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  -fol. 58r-  

ArribaAbajoLibro segundo de Los trabajos de Persiles y Sigismunda


ArribaAbajoCapítulo primero

Donde se cuenta cómo el navío se volcó con todos los que dentro dél iban


PARECE que el autor desta historia sabía más de enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada del segundo libro le gasta todo en una difinición de celos, ocasionados de los que mostró tener Auristela por lo que le contó el capitán del navío; pero en esta tradución, que lo es, se quita por prolija y por cosa en muchas partes referida y ventilada, y se viene a la verdad   -fol. 58v-   del caso, que fue que, cambiándose el viento y enmarañándose las nubes, cerró la noche escura y tenebrosa, y los truenos, dando por mensajeros a los relámpagos, tras quien se siguen, comenzaron a turbar los marineros y a deslumbrar la vista de todos los de la nave, y comenzó la borrasca con tanta furia que no pudo ser prevenida de la diligencia y arte de los marineros; y así, a un mismo tiempo les cogió la turbación y la tormenta. Pero no por esto dejó cada uno de acudir a su oficio, y a hacer la faena que vieron ser necesaria, si no para escusar la muerte, para dilatar la vida; que los atrevidos que de unas tablas la fían, la sustentan cuanto pueden, hasta poner su esperanza en un madero que acaso la tormenta desclavó de la nave, con el cual se abrazan, y tienen a gran ventura tan duros abrazos.

Mauricio se abrazó con Transila, su hija, Antonio con Ricla y con Constanza, su madre y hermana; sola la desgraciada Auristela quedó sin arrimo, sino el que le ofrecía su congoja, que era el de la muerte, a quien ella de buena gana se entregara, si lo permitiera la cristiana y católica religión que con muchas veras procuraba guardar; y así, se recogió entre ellos, y, hechos un ñudo, o por mejor decir, un ovillo, se dejaron calar casi hasta la postrera parte del navío, por escusar el ruido espantoso de los truenos, y la interpolada luz de los relámpagos, y el confuso estruendo de los marineros; y, en aquella semejanza del limbo, se escusaron de no verse unas veces tocar el cielo con las manos, levantándose el navío sobre las mismas nubes, y otras veces barrer la gavia las arenas del mar profundo. Esperaban la muerte cerrados los ojos, o por mejor decir, la temían sin verla: que la figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa, y la que coge a un desapercebido en todas sus fuerzas y salud, es formidable.

La tormenta creció de manera que agotó la ciencia de los marineros, la solicitud   -fol. 59r-   del capitán y, finalmente, la esperanza de remedio en todos. Ya no se oían voces que mandaban hágase esto o aquello, sino gritos de plegarias y votos que se hacían y a los cielos se enviaban; y llegó a tanto esta miseria y estrecheza que Transila no se acordaba de Ladislao, Auristela de Periandro; que uno de los efetos poderosos de la muerte es borrar de la memoria todas las cosas de la vida, y, pues llega a hacer que no se sienta la pasión celosa, téngase por dicho que puede lo imposible. No había allí reloj de arena que distinguiese las horas, ni aguja que señalase el viento, ni buen tino que atinase el lugar donde estaban. Todo era confusión, todo era grita, todo suspiros y todo plegarias. Desmayó el capitán, abandonáronse los marineros, rindiéronse las humanas fuerzas, y poco a poco el desmayo llamó al silencio, que ocupó las voces de los más de los míseros que se quejaban.

Atrevióse el mar insolente a pasearse por cima de la cubierta del navío, y aun a visitar las más altas gavias, las cuales también ellas, casi como en venganza de su agravio, besaron las arenas de su profundidad. Finalmente, al parecer del día -si se puede llamar día el que no trae consigo claridad alguna-, la nave se estuvo queda y estancó, sin moverse a parte alguna, que es uno de los peligros, fuera del de anegarse, que le puede suceder a un bajel; finalmente, combatida de un huracán furioso, como si la volvieran con algún artificio, puso la gavia mayor en la hondura de las aguas y la quilla descubrió a los cielos, quedando hecha sepultura de cuantos en ella estaban.

¡Adiós, castos pensamientos de Auristela; adiós, bien fundados disinios; sosegaos, pasos tan honrados como santos, no esperéis otros mauseolos ni otras pirámides ni agujas que las que os ofrecen esas mal breadas tablas! Y vos, ¡oh Transila!, ejemplo claro de honestidad, en los brazos de vuestro   -fol. 59v-   discreto y anciano padre podéis celebrar las bodas, si no con vuestro esposo Ladislao, a lo menos con la esperanza, que ya os habrá conducido a mejor tálamo. Y tú, ¡oh Ricla!, cuyos deseos te llevaban a tu descanso, recoge en tus brazos a Antonio y a Constanza, tus hijos, y ponlos en la presencia del que agora te ha quitado la vida para mejorártela en el cielo.

En resolución, el volcar de la nave y la certeza de la muerte de los que en ella iban puso las razones referidas en la pluma del autor desta grande y lastimosa historia, y ansimismo puso las que se oirán en el siguiente capítulo.




ArribaAbajoCapítulo segundo del segundo libro

Donde se cuenta un estraño suceso


PARECE que el volcar de la nave volcó, o por mejor decir, turbó el juicio del autor de esta historia, porque a este segundo capítulo le dio cuatro o cinco principios, casi como dudando qué fin en él tomaría. En fin, se resolvió, diciendo que las dichas y las desdichas suelen andar tan juntas, que tal vez no hay medio que las divida; andan el pesar y el placer tan apareados, que es simple el triste que se desespera y el alegre que se confía, como lo da fácilmente a entender este estraño suceso.

Sepultóse la nave, como queda dicho, en las aguas; quedaron los muertos sepultados sin tierra, deshiciéronse sus esperanzas, quedando imposibilitado su remedio; pero los piadosos cielos, que de muy atrás toman la corriente de remediar nuestras desventuras, ordenaron que la nave, llevada poco a poco de las olas, ya mansas y recogidas, a la orilla del mar [diese] en una playa, que por entonces su apacibilidad y mansedumbre podía   -fol. 60r-   servir de seguro puerto; y no lejos estaba un puerto capacísimo de muchos bajeles, en cuyas aguas, como en espejos claros, se estaba mirando una ciudad populosa, que por una alta loma sus vistosos edificios levantaba.

Vieron los de la ciudad el bulto de la nave, y creyeron ser el de alguna ballena o de otro gran pescado que con la borrasca pasada había dado al través. Salió infinita gente a verlo, y, certificándose ser navío, lo dijeron al rey Policarpo, que era el señor de aquella ciudad, el cual, acompañado de muchos y de sus dos hermosas hijas, Policarpa y Sinforosa, salió también, y ordenó que con cabestrantes, con tornos y con barcas, con que hizo rodear toda la nave, la tirasen y encaminasen al puerto.

Saltaron algunos encima del buco, y dijeron al rey que dentro dél sonaban golpes, y aun casi se oían voces de vivos.

Un anciano caballero que se halló junto al rey, le dijo:

-Yo me acuerdo, señor, haber visto en el mar Mediterráneo, en la ribera de Génova, una galera de España que, por hacer el car con la vela, se volcó, como está agora este bajel, quedando la gavia en la arena y la quilla al cielo; y, antes que la volviesen o enderezasen, habiendo primero oído rumor, como en éste se oye, aserraron el bajel por la quilla, haciendo un buco capaz de ver lo que dentro estaba; y el entrar la luz dentro y el salir por él el capitán de la misma galera y otros cuatro compañeros suyos fue todo uno. Yo vi esto, y está escrito este caso en muchas historias españolas, y aun podría ser viniesen agora las personas que segunda vez nacieron al mundo del vientre desta galera; y si aquí sucediese lo mismo, no se ha de tener a milagro, sino a misterio; que los milagros suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras   -fol. 60v-   veces.

-Pues ¿a qué aguardamos? -dijo el rey-: siérrese luego el buco, y veamos este misterio, que si este vientre vomita vivos, yo lo tendré por milagro.

Grande fue la priesa que se dieron a serrar el bajel, y grande el deseo que todos tenían de ver el parto. Abrióse, en fin, una gran concavidad, que descubrió muertos muertos y vivos que lo parecían; metió uno el brazo, y asió de una doncella que el palpitarle el corazón daba señales de tener vida; otros hicieron lo mismo, y cada uno sacó su presa, y algunos, pensando sacar vivos, sacaban muertos; que no todas veces los pescadores son dichosos. Finalmente, dándoles el aire y la luz a los medio vivos, respiraron y cobraron aliento; limpiáronse los rostros, fregáronse los ojos, estiraron los brazos, y, como quien despierta de un pesado sueño, miraron a todas partes; y hallóse Auristela en los brazos de Arnaldo, Transila en los de Clodio, Ricla y Constanza en los de Rutilio [y] Antonio el padre, y Antonio el hijo en los de ninguno, porque se salió por sí mismo, y lo mismo hizo Mauricio.

Arnaldo quedó más atónito y suspenso que los resucitados, y más muerto que los muertos. Miróle Auristela, y, no conociéndole, la primera palabra que le dijo fue -que ella fue la primera que rompió el silencio de todos:

-¿Por ventura, hermano, está entre esta gente la bellísima Sinforosa?

-¡Santos cielos! ¿Qué es esto? -dijo entre sí Arnaldo-. ¿Qué memorias de Sinforosa son éstas, en tiempo que no es razón que se tenga acuerdo de otra cosa que de dar gracias al cielo por las recebidas mercedes?

Pero, con todo esto, la respondió y dijo que sí estaba, y le preguntó que cómo la conocía, porque Arnaldo ignoraba lo que Auristela con el capitán del navío, que le contó los triunfos de Periandro, había pasado, y no pudo alcanzar la causa por la cual Auristela preguntaba por Sinforosa; que si la alcanzara, quizá dijera que   -fol. 61r-   la fuerza de los celos es tan poderosa y tan sutil que se entra y mezcla con el cuchillo de la misma muerte, y va a buscar al alma enamorada en los últimos trances de la vida.

Ya después que pasó algún tanto el pavor en los resucitados, que así pueden llamarse, y la admiración en los vivos que los sacaron, y el discurso en todos dio lugar a la razón, confusamente unos a otros se preguntaban cómo los de la tierra estaban allí y los del navío venían allí. Policarpo, en esto, viendo que el navío al abrirle la boca se le había llenado de agua, en el lugar del aire que tenía, mandó llevarle a jorro al puerto, y que con artificios le sacasen a tierra, lo cual se hizo con mucha presteza.

Salieron asimismo a tierra toda la gente que ocupaba la quilla del navío, que fueron recebidos del rey Policarpo y de sus hijas, y de todos los principales ciudadanos, con tanto gusto como admiración; pero lo que más les puso en ella, principalmente a Sinforosa, fue ver la incomparable hermosura de Auristela; fue también a la parte de esta admiración la belleza de Transila, y el gallardo y nuevo traje, pocos años y gallardía de la bárbara Constanza, de quien no desdecía el buen parecer y donaire de Ricla, su madre; y, por estar la ciudad cerca, sin prevenirse de quien los llevase, fueron todos a pie a ella.

Ya en este tiempo había llegado Periandro a hablar a su hermana Auristela, Ladislao a Transila, y el bárbaro padre a su mujer y a su hija, y los unos a los otros se fueron dando cuenta de sus sucesos. Sola Auristela, ocupada toda en mirar a Sinforosa, callaba. Pero, en fin, habló a Periandro, y le dijo:

-¿Por ventura, hermano, esta hermosísima doncella que aquí va es Sinforosa, la hija del rey Policarpo?

-Ella es -respondió Periandro-, sujeto donde tienen su asiento la belleza y la cortesía.

-Muy cortés debe de ser -respondió Auristela-, porque es muy hermosa.

-Aunque no lo   -fol. 61v-   fuera tanto -respondió Periandro-, las obligaciones que yo la tengo me obligaran, ¡oh querida hermana mía!, a que me lo pareciera.

-Si por obligaciones va, y vos por ellas encarecéis las hermosuras, la mía os ha de parecer la mayor de la tierra, según os tengo obligado.

-Con las cosas divinas -replicó Periandro- no se han de comparar las humanas; las hipérboles alabanzas, por más que lo sean, han de parar en puntos limitados: decir que una mujer es más hermosa que un ángel es encarecimiento de cortesía, pero no de obligación; sola en ti, dulcísima hermana mía, se quiebran reglas y cobran fuerzas de verdad los encarecimientos que se dan a tu hermosura.

-Si mis trabajos y mis desasosiegos, ¡oh hermano mío!, no turbaran la mía, quizá creyera ser verdaderas las alabanzas que de ella dices, pero yo espero en los piadosos cielos que algún día ha de reducir a sosiego mi desasosiego y a bonanza mi tormenta, y, en este entretanto, con el encarecimiento que puedo, te suplico que no te quiten ni borren de la memoria lo que me debes otras ajenas hermosuras, ni otras obligaciones, que en la mía y en las mías podrás satisfacer el deseo y llenar el vacío de tu voluntad, si miras que, juntando a la belleza de mi cuerpo, tal cual ella es, a la de mi alma, hallarás un compuesto de hermosura que te satisfaga.

Confuso iba Periandro oyendo las razones de Auristela: juzgábala celosa, cosa nueva para él, por tener por larga esperiencia conocido que la discreción de Auristela jamás se atrevió a salir de los límites de la honestidad, jamás su lengua se movió a declarar sino honestos y castos pensamientos, jamás le dijo palabra que no fuese digna de decirse a un hermano en público y en secreto.

Iba Arnaldo invidioso de Periandro, Ladislao alegre con su esposa Transila; Mauricio, con su hija y yerno, Antonio el grande con su mujer   -fol. 62r-   y hijos, Rutilio con el hallazgo de todos, y el maldiciente Clodio con la ocasión que se le ofrecía de contar, dondequiera que se hallase, la grandeza de tan estraño suceso. Llegaron a la ciudad, y el liberal Policarpo honró a sus huéspedes real y magníficamente, y a todos los mandó alojar en su palacio, aventajándose en el tratamiento de Arnaldo, que ya sabía que era el heredero de Dinamarca, y que los amores de Auristela le habían sacado de su reino; y, así como vio la belleza de Auristela, halló su peregrinación en el pecho de Policarpo disculpa.

