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ArribaAbajoLibro tercero de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional


ArribaAbajoCapítulo primero del libro tercero

COMO están nuestras almas siempre en continuo movimiento, y no pueden parar ni sosegar sino en su centro, que es Dios, para quien fueron criadas, no es maravilla que nuestros pensamientos se muden: que éste se tome, aquél se deje, uno se prosiga y otro se olvide; y el que más cerca anduviere de su sosiego, ése será el mejor, cuando no se mezcle con error de entendimiento.

Esto se ha dicho en disculpa de la ligereza que mostró Arnaldo en dejar en un punto el deseo que tanto tiempo había mostrado de servir a Auristela; pero no se puede decir que le dejó, sino que le entretuvo, en tanto que el de la honra, que sobrepuja al de todas las acciones   -fol. 120v-   humanas, se apoderó de su alma. El cual deseo se le declaró Arnaldo a Periandro una noche antes de la partida, hablándole aparte en la isla de las Ermitas. Allí le suplicó -que quien pide lo que ha menester, no ruega, sino suplica- que mirase por su hermana Auristela, y que la guardase para reina de Dinamarca; y que, aunque la ventura no se le mostrase a él buena en cobrar su reino, y en tan justa demanda perdiese la vida, se estimase Auristela por viuda de un príncipe, y, como tal, supiese escoger esposo, puesto que ya él sabía y muchas veces lo había dicho, que por sí sola, sin tener dependencia de otra grandeza alguna, merecía ser señora del mayor reino del mundo, no que del de Dinamarca. Periandro le respondió que le agradecía su buen deseo, y que él tendría cuidado de mirar por ella como por cosa que tanto le tocaba y que tan bien le venía. Ninguna destas razones dijo Periandro a Auristela, porque las alabanzas que se dan a la persona amada, halas de decir el amante como propias, y no como que se dicen de persona ajena. No ha de enamorar el amante con las gracias de otro; suyas han de ser las que mostrare a su dama; si no canta bien, no le traiga quien la cante; si no es demasiado gentilhombre, no se acompañe con Ganimedes; y, finalmente, soy de parecer que las faltas que tuviere, no las enmiende con ajenas sobras. Estos consejos no se dan a Periandro, que de los bienes de la naturaleza se llevaba la gala, y en los de la fortuna era inferior a pocos.

En esto iban las naves con un mismo viento, por diferentes caminos, que éste es uno de los que parecen misterios en el arte de la navegación; iban rompiendo, como digo, no claros cristales, sino azules; mostrábase el mar colchado, porque el viento, tratándole con respeto, no se atrevía a tocarle a más de la superficie, y la nave suavemente le besaba los labios,   -fol. 121r-   y se dejaba resbalar por él con tanta ligereza que apenas parecía que le tocaba. Desta suerte, y con la misma tranquilidad y sosiego, navegaron diez y siete días sin ser necesario subir ni bajar, ni llegar a templar las velas, cuya felicidad en los que navegan, si no tuviese por descuentos el temor de borrascas venideras, no había gusto con que igualalle.

Al cabo destos o pocos más días, al amanecer de uno, dijo un grumete que desde la gavia mayor iba descubriendo la tierra:

-¡Albricias, señores, albricias pido y albricias merezco! ¡Tierra! ¡Tierra! Aunque mejor diría ¡cielo!, ¡cielo!, porque sin duda estamos en el paraje de la famosa Lisboa.

Cuyas nuevas sacaron de los ojos de todos tiernas y alegres lágrimas, especialmente de Ricla, de los dos Antonios y de su hija Constanza, porque les pareció que ya habían llegado a la tierra de promisión que tanto deseaban.

Echóle los brazos Antonio al cuello, diciéndole:

-Agora sabrás, bárbara mía, del modo que has de servir a Dios, con otra relación más copiosa, aunque no diferente, de la que yo te he hecho; agora verás los ricos templos en que es adorado; verás juntamente las católicas ceremonias con que se sirve, y notarás cómo la caridad cristiana está en su punto. Aquí, en esta ciudad, verás cómo son verdugos de la enfermedad muchos hospitales que la destruyen, y el que en ellos pierde la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, gana la del cielo. Aquí el amor y la honestidad se dan las manos, y se pasean juntos, la cortesía no deja que se le llegue la arrogancia, y la braveza no consiente que se le acerque la cobardía. Todos sus moradores son agradables, son corteses, son liberales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad es la mayor de Europa y la de mayores tratos; en ella se descargan las riquezas del Oriente, y desde ella se reparten por el universo; su puerto es capaz, no sólo de naves que se puedan reducir a número,   -fol. 121v-   sino de selvas movibles de árboles que los de las naves forman; la hermosura de las mujeres admira y enamora; la bizarría de los hombres pasma, como ellos dicen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosísimo tributo.

-No digas más -dijo a esta sazón Periandro-; deja, Antonio, algo para nuestros ojos, que las alabanzas no lo han de decir todo: algo ha de quedar para la vista, para que con ella nos admiremos de nuevo, y así, creciendo el gusto por puntos, vendrá a ser mayor en sus estremos.

Contentísima estaba Auristela de ver que se le acercaba la hora de poner pie en tierra firme, sin andar de puerto en puerto y de isla en isla, sujeta a la inconstancia del mar y a la movible voluntad de los vientos; y más cuando supo que desde allí a Roma podía ir a pie enjuto, sin embarcarse otra vez si no quisiese.

Mediodía sería cuando llegaron a Sangián, donde se registró el navío, y donde el castellano del castillo, y los que con él entraron en la nave, se admiraron de la hermosura de Auristela, de la gallardía de Periandro, del traje bárbaro de los dos Antonios, del buen aspecto de Ricla y de la agradable belleza de Constanza. Supieron ser estranjeros, y que iban peregrinando a Roma. Satisfizo Periandro a los marineros, que los habían traído magníficamente, con el oro que sacó Ricla de la Isla Bárbara, ya vuelto en moneda corriente en la isla de Policarpo. Los marineros quisieron llegar a Lisboa a granjearlo con alguna mercancía.

El castellano de Sangián envió al gobernador de Lisboa, que entonces era el arzobispo de Braga, por ausencia del rey, que no estaba en la ciudad, de la nueva venida de los estranjeros y de la sin par belleza de Auristela, añadiendo la de Constanza, que con el traje de bárbara no solamente no la encubría, pero la realzaba; exageróle asimismo la gallarda disposición de Periandro, y   -fol. 122r-   juntamente la discreción de todos, que no bárbaros, sino cortesanos parecían.

Llegó el navío a la ribera de la ciudad, y en la de Belén se desembarcaron, porque quiso Auristela, enamorada y devota de la fama de aquel santo monasterio, visitarle primero, y adorar en él al verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin las torcidas ceremonias de su tierra. Había salido a la marina infinita gente a ver los estranjeros desembarcados en Belén; corrieron allá todos por ver la novedad, que siempre se lleva tras sí los deseos y los ojos.

Ya salía de Belén el nuevo escuadrón de la nueva hermosura: Ricla, medianamente hermosa, pero estremadamente a lo bárbaro vestida; Constanza, hermosísima y rodeada de pieles; Antonio el padre, brazos y piernas desnudas, pero con pieles de lobos cubierto lo demás del cuerpo; Antonio el hijo iba del mismo modo, pero con el arco en la mano y la aljaba de las saetas a las espaldas; Periandro, con casaca de terciopelo verde y calzones de lo mismo, a lo marinero, un bonete estrecho y puntiagudo en la cabeza, que no le podía cubrir las sortijas de oro que sus cabellos formaban; Auristela traía toda la gala del setentrión en el vestido, la más bizarra gallardía en el cuerpo y la mayor hermosura del mundo en el rostro. En efeto, todos juntos y cada uno de por sí, causaban espanto y maravilla a quien los miraba; pero sobre todos campeaba la sin par Auristela y el gallardo Periandro.

Llegaron por tierra a Lisboa, rodeados de plebeya y de cortesana gente; lleváronlos al gobernador, que, después de admirado de verlos, no se cansaba de preguntarles quiénes eran, de dónde venían y adónde iban. A lo que respondió Periandro, que ya traía estudiada la respuesta que había de dar a semejantes preguntas, viendo que se la habían de hacer muchas veces:   -fol. 122v-   cuando quería o le parecía que convenía, relataba su historia a lo largo, encubriendo siempre sus padres, de modo que, satisfaciendo a los que le preguntaban, en breves razones cifraba, si no toda, a lo menos gran parte de su historia. Mandólos el visorrey alojar en uno de los mejores alojamientos de la ciudad, que acertó a ser la casa de un magnífico caballero portugués, donde era tanta la gente que concurría para ver a Auristela, de quien sola había salido la fama de lo que había que ver en todos, que fue parecer de Periandro mudasen los trajes de bárbaros en los de peregrinos, porque la novedad de los que traían era la causa principal de ser tan seguidos, que ya parecían perseguidos del vulgo; además, que para el viaje que ellos llevaban de Roma, ninguno le venía más a cuento. Hízose así, y de allí a dos días se vieron peregrinamente peregrinos.

Acaeció, pues, que al salir un día de casa, un hombre portugués se arrojó a los pies de Periandro, llamándole por su nombre, y, abrazándole por las piernas, le dijo:

-¿Qué ventura es ésta, señor Periandro, que la des a esta tierra con tu presencia? No te admires en ver que te nombro por tu nombre, que uno soy de aquellos veinte que cobraron libertad en la abrasada isla Bárbara, donde tú la tenías perdida; halléme a la muerte de Manuel de Sosa Cuitiño, el caballero portugués; apartéme de ti y de los tuyos en el hospedaje donde llegó Mauricio y Ladislao en busca de Transila, esposa del uno y hija del otro; trújome la buena suerte a mi patria; conté aquí a sus parientes la enamorada muerte; creyéronla, y, aunque yo no se la afirmara de vista, la creyeran, por tener casi en costumbre el morir de amores los portugueses; un hermano suyo, que heredó su hacienda, ha hecho sus obsequias, y en una capilla de su linaje, le puso en   -fol. 123r-   una piedra de mármol blanco, como si debajo della estuviera enterrado, un epitafio que quiero que vengáis a ver todos, así como estáis, porque creo que os ha de agradar por discreto y por gracioso.

Por las palabras, bien conoció Periandro que aquel hombre decía verdad; pero, por el rostro, no se acordaba haberle visto en su vida. Con todo eso, se fueron al templo que decía, y vieron la capilla y la losa sobre la cual estaba escrito en lengua portuguesa este epitafio, que leyó casi en castellano Antonio el padre, que decía así:

AQUÍ YACE VIVA LA MEMORIA DEL YA MUERTO
MANUEL DE SOSA COITIÑO, CABALLERO PORTUGUÉS,
QUE, A NO SER PORTUGUÉS, AÚN FUERA VIVO.
NO MURIÓ A LAS MANOS DE NINGÚN CASTELLANO,
SINO A LAS DEL AMOR, QUE TODO LO PUEDE;
PROCURA SABER SU VIDA Y ENVIDIARÁS SU MUERTE,
PASAJERO.

Vio Periandro que había tenido razón el portugués de alabarle el epitafio, en el escribir de los cuales tiene gran primor la nación portuguesa. Preguntó Auristela al portugués qué sentimiento había hecho la monja, dama del muerto, de la muerte de su amante, el cual la respondió que, dentro de pocos días que la supo, pasó desta a mejor vida, o ya por la estrecheza de la que hacía siempre, o ya por el sentimiento del no pensado suceso.

Desde allí se fueron en casa de un famoso pintor, donde ordenó Periandro que, en un lienzo grande, le pintase todos los más principales   -fol. 123v-   casos de su historia: a un lado pintó la Isla Bárbara ardiendo en llamas, y allí junto la isla de la prisión, y un poco más desviado, la balsa o enmaderamiento donde le halló Arnaldo cuando le llevó a su navío; en otra parte estaba la isla Nevada, donde el enamorado portugués perdió la vida; luego la nave que los soldados de Arnaldo taladraron; allí junto pintó la división del esquife y de la barca; allí se mostraba el desafío de los amantes de Taurisa y su muerte; acá estaban serrando por la quilla la nave que había servido de sepultura a Auristela y a los que con ella venían; acullá estaba la agradable isla donde vio en sueños Periandro los dos escuadrones de virtudes y vicios; y allí, junto la nave, donde los peces Náufragos pescaron a los dos marineros y les dieron en su vientre sepultura. No se olvidó de que pintase verse empedrados en el mar helado, el asalto y combate del navío, ni el entregarse a Cratilo; pintó asimismo la temeraria carrera del poderoso caballo, cuyo espanto, de león, le hizo cordero; que los tales con un asombro se amansan; pintó, como en resguño y en estrecho espacio, las fiestas de Policarpo, coronándose a sí mismo por vencedor en ellas; resolutamente, no quedó paso principal en que no hiciese labor en su historia, que allí no pintase, hasta poner la ciudad de Lisboa y su desembarcación en el mismo traje en que habían venido; también se vio en el mismo lienzo arder la isla de Policarpo, a Clodio traspasado con la saeta de Antonio y a Cenotia colgada de una entena; pintóse también la isla de las Ermitas, y a Rutilio con apariencias de santo. Este lienzo se hacía de una recopilación que les escusaba de contar su historia por menudo, porque Antonio el mozo declaraba las pinturas y los sucesos cuando le apretaban a que los dijese. Pero, en lo que más se aventajó el pintor famoso, fue en el retrato de Auristela, en quien   -fol. 124r-   decían se había mostrado a saber pintar una hermosa figura, puesto que la dejaba agraviada, pues a la belleza de Auristela, si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel humano que alcanzase.

Diez días estuvieron en Lisboa, todos los cuales gastaron en visitar los templos y en encaminar sus almas por la derecha senda de su salvación, al cabo de los cuales, con licencia del visorrey y con patentes verdaderas y firmes de quiénes eran y adónde iban, se despidieron del caballero portugués, su huésped, y del hermano del enamorado, Alberto, de quien recibieron grandes caricias y beneficios, y se pusieron en camino de Castilla. Y esta partida fue menester hacerla de noche, temerosos que si de día la hicieran, la gente que les seguiría la estorbara, puesto que la mudanza del traje había hecho ya que amainase la admiración.




ArribaAbajoCapítulo segundo del tercer libro

Peregrinos. Su viaje por España. Sucédenles nuevos y estraños casos


PEDÍAN los tiernos años de Auristela, y los más tiernos de Constanza, con los entreverados de Ricla, coches, estruendo y aparato para el largo viaje en que se ponían; pero la devoción de Auristela, que había prometido de ir a pie hasta Roma, desde la parte do llegase en tierra firme, llevó tras sí las demás devociones; y todos de un parecer, así varones como hembras, votaron el viaje a pie, añadiendo, si fuese necesario, mendigar de puerta en puerta. Con esto cerró la del dar Ricla, y Periandro se escusó de no disponer de la cruz de diamantes que Auristela   -fol. 124v-   traía, guardándola con las inestimables perlas para mejor ocasión. Solamente compraron un bagaje que sobrellevase las cargas que no pudieran sufrir las espaldas; acomodáronse de bordones, que servían de arrimo y defensa, y de vainas de unos agudos estoques. Con este cristiano y humilde aparato salieron de Lisboa, dejándola sola sin su belleza, y pobre sin la riqueza de su discreción, como lo mostraron los infinitos corrillos de gente que en ella se hicieron, donde la fama no trataba de otra cosa sino del estremo de discreción y belleza de los peregrinos estranjeros.

Desta manera, acomodándose a sufrir el trabajo de hasta dos o tres leguas de camino cada día, llegaron a Badajoz, donde ya tenía el Corregidor castellano nuevas de Lisboa, cómo por allí habían de pasar los nuevos peregrinos, los cuales, entrando en la ciudad, acertaron a alojarse en un mesón do se alojaba una compañía de famosos recitantes, los cuales aquella misma noche habían de dar la muestra para alcanzar la licencia de representar en público, en casa del Corregidor. Pero, apenas vieron el rostro de Auristela y el de Constanza, cuando les sobresaltó lo que solía sobresaltar a todos aquellos que primeramente las veían, que era admiración y espanto.

