatura mexicana, es casi obligada la referencia negativa, como vimos en el discurso de Lafragua, al «espíritu de partido», es decir, al periodo de anarquía política que siguió a la Independencia, y que Mora define como ese «espíritu de conseguirlo todo por la fuerza y la violencia»75. Se trataría, en último análisis, de la misma repulsa que los «unitarios» argentinos, con Sarmiento, Echeverría, Guitérrez, Alberdi y Mármol, expresaban en contra de la fuerza caciquil de Juan Manuel de Rosas. Nuestras élites culturales posteriores a la independencia se forjan un proyecto mental, con fuertes resabios ilustrados, totalmente refractario a las presiones provenientes de los estratos marginalizados de la «cultura». Esa aversión es la que puede explicar, por ejemplo, la antipatía que Mora siente por la figura de Hidalgo76. La cultura, «los escritos públicos» a que se refiere Mora, debía derramarse a la sociedad, para instruirla y moralizarla. En esta operación la literatura jugaba un papel al que se le concedía enorme importancia, el de persuadir, más eficazmente que los discursos directos. Este modelo mental, que no se sustentaba en la realidad, constituyó la utopía, transferida al futuro, que permeó toda nuestra literatura romántica y buena parte de la posterior77.

Sin embargo, esta visión utópica no surgió, ya conformada, en un momento determinado. Como todo proceso histórico hunde sus raíces en un periodo largo de evolución. No se trata, parece lógico, de la misma visión, exacta, del periodo ilustrado, sino fundamentalmente, como hemos señalado en el capítulo anterior, de la reapropiación de un discurso, subsumido en la tradición, al que se le da nueva vigencia para hacerlo responder a las nuevas exigencias, dinámicas y prolongadamente desestabilizadoras, del periodo posrevolucionario. Una vez consumada la independencia, sobrevino automáticamente la necesidad de restaurar el orden, lo que significaba una lucha entre los diversos sectores sociales por garantizar sus privilegios y su influencia en el nuevo gobierno -cuando se trataba de las élites tradicionales- o de acceder a una nueva posición, cuando la presión partía de las nuevas clases emergentes gracias al funcionalismo, a la carrera militar y política, al comercio, etc. En un estudio reciente, Doris M. Ladd muestra cómo los plutócratas mexicanos del siglo XVIII lograron conservar intactos prácticamente su poder y su fortuna después de la Independencia, a pesar de haber tenido que renunciar a sus títulos de nobleza. Gracias al sistema patriarcal que les había permitido perpetuarse como las élites sociales y culturales, estas familias no solo no perdieron su preeminencia en la sociedad mexicana, sino que en muchos casos incrementaron sus enormes recursos en la naciente república. Voluntariamente renunciaron a los símbolos del poder monárquico, emblemas y títulos nobiliarios, pero mantuvieron su estilo de vida y los valores tradicionales en que cifraban su identidad prominente y exclusiva:

Algunos millonarios de fines del siglo XVIII seguían siendo considerados muy ricos en 1840. Seguían frecuentando los salones de los presidentes, de los oficiales y de los embajadores, nuevos árbitros del privilegio. Continuaron siendo dueños de sus propios latifundios. Seguían dictando el tono a la alta sociedad y manteniendo su estilo de vida, en parte rural y en parte urbana. Posiblemente el mayorazgo había recibido un golpe mortal, pero un gran número de propiedades vinculadas permanecieron bajo el control de la familia extensa. Los escudos de armas podían haber sido destruidos, pero nadie intentó desbaratar el séquito de un noble. La estructura de la nobleza era una estructura familiar, y no había reforma que fuera dirigida contra el patriarcado o que lo pusiera en peligro78.



