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ArribaActo III


Cuadro I

 

El mismo decorado. Al día siguiente. Una mañana gozosa y radiante. Al fondo el cielo es de un azul maravilloso, todo alegría. El mar tiene un día triunfal. El sol cae de lleno sobre cubierta y un rayo avanza hasta la alfombra del salón. En la mesa redonda de la derecha desayuna MARCELO HERBIER, solícitamente atendido por el CAMARERO, y en silencio. Después de unos segundos aparece en cubierta el CAPITÁN. Entra en el salón. Va junto a MARCELO y, risueño, le pone una mano en el hombro como saludo. Después se sienta a su lado en la mesa. Y el CAMARERO, sin hablar, le sirve.

 

CAPITÁN.-  ¿Triste, «monsieur»?

MARCELO.-   (Sonríe.)  Un poco. Creo que he envejecido esta noche, Capitán253. Estoy cansado.

CAPITÁN.-  Lo comprendo...  (Un pequeño silencio.) Al atardecer alcanzaremos la vista de Capri, desembarcaremos ya entrada la noche. ¿No se alegra?

MARCELO.-  Sí. ¿Hay nuevas noticias, Capitán?

CAPITÁN.-  Nada... Acabo de oír la radio. La manifestación ante Palacio ha sido grandiosa. Después nada. Todo está igual. No ha pasado nada.

MARCELO.-   (Con una escondida amargura en la sonrisa.) ¡No ha pasado nada! El «Duquesa Raquel» sigue otra vez, rumbo a Capri, al mando de su Capitán, como si no hubiera pasado nada. Anoche, unos marineros rebeldes se hicieron dueños del «yacht» durante unos momentos, y esta mañana, a la hora del desayuno, ya son nuestros servidores otra vez. Esto es todo. Fue apenas una hora. Pero le aseguro a usted, Capitán, que esa hora quedará para siempre como un intermedio en la vida de todos nosotros...  (Un silencio.)  ¿Y esos hombres, Capitán? ¿Qué hacen?

CAPITÁN.-  ¿Los marineros?

MARCELO.-  Sí...

CAPITÁN.-  ¡Bah! Figúrese usted, las más diversas reacciones. Unos callados, con los ojos bajos, indiferentes. Otros, aduladores, serviles, queriendo hacerse perdonar de cualquier modo. Son los peores. Dan asco... En el fondo, todos aterrorizados. Han cometido un delito y tienen miedo a la justicia. Solo hay uno que mira frente a frente y todavía grita.

MARCELO.-  ¿Tony?

CAPITÁN.-  Sí. Está abajo, en la bodega.  (Sonríe.) En el mismo lugar que él me destinó a mí. Pero no es ironía. Es sencillamente que en el «yacht» no hay otro sitio más apropiado para un prisionero. El «Duquesa Raquel» es un barco de placer... No está hecho para el motín.  (Pausa.) He hablado con ese hombre.

MARCELO.-  ¿De todo?

CAPITÁN.-   (Sin mirarle.) De casi todo... Lo que no quiere decir se le adivina254. Se ha declarado jefe de la rebelión del «Duquesa Raquel». Dice que sus compañeros obraron impulsados por él, que él es el único culpable.  (Silencio.) A su modo, es casi un héroe. Era un enlace de la revolución a bordo del «Duquesa Raquel». Todo estaba preparado. La revolución no quería que escaparan de sus manos dos magníficas piezas: usted y la Duquesa255. (Otro silencio.)  ¿No me oye usted, «monsieur»?

MARCELO.-  Sí, Capitán. Pensaba en Tony, en esos marineros, en nosotros.  (Un silencio.) En la misma Duquesa256. En Dino Morelli.

CAPITÁN.-   (Gravemente.) Con todos los respetos... Me niego a hablar una sola palabra del señor Dino Morelli.  (Se miran los dos durante un segundo.)  Sé todo257 lo que ocurrió anoche mientras yo estuve encerrado.

MARCELO.-   (Una larga pausa.)  Fue un intermedio atroz, Capitán. No lo olvide. Fue una hora espantosa en la vida de las gentes que habitamos este barco, en alta mar. Fue la hora del peligro: esa hora en la que cada uno es incapaz de sujetar la bestia, el ángel malo que lleva dentro. La hora del peligro es la hora de la auténtica libertad. ¡Y qué repugnante es esa libertad que nos hace esclavos de los instintos, de los deseos! Capitán, anoche todos fuimos como realmente somos, y por lo mismo, parecíamos otros. Yo también fui otro hombre.

CAPITÁN.-   (Mirándole.) ¿Usted?

MARCELO.-  ¡Sí! ¡Qué cosa tan extraña! Toda mi vida he sido un cobarde... No, no me mire usted así. No me contraríe. Yo no tengo el rubor de mi cobardía. Yo no creo en nada, Capitán. ¿En nombre de qué ha de ser valiente un hombre que no cree en nada? El valor es la fe... Y yo no creo... Ya ve usted...  (Irónico.)  Soy uno de los mejores servidores de Su Majestad, y la verdad es que no daría una gota de sangre por salvarlo. Y, sin embargo, anoche, sí, quise jugarme esta vida mía. Ahora comprendo por qué. Ofrecía mi vida por lo único que de verdad he amado, por lo único en lo que realmente puse una fe a lo largo de mi vida. Por una mujer... Pero ese heroísmo no sirvió para nada. Lo rechazaron... Fue casi ridículo, como todos los heroísmos inútiles.  (Sonríe con amargura.) ¡Qué gran lección! ¡O quizá qué gran castigo, por haber tenido una fe! No me mire usted así, Capitán. No soy un monstruo. Soy simplemente, un hombre. ¡Un pobre hombre, como todos!