Casi en su mismo cuarto, Policarpa y Sinforosa alojaron a Auristela, de la cual no quitaba la vista Sinforosa, dando gracias al cielo de haberla hecho no amante, sino hermana de Periandro; y, ansí por su estremada belleza como por el parentesco tan estrecho que con Periandro tenía, la adoraba y no sabía un punto desviarse de ella; desmenuzábale sus acciones, notábale las palabras, ponderaba su donaire, hasta el sonido y órgano de la voz le daba gusto. Auristela casi por el mismo modo y con los mismos afectos miraba a Sinforosa, aunque en las dos eran diferentes las intenciones: Auristela miraba con celos, y Sinforosa con sencilla benevolencia.

Algunos días estuvieron en la ciudad descansando de los trabajos pasados, y, dando traza de volver Arnaldo a Dinamarca, o adonde Auristela y Periandro quisieran, mostrando, como siempre lo mostraba, no tener otra voluntad que la de los dos hermanos. Clodio, que con ociosidad y vista curiosa había mirado los movimientos de Arnaldo, y cuán oprimido le tenía el cuello el amoroso yugo, un día que se halló solo con él le dijo:

-Yo, que siempre los vicios de los príncipes he reprehendido en público, sin guardar el debido decoro que a su grandeza se debe, sin temer el daño que   -fol. 62v-   nace del decir mal, quiero agora, sin tu licencia, decirte en secreto lo que te suplico con paciencia me escuches; que lo que se dice aconsejando, en la intención halla disculpa lo que no agrada.

Confuso estaba Arnaldo, no sabiendo en qué iban a parar las prevenciones del razonamiento de Clodio, y, por saberlo, determinó de escuchalle; y así, le dijo que dijese lo que quisiese, y Clodio con este salvoconduto prosiguió diciendo:

-Tú, señor, amas a Auristela; mal dije amas, adoras, dijera mejor; y, según he sabido, no sabes más de su hacienda, ni de quién es, que aquello que ella ha querido decirte, que no te ha dicho nada. Hasla tenido en tu poder más de dos años, en los cuales has hecho, según se ha de creer, las diligencias posibles por enternecer su dureza, amansar su rigor y rendir su voluntad a la tuya por los medios honestísimos y eficaces del matrimonio, y en la misma entereza se está hoy que el primero día que la solicitaste, de donde arguyo que, cuanto a ti te sobra de paciencia, le falta a ella de conocimiento; y has de considerar que algún gran misterio encierra desechar una mujer un reino y un príncipe que merece ser amado. Misterio también encierra ver una doncella vagamunda, llena de recato de encubrir su linaje, acompañada de un mozo que, como dice que lo es, podría no ser su hermano, de tierra en tierra, de isla en isla, sujeta a las inclemencias del cielo y a las borrascas de la tierra, que suelen ser peores que las del mar alborotado. De los bienes que reparten los cielos entre los mortales, los que más se han de estimar son los de la honra, a quien se posponen los de la vida; los gustos de los discretos hanse de medir con la razón, y no con los mismos gustos.

Aquí llegaba Clodio, mostrando querer proseguir con un filosófico y grave razonamiento, cuando entró Periandro y le hizo callar con su llegada, a pesar   -fol. 63r-   de su deseo y aun de el de Arnaldo, que quisiera escucharle. Entraron asimismo Mauricio, Ladislao y Transila, y con ellos Auristela, arrimada al hombro de Sinforosa, mal dispuesta, de modo que fue menester llevarla al lecho, causando con su enfermedad tales sobresaltos y temores en los pechos de Periandro y Arnaldo que, a no encubrillos con discreción, también tuvieran necesidad de los médicos como Auristela.




ArribaAbajoCapítulo tercero del segundo libro

APENAS supo Policarpo la indisposición de Auristela, cuando mandó llamar sus médicos, que la visitasen; y, como los pulsos son lenguas que declaran la enfermedad que se padece, hallaron en los de Auristela que no era del cuerpo su dolencia, sino del alma. Pero antes que ellos conoció su enfermedad Periandro, y Arnaldo la entendió en parte, y Clodio mejor que todos. Ordenaron los médicos que en ninguna manera la dejasen sola, y que procurasen entretenerla y divertirla con música, si ella quisiese, o con otros algunos alegres entretenimientos. Tomó Sinforosa a su cargo su salud, y ofrecióle su compañía a todas horas, ofrecimiento no de mucho gusto para Auristela, porque quisiera no tener tan a la vista la causa que pensaba ser de su enfermedad, de la cual no pensaba sanar, porque estaba determinada de no decillo; que su honestidad le ataba la lengua, su valor se oponía a su deseo.

Finalmente, despejaron todos la estancia donde estaba, y quedáronse solas con ella Sinforosa y Policarpa, a quien con ocasión bastante despidió Sinforosa; y, apenas se vio sola con Auristela, cuando, poniendo su boca con la suya y apretándole   -fol. 63v-   reciamente las manos, con ardientes suspiros, pareció que quería trasladar su alma en el cuerpo de Auristela, afectos que de nuevo la turbaron, y así le dijo:

-¿Qué es esto, señora mía, que estas muestras me dan a entender que estáis más enferma que yo, y más lastimada el alma que la mía? Mirad si os puedo servir en algo, que para hacerlo, aunque está la carne enferma, tengo sana la voluntad.

-Dulce amiga mía -respondió Sinforosa-, cuanto puedo agradezco tu ofrecimiento, y con la misma voluntad con que te obligas te respondo, sin que en esta parte tengan alguna comedimientos fingidos ni tibias obligaciones. Yo, hermana mía, que con este nombre has de ser llamada, en tanto que la vida me durare, amo, quiero bien, adoro. ¿Díjelo? No, que la vergüenza, y el ser quien soy, son mordazas de mi lengua; pero, ¿tengo de morir callando? ¿Ha de sanar mi enfermedad por milagro? ¿Es, por ventura, capaz de palabras el silencio? ¿Han de tener dos recatados y vergonzosos ojos virtud y fuerza para declarar los pensamientos infinitos de un alma enamorada?

Esto iba diciendo Sinforosa con tantas lágrimas y con tantos suspiros, que movieron a Auristela a enjugalle los ojos y a abrazarla y a decirla:

-No se te mueran, ¡oh apasionada señora!, las palabras en la boca. Despide de ti por algún pequeño espacio la confusión y el empacho, y hazme tu secretaria; que los males comunicados, si no alcanzan sanidad, alcanzan alivio. Si tu pasión es amorosa, como lo imagino, sin duda bien sé que eres de carne, aunque pareces de alabastro, y bien sé que nuestras almas están siempre en continuo movimiento, sin que puedan dejar de estar atentas a querer bien a algún sujeto, a quien las estrellas las inclinan, que no se ha de decir que las fuerzan. Dime, señora, a quién quieres, a quién amas y a quién adoras; que, como no des en el disparate de amar a un toro, ni en el que dio el que adoró   -fol. 64r-   el plátano, como sea hombre el que, según tu dices, adoras, no me causará espanto ni maravilla. Mujer soy como tú; mis deseos tengo, y hasta ahora por honra del alma no me han salido a la boca, que bien pudiera, como señales de la calentura; pero al fin habrán de romper por inconvenientes y por imposibles, y, siquiera en mi testamento, procuraré que se sepa la causa de mi muerte.

Estábala mirando Sinforosa. Cada palabra que decía la estimaba como si fuera sentencia salida por la boca de un oráculo.

-¡Ay, señora -dijo-, y cómo creo que los cielos te han traído por tan estraño rodeo que parece milagro a esta tierra, condolidos de mi dolor y lastimados de mi lástima! Del vientre escuro de la nave te volvieron a la luz del mundo, para que mi escuridad tuviese luz, y mis deseos salida de la confusión en que están; y así, por no tenerme ni tenerte más suspensa, sabrás que a esta isla llegó tu hermano Periandro.

Y sucesivamente le contó del modo que había llegado, los triunfos que alcanzó, los contrarios que venció y los premios que ganó, del modo que ya queda contado. Díjole también cómo las gracias de su hermano Periandro habían despertado en ella un modo de deseo, que no llegaba a ser amor, sino benevolencia; pero que después, con la soledad y ociosidad, yendo y viniendo el pensamiento a contemplar sus gracias, el amor se le fue pintando, no como hombre particular, sino como a un príncipe; que si no lo era, merecía serlo. «Esta pintura me la grabó en el alma, y yo inadvertida dejé que me la grabase, sin hacerle resistencia alguna; y así, poco a poco vine a quererle, a amarle y aun a adorarle, como he dicho».

Más dijera Sinforosa si no volviera Policarpa, deseosa de entretener a Auristela, cantando al son de una arpa que en las manos traía. Enmudeció Sinforosa, quedó perdida Auristela, pero el silencio de la una y el perdimiento de la otra no fueron parte para   -fol. 64v-   que dejasen de prestar atentos oídos a la sin par en música Policarpa, que desta manera comenzó a cantar en su lengua lo que después dijo el bárbaro Antonio que en la castellana decía:



    Cintia, si desengaños no son parte
para cobrar la libertad perdida,
da riendas al dolor, suelta la vida,
que no es valor ni es honra el no quejarte.

    Y el generoso ardor que, parte a parte,  5
tiene tu libre voluntad rendida,
será de tu silencio el homicida
cuando pienses por él eternizarte.

    Salga con la doliente ánima fuera
la enferma voz, que es fuerza y es cordura  10
decir la lengua lo que al alma toca.

    Quejándote, sabrá el mundo siquiera
cuán grande fue de amor tu calentura,
pues salieron señales a la boca.

Ninguno como Sinforosa entendió los versos de Policarpa, la cual era sabidora de todos su deseos; y, puesto que tenía determinado de sepultarlos en las tinieblas del silencio, quiso aprovecharse del consejo de su hermana, diciendo a Auristela sus pensamientos, como ya se los había comenzado a decir. Muchas veces se quedaba Sinforosa con Auristela, dando a entender que más por cortés que por su gusto propio la acompañaba. En fin, una vez tornando a anudar la plática pasada, le dijo:

-Óyeme otra vez, señora mía, y no te cansen mis razones, que las que me bullen en el alma no dejan   -fol. 65r-   sosegar la lengua. Reventaré si no las digo, y este temor, a pesar de mi crédito, hará que sepas que muero por tu hermano, cuyas virtudes, de mí conocidas, llevaron tras sí mis enamorados deseos; y, sin entremeterme en saber quién son sus padres, la patria o riquezas, ni el punto en que le ha levantado la fortuna, solamente atiendo a la mano liberal con que la naturaleza le ha enriquecido. Por sí solo le quiero, por sí solo le amo, y por sí solo le adoro; y por ti sola, y por quien eres, te suplico que, sin decir mal de mis precipitados pensamientos, me hagas el bien que pudieres. Innumerables riquezas me dejó mi madre en su muerte, sin sabiduría de mi padre; hija soy de un rey que, puesto que sea por elección, en fin, es rey; la edad, ya la ves; la hermosura no se te encubre que, tal cual es, ya que no merezca ser estimada, no merece ser aborrecida. Dame, señora, a tu hermano por esposo; daréte yo a mí misma por hermana, repartiré contigo mis riquezas, procuraré darte esposo, que después, y aun antes de los días de mi padre, le elijan por rey los de este reino; y, cuando esto no pueda ser, mis tesoros podrán comprar otros reinos.

Teníale a Auristela de las manos Sinforosa, bañándoselas en lágrimas, en tanto que estas tiernas razones la decía. Acompañábale en ellas Auristela, juzgando en sí misma cuáles y cuántos suelen ser los aprietos de un corazón enamorado; y, aunque se le representaba en Sinforosa una enemiga, la tenía lástima; que un generoso pecho no quiere vengarse cuando puede, cuanto más que Sinforosa no la había ofendido en cosa alguna que la obligase a venganza: su culpa era la suya, sus pensamientos los mismos que ella tenía, su intención la que a ella traía desatinada; finalmente, no podía culparla, sin que ella primero no quedase convencida del mismo delito. Lo que procuró   -fol. 65v-   apurar fue si la había favorecido alguna vez, aunque fuese en cosas leves, o si con la lengua o con los ojos había descubierto su amorosa voluntad a su hermano.

Sinforosa la respondió que jamás había tenido atrevimiento de alzar los ojos a mirar a Periandro, sino con el recato que a ser quien era debía, y que al paso de sus ojos había andado el recato de su lengua.

-Bien creo eso -respondió Auristela-, pero, ¿es posible que él no ha dado muestras de quererte? Sí habrá, porque no le tengo por tan de piedra que no le enternezca y ablande una belleza tal como la tuya; y así, soy de parecer que, antes que yo rompa esta dificultad, procures tú hablarle, dándole ocasión para ello con algún honesto favor; que tal vez los impensados favores despiertan y encienden los más tibios y descuidados pechos; que si una vez él responde a tu deseo, seráme fácil a mí hacerle que de todo en todo le satisfaga. Todos los principios, amiga, son dificultosos, y en los de amor dificultosísimos; no te aconsejo yo que te deshonestes ni te precipites; que los favores que hacen las doncellas a los que aman, por castos que sean, no lo parecen, y no se ha de aventurar la honra por el gusto; pero, con todo esto, puede mucho la discreción, y el amor, sutil maestro de encaminar los pensamientos, a los más turbados ofrece lugar y coyuntura de mostrarlos sin menoscabo de su crédito.




ArribaAbajoCapítulo cuarto del segundo libro

Donde se prosigue la historia y amores de Sinforosa


ATENTA estaba la enamorada Sinforosa a las discretas razones de Auristela, y, no respondiendo a ellas, sino volviendo a anudar las del pasado razonamiento,   -fol. 66r-   le dijo:

-Mira, amiga y señora, hasta dónde llegó el amor que engendró en mi pecho el valor que conocí en tu hermano, que hice que un capitán de la guarda de mi padre le fuese a buscar y le trajese por fuerza o de grado a mi presencia, y el navío en que se embarcó es el mismo en que tú llegaste, porque en él, entre los muertos, le han hallado sin vida.