Muchas de estas familias habían adoptado ideas liberales desde antes de la lucha de Independencia, porque esta nueva corriente ideológica armonizaba en muchos puntos con las aspiraciones autonomistas que espasmódicamente, desde el siglo XVI, se hacían manifiestas en esta clase. Y a fines del siglo XVIII, cuando la nobleza criolla veía desmoronarse en el mundo los principios que sustentaban el poder de la realeza, sus viejas pretensiones empiezan a adquirir la forma de un nuevo proyecto político que, aunque con otros símbolos, les asegurase su hegemonía. Querían liberarse de las pesadas cargas económicas que la Corona y la Iglesia les imponían, de la marginación política secular en que la Metrópoli los mantenía, pero miraban con temor el surgimiento de una insurgencia revolucionaria que anulase sus privilegios y su influencia. Así lo vio Humboldt cuando en 1804 visitó el reino de la Nueva España: «Sin duda alguna preferirían un gobierno nacional y libertad de comercio que el antiguo estado de las colonias, pero este deseo... no los impulsa lo suficiente para aceptar largos y penosos sacrificios»79.

De acuerdo con este análisis, parece válido plantearse la hipótesis según la cual si la estructura económica no se vio profundamente alterada y si el capital permaneció en manos de la misma clase antes y después de la guerra de Independencia, la cultura dominante, aunque revestida de modernidad, siguió articulada a los valores tradicionales en los cuales esa misma clase se reconocía. Desde el siglo XVI los criollos habían pugnado porque se les reconociese como una sociedad ilustrada, culta, de notables ingenios, orgullosa de sus producciones intelectuales, de sus universidades, agremiaciones científicas y literarias, de su riqueza, de su refinamiento, valores todos con los que reclamaban un sitio de igualdad con los hombres sabios y civilizados de las otras naciones de ultramar. En el universo cultural e ideológico del criollismo han desembocado las investigaciones que han intentado reconstruir la génesis del nacionalismo y del liberalismo mexicanos del siglo XIX, como lo prueban las investigaciones, respectivamente, de David Brading y de Francisco López Cámara80.

Es verdad que esta clase se nutrió de las ideas de la revolución burguesa y del liberalismo clásico, así como del nuevo constitucionalismo que alboreaba en los Estados Unidos; sin embargo, este corpus ideológico, que es visto por nuestros criollos ilustrados como la «filosofía del progreso», se amalgama en sus aspectos compatibles con las viejas aspiraciones autonomistas y con su correlato cultural, paradójicamente aristocratizante. Atendiendo precisamente a este proceso de autodefinición ideológica del criollismo, López Cámara reconstruye «la génesis de la conciencia liberal de México», a partir de los reclamos de los españoles nacidos en la Nueva España a Felipe V de Borbón, demandas que ya entonces adquirían un tono patético, como lo expresa con tintes calderonianos la «Representación» de Antonio de Ahumada dirigida a aquel monarca en 1725:

¿Qué delito cometimos en haber nacido aquí?81



La frase de este hombre ilustrado de América es una clave para entender la inconformidad de los criollos, exacerbada ya para entonces por la inflexible marginación política en que los había mantenido la Corona desde el siglo XVI. A su relegamiento se sumaba, para encender los ánimos, la calumnia europea sobre su inferioridad moral, física e intelectual. La réplica de los criollos a las ideas divulgadas por los célebres naturalistas Buffon y De Paw, principalmente, se cifró en dos ejes: la defensa de la naturaleza americana, por cuyo benéfico influjo los nacidos en este Continente se tornaban superiores a los europeos, y la cultura, que a pesar de las condiciones adversas en las que se les mantenía, habían logrado producir y acumular. Ambas tareas se dirigían al mismo fin: demostrar que eran tan capaces como cualquier europeo, y quizás más, para desempeñar las más altas responsabilidades administrativas y políticas, de las que injustamente habían sido privados. Defender la naturaleza americana, el suelo, la flora, la fauna, los recursos minerales, y exaltar su riqueza, significaba reivindicar su propia naturaleza humana y mostrar que eran los legítimos dueños de una tierra que había sido conquistada por sus antecesores y a la cual se vinculaban orgullosamente. A esta razón obedecía con seguridad la presunción que muchos aristócratas novohispanos tenían, en el siglo XVIII, de un supuesto linaje indígena que los hacía descender de los emperadores aztecas. La gran «primera familia» de nobles mexicanos -dice Doris M. Ladd- estaba orgullosa de contar entre sus antepasados a indígenas y así lo acentuaban en documentos oficiales82.