CAPITÁN.-  Calma, «monsieur» Herbier. Tranquilícese...

 

(Entra por la cubierta, SOR CATALINA. Es una monjita joven, suave, dulce y alegre. Muy parlanchina, cuando habla la risa le va de los labios a los ojos.)

 

SOR CATALINA.-  Buenos días nos dé Dios, señor Herbier, señor Capitán.

CAPITÁN.-  ¡Hermana!

SOR CATALINA.-  Ustedes perdonen... ¡No! No, por Dios, no se muevan.  (Ríe.) Vengo a reñir a este hombre porque mi pobre enfermo espera el desayuno desde hace diez minutos... Vamos, vamos, hijo mío, dese prisa. ¿Qué hace usted?

CAMARERO.-  Al momento, hermana. (En una bandeja va colocando el servicio que toma de la mesa, vigilado por la religiosa.) 

SOR CATALINA.-  Ande... ¡Jesús, Jesús, qué pesado! Ponga esas cosas buenas y ricas en la bandeja, que el señorito Dicky tiene esta mañana mucho apetito... Tostadas. Y jamón. Y mantequilla. Y esos dulces. Y una copita de jerez. Y el café. Vamos, hijo mío.

CAMARERO.-   (La obedece sonriendo.) Sí, hermana.

SOR CATALINA.-  ¡Ah! Y cigarrillos... Y esas galletas, que es muy goloso. Y jugo de naranja.

CAPITÁN.-   (Riendo.)  ¡Sor Catalina se lleva para Dicky el desayuno de toda la tripulación!

SOR CATALINA.-  ¡Calle usted! ¡Calle! ¡Ay, qué hombres estos, Virgen Santísima, qué hombres!  (Y se ríe alegremente.) El pobre Dicky, cuando está alegre, es más glotón... Y hoy está muy contento. ¡Ha pasado una noche tan feliz!

 

(El CAMARERO sale con la bandeja repleta.)

 

MARCELO.-  ¿Esta noche? ¿Qué dice usted, «ma soeur»?

SOR CATALINA.-  ¡Sí! Es que Dicky no se ha enterado de nada, señor Herbier...

MARCELO.-  ¿Pero, cómo ha podido ser?

SOR CATALINA.-    (Sonríe.) Lo hizo Dios, que hace todo lo bueno... Anoche, mientras los marineros hacían prisionero al señor Capitán, y ustedes se refugiaban en la cabina, junto al otro aparato de radio, yo me fui al camarote de Dicky. Todos le habían olvidado. Allí estaba solo mi pobre enfermo... Yo quise prepararle, decirle algo, rezar un poco con él. Aún no dormía. No tenía fiebre, y estaba maravillosamente despejado, con esa luz suya en los ojos. Me cogió las manos, como un niño desamparado, y empezó a hablar como habla siempre cuando está contento y espera... Eran sus sueños los que hablaban, sus ilusiones. Anoche, como nunca, tenía deseos de curar y de vivir. ¡De vivir! Él cree que la vida siempre es alegre y bonita. Y si anoche hubiera sabido que a pocos pasos de él estaba la vida de verdad, la verdadera vida, con sus egoísmos, con sus odios258, con tantas penas, hubiera sido terrible para él. Yo no tuve valor para despertarle. Me senté a su lado y callé... Se quedó dormido. Y al poco tiempo todo había terminado. Dicky dormía feliz, y no sabía nada... Fue un milagro de Dios. (Un silencio. Las palabras de la monjita han emocionado a los dos hombres y a ella misma. Se seca una lágrima y sonríe.)   Vaya, qué boba soy. Les he contado a ustedes todo esto, para nada. Y al fin, para llorar como una chiquilla. Me pasa siempre igual... En el convento, me riñe mucho la Madre Superiora.

MARCELO.-  «Ma soeur», entre nosotros, ¿siente usted la nostalgia de su convento?

SOR CATALINA.-  ¿Nostalgia? No; creo que no, señor Herbier. Dios está en las montañas, y en el mar. Y al lado de ese pobre Dicky que me necesita. Claro que a veces me acuerdo un poco de las hermanas. Y de aquel jardín. Le gustaría verlo, señor Herbier. Es pequeñito, muy pequeñito; pero es precioso.  (Ríe.)259 Cada hermana cuida de su rincón. ¡A mí me tocan los rosales! ¡Mis rosales!  (Suspira y se ríe.)  ¡Qué bonitos estarán esta mañana, con este sol, y esta luz! Pero, ¿qué estoy diciendo? ¿A usted qué puede importarle el jardín de unas pobres monjitas? ¡Usted, Dios mío, que conocerá todos los jardines del mundo! Es que soy más charlatana... Luego me arrepiento y hago propósito de enmienda, pero es inútil. Como dice la Madre Superiora: sor Catalina, charla que te charla, charla que te charla. ¡Ay, Señor! Y el caso es que ahora me da una vergüenza, pero qué vergüenza...