-Así debe de ser -respondió Auristela-, que él me contó gran parte de lo que tú me has dicho, de modo que ya yo tenía noticia, aunque algo confusa, de tus pensamientos, los cuales, si es posible, quiero que sosiegues hasta que se los descubras a mi hermano, o hasta que yo tome a cargo tu remedio, que será luego que me descubras lo que con él te hubiere sucedido; que ni a ti te faltará lugar para hablarle, ni a mí tampoco.

De nuevo volvió Sinforosa a agradecer a Auristela su ofrecimiento y de nuevo volvió Auristela a tenerla lástima.

En tanto que entre las dos esto pasaba, se las había Arnaldo con Clodio, que moría por turbar o por deshacer los amorosos pensamientos de Arnaldo; y, hallándole solo, si solo se puede hallar quien tiene ocupada el alma de amorosos deseos, le dijo:

-El otro día te dije, señor, la poca seguridad que se puede tener de [la] voluble condición de las mujeres, y que Auristela, en efeto, es mujer, aunque parece un ángel, y que Periandro es hombre, aunque sea su hermano; y no por esto quiero decir que engendres en tu pecho alguna mala sospecha, sino que críes algún discreto recato. Y si por ventura te dieren lugar de que discurras por el camino de la razón, quiero que tal vez consideres quién eres, la soledad de tu padre, la falta que haces a tus vasallos, la contingencia en que te pones de perder tu reino, que es la misma en que está la nave donde falta el piloto que la gobierne. Mira que los reyes están obligados a casarse, no con la hermosura, sino con el linaje; no con la riqueza, sino con la   -fol. 66v-   virtud, por la obligación que tienen de dar buenos sucesores a sus reinos. Desmengua y apoca el respeto que se debe al príncipe el verle cojear en la sangre, y no basta decir que la grandeza de rey es en sí tan poderosa que iguala consigo misma la bajeza de la mujer que escogiere. El caballo y la yegua de casta generosa y conocida prometen crías de valor admirable, más que las no conocidas y de baja estirpe. Entre la gente común tiene lugar de mostrarse poderoso el gusto, pero no le ha de tener entre la noble. Así que, ¡oh señor mío!, o te vuelve a tu reino, o procura con el recato no dejar engañarte. Y perdona este atrevimiento, que, ya que tengo fama de maldiciente y murmurador, no la quiero tener de malintencionado; debajo de tu amparo me traes, al escudo de tu valor se ampara mi vida, con tu sombra no temo las inclemencias del cielo, que ya con mejores estrellas parece que va mejorando mi condición, hasta aquí depravada.

-Yo te agradezco, ¡oh Clodio! -dijo Arnaldo-, el buen consejo que me has dado, pero no consiente ni permite el cielo que le reciba. Auristela es buena, Periandro es su hermano, y yo no quiero creer otra cosa, porque ella ha dicho que lo es; que para mí cualquiera cosa que dijere ha de ser verdad. Yo la adoro sin disputas, que el abismo casi infinito de su hermosura lleva tras sí el de mis deseos, que no pueden parar sino en ella, y por ella he tenido, tengo y he de tener vida; ansí que, Clodio, no me aconsejes más, porque tus palabras se llevarán los vientos, y mis obras te mostrarán cuán vanos serán para conmigo tus consejos.

Encogió los hombros Clodio, bajó la cabeza y apartóse de su presencia, con propósito de no servir más de consejero, porque el que lo ha de ser requiere tener tres calidades: la primera, autoridad; la segunda, prudencia, y la tercera, ser llamado.

Estas revoluciones, trazas y máquinas   -fol. 67r-   amorosas andaban en el palacio de Policarpo y en los pechos de los confusos amantes: Auristela celosa, Sinforosa enamorada, Periandro turbado y Arnaldo pertinaz; Mauricio haciendo disinios de volver a su patria contra la voluntad de Transila, que no quería volver a la presencia de gente tan enemiga del buen decoro como la de su tierra; Ladislao, su esposo, no osaba ni quería contradecirla; Antonio, el padre, moría por verse con sus hijos y mujer en España, y Rutilio en Italia, su patria. Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa, la hallamos siempre falta, la cual falta siempre la ha de haber mientras no dejáremos de desear.

Sucedió, pues, que casi de industria dio lugar Sinforosa a que Periandro se viese solo con Auristela, deseosa que se diese principio a tratar de su causa y a la vista de su pleito, en cuya sentencia consistía la de su vida o muerte.

Las primeras palabras que Auristela dijo a Periandro, fueron:

-Esta nuestra peregrinación, hermano y señor mío, tan llena de trabajos y sobresaltos, tan amenazadora de peligros, cada día y cada momento me hace temer los de la muerte, y querría que diésemos traza de asegurar la vida, sosegándola en una parte, y ninguna hallo tan buena como ésta donde estamos; que aquí se te ofrecen riquezas en abundancia, no en promesas, sino en verdad, y mujer noble y hermosísima en todo estremo, digna, no de que te ruegue, como te ruega, sino de que tú la ruegues, la pidas y la procures.

En tanto que Auristela esto decía, la miraba Periandro con tanta atención que no movía las pestañas de los ojos; corría muy apriesa con el discurso de su entendimiento para hallar adónde podrían ir encaminadas aquellas razones; pero, pasando adelante con ellas, Auristela le sacó de   -fol. 67v-   su confusión, diciendo:

-Digo, hermano, que con este nombre te he de llamar en cualquier estado que tomes; digo que Sinforosa te adora, y te quiere por esposo; dice que tiene riquezas increíbles, y yo digo que tiene creíble hermosura; digo creíble, porque es tal, que no ha menester que exageraciones la levanten ni hipérboles la engrandezcan; y, en lo que he echado de ver, es de condición blanda, de ingenio agudo y de proceder tan discreto como honesto. Con todo esto que te he dicho, no dejo de conocer lo mucho que mereces, por ser quien eres; pero, según los casos presentes, no te estará mal esta compañía. Fuera estamos de nuestra patria, tú perseguido de tu hermano, y yo de mi corta suerte; nuestro camino a Roma, cuanto más le procuramos, más se dificulta y alarga; mi intención no se muda, pero tiembla, y no querría que entre temores y peligros me saltease la muerte, y así, pienso acabar la vida en religión, y querría que tú la acabases en buen estado.

Aquí dio fin Auristela a su razonamiento, y principio a unas lágrimas que desdecían y borraban todo cuanto había dicho. Sacó los brazos honestamente fuera de la colcha, tendiólos por el lecho, y volvió la cabeza a la parte contraria de donde estaba Periandro, el cual, viendo estos estremos y habiendo oído sus palabras, sin ser poderoso a otra cosa, se le quitó la vista de los ojos, se le añudó la garganta y se le trabó la lengua, y dio consigo en el suelo de rodillas, y arrimó la cabeza al lecho. Volvió Auristela la suya, y, viéndole desmayado, le puso la mano en el rostro y le enjugó las lágrimas, que, sin que él lo sintiese, hilo a hilo le bañaban las mejillas.



  -fol. 68r-  

ArribaAbajoCapítulo quinto del segundo libro

De lo que pasó entre el rey Policarpo y su hija Sinforosa


EFETOS vemos en la naturaleza de quien ignoramos las causas: adormécense o entorpécense a uno los dientes de ver cortar con un cuchillo un paño, tiembla tal vez un hombre de un ratón, y yo le he visto temblar de ver cortar un rábano, y a otro he visto levantarse de una mesa de respeto por ver poner unas aceitunas. Si se pregunta la causa, no hay saber decirla, y los que más piensan que aciertan a decilla, es decir que las estrellas tienen cierta antipatía con la complesión de aquel hombre, que le inclina o mueve a hacer aquellas acciones, temores y espantos, viendo las cosas sobredichas y otras semejantes que a cada paso vemos.

Una de las difiniciones del hombre es decir que es animal risible, porque sólo el hombre se ríe, y no otro ningún animal; y yo digo que también se puede decir que es animal llorable, animal que llora; y, ansí como por la mucha risa se descubre el poco entendimiento, por el mucho llorar el poco discurso. Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso: las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave.

Veamos, pues, desmayado a Periandro, y ya que no llore de pecador ni arrepentido, llore de celoso, que no faltará quien disculpe sus lágrimas, y aun las enjugue, como hizo Auristela, la cual, con más artificio que verdad, le puso en aquel estado. Volvió en fin en sí, y, sintiendo pasos en la estancia, volvió la cabeza, y vio a sus espaldas a Ricla y a Constanza,   -fol. 68v-   que entraban a ver a Auristela, que lo tuvo a buena suerte; que, a dejarle solo, no hallara palabras con que responder a su señora, y así se fue a pensarlas y a considerar en los consejos que le había dado.

Estaba también Sinforosa con deseo de saber qué auto se había proveído en la audiencia de amor, en la primera vista de su pleito, y sin duda que fuera la primera que entrara a ver a Auristela, y no Ricla y Constanza; pero estorbóselo llegar un recado de su padre el rey, que la mandaba ir a su presencia luego y sin escusa alguna. Obedecióle, fue a verle, y hallóle retirado y solo. Hízola Policarpo sentar junto a sí, y, al cabo de algún espacio que estuvo callando, con voz baja, como que se recataba de que no le oyesen, la dijo:

-Hija, puesto que tus pocos años no están obligados a sentir qué cosa sea esto que llaman amor, ni los muchos míos estén ya sujetos a su jurisdición, todavía tal vez sale de su curso la naturaleza, y se abrasan las niñas verdes, y se secan y consumen los viejos ancianos.

Cuando esto oyó Sinforosa, imaginó, sin duda, que su padre sabía sus deseos; pero con todo eso calló, y no quiso interromperle hasta que más se declarase; y, en tanto que él se declaraba, a ella le estaba palpitando el corazón en el pecho.

Siguió, pues, su padre, diciendo:

-Después, ¡oh hija mía!, que me faltó tu madre, me acogí a la sombra de tus regalos, cubríme con tu amparo, gobernéme por tus consejos, y he guardado como has visto las leyes de la viudez con toda puntualidad y recato, tanto por el crédito de mi persona como por guardar la fe católica que profeso; pero, después que han venido estos nuevos huéspedes a nuestra ciudad, se ha desconcertado el reloj de mi entendimiento, se ha turbado el curso de mi buena vida, y, finalmente, he caído desde la cumbre de mi presunción discreta hasta el abismo bajo de no sé qué deseos, que si los callo   -fol. 69r-   me matan y si los digo me deshonran. No más suspensión, hija; no más silencio, amiga; no más; y si quieres que más haya, sea el decirte que muero por Auristela. El calor de su hermosura tierna ha encendido los huesos de mi edad madura; en las estrellas de sus ojos han tomado lumbre los míos, ya escuros; la gallardía de su persona ha alentado la flojedad de la mía. Querría, si fuese posible, a ti y a tu hermana daros una madrastra, que su valor disculpe el dárosla. Si tú vienes con mi parecer, no se me dará nada del qué dirán, y, cuando por ésta, si pareciere locura, me quitaren el reino, reine yo en los brazos de Auristela, que no habrá monarca en el mundo que se me iguale. Es mi intención, hija, que tú se la digas, y alcances de ella el sí que tanto me importa, que, a lo que creo, no se le hará muy dificultoso el darle, si con su discreción recompensa y contrapone mi autoridad a mis años y mi riqueza a los suyos. Bueno es ser reina, bueno es mandar, gusto dan las honras, y no todos los pasatiempos se cifran en los casamientos iguales. En albricias del sí que me has de traer de esta embajada que llevas, te mando una mejora en tu suerte, que si eres discreta, como lo eres, no has de acertar a desearla mejor. Mira, cuatro cosas ha de procurar tener y sustentar el hombre principal; y son: buena mujer, buena casa, buen caballo y buenas armas. Las dos primeras, tan obligada está la mujer a procurallas como el varón, y aun más, porque no ha de levantar la mujer al marido, sino el marido a la mujer. Las majestades, las grandezas altas, no las aniquilan los casamientos humildes, porque en casándose igualan consigo a sus mujeres; así que, séase Auristela quien fuere, que siendo mi esposa será reina, y su hermano Periandro mi cuñado, el cual, dándotelo yo por esposo y honrándole con título de mi cuñado, vendrás tu también a ser estimada, tanto por ser su   -fol. 69v-   esposa como por ser mi hija.

-Pues ¿cómo sabes tú, señor -dijo Sinforosa-, que no es Periandro casado; y, ya que no lo sea, quiera serlo conmigo?

-De que no lo sea -respondió el rey- me lo da a entender el verle andar peregrinando por estrañas tierras, cosa que lo estorban los casamientos grandes; de que lo quiera ser tuyo me lo certifica y asegura su discreción, que es mucha, y caerá en la cuenta de lo que contigo gana; y, pues la hermosura de su hermana la hace ser reina, no será mucho que la tuya le haga tu esposo.

Con estas últimas palabras y con esta grande promesa, paladeó el rey la esperanza de Sinforosa, y saboreóle el gusto de sus deseos; y así, sin ir contra los de su padre, prometió ser casamentera, y admitió las albricias de lo que no tenía negociado. Sólo le dijo que mirase lo que hacía en darle por esposo a Periandro, que, puesto que sus habilidades acreditaban su valor, todavía sería bueno no arrojarse sin que primero la esperiencia y el trato de algunos días le asegurase; y diera ella, porque en aquel punto se le dieran por esposo, todo el bien que acertara a desearse en este mundo los siglos que tuviera de vida; que las doncellas virtuosas y principales, uno dice la lengua y otro piensa el corazón.

Esto pasaron Policarpo y su hija, y en otra estancia se movió otra conversación y plática entre Rutilio y Clodio. Era Clodio, como se ha visto en lo que de su vida y costumbres queda escrito, hombre malicioso sobre discreto, de donde le nacía ser gentil maldiciente: que el tonto y simple, ni sabe murmurar ni maldecir; y, aunque no es bien decir bien mal, como ya otra vez se ha dicho, con todo esto alaban al maldiciente discreto; que la agudeza maliciosa no hay conversación que no la ponga en punto y dé sabor, como la sal a los manjares, y por lo menos al maldiciente agudo, si le vituperan y condenan por perjudicial, no dejan de absolverle y alabarle por discreto.