Pero ninguno puso tan en punto el maravillarse, como fue el ingenio de un poeta, que de propósito con los recitantes venía, así para enmendar y remendar comedias viejas, como para hacerlas de nuevo: ejercicio más ingenioso que honrado y más de trabajo que de provecho. Pero la excelencia de la poesía es tan limpia como el agua clara, que a todo lo no limpio aprovecha; es como el sol, que pasa por todas las cosas inmundas sin que se le pegue nada; es habilidad, que tanto vale cuanto se estima; es un rayo que suele salir de donde está encerrado, no abrasando, sino alumbrando; es instrumento acordado que dulcemente alegra los sentidos, y, al paso del deleite, lleva consigo la honestidad   -fol. 125r-   y el provecho. Digo, en fin, que este poeta, a quien la necesidad había hecho trocar los Parnasos con los mesones y las Castalias y las Aganipes con los charcos y arroyos de los caminos y ventas, fue el que más se admiró de la belleza de Auristela, y al momento la marcó en su imaginación y la tuvo por más que buena para ser comedianta, sin reparar si sabía o no la lengua castellana. Contentóle el talle, diole gusto el brío, y en un instante la vistió en su imaginación en hábito corto de varón; desnudóla luego y vistióla de ninfa, y casi al mismo punto la envistió de la majestad de reina, sin dejar traje de risa o de gravedad de que no la vistiese, y en todas se le representó grave, alegre, discreta, aguda, y sobremanera honesta: estremos que se acomodan mal en una farsanta hermosa.

¡Válame Dios, y con cuánta facilidad discurre el ingenio de un poeta y se arroja a romper por mil imposibles! ¡Sobre cuán flacos cimientos levanta grandes quimeras! Todo se lo halla hecho, todo fácil, todo llano, y esto de manera que las esperanzas le sobran cuando la ventura le falta, como lo mostró este nuestro moderno poeta cuando vio descoger acaso el lienzo donde venían pintados los trabajos de Periandro. Allí se vio él en el mayor que en su vida se había visto, por venirle a la imaginación un grandísimo deseo de componer de todos ellos una comedia; pero no acertaba en qué nombre le pondría: si le llamaría comedia, o tragedia, o tragicomedia, porque si sabía el principio, ignoraba el medio y el fin, pues aun todavía iban corriendo las vidas de Periandro y de Auristela, cuyos fines habían de poner nombre a lo que dellos se representase. Pero lo que más le fatigaba era pensar cómo podría encajar un lacayo consejero y gracioso en el mar y entre tantas islas, fuego y nieves; y, con todo esto, no se desesperó de hacer la comedia y de encajar el tal lacayo, a pesar de todas las reglas de la poesía y a despecho del arte cómico. Y,   -fol. 125v-   en tanto que en esto iba y venía, tuvo lugar de hablar a Auristela y de proponerle su deseo y de aconsejarla cuán bien la estaría si se hiciese recitanta. Díjole que, a dos salidas al teatro, le lloverían minas de oro a cuestas, porque los príncipes de aquella edad eran como hechos de alquimia, que llegada al oro, es oro, y llegada al cobre, es cobre; pero que, por la mayor parte, rendían su voluntad a las ninfas de los teatros, a las diosas enteras y a las semideas, a las reinas de estudio y a las fregonas de apariencia; díjole que si alguna fiesta real acertase a hacerse en su tiempo, que se diese por cubierta de faldellines de oro, porque todas o las más libreas de los caballeros habían de venir a su casa rendidas a besarle los pies; representóle el gusto de los viajes, y el llevarse tras sí dos o tres disfrazados caballeros que la servirían tan de criados como de amantes; y, sobre todo, encarecía y puso sobre las nubes la excelencia y la honra que le darían en encargarle las primeras figuras. En fin, le dijo que si en alguna cosa se verificaba la verdad de un antiguo refrán castellano, era en las hermosas farsantas, donde la honra y provecho cabían en un saco.

Auristela le respondió que no había entendido palabra de cuantas le había dicho, porque bien se veía que ignoraba la lengua castellana, y que, puesto que la supiera, sus pensamientos eran otros, que tenían puesta la mira en otros ejercicios, si no tan agradables, a lo menos más convenientes. Desesperóse el poeta con la resoluta respuesta de Auristela; miróse a los pies de su ignorancia, y deshizo la rueda de su vanidad y locura.

Aquella noche fueron a dar la muestra en casa del Corregidor, el cual, como hubiese sabido que la hermosa junta peregrina estaba en la ciudad, los envió a buscar y a convidar viniesen a su casa a ver la comedia, y a recebir en ella muestras del deseo que tenía de servirles, por las que de su valor le habían escrito de Lisboa. Acetólo   -fol. 126r-   Periandro, con parecer de Auristela y de Antonio el padre, a quien obedecían como a su mayor. Juntas estaban muchas damas de la ciudad con la Corregidora, cuando entraron Auristela, Ricla y Constanza, con Periandro y los dos Antonios, admirando, suspendiendo, alborotando la vista de los presentes, que a sentir tales efetos les forzaba la sin par bizarría de los nuevos peregrinos, los cuales, acrecentando con su humildad y buen parecer la benevolencia de los que los recibieron, dieron lugar a que les diesen casi el más honrado en la fiesta, que fue la representación de la fábula de Céfalo y de Pocris, cuando ella, celosa más de lo que debía, y él, con menos discurso que fuera necesario, disparó el dardo que a ella le quitó la vida y a él el gusto para siempre. El verso tocó los estremos de bondad posibles, como compuesto, según se dijo, por Juan de Herrera de Gamboa, a quien por mal nombre llamaron el Maganto, cuyo ingenio tocó asimismo las más altas rayas de la poética esfera. Acabada la comedia, desmenuzaron las damas la hermosura de Auristela parte por parte, y hallaron todas un todo a quien dieron por nombre Perfección sin tacha, y los varones dijeron lo mismo de la gallardía de Periandro, y de recudida se alabó también la belleza de Constanza y la bizarría de su hermano Antonio. Tres días estuvieron en la ciudad, donde en ellos mostró el Corregidor ser caballero liberal, y tener la Corregidora condición de reina, según fueron las dádivas y presentes que hizo a Auristela y a los demás peregrinos, los cuales, mostrándose agradecidos y obligados, prometieron de tener cuenta de darla de sus sucesos, de dondequiera que estuviesen.

Partidos, pues, de Badajoz, se encaminaron a nuestra Señora de Guadalupe, y, habiendo andado tres días y en ellos cinco leguas,   -fol. 126v-   les tomó la noche en un monte poblado de infinitas encinas y de otros rústicos árboles. Tenía suspenso el cielo el curso y sazón del tiempo en la balanza igual de los dos equinoccios: ni el calor fatigaba, ni el frío ofendía, y, a necesidad, tan bien se podía pasar la noche en el campo como en el aldea; y a esta causa, y por estar lejos un pueblo, quiso Auristela que se quedasen en unas majadas de pastores boyeros que a los ojos se les ofrecieron. Hízose lo que Auristela quiso, y, apenas habían entrado por el bosque docientos pasos, cuando se cerró la noche con tanta escuridad que los detuvo, y les hizo mirar atentamente la lumbre de los boyeros, porque su resplandor les sirviese de norte para no errar el camino. Las tinieblas de la noche, y un ruido que sintieron, les detuvo el paso y hizo que Antonio el mozo se apercibiese de su arco, perpetuo compañero suyo. Llegó en esto un hombre a caballo, cuyo rostro no vieron, el cual les dijo:

-¿Sois desta tierra, buena gente?

-No, por cierto -respondió Periandro-, sino de bien lejos della; peregrinos estranjeros somos que vamos a Roma, y primero a Guadalupe.

-Sí, que también -dijo el de a caballo- hay en las estranjeras tierras caridad y cortesía, también hay almas compasivas dondequiera.

-¿Pues no? -respondió Antonio-. Mirad, señor, quienquiera que seáis, si habéis menester algo de nosotros, y veréis cómo sale verdadera vuestra imaginación.

-Tomad -dijo, pues, el caballero-, tomad, señores, esta cadena de oro, que debe de valer docientos escudos, y tomad asimismo esta prenda, que no debe de tener precio, a lo menos yo no se le hallo, y darle heis en la ciudad de Trujillo a uno de dos caballeros que en ella y en todo el mundo son bien conocidos: llámase el uno don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orellana; ambos mozos, ambos libres, ambos ricos y ambos en todo estremo.

  -fol. 127r-  

Y, en esto, puso en las manos de Ricla, que como mujer compasiva se adelantó a tomarlo, una criatura que ya comenzaba a llorar, envuelta ni se supo por entonces si en ricos o en pobres paños.

-Y diréis a cualquiera dellos que la guarden, que presto sabrán quién es, y las desdichas que a ser dichoso le habrán llevado, si llega a su presencia. Y perdonadme, que mis enemigos me siguen, los cuales, si aquí llegaren y preguntaren si me habéis visto, diréis que no, pues os importa poco el decir esto; o si ya os pareciere mejor, decid que por aquí pasaron tres o cuatro hombres de a caballo, que iban diciendo: «¡A Portugal! ¡A Portugal!» Y a Dios quedad, que no puedo detenerme; que, puesto que el miedo pone espuelas, más agudas las pone la honra.

Y, arrimando las que traía al caballo, se apartó como un rayo dellos; pero, casi al mismo punto, volvió el caballero y dijo:

-No está bautizado.

Y tornó a seguir su camino.

Veis aquí a nuestros peregrinos, a Ricla con la criatura en los brazos, a Periandro con la cadena al cuello, a Antonio el mozo sin dejar de tener flechado el arco, y al padre en postura de desenvainar el estoque, que de bordón le servía, y a Auristela confusa y atónita del estraño suceso, y a todos juntos admirados del estraño acontecimiento, cuya salida fue por entonces que aconsejó Auristela que, como mejor pudiesen, llegasen a la majada de los boyeros, donde podría ser hallasen remedios para sustentar aquella recién nacida criatura, que, por su pequeñez y la debilidad de su llanto, mostraba ser de pocas horas nacida. Hízose así; y apenas llegaron a la majada de los pastores, a costa de muchos tropiezos y caídas, cuando, antes que los peregrinos les preguntasen si eran servidos de darles alojamiento aquella noche, llegó a la majada una mujer llorando, triste, pero no reciamente, porque   -fol. 127v-   mostraba en sus gemidos que se esforzaba a no dejar salir la voz del pecho. Venía medio desnuda, pero las ropas que la cubrían eran de rica y principal persona. La lumbre y luz de las hogueras, a pesar de la diligencia que ella hacía para encubrirse el rostro, la descubrieron, y vieron ser tan hermosa como niña, y tan niña como hermosa, puesto que Ricla, que sabía más de edades, la juzgó por de diez y seis a diez y siete años.

Preguntáronle los pastores si la seguía alguien, o si tenía otra necesidad que pidiese presto remedio. A lo que respondió la dolorosa muchacha:

-Lo primero, señores, que habéis de hacer, es ponerme debajo de la tierra; quiero decir, que me encubráis de modo que no me halle quien me buscare. Lo segundo, que me deis algún sustento, porque desmayos me van acabando la vida.

-Nuestra diligencia -dijo un pastor viejo- mostrará que tenemos caridad.

Y, aguijando con presteza a un hueco de un árbol que en una valiente encina se hacía, puso en él algunas pieles blandas de ovejas y cabras, que entre el ganado mayor se criaban; hizo un modo de lecho, bastante por entonces a suplir aquella necesidad precisa; tomó luego a la mujer en los brazos y encerróla en el hueco, adonde le dio lo que pudo, que fueron sopas en leche, y le dieran vino, si ella quisiera beberlo; colgó luego delante del hueco otras pieles, como para enjugarse.

Ricla, viendo hecho esto, habiendo conjeturado que aquélla, sin duda, debía de ser la madre de la criatura que ella tenía, se llegó al pastor caritativo, diciéndole:

-No pongáis, buen señor, término a vuestra caridad, y usalda con esta criatura que tengo en los brazos, antes que perezca de hambre.

Y en breves razones le contó cómo se le habían dado.

Respondióla el pastor a la intención, y no a sus razones, llamando   -fol. 128r-   a uno de los demás pastores, a quien mandó que, tomando aquella criatura, la llevase al aprisco de las cabras y hiciese de modo como de alguna dellas tomase el pecho. Apenas hubo hecho esto, y tan apenas que casi se oían los últimos acentos del llanto de la criatura, cuando llegaron a la majada un tropel de hombres a caballo, preguntando por la mujer desmayada y por el caballero de la criatura; pero, como no les dieron nuevas ni noticia de lo que pedían, pasaron con estraña priesa adelante, de que no poco se alegraron sus remediadores. Y aquella noche pasaron con más comodidad que los peregrinos pensaron, y con más alegría de los ganaderos, por verse tan bien acompañados.




ArribaAbajoCapítulo tercero del tercer libro

La doncella encerrada en el árbol: de quién era


PREÑADA estaba la encina -digámoslo así-; preñadas estaban las nubes, cuya escuridad la puso en los ojos de los que por la prisionera del árbol preguntaron; pero al compasivo pastor, que era mayoral del hato, ninguna cosa le pudo turbar para que dejase de acudir a proveer lo que fuese necesario al recebimiento de sus huéspedes: la criatura tomó los pechos de la cabra; la encerrada, el rústico sustento; y los peregrinos, el nuevo y agradable hospedaje.

Quisieron todos saber luego qué causas habían traído allí a la lastimada y al parecer fugitiva, y a la desamparada criatura; pero fue parecer de Auristela que no le preguntasen nada hasta el venidero día, porque los sobresaltos   -fol. 128v-   no suelen dar licencia a la lengua, aun a que cuente venturas alegres, cuanto más desdichas tristes; y, puesto que el anciano pastor visitaba a menudo el árbol, no preguntaba nada al depósito que tenía, sino solamente por su salud; y fuele respondido que, aunque tenía mucha ocasión para no tenerla, le sobraría como ella se viese libre de los que la buscaban, que era su padre y hermanos. Cubrióla y encubrióla el pastor, y dejóla, y volvióse a los peregrinos, que aquella noche la pasaron con más claridad de las hogueras y fuegos de los pastores que con aquélla que ella les concedía; y, antes que el cansancio les obligase a entregar los sentidos al sueño, quedó concertado que el pastor que había llevado la criatura a procurar que las cabras fuesen sus amas, la llevase y entregase a una hermana del anciano ganadero, que, casi dos leguas de allí, en una pequeña aldea, vivía. Diéronle que llevase la cadena, con orden de darla a criar en la misma aldea, diciendo ser de otra algo apartada. Todo esto se hizo así, con que se aseguraron y apercibieron a desmentir las espías, si acaso volviesen, o viniesen otras de nuevo, a buscar los perdidos; a lo menos, los que perdidos parecían. En tratar desto y en satisfacer la hambre y en un breve rato que se apoderó de sus ojos el sueño y de sus lenguas el silencio, se pasó el de la noche, y se vino a más andar el día, alegre para todos, si no para la temerosa que, encerrada en el árbol, apenas osaba ver del sol la claridad hermosa.

Con todo eso, habiendo puesto primero, cerca y lejos del rebaño, de trecho en trecho, centinelas que avisasen si alguna gente venía, la sacaron del árbol para que le diese el aire, y para saber della lo que deseaban; y con la luz del día vieron que la de su rostro era admirable, de modo que puso en duda a cuál darían, della y de Constanza, después de Auristela, el segundo lugar de hermosa; porque dondequiera   -fol. 129r-   se llevó el primero Auristela, a quien no quiso dar igual la naturaleza.