La naturaleza privilegiada

La metáfora sobre la riqueza de la tierra y la fecundidad de los ingenios literarios fue una referencia obligada en la mayor parte de los ensayos románticos sobre la literatura nacional. Francisco Zarco, por ejemplo, la hace explícita de esta manera: «... y parece que el campo de la inteligencia ha sido tan fecundo en este país, como lo son sus llanuras, sus valles y montañas, en ricos productos nacionales»83. Y Luis de la Rosa, en el ensayo anteriormente citado, después de enumerar los magníficos atributos naturales de este país, desde sus cordilleras, bosques y montañas, florestas, selvas, cascadas y torrentes, hasta las perlas, flores y mujeres, que lo hacen el país más bello que hay sobre la tierra, se pregunta, pensando en el momento en que lleguen «los días de felicidad para nuestra patria»: «¿qué otra literatura habrá en el mundo ni más elevada, ni más amena, ni más espléndida que la de nuestro país, cuyos poetas y cuyos escritores no irán a otros pueblos a mendigar la inspiración, ni adornarán sus composiciones con las galas de otra nación, con las bellezas extranjeras?»84. Es a propósito de este entusiasmo que José Luis Martínez señala «esa curiosa inclinación que desde los días de la conquista hasta los actuales han manifestado los mexicanos, por crear y mantener la leyenda de México como el país de todas las riquezas, bellezas y privilegios», tendencia que le parece «una expresión muy característica del alejamiento de la realidad que parecía distinguir a nuestros literatos de aquellos años»85. El tópico pasó después, con Vigil y Altamirano, a establecer una analogía entre la riqueza y la sociedad, o la historia nacional, como temas de inspiración para los poetas mexicanos; el primero escribía:

En México existen todos los elementos propios para constituir una literatura nacional, en el sentido que puede dar a esta palabra la civilización cosmopolita de nuestro siglo. Nuestra historia tanto antigua como moderna, abundan [sic] en hechos heroicos que se prestan admirablemente a todos los géneros de la poesía: nuestra sociedad tiene su modo de ser individual, sus aspiraciones, sus sufrimientos y hasta sus temores para el porvenir. Todo esto puede considerarse un campo vastísimo para el genio de nuestros poetas, que encontrarán en él fuentes inexploradas, semejantes a las imponderables riquezas que encierra nuestro inmenso territorio, y que aguardan sólo la poderosa acción de la inteligencia...86



Si nuestro territorio ocultaba «inmensas riquezas», el alma del hombre que lo habitaba guardaba también tesoros que solo esperaban la acción de la inteligencia para aflorar. Nuestra historia, nuestra sociedad, abundaban en hechos dignos de ser cantados por nuestros poetas. La sensibilidad de nuestra sociedad era tan rica como nuestro territorio. Nadie ponía en duda, ni liberales, ni conservadores, ni ateos, ni católicos, y lo que es más asombroso, ni nacionales ni extranjeros, la inaudita fortuna que atesoraba nuestra naturaleza87. Y si la naturaleza era tan rica, no menos lo era en sentimientos, en pasiones, en valores morales nuestra sociedad. Contando con todo este patrimonio, material y espiritual, físico y cultural, el más valioso y bello de la humanidad, con esta naturaleza pródiga e inmaculada que nos rodeaba y nos otorgaba generosamente sus dones, en la cual se afincaban las esperanzas para el porvenir, ¿cómo era posible que los escritores mexicanos se fueran a inspirar en la historia y en la naturaleza de otros pueblos, que no conocían, que imaginaban a distancia, dando la espalda ingratamente a esta naturaleza que, como una madre, amorosamente nos había dado todo?