 

(Y llena de risas y rubores desaparece por la cubierta. Los dos hombres la ven marchar.)

 

CAPITÁN.-  Es deliciosa.

MARCELO.-  ¡Cómo la envidio!

 

(Regresa el CAMARERO.)

 

CAPITÁN.-  ¡Usted! ¡El hombre ilustre! ¡El célebre Marcelo Herbier tiene envidia de una pobre monjita!

MARCELO.-  Sí, Capitán. Siento envidia de ella por su risa, por sus rosales, y porque tiene fe.

CAPITÁN.-  Venga conmigo, señor Herbier. ¿No le apetece estirar un poco las piernas?

MARCELO.-  Vamos, sí.

CAPITÁN.-  Venga...  (Le toma el brazo y se lo lleva hacia la cubierta.)  Necesito hablarle a solas260. La señora Duquesa, que todavía no ha salido de su camarote, me envió recado para que yo no tomara ninguna medida de castigo con la tripulación hasta que ella me dé sus órdenes. Ya puede usted figurarse a quién quiere salvar la Duquesa... Pero yo he de cumplir con mi deber261. Esta tarde, al desembarcar, entregaré a esos262 hombres a las autoridades de Capri.

 

(Salen. Por el otro lado entra, corriendo, PATRICIA.)

 

PATRICIA.-  ¡Mi desayuno! ¡Pronto! ¡Me muero de hambre!

CAMARERO.-  Sí, señorita Patricia. Al momento.

 

(PATRICIA se sienta a la mesa y el CAMARERO la sirve.)

 

¿Un poco de mermelada?

PATRICIA.-  De todo. Mermelada, huevos, jamón. ¡Y tocino! Tengo un apetito...

CAMARERO.-  Lo comprendo, señorita... Después de la noche que ha pasado la señorita...

PATRICIA.-  Más. ¡Más jamón!

CAMARERO.-  ¡Sí, señorita! ¡Ay, qué noche, señorita! Una revolución a bordo, nada menos. Créame la señorita. Cuando pienso que apenas me di cuenta, me da un coraje...

PATRICIA.-   (Con la boca llena le mira asombradísima.) ¿Que no se ha dado usted cuenta?

CAMARERO.-  No, señorita. Me dormí. Así, como suena. Quise oír un poco la radio de allá, como hago otras noches cuando los señores se han retirado, pero estaba muy cansado y me quedé dormido como un leño. De pronto me despertaron dos marineros medio borrachos y me contaron una barbaridad. Claro, en seguida me di cuenta de que había llegado la revolución... Pero la verdad, señorita, me sentó muy mal que ninguno de ellos se acordara antes de mí. No se portaron bien.

PATRICIA.-  Hombre... Lo siento muchísimo.

CAMARERO.-  Y yo... Figúrese la señorita. Ya digo que me dio una rabia... Mire usted que estar en medio de una revolución y no enterarse. Lo que dirá mi mujer cuando se lo cuente: ¡como si estas cosas pasaran todos los días!

 

(Ríe PATRICIA, y en la cubierta aparece NATALIA. Traje de mañana muy vaporoso, de colores claros. Grandes gafas para el sol que puede quitarse al entrar.)

 

NATALIA.-  ¡Patricia! ¡Oh, chiquilla!

PATRICIA.-  ¡Natalia!

NATALIA.-   (Emocionadísima.) ¡Vivos! ¡Todos vivos! ¡Y a salvo! Todo ha sido una pesadilla. Un mal sueño. ¡Ay, Patricia, qué contenta estoy! Dame un beso.

PATRICIA.-  Pero, chica, Natalia. No te conozco. Estás guapísima.

NATALIA.-   (Picada.) ¡Muchas gracias! De manera que no me conoces porque estoy guapísima. Eres muy amable...

PATRICIA.-   (Ríe.) No me has entendido. Me refiero a ese traje... Y ese peinado. Una preciosidad.

NATALIA.-   (Sentimental.)  ¡Ay! Es que anoche, en aquellos momentos, todo lo creí perdido para siempre, y esta mañana me parece que empiezo a vivir de nuevo.

CAMARERO.-  ¿Jugo de naranja, como siempre, señorita?

NATALIA.-  ¡No! Hoy todo es distinto. Café solo, «s'il vous plaît»! Gracias. ¿Y la señora Duquesa?

CAMARERO.-  La señora Duquesa descansa todavía.

NATALIA.-   (Encantada.) ¿Oyes, chiquilla? La señora Duquesa descansa todavía... Anoche, en aquellos momentos creí que eso había terminado para siempre. La señora descansa. ¡Qué bien suena!  (Transición. Al CAMARERO.)  Supongo, buen hombre, que usted estaría con los revolucionarios...

CAMARERO.-   (Tristemente.) No, señorita. No pude...

NATALIA.-  ¡Ay, qué alegría! ¿Es usted partidario de Su Majestad? ¡Este es el verdadero pueblo!