Muchas preguntas le hicieron y muchos ruegos precedieron antes, todos encaminados a que su suceso les contase, y ella, de puro cortés y agradecida, pidiendo licencia a su flaqueza, con aliento debilitado así comenzó a decir:

-Puesto, señores, que, en lo que deciros quiero, tengo de descubrir faltas que me han de hacer perder el crédito de honrada, todavía quiero más parecer cortés por obedeceros, que desagradecida por no contentaros. «Mi nombre es Feliciana de la Voz; mi patria, una villa no lejos de este lugar; mis padres son nobles mucho más que ricos; y mi hermosura, en tanto que no ha estado tan marchita como agora, ha sido de algunos estimada y celebrada. Junto a la villa que me dio el cielo por patria vivía un hidalgo riquísimo, cuyo trato y cuyas muchas virtudes le hacían ser caballero en la opinión de las gentes. Éste tiene un hijo que desde agora muestra ser tan heredero de las virtudes de su padre, que son muchas, como de su hacienda, que es infinita. Vivía, ansimismo, en la misma aldea un caballero con otro hijo suyo, más nobles que ricos, en una tan honrada medianía, que ni los humillaba ni los ensoberbecía. Con este segundo mancebo noble ordenaron mi padre y dos hermanos que tengo de casarme, echando a las espaldas los ruegos con que me pedía por esposa el rico hidalgo; pero yo, a quien los cielos guardaban para esta desventura en que me veo, y para otras en que pienso verme, me di por esposa al rico, y yo me le entregué por suya a hurto de mi padre y de mis hermanos, que madre no la tengo, por mayor desgracia mía. Vímonos muchas veces solos y juntos, que para semejantes casos nunca la ocasión vuelve las espaldas; antes, en la mitad de las imposibilidades, ofrece su guedeja.

  -fol. 129v-  

»Destas juntas y destos hurtos amorosos se acortó mi vestido y creció mi infamia, si es que se puede llamar infamia la conversación de los desposados amantes. En este tiempo, sin hacerme sabidora, concertaron mi padre y hermanos de casarme con el mozo noble; con tanto deseo de efetuarlo que anoche le trajeron a casa, acompañado de dos cercanos parientes suyos, con propósito de que luego luego nos diésemos las manos. Sobresaltéme cuando vi entrar a Luis Antonio (que éste es el nombre del mancebo noble), y más me admiré cuando mi padre me dijo que me entrase en mi aposento y me aderezase algo más de lo ordinario, porque en aquel punto había de dar la mano de esposa a Luis Antonio. Dos días había que había entrado en los términos que la naturaleza pide en los partos, y, con el sobresalto y no esperada nueva, quedé como muerta; y, diciendo entraba a aderezarme a mi aposento, me arrojé en los brazos de una mi doncella, depositaria de mis secretos, a quien dije, hechos fuentes mis ojos: "¡Ay, Leonora mía, y cómo creo que es llegado el fin de mis días! Luis Antonio está en esa antesala, esperando que yo salga a darle la mano de esposa. Mira si es este trance riguroso, y la más apretada ocasión en que pueda verse una mujer desdichada. Pásame, hermana mía, si tienes con qué, este pecho; salga primero mi alma destas carnes, que no la desvergüenza de mi atrevimiento. ¡Ay, amiga mía, que me muero, que se me acaba la vida!" Y, diciendo esto, y dando un gran suspiro, arrojé una criatura en el suelo, cuyo nunca visto caso suspendió a mi doncella, y a mí me cegó el discurso de manera que, sin saber qué hacer, estuve esperando a que mi padre o mis hermanos entrasen, y, en lugar de sacarme a desposar, me sacasen a la sepultura.»

Aquí llegaba Feliciana de su cuento, cuando vieron que las centinelas que habían puesto para asegurarse hacían señal   -fol. 130r-   de que venía gente, y con diligencia no vista, el pastor anciano quería volver a depositar a Feliciana en el árbol, seguro asilo de su desgracia; pero, habiendo vuelto las centinelas a decir que se asegurasen, porque un tropel de gente que habían visto, cruzaba por otro camino, todos se aseguraron, y Feliciana de la Voz volvió a su cuento, diciendo:

-«Considerad, señores, el apretado peligro en que me vi anoche: el desposado en la sala, esperándome, y el adúltero, si así se puede decir, en un jardín de mi casa, atendiéndome para hablarme, ignorante del estrecho en que yo estaba, y de la venida de Luis Antonio; yo, sin sentido, por el no esperado suceso; mi doncella turbada, con la criatura en los brazos; mi padre y hermanos dándome priesa que saliese a los desdichados desposorios. Aprieto fue éste que pudiera derribar a más gallardos entendimientos que el mío, y oponerse a toda buena razón y buen discurso. No sé qué os diga más, sino que sentí, estando sin sentido, que entró mi padre, diciendo: "Acaba, muchacha; sal comoquiera que estuvieres, que tu hermosura suplirá tu desnudez y te servirá de riquísimas galas". Diole, a lo que creo, en esto, a los oídos el llanto de la criatura, que mi doncella, a lo que imagino, debía de ir a poner en cobro, o a dársela a Rosanio, que este es el nombre del que yo quise escoger por esposo. Alborotóse mi padre, y con una vela en la mano me miró el rostro, y coligió por mi semblante, mi sobresalto y mi desmayo. Volvióle a herir en los oídos el eco del llanto de la criatura, y, echando mano a la espada, fue siguiendo adonde la voz le llevaba. El resplandor del cuchillo me dio en la turbada vista, y el miedo en la mitad del alma; y, como sea natural cosa el desear conservar la vida cada uno, del temor de perderla salió en mí el ánimo de remediarla; y, apenas hubo mi padre vuelto las espaldas, cuando yo, así como estaba, bajé por un caracol a unos aposentos   -fol. 130v-   bajos de mi casa, y de ellos con facilidad me puse en la calle, y de la calle en el campo, y del campo en no sé qué camino; y, finalmente, aguijada del miedo y solicitada del temor, como si tuviera alas en los pies, caminé más de lo que prometía mi flaqueza. Mil veces estuve para arrojarme en el camino de algún ribazo, que me acabara con acabarme la vida, y otras tantas estuve por sentarme o tenderme en el suelo, y dejarme hallar de quien me buscase; pero, alentándome la luz de vuestras cabañas, procuré llegar a ellas a buscar descanso a mi cansancio, y si no remedio, algún alivio a mi desdicha. Y así llegué como me vistes, y así me hallo como me veo, merced a vuestra caridad y cortesía. Esto es, señores míos, lo que os puedo contar de mi historia, cuyo fin dejo al cielo, y le remito en la tierra a vuestros buenos consejos.»

Aquí dio fin a su plática la lastimada Feliciana de la Voz, con que puso en los oyentes admiración y lástima en un mismo grado. Periandro contó luego el hallazgo de la criatura, la dádiva de la cadena, con todo aquello que le había sucedido con el caballero que se la dio.

-¡Ay! -dijo Feliciana-. ¿Si es por ventura esa prenda mía? ¿Y si es Rosanio el que la trajo? Y si yo la viese, si no por el rostro, pues nunca le he visto, quizá por los paños en que viene envuelta sacaría a luz la verdad de las tinieblas de mi confusión; porque mi doncella, no apercebida, ¿en qué la podía envolver, sino en paños que estuviesen en el aposento, que fuesen de mí conocidos? Y, cuando esto no sea, quizá la sangre hará su oficio, y por ocultos sentimientos le dará a entender lo que me toca.

A lo que respondió el pastor:

-La criatura está ya en mi aldea en poder de una hermana y de una sobrina mía; yo haré que ellas mismas nos la traigan hoy aquí, donde podrás, hermosa Feliciana, hacer las esperiencias que deseas. En tanto, sosiega, señora, el espíritu, que mis pastores y este árbol servirán de nubes que se opongan a los ojos que te buscaren.



  -fol. 131r-  

ArribaAbajoCapítulo cuarto del tercero libro

-PARÉCEME hermano mío -dijo Auristela a Periandro-, que los trabajos y los peligros no solamente tienen jurisdición en el mar, sino en toda la tierra; que las desgracias e infortunios, así se encuentran sobre los levantados sobre los montes como con los escondidos en sus rincones. Esta que llaman Fortuna, de quien yo he oído hablar algunas veces, de la cual se dice que quita y da los bienes cuando, como y a quien quiere, sin duda alguna debe de ser ciega y antojadiza, pues, a nuestro parecer, levanta los que habían de estar por el suelo, y derriba los que están sobre los montes de la luna. No sé, hermano, lo que me voy diciendo, pero sé que quiero decir que no es mucho que nos admire ver a esta señora, que dice que se llama Feliciana de la Voz, que apenas la tiene para contar sus desgracias. Contémplola yo pocas horas ha en su casa, acompañada de su padre, hermanos y criados, esperando poner con sagacidad remedio a sus arrojados deseos; y agora puedo decir que la veo escondida en lo hueco de un árbol, temiendo los mosquitos del aire, y aun las lombrices de la tierra. Bien es verdad que la suya no es caída de príncipes, pero es un caso que puede servir de ejemplo a las recogidas doncellas que le quisieren dar bueno de sus vidas. Todo esto me mueve a suplicarte, ¡oh hermano!, mires por mi honra, que, desde el punto que salí del poder de mi padre y del de tu madre, la deposité en tus manos; y, aunque la esperiencia, con certidumbre grandísima, tiene acreditada tu bondad, ansí en la soledad de los desiertos como en la compañía de las ciudades, todavía temo que la mudanza de las horas no mude los   -fol. 131v-   que de suyo son fáciles pensamientos. A ti te va; mi honra es la tuya; un solo deseo nos gobierna y una misma esperanza nos sustenta; el camino en que nos hemos puesto es largo, pero no hay ninguno que no se acabe, como no se le oponga la pereza y la ociosidad; ya los cielos, a quien doy mil gracias por ello, nos ha traído a España sin la compañía peligrosa de Arnaldo; ya podemos tender los pasos seguros de naufragios, de tormentas y de salteadores, porque, según la fama que, sobre todas las regiones del mundo, de pacífica y de santa tiene ganada España, bien nos podemos prometer seguro viaje.

-¡Oh hermana -respondió Periandro-, y cómo por puntos vas mostrando los estremados de tu discreción! Bien veo que temes como mujer y que te animas como discreta. Yo quisiera, por aquietar tus bien nacidos recelos, buscar nuevas esperiencias que me acreditasen contigo; que, puesto que las hechas pueden convertir el temor en esperanza, y la esperanza en firme seguridad, y desde luego en posesión alegre, quisiera que nuevas ocasiones me acreditaran. En el rancho destos pastores no nos queda qué hacer, ni en el caso de Feliciana podemos servir más que de compadecernos de ella; procuremos llevar esta criatura a Trujillo, como nos lo encargó el que con ella nos dio la cadena, al parecer, por paga.

En esto estaban los dos, cuando llegó el pastor anciano con su hermana y con la criatura, que había enviado por ella a la aldea, por ver si Feliciana la reconocía, como ella lo había pedido. Lleváronsela, miróla y remiróla, quitóle las fajas; pero en ninguna cosa pudo conocer ser la que había parido, ni aun, lo que más es de considerar, el natural cariño no le movía los pensamientos a reconocer el niño; que era varón el recién nacido.

-No -decía Feliciana-, no son estas las mantillas que mi doncella tenía diputadas para envolver lo que de mí naciese, ni esta cadena   -fol. 132r-   -que se la enseñaron- la vi yo jamás en poder de Rosanio. De otra debe ser esta prenda, que no mía; que, a serlo, no fuera yo tan venturosa, teniéndola una vez perdida, tornar a cobrarla; aunque yo oí decir muchas veces a Rosanio que tenía amigos en Trujillo; pero de ningu[no] me acuerdo el nombre.

-Con todo eso -dijo el pastor-, que, pues el que dio la criatura mandó que la llevasen a Trujillo, sospecho que el que la dio a estos peregrinos fue Rosanio, y así, soy de parecer, si es que en ello os hago algún servicio, que mi hermana, con la criatura y con otros dos destos mis pastores, se ponga en camino de Trujillo, a ver si la reciben alguno de esos dos caballeros a quien va dirigida.

A lo que Feliciana respondió con sollozos y con arrojarse a los pies del pastor, abrazándolos estrechamente: señales que la dieron de que aprobaba su parecer. Todos los peregrinos le aprobaron asimismo, y con darle la cadena lo facilitaron todo.

Sobre una de las bestias del hato se acomodó la hermana del pastor, que estaba recién parida, como se ha dicho, con orden que se pasase por su aldea, y dejase en cobro su criatura, y con la otra se partiese a Trujillo; que los peregrinos, que iban a Guadalupe, con más espacio la seguirían. Todo se hizo como lo pensaron, y luego, porque la necesidad del caso no admitía tardanza alguna.

Feliciana callaba, y con silencio se mostraba agradecida a los que tan de veras sus cosas tomaban a su cargo. Añadióse a todo esto que Feliciana, habiendo sabido cómo los peregrinos iban a Roma, aficionada a la hermosura y discreción de Auristela, a la cortesía de Periandro, a la amorosa conversación de Constanza y de Ricla, su madre, y al agradable trato de los dos Antonios, padre y hijo (que todo lo miró, notó y ponderó en aquel poco espacio que los había comunicado), y lo principal por volver las espaldas a la tierra donde quedaba enterrada   -fol. 132v-   su honra, pidió que consigo la llevasen como peregrina a Roma; que, pues había sido peregrina en culpas, quería procurar serlo en gracias, si el cielo se las concedía, en que con ellos la llevasen. Apenas descubrió su pensamiento, cuando Auristela acudió a satisfacer su deseo, compasiva y deseosa de sacar a Feliciana de entre los sobresaltos y miedos que la perseguían. Sólo dificultó el ponerla en camino estando tan recién parida, y así se lo dijo; pero el anciano pastor dijo que no había más diferencia del parto de una mujer que del de una res, y que, así como la res, sin otro regalo alguno, después de su parto, se quedaba a las inclemencias del cielo, ansí la mujer podía, sin otro regalo alguno, acudir a sus ejercicios; sino que el uso había introducido entre las mujeres los regalos y todas aquella prevenciones que suelen hacer con las recién paridas.

-Yo seguro -dijo más- que cuando Eva parió el primer hijo, que no se echó en el lecho, ni se guardó del aire, ni usó de los melindres que agora se usan en los partos. Esforzaos, señora Feliciana, y seguid vuestro intento, que desde aquí le apruebo casi por santo, pues es tan cristiano.

A lo que añadió Auristela:

-No quedará por falta de hábito de peregrina, que mi cuidado me hizo hacer dos cuando hice éste, el cual daré yo a la señora Feliciana de la Voz, con condición que me diga qué misterio tiene el llamarse de la Voz, si ya no es el de su apellido.

-No me le ha dado -respondió Feliciana- mi linaje, sino el ser común opinión de todos cuantos me han oído cantar, que tengo la mejor voz del mundo: tanto que por excelencia me llaman comúnmente Feliciana de la Voz; y, a no estar en tiempo más de gemir que de cantar, con facilidad os mostrara esta verdad; pero si los tiempos se mejoran y dan lugar a que mis lágrimas se enjuguen, yo cantaré, si no canciones alegres, a lo menos endechas tristes,   -fol. 133r-   que cantándolas encanten y llorándolas alegren.

Por esto que Feliciana dijo, nació en todos un deseo de oírla cantar luego luego, pero no osaron rogárselo, porque, como ella había dicho, los tiempos no lo permitían. Otro día se despojó Feliciana de los vestidos no necesarios que traía, y se cubrió con los que le dio Auristela de peregrina; quitóse un collar de perlas y dos sortijas; que si los adornos son parte para acreditar calidades, estas piezas pudieran acreditarla de rica y noble. Tomólas Ricla, como tesorera general de la hacienda de todos, y quedó Feliciana segunda peregrina, como primera Auristela, y tercera Constanza, aunque este parecer se dividió en pareceres, y algunos le dieron el segundo lugar a Constanza, que el primero no hubo hermosura en aquella edad que a la de Auristela se le quitase.