Este, pues, nuestro murmurador,   -fol. 70r-   a quien su lengua desterró de su patria en compañía de la torpe y viciosa Rosamunda, habiendo dado igual pena el rey de Inglaterra a su maliciosa lengua como a la torpeza de Rosamunda, hallándose solo con Rutilio, le dijo:

-Mira, Rutilio, necio es, y muy necio, el que, descubriendo un secreto a otro, le pide encarecidamente que le calle, porque le importa la vida en que lo que le dice no se sepa. Digo yo agora: ven acá, descubridor de tus pensamientos y derramador de tus secretos: si a ti, con importarte la vida, como dices, los descubres al otro a quien se los dices, que no le importa nada el descubrillos, ¿cómo quieres que los cierre y recoja debajo de la llave del silencio? ¿Qué mayor seguridad puedes tomar de que no se sepa lo que sabes, sino no decillo? Todo esto sé, Rutilio, y con todo esto me salen a la lengua y a la boca ciertos pensamientos, que rabian porque los ponga en voz y los arroje en las plazas, antes que se me pudran en el pecho o reviente con ellos. Ven acá, Rutilio, ¿qué hace aquí este Arnaldo, siguiendo el cuerpo de Auristela, como si fuese su misma sombra, dejando su reino a la discreción de su padre, viejo y quizá caduco, perdiéndose aquí, anegándose allí, llorando acá, suspirando acullá, lamentándose amargamente de la fortuna que él mismo se fabrica? ¿Qué diremos desta Auristela y deste su hermano, mozos vagamundos, encubridores de su linaje, quizá por poner en duda si son o no principales?; que el que está ausente de su patria, donde nadie le conoce, bien puede darse los padres que quisiere, y, con la discreción y artificio, parecer en sus costumbres que son hijos del sol y de la luna. No niego yo que no sea virtud digna de alabanza mejorarse cada uno, pero ha de ser sin perjuicio de tercero. El honor y la alabanza son premios de la virtud, que siendo firme y sólida se le deben, mas no se le debe a la ficticia y hipócrita. ¿Quién puede ser este luchador, este esgrimidor, este corredor y saltador,   -fol. 70v-   este Ganimedes, este lindo, este aquí vendido, acullá comprado, este Argos de esta ternera de Auristela, que apenas nos la deja mirar por brújula; que ni sabemos ni hemos podido saber deste par, tan sin par en hermosura, de dónde vienen ni a dó van? Pero lo que más me fatiga de ellos es que, por los once cielos que dicen que hay, te juro, Rutilio, que no me puedo persuadir que sean hermanos, y que, puesto que lo sean, no puedo juzgar bien de que ande tan junta esta hermandad por mares, por tierras, por desiertos, por campañas, por hospedajes y mesones. Lo que gastan sale de las alforjas, saquillos y repuestos llenos de pedazos de oro de las bárbaras Ricla y Constanza. Bien veo que aquella cruz de diamantes y aquellas dos perlas que trae Auristela valen un gran tesoro, pero no son prendas que se cambian ni truecan por menudo; pues pensar que siempre han de hallar reyes que los hospeden y príncipes que los favorezcan, es hablar en lo escusado. Pues, ¿qué diremos, Rutilio, ahora, de la fantasía de Transila y de la astrología de su padre: ella que revienta de valiente, y él que se precia de ser el mayor judiciario del mundo? Yo apostaré que Ladislao, su esposo de Transila, tomara ahora estar en su patria, en su casa y en su reposo, aunque pasara por el estatuto y condición de los de su tierra, y no verse en la ajena, a la discreción del que quisiere darles lo que han menester. Y este nuestro bárbaro español, en cuya arrogancia debe estar cifrada la valentía del orbe, yo pondré que si el cielo le lleva a su patria, que ha de hacer corrillos de gente, mostrando a su mujer y a sus hijos envueltos en sus pellejos, pintando la isla bárbara en un lienzo, y señalando con una vara el lugar do estuvo encerrado quince años, la mazmorra de los prisioneros y la esperanza inútil y ridícula de los bárbaros, y el incendio no pensado de la isla: bien ansí como hacen los que,   -fol. 71r-   libres de la esclavitud turquesca, con las cadenas al hombro, habiéndolas quitado de los pies, cuentan sus desventuras con lastimeras voces y humildes plegarias en tierra de cristianos. Pero esto pase, que, aunque parezca que cuentan imposibles, a mayores peligros está sujeta la condición humana, y los de un desterrado, por grandes que sean, pueden ser creederos.

-¿Adónde vas a parar, ¡oh Clodio!? -dijo Rutilio.

-Voy a parar -respondió Clodio- en decir de ti que mal podrás usar tu oficio en estas regiones, donde sus moradores no danzan ni tienen otros pasatiempos sino lo que les ofrece Baco en sus tazas risueño y en sus bebidas lascivo; pararé también en mí, que, habiendo escapado de la muerte por la benignidad del cielo y por la cortesía de Arnaldo, ni al cielo doy gracias ni a Arnaldo tampoco; antes querría procurar que, aunque fuese a costa de su desdicha, nosotros enmendásemos nuestra ventura. Entre los pobres pueden durar las amistades, porque la igualdad de la fortuna sirve de eslabonar los corazones; pero entre los ricos y los pobres no puede haber amistad duradera, por la desigualdad que hay entre la riqueza y la pobreza.

-Filósofo estás, Clodio -replicó Rutilio-, pero yo no puedo imaginar qué medio podremos tomar para mejorar, como dices, nuestra suerte, si ella comenzó a no ser buena desde nuestro nacimiento. Yo no soy tan letrado como tú, pero bien alcanzo que, los que nacen de padres humildes, si no los ayuda demasiadamente el cielo, ellos por sí solos pocas veces se levantan adonde sean señalados con el dedo, si la virtud no les da la mano. Pero a ti, ¿quién te la ha de dar, si la mayor que tienes es decir mal de la misma virtud? ¿Y a mí, quién me ha de levantar, pues, cuando más lo procure, no podré subir más de lo que se alza una cabriola? Yo danzador, tú murmurador; yo condenado a la horca en mi patria, tú desterrado de la tuya   -fol. 71v-   por maldiciente: mira qué bien podremos esperar que nos mejore.

Suspendióse Clodio con las razones de Rutilio, con cuya suspensión dio fin a este capítulo el autor desta grande historia.




ArribaAbajoCapítulo sexto del segundo libro

TODOS tenían con quien comunicar sus pensamientos: Policarpo con su hija, y Clodio con Rutilio; sólo el suspenso Periandro los comunicaba consigo mismo; que le engendraron tantos las razones de Auristela, que no sabía a cuál acudir que le aliviase su pesadumbre.

-¡Válame Dios! ¿Qué es esto? -decía entre sí mismo-. ¿Ha perdido el juicio Auristela? ¡Ella mi casamentera! ¿Cómo es posible que haya dado al olvido nuestros conciertos? ¿Qué tengo yo que ver con Sinforosa? ¿Qué reinos ni qué riquezas me pueden a mí obligar a que deje a mi hermana Sigismunda, si no es dejando de ser yo Persiles?

En pronunciando esta palabra, se mordió la lengua, y miró a todas partes a ver si alguno le escuchaba, y, asegurándose que no, prosiguió diciendo:

-Sin duda, Auristela está celosa; que los celos se engendran, entre los que bien se quieren, del aire que pasa, del sol que toca, y aun de la tierra que pisa. ¡Oh señora mía, mira lo que haces, no hagas agravio a tu valor ni a tu belleza, ni me quites a mí la gloria de mis firmes pensamientos, cuya honestidad y firmeza me va labrando una inestimable corona de verdadero amante! Hermosa, rica y bien nacida es Sinforosa, pero, en tu comparación, es fea, es pobre y de linaje humilde. Considera, señora, que el amor nace y se engendra en nuestros pechos, o por elección o por destino: el que por destino, siempre está en su punto; el que por elección, puede crecer o menguar, según pueden menguar o crecer las causas que nos obligan y mueven a querernos;   -fol. 72r-   y, siendo esta verdad tan verdad como lo es, hallo que mi amor no tiene términos que le encierre, ni palabras que le declare: casi puedo decir que desde las mantillas y fajas de mi niñez te quise bien, y aquí pongo yo la razón del destino; con la edad y con el uso de la razón fue creciendo en mí el conocimiento, y fueron creciendo en ti las partes que te hicieron amable; vilas, contemplélas, conocílas, grabélas en mi alma, y de la tuya y la mía hice un compuesto tan uno y tan solo, que estoy por decir que tendrá mucho que hacer la muerte en dividirle. Deja, pues, bien mío, Sinforosas; no me ofrezcas ajenas hermosuras, ni me convides con imperios ni monarquías, ni dejes que suene en mis oídos el dulce nombre de hermano con que me llamas. Todo esto que estoy diciendo entre mí, quisiera decírtelo a ti por los mismos términos con que lo voy fraguando en mi imaginación, pero no será posible, porque la luz de tus ojos, y más si me miran airados, ha de turbar mi vista y enmudecer mi lengua. Mejor será escribírtelo en un papel, porque las razones serán siempre unas, y las podrás ver muchas veces, viendo siempre en ellas una verdad misma, una fe confirmada, y un deseo loable y digno de ser creído; y así, determino de escribirte.

Quietóse con esto algún tanto, pareciéndole que con más advertido discurso pondría su alma en la pluma que en la lengua.

Dejemos escribiendo a Periandro, y vamos a oír lo que dice Sinforosa a Auristela; la cual Sinforosa, con deseo de saber lo que Periandro había respondido a Auristela, procuró verse con ella a solas, y darle de camino noticia de la intención de su padre, creyendo que, apenas se la habría declarado, cuando alcanzase el sí de su cumplimiento, puesta en pensar que pocas veces se desprecian las riquezas ni los señoríos, especialmente de las mujeres, que por naturaleza las más son codiciosas, como las más son altivas y soberbias.

Cuando Auristela vio a Sinforosa, no le plugo mucho su llegada, porque no tenía   -fol. 72v-   qué responderle, por no haber visto más a Periandro; pero Sinforosa, antes de tratar de su causa, quiso tratar de la de su padre, imaginándose que con aquellas nuevas que a Auristela llevaba, tan dignas de dar gusto, la tendría de su parte, en quien pensaba estar el todo de su buen suceso. Y así, le dijo:

-Sin duda alguna, bellísima Auristela, que los cielos te quieren bien, porque me parece que quieren llover sobre ti venturas y más venturas. Mi padre, el rey, te adora, y conmigo te envía a decir que quiere ser tu esposo, y en albricias del sí que le has de dar y yo se le he de llevar, me ha prometido a Periandro por esposo. Ya, señora, eres reina, ya Periandro es mío, ya las riquezas te sobran, y si tus gustos en las canas de mi padre no te sobraren, sobrarte han en los del mando y en los de los vasallos, que estarán continuo atentos a tu servicio. Mucho te he dicho, amiga y señora mía, y mucho has de hacer por mí, que de un gran valor no se puede esperar menos que un grande agradecimiento. Comience en nosotras a verse en el mundo dos cuñadas que se quieren bien, y dos amigas que sin doblez se amen, que sí verán, si tu discreción no se olvida de sí misma. Y dime agora, qué es lo que respondió tu hermano a lo que de mí le dijiste, que estoy confiada de la buena respuesta, porque bien simple sería el que no recibiese tus consejos como de un oráculo.

A lo que respondió Auristela:

-Mi hermano Periandro es agradecido, como principal caballero, y es discreto, como andante peregrino: que el ver mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los hombres. Mis trabajos y los de mi hermano nos van leyendo en cuánto debemos estimar el sosiego, y, pues que el que nos ofreces es tal, sin duda imagino que le habremos de admitir; pero hasta ahora no me ha respondido nada Periandro, ni sé de su voluntad cosa que pueda alentar tu esperanza ni desmayarla. Da, ¡oh   -fol. 73r-   bella Sinforosa!, algún tiempo al tiempo, y déjanos considerar el bien de tus promesas, porque, puestas en obra, sepamos estimarlas. Las obras que no se han de hacer más de una vez, si se yerran, no se pueden enmendar en la segunda, pues no la tienen, y el casamiento es una destas acciones; y así, es menester que se considere bien antes que se haga, puesto que los términos desta consideración los doy por pasados, y hallo que tú alcanzarás tus deseos, y yo admitiré tus promesas y consejos. Y vete, hermana, y haz llamar de mi parte a Periandro, que quiero saber dél alegres nuevas que decirte, y aconsejarme con él de lo que me conviene, como con hermano mayor, a quien debo tener respeto y obediencia.

Abrazóla Sinforosa, y dejóla, por hacer venir a Periandro a que la viese. El cual, en este tiempo, encerrado y solo, había tomado la pluma, y de muchos principios que en un papel borró y tornó a escribir, quitó y añadió, en fin salió con uno que se dice decía desta manera:

No he osado fiar de mi lengua lo que de mi pluma, ni aun della fío algo, pues no puede escribir cosa que sea de momento el que por instantes está esperando la muerte. Ahora vengo a conocer que no todos los discretos saben aconsejar en todos los casos; aquellos, sí, que tienen esperiencia en aquellos sobre quien se les pide el consejo. Perdóname, que no admito el tuyo por parecerme, o que no me conoces o que te has olvidado de ti misma; vuelve, señora, en ti, y no te haga una vana presunción celosa salir de los límites de la gravedad y peso de tu raro entendimiento. Considera quién eres, y no se te olvide de quien yo soy, y verás en ti el término del valor que puede desearse, y en mí el amor y la firmeza que puede imaginarse; y, firmándote en esta consideración discreta, no temas que ajenas hermosuras me enciendan, ni imagines que a tu incomparable virtud y belleza otra alguna se anteponga. Sigamos   -fol. 73v-   nuestro viaje, cumplamos nuestro voto, y quédense aparte celos infructuosos y mal nacidas sospechas. La partida desta tierra solicitaré con toda diligencia y brevedad, porque me parece que, en salir della, saldré del infierno de mi tormento a la gloria de verte sin celos.