En la «Carta a una poetisa» de Ignacio M. Altamirano88 se ha visto tradicionalmente la exposición que sobre las ideas de nacionalismo literario, conformaron la prédica de este escritor. «¡Siempre la poesía nacional! Si yo insito en hablar a usted de ella tantas veces, es porque también veo que la desdeña usted siempre, y que empequeñece sus obras y amengua su inspiración prefiriendo con predilección injusta el imitar modelos extranjeros, a copiar la naturaleza que se ostenta pomposa en derredor de usted brindándole tesoros no conocidos todavía», dice en su reconvención Altamirano a la joven e ingenua poetisa. En Altamirano ya se ha fundido la metáfora en un tópico literario claro. Como el oro, que en manos del avaro permanece en el mismo estado inútil en que la naturaleza lo oculta en sus entrañas, asimismo desaprovechar esas riquezas estéticas constituía una falta moral. Era injusto el codicioso que atesoraba el metal amarillo en un escondrijo, como no sabía usarlo para su provecho y para el de los demás, se asimilaba a la imagen de esos monstruos que guardaban ferozmente fabulosos tesoros; así los poetas extranjerizantes desaprovechaban, injustamente, el genio y la inspiración que la naturaleza mexicana les había otorgado de modo tan generoso. Y así como en la época de los descubrimientos del oro, el español sentía la obligación moral de tapizar de oro los retablos eclesiásticos, para loar al Señor testimoniándole su gratitud por el bien providencialmente obtenido, así Altamirano piensa que el poeta debe devolver a la Patria, la nueva hierofanía, ese ingenio, también providencialmente otorgado, en la forma de bellos himnos nacionales. En la falta iba el castigo. En el tópico tradicional del avaro, este, de tanto mirar y codiciar el oro acababa por adquirir el color amarillo que, enjutándolo cada vez más, lo llevaba a la tumba. Así, su propio destino, mimetizándolo en el metal que tanto adoraba, era el mismo que él le daba al objeto de su codicia. El ingenio mal agradecido también recibía su sanción: se empequeñecía imitando los modelos extranjeros, ya de por sí tan menguados.

Dice Altamirano, ingenuamente, refiriéndose al antropomorfismo de ángeles y santos de la poesía religiosa decimonónica, que nada tenía que ver con el antropomorfismo griego: «La mitología no era sino el manto sagrado con que se ocultaba la filosofía primitiva. Pero en nuestros tiempos de cristianismo y civilización el mito no tiene razón de ser, y el antropomorfismo es una inconsecuencia y una continuación de la idolatría, de esa "idolatría torpe e inmunda" que nuestros cristianos condenan y abominan como producto de Satanás». Ingenuamente, porque en su discurso pervive una visión mítica de la naturaleza. Como dice Mircea Eliade, es en el siglo XIX, a pesar del orgullo materialista que lo distingue, o quizás por él, que los mitos son ampliamente cultivados en la literatura. La referencia a «la filosofía primitiva» ya nos indica, una vez más, la presencia de las ideas del Prefacio de Víctor Hugo, misma que se hace explícita en ese arranque histórico de la poesía que tanto gustó a nuestros románticos: «En la poesía de todos los pueblos, el primer himno es para los dioses, el segundo para los héroes, el tercero, para el amor». Víctor Hugo, recordemos, había escrito: «... la poesía cuenta tres edades, cada una correspondiente a una época de la sociedad, la oda, la epopeya y el drama». La oda cantaba a la eternidad, la epopeya a los héroes, y «el drama retrata la vida». El carácter de estas tres edades eran, respectivamente, la sencillez, la ingenuidad y la verdad; «los personajes de la oda son colosos, como Adán, Caín y Noé; los de la epopeya son gigantes, como Aquiles, Atreo y Orestes; los del drama son hombres, como Hamlet, Macbeth y Otelo. La oda vive de lo ideal, la epopeya de lo grandioso, el drama de lo real». Una vez más la referencia implícita a las ideas de Hugo, y una vez más la tercera época de la poesía como la definía el patriarca francés, es la que ofrece dificultades. Ese tercer gran periodo, la modernidad, había dicho el autor de Nuestra Señora, podría metafóricamente representarse con la puesta del sol, con la vejez, un sombrío drama, en el que luchan el día y la noche; de ahí que la poesía vuelve a ser lírica, pero ya no deslumbradora y llena de ilusiones como era en la niñez del mundo, sino triste y meditabunda. Es obvio que esta idea de la vejez de la sociedad chocaba con el mito de la juventud de América: «Esa juventud de las repúblicas latinoamericanas es demasiado independiente, altiva e ilustrada, para seguir a ciegas, como a un buen modelo, al primer extravagante que llega de la antigua metrópoli», dice Altamirano refiriéndose a la literatura americanista que se gesta en la América del Sur. De la vieja Europa hay que tomar lo bueno, no para imitarlo sino para superarlo, como hacen aquellos románticos de la generación de Echeverría, que han dado también en la literatura el grito de independencia. La savia de la vetusta España se había secado ya y sus ramas no producían más que parásitos, como Selgas. La naturaleza americana, al contarlo, impresionaba por su radiante juventud. De manera que en nuestro mundo latinoamericano el drama, como lo entiende Víctor Hugo, no tenía cabida, como era impertinente también el elemento que lo hacía posible, lo sórdido y lo grotesco, lo sombrío, que como esa «idolatría torpe e inmunda» nuestros «cristianos condenan y abominan como producto de Satanás». En América la naturaleza se había regenerado, y mostraba su encanto primaveral, la fuerza de la edad primera, el vigor, la verdadera creatividad. Una naturaleza inmaculada, excelsa, plena de salud y de belleza. La fealdad en este mundo no existe. Nuestros héroes podrán tener el cutis curtido por la intemperie, pero son «más hermosos» que los europeos, «con su desnudez y miseria santificadas por el patriotismo». Nuestros héroes podrán estar ennegrecidos por el sol -«la mayor parte de ellos», dice- pero, en cambio, «no eran borrachos ni leprosos como los héroes de la cruzadas».