Apenas se vio Feliciana el nuevo hábito, cuando le nacieron alientos nuevos y deseos de ponerse en camino. Conoció esto Auristela, y, con consentimiento de todos, despidiéndose del pastor caritativo y de los demás de la majada, se encaminaron a Cáceres, hurtando el cuerpo con su acostumbrado paso al cansancio; y si alguna vez alguna de las mujeres le tenía, le suplía el bagaje, donde iba el repuesto, o ya el margen de algún arroyuelo o fuente do se sentaban, o la verdura de algún prado que a dulce reposo las convidaba; y así, andaban a una con ellos el reposo y el cansancio, junto con la pereza y la diligencia: la pereza, en caminar poco; la diligencia, en caminar siempre. Pero, como por la mayor parte nunca los buenos deseos llegan a fin dichoso sin estorbos que los impidan, quiso el cielo que el de este hermoso escuadrón, que, aunque dividido en todos, era sólo uno en la intención, fuese impedido con el estorbo que agora oiréis.

Dábales asiento la verde yerba de un deleitoso pradecillo; refrescábales los rostros el   -fol. 133v-   agua clara y dulce de un pequeño arroyuelo que por entre las yerbas corría; servíanles de muralla y de reparo muchas zarzas y cambroneras, que casi por todas partes los rodeaba: sitio agradable y necesario para su descanso, cuando, de improviso, rompiendo por las intricadas matas, vieron salir al verde sitio un mancebo vestido de camino, con una espada hincada por las espaldas, cuya punta le salía al pecho. Cayó de ojos, y al caer dijo:

-¡Dios sea conmigo!

Y el fin desta palabra y el arrancársele el alma fue todo a un tiempo; y, aunque todos con el estraño espectáculo se levantaron alborotados, el que primero llegó a socorrerle fue Periandro, y, por hallarle ya muerto, se atrevió a sacar la espada. Los dos Antonios saltaron las zarzas, por ver si verían quién hubiese sido el cruel y alevoso homicida; que, por ser la herida por las espaldas, se mostraba que traidoras manos la habían hecho. No vieron a nadie, volviéronse a los demás, y la poca edad del muerto y su gallardo talle y parecer les acrecentó la lástima. Miráronle todo, y halláronle, debajo de una ropilla de terciopelo pardo, sobre el jubón puesta una cadena de cuatro vueltas de menudos eslabones de oro, de la cual pendía un devoto crucifijo, asimismo de oro; allá entre el jubón y la camisa le hallaron, dentro de una caja de ébano ricamente labrada, un hermosísimo retrato de mujer, pintado en la lisa tabla, alrededor del cual, de menudísima y clara letra, vieron que traía escritos estos versos:


    Yela, enciende, mira y habla:
¡milagros de hermosura,
que tenga vuestra figura
tanta fuerza en una tabla!

Por estos versos conjeturó Periandro, que los leyó   -fol. 134r-   primero, que de causa amorosa debía de haber nacido su muerte. Miráronle las faldriqueras y escudriñáronle todos, pero no hallaron cosa que les diese indicio de quién era. Y, estando haciendo este escrutinio, parecieron, como si fueran llovidos, cuatro hombres con ballestas armadas, por cuyas insignias conoció luego Antonio el padre que eran cuadrilleros de la Santa Hermandad, uno de los cuales dijo a voces:

-¡Teneos, ladrones, homicidas y salteadores! ¡No le acabéis de despojar, que a tiempo sois venidos en que os llevaremos adonde paguéis vuestro pecado!

-Eso no, bellacos -respondió Antonio el mozo-: aquí no hay ladrón ninguno, porque todos somos enemigos de los que lo son.

-Bien se os parece, por cierto -replicó el cuadrillero-, el hombre muerto, sus despojos en vuestro poder, y su sangre en vuestras manos, que sirve de testigos vuestra maldad. Ladrones sois, salteadores sois, homicidas sois; y, como tales ladrones, salteadores y homicidas, presto pagaréis vuestros delitos, sin que os valga la capa de virtud cristiana con que procuráis encubrir vuestras maldades, vistiéndoos de peregrinos.

A esto le dio respuesta Antonio el mozo con poner una flecha en su arco y pasarle con ella un brazo, puesto que quisiera pasarle de parte a parte el pecho. Los demás cuadrilleros, o escarmentados del golpe, o por hacer la prisión más al seguro, volvieron las espaldas, y, entre huyendo y esperando, a grandes voces apellidaron:

-¡Aquí de la Santa Hermandad! ¡Favor a la Santa Hermandad!

Y mostróse ser santa la hermandad que apellidaban, porque en un instante, como por milagro, se juntaron más de veinte cuadrilleros, los cuales, encarando sus ballestas y sus saetas a los que no se defendían, los prendieron y aprisionaron, sin respetar la belleza de Auristela ni las demás peregrinas, y con el cuerpo del muerto los llevaron a Cáceres, cuyo Corregidor era un   -fol. 134v-   caballero del hábito de Santiago, el cual, viendo el muerto y el cuadrillero herido, y la información de los demás cuadrilleros, con el indicio de ver ensangrentado a Periandro, con el parecer de su teniente, quisiera luego ponerlos a cuestión de tormento, puesto que Periandro se defendía con la verdad, mostrándole en su favor los papeles que para seguridad de su viaje y licencia de su camino había tomado en Lisboa. Mostróle asimismo el lienzo de la pintura de su suceso, que la relató y declaró muy bien Antonio el mozo, cuyas pruebas hicieron poner en opinión la ninguna culpa que los peregrinos tenían. Ricla, la tesorera, que sabía muy poco o nada de la condición de escribanos y procuradores, ofreció a uno, de secreto, que andaba allí en público, dando muestras de ayudarles, no sé qué cantidad de dineros porque tomase a cargo su negocio. Lo echó a perder del todo, porque, en oliendo los sátrapas de la pluma que tenían lana los peregrinos, quisieron trasquilarlos, como es uso y costumbre, hasta los huesos, y sin duda alguna fuera así, si las fuerzas de la inocencia no permitiera el cielo que sobrepujaran a las de la malicia.

Fue el caso, pues, que un huésped, o mesonero del lugar, habiendo visto el cuerpo muerto que habían traído y reconocídole muy bien, se fue al Corregidor y le dijo:

-Señor, este hombre que han traído muerto los cuadrilleros, ayer de mañana partió de mi casa, en compañía de otro, al parecer, caballero. Poco antes que se partiese, se encerró conmigo en mi aposento, y con recato me dijo: «Señor huésped, por lo que debéis a ser cristiano, os ruego que, si yo no vuelvo por aquí dentro de seis días, abráis este papel que os doy, delante de la justicia». Y, diciendo esto, me dio éste que entrego a vuesa merced, donde imagino que debe de venir alguna cosa que toque a este tan estraño suceso.

  -fol. 135r-  

Tomó el papel el Corregidor, y, abriéndole, vio que en él estaban escritas estas mismas razones:

Yo, don Diego de Parraces, salí de la corte de su Majestad tal día (y venía puesto el día), en compañía de don Sebastián de Soranzo, mi pariente, que me pidió que le acompañase en cierto viaje donde le iba la honra y la vida. Yo, por no querer hacer verdaderas ciertas sospechas falsas que de mí tenía, fiándome en mi inocencia, di lugar a su malicia, y acompañéle. Creo que me lleva a matar; si esto sucediere, y mi cuerpo se hallare, sépase que me mataron a traición, y que morí sin culpa.

Y firmaba: DON DIEGO DE PARRACES.

Este papel, a toda diligencia, despachó el Corregidor a Madrid, donde con la justicia se hicieron las diligencias posibles buscando al matador, el cual llegó a su casa la misma noche que le buscaban; y, entreoyendo el caso, sin apearse de la cabalgadura, volvió las riendas, y nunca más pareció. Quedóse el delito sin castigo, el muerto se quedó por muerto, quedaron libres los prisioneros, y la cadena que tenía Ricla se deseslabonó para gastos de justicia; el retrato se quedó para gustos de los ojos del Corregidor, satisfízose la herida del cuadrillero, volvió Antonio el mozo a relatar el lienzo, y, dejando admirado al pueblo y habiendo estado en él todo este tiempo de las averiguaciones Feliciana de la Voz en el lecho, fingiendo estar enferma, por no ser vista, se partieron la vuelta de Guadalupe, cuyo camino entretuvieron tratando del caso estraño, y deseando que sucediese ocasión donde se cumpliese el deseo que tenían de oír cantar a Feliciana, la cual sí cantará, pues no hay dolor que no se mitigue con el tiempo o se acabe con acabar la vida; pero, por guardar ella a su desgracia el decoro que a sí misma debía, sus cantos eran lloros, y su voz gemidos. Éstos   -fol. 135v-   se aplacaron un tanto con haber topado en el camino la hermana del compasivo pastor, que volvía de Trujillo, donde dijo que dejaba el niño en poder de don Francisco Pizarro y de don Juan de Orellana, los cuales habían conjeturado no poder ser de otro aquella criatura sino de su amigo Rosanio, según el lugar donde le hallaron, pues por todos aquellos contornos no tenían ellos algún conocido que aventurase a fiarse de ellos.

-Sea, en fin, lo que fuere -dijo la labradora-, dijeron ellos, que no ha de quedar defraudado de sus buenos pensamientos el que se ha fiado de nosotros. Ansí que, señores, el niño queda en Trujillo en poder de los que he dicho; si algo me queda que hacer por serviros, aquí estoy con la cadena, que aún no me he deshecho de ella, pues la que me pone a la voluntad el ser yo cristiana, me enlaza y me obliga a más que la de oro.

A lo que respondió Feliciana que la gozase muchos años, sin que se le ofreciese necesidad de deshacella, pues las ricas prendas de los pobres no permanecen largo tiempo en sus casas, porque, o se empeñan, para no quitarse, o se venden, para nunca volverlas a comprar.

La labradora se despidió aquí, [l]e dieron mil encomiendas para su hermano y los demás pastores, y nuestros peregrinos llegaron poco a poco a las santísimas tierras de Guadalupe.




ArribaAbajoCapítulo quinto del tercero libro

APENAS hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en una de las dos entradas que guían al valle que forman y cierran las altísimas sierras de Guadalupe, cuando, con cada paso que daban, nacían en sus corazones nuevas ocasiones de admirarse; pero allí   -fol. 136r-   llegó la admiración a su punto, cuando vieron el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos; la santísima imagen, otra vez, que es libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus pasiones; la santísima imagen que es salud de las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de los huérfanos y reparo de las desgracias. Entraron en su templo, y donde pensaron hallar por sus paredes, pendientes por adorno, las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados de Milán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos, ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron los mancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todos después de haber caído en el suelo de las miserias, ya vivos, ya sanos, ya libres y ya contentos, merced a la larga misericordia de la Madre de las misericordias, que en aquel pequeño lugar hace campear a su benditísimo Hijo con el escuadrón de sus infinitas misericordias. De tal manera hizo aprehensión estos milagrosos adornos en los corazones de los devotos peregrinos, que volvieron los ojos a todas las partes del templo, y les parecía ver venir por el aire volando los cautivos envueltos en sus cadenas a colgarlas de las santas murallas, y a los enfermos arrastrar las muletas, y a los muertos mortajas, buscando lugar donde ponerlas, porque ya en el sacro templo no cabían: tan grande es la suma que las paredes ocupan.

Esta novedad, no vista hasta entonces de Periandro ni de Auristela, ni menos de Ricla, de Constanza ni de Antonio, los tenía como asombrados, y no se hartaban de mirar lo que veían, ni de admirar lo que imaginaban; y así, con devotas y cristianas muestras, hincados de rodillas, se pusieron a adorar a Dios Sacramentado y a suplicar a su santísima Madre que, en crédito y honra de aquella imagen,   -fol. 136v-   fuese servida de mirar por ellos. Pero lo que más es de ponderar fue que, puesta de hinojos y las manos puestas y junto al pecho, la hermosa Feliciana de la Voz, lloviendo tiernas lágrimas, con sosegado semblante, sin mover los labios ni hacer otra demostración ni movimiento que diese señal de ser viva criatura, soltó la voz a los vientos, y levantó el corazón al cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memoria, los cuales dio después por escrito, con que suspendió los sentidos de cuantos la escuchaban, y acreditó las alabanzas que ella misma de su voz había dicho, y satisfizo de todo en todo los deseos que sus peregrinos tenían de escucharla.

Cuatro estancias había cantado, cuando entraron por la puerta del templo unos forasteros, a quien la devoción y la costumbre puso luego de rodillas, y la voz de Feliciana, que todavía cantaba, puso también en admiración; y uno de ellos que de anciana edad parecía, volviéndose a otro que estaba a su lado, y díjole:

-O aquella voz es de algún ángel de los confirmados en gracia, o es de mi hija Feliciana de la Voz.

-¿Quién lo duda? -respondió el otro-. Ella es, y la que no será, si no yerra el golpe éste mi brazo.

Y, diciendo esto, echó mano a una daga, y, con descompasados pasos, perdido el color y turbado el sentido, se fue hacia donde Feliciana estaba.

El venerable anciano se arrojó tras él, y le abrazó por las espaldas, diciéndole:

-No es éste, ¡oh hijo!, teatro de miserias ni lugar de castigos. Da tiempo al tiempo, que, pues no se nos puede huir esta traidora, no te precipites, y, pensando castigar el ajeno delito, te eches sobre ti la pena de la culpa propia.

Estas razones y alboroto selló la boca de Feliciana y alborotó a los peregrinos y a todos cuantos en el templo estaban, los cuales no fueron parte para que su padre y hermano de Feliciana no la sacasen del templo a la calle, donde, en un instante, se juntó casi toda la gente del pueblo con la   -fol. 137r-   justicia, que se la quitó a los que parecían más verdugos que hermano y padre. Estando en esta confusión, el padre dando voces por su hija, y su hermano por su hermana, y la justicia defendiéndola hasta saber el caso, por una parte de la plaza entraron hasta seis de a caballo, que los dos de ellos fueron luego conocidos de todos, por ser el uno don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orellana, los cuales, llegándose al tumulto de la gente, y con ellos otro caballero que con un velo de tafetán negro traía cubierto el rostro, preguntaron la causa de aquellas voces. Fueles respondido que no se sabía otra cosa sino que la justicia quería defender aquella peregrina a quien querían matar dos hombres que decían ser su hermano y su padre.

Esto estaban oyendo don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana, cuando el caballero embozado, arrojándose del caballo abajo sobre quien venía, poniendo mano a su espada y descubriéndose el rostro, se puso al lado de Feliciana y a grandes voces dijo:

-En mí, en mí debéis, señores, tomar la enmienda del pecado de Feliciana, vuestra hija, si es tan grande que merezca muerte el casarse una doncella contra la voluntad de sus padres. Feliciana es mi esposa, y yo soy Rosanio, como veis, no de tan poca calidad que no merezca que me deis por concierto lo que yo supe escoger por industria. Noble soy, de cuya nobleza os podré presentar por testigos; riquezas tengo que la sustentan, y no será bien que lo que he ganado por ventura me lo quite Luis Antonio por vuestro gusto. Y si os parece que os he hecho ofensa de haber llegado a este punto de teneros por señores sin sabiduría vuestra, perdonadme, que las fuerzas poderosas de amor suelen turbar los ingenios más entendidos, y el veros yo tan inclinados a Luis Antonio me hizo no guardar el decoro que se os debía, de lo cual otra vez os pido perdón.

Mientras Rosanio esto decía,   -fol. 137v-   Feliciana estaba pegada con él, teniéndole asido por la pretina con la mano, toda temblando, toda temerosa, y toda triste y toda hermosa juntamente. Pero, antes que su padre y hermano respondiesen palabra, don Francisco Pizarro se abrazó con su padre y don Juan de Orellana con su hermano, que eran sus grandes amigos.

Don Francisco dijo al padre:

-¿Dónde está vuestra discreción, señor don Pedro Tenorio? ¿Cómo, y es posible que vos mismo queráis fabricar vuestra ofensa? ¿No veis que estos agravios, antes que la pena traen las disculpas consigo? ¿Qué tiene Rosanio que no merezca a Feliciana, o qué le quedará a Feliciana de aquí adelante si pierde a Rosanio?