Esto fue lo que escribió Periandro, y lo que dejó en limpio al cabo de haber hecho seis borradores; y, doblando el papel, se fue a ver a Auristela, de cuya parte ya le habían llamado.




ArribaAbajoCapítulo séptimo del segundo libro

Dividido en dos partes


RUTILIO y Clodio, aquellos dos que querían enmendar su humilde fortuna, confiados el uno de su ingenio y el otro de su poca vergüenza, se imaginaron merecedores, el uno de Policarpa y el otro de Auristela; a Rutilio le contentó mucho la voz y el donaire de Policarpa, y a Clodio la sin igual belleza de Auristela; y andaban buscando ocasión cómo descubrir sus pensamientos, sin que les viniese mal por declararlos: que es bien que tema un hombre bajo y humilde que se atreve a decir a una mujer principal lo que no había de atreverse a pensarlo siquiera. Pero tal vez acontece que la desenvoltura de una poco honesta, aunque principal señora, da motivo a que un hombre humilde y bajo ponga en ella los ojos y le declare sus pensamientos. Ha de ser anejo a la mujer principal el ser grave, el ser compuesta y recatada, sin que por esto sea soberbia, desabrida y descuidada; tanto ha de parecer más humilde y más grave una mujer cuanto es más señora. Pero en estos dos caballeros y nuevos amantes, no nacieron sus deseos de las desenvolturas y poca gravedad de sus señoras; pero, nazcan de do nacieren, Rutilio, en fin, escribió un papel a Policarpa y Clodio a Auristela, del tenor que se sigue:

  -fol. 74r-  

RUTILIO A POLICARPA

Señora, yo soy estranjero, y, aunque te diga grandezas de mi linaje, como no tengo testigos que las confirmen, quizá no hallarán crédito en tu pecho; aunque, para confirmación de que soy ilustre en linaje, basta que he tenido atrevimiento de decirte que te adoro. Mira qué pruebas quieres que haga para confirmarte en esta verdad, que a ti estará el pedirlas y a mí el hacerlas; y, pues te quiero para esposa, imagina que deseo como quien soy y que merezco como deseo: que de altos espíritus es aspirar a las cosas altas. Dame siquiera con los ojos respuesta deste papel, que en la blandura o rigor de tu vista veré la sentencia de mi muerte o de mi vida.

Cerró el papel Rutilio con intención de dársele a Policarpa, arrimándose al parecer de los que dicen: «Díselo tú una vez, que no falta[rá] quien se lo acuerde ciento.» Mostróselo primero a Clodio, y Clodio le mostró a él otro que para Auristela tenía escrito, que es éste que se sigue:

CLODIO A AURISTELA

Unos entran en la red amorosa con el cebo de la hermosura, otros con los del donaire y gentileza, otros con los del valor que consideran en la persona a quien determinan rendir su voluntad; pero yo por diferente manera he puesto mi garganta a su yugo, mi cerviz a su coyunda, mi voluntad a sus fueros y mis pies a sus grillos, que ha sido por la de la lástima: que ¿cuál es el corazón de piedra que no la tendrá, hermosa señora, de verte vendida y comprada, y en tan estrechos pasos puesta, que has llegado al último de la vida por momentos? El yerro y despiadado acero ha amenazado tu garganta, el fuego ha abrasado las ropas de tus vestidos, la nieve tal vez te ha tenido yerta, y la hambre enflaquecida, y de amarilla tez cubiertas las rosas de tus mejillas, y, finalmente, el agua   -fol. 74v-   te ha sorbido y vomitado. Y estos trabajos no sé con qué fuerzas los llevas, pues no te las pueden dar las pocas de un rey vagamundo, y que te sigue por sólo el interés de gozarte, ni las de tu hermano, si lo es, son tantas que te puedan alentar en tus miserias. No fíes, señora, de promesas remotas, y arrímate a las esperanzas propincuas, y escoge un modo de vida que te asegure la que el cielo quisiere darte. Mozo soy, habilidad tengo para saber vivir en los más últimos rincones de la tierra; yo daré traza cómo sacarte désta y librarte de las importunaciones de Arnaldo, y, sacándote deste Egipto, te llevaré a la tierra de promisión, que es España o Francia o Italia, ya que no puedo vivir en Inglaterra, dulce y amada patria mía; y sobre todo me ofrezco a ser tu esposo, y desde luego te aceto por mi esposa.

Habiendo oído Rutilio el papel de Clodio, dijo:

-Verdaderamente, nosotros estamos faltos de juicio, pues nos queremos persuadir que podemos subir al cielo sin alas, pues las que nos da nuestra pretensión son las de la hormiga. Mira, Clodio, yo soy de parecer que rasguemos estos papeles, pues no nos ha forzado a escribirlos ninguna fuerza amorosa, sino una ociosa y baldía voluntad, porque el amor ni nace ni puede crecer si no es al arrimo de la esperanza, y, faltando ella, falta él de todo punto. Pues, ¿por qué queremos aventurarnos a perder y no a ganar en esta empresa?; que el declararla y el ver a nuestras gargantas arrimado el cordel o el cuchillo ha de ser todo uno; demás que, por mostrarnos enamorados, habremos de parecer, sobre desagradecidos, traidores. ¿Tú no ves la distancia que hay de un maestro de danzar, que enmendó su oficio con aprender el de platero, a una hija de un rey, y la que hay de un desterrado murmurador a la que desecha y menosprecia reinos? Mordámonos la lengua, y llegue nuestro arrepentimiento a do ha llegado nuestra necedad. A lo menos este mi papel   -fol. 75r-   se dará primero al fuego o al viento que a Policarpa.

-Haz tú lo que quisieres del tuyo -respondió Clodio-, que el mío, aunque no le dé a Auristela, le pienso guardar por honra de mi ingenio; aunque temo que, si no se le doy, toda la vida me ha de morder la conciencia de haber tenido este arrepentimiento, porque el tentar no todas las veces daña.

Estas razones pasaron entre los dos fingidos amantes, y atrevidos y necios de veras.

Llegóse, en fin, el punto de hablar a solas Periandro con Auristela, y entró a verla con intención de darle el papel que había escrito; pero, así como la vio, olvidándose de todos los discursos y disculpas que llevaba prevenidas, le dijo:

-Señora, mírame bien, que yo soy Periandro, que fui el que fue Persiles, y soy el que tú quieres que sea Periandro. El nudo con que están atadas nuestras voluntades nadie le puede desatar sino la muerte; y, siendo esto así, ¿de qué te sirve darme consejos tan contrarios a esta verdad? Por todos los cielos, y por ti misma, más hermosa que ellos, te ruego que no nombres más a Sinforosa, ni imagines que su belleza ni sus tesoros han de ser parte a que yo olvide las minas de tus virtudes y la hermosura incomparable tuya, así del cuerpo como del alma. Esta mía, que respira por la tuya, te ofrezco de nuevo, no con mayores ventajas que aquellas con que te la ofrecí la vez primera que mis ojos te vieron, porque no hay cláusula que añadir a la obligación en que quedé de servirte el punto que en mis potencias se imprimió el conocimiento de tus virtudes. Procura, señora, tener salud, que yo procuraré la salida de esta tierra, y dispondré lo mejor que pudiere nuestro viaje: que, aunque Roma es el cielo de la tierra, no está puesta en el cielo, y no habrá trabajos ni peligros que nos nieguen del todo el llegar a ella, puesto que los haya para dilatar el camino; tente al tronco y a las ramas de tu mucho valor, y   -fol. 75v-   no imagines que ha de haber en el mundo quien se le oponga.

En tanto que Periandro esto decía, le estaba mirando Auristela con ojos tiernos y con lágrimas de celos y compasión nacidas; pero, en fin, haciendo efeto en su alma las amorosas razones de Periandro, dio lugar a la verdad que en ellas venía encerrada, y respondióle seis o ocho palabras, que fueron:

-Sin hacerme fuerza, dulce amado, te creo; confiada te pido que con brevedad salgamos desta tierra, que en otra quizá convaleceré de la enfermedad celosa que en este lecho me tiene.

-Si yo hubiera dado, señora -respondió Periandro-, alguna ocasión a tu enfermedad, llevara en paciencia tus quejas, y en mis disculpas hallaras tú el remedio de tus lástimas; pero, como no te he ofendido, no tengo de qué disculparme. Por quien eres, te suplico que alegres los corazones de los que te conocen, y sea brevemente, pues, faltando la ocasión de tu enfermedad, no hay para qué nos mates con ella. Pondré en efeto lo que me mandas: saldremos desta tierra con la brevedad posible.

-¿Sabes cuánto te importa, Periandro? -respondió Auristela-. Pues has de saber que me van lisonjeando promesas y apretando dádivas; y no como quiera, que por lo menos me ofrecen este reino. Policarpo, el rey, quiere ser mi esposo; hámelo enviado a decir con Sinforosa, su hija, y ella, con el favor que piensa tener en mí, siendo su madrastra, quiere que seas su esposo. Si esto puede ser, tú lo sabes, y si estamos en peligro, considéralo, y, conforme a esto, aconséjate con tu discreción, y busca el remedio que nuestra necesidad pide; y perdóname, que la fuerza de las so[s]pechas han sido las que me han forzado a ofenderte, pero estos yerros fácilmente los perdona el amor.

-Dél se dice -replicó Periandro- que no puede estar sin celos, los cuales, cuando de débiles y flacas ocasiones nacen, le hacen crecer, sirviendo de espuelas   -fol. 76r-   a la voluntad, que, de puro confiada, se entibia, o a lo menos, parece que se desmaya; y, por lo que debes a tu buen entendimiento, te ruego que de aquí adelante me mires, no con mejores ojos, pues no los puede haber en el mundo tales como los tuyos, sino con voluntad más llana y menos puntuosa, no levantando algún descuido mío, más pequeño que un grano de mostaza, a ser monte que llegue a los cielos, llegando a los celos; y en lo demás, con tu buen juicio entretén al rey y a Sinforosa, que no la ofenderás en fingir palabras que se encaminan a conseguir buenos deseos; y queda en paz, no engendre en algún mal pecho alguna mala sospecha nuestra larga plática.

Con esto la dejó Periandro, y, al salir de la estancia, encontró con Clodio y Rutilio: Rutilio acabando de romper el papel que había escrito a Policarpa, y Clodio doblando el suyo para ponérselo en el seno; Rutilio arrepentido de su loco pensamiento, y Clodio satisfecho de su habilidad y ufano de su atrevimiento; pero andará el tiempo y llegará el punto donde diera él, por no haberle escrito, la mitad de la vida, si es que las vidas pueden partirse.




ArribaAbajoCapítulo séptimo del segundo libro

ANDABA el rey Policarpo alborozado con sus amorosos pensamientos, y deseoso además de saber la resolución de Auristela, tan confiado y tan seguro que había de corresponder a lo que deseaba, que ya consigo mismo trazaba las bodas, concertaba las fiestas, inventaba las galas, y aun hacía mercedes en esperanza del venidero matrimonio; pero, entre todos estos disinios, no tomaba el pulso a su edad, ni igualaba con discreción la disparidad que hay de diez y siete años a setenta;   -fol. 76v-   y, cuando fueran sesenta, es también grande la distancia: ansí halagan y lisonjean los lascivos deseos las voluntades, así engañan los gustos imaginados a los grandes entendimientos, así tiran y llevan tras sí las blandas imaginaciones a los que no se resisten en los encuentros amorosos.

Con diferentes pensamientos estaba Sinforosa, que no se aseguraba de su suerte, por ser cosa natural que quien mucho desea, mucho teme; y las cosas que podían poner alas a su esperanza, como eran su valor, su linaje y hermosura, esas mismas se las cortaban, por ser propio de los amantes rendidos pensar siempre que no tienen partes que merezcan ser amadas de los que bien quieren. Andan el amor y el temor tan apareados que, a doquiera que volváis la cara, los veréis juntos; y no es soberbio el amor, como algunos dicen, sino humilde, agradable y manso; y tanto, que suele perder de su derecho por no dar a quien bien quiere pesadumbre; y más, que, como todo amante tiene en sumo precio y estima la cosa que ama, huye de que de su parte nazca alguna ocasión de perderla.

Todo esto, con mejores discursos que su padre, consideraba la bella Sinforosa, y, entre temor y esperanza puesta, fue a ver a Auristela, y a saber della lo que esperaba y temía. En fin se vio Sinforosa con Auristela, y sola, que era lo que ella más deseaba; y era tanto el deseo que tenía de saber las nuevas de su buena o mala andanza que, así como entró a verla, sin que la hablase palabra, se la puso a mirar ahincadamente, por ver si en los movimientos de su rostro le daba señales de su vida o muerte.

Entendióla Auristela, y a media risa, quiero decir, con muestras alegres, le dijo:

-Llegaos, señora, que a la raíz del árbol de vuestra esperanza no ha puesto el temor segur para cortar. Bien es verdad que vuestro bien y el mío se han de dilatar algún tanto, pero en fin llegarán, porque, aunque   -fol. 77r-   hay inconvenientes que suelen impedir el cumplimiento de los justos deseos, no por eso ha de tener la desperación fuerzas para no esperalle. Mi hermano dice que el conocimiento que tiene de tu valor y hermosura, no solamente le obliga, pero que le fuerza a quererte, y tiene a bien y a merced particular la que le haces en querer ser suya; pero, antes que venga a tan dichosa posesión, ha menester defraudar las esperanzas que el príncipe Arnaldo tiene de que yo he de ser su esposa; y sin duda lo fuera yo, si el serlo tú de mi hermano no lo estorbara; que has de saber, hermana mía, que así puedo vivir yo sin Periandro como puede vivir un cuerpo sin alma: allí tengo de vivir donde él viviere, él es el espíritu que me mueve y el alma que me anima; y, siendo esto así, si él se casa en esta tierra contigo, ¿cómo podré yo vivir en la de Arnaldo en ausencia de mi hermano? Para escusar este desmán que me amenaza, ordena que nos vamos con él a su reino, desde el cual le pediremos licencia para ir a Roma a cumplir un voto, cuyo cumplimiento nos sacó de nuestra tierra; y está claro, como la esperiencia me lo ha mostrado, que no ha de salir un punto de mi voluntad. Puestos, pues, en nuestra libertad, fácil cosa será dar la vuelta a esta isla, donde, burlando sus esperanzas, veamos el fin de las nuestras, yo casándome con tu padre, y mi hermano contigo.