PATRICIA.-  Quia, no es eso. Es que se durmió.

NATALIA.-  ¡Ah! ¿Sí? Bueno, es lo mismo. En ciertas ocasiones, dormirse es profundamente patriótico... Le felicito.

CAMARERO.-   (Ufano.)  Muchas gracias, señorita. Tengo un sueño muy pesado...

 

(Sale con sus servicios. Ríe PATRICIA. El acordeón toca dentro, muy piano, la canción de «Santa Lucía». NATALIA se revuelve indignadísima.)

 

NATALIA.-  ¡Ay, miserable, miserable, miserable!

PATRICIA.-  ¿Quién?

NATALIA.-  ¡¡El negro!! ¿No le oyes? ¡Toca «Santa Lucía» porque quiere hacer las paces conmigo. Y anoche se negó... ¡¡Sinvergüenza!!

 

(Ríe PATRICIA. BOMBÓN con mucha timidez, muy prudente, con el acordeón bajo el brazo, aparece en cubierta. Se quita la gorra y saluda finísimo.)

 

NEGRO.-  Buenos días, señorita Natalia. Aquí está Bombón.

NATALIA.-  ¡No quiero verte!

NEGRO.-   (Sentimental.) ¡El pobre Bombón no tiene culpa de nada, señorita! Bombón es un infeliz.

NATALIA.-  ¡Sinvergüenza! ¡Borracho! ¡Sucio! ¡¡Revolucionario!!

NEGRO.-   (Compungido.) ¡Señorita!

NATALIA.-  ¡Largo!  (Una transición muy suave.) ¡No! Espera. ¡Bombón!

NEGRO.-  ¡Señorita!

NATALIA.-  Tocarás «Santa Lucía» esta noche. Cuando me veas sola con el señor Herbier.

NEGRO-   (Contentísimo.) Sí, señorita. ¿Como todas las noches?

NATALIA.-   (Ruborizada.) Sí... Cien francos.

NEGRO.-  En puntito estaré allí. ¡No faltaré!

 

(Desaparece muy contento. PATRICIA ríe con toda su alma.)

 

PATRICIA.-  Pero, mujer... ¿Todavía?

NATALIA.-  Sí. Después del peligro en que hemos estado anoche, voy a cambiar de vida. Estoy decidida a conquistar a Marcelo.

PATRICIA.-  ¡Bravo! Yo te ayudaré.

NATALIA.-   (Asustada.) ¡No! Eso, no, ángel mío. Gracias. Me arreglaré sola... Pero hoy será el día definitivo.

 

(Ríe PATRICIA. MARCELO aparece en cubierta y entra.)

 

MARCELO.-  ¡Risas y sol! ¡Viva la vida!

NATALIA.-   (Enternecedísima.) ¡Marcelo!

PATRICIA.-  Callad... Ya estoy viendo lo que dirán los periódicos.  (Declama enfáticamente.) «Entre los pasajeros del "Duquesa Raquel", y prisionero de los revolucionarios, se hallaba nuestra gloria nacional, Marcelo Herbier. Su vida se ha salvado, por fortuna para nuestra patria». Y a los demás, pche, que nos parta un rayo.

 

(Ríen los otros.)

 

¡Ay! Yo no he visto mi nombre en los periódicos, más que una vez, cuando me pusieron de largo. Pero es más emocionante. Claro que a mí me llamaban encantadora.

MARCELO.-   (La besa con ternura.) ¡Y lo eres!

PATRICIA.-   (Una reverencia.) ¡«Merci, monsieur! Vous êtes gentile»!263 ¿No contestan así las vampiresas internacionales cuando tú las dices un piropo?  (Ríen.) Pero como yo no soy más que una pobre chica, prefiero tomar el sol en la cubierta.

MARCELO.-  ¡Hum! ¿No me sirves mi segunda taza de café?

PATRICIA.-  Te servirá Natalia.  (Aparte, muy bajo.) En confianza, chico. Lo está deseando.

MARCELO.-   (Ríe.) ¡Eres el diablo!

PATRICIA.-  ¡«Au revoir»!

 

(Y sale corriendo. MARCELO va a la mesa donde NATALIA ya se ocupa en servirle su taza de café.)

 

NATALIA.-  ¿Estás bien, Marcelo? ¿Completamente bien?

MARCELO.-  ¡Naturalmente, querida! ¿Por qué no había de estarlo?

NATALIA.-  ¡Ay! Después de la noche horrible que hemos pasado. ¡Tú en medio de una revolución! Tú, un escritor, un hombre tan delicado, tan espiritual...

MARCELO.-  Muchas gracias. Me confundes.  (Bebe.) Dime, Natalia. ¿Qué pensaste anoche, cuando todo lo creías perdido, tus millones, tus lujos y hasta tu vida?

NATALIA.-  Tuve muchísimo miedo...

MARCELO.-  Lo creo.

NATALIA.-  Y pensé en tantas cosas. Pensé que he derrochado los mejores años de mi vida malgastando el tiempo en fiestas aburridas. Pensé tanto en todo eso, que desde hoy seré otra mujer.

MARCELO.-  ¿Es verdad, Natalia?

