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Luz para conocimiento de los gentiles

Alonso de Oropesa



[Versión latina]




ArribaAbajoComienza la dedicatoria al reverendísimo padre e Ilustrísimo Señor don Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y nobilísimo primado de España, del libro titulado: Luz para conocimiento de los gentiles y gloria del pueblo de dios Israel, sobre la unidad de la fe y la igualdad de los fieles en paz y concordia

Al reverendísimo padre y señor, ilustrísimo don Alfonso Carrillo Arzobispo de Toledo y nobilísimo primado de España, fray Alonso de Oropesa, indigno suplicante suyo y con razón servidor e hijo inútil. Prior de San Bartolomé de Lupiana y también inmerecidamente General de la Orden de San Jerónimo de España, y de verdad servidor inútil, besando sus sagradas manos se ofrece dócil a sus mandatos y afanoso a los ministerios religiosos.

«Nada tanto solió dañar a los hombres -según dice el gran Crisóstomo- como el menospreciar la amistad y no guardarla con gran afán y dedicación completa; así como, por el contrario, no hay nada que tan bien modere y dirija los asuntos humanos como el promoverla con todas las fuerzas. Es exactamente lo mismo que Cristo insinuaba diciendo: Si dos de vosotros se ponen de acuerdo para pedir algo, lo conseguirán. Y también: Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará. Pues tal menosprecio generó todas las herejías, ya que, al no amar a los hermanos, se envidiaban, y de esa envidia se pasaban al deseo de dominar, y por último de esa ambición nacían las herejías.»

Y con estas palabras el santo varón intenta hacer ver dos cosas: primero, que todas las herejías y todos los cismas habían brotado de la envidia, que es contraria a la caridad, y abandonándola se adelanta siempre la perturbada mala conciencia. Y como la caridad, según el Apóstol, debe salir en nosotros de un corazón puro, de buena conciencia y de fe no fingida, es natural que al perderse la caridad también a la vez quede herido el corazón, lastimada la conciencia, y finalmente corrompida la fe. Y contaminada en sus entrañas la mente viciosa al punto intenta ocultar al exterior sus heridas con palabras y acciones simuladas, designándolas con nombre de virtudes si le es posible; pero después se torna al afán de riña, ya que, como él mismo añadía: la vida impura hace los cismas; pues todo el que obra mal odia la luz. Por eso, sobre el corazón puro, la conciencia buena y la fe no fingida luego añade el Apóstol: «Algunos, desviados de esta línea de conducta, han venido a caer en una vana palabrería; pretenden ser maestros de la Ley sin entender lo que dicen ni lo que tan rotundamente afirman». Y hablando después de la buena conciencia concluye al final: «Algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe». También de ellos es de quienes mucho antes se lamenta y queja el Apóstol diciendo: «El Espíritu dice claramente que en los últimos días algunos apostatarán de la fe entregándose a espíritus engañosos y a doctrinas diabólicas, por la hipocresía de embaucadores que tienen marcada a fuego su propia conciencia».

Lo segundo que hay que considerar con ánimo atento es que continuamente los verdaderos hijos de la Iglesia habrán de alzarse con vigorosos esfuerzos contra estos errores, luchando con todas sus fuerzas en favor de la concordia, de la paz, de la verdadera fe, de la buena conciencia y de la caridad no fingida. Y no sin razón, cuando no hay nada que se descubra tan útil y tan provechoso para el género humano, y nada tan nocivo y tan pernicioso como el violar el amor cristiano y la caridad evangélica. Por donde justamente nos manda guardarla con gran afán y completa dedicación, y en verdad con toda razón, ya que en otra parte dice él mismo que la caridad es el estandarte propio de la religión cristiana por la que se reconocen los discípulos de Cristo: es la medicina de nuestros males, limpia las manchas de nuestra alma, es la escalera que conduce hasta el cielo, liga el cuerpo de Cristo.