El poeta no debe ser melindroso, añade, no debe ser como Alamán que se asustaba con «la fealdad de Guerrero», porque este historiador «no quería a los hombres feos». Pero, aparte de este reproche, que parece más bien un desahogo, quiere convencer a la joven poetisa de que los tipos nacionales son los más hermosos, pues su aparente fealdad alberga almas sin mácula: «el objeto de sus sacrificios era más santo y más bello; porque lo es más, evidentemente, liberar a la patria del yugo extranjero, que correr por esos mundos en busca de un sepulcro fantástico, cuya posesión, dado caso de hallarse, de nada le hubiera servido a la humanidad». La necesidad de reivindicar moralmente al estereotipo mestizo llegó a ser una obsesión literaria de Altamirano: en Clemencia, los dos contrincantes, Flores y Valle, representan, el primero la imagen de un Adonis, y Valle, un mestizo. El primero es un traidor, el segundo, un héroe. Al final del relato, Valle, de pie frente al atardecer, a punto de ser fusilado, resplandece como un paradigma romántico, heroico, con la cabellera ondulando al viento. El personaje se embellece, ya no solo en su dimensión moral, sino también físicamente. No se trata, por tanto, de la misma imagen del Cuasimodo, este conserva su aspecto repulsivo, aun custodiando la pureza. El personaje mestizo, al final, se hace más bello que su rival, y se gana el amor de Clemencia.

Partiendo de la idea de que la naturaleza se manifiesta aquí con el fulgor de un mundo nuevo, inédito, nuestros románticos piensan que basta con imitarla, con escuchar su «lenguaje siempre elocuente y grandioso», para que la poesía alcance la originalidad y la belleza. No se trata de corregir a la naturaleza, pensará Altamirano, pues la naturaleza americana es una naturaleza exenta de error y de fealdad. Hablando del mal gusto barroco, que hizo del estilo de sor Juana -dice- «el fruto doloroso de un gran talento mártir», escribe nuestro escritor:

De todos los peligros que ella y otras han corrido, puede usted librarse con sólo buscar la inspiración en la naturaleza. No hay arte poética igual a la que ella nos ofrece con su elocuente verdad89.