Casi estas mismas o semejantes razones decía don Juan de Orellana a su hermano, añadiendo más, porque le dijo:

-Señor don Sancho, nunca la cólera prometió buen fin de sus ímpetus: ella es pasión del ánimo, y el ánimo apasionado pocas veces acierta en lo que emprende. Vuestra hermana supo escoger buen marido; tomar venganza de que no se guardaron las debidas ceremonias y respetos, no será bien hecho, porque os pondréis a peligro de derribar y echar por tierra todo el edificio de vuestro sosiego. Mirad, señor don Sancho, que tengo una prenda vuestra en mi casa: un sobrino os tengo, que no le podréis negar si no os negáis a vos mismo: tanto es lo que os parece.

La respuesta que dio el padre a don Francisco fue llegarse a su hijo don Sancho y quitalle la daga de las manos, y luego fue a abrazar a Rosanio, el cual, dejándose derribar a los pies del que ya conoció ser su suegro, se los besó mil veces. Arrodillóse también ante su padre Feliciana, derramó lágrimas, envió suspiros, vinieron desmayos. La alegría discurrió por todos los circunstantes; ganó fama de prudente el padre, de prudente el hijo, y los amigos de discretos y bien hablados. Llevólos el Corregidor a su casa, regalólos el prior del santo monasterio abundantísimamente; visitaron las reliquias los peregrinos, que son muchas,   -fol. 138r-   santísimas y ricas; confesaron sus culpas, recibieron los sacramentos, y en este tiempo, que fue el de tres días, envió don Francisco por el niño que le había llevado la labradora, que era el mismo que Rosanio dio a Periandro la noche que le dio la cadena, el cual era tan lindo que el abuelo, puesta en olvido toda injuria, dijo viéndole:

-¡Que mil bienes haya la madre que te parió y el padre que te engendró!

Y, tomándole en sus brazos, tiernamente le bañó el rostro con lágrimas, y se las enjugó con besos y las limpió con sus canas.

Pidió Auristela a Feliciana le diese el traslado de los versos que había cantado delante de la santísima imagen, al cual respondió que solamente había cantado cuatro estancias, y que todas eran doce, dignas de ponerse en la memoria. Y así, las escribió, que eran éstas:



    Antes que de la mente eterna fuera
saliesen [los] espíritus alados,
y antes que la veloz o tarda esfera
tuviese movimientos señalados,
y antes que aquella escuridad primera  5
los cabellos del sol viese dorados,
fabricó para sí Dios una casa
de santísima, y limpia y pura masa.

    Los altos y fortísimos cimientos,
sobre humildad profunda se fundaron;  10
y, mientras más a la humildad atentos,
más la fábrica regia levantaron.
Pasó la tierra, pasó el mar; los vientos
atrás, como más bajos, se quedaron,
el fuego pasa, y con igual fortuna  15
debajo de sus pies tiene la luna.

    De fee son los pilares, de esperanza;
-fol. 138v-
los muros desta fábrica bendita
ciñe la caridad, por quien se alcanza
duración, como Dios, siempre infinita;  20
su recreo se aumenta en su templanza,
su prudencia, los grados facilita
del bien que ha de gozar, por la grandeza
de su mucha justicia y fortaleza.

    Adornan este alcázar soberano  25
profundos pozos, perenales fuentes,
huertos cerrados, cuyo fruto sano
es bendición y gloria de las gentes;
están a la siniestra y diestra mano
cipreses altos, palmas eminentes,  30
altos cedros, clarísimos espejos
que dan lumbre de gracia cerca y lejos.

    El cinamomo, el plátano y la rosa
de Hiericó se halla en sus jardines
con aquella color, y aun más hermosa,  35
de los más abrasados querubines.
Del pecado la sombra tenebrosa,
ni llega, ni se acerca a sus confines:
todo es luz, todo es gloria, todo es cielo,
este edificio que hoy se muestra al suelo.  40

    De Salomón el templo se nos muestra
hoy, con la perfeción a Dios posible,
donde no se oyó golpe que la diestra
mano diese a la obra convenible;
hoy, haciendo de sí gloriosa muestra,  45
salió la luz del sol inacesible;
hoy nuevo resplandor ha dado al día
la clarísima estrella de María.
-fol. 139r-

    Antes que el sol, la estrella hoy da su lumbre:
prodigiosa señal, pero tan buena,  50
que, sin guardar de agüeros la costumbre,
deja el alma de gozo y bienes llena.
Hoy la humildad se vio puesta en la cumbre;
hoy comenzó a romperse la cadena
del hierro antiguo, y sale al mundo aquella  55
prudentísima Ester, que el sol más bella.

    Niña de Dios, por nuestro bien nacida;
tierna, pero tan fuerte que la frente,
en soberbia maldad endurecida,
quebrantasteis de la infernal serpiente.  60
Brinco de Dios, de nuestra muerte vida,
pues vos fuistes el medio conveniente,
que redujo a pacífica concordia
de Dios y el hombre la mortal discordia.

    La justicia y la paz hoy se han juntado  65
en vos, Virgen santísima, y con gusto
el dulce beso de la paz se han dado,
arra y señal del venidero Augusto.
Del claro amanecer, del sol sagrado,
sois la primera aurora; sois del justo  70
gloria; del pecador, firme esperanza;
de la borrasca antigua, la bonanza.

    Sois la paloma que ab eterno fuistes
llamada desde el cielo, sois la esposa
que al sacro Verbo limpia carne distes,  75
por quien de Adán la culpa fue dichosa;
sois el brazo de Dios, que detuvistes
de Abrahán la cuchilla rigurosa,
y para el sacrificio verdadero
-fol. 139v-
nos distes el mansísimo Cordero.  80

    Creced, hermosa planta, y dad el fruto
presto en sazón, por quien el alma espera
cambiar en ropa rozagante el luto
que la gran culpa le vistió primera.
De aquel inmenso y general tributo  85
la paga conveniente y verdadera
en vos se ha de fraguar: creed, Señora,
que sois universal remediadora.

    Ya en las empíreas sacrosantas salas
el paraninfo alígero se apresta,  90
o casi mueve las doradas alas,
para venir con la embajada honesta:
que el olor de virtud que de ti exhalas,
Virgen bendita, sirve de recuesta
y apremio, a que se vea en ti muy presto  95
del gran poder de Dios echado el resto.

Estos fueron los versos que comenzó a cantar Feliciana, y los que dio por escrito después, que fueron de Auristela más estimados que entendidos.

En resolución, las paces de los desavenidos se hicieron; Feliciana, esposo, padre y hermano, se volvieron a su lugar, dejando orden a don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana les enviasen el niño. Pero no quiso Feliciana pasar el disgusto que da el esperar, y así, se le llevó consigo, con cuyo suceso quedaron todos alegres.



  -fol. 140r-  

ArribaAbajoCapítulo sexto del tercero libro

CUATRO días se estuvieron los peregrinos en Guadalupe, en los cuales comenzaron a ver las grandezas de aquel santo monasterio. Digo comenzaron, porque de acabarlas de ver es imposible. Desde allí se fueron a Trujillo, adonde asimismo fueron agasajados de los dos nobles caballeros don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana, y allí de nuevo refirieron el suceso de Feliciana, y ponderaron, al par de su voz, su discreción y el buen proceder de su hermano y de su padre, exagerando Auristela los corteses ofrecimientos que Feliciana le había hecho al tiempo de su partida.

La ida de Trujillo fue de allí a dos días la vuelta de Talavera, donde hallaron que se preparaba para celebrar la gran fiesta de la Monda, que trae su origen de muchos años antes que Cristo naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto y término, que si entonces se celebraba en honra de la diosa Venus por la gentilidad, ahora se celebra en honra y alabanza de la Virgen de las vírgines. Quisieran esperar a verla; pero, por no dar más espacio a su espacio, pasaron adelante, y se quedaron sin satisfacer su deseo.

Seis leguas se habrían alongado de Talavera, cuando delante de sí vieron que caminaba una peregrina, tan peregrina que iba sola, y escusóles el darla voces a que se detuviese el haberse ella sentado sobre la verde yerba de un pradecillo, o ya convidada del ameno sitio, o ya obligada del cansancio.

Llegaron a ella, y hallaron ser de tal talle, que nos obliga a describirle: la edad, al parecer, salía de los términos de la mocedad y tocaba en las márgenes de la vejez; el rostro daba en rostro, porque la vista de un lince no alcanzara a verle las narices, porque no las tenía sino tan chatas y llanas que con unas pinzas no le pudieran asir una brizna   -fol. 140v-   de ellas; los ojos les hacían sombra, porque más salían fuera de la cara que ella; el vestido era una esclavina rota, que le besaba los calcañares, sobre la cual traía una muceta, la mitad guarnecida de cuero, que por roto y despedazado no se podía distinguir si de cordobán o si de badana fuese; ceñíase con un cordón de esparto, tan abultado y poderoso que más parecía gúmena de galera que cordón de peregrina; las tocas eran bastas, pero limpias y blancas; cubríale la cabeza un sombrero viejo, sin cordón ni toquilla, y los pies unos alpargates rotos, y ocupábale la mano un bordón hecho a manera de cayado, con una punta de acero al fin; pendíale del lado izquierdo una calabaza de más que mediana estatura, y apesgábale el cuello un rosario, cuyos padrenuestros eran mayores que algunas bolas de las con que juegan los muchachos al argolla. En efeto, toda ella era rota y toda penitente, y, como después se echó de ver, toda de mala condición.

Saludáronla en llegando, y ella les volvió las saludes con la voz que podía prometer la chatedad de sus narices, que fue más gangosa que suave. Preguntáronla adónde iba, y qué peregrinación era la suya, y, diciendo y haciendo, convidados, como ella, del ameno sitio, se le sentaron a la redonda, dejaron pacer el bagaje que les servía de recámara, de despensa y botillería, y, satisfaciendo a la hambre, alegremente la convidaron, y ella, respondiendo a la pregunta que la habían hecho, dijo:

-Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos: quiero decir que siempre es la que más cerca les viene a cuento para disculpar su ociosidad; y así, me parece que será bien deciros que por ahora voy a la gran ciudad de Toledo, a visitar a la devota imagen del Sagrario, y desde allí me iré al Niño de la Guardia, y, dando una punta, como halcón noruego, me entretendré con la santa Verónica de Jaén, hasta hacer tiempo   -fol. 141r-   de que llegue el último domingo de abril, en cuyo día se celebra en las entrañas de Sierra Morena, tres leguas de la ciudad de Andújar, la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza, que es una de las fiestas que en todo lo descubierto de la tierra se celebra; tal es, según he oído decir, que ni las pasadas fiestas de la gentilidad, a quien imita la de la Monda de Talavera, no le han hecho ni le pueden hacer ventaja. Bien quisiera yo, si fuera posible, sacarla de la imaginación, donde la tengo fija, y pintárosla con palabras, y ponérosla delante de la vista, para que, comprehendiéndola, viérades la mucha razón que tengo de alabárosla; pero esta es carga para otro ingenio no tan estrecho como el mío. En el rico palacio de Madrid, morada de los reyes, en una galería, está retratada esta fiesta con la puntualidad posible: allí está el monte, o por mejor decir, peñasco, en cuya cima está el monasterio que deposita en sí una santa imagen, llamada de la Cabeza, que tomó el nombre de la peña donde habita, que antiguamente se llamó el Cabezo, por estar en la mitad de un llano libre y desembarazado, solo y señero de otros montes ni peñas que le rodeen, cuya altura será de hasta un cuarto de legua, y cuyo circuito debe de ser de poco más de media. En este espacioso y ameno sitio tiene su asiento, siempre verde y apacible, por el humor que le comunican las aguas del río Jándula, que de paso, como en reverencia, le besa las faldas. El lugar, la peña, la imagen, los milagros, la infinita gente que acude de cerca y lejos, el solemne día que he dicho, le hacen famoso en el mundo y célebre en España sobre cuantos lugares las más estendidas memorias se acuerdan.

Suspensos quedaron los peregrinos de la relación de la nueva, aunque vieja, peregrina, y casi les comenzó a bullir en el alma la gana de irse con ella a ver tantas maravillas;   -fol. 141v-   pero, la que llevaban de acabar su camino no dio lugar a que nuevos deseos lo impidiesen.

-Desde allí -prosiguió la peregrina-, no sé qué viaje será el mío, aunque sé que no me ha de faltar donde ocupe la ociosidad y entretenga el tiempo, como lo hacen, como ya he dicho, algunos peregrinos que se usan.

A lo que dijo Antonio el padre:

-Paréceme, señora peregrina, que os da en el rostro la peregrinación.

-Eso no -respondió ella-, que bien sé que es justa, santa y loable, y que siempre la ha habido y la ha de haber en el mundo, pero estoy mal con los malos peregrinos, como son los que hacen granjería de la santidad, y ganancia infame de la virtud loable; con aquellos, digo, que saltean la limosna de los verdaderos pobres. Y no digo más, aunque pudiera.

En esto, por el camino real que junto a ellos estaba, vieron venir un hombre a caballo, que, llegando a igualar con ellos, al quitarles el sombrero para saludarles y hacerles cortesía, habiendo puesto la cabalgadura, como después pareció, la mano en un hoyo, dio consigo y con su dueño al través una gran caída. Acudieron todos luego a socorrer al caminante, que pensaron hallar muy malparado. Arrendó Antonio el mozo la cabalgadura, que era un poderoso macho, y al dueño le abrigaron lo mejor que pudieron, y le socorrieron con el remedio más ordinario que en tales casos se usa, que fue darle a beber un golpe de agua; y, hallando que su mal no era tanto como pensaban, le dijeron que bien podía volver a subir y a seguir su camino, el cual hombre les dijo:

-Quizá, señores peregrinos, ha permitido la suerte que yo haya caído en este llano para poder levantarme de los riscos donde la imaginación me tiene puesta el alma. «Yo, señores, aunque no queráis saberlo, quiero que sepáis que soy estranjero, y de nación polaco; muchacho salí de mi tierra, y vine a España, como a centro de los estranjeros y a madre común de las naciones; serví a españoles, aprendí la lengua castellana de la manera que veis que   -fol. 142r-   la hablo, y, llevado del general deseo que todos tienen de ver tierras, vine a Portugal a ver la gran ciudad de Lisboa, y la misma noche que entré en ella, me sucedió un caso que, si le creyéredes, haréis mucho, y si no, no importa nada, puesto que la verdad ha de tener siempre su asiento, aunque sea en sí misma.»

Admirados quedaron Periandro y Auristela, y los demás compañeros, de la improvisa y concertada narración del caído caminante; y, con gusto de escucharle, le dijo Periandro que prosiguiese en lo que decir quería, que todos le darían crédito, porque todos eran corteses y en las cosas del mundo esperimentados. Alentado con esto, el caminante prosiguió diciendo:

-«Digo que la primera noche que entré en Lisboa, yendo por una de sus principales calles, o rúas, como ellos las llaman, por mejorar de posada, que no me había parecido bien una donde me había apeado, al pasar de un lugar estrecho y no muy limpio, un embozado portugués con quien encontré, me desvió de sí con tanta fuerza que tuve necesidad de arrimarme al suelo. Despertó el agravio la cólera, remití mi venganza a mi espada, puse mano, púsola el portugués con gallardo brío y desenvoltura, y la ciega noche y la fortuna más ciega a la luz de mi mejor suerte, sin saber yo adónde, encaminó la punta de mi espada a la vista de mi contrario, el cual, dando de espaldas, dio el cuerpo al suelo y el alma adonde Dios se sabe. Luego me representó el temor lo que había hecho, pasméme, puse en el huir mi remedio; quise huir, pero no sabía adónde, mas el rumor de la gente, que me pareció que acudía, me puso alas en los pies, y, con pasos desconcertados, volví la calle abajo, buscando donde esconderme o adonde tener lugar de limpiar mi espada, porque si la justicia me cogiese no me hallase con manifiestos indicios de mi delito. Yendo, pues, así, ya del temor desmayado, vi una luz en una casa principal, y arrojéme a ella sin saber con qué disinio. Hallé una sala baja abierta y muy bien   -fol. 142v-   aderezada; alargué el paso y entré en otra cuadra, también bien aderezada; y, llevado de la luz que en otra cuadra parecía, hallé en un rico lecho echada una señora que, alborotada, sentándose en él, me preguntó quién era, qué buscaba, y adónde iba, y quién me había dado licencia de entrar hasta allí con tan poco respeto. Yo le respondí: "Señora, a tantas preguntas no os puedo responder, sino sólo con deciros que soy un hombre estranjero, que, a lo que creo, dejo muerto a otro en esa calle, más por su desgracia y su soberbia que por mi culpa. Suplícoos, por Dios y por quien sois, que me escapéis del rigor de la justicia, que pienso que me viene siguiendo". "¿Sois castellano?", me preguntó en su lengua portuguesa. "No, señora -le respondí yo-, sino forastero, y bien lejos de esta tierra". "Pues, aunque fuérades mil veces castellano -replicó ella-, os librara yo si pudiera, y os libraré si puedo. Subid por cima deste lecho, y entraos debajo deste tapiz, y entraos en un hueco que aquí hallaréis; y no os mováis, que si la justicia viniere, me tendrá respeto y creerá lo que yo quisiere decirles".