Así pues, mientras estaba en la vida religiosa como novicio y joven converso en nuestra casa de Guadalupe, que por su grandeza y veneración aparece ante todo el mundo como insigne y venerable, surgió un gran cisma entre los fieles y el inevitable escándalo: se hirió la caridad, se turbó la paz, se oprimió la fe, se confundió la esperanza, se violaron los derechos de Cristo, los atavíos del evangelio y los vínculos de la religión cristiana, cuando ciertos hombres malvados, movidos de la envidia, comenzaron a apremiar a los convertidos del judaísmo diciendo que no se los podía recibir a los honores y dignidades del pueblo de Dios en igualdad con los que se habían convertido de la gentilidad, que, como se lee, fueron los que principalmente constituyeron la Iglesia, ni tampoco a los oficios y beneficios eclesiásticos y seculares; sino que había que apartarlos de ellos por ser neófitos, citados por San Pablo, sospechosos en la fe cristiana y disconformes con los sacramentos de la Iglesia.

Así comenzaron a mentir en vez de decir la verdad, y teniendo celo de la ley, a destruirla, alegando junto con ello para reafirmar su error no sé qué más equívocas razones tanto de las instituciones canónicas como de las leyes civiles, queriendo dividir a Cristo en contra del Apóstol, como si él no fuese nuestra paz que hizo uno de ambos pueblos, y como si no fuese la piedra angular que unió una y otra pared, de estos dos pueblos, es decir, de los gentiles y de los judíos; o como si no hubiera deshecho sus enemistades en su cuerpo sobre el madero para rehacer en sí mismo un nuevo hombre, dando la paz para reconciliar a ambos con Dios en un solo cuerpo.

Sino que contra el Apóstol todavía habría diferencia entre judío y griego y no habría un mismo Señor de todos, rico para todos los que lo invocan; o como si el prepucio y la circuncisión valiesen algo ante Cristo y ya no en uno y otro la nueva creación; o como si no fuésemos todos, ya judíos ya gentiles, un solo cuerpo en Cristo y cada uno miembros unos de otros.

Esto dijeron y se equivocaron no entendiendo los misterios de Dios. Por lo cual me asombré cuando me llegaron semejantes razones y quedé admirado de la audacia y también de la saña de esos imprudentes, considerando callada pero atentamente que esta envidia no solamente hiere y divide a los hermanos sino que también alcanza al mismo Señor de la Majestad, en cuanto que ofende al mismo gloriosísimo Jesús negando que sea universal e igual redentor de todos los hombres, e igualmente aminorando y oprimiendo la grandeza y libertad del evangelio cual si Cristo no lo mandase predicar por todo el mundo y a toda criatura y como si no hubiera dispuesto que todos fuesen bautizados sin diferencias en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, ni hubiera prometido que se salvarían todos los creyentes, ni hubiera dado el poder de hacerse hijos de Dios a todos los que creyeran en su nombre, y como si todos los que llegan a Cristo y creen en él no fuesen verdaderamente libres aunque el Hijo en verdad los hubiera liberado. De donde claramente se deducía que estos hombres destruían el evangelio queriendo defenderlo y rebajaban la Iglesia de Cristo al nivel de la sinagoga: de tal modo que, así como allí el sacerdocio, las dignidades y los oficios se asignaban por la Ley a determinadas personas de los judíos, incluso aún a determinada tribu y familia, y a ellos se les conferían y no a otros, lo que era una gran imperfección, así también éstos reducirían la Iglesia de Cristo a esta estrechez y servidumbre. Y no ven en ello cuánto daño hacen y cómo judaizan, ni ninguno de ellos comprende que como jabalí salvaje extermina la Iglesia, es decir, la pone fuera de sus términos al romper entre sus fieles los vínculos de la caridad y de la fe; y de esa forma como fiera solitaria la devora y se apodera de ella, cuando se la apropia y adjudica para sí y para algunos otros, arrojando a los demás, como en otro tiempo el profeta se lamentaba de ello triste y lloroso.