NATALIA.-  Sí, Marcelo. Desde hoy no asistiré más que a las fiestas verdaderamente divertidas...

MARCELO.-  ¡Soberbio! Es todo un cambio de vida.

NATALIA.-  ¿Y tú, Marcelo? ¿Tuviste miedo a morir?

MARCELO.-  ¿Yo?  (Sonríe irónico.) Tiene gracia. Estaba tan absorbido por todo lo que ocurría a mi alrededor, que apenas pude pensar en mí...

NATALIA.-  ¡Lo creo!  (Grandilocuente.) ¡Siempre te tuve por un valiente!

MARCELO.-   (Enfadadísimo.)  ¡No digas tonterías, Natalia! A veces, tu falta de penetración es indignante.

NATALIA.-  Pero, Marcelo... No te entiendo

MARCELO.-  ¡Cómo vas a entenderme tú! ¡Qué sabes tú de mí ni de los demás!

NATALIA.-  ¡Marcelo!

MARCELO.-  ¡Cállate! Hasta ayer, esa estúpida frivolidad tuya me divertía. Ahora me hace daño.

NATALIA.-  Marcelo... No me trates así.

MARCELO.-  Perdona.  (Una pausa.)  No sé lo que digo. Desde anoche, estoy desconocido para mí mismo. Déjame, Natalia, déjame. Te lo suplico...

 

(NATALIA le mira, se seca una lágrima y se va hacia el fondo. Se detiene antes de llegar.)

 

NATALIA.-  Sí, ya te dejo.  (Muy bajo.) No será nunca, ¿verdad, Marcelo?

MARCELO.-   (Sin volver la cabeza. Bajo también.) No; nunca, Natalia.

NATALIA.-  Es lástima... Yo, a veces, me hacía ilusiones. Pero es imposible. No te comprendería.

MARCELO.-  No seas niña, calla.

NATALIA.-  ¿Amigos?

MARCELO.-  Amigos, sí. Siempre.

NATALIA.-   (Haciendo esfuerzos para no llorar.) Gracias. Me voy... Si supieras... ¿A que no sabes adónde voy? Voy... voy a decirle a Bombón que no actúe esta noche.

 

(Ríe y se va. MARCELO solo, en un sillón, con la cabeza entre las manos. Un segundo. Y un gran griterío fuera en cubierta. MARCELO se levanta. En cubierta, surge DINO MORELLI. Viene en mangas de camisa, con el cuello desabrochado, los cabellos en desorden, muy agitado. Y temblando. Tras él inmediatamente, el CAPITÁN.)

 

DINO.-  ¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Déjeme!

CAPITÁN.-   (Con energía.)  ¡Vamos! ¡Apártese!

DINO.-  ¡Déjeme!

CAPITÁN.-  ¡Fuera he dicho!  (Con enorme desprecio.) Señor Herbier, ayúdeme a convencer a Dino Morelli para que no ande a puñetazos con los marineros...

MARCELO.-  ¿Qué has hecho?

DINO.-  ¡¡Le he pegado!!

MARCELO.-  ¿A quién?

DINO.-  ¡A él! ¡A Bobby!264 ¡¡Y le mataré!! ¡Te juro que le mataré!

MARCELO.-  ¡Cállate!

DINO.-  Le odio, Marcelo, le odio. Por él he sido un traidor; por él estuve anoche al lado de esa gente, frente a vosotros... ¡Él tiene la culpa! ¡¡Él!!

MARCELO.-  ¿Callarás?

DINO.-   (Frenético, como si enloqueciera.) Él me dominaba, me atraía265.  (Con un estremecimiento se deja caer en un sillón.)  ¡Qué miserable! ¡Qué cobarde soy!

MARCELO.-  ¡Cállate, Dino! ¡No quiero oírte!

DINO.-   (Con angustia.) ¿Te doy asco? ¿No es eso?

MARCELO.-  ¡Cállate! Me das asco y lástima y rabia... ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!

 

(En la puertecita lateral aparece el CAMARERO. Desde allí habla.)

 

CAMARERO.-  Con permiso. La señora Duquesa ruega a los señores que la disculpen... Está un poco indispuesta y hasta la tarde no saldrá de su camarote. (Saluda y se retira. Con una angustiosa ironía.) 

MARCELO.-  ¿Ha oído usted, Capitán? La señora Duquesa está en su camarote. ¡Yo la veo! ¡Puedo verla con los ojos cerrados! ¡La señora Duquesa está encerrada entre esas cuatro paredes, luchando con ella misma, como una leona en su jaula! La señora Duquesa teme que los demás le adivinen esa lucha, ese tormento... La señora Duquesa está luchando entre su orgullo y la locura de un deseo que la atormenta y la quema. ¡La señora Duquesa duda entre su casta, su raza, y los brazos de266 un marinero...! ¿Quién vencerá? ¿Quién?

DINO.-   (Un gemido. En su mundo.)  ¿Qué va a ser de mí?

MARCELO.-  ¿Qué va a ser de ti? ¿Y qué va a ser de ella? ¿Y de mí? ¿Y qué va a ser de esos marineros llenos de odio y de rencor? ¿Qué va a ser de esta humanidad enloquecida, perdida en medio del mar? ¿Qué va a ser de nosotros, que no somos más que hombres, pájaros ciegos, hombres? ¡Hombres nada más! ¡¡Hombres!!