Víctor Hugo combatió la idea, en el Prefacio, de la naturaleza como realidad absoluta, es decir, la idea de que el artista debe conformarse con imitar la naturaleza con la seguridad de hallar en ella la belleza ideal. Para él existe un límite infranqueable que separa «la realidad según el arte, de la realidad según la naturaleza», y, añade, estas dos esferas solo puede confundirlas «el aturdido, como lo hacen muchos partidarios moderados del romanticismo». El arte no tiene como fin copiar la naturaleza, ni ceñirse escrupulosamente a la realidad. Pretender esto conduciría a lo absurdo, el teatro no existiría, ninguna de sus convenciones serían admisibles. De este modo debe reconocerse que el dominio del arte y el dominio de la naturaleza son perfectamente distintos. El fin de la poesía no es reflejar la realidad como un espejo, en un solo plano y sin profundidad. Quienes pretenden esto son los promotores «irreflexivos de la naturaleza absoluta, de la naturaleza vista fuera del arte». El poeta moderno debe crear una realidad en el arte, para lo cual es preciso que elija no lo bello, sino lo característico, y esto no solo para dar color local, en lo externo, a sus cuadros, sino que desde el fondo, desde las raíces, el drama debe estar impregnado del color de la época, con todos los relieves, con sus rasgos sobresalientes y característicos. Hasta las figuras más vulgares y triviales deben tener personificación propia. Por ello, dice, el poeta no debe copiar solamente la naturaleza, sino también la verdad, la cual se halla profundamente inserida en la historia.

Nuestros escritores románticos leyeron el Prefacio de Cromwell, pero no lo aceptaron íntegramente. Imitaron el esquema del discurso romántico, e hicieron propias las ideas que armonizaban con la visión secular de una naturaleza providencial. Adoptaron con entusiasmo los argumentos en contra de la validez absoluta de los modelos, y en contra de la imitación sumisa a los valores consagrados, porque tales mandatos venían a reafirmarlos en sus aspiraciones de emancipación cultural de la vieja metrópoli. Tradujeron la actitud acrática de los románticos europeos, su insurgencia contra la visión neoclásica, en una forma de renuncia a la cultura y a la historia anterior a la Independencia. Nuestra historia nacional se iniciaba con el Grito de Dolores. El romanticismo europeo había supuesto una revisión de la historia y una reapropiación de la misma a partir de su nueva perspectiva. Esto solo había sido posible gracias a la ruptura del orden social que había provocado la Revolución. Pero en la América española, salvo la emancipación, la sociedad no se había visto profundamente alterada. Prevalecían, a pesar de todo, las mismas clases económicamente dominantes y, con ellas, la misma visión de la cultura. Habían cambiado los símbolos del poder, pero no los mitos en los cuales se sustentaba la identidad de la clase criolla ilustrada. Su ideología era incompatible con las premisas que, en la esfera del arte, predica Víctor Hugo. Nuestros románticos fueron, por ello, como el propio Hugo diría, «partidarios moderados del romanticismo».

La negación a asumir como propia la historia y la cultura de la época colonial hizo que nuestros escritores adoptaran una postura acrítica respecto a su propio tiempo. Un ensayista de entonces, Tadeo Ortiz de Ayala, escribía que para saber que la nueva República iba en el camino correcto, bastaba con hacer diametralmente lo opuesto, de lo que habían hecho los gobiernos virreinales90. Lo mismo se pensó de la cultura colonial. En el centro de este optimismo, aparece siempre la idea de la naturaleza prodigiosa de América, una naturaleza inconmensurablemente rica y hermosa, joven y vigorosa, que proveería de todo lo necesario para la felicidad de sus pueblos. Por ello es que esta creencia inconmovible, de la que dependía el futuro dichoso que se nos prometía, repudiaba toda idea, toda imagen que fuese contraria a su inmaculada belleza.