»Dice luego lo que me mandó, alcé el tapiz, hallé el hueco, estrechéme en él, recogí el aliento y comencé a encomendarme a Dios lo mejor que pude; y, estando en esta confusa aflicción, entró un criado de casa, diciendo casi a gritos: "Señora, a mi señor don Duarte han muerto, aquí le traen pasado de una estocada de parte a parte por el ojo derecho, y no se sabe el matador, ni la ocasión de la pendencia, en la cual apenas se oyeron los golpes de las espadas: solamente hay un muchacho que dice que vio entrar un hombre huyendo en esta casa". "Ese debe de ser el matador, sin duda -respondió la señora-, y no podrá escaparse. ¡Cuántas veces temía yo, ay desdichada, ver que traían a mi hijo sin vida, porque de su arrogante proceder no se podían esperar sino desgracias!"   -fol. 143r-   En esto, en hombros de otros cuatro entraron al muerto, y le tendieron en el suelo, delante de los ojos de la afligida madre, la cual con voz lamentable comenzó a decir: "¡Ay, venganza, y cómo estás llamando a las puertas del alma! Pero no consiente que responda a tu gusto el que yo tengo de guardar mi palabra. ¡Ay, con todo esto, dolor, que me aprietas mucho!"

»Considerad, señores, cuál estaría mi corazón oyendo las apretadas razones de la madre, a quien la presencia del muerto hijo me parecía a mí que le ponían en las manos mil géneros de muertes con que de mí se vengase: que bien estaba claro que había de imaginar que yo era el matador de su hijo. Pero, ¿qué podía yo hacer entonces, sino callar y esperar en la misma desesperación? Y más cuando entró en el aposento la justicia, que con comedimiento dijo a la señora: "Guiados por la voz de un muchacho, que dice que se entró en esta casa el homicida deste caballero, nos hemos atrevido a entrar en ella". Entonces yo abrí los oídos, y estuve atento a las respuestas que daría la afligida madre, la cual respondió, llena el alma de generoso ánimo y de piedad cristiana: "Si ese tal hombre ha entrado en esta casa, no a lo menos en esta estancia; por allá le pueden buscar, aunque plegue a Dios que no le hallen, porque mal se remedia una muerte con otra, y más cuando las injurias no proceden de malicia".

»Volvióse la justicia a buscar la casa, y volvieron en mí los espíritus que me habían desamparado. Mandó la señora quitar delante de sí el cuerpo muerto del hijo, y que le amortajasen y desde luego diesen orden en su sepultura; mandó asimismo que la dejasen sola, porque no estaba para recebir consuelos y pésames de infinitos que venían a dárselos, ansí de parientes como de amigos y conocidos. Hecho esto, llamó a una doncella suya, que, a lo que pareció, debió de ser de la que más se fiaba; y, habiéndola hablado al oído, la despidió, mandándole cerrase   -fol. 143v-   tras sí la puerta. Ella lo hizo así, y la señora, sentándose en el lecho, tentó el tapiz; y, a lo que pienso, me puso las manos sobre el corazón, el cual, palpitando apriesa, daba indicios del temor que le cercaba. Ella, viendo lo cual, me dijo con baja y lastimada voz: "Hombre, quienquiera que seas, ya ves que me has quitado el aliento de mi pecho, la luz de mis ojos, y finalmente la vida que me sustentaba; pero, porque entiendo que ha sido sin culpa tuya, quiero que se oponga mi palabra a mi venganza; y así, en cumplimiento de la promesa que te hice de librarte cuando aquí entraste, has de hacer lo que ahora te diré: ponte las manos en el rostro, porque si yo me descuido en abrir los ojos, no me obligues a que te conozca, y sal de ese encerramiento y sigue a una mi doncella, que ahora vendrá aquí, la cual te pondrá en la calle y te dará cien escudos de oro con que facilites tu remedio. No eres conocido, no tienes ningún indicio que te manifieste: sosiega el pecho, que el alboroto demasiado suele descubrir el delincuente".

»En esto, volvió la doncella; yo salí detrás del paño, cubierto el rostro con la mano, y, en señal de agradecimiento, hincado de rodillas besé el pie de la cama muchas veces, y luego seguí los de la doncella, que, asimismo callando, me asió del brazo, y por la puerta falsa de un jardín, a escuras, me puso en la calle.

»En viéndome en ella, lo primero que hice fue limpiar la espada, y con sosegado paso salí acaso a una calle principal, de donde reconocí mi posada, y me entré en ella, como si por mí no hubiera pasado ni próspero suceso ni adverso. Contóme el huésped la desgracia del recién muerto caballero, y así exageró la grandeza de su linaje como la arrogancia de su condición, de la cual se creía la habría granjeado algún enemigo secreto que a semejante término le hubiese conducido. Pasé aquella noche dando gracias a Dios de las recebidas mercedes, y ponderando el valeroso y nunca visto ánimo cristiano y admirable proceder de doña Guiomar de Sosa, que así supe se llamaba mi bienhechora.   -fol. 144r-   Salí por la mañana al río, y hallé en él un barco lleno de gente, que se iba a embarcar en una gran nave que en Sangián estaba de partida para las Islas Orientales; volvíme a mi posada, vendí a mi huésped la cabalgadura, y, cerrando todos mis discursos en el puño, volví al río y al barco, y otro día me hallé en el gran navío fuera del puerto, dadas las velas al viento, siguiendo el camino que se deseaba.

»Quince años he estado en las Indias, en los cuales, sirviendo de soldado con valentísimos portugueses, me han sucedido cosas de que quizá pudieran hacer una gustosa y verdadera historia, especialmente de las hazañas de la en aquellas partes invencible nación portuguesa, dignas de perpetua alabanza en los presentes y venideros siglos. Allí granjeé algún oro y algunas perlas, y cosas más de valor que de bulto, con las cuales y con la ocasión de volverse mi general a Lisboa, volví a ella, y de allí me puse en camino para volverme a mi patria, determinando ver primero todas las mejores y más principales ciudades de España. Reducí a dineros mis riquezas, y a pólizas los que me pareció ser necesario para mi camino, que fue el que primero intenté venir a Madrid, donde estaba recién venida la corte del gran Felipe Tercero; pero ya mi suerte, cansada de llevar la nave de mi ventura con próspero viento por el mar de la vida humana, quiso que diese en un bajío que la destrozase toda; y ansí, hizo que, en llegando una noche a Talavera, un lugar que no está lejos de aquí, me apeé en un mesón, que no me sirvió de mesón, sino de sepultura, pues en él hallé la de mi honra.

»¡Oh fuerzas poderosas de amor; de amor, digo, inconsiderado, presuroso y lascivo y mal intencionado, y con cuánta facilidad atropellas disinios buenos, intentos castos, proposiciones discretas! Digo, pues, que, estando en este mesón, entró en él acaso un[a] doncella de hasta diez y seis años, a lo menos a mí no me pareció de más, puesto que después supe que tenía veinte y dos. Venía en   -fol. 144v-   cuerpo y en tranzado, vestida de paño, pero limpísima, y al pasar junto a mí me pareció que olía a un prado lleno de flores por el mes de mayo, cuyo olor en mis sentidos dejó atrás las aromas de Arabia; llegóse la cual a un mozo del mesón, y, hablándole al oído, alzó una gran risa, y, volviendo las espaldas, salió del mesón, y se entró en una casa frontera. El mozo mesonero corrió tras ella, y no la pudo alcanzar, si no fue con una coz que le dio en las espaldas, que la hizo entrar cayendo de ojos en su casa. Esto vio otra moza del mismo mesón, y llena de cólera dijo al mozo: "¡Por Dios, Alonso, que lo haces mal: que no merece Luisa que la santigües a coces!" "Como ésas le daré yo, si vivo -respondió el Alonso-. Calla, Martina amiga, que a estas mocitas sobresalientes, no solamente es menester ponerles la mano, sino los pies y todo". Y con esto nos dejó solos a mí y a Martina, a la cual le pregunté que qué Luisa era aquélla, y si era casada o no. "No es casada -respondió Martina-, pero serálo presto con este mozo Alonso que habéis visto; y, en fe de los tratos que andan entre los padres della y los dél, de esposa, se atreve Alonso a molella a coces todas las veces que se le antoja, aunque muy pocas son sin que ella las merezca; porque, si va a decir la verdad, señor huésped, la tal Luisa es algo atrevidilla, y algún tanto libre y descompuesta. Harto se lo he dicho yo, mas no aprovecha: no dejará de seguir su gusto si la sacan los ojos; pues, en verdad en verdad, que una de las mejores dotes que puede llevar una doncella es la honestidad, que buen siglo haya la madre que me parió, que fue persona que no me dejó ver la calle ni aun por un agujero, cuanto más salir al umbral de la puerta: sabía bien, como ella decía, que la mujer y la gallina, etc." "Dígame, señora Martina -le repliqué yo-: ¿cómo de la estrecheza de ese noviciado vino a hacer profesión en la anchura de un mesón?" "Hay mucho que decir en eso -dijo Martina-, y aun yo tuviera más que decir de estas menudencias, si   -fol. 145r-   el tiempo lo pidiera o el dolor que traigo en el alma lo permitiera".»




ArribaAbajoCapítulo sétimo del tercero libro

CON ATENCIÓN escuchaban los peregrinos el peregrino, cuando del polaco ya deseaban saber qué dolor traía en el alma, como sabían el que debía de tener en el cuerpo. A quien dijo Periandro:

-Contad, señor, lo que quisiéredes y con las menudencias que quisiéredes, que muchas veces el contarlas suele acrecentar gravedad al cuento; que no parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien aderezado, un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada. La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se diga. Así que, señor, seguid vuestra historia, contad de Alonso y de Martina, acocead a vuestro gusto a Luisa, casalda o no la caséis, séase ella libre y desenvuelta como un cernícalo, que el toque no está en sus desenvolturas, sino en sus sucesos, según lo hallo yo en mi astrología.

-Digo, pues, señores -respondió el polaco-, que, usando de esa buena licencia, no me quedará cosa en el tintero que no la ponga en la plana de vuestro juicio. «Con todo el que entonces tenía, que no debía de ser mucho, fui y vine una y muchas veces aquella noche a pensar en el donaire, en la gracia y en la desenvoltura de la sin par, a mi parecer, ni sé si la llame vecina moza o conocida de mi huéspeda. Hice mil disignios, fabriqué mil torres de viento, caséme, tuve hijos y di dos higas al qué dirán; y, finalmente, me resolví de dejar el primer intento de mi jornada y quedarme en Talavera, casado con la diosa Venus, que no menos hermosa me pareció la   -fol. 145v-   muchacha, aunque acoceada por el mozo del mesonero. Pasóse aquella noche, tomé el pulso a mi gusto, y halléle tal, que, a no casarme con ella, en poco espacio de tiempo había de perder, perdiendo el gusto, la vida, que ya había depositado en los ojos de mi labradora. Y, atropellando por todo género de inconvenientes, determiné de hablar a su padre, pidiéndosela por mujer. Enseñéle mis perlas, manifestéle mis dineros, díjele alabanzas de mi ingenio y de mi industria, no sólo para conservarlos, sino para aumentarlos; y, con estas razones y con el alarde que le había hecho de mis bienes, vino más blando que un guante a condecender con mi deseo, y más cuando vio que yo no reparaba en dote, pues con sola la hermosura de su hija me tenía por pagado, contento y satisfecho deste concierto.

»Quedó Alonso despechado; Luisa, mi esposa, rostrituerta; como lo dieron a entender los sucesos que de allí a quince días acontecieron, con dolor mío y vergüenza suya, que fueron acomodarse mi esposa con algunas joyas y dineros míos, con los cuales, y con ayuda de Alonso, que le puso alas en la voluntad y en los pies, desapareció de Talavera dejándome burlado y arrepentido, y dando ocasión al pueblo a que de su inconstancia y bellaquería en corrillos hablasen. Hízome el agravio acudir a la venganza, pero no hallé en quién tomarla sino en mí propio, que con un lazo estuve mil veces por ahorcarme; pero la suerte, que quizá para satisfacerme de los agravios que me tiene hechos me guarda, ha ordenado que mis enemigos hayan parecido presos en la cárcel de Madrid, de donde he sido avisado que vaya a ponerles la demanda y a seguir mi justicia; y así, voy con voluntad determinada de sacar con su sangre las manchas de mi honra, y, con quitarles las vidas, quitar de sobre mis hombros la pesada carga de su delito, que me trae aterrado y consumido.   -fol. 146r-   ¡Vive Dios, que han de morir! ¡Vive Dios, que me he de vengar! ¡Vive Dios, que ha de saber el mundo que no sé disimular agravios, y más los que son tan dañosos que se entran hasta las médulas del alma! A Madrid voy. Ya estoy mejor de mi caída. No hay sino ponerme a caballo, y guárdense de mí hasta los mosquitos del aire, y no me lleguen a los oídos ni ruegos de frailes, ni llantos de personas devotas, ni promesas de bien intencionados corazones, ni dádivas de ricos, ni imperios ni mandamientos de grandes, ni toda la caterva que suele proceder a semejantes acciones: que mi honra ha de andar sobre su delito como el aceite sobre el agua.»

Y, diciendo esto, se iba a levantar muy ligero, para volver a subir y a seguir su viaje; viendo lo cual Periandro, asiéndole del brazo, le detuvo, y le dijo:

-Vos, señor, ciego de vuestra cólera, no echáis de ver que vais a dilatar y a estender vuestra deshonra. Hasta agora no estáis más deshonrado de entre los que os conocen en Talavera, que deben de ser bien pocos, y agora vais a serlo de los que os conocerán en Madrid; queréis ser como el labrador que crió la víbora serpiente en el seno todo el invierno, y, por merced del cielo, cuando llegó el verano, donde ella pudiera aprovecharse de su ponzoña, no la halló porque se había ido; el cual, sin agradecer esta merced al cielo, quiso irla a buscar y volverla a anidar en su casa y en su seno, no mirando ser suma prudencia no buscar el hombre lo que no le está bien hallar, y a lo que comúnmente se dice, que, al enemigo que huye, la puente de plata, y el mayor que el hombre tiene suele decirse que es la mujer propia. Pero esto debe de ser en otras religiones que en la cristiana, entre las cuales los matrimonios son una manera de concierto y conveniencia, como lo es el de alquilar una casa o otra alguna heredad; pero en la religión católica, el casamiento   -fol. 146v-   es sacramento que sólo se desata con la muerte, o con otras cosas que son más duras que la misma muerte, las cuales pueden escusar la cohabitación de los dos casados, pero no deshacer el nudo con que ligados fueron. ¿Qué pensáis que os sucederá cuando la justicia os entregue a vuestros enemigos, atados y rendidos, encima de un teatro público, a la vista de infinitas gentes, y a vos blandiendo el cuchillo encima del cadahalso, amenazando el segarles las gargantas, como si pudiera su sangre limpiar, como vos decís, vuestra honra? ¿Qué os puede suceder, como digo, sino hacer más público vuestro agravio? Porque las venganzas castigan, pero no quitan las culpas; y las que en estos casos se cometen, como la enmienda no proceda de la voluntad, siempre se están en pie, y siempre están vivas en las memorias de las gentes, a lo menos, en tanto que vive el agraviado. Así que, señor, volved en vos, y, dando lugar a la misericordia, no corráis tras la justicia. Y no os aconsejo por esto a que perdonéis a vuestra mujer, para volvella a vuestra casa, que a esto no hay ley que os obligue; lo que os aconsejo es que la dejéis, que es el mayor castigo que podréis darle. Vivid lejos della, y viviréis; lo que no haréis estando juntos, porque moriréis continuo. La ley del repudio fue muy usada entre los romanos; y, puesto que sería mayor caridad perdonarla, recogerla, sufrirla y aconsejarla, es menester tomar el pulso a la paciencia y poner en un punto estremado a la discreción, de la cual pocos se pueden fiar en esta vida, y más cuando la contrastan inconvenientes tantos y tan pesados. Y, finalmente, quiero que consideréis que vais a hacer un pecado mortal en quitarles las vidas, que no se ha de cometer por todas las ganancias que la honra del mundo ofrezca.