A lo que respondió Sinforosa:

-No sé, hermana, con qué palabras podré encarecer la merced que me has hecho con las que me has dicho; y así, la dejaré en su punto, porque no sé cómo esplicarlo; pero esto que ahora decirte quiero, recíbelo antes por advertimiento que por consejo: ahora estás en esta tierra y en poder de mi padre, que te podrá y querrá defender de todo el mundo, y no será bien que se ponga en contingencia la seguridad de tu posesión; no le ha de ser posible a Arnaldo   -fol. 77v-   llevaros por fuerza a ti y a tu hermano, y hale de ser forzoso, si no querer, a lo menos consentir lo que mi padre quisiere, que le tiene en su reino y en su casa. Asegúrame tú, ¡oh hermana!, que tienes voluntad de ser mi señora, siendo esposa de mi padre, y que tu hermano no se ha de desdeñar de ser mi señor y esposo, que yo te daré llanas todas las dificultades e inconvenientes que para llegar a este efeto pueda poner Arnaldo.

A lo que respondió Auristela:

-Los varones prudentes, por los casos pasados y por los presentes, juzgan los que están por venir. A hacernos fuerza pública o secreta tu padre en nuestra detención, ha de irritar y despertar la cólera de Arnaldo, que, en fin, es rey poderoso, a lo menos lo es más que tu padre, y los reyes burlados y engañados fácilmente se acomodan a vengarse; y así, en lugar de haber recebido con nuestro parentesco gusto, recibiríades daño, trayéndoos la guerra a vuestras mismas casas. Y si dijeres que este temor se ha de tener siempre, ora nos quedemos aquí, ora volvamos después, considerando que nunca los cielos aprietan tanto los males que no dejen alguna luz con que se descubra la de su remedio, soy de parecer que nos vamos con Arnaldo, y que tú misma, con tu discreción y aviso, solicites nuestra partida; que en esto solicitarás y abreviarás nuestra vuelta, y aquí, si no en reinos tan grandes como los de Arnaldo, a lo menos en paz más segura, gozaré yo de la prudencia de tu padre, y tú de la gentileza y bondad de mi hermano, sin que se dividan y aparten nuestras almas.

Oyendo las cuales razones, Sinforosa, loca de contento, se abalanzó a Auristela, y le echó los brazos al cuello, midiéndole la boca y los ojos con sus hermosos labios. En esto, vieron entrar por la sala a los dos, al parecer, bárbaros, padre y hijo, y a Ricla y Constanza, y luego tras ellos entraron Mauricio, Ladislao y Transila, deseosos de ver y hablar a Auristela,   -fol. 78r-   y saber en qué punto estaba su enfermedad, que los tenía a ellos sin salud. Despidióse Sinforosa más alegre y más engañada que cuando había entrado: que los corazones enamorados creen con mucha facilidad aun las sombras de las promesas de su gusto. El anciano Mauricio, después de haber pasado con Auristela las ordinarias preguntas y respuestas que suelen pasar entre los enfermos y los que los visitan, dijo:

-Si los pobres, aunque mendigos, suelen llevar con pesadumbre el verse desterrados o ausentes de su patria, donde no dejaron sino los terrones que los sustentaban, ¿qué sentirán los ausentes que dejaron en su tierra los bienes que de la fortuna pudieran prometerse? Digo esto, señora, porque mi edad, que con presurosos pasos me va acercando al último fin, me hace desear verme en mi patria, adonde mis amigos, mis parientes y mis hijos me cierren los ojos y me den el último vale. Este bien y merced conseguiremos todos cuantos aquí estamos, pues todos somos estranjeros y ausentes, y todos, a lo que creo, tenemos en nuestras patrias lo que no hallaremos en las ajenas. Si tú, señora, quisieres solicitar nuestra partida, o a lo menos teniendo por bien que nosotros la procuremos, puesto que no será posible el dejarte, porque tu generosa condición y rara hermosura, acompañada de la discreción, que admira, es la piedra imán de nuestras voluntades.

-A lo menos -dijo a esta sazón Antonio el padre-, de la mía y de las de mi mujer y hijos, lo es de suerte que primero dejaré la vida que dejar la compañía de la señora Auristela, si es que ella no se desdeña de la nuestra.

-Yo os agradezco, señores -respondió Auristela-, el deseo que me habéis mostrado; y, aunque no está en mi mano corresponder a él como debía, todavía haré que le pongan en efeto el príncipe Arnaldo y mi hermano Periandro, sin que sea parte mi enfermedad, que ya es salud, a impedirle. En tanto, pues, que llega el felice día y punto de nuestra partida,   -fol. 78v-   ensanchad los corazones y no deis lugar que reine en ellos la malencolía, ni penséis en peligros venideros: que, pues el cielo de tantos nos ha sacado, sin que otros nos sobrevengan, nos llevará a nuestras dulces patrias; que los males que no tienen fuerzas para acabar la vida, no la han de tener para acabar la paciencia.

Admirados quedaron todos de la respuesta de Auristela, porque en ella se descubrió su corazón piadoso y su discreción admirable. Entró en este instante el rey Policarpo, alegre sobremanera, porque ya había sabido de Sinforosa, su hija, las prometidas esperanzas del cumplimiento de sus entre castos y lascivos deseos; que los ímpetus amorosos que suelen parecer en los ancianos se cubren y disfrazan con la capa de la hipocresía; que no hay hipócrita, si no es conocido por tal, que dañe a nadie sino a sí mismo, y los viejos, con la sombra del matrimonio, disimulan sus depravados apetitos. Entraron con el rey Arnaldo y Periandro, y, dándole el parabién a Auristela de la mejoría, mandó el rey que, aquella noche, en señal de la merced que del cielo todos en la mejoría de Auristela habían recebido, se hiciesen luminarias en la ciudad, y fiestas y regocijos ocho días continuos. Periandro lo agradeció como hermano de Auristela, y Arnaldo como amante que pretendía ser su esposo.

Regocijábase Policarpo allá entre sí mismo en considerar cuán suavemente se iba engañando Arnaldo, el cual, admirado con la mejoría de Auristela, sin que supiese los disinios de Policarpo, buscaba modos de salir de su ciudad, pues tanto cuanto más se dilataba su partida, tanto más, a su parecer, se alongaba el cumplimiento de su deseo. Mauricio, también deseoso de volver a su patria, acudió a su ciencia, y halló en ella que grandes dificultades habían de impedir su partida. Comunicólas con Arnaldo y Periandro, que ya habían sabido los intentos de Sinforosa y   -fol. 79r-   Policarpo, que les puso en mucho cuidado, por saber cierto, cuando el amoroso deseo se apodera de los pechos poderosos, suele romper por cualquiera dificultad, hasta llegar al fin de ellos: no se miran respetos, ni se cumplen palabras, ni guardan obligaciones. Y así, no había para qué fiarse en las pocas o ninguna en que Policarpo les estaba.

En resolución, quedaron los tres de acuerdo que Mauricio buscase un bajel, de muchos que en el puerto estaban, que los llevase a Inglaterra secretamente, que para embarcarse no faltaría modo convenible, y que, en este entretanto, no mostrase ninguno señales de que tenían noticia de los disinios de Policarpo. Todo esto se comunicó con Auristela, la cual aprobó su parecer, y entró en nuevos cuidados de mirar por su salud y por la de todos.




ArribaAbajoCapítulo octavo del segundo libro

Da Clodio el papel a Auristela; Antonio, el bárbaro, le mata por yerro


DICE la historia que llegó a tanto la insolencia, o por mejor decir, la desvergüenza de Clodio, que tuvo atrevimiento de poner en las manos de Auristela el desvergonzado papel que la había escrito, engañada con que le dijo que eran unos versos devotos, dignos de ser leídos y estimados.

Abrió Auristela el papel, y pudo con ella tanto la curiosidad que no dio lugar al enojo para dejalle de leer hasta el cabo. Leyóle en fin, y, volviéndole a cerrar, puestos los ojos en Clodio, y no echando por ellos rayos de amorosa luz, como las más veces solía, sino centellas de rabioso fuego, le dijo:

-Quítateme   -fol. 79v-   de delante, hombre maldito y desvergonzado: que si la culpa deste tu atrevido disparate entendiera que había nacido de algún descuido mío, que menoscabara mi crédito y mi honra, en mí misma castigara tu atrevimiento, el cual no ha de quedar sin castigo, si ya entre tu locura y mi paciencia no se pone el tenerte lástima.

Quedó atónito Clodio, y diera él por no haberse atrevido la mitad de la vida, como ya se ha dicho. Rodeáronle luego el alma mil temores, y no se daba más término de vida que lo que tardasen en saber su bellaquería Arnaldo o Periandro; y, sin replicar palabra, bajó los ojos, volvió las espaldas y dejó sola a Auristela, cuya imaginación ocupó un temor, no vano, sino muy puesto en razón, de que Clodio, desesperado, había de dar en traidor, aprovechándose de los intentos de Policarpo, si acaso a su noticia viniese, y determinó darla de aquel caso a Periandro y Arnaldo.

Sucedió en este tiempo que, estando Antonio el mozo solo en su aposento, entró a deshora una mujer en él, de hasta cuarenta años de edad, que, con el brío y donaire, debía de encubrir otros diez, vestida, no al uso de aquella tierra, sino al de España; y, aunque Antonio no conocía de usos, sino de los que había visto en los de la bárbara isla donde se había criado y nacido, bien conoció ser estranjera de aquella tierra. Levantóse Antonio a recebirla cortésmente, porque no era tan bárbaro que no fuese bien criado. Sentáronse, y la dama -si en tantos años de edad es justo se le dé este nombre-, después de haber estado atenta mirando el rostro de Antonio, dijo:

-Parecerte ha novedad, ¡oh mancebo!, esta mi venida a verte, porque no debes de estar en uso de ser visitado de mujeres, habiéndote criado, según he sabido, en la isla Bárbara, y no entre bárbaros, sino entre riscos y peñas, de las cuales, si como sacaste la belleza y brío que tienes, has sacado también   -fol. 80r-   la dureza en las entrañas, la blandura de las mías temo que no me ha de ser de provecho. No te desvíes, sosiégate y no te alborotes, que no está hablando contigo algún mostruo ni persona que quiera decirte ni aconsejarte cosas que vayan fuera de la naturaleza humana; mira que te hablo español, que es la lengua que tú sabes, cuya conformidad suele engendrar amistad entre los que no se conocen.

«Mi nombre es Cenotia, soy natural de España, nacida y criada en Alhama, ciudad del reino de Granada; conocida por mi nombre en todos los de España, y aun entre otros muchos, porque mi habilidad no consiente que mi nombre se encubra, haciéndome conocida mis obras. Salí de mi patria, habrá cuatro años, huyendo de la vigilancia que tienen los mastines veladores que en aquel reino tienen del católico rebaño. Mi estirpe es agarena; mis ejercicios, los de Zoroastes, y en ellos soy única. ¿Ves este sol que nos alumbra? Pues si, para señal de lo que puedo, quieres que le quite los rayos y le asombre con nubes, pídemelo, que haré que a esta claridad suceda en un punto escura noche; o ya si quisieres ver temblar la tierra, pelear los vientos, alterarse el mar, encontrarse los montes, bramar las fieras, o otras espantosas señales que nos representen la confusión del caos primero, pídelo, que tú quedarás satisfecho y yo acreditada. Has de saber ansimismo que en aquella ciudad de Alhama siempre ha habido alguna mujer de mi nombre, la cual, con el apellido de Cenotia, hereda esta ciencia, que no nos enseña a ser hechiceras, como algunos nos llaman, sino a ser encantadoras y magas, nombres que nos vienen más al propio. Las que son hechiceras, nunca hacen cosa que para alguna cosa sea de provecho: ejercitan sus burlerías con cosas, al parecer, de burlas, como son habas mordidas, agujas sin puntas, alfileres sin cabeza, y cabellos cortados en crecientes o menguantes de luna; usan de caracteres   -fol. 80v-   que no entienden, y si algo alcanzan, tal vez, de lo que pretenden, es, no en virtud de sus simplicidades, sino porque Dios permite, para mayor condenación suya, que el demonio las engañe. Pero nosotras, las que tenemos nombre de magas y de encantadoras, somos gente de mayor cuantía; tratamos con las estrellas, contemplamos el movimiento de los cielos, sabemos la virtud de las yerbas, de las plantas, de las piedras, de las palabras, y, juntando lo activo a lo pasivo, parece que hacemos milagros, y nos atrevemos a hacer cosas tan estupendas que causan admiración a las gentes, de donde nace nuestra buena o mala fama: buena, si hacemos bien con nuestra habilidad; mala, si hacemos mal con ella. Pero, como la naturaleza parece que nos inclina antes al mal que al bien, no podemos tener tan a raya los deseos que no se deslicen a procurar el mal ajeno; que, ¿quién quitará al airado y ofendido que no se vengue? ¿Quién al amante desdeñado que no quiera, si puede, reducir a ser querido del que le aborrece? Puesto que en mudar las voluntades, sacarlas de su quicio, como esto es ir contra el libre albedrío, no hay ciencia que lo pueda, ni virtud de yerbas que lo alcancen.»

A todo esto que la española Cenotia decía, la estaba mirando Antonio con deseo grande de saber qué suma tendría tan larga cuenta.