 
 
TELÓN
 
 


Cuadro II

 

Al atardecer de este día, en el mismo lugar del «yacht». Un sol de crepúsculo tiñe de rojo, de un rojo encendido, violento y audaz, el cielo del fondo, y deja destellos radiantes, sobre el mar267. Sobre cubierta, inmóvil, RAQUEL mira al horizonte. Viste un traje todo blanco, con un pañuelo de color al cuello. Muy despacio, entra TONY. Se detiene y clava los ojos en ella. Una pausa tensa, angustiosa. RAQUEL no se mueve y habla sencillamente, sin mirarle.

 

RAQUEL.-  Estamos llegando. Ya se ve la isla. Dentro de unos minutos se distinguirá el torreón de mi casa.

 

(Silencio. RAQUEL entra en el salón muy despacio.)

 

TONY.-  ¿No gritas?

 

(Silencio. RAQUEL entra lentamente.)

 

¿No pides socorro? Un grito tuyo puede traer mucha gente en tu ayuda. Has vuelto a ser la señora. ¡La dueña del barco y del mundo!268 Grita... Pide socorro... ¡Llámalos! Vamos... ¿Es que no tienes miedo?  (Con ira.) ¿Es que tú nunca tienes miedo?

 

(RAQUEL, distante, vuelve hacia él los ojos. Él del bolsillo del chaquetón ha sacado algo que ahora le brilla entre las manos. Es un cuchillo. RAQUEL se estremece y se tapa los ojos.)

 

RAQUEL.-  ¡¡Oh!!

TONY.-  ¡Grita, he dicho!269 ¡¡Grita, porque voy a matarte!!

RAQUEL.-  ¡Suelta eso!

 

(Ella no se ha movido. Él, con un gemido que le brota del pecho, suelta el cuchillo, que cae sobre la alfombra, y se desploma sobre el sillón dorado.)

 

TONY.-  ¡No puedo!270 Soy un cobarde... Un cobarde.

 

(Una pausa.)

 

RAQUEL.-  ¿Por qué quieres matarme?

TONY.-   (Desesperado.)  ¡Para ser libre!  (Un silencio.)271 ¿Has sido tú quien ha ordenado al negro que me abriera la puerta de la bodega?

RAQUEL.-  ¡Sí!

TONY.-  Anoche fui un pobre loco. Debí matarte cuando me pediste un beso. Entre nosotros, el amor solo podía ser rencor; rencor nada más... Como yo lo quería.

RAQUEL.-  ¡Qué sabes tú! En aquel beso estaba toda mi alma; era como la vuelta a lo más bello, como un resurgir. ¿No viste cuánta verdad había en aquel anhelo, en aquella mujer272 que se arrodillaba a tus pies? ¿No viste mis ojos llenos de lágrimas?

TONY.-  ¡Tus lágrimas! ¡También lloraste por tu triunfo, cuando oías la voz de tu rey!273

RAQUEL.-  ¡Calla! Era la otra mujer. Era la Duquesa. Era la raza. Tengo sangre de una raza vieja y grande, que ha vivido muchos siglos mandando a los tuyos, a sus esclavos... Aquella música que por el aire llegaba hasta aquí es la música de los príncipes de mi familia. ¿No oíste aquel grito de viva el rey? Durante muchos siglos ese ha sido el grito de los míos, de mi gente. Así ganaban una batalla y así bebían una copa de vino...274 Tú y yo, una pobre mujer y un pobre hombre estábamos lejos, muy lejos de tu gente y de la mía...

TONY.-  Por eso quería matarte. Para vengarme de mi amor más fuerte que mi aborrecimiento a todo lo tuyo, a ti, a tu mundo, a tu raza. Por eso quería matarte y también para que nunca fueras de otro. ¡Mía, solo mía! ¡Ya ves si tengo razones para clavarte ese cuchillo!

RAQUEL.-   (Sonríe.) ¿Tanto me quieres?

TONY.-  ¡O tanto te odio!

RAQUEL.-  Eres indómito y salvaje275. Pero así quiero que seas. Como yo te he visto276 en estas horas de encierro en el camarote, entre mi dolor, mi angustia y mis dudas...277

TONY.-  ¿Has pensado en mí?

RAQUEL.-   (Sonríe.)  ¡Y lo dudas!

TONY.-   (Bajo.) ¿Qué has decidido?

RAQUEL.-   (Mirándole. Sencillamente.) Quererte.

TONY.-  ¡Quererme!

 

(TONY avanza hacia ella, muy despacio. Ella le espera como fascinada.)

 

RAQUEL.-  Sí. Como278 no he querido a nadie. ¡Como se quiere la última vez!

TONY.-  ¡Vas a quererme!279 ¿Y no piensas que en ese amor puede estar mi venganza?280

 

(RAQUEL ríe y le acaricia el cabello.)