Teniendo en cuenta, pues, que, ya que los perros ladran por sus amos, mucho más tenemos nosotros que ladrar por Cristo y defender su fe y sus derechos y gastar en su servicio todas nuestras fuerzas y posibilidades, como había aprendido de nuestro gloriosísimo padre Jerónimo; y todavía más, que mejor hubiéramos de morir antes que callar por su fe y honor, al punto no oculté su amor y su verdad ante la gran asamblea, especialmente porque esta contagiosa opinión ya se había difundido como el cáncer; por eso, según el oficio que por aquel entonces desempeñaba de predicar, comencé libremente a hablar al pueblo descubriendo todos los escondrijos de tal error y engaño; y habiéndolo hecho durante algún tiempo exponiendo las explicaciones acerca de la verdad de la fe, de la unidad de los fieles, de su convivencia y de la igualdad de todos ante la ley, y también de la caridad cristiana y de la paz evangélica, habiendo tratado muchos temas que fueron del agrado de muchos, el venerable Padre del monasterio que entonces me gobernaba en el lugar de Dios me aconsejó, incluso me instó y mandó que escribiese algo sobre el tema para información y utilidad de los ausentes y de los que vinieran después; lo que finalmente obedecí, como debía, aunque lo había llevado a mal por no estar acostumbrado y no atreverme a tal modo de enseñar.

Por lo tanto me había propuesto dividir la obra en dos partes que había juzgado apropiadas al tema y útiles a los creyentes, como al comienzo de la obra ya lo había matizado en el prefacio, y ya había desarrollado su primera parte hasta el capítulo cuarenta según lo que me había dado a entender el mismo Jesús, gloriosísimo redentor nuestro y generoso dispensador de los dones celestiales. Pero he aquí que, de pronto, apartado de aquellos queridos hermanos, fui como si fuese arrancado de sus entrañas, y aunque inexperto y joven, y forzado, por presión de obediencia fui inducido, cual arrancado de los pechos de la madre, es decir de aquella tan religiosa y venerable casa nuestra, a regir nuestra casa de Talavera donde milité por algún tiempo, aunque inútilmente. Y transcurriendo el tiempo, aunque indigno, he sido traído hasta aquí para regir y atender a toda la Orden y para estar continuamente presente en esta santa casa, a la que vuestra reverendísima paternidad ha tenido la amabilidad de honrar y adornar con gran munificencia, y que fue nuestro comienzo y siempre es cabeza de la Orden.

Aunque en tiempos pasados me vi envuelto por los ruegos y exhortaciones de muchos varones, tanto nobles como religiosos, para que continuase escribiendo la obra, sobre todo su primera parte que ya abarcaba bastantes capítulos, y la presentase completa para ser leída; sin embargo, porque no se hace bien lo que se hace en medio de ocupaciones y me encontraba dedicado al gobierno y envuelto en innumerables remolinos de asuntos y preocupaciones tales que absorbían en uno mi mente y mi espíritu hasta tal punto que, como suele decirse, me olvidé hasta de mi propio nombre, por eso lo aplacé y lo abandoné porque el decir ya en cierto modo se me había ido. Pues es demasiado agitada la vida del que tiene que gobernar un pueblo y que absorbe y exige a la persona entera, aunque se presente como noble y admirable y se estime agradable para los que aman la vida del siglo, y que para alcanzarla y disfrutarla recorren con grandes afanes y celo las tierras y el mar, visitan las cortes y en cierta forma sirven a innumerables señores; cuya pasión y ambición casi revuelve todo nuestro tiempo y agita y sacude la Iglesia de Cristo con luchas internas.

Sin embargo, como juzga el Crisóstomo y a mí también me parece, no se le puede llamar vida, sino muerte: es decir, desgarrar y dividir una vida en la múltiple administración de cosas y de personas: tanto se vive cuanto se sirve a las personas, pero negándose completamente a sí mismo el tiempo para vivir.

Pero había que añadir a esto la no pequeña dificultad que rodeaba la obra: pues en verdad es muy difícil preparar del todo la doctrina de Dios y de nuestro Salvador sin dar ninguna ocasión de escándalo ni siquiera a los débiles, sobre todo en estos tiempos peligrosos en que por todas partes bullen los males e incluso los vicios ocupan la tierra y hasta en cierto modo todo está mezclado; y el peor de los males que cierra el paso a cualquier remedio es que los mismos vicios han pasado a ser costumbres y ocupan el puesto de la virtud, de tal forma que cualquiera que se desvíe del camino de la doctrina repose en la asamblea de los gigantes. También es bastante desvergonzada la época presente y difícil de componer: lasciva, lúbrica, poco apropiada para la enseñanza de la virtud y para comprenderla bien y al contrario dispuesta para devolver con frecuencia insultos al que enseña y corrige.