Atento estuvo a estas razones de Periandro el colérico polaco; y, mirándole de hito en hito, respondió:

-Tu, señor, has hablado sobre tus años: tu discreción   -fol. 147r-   se adelanta a tus días, y la madurez de tu ingenio a tu verde edad; un ángel te ha movido la lengua, con la cual has ablandado mi voluntad, pues ya no es otra la que tengo si no es la de volverme a mi tierra a dar gracias al cielo por la merced que me has hecho. Ayúdame a levantar, que si la cólera me volvió las fuerzas, no es bien que me las quite mi bien considerada paciencia.

-Eso haremos todos de muy buena gana -dijo Antonio el padre.

Y, ayudándole a subir en el macho, abrazándoles a todos primero, dijo que quería volver a Talavera a cosas que a su hacienda tocaban, y que desde Lisboa volvería por la mar a su patria. Díjoles su nombre, que se llamaba Ortel Banedre, que respondía en castellano Martín Banedre; y, ofreciéndoseles de nuevo a su servicio, volvió las riendas hacia Talavera, dejando a todos admirados de sus sucesos y del buen donaire con que los había contado.

Aquella noche la pasaron los peregrinos en aquel mismo lugar, y, de allí a dos días, en compañía de la antigua peregrina, llegaron a la Sagra de Toledo, y a vista del celebrado Tajo, famoso por sus arenas y claro por sus líquidos cristales.




ArribaAbajoCapítulo octavo del tercero libro

NO ES LA fama del río Tajo tal que la cierren límites, ni la ignoren las más remotas gentes del mundo; que a todos se estiende y a todos se manifiesta, y en todos hace nacer un deseo de conocerle; y, como es uso de los setentrionales ser toda la gente principal versada en la lengua latina y en los antiguos poetas, éralo asimismo Periandro, como uno de los más principales de aquella nación; y, así por esto como por haber   -fol. 147v-   mostrádole a la luz del mundo aquellos días las famosas obras del jamás alabado como se debe poeta Garcilaso de la Vega, y haberlas él visto, leído, mirado y admirado, así como vio al claro río, dijo:

-No diremos: «Aquí dio fin a su cantar Salicio», sino: «Aquí dio principio a su cantar Salicio; aquí sobrepujó en sus églogas a sí mismo; aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron las aguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles, y, parándose los vientos, dieron lugar a que la admiración de su canto fuese de lengua en lengua y de gente en gentes por todas las de la tierra». ¡Oh venturosas, pues, cristalinas aguas, doradas arenas! ¡Qué digo yo doradas, antes de puro oro nacidas! Recoged a este pobre peregrino, que, como desde lejos os adora, os piensa reverenciar desde cerca.

Y, poniendo la vista en la gran ciudad de Toledo, fue esto lo que dijo:

-¡Oh peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de sus ciudades, en cuyo seno han estado guardadas por infinitos siglos las reliquias de los valientes godos, para volver a resucitar su muerta gloria y a ser claro espejo y depósito de católicas ceremonias! ¡Salve, pues, oh ciudad santa, y da lugar que en ti le tengan éstos que venimos a verte!

Esto dijo Periandro, que lo dijera mejor Antonio el padre, si tan bien como él lo supiera; porque las lecciones de los libros muchas veces hacen más cierta esperiencia de las cosas, que no la tienen los mismos que las han visto, a causa que el que lee con atención, repara una y muchas veces en lo que va leyendo, y el que mira sin ella no repara en nada, y con esto excede la lección [a] la vista.

Casi en este mismo instante resonó en sus oídos el son de infinitos y alegres instrumentos que por los valles que la ciudad rodean se estendían, y vieron venir hacia   -fol. 148r-   donde ellos estaban escuadrones no armados de infantería, sino montones de doncellas, sobre el mismo sol hermosas, vestidas a lo villano, llenas de sartas y patenas los pechos, en quien los corales y la plata tenían su lugar y asiento, con más gala que las perlas y el oro, que aquella vez se hurtó de los pechos y se acogió a los cabellos, que todos eran luengos y rubios como el mismo oro; venían, aunque sueltos por las espaldas, recogidos en la cabeza con verdes guirnaldas de olorosas flores. Campeó aquel día y en ellas, antes la palmilla de Cuenca que el damasco de Milán y el raso de Florencia. Finalmente, la rusticidad de sus galas se aventajaba a las más ricas de la corte, porque si en ellas se mostraba la honesta medianía, se descubría asimismo la estremada limpieza: todas eran flores, todas rosas, todas donaire, y todas juntas componían un honesto movimiento, aunque de diferentes bailes formado, el cual movimiento era incitado del son de los diferentes instrumentos ya referidos.

Alrededor de cada escuadrón andaban por de fuera, de blanquísimo lienzo vestidos y con paños labrados rodeadas las cabezas, muchos zagales, o ya sus parientes, o ya sus conocidos, o ya vecinos de sus mismos lugares: uno tocaba el tamboril y la flauta, otro el salterio, éste las sonajas y aquél los albogues. Y de todos estos sones redundaba uno solo, que alegraba con la concordancia, que es el fin de la música.

Y, al pasar uno destos escuadrones o junta de bailadoras doncellas por delante de los peregrinos, uno, que a lo que después pareció era el alcalde del pueblo, asió a una de aquellas doncellas del brazo, y, mirándola muy bien de arriba abajo, con voz alterada y de mal talante la dijo:

-¡Ah, Tozuelo, Tozuelo, y qué de poca vergüenza os acompaña! ¿Bailes son éstos   -fol. 148v-   para ser profanados? ¿Fiestas son éstas para no llevarlas sobre las niñas de los ojos? No sé yo cómo consienten los cielos semejantes maldades. Si esto ha sido con sabiduría de mi hija Clementa Cobeña, ¡por Dios que nos han de oír los sordos!

Apenas acabó de decir esta palabra el alcalde, cuando llegó otro alcalde y le dijo:

-Pedro Cobeño, si os oyesen los sordos, sería hacer milagros. Contentaos con que nosotros nos oigamos a nosotros, y sepamos en qué os ha ofendido mi hijo Tozuelo, que si él ha dilinquido contra vos, justicia soy yo que le podré y sabré castigar.

A lo que respondió Cobeño:

-El delinquimiento ya se vee, pues siendo varón va vestido de hembra; y no de hembra comoquiera, sino de doncella de su Majestad, en sus fiestas; porque veáis, alcalde Tozuelo, si es mocosa la culpa. Témome que mi hija Cobeña anda por aquí, porque estos vestidos de vuestro hijo me parecen suyos, y no querría que el diablo hiciese de las suyas, y, sin nuestra sabiduría, los juntase sin las bendiciones de la Iglesia; que ya sabéis que estos casorios hechos a hurtadillas, por la mayor parte pararon en mal, y dan de comer a los de la audiencia clerical, que es muy carera.

A esto respondió por Tozuelo una doncella labradora, de muchas que se pararon a oír la plática:

-Si va a decir la verdad, señores alcaldes, tan marida es Mari Cobeña de Tozuelo, y él marido della, como lo es mi madre de mi padre y mi padre de mi madre. Ella está en cinta, y no está para danzar ni bailar. Cásenlos, y váyase el diablo para malo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

-¡Par Dios, hija! -respondió Tozuelo-. Vos decís muy bien: entrambos son iguales; no es más cristiano viejo el uno que el otro; las riquezas se pueden medir con una misma vara.

-Agora bien -replicó Cobeño-, llamen aquí a mi hija, que ella lo deslindará todo, que no es nada muda.

Vino Cobeña,   -fol. 149r-   que no estaba lejos, y lo primero que dijo fue:

-Ni yo he sido la primera, ni seré la postrera que haya tropezado y caído en estos barrancos: Tozuelo es mi esposo, y yo su esposa, y perdónenos Dios a entrambos, cuando nuestros padres no quisieren.

-Eso sí, hija -dijo su padre-: ¡La vergüenza por los cerros de Úbeda, antes que en la cara! Pero, pues esto está ya hecho, bien será que el alcalde Tozuelo se sirva de que este caso pase adelante, pues vosotros no le habéis querido dejar atrás.

-¡Par diez -dijo la doncella primera-, que el señor alcalde Cobeño ha hablado como un viejo! Dense estos niños las manos, si es que no se las han dado hasta agora, y queden para en uno, como lo manda la Santa Iglesia Nuestra Madre, y vamos con nuestro baile al olmo, que no se ha de estorbar nuestra fiesta por niñerías.

Vino Tozuelo con el parecer de la moza, diéronse las manos los donceles, acabóse el pleito y pasó el baile adelante: que si con esta verdad se acabaran todos los pleitos, secas y peladas estuvieran las solícitas plumas de los escribanos.

Quedaron Periandro, Auristela y los demás peregrinos contentísimos de haber visto la pendencia de los dos amantes, y admirados de ver la hermosura de las labradoras doncellas, que parecía, todas a una mano, que eran principio, medio y fin de la humana belleza.

No quiso Periandro que entrasen en Toledo, porque así se lo pidió Antonio el padre, a quien aguijaba el deseo que tenía de ver a su patria y a sus padres, que no estaban lejos, diciendo que para ver las grandezas de aquella ciudad, convenía más tiempo que el que su priesa les ofrecía. Por esta misma razón, tampoco quisieron pasar por Madrid, donde a la sazón estaba la corte, temiendo algún estorbo que su camino les impidiese. Confirmóles en este parecer la antigua peregrina, diciéndoles que andaban en la corte ciertos pequeños,   -fol. 149v-   que tenían fama de ser hijos de grandes; que, aunque pájaros noveles, se abatían al señuelo de cualquiera mujer hermosa, de cualquiera calidad que fuese: que el amor antojadizo no busca calidades, sino hermosura.

A lo que añadió Antonio el padre:

-Desa manera será menester que usemos de la industria que usan las grullas, cuando, mudando regiones, pasan por el monte Limabo, en el cual las están aguardando unas aves de rapiña para que les sirvan de pasto; pero ellas, previniendo este peligro, pasan de noche, y llevan una piedra cada una en la boca, para que les impida el canto y escusen de ser sentidas; cuanto más que, la mejor industria que podemos tener es seguir la ribera deste famoso río, y, dejando la ciudad a mano derecha, guardando para otro tiempo el verla, nos vamos a Ocaña, y desde allí al Quintanar de la Orden, que es mi patria.

Viendo la peregrina el disignio del viaje que había hecho Antonio, dijo que ella quería seguir el suyo, que le venía más a cuento. La hermosa Ricla le dio dos monedas de oro en limosna, y la peregrina se despidió de todos, cortés y agradecida.

Nuestros peregrinos pasaron por Aranjuez, cuya vista, por ser en tiempo de primavera, en un mismo punto les puso la admiración y la alegría; vieron de iguales y estendidas calles, a quien servían de espaldas y arrimos los verdes y infinitos árboles: tan verdes, que las hacían parecer de finísimas esmeraldas; vieron la junta, los besos y abrazos que se daban los dos famosos ríos Henares y Tajo; contemplaron sus sierras de agua; admiraron el concierto de sus jardines y de la diversidad de sus flores; vieron sus estanques, con más peces que arenas, y sus esquisitos frutales, que por aliviar el peso a los árboles tendían las ramas por el suelo; finalmente, Periandro tuvo por verdadera la fama que deste sitio por todo el mundo se esparcía.

Desde allí fueron a la villa de Ocaña, donde supo   -fol. 150r-   Antonio que sus padres vivían, y se informó de otras cosas que le alegraron, como luego se dirá.




ArribaAbajoCapítulo nono del tercer libro

CON LOS AIRES de su patria se regocijaron los espíritus de Antonio, y con el visitar a Nuestra Señora de Esperanza, a todos se les alegró el alma. Ricla y sus dos hijos se alborozaron con el pensamiento de que habían de ver presto, ella a sus suegros, y ellos a sus abuelos, de quien ya se había informado Antonio que vivían, a pesar del sentimiento que la ausencia de su hijo les había causado: supo asimismo cómo su contrario había heredado el estado de su padre, y que había muerto en amistad de su padre de Antonio, a causa que, con infinitas pruebas, nacidas de la intrincada seta del duelo, se había averiguado que no fue afrenta la que Antonio le hizo, porque las palabras que en la pendencia pasaron fueron con la espada desnuda, y la luz de las armas quita la fuerza a las palabras, y las que se dicen con las espadas desnudas no afrentan, puesto que agravian; y así, el que quiere tomar venganza dellas, no se ha de entender que satisface su afrenta, sino que castiga su agravio, como se mostrará en este ejemplo. Prosupongamos que yo digo una verdad manifiesta; respóndeme un desalumbrado que miento y mentiré todas las veces que lo dijere, y, poniendo mano a la espada, sustenta aquella desmentida; yo, que soy el desmentido, no tengo necesidad de volver por la verdad que dije, la cual no puede ser desmentida en ninguna manera, pero tengo necesidad de castigar el poco respeto que se me tuvo; de modo que el desmentido, desta suerte, puede   -fol. 150v-   entrar en campo con otro, sin que se le ponga por objeción que está afrentado, y que no puede entrar en campo con nadie hasta que se satisfaga, porque, como tengo dicho, es grande la diferencia que hay entre agravio y afrenta.

En efeto, digo que supo Antonio la amistad de su padre y de su contrario, y que, pues ellos habían sido amigos, se habría bien mirado su causa. Con estas buenas nuevas, con más sosiego y más contento, se puso otro día en camino con sus camaradas, a quien contó todo aquello que de su negocio sabía, y que un hermano del que pensó ser su enemigo le había heredado y quedado en la misma amistad con su padre que su hermano el muerto. Fue parecer de Antonio que ninguno saliese de su orden, porque pensaba darse a conocer a su padre, no de improviso, sino por algún rodeo que le aumentase el contento de hacerle conocido, advirtiendo que tal vez mata una súbita alegría como suele matar un improviso pesar.

De allí a tres días llegaron, al crepúsculo de la noche, a su lugar y a la casa de su padre, el cual, con su madre, según después pareció, estaba sentado a la puerta de la calle, tomando, como dicen, el fresco, por ser el tiempo de los calurosos del verano. Llegaron todos juntos, y el primero que habló fue Antonio a su mismo padre:

-¿Hay por ventura, señor, en este lugar hospital de peregrinos?

-Según es cristiana la gente que le habita -respondió su padre-, todas las casas dél son hospital de peregrinos, y, cuando otra no hubiera, esta mía, según su capacidad, sirviera por todas: prendas tengo yo por esos mundos adelante, que no sé si andarán agora buscando quien las acoja.

-¿Por ventura, señor -replicó Antonio-, este lugar no se llama el Quintanar de la Orden, y en él no viven un apellido de unos hidalgos que se llaman Villaseñores? Dígolo, porque he conocido yo un tal Villaseñor, bien lejos desta tierra, que si él   -fol. 151r-   estuviera en ésta, no nos faltara posada a mí ni a mis camaradas.

-¿Y cómo se llamaba, hijo -dijo su madre-, ese Villaseñor que decís?

-Llamábase Antonio -replicó Antonio-, y su padre, según me acuerdo, me dijo se llamaba Diego de Villaseñor.