 

RAQUEL.-  ¡Loco, loco, loco...!281 Déjame sentirte cerca... Me gustas así. Eres tan fuerte, tan poderoso. ¡Tony! En estas horas lo he decidido todo. No temas nada. Pero hemos282 de ser prudentes. En Capri, yo te esconderé donde ni el Capitán ni nadie puedan encontrarte283. Vivirás en casa de unos antiguos criados míos. Es una casita humilde junto al mar... Yo bajaré a verte todas las noches.

TONY.-  ¡Sí! Todas las noches. Toda la vida284. Sueña, Raquel, sueña. ¡Y sueña aprisa!285

RAQUEL.-   (Sonríe.) Será un secreto maravilloso286. Tú serás el último secreto de Raquel.

TONY.-   (Bajo.) ¿Esta noche?

RAQUEL.-  Desembarcarás, después287 de la madrugada, cuando todos se hayan retirado. Vendrán a buscarte. Yo te esperaré allá...288 Ahora vete. Escóndete del Capitán. Corre... Ten cuidado.289

TONY.-  ¡Adiós, Raquel!

RAQUEL.-   (Riendo.)  ¿Será esta noche tu venganza?

TONY.-   (Tiene sus manos cogidas y la mira largamente.)290 ¿Esta noche? Todas las noches, Raquel. ¡Todas las noches de tu vida! ¡Si tú supieras!  (Y TONY desaparece corriendo por la cubierta.) .

RAQUEL.-   (Riendo.)  ¡Loco!

 

(RAQUEL sola sube a cubierta y alza la mano feliz en gozosa despedida. Es estruendosamente feliz. Su figura blanca destaca ante el rojo sol del crepúsculo que brilla ardiente como un incendio mágico sobre el mar; sigue inmóvil y sonriente; y, de pronto, dentro, varias voces lanzan un grito de horror.)

 

UNA VOZ.-  ¡¡Eeeeeeh!!...

 

(RAQUEL, en una feroz conmoción, exhala un gemido ronco y se tapa el rostro con las manos, espantada.)

 

RAQUEL.-  ¡¡Tony!!

 

(Grandes voces fuera. Un chillido de la sirena. Junto a RAQUEL, por cubierta, pasan corriendo el CAPITÁN y dos MARINEROS. RAQUEL, tambaleándose, entra en el salón.)

 

¡¡Tony!! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?

VOZ DEL CAPITÁN.-  ¡Alto! ¡Paren las máquinas!

OTRA VOZ.-  ¡¡Arrojen salvavidas!!

OTRA VOZ.-  ¡Ahí! ¡Ahí!

 

(Gritos, voces, tumulto. La sirena pita de nuevo. Han surgido en cubierta NATALIA, PATRICIA, MARCELO, SOR CATALINA291, el NEGRO, BOBBY y todos los MARINEROS. Algunos personajes miran al mar, a un mismo punto, inclinados sobre la borda con ansiedad. Otros han pasado de largo, corriendo.)

 

MARCELO.-  ¿Qué ha ocurrido?

NATALIA.-  ¡Yo le he visto! ¡Es espantoso!

PATRICIA.-  ¡Sálvenlo! ¡Sálvenlo!

RAQUEL.-   (Para sí.)  Tony, Tony...

 

(Vuelve el CAPITÁN y entra en el salón seguido por NATALIA, MARCELO292. Los MARINEROS ya han desaparecido, y en cubierta ha quedado PATRICIA, con SOR CATALINA.)293

 

CAPITÁN.-  ¡Tony se ha arrojado al mar!

MARCELO.-  ¡Qué horror!

RAQUEL.-   (Ronca, sola, en su mundo.) ¡¡Se ha arrojado al mar!!

CAPITÁN.-  Sí, «madame». Era el jefe de la rebelión... Y le hubiera costado caro. Ha tenido miedo. Eso es todo.

RAQUEL.-  ¡¡No!!

TODOS.-  ¿Eh?

RAQUEL.-  ¡No! ¡No! ¡Él no tenía miedo a nada! Él era un valiente... Además, yo le protegía. Yo le hubiera salvado.

CAPITÁN.-  ¡«Madame»!

MARCELO.-  ¡Raquel!

RAQUEL.-  No es eso... ¡Se ha arrojado al mar para vengarse de mí!294 ¡Ha conseguido que su odio sea más fuerte que su amor295! Y esta es su venganza. ¡Mi humillación! Toda esta noche esperándole inútilmente... Todas las noches de mi vida, como él decía. Habrá caído en el mar con la sonrisa en los labios296. ¡Se ha matado para ser mi vergüenza, mi rabia, mi pesadilla!297 ¡¡Pero yo también sabré vengarme!! ¡Y me vengaré de algo que va a dolerle horriblemente, hasta después de muerto! Me voy a vengar de su odio. ¡Me vengaré en los suyos, en esos marineros que se han rebelado! ¡¡Capitán!! ¡Rumbo al puerto inmediatamente! Esos hombres son rebeldes... Y serán castigados como si cada uno de ellos fuese él mismo, sin piedad, sin lástima, con odio, como ellos quieren, como él quería. ¡Al puerto, Capitán! Es necesario que entregue usted esos hombres a la justicia...

PATRICIA.-   (Sola, allá, en la cubierta.) ¡No! Eso, no.

 

(Todos se vuelven. La muchacha avanza hasta la entrada sin bajar al salón298. Está muy pálida.)