Pero la Cenotia prosiguió diciendo:

-«Dígote, en fin, bárbaro discreto, que la persecución de los que llaman inquisidores en España, me arrancó de mi patria; que, cuando se sale por fuerza della, antes se puede llamar arrancada que salida. Vine a esta isla por estraños rodeos, por infinitos peligros, casi siempre como si estuvieran cerca, volviendo la cabeza atrás, pensando que me mordían las faldas los perros, que aun hasta aquí temo; dime presto a conocer al rey antecesor de Policarpo, hice algunas maravillas, con que dejé maravillado   -fol. 81r-   al pueblo; procuré hacer vendible mi ciencia, tan en mi provecho que tengo juntos más de treinta mil escudos en oro; y, estando atenta a esta ganancia, he vivido castamente, sin procurar otro algún deleite, ni le procurara, si mi buena o mi mala fortuna no te hubieran traído a esta tierra, que en tu mano está darme la suerte que quisieres.» Si te parezco fea, yo haré de modo que me juzgues por hermosa; si son pocos treinta mil escudos que te ofrezco, alarga tu deseo y ensancha los sacos de la codicia y los senos, y comienza desde luego a contar cuantos dineros acertares a desear. Para tu servicio sacaré las perlas que encubren las conchas del mar, rendiré y traeré a tus manos las aves que rompen el aire, haré que te ofrezcan sus frutos las plantas de la tierra, haré que brote del abismo lo más precioso que en él se encierra, haréte invencible en todo, blando en la paz, temido en la guerra; en fin, enmendaré tu suerte de manera que seas siempre invidiado y no invidioso. Y, en cambio destos bienes que te he dicho, no te pido que seas mi esposo, sino que me recibas por tu esclava: que, para ser tu esclava, no es menester que me tengas voluntad como para ser esposa, y, como yo sea tuya, en cualquier modo que lo sea, viviré contenta. Comienza, pues, ¡oh generoso mancebo!, a mostrarte prudente, mostrándote agradecido: mostrarte has prudente, si antes que me agradezcas estos deseos, quisieres hacer esperiencia de mis obras; y, en señal de que así lo harás, alégrame el alma ahora con darme alguna señal de paz, dándome a tocar tu valerosa mano.

Y, diciendo esto, se levantó para ir a abrazarle.

Antonio, viendo lo cual, lleno de confusión, como si fuera la más retirada doncella del mundo, y como si enemigos combatieran el castillo de su honestidad, se puso a defenderle, y, levantándose, fue a tomar su arco, que siempre o le traía consigo o le tenía   -fol. 81v-   junto a sí; y, poniendo en él una flecha, hasta veinte pasos desviado de la Cenotia, le encaró la flecha. No le contentó mucho a la enamorada dama la postura amenazadora de muerte de Antonio, y, por huir el golpe, desvió el cuerpo, y pasó la flecha volando por junto a la garganta (en esto más bárbaro Antonio de lo que parecía en su traje). Pero no fue el golpe de la flecha en vano, porque a este instante entraba por la puerta de la estancia el maldiciente Clodio, que le sirvió de blanco, y le pasó la boca y la lengua, y le dejó la vida en perpetuo silencio: castigo merecido a sus muchas culpas. Volvió la Cenotia la cabeza, vio el mortal golpe que había hecho la flecha, temió la segunda, y, sin aprovecharse de lo mucho que con su ciencia se prometía, llena de confusión y de miedo, tropezando aquí y cayendo allí, salió del aposento, con intención de vengarse del cruel y desamorado mozo.




ArribaAbajoCapítulo nueve del segundo libro

NO LE QUEDÓ sabrosa la mano a Antonio del golpe que había hecho; que, aunque acertó errando, como no sabía las culpas de Clodio y había visto la de la Cenotia, quisiera haber sido mejor certero. Llegóse a Clodio por ver si le quedaban algunas reliquias de vida, y vio que todas se las había llevado la muerte; cayó en la cuenta de su yerro, y túvose verdaderamente por bárbaro. Entró en esto su padre, y, viendo la sangre y el cuerpo muerto de Clodio, conoció por la flecha que aquel golpe había sido hecho por la mano de su hijo. Preguntóselo, y respondióle que sí; quiso saber la   -fol. 82r-   causa, y también se la dijo.

Admiróse el padre; lleno de indignación le dijo:

-Ven acá, bárbaro, si a los que te aman y te quieren procuras quitar la vida, ¿qué harás a los que te aborrecen? Si tanto presumes de casto y honesto, defiende tu castidad y honestidad con el sufrimiento; que los peligros semejantes no se remedian con las armas, ni con esperar los encuentros, sino con huir de ellos. Bien parece que no sabes lo que le sucedió a aquel mancebo hebreo que dejó la capa en manos de la lasciva señora que le solicitaba. Dejaras tú, ignorante, esa tosca piel que traes vestida, y ese arco con que presumes vencer a la misma valentía; no le armaras contra la blandura de una mujer rendida, que, cuando lo está, rompe por cualquier inconveniente que a su deseo se oponga. Si con esta condición pasas adelante en el discurso de tu vida, por bárbaro serás tenido hasta que la acabes, de todos los que te conocieren. No digo yo que ofendas a Dios en ningún modo, sino que reprehendas, y no castigues, a las que quisieren turbar tus honestos pensamientos; y aparéjate para más de una batalla, que la verdura de tus años y el gallardo brío de tu persona con muchas batallas te amenazan; y no pienses que has de ser siempre solicitado, que alguna vez solicitarás, y, sin alcanzar tus deseos, te alcanzará la muerte en ellos.

Escuchaba Antonio a su padre, los ojos puestos en el suelo, tan vergonzoso como arrepentido. Y lo que le respondió fue:

-No mires, señor, lo que hice, y pésame de haberlo hecho. Procuraré enmendarme de aquí adelante, de modo que no parezca bárbaro por riguroso, ni lascivo por manso. Dése orden de enterrar a Clodio, y de hacerle la satisfación más conveniente que ser pudiere.

Ya en esto había volado por el palacio la muerte de Clodio, pero [no] la causa   -fol. 82v-   de ella, porque la encubrió la enamorada Cenotia, diciendo sólo que, sin saber por qué, el bárbaro mozo le había muerto.

Llegó esta nueva a los oídos de Auristela, que aún se tenía el papel de Clodio en las manos, con intención de mostrársele a Periandro o a Arnaldo, para que castigasen su atrevimiento; pero, viendo que el cielo había tomado a su cargo el castigo, rompió el papel, y no quiso que saliesen a luz las culpas de los muertos: consideración tan prudente como cristiana. Y, bien que Policarpo se alborotó con el suceso, teniéndose por ofendido de que nadie en su casa vengase sus injurias, no quiso averiguar el caso, sino remitióselo al príncipe Arnaldo, el cual, a ruego de Auristela y al de Transila, perdonó a Antonio y mandó enterrar a Clodio, sin averiguar la culpa de su muerte, creyendo ser verdad lo que Antonio decía, que por yerro le había muerto, sin descubrir los pensamientos de Cenotia, porque a él no le tuviesen de todo en todo por bárbaro.

Pasó el rumor del caso, enterraron a Clodio, quedó Auristela vengada, como si en su generoso pecho albergara género de venganza alguna, así como albergaba en el de la Cenotia, que bebía, como dicen, los vientos, imaginando cómo vengarse del cruel flechero, el cual de allí a dos días se sintió mal dispuesto, y cayó en la cama con tanto descaecimiento que los médicos dijeron que se le acababa la vida, sin conocer de qué enfermedad. Lloraba Ricla, su madre, y su padre Antonio tenía de dolor el corazón consumido; no se podía alegrar Auristela, ni Mauricio; Ladislao y Transila sentían la misma pesadumbre; viendo lo cual Policarpo, acudió a su consejera Cenotia, y le rogó procurase algún remedio a la enfermedad de Antonio, la cual, por no conocerla los médicos, ellos no sabían hallarle. Ella le dio buenas esperanzas, asegurándole que de aquella enfermedad   -fol. 83r-   no moriría, pero que convenía dilatar algún tanto la cura. Creyóla Policarpo, como si se lo dijera un oráculo.

De todos estos sucesos no le pesaba mucho a Sinforosa, viendo que por ellos se detendría la partida de Periandro, en cuya vista tenía librado el alivio de su corazón: que, puesto que deseaba que se partiese, pues no podía volver si no se partía, tanto gusto le daba el verle que no quisiera que se partiera.

Llegó una sazón y coyuntura donde Policarpo y sus dos hijas, Arnaldo, Periandro y Auristela, Mauricio, Ladislao y Transila, y Rutilio, que después que escribió el billete a Policarpa, aunque le había roto, de arrepentido andaba triste y pensativo, bien así como el culpado, que piensa que cuantos le miran son sabidores de su culpa; digo que la compañía de los ya nombrados se halló en la estancia del enfermo Antonio, a quien todos fueron a visitar, a pedimiento de Auristela, que ansí a él como a sus padres los estimaba y quería mucho, obligada del beneficio que el mozo bárbaro le había hecho cuando los sacó del fuego de la isla, y la llevó al serrallo de su padre; y más que, como en las comunes desventuras se reconcilian los ánimos y se traban las amistades, por haber sido tantas las que en compañía de Ricla y de Constanza y de los dos Antonios había pasado, ya no solamente por obligación, mas por elección y destino los amaba.

Estando, pues, juntos, como se ha dicho, un día Sinforosa rogó encarecidamente a Periandro les contase algunos sucesos de su vida; especialmente se holgaría de saber de dónde venía la primera vez que llegó a aquella isla, cuando ganó los premios de todos los juegos y fiestas que aquel día se hicieron, en memoria de haber sido el de la elección de su padre. A lo que Periandro respondió que sí haría, si se le permitiese comenzar el cuento de su historia, y no del mismo principio,   -fol. 83v-   porque éste no lo podía decir ni descubrir a nadie, hasta verse en Roma con Auristela, su hermana.

Todos le dijeron que hiciese su gusto, que de cualquier cosa que él dijese le recibirían; y el que más contento sintió fue Arnaldo, creyendo descubrir, por lo que Periandro dijese, algo que descubriese quién era. Con este salvoconduto, Periandro dijo desta manera:




ArribaAbajoCapítulo décimo del segundo libro

Cuenta Periandro el suceso de su viaje


-«EL PRINCIPIO y preámbulo de mi historia, ya que queréis, señores, que os la cuente, quiero que sea éste: que nos contempléis a mi hermana y a mí, con una anciana ama suya, embarcados en una nave, cuyo dueño, en el lugar de parecer mercader, era un gran cosario. Las riberas de una isla barríamos; quiero decir que íbamos tan cerca de ella que distintamente conocíamos, no solamente los árboles, pero sus diferencias. Mi hermana, cansada de haber andado algunos días por el mar, deseó salir a recrearse a la tierra; pidióselo al capitán, y, como sus ruegos tienen siempre fuerza de mandamiento, consintió el capitán en el de su ruego, y en la pequeña barca de la nave, con sólo un marinero, nos echó en tierra a mí y a mi hermana y a Cloelia, que éste era el nombre de su ama. Al tomar tierra, vio el marinero que un pequeño río por una pequeña boca entraba a dar al mar su tributo; hacíanle sombra por una y otra ribera gran cantidad de verdes y hojosos árboles, a quien servían de cristalinos espejos sus transparentes aguas. Rogámosle se entrase por el río, pues la amenidad del sitio nos   -fol. 84r-   convidaba. Hízolo así, y comenzó a subir por el río arriba, y, habiendo perdido de vista la nave, soltando los remos, se detuvo y dijo: "Mirad, señores, del modo que habéis de hacer este viaje, y haced cuenta que esta pequeña barca que ahora os lleva es vuestro navío, porque no habéis de volver más al que en la mar os queda aguardando, si ya esta señora no quiere perder la honra, y vos, que decís que sois su hermano, la vida". Díjome, en fin, que el capitán del navío quería deshonrar a mi hermana y darme a mí la muerte, y que atendiésemos a nuestro remedio, que él nos seguiría y acompañaría en todo lugar y en todo acontecimiento. Si nos turbamos con esta nueva, júzguelo el que estuviere acostumbrado a recebirlas malas de los bienes que espera. Agradecíle el aviso, y ofrecíle la recompensa cuando nos viésemos en más felice estado. "Aun bien -dijo Cloelia- que traigo conmigo las joyas de mi señora".

»Y, aconsejándonos los cuatro de lo que hacer debíamos, fue parecer del marinero que nos entrásemos el río adentro: quizá descubriríamos algún lugar que nos defendiese, si acaso los de la nave viniesen a buscarnos. "Mas no vendrán -dijo-, porque no hay gente en todas estas islas que no piense ser cosarios todos cuantos surcan estas riberas, y, en viendo la nave o naves, luego toman las armas para defenderse; y, si no es con asaltos nocturnos y secretos, nunca salen medrados los cosarios".

»Parecióme bien su consejo; tomé yo el un remo, y ayudéle a llevar el trabajo. Subimos por el río arriba, y, habiendo andado como dos millas, llegó a nuestros oídos el son de muchos y varios instrumentos formado, y luego se nos ofreció a la vista una selva de árboles movibles, que de la una ribera a la otra ligeramente cruzaban. Llegamos más cerca y conocimos ser barcas enramadas lo que parecían árboles, y que el son le formaban los instrumentos que tañían los que en ellas iban. Apenas   -fol. 84v-   nos hubieron descubierto, cuando se vinieron a nosotros y rodearon nuestro barco por todas partes. Levantóse en pie mi hermana, y, echándose sus hermosos cabellos a las espaldas, tomados por la frente con una cinta leonada o listón que le dio su ama, hizo de sí casi divina e improvisa muestra; que, como después supe, por tal la tuvieron todos los que en las barcas venían, los cuales a voces, como dijo el marinero, que las entendía, decían: "¿Qué es esto? ¿Qué deidad es esta que viene a visitarnos y a dar el parabién al pescador Carino y a la sin par Selviana de sus felicísimas bodas?" Luego dieron cabo a nuestra barca, y nos llevaron a desembarcar no lejos del lugar donde nos habían encontrado.