-¡Ay, señor -dijo la madre, levantándose de donde estaba-, que ese Antonio es mi hijo, que por cierta desgracia ha al pie de diez y seis años que falta desta tierra! Comprado le tengo a lágrimas, pesado a suspiros y granjeado con oraciones. ¡Plegue a Dios que mis ojos le vean antes que descubra la noche de la eterna sombra! Decidme -dijo-: ¿Ha mucho que le vistes? ¿Ha mucho que le dejastes? ¿Tiene salud? ¿Piensa volver a su patria? ¿Acuérdase de sus padres, a quien podrá venir a ver, pues no hay enemigos que se lo impidan, que ya no son sino amigos los que le hicieron desterrar de su tierra?

Todas estas razones escuchaba el anciano padre de Antonio, y, llamando a grandes voces a sus criados, les mandó encender luces y que metiesen dentro de casa a aquellos honrados peregrinos; y, llegándose a su no conocido hijo, le abrazó estrechamente, diciéndole:

-Por vos sólo, señor, sin que otras nuevas os hiciesen el aposento, os le diera yo en mi casa, llevado de la costumbre que tengo de agasajar en ella a todos cuantos peregrinos por aquí pasan; pero agora, con las regocijadas nuevas que me habéis dado, ensancharé la voluntad, y sobrepujarán los servicios que os hiciere a mis mismas fuerzas.

En esto, ya los sirvientes habían encendido luces, y guiando los peregrinos dentro de la casa, y, en mitad de un gran patio que tenía, salieron dos hermosas y honestas doncellas, hermanas de Antonio, que habían nacido después de su ausencia, las cuales, viendo la hermosura de Auristela y la gallardía de Constanza, su sobrina, con el buen parecer de Ricla, su cuñada, no se hartaban de besarlas y de bendecirlas; y, cuando esperaban   -fol. 151v-   que sus padres entrasen dentro de casa con el nuevo huésped, vieron entrar con ellos un confuso montón de gente, que traían en hombros, sobre una silla sentado, un hombre como muerto, que luego supieron ser el conde que había heredado al enemigo que solía ser de su tío.

El alboroto de la gente, la confusión de sus padres, el cuidado de recebir los nuevos huéspedes, las turbó de manera que no sabían a quién acudir ni a quién preguntar la causa de aquel alboroto. Los padres de Antonio acudieron al conde, herido de una bala por las espaldas, que en una revuelta que dos compañías de soldados, que estaban en el pueblo alojadas, habían tenido con los del lugar, y le habían pasado por las espaldas el pecho; el cual, viéndose herido, mandó a sus criados que le trujesen en casa de Diego de Villaseñor, su amigo, y el traerle fue a tiempo que comenzaba a hospedar a su hijo, a su nuera y a sus dos nietos, y a Periandro y a Auristela, la cual, asiendo de las manos a las hermanas de Antonio, les pidió que la quitasen de aquella confusión y la llevasen a algún aposento donde nadie la viese. Hiciéronlo ellas así, siempre admirándose de nuevo de la sin par belleza de Auristela.

Constanza, a quien la sangre del parentesco bullía en el alma, ni quería ni podía apartarse de sus tías, que todas eran de una misma edad y casi de una igual hermosura. Lo mismo le aconteció al mancebo Antonio, el cual, olvidado de los respetos de la buena crianza y de la obligación del hospedaje, se atrevió, honesto y regocijado, a abrazar a una de sus tías, viendo lo cual un criado de casa, le dijo:

-¡Por vida del señor peregrino, que tenga quedas las manos, que el señor desta casa no es hombre de burlas; si no, a fee que se las haga tener quedas, a despecho de su desvergonzado atrevimiento!

-¡Por Dios, hermano -respondió Antonio-, que es muy poco lo que he hecho   -fol. 152r-   para lo que pienso hacer, si el cielo favorece mis deseos, que no son otros que servir a estas señoras y a todos los desta casa!

Ya en esto habían acomodado al conde herido en un rico lecho, y llamado a dos cirujanos que le tomasen la sangre y mirasen la herida, los cuales declararon ser mortal, sin que por vía humana tuviese remedio alguno.

Estaba todo el pueblo puesto en arma contra los soldados, que en escuadrón formado se habían salido al campo, y esperaban si fuesen acometidos del pueblo, dándoles la batalla. Valía poco para ponerlos en paz la solicitud y la prudencia de los capitanes, ni la diligencia cristiana de los sacerdotes y religiosos del pueblo, el cual, por la mayor parte, se alborota de livianas ocasiones, y crece bien así como van creciendo las olas del mar de blando viento movidas, hasta que, tomando el regañón el blando soplo del céfiro, le mezcla con su huracán y las levanta al cielo; el cual, dándose priesa a entrar el día, la prudencia de los capitanes hizo marchar a sus soldados a otra parte, y los del pueblo se quedaron en sus límites, a pesar del rigor y mal ánimo que contra los soldados tenían concebido.

En fin, por términos y pausas espaciosas, con sobresaltos agudos, poco a poco vino Antonio a descubrirse a sus padres, haciéndoles presente de sus nietos y de su nuera, cuya presencia sacó lágrimas de los ojos de los viejos, y la belleza de Auristela y gallardía de Periandro les sacó el pasmo al rostro y la admiración a todos los sentidos.

Este placer, tan grande como improviso; esta llegada de sus hijos, tan no esperada, se la aguó, turbó y casi deshizo la desgracia del conde, que por momentos iba empeorando. Con todo eso, le hizo presente de sus hijos, y de nuevo le hizo ofrecimiento de su casa y de cuanto en ella había que para su salud fuese conveniente; porque, aunque quisiera moverse y llevarle a la de su estado, no fuera   -fol. 152v-   posible: tales eran las pocas esperanzas que se tenían de su salud.

No se quitaban de la cabecera del conde, obligadas de su natural condición, Auristela y Constanza, que, con la compasión cristiana y solicitud posible, eran sus enfermeras, puesto que iban contra el parecer de los cirujanos, que ordenaban le dejasen solo, o a lo menos no acompañado de mujeres. Pero la disposición del cielo, que, con causas a nosotros secretas, ordena y dispone las cosas de la tierra, ordenó y quiso que el conde llegase al último de su vida; y un día, antes que della se despidiese, cierto ya de que no podía vivir, llamó a Diego de Villaseñor, y, quedándose con él solo, le dijo desta manera:

-Yo salí de mi casa con intención de ir a Roma este año, en el cual el sumo Pontífice ha abierto las arcas del tesoro de la Iglesia, y comunicádonos, como en año santo, las infinitas gracias que en él suelen ganarse. Iba a la ligera, más como peregrino pobre que como caballero rico; entré en este pueblo; hallé trabada una pendencia, como ya, señor, habéis visto, entre los soldados que en él estaban alojados y entre los vecinos dél; mezcléme en ella, y, por reparar las ajenas vidas, he venido a perder la mía, porque esta herida que a traición, si así se puede decir, me dieron, me la va quitando por momentos. No sé quién me la dio, porque las pendencias del vulgo traen consigo a la misma confusión. No me pesa de mi muerte, si no es por las que ha de costar, si por justicia o por venganza quisiere castigarse. Con todo esto, por hacer lo que en mí es, y todo aquello que de mi parte puedo, como caballero y cristiano, digo que perdono a mi matador y a todos aquéllos que con él tuvieron culpa; y es mi voluntad, asimismo, de mostrar que soy agradecido al bien que en vuestra casa me habéis hecho, y la muestra que he de dar deste agradecimiento no será así comoquiera,   -fol. 153r-   sino con el más alto estremo que pueda imaginarse. En esos dos baúles que ahí están, donde llevaba recogida mi recámara, creo que van hasta veinte mil ducados en oro y en joyas, que no ocupan mucho lugar; y, si como esta cantidad es poca, fuera la grande que encierra las entrañas de Potosí, hiciera della lo mismo que desta hacer quiero. Tomalda, señor, en vida, o haced que la tome la señora doña Constanza, vuestra nieta, que yo se lo doy en arras y para su dote; y más, que le pienso dar esposo de mi mano, tal que, aunque presto quede viuda, quede viuda honradísima, juntamente con quedar doncella honrada. Llamadla aquí, y traed quien me despose con ella; que su valor, su cristiandad, su hermosura, merecían hacerla señora del universo. No os admire, señor, lo que oís, creed lo que os digo, que no será novedad disparatada casarse un título con una doncella hijadalgo, en quien concurren todas las virtuosas partes que pueden hacer a una mujer famosa. Esto quiere el cielo, a esto me inclina mi voluntad; por lo que debéis al ser discreto, que no lo estorbe la vuestra. Id luego, y, sin replicar palabra, traed quien me despose con vuestra nieta, y quien haga las escrituras tan firmes, así de la entrega destas joyas y dineros, y de la mano que de esposo la he de dar, que no haya calumnia que la deshaga.

Pasmóse a estas razones Villaseñor, y creyó sin duda alguna que el conde había perdido el juicio, y que la hora de su muerte era llegada, pues en tal punto, por la mayor parte, o se dicen grandes sentencias o se hacen grandes disparates; y así, lo que le respondió fue:

-Señor, yo espero en Dios que tendréis salud, y entonces con ojos más claros, y sin que algún dolor os turbe los sentidos, podréis ver las riquezas que dais y la mujer que escogéis; mi nieta no es vuestra igual, o a lo menos no está en potencia propincua, sino   -fol. 153v-   muy remota, de merecer ser vuestra esposa, y yo no soy tan codicioso que quiera comprar esta honra que queréis hacerme, con lo que dirá el vulgo, casi siempre mal intencionado, del cual ya me parece que dice que os tuve en mi casa, que os trastorné el sentido y que por vías de la solicitud codiciosa os hice hacer esto.

-Diga lo que quisiere -dijo el conde-; que si el vulgo siempre se engaña, también quedará engañado en lo que de vos pensare.

-Alto, pues -dijo Villaseñor-: no quiero ser tan ignorante que no quiera abrir a la buena suerte que está llamando a las puertas de mi casa.

Y con esto se salió del aposento, y comunicó lo que el conde le había dicho con su mujer, con sus nietos, y con Periandro y Auristela, los cuales fueron de parecer que, sin perder punto, asiesen a la ocasión por los cabellos que les ofrecía, y trujesen quien llevase al cabo aquel negocio.

Hízose así, y en menos de dos horas ya estaba Costanza desposada con el conde, y los dineros y joyas en su posesión, con todas las cir[c]unstancias y revalidaciones que fueron posible hacerse. No hubo músicas en el desposorio, sino llantos y gemidos, porque la vida del conde se iba acabando por momentos. Finalmente, otro día después del desposorio, recebidos todos los sacramentos, murió el conde en los brazos de su esposa la condesa Costanza, la cual, cubriéndose la cabeza con un velo negro, hincada de rodillas y levantando los ojos al cielo, comenzó a decir:

-Yo hago voto...

Pero, apenas dijo esta palabra, cuando Auristela le dijo:

-¿Qué voto queréis hacer, señora?

-De ser monja -respondió la condesa.

-Sedlo, y no le hagáis -replicó Auristela-, que las obras de servir a Dios no han de ser precipitadas, ni que parezcan que las mueven acidentes, y éste de la muerte de vuestro esposo, quizá os hará prometer lo que después, o no podréis, o no querréis cumplir. Dejad en   -fol. 154r-   las manos de Dios y en las vuestras vuestra voluntad, que así vuestra discreción, como la de vuestros padres y hermanos, os sabrá aconsejar y encaminar en lo que mejor os estuviere. Y dése agora orden de enterrar vuestro marido, y confiad en Dios, que quien os hizo condesa tan sin pensarlo os sabrá y querrá dar otro título que os honre y os engrandezca con más duración que el presente.

Rindióse a este parecer la condesa, y, dando trazas al entierro del conde, llegó un su hermano menor, a quien ya habían ido las nuevas a Salamanca, donde estudiaba. Lloró la muerte de su hermano, pero enjugáronle presto las lágrimas el gusto de la herencia del estado. Supo el hecho; abrazó a su cuñada; no contradijo a ninguna cosa; depositó a su hermano para llevarle después a su lugar; partióse a la corte para pedir justicia contra los matadores; anduvo el pleito; degollaron a los capitanes y castigaron muchos de los del pueblo; quedóse Costanza con las arras y el título de condesa; apercibióse Periandro para seguir su viaje, a quien no quisieron acompañar Antonio el padre, ni Ricla, su mujer, cansados de tantas peregrinaciones, que no cansaron a Antonio el hijo, ni a la nueva condesa, que no fue posible dejar la compañía de Auristela ni de Periandro.

A todo esto, nunca había mostrado a su abuelo el lienzo donde venía pintada su historia. Enseñósele un día Antonio, y dijo que faltaba allí de pintar los pasos por donde Auristela había venido a la Isla Bárbara, cuando se vieron ella y Periandro en los trocados trajes: ella en el de varón, y él en el de hembra (metamorfosis bien estraño), a lo que Auristela dijo que en pocas razones lo diría. Que fue que, cuando la robaron los piratas de las riberas de Dinamarca a ella, Cloelia y a las dos pescadoras, vinieron a una isla despoblada a repartir la presa entre ellos, y «no pudiéndose hacer   -fol. 154v-   el repartimiento con igualdad, uno de los más principales se contentó con que por su parte le diesen mi persona, y aun añadió dádivas para igualar la demasía. Entré en su poder sola, sin tener quien en mi desventura me acompañase; que de las miserias suele ser alivio la compañía; éste me vistió en hábitos de varón, temeroso que en los de mujer no me solicitase el viento; muchos días anduve con él peregrinando por diversas partes, y sirviéndole en todo aquello que a mi honestidad no ofendía; finalmente, un día llegamos a la Isla Bárbara, donde de improviso fuimos presos de los bárbaros, y él quedó muerto en la refriega de mi prisión, y yo fui traída a la cueva de los prisioneros, donde hallé a mi amada Cloelia, que por otros no menos desventurados pasos allí había sido traída, la cual me contó la condición de los bárbaros, la vana superstición que guardaban, y el asunto ridículo y falso de su profecía. Díjome asimismo, que tenía barruntos de que mi hermano Periandro había estado en aquella sima, a quien no había podido hablar por la priesa que los bárbaros se daban a sacarle para ponerle en el sacrificio»; y que había querido acompañarle para certificarse de la verdad, pues se hallaba en hábitos de hombre; y que, así, rompiendo por las persuasiones de Cloelia, que se lo estorbaban, salió con su intento, y se entregó de toda su voluntad para ser sacrificada de los bárbaros, persuadiéndose ser bien de una vez acabar la vida, que no de tantas gustar la muerte, con traerla a peligro de perderla por momentos; y que no tenía más que decir, pues sabían lo que desde aquel punto le había sucedido.

Bien quisiera el anciano Villaseñor que todo esto se añadiera al lienzo, pero todos fueron de parecer que no solamente [no] se añadiese, sino que aun lo pintado se borrase, porque tan   -fol. 155r-   grandes y tan no vistas cosas no eran para andar en lienzos débiles, sino en láminas de bronce escritas, y en las memorias de las gentes grabadas.

Con todo eso, quiso Villaseñor quedarse con el lienzo, siquiera por ver los bien sacados retratos de sus nietos y la sin igual hermosura y gallardía de Auristela y Periandro.

Algunos días se pasaron poniendo en orden su partida para Roma, deseosos de ver cumplidos los votos de su promesa. Quedóse Antonio el padre y no quiso quedarse Antonio el hijo, ni menos la nueva condesa; que, como queda dicho, la afición que a Auristela tenía la llevara no solamente a Roma, sino al otro mundo, si para allá se pudiera hacer viaje en compañía. Llegóse el día de la partida, donde hubo tiernas lágrimas y apretados abrazos y dolientes suspiros, especialmente de Ricla, que en ver partir a sus hijos se le partía el alma. Echóles su bendición su abuelo a todos, que la bendición de los ancianos parece que tiene prerrogativa de mejorar los sucesos. Llevaron consigo a uno de los criados de casa, para que los sirviese en el camino, y, puestos en él, dejaron soledades en su casa y padres, y en compañía, entre alegre y triste, siguieron su viaje.