 

TODOS.-  ¿Eh?

PATRICIA.-  No puedes hacer eso, mamá. Sería el escándalo y la vergüenza. Todo el mundo sabría lo que ha pasado aquí esta noche. Lo sabría el pobre Dicky. ¿No te da miedo, mamá? ¿Quieres que tu hijo se entere?

MARCELO.-  Patricia, Patricia.

RAQUEL.-  Lleváosla de aquí. ¡No quiero oírla!

SOR CATALINA.-299  ¡Dios mío!

NATALIA.-   (Asustada.)  ¡Patricia, criatura!

PATRICIA.-  ¡Dejadme!300 ¿Creéis que no comprendo por qué se ha arrojado al mar ese marinero?301

RAQUEL.-  ¡Tapadle la boca! ¡Lleváosla! ¡Fuera de aquí!

PATRICIA302.-  ¡No! ¡Me oirás! Me has hecho llorar muchas veces a escondidas... Pero Dicky no ha de llorar. Dicky creerá siempre que eres como él te imagina... No quiero que sufra, no quiero que te odie303. No quiero que llore de asco y de rabia, como yo he llorado. Tú has jugado con todos. Pero no juegues con Dicky, mamá... Con él, no; con él, no.304

NATALIA.-  ¡Patricia!

SOR CATALINA.-  Criatura, ¿qué has hecho, Dios mío?305

 

(La toma en sus brazos. PATRICIA solloza y salen las dos. RAQUEL está en el sillón rojo, hundida, anonadada, casi ausente, con un tremendo desfallecimiento. Una pausa larga durante la que aún se oyen los sollozos de PATRICIA al alejarse con la monja.)306

 

RAQUEL.-   (Como un murmullo.)  ¿Has oído, Marcelo? ¿Has oído? Siempre temí que llegara este día... Desde que Patricia nació yo sabía que alguna vez oiría esa voz suya, gritándome, como ahora... Pero no pensé nunca que fuera tan pronto. ¿Qué es esto? Es la vejez. Es la muerte.  (Con un escalofrío se tapa la cara con las manos.) 

MARCELO.-  Óyela, Raquel. Es la voz de un ángel. Es exigente, es dura, sí. Los ángeles son crueles porque no entienden de pecado... Óyela. Es la voz de tu conciencia. De la mía, de la de todos nosotros... Es el ángel que anoche nos seguía por alta mar y volaba sobre toda esta miseria humana del «Duquesa Raquel». Anoche, entre la pasión y el odio y el deseo, había a bordo algo maravillosamente hermoso. Eran los sueños de tu hijo, era la pureza de una mujercita, y eran los rezos de una monja... ¡Eran como tres ángeles perdidos en el infierno!307 Y ellos son la verdad. ¡Dichosos los que sueñan y saben rezar! ¡Pobres de nosotros los que solo hemos creído en nuestra propia soberbia! ¡Raquel! Síguelos a ellos. Aún es tiempo. Ahora creo en los que tienen fe; creo en los que creen en Dios...  (Con angustia.) ¡Raquel! Yo necesito una fe; yo necesito creer...

 

(RAQUEL, despacio, alza la cabeza.)

 

RAQUEL.-  Capitán.

CAPITÁN.-  ¡«Madame»!

RAQUEL.-  Confío en usted... Que al llegar a Capri nadie308 sepa lo que ocurrió anoche en el «Duquesa Raquel»309. Esos hombres callarán porque tienen miedo. La muerte de Tony ha sido un accidente... Todo fue un mal sueño que no volverá.

CAPITÁN.-  Sí, «madame». Confíe en mí...  (Se va por la cubierta. Comienza a anochecer.) 

RAQUEL.-  Pero, ¿y ahora, Marcelo? ¿Qué haré yo?

 

(En cubierta surge SOR CATALINA, tímidamente.)310

 

SOR CATALINA.-  Señora Duquesa... Dicky y Patricia la llaman. Vaya, señora Duquesa. Yo se lo suplico...

MARCELO.-   (Sonríe.) ¿Y aún preguntas qué vas a hacer? Te llaman tus hijos... Tus ángeles. ¿No es esto como empezar una vida nueva?

RAQUEL.-  ¡Mis hijos!...  (Muy bajo. Mira a MARCELO y a la monja sin311 verlos, con la imaginación lejos, muy lejos312. Y muy bajo.) ¿No sabes, Marcelo? Decía que era el dueño del fondo del mar... Era como un dios.

PATRICIA313.-   (Dentro, lejos.)  ¡Mamá!

 

(RAQUEL se estremece. Y casi en un grito como pidiendo socorro.)

 

RAQUEL.-  Dicky, Patricia. ¡Hijos míos! ¿Dónde estáis?314

 

(Sale. MARCELO la ve marchar desde cubierta. En el salón, NATALIA y la monjita. NATALIA se seca una lágrima.)

 

NATALIA.-  Bien...  (Un silencio.)  Estas horas de la tarde, a bordo, me entristecen. No sabe una cómo entretenerse. (Un silencio.)  ¿Qué hace usted, hermana?

SOR CATALINA.-   (Suave.) Estaba rezando un poco...


 
 
TELÓN