»Apenas pusimos los pies en la ribera, cuando un escuadrón de pescadores, que así lo mostraban ser en su traje, nos rodearon, y uno por uno, llenos de admiración y reverencia, llegaron a besar las orillas del vestido de Auristela, la cual, a pesar del temor que la congojaba de las nuevas que la habían dado, se mostró a aquel punto tan hermosa, que yo disculpo el error de aquellos que la tuvieron por divina.

»Poco desviados de la ribera, vimos un tálamo en gruesos troncos de sabina sustentado, cubierto de verde juncia, y oloroso con diversas flores, que servían de alcatifas al suelo; vimos ansimismo levantarse de unos asientos dos mujeres y dos hombres, ellas mozas y ellos gallardos mancebos: la una hermosa sobremanera, y la otra fea sobremanera; el uno gallardo y gentilhombre, y el otro no tanto; y todos cuatro se pusieron de rodillas ante Auristela, y el más gentilhombre dijo: "¡Oh tú, quienquiera que seas, que no puedes ser sino cosa del cielo!; mi hermano y yo, con el estremo a nuestras fuerzas posible, te agradecemos esta merced que nos haces, honrando nuestras pobres y ya de hoy más ricas bodas. Ven, señora, y si en lugar de los palacios de   -fol. 85r-   cristal, que en el profundo mar dejas, como una de sus habitadoras, hallares en nuestros ranchos las paredes de conchas y los tejados de mimbres, o por mejor decir, las paredes de mimbres y los tejados de conchas, hallarás, por lo menos, los deseos de oro, y las voluntades de perlas para servirte. Y hago esta comparación, que parece impropia, porque no hallo cosa mejor que el oro, ni más hermosa que las perlas". Inclinóse a abrazarle Auristela, confirmando con su gravedad, cortesía y hermosura la opinión que della tenían.

»El pescador menos gallardo se apartó a dar orden a la demás turba a que levantasen las voces en alabanzas de la recién venida estranjera, y que tocasen todos los instrumentos en señal de regocijo. Las dos pescadoras, fea y hermosa, con sumisión humilde, besaron las manos a Auristela, y ella las abrazó cortés y amigablemente. El marinero, contentísimo del suceso, dio cuenta a los pescadores del navío que en el mar quedaba, diciéndoles que era de cosarios, de quien se temía que habían de venir por aquella doncella, que era una principal señora, hija de reyes: que, para mover los corazones a su defensa, le pareció ser necesario levantar este testimonio a mi hermana. Apenas entendieron esto, cuando dejaron los instrumentos regocijados y acudieron a los bélicos, que tocaron "¡arma, arma!" por entrambas riberas.

»Llegó en esto la noche, recogímonos al mismo rancho de los desposados, pusiéronse centinelas hasta la misma boca del río, cebáronse las nasas, tendiéronse las redes y acomodáronse los anzuelos: todo con intención de regalar y servir a sus nuevos huéspedes; y, por más honrarlos, los dos recién desposados no quisieron aquella noche pasarla con sus esposas, sino dejar los ranchos solos a ellas y a Auristela y a Cloelia, y que ellos, con sus amigos, conmigo y con el marinero, se les hiciese guarda y centinela.   -fol. 85v-   Y, aunque sobraba la claridad del cielo, por la que ofrecía la de la creciente luna, y en la tierra ardían las hogueras que el nuevo regocijo había encendido, quisieron los desposados que cenásemos en el campo los varones, y dentro del rancho las mujeres. Hízose así, y fue la cena tan abundante que pareció que la tierra se quiso aventajar al mar, y el mar a la tierra, en ofrecer la una sus carnes y la otra sus pescados.

»Acabada la cena, Carino me tomó por la mano, y, paseándose conmigo por la ribera, después de haber dado muestras de tener apasionada el alma, con sollozos y con suspiros, me dijo: "Por tener milagrosa esta tu llegada a tal sazón y tal coyuntura, que con ella has dilatado mis bodas, tengo por cierto que mi mal ha de tener remedio mediante tu consejo; y ansí, aunque me tengas por loco, y por hombre de mal conocimiento y de peor gusto, quiero que sepas que, de aquellas dos pescadoras que has visto, la una fea y la otra hermosa, a mí me ha cabido en suerte de que sea mi esposa la más bella, que tiene por nombre Selviana; pero no sé qué te diga, ni sé qué disculpa dar de la culpa que tengo, ni del yerro que hago. Yo adoro a Leoncia, que es la fea, sin poder ser parte a hacer otra cosa. Con todo esto, te quiero decir una verdad, sin que me engañe en creerla: que a los ojos de mi alma, por las virtudes que en la de Leoncia descubro, ella es la más hermosa mujer del mundo; y hay más en esto: que de Solercio, que es el nombre del otro desposado, tengo más de un barrunto que muere por Selviana. De modo que nuestras cuatro voluntades están trocadas, y esto ha sido por querer todos cuatro obedecer a nuestros padres y a nuestros parientes, que han concertado estos matrimonios. Y no puedo yo pensar en qué razón se consiente que la carga que ha de durar toda la vida se la eche el hombre sobre sus hombros, no por el suyo, sino por el gusto ajeno; y, aunque esta tarde habíamos de   -fol. 86r-   dar el consentimiento y el sí del cautiverio de nuestras voluntades, no por industria, sino por ordenación del cielo, que así lo quiero creer, se estorbó con vuestra venida, de modo que aún nos queda tiempo para enmendar nuestra ventura; y para esto te pido consejo, pues, como estranjero, y no parcial de ninguno, sabrás aconsejarme, porque tengo determinado que, si no se descubre alguna senda que me lleve a mi remedio, de ausentarme destas riberas, y no parecer en ellas en tanto que la vida me durare: ora mis padres se enojen, o mis parientes me riñan, o mis amigos se enfaden".

»Atentamente le estuve escuchando, y de improviso me vino a la memoria su remedio, y a la lengua estas mismas palabras: "No hay para qué te ausentes, amigo; a lo menos, no ha de ser antes que yo hable con mi hermana Auristela, que es aquella hermosísima doncella que has visto. Ella es tan discreta que parece que tiene entendimiento divino, como tiene hermosura divina".

»Con esto nos volvimos a los ranchos, y yo conté a mi hermana todo lo que con el pescador había pasado, y ella halló en su discreción el modo como sacar verdaderas mis palabras y el contento de todos; y fue que, apartándose con Leoncia y Selviana a una parte, les dijo: "Sabed, amigas, que de hoy más lo habéis de ser verdaderas mías, que juntamente con este buen parecer que el cielo me ha dado, me dotó de un entendimiento perspicaz y agudo, de tal modo que, viendo el rostro de una persona, le leo el alma y le adivino los pensamientos. Para prueba desta verdad, os presentaré a vosotras por testigos: tú, Leoncia, mueres por Carino, y tú, Selviana, por Solercio; la virginal vergüenza os tiene mudas, pero por mi lengua se romperá vuestro silencio, y por mi consejo, que, sin duda alguna será admitido, se igualarán vuestros deseos. Callad y dejadme hacer, que o yo no tendré discreción, o vosotras tendréis felice fin en vuestros deseos". Ellas, sin responder palabra, sino con besarla infinitas veces las manos   -fol. 86v-   y abrazándola estrechamente, confirmaron ser verdad cuanto había dicho, especialmente en lo de sus trocadas aficiones.

»Pasóse la noche, vino el día, cuya alborada fue regocijadísima, porque con nuevos y verdes ramos parecieron adornadas las barcas de los pescadores; sonaron los instrumentos con nuevos y alegres sones; alzaron las voces todos, con que se aumentó la alegría; salieron los desposados para irse a poner en el tálamo donde habían estado el día de antes; vistiéronse Selviana y Leoncia de nuevas ropas de boda. Mi hermana, de industria, se aderezó y compuso con los mismos vestidos que tenía, y, con ponerse una cruz de diamantes sobre su hermosa frente y unas perlas en sus orejas (joyas de tanto valor que hasta ahora nadie les ha sabido dar su justo precio, como lo veréis cuando os las enseñe), mostró ser imagen sobre el mortal curso levantada. Llevaba asidas de las manos a Selviana y a Leoncia, y, puesta encima del teatro, donde el tálamo estaba, llamó y hizo llegar junto a sí a Carino y a Solercio. Carino llegó temblando y confuso de no saber lo que yo había negociado, y, estando ya el sacerdote a punto para darles las manos y hacer las católicas ceremonias que se usan, mi hermana hizo señales que la escuchasen. Luego se estendió un mudo silencio por toda la gente, tan callado que apenas los aires se movían. Viéndose, pues, prestar grato oído de todos, dijo en alta y sonora voz: "Esto quiere el cielo". Y, tomando por la mano a Selviana, se la entregó a Solercio, y, asiendo de la de Leoncia, se la dio a Carino. "Esto, señores -prosiguió mi hermana-, es, como ya he dicho, ordenación del cielo, y gusto no accidental, sino propio destos venturosos desposados, como lo muestra la alegría de sus rostros y el sí que pronuncian sus lenguas". Abrazáronse los cuatro, con cuya señal todos los circunstantes aprobaron su trueco,   -fol. 87r-   y confirmaron, como ya he dicho, ser sobrenatural el entendimiento y belleza de mi hermana, pues así había trocado aquellos casi hechos casamientos con sólo mandarlo.

»Celebróse la fiesta, y luego salieron de entre las barcas del río cuatro despalmadas, vistosas por las diversas colores con que venían pintadas, y los remos, que eran seis de cada banda, ni más ni menos; las banderetas, que venían muchas por los filaretes, ansimismo eran de varios colores; los doce remeros de cada una venían vestidos de blanquísimo y delgado lienzo, de aquel mismo modo que yo vine cuando entré la vez primera en esta isla. Luego conocí que querían las barcas correr el palio, que se mostraba puesto en el árbol de otra barca, desviada de las cuatro como tres carreras de caballo. Era el palio de tafetán verde listado de oro, vistoso y grande, pues alcanzaba a besar y aun a pasearse por las aguas. El rumor de la gente y el son de los instrumentos era tan grande que no se dejaba entender lo que mandaba el capitán del mar, que en otra pintada barca venía. Apartáronse las enramadas barcas a una y otra parte del río, dejando un espacio llano en medio, por donde las cuatro competidoras barcas volasen, sin estorbar la vista a la infinita gente que desde el tálamo y desde ambas riberas estaba atenta a mirarlas; y, estando ya los bogadores asidos de las manillas de los remos, descubiertos los brazos, donde se parecían los gruesos nervios, las anchas venas y los torcidos músculos, atendían la señal de la partida, impacientes por la tardanza, y fogosos, bien ansí como lo suele estar el generoso can de Irlanda cuando su dueño no le quiere soltar de la traílla a hacer la presa que a la vista se le muestra.

»Llegó, en fin, la señal esperada, y a un mismo tiempo arrancaron todas cuatro barcas, que no por el agua, sino por el viento parecía que volaban: una dellas, que llevaba por insignia   -fol. 87v-   un vendado Cupido, se adelantó de las demás casi tres cuerpos de la misma barca, cuya ventaja dio esperanza a todos cuantos la miraban de que ella sería la primera que llegase a ganar el deseado premio; otra, que venía tras ella, iba alentando sus esperanzas, confiada en el tesón durísimo de sus remeros; pero, viendo que la primera en ningún modo desmayaba, estuvieron por soltar los remos sus bogadores. Pero son diferentes los fines y acontecimientos de las cosas de aquello que se imagina, porque, aunque es ley que, los combates y contiendas, que ninguno de los que miran favorezca a ninguna de las partes con señales, con voces o con otro algún género que parezca que pueda servir de aviso al combatiente, viendo la gente de la ribera que la barca de la insignia de Cupido se aventajaba tanto a las demás, sin mirar a leyes, creyendo que ya la victoria era suya, dijeron a voces muchos: "¡Cupido vence! ¡El Amor es invencible!" A cuyas voces, por escuchallas, parece que aflojaron un tanto los remeros del Amor.

»Aprovechóse de esta ocasión la segunda barca, que detrás de la del Amor venía, la cual traía por insignia al Interés en figura de un gigante pequeño, pero muy ricamente aderezado, y impelió los remos con tanta fuerza que llegó a igualarse el Interés con el Amor, y, arrimándosele a un costado, le hizo pedazos todos los remos de la diestra banda, habiendo primero la del Interés recogido los suyos y pasado adelante, dejando burladas las esperanzas de los que primero habían cantado la victoria por el Amor; y volvieron a decir: "¡El Interés vence! ¡El Interés vence!"

»La barca tercera traía por insignia a la Diligencia, en figura de una mujer desnuda, llena de alas por todo el cuerpo; que, a traer trompeta en las manos, antes pareciera Fama que Diligencia. Viendo el buen suceso   -fol. 88r-   del Interés, alentó su confianza, y sus remeros se esforzaron de modo que llegaron a igualar con el Interés; pero, por el mal gobierno del timonero, se embarazó con las dos barcas primeras, de modo que los unos ni los otros remos fueron de provecho. Viendo lo cual la postrera, que traía por insignia a la Buena Fortuna, cuando estaba desmayada y casi para dejar la empresa, viendo el intricado enredo de las demás barcas, desviándose algún tanto de ellas por no caer en el mismo embarazo, apretó, como decirse suele, los puños y, deslizándose por un lado, pasó delante de todas. Cambiáronse los gritos de los que miraban, cuyas voces sirvieron de aliento a su bogadores, que, embebidos en el gusto de verse mejorados, les parecía que si los que quedaban atrás entonces les llevaran la misma ventaja, no dudaran de alcanzarlos ni de ganar el premio, como lo ganaron, más por ventura que por ligereza.

»En fin, la Buena Fortuna fue la que la tuvo buena entonces, y la mía de agora no lo sería si yo adelante pasase con el cuento de mis muchos y estraños sucesos.» Y así, os ruego, señores, dejemos esto en este punto, que esta noche le daré fin, si es posible que le puedan tener mis desventuras.

Esto dijo Periandro a tiempo que al enfermo Antonio le tomó un terrible desmayo; viendo lo cual su padre, casi como adevino de dónde procedía, los dejó a todos, y se fue, como después parecerá, a buscar a la Cenotia, con la cual le sucedió lo que se dirá en el siguiente capítulo.