Por eso no sin razón había decidido callar y guardar silencio por los buenos, no fuera que llevado de un celo excesivo y no estando tan bien instruido hiriese a alguien con mis palabras, pues todos caemos muchas veces, y si alguno no cae hablando, es un hombre perfecto, especialmente cuando hay quienes no pierden ocasión de censurar: aquellos que, no por la verdad, sino por costumbre o curiosidad, y, lo que sería peor, por amargura y envidia investigan las acciones ajenas, hablan siempre de lo ajeno, juzgan y sentencian lo ajeno: y ellos juzgan la vida y el espíritu del escritor según las cosas que dice.

De aquí que el famoso teólogo Gregorio Nacianceno, al describir los males de nuestro tiempo me llenó de temor y me indujo a sacarme de en medio y esconderme; cuyas palabras que ya hacía tiempo que se habían fijado en mi interior y que estimé que podían ser provechosas a muchos lectores, aún faltando a la brevedad, quise copiar aquí literalmente: «Todo lo ataca y revuelve el enemigo -dice- y guerrea como en tupida niebla para que tanto más contiendan entre sí los miembros hasta que desaparezcan los restos que pudiera haber de caridad; mientras nosotros los sacerdotes adquirimos nuevos nombres y, según está escrito, se extiende el oprobio sobre los jefes, las personas alejan todo temor y triunfa por todas partes la imprudencia. El que quiere la ciencia la reclama para sí: lo alto y lo profundo del espíritu juzga que está dentro de sí; de ahí que todos como entendidos y universales queramos ver de reprender a los demás y juzgar a los impíos; entre tanto también escogemos jueces sobre Dios, a aquellos que ignoran al Señor, arrojando lo santo a los perros y poniendo perlas ante los cerdos al anunciar los misterios divinos con oídos y mentes sucias: lo que acaece ciertamente en favor de nuestros enemigos, quienes, aunque no les está permitido asistir a nuestra iglesia, sin embargo pisotean nuestras cosas santas mediante nosotros mismos. Por eso abrimos a todos no las puertas de la justicia, sino la entrada a la maldición y al desprecio y el camino de la insolencia; y estimamos como mejores no a los que evitan hasta las palabras ociosas por temor de Dios, sino sólo a los que pueden detractar más y con mayor dureza a los hermanos, o a los que sutilmente y bajo figuras saben morder y ponen bajo su lengua el dolor y la molestia y tienen veneno de víbora en sus labios. Con toda atención mutuamente nos observamos los pecados, pero no los nuestros, sino los ajenos: no para lamentarlos sino para imputarlos y reprobarlos, no para curarlos sino para abrir más herida; juzgamos como buenos y como malos no por las costumbres ni por el trato sino por lo que nos toca, y lo que hoy nos agradaba de uno nos desagradaría mañana si se refiriese a otro, y a los que alabábamos ayer los culparíamos hoy; y también lo que es culpa delante de otros a nosotros nos es motivo de admiración; fácilmente y con frecuencia perdonamos todo a los que nos favorecen, aunque obrasen despiadadamente, para que en los males aparezcamos bondadosos y de alma grande».

«Todo se ha vuelto como en el principio cuando el mundo todavía no estaba en su orden ni su apariencia arreglada, sino cuando todo estaba confuso y desarreglado recabando la poderosa mano y la fuerza del creador.

Estamos, pues, como en una batalla nocturna a la débil luz de la luna frecuentemente ensombrecida por el paso de sucesivas nubes sin conocimiento ni discernimiento de compañeros o enemigos. O como en un combate naval en que el viento sopla con violencia y se levanta el oleaje, retumba el choque de las astas, brama el griterío naval, resuena el crujido de las naves, los lamentos de los heridos se mezclan completamente con el mugir del viento y no hay oportunidad ni para el valor ni para la decisión. Así también nosotros, miserables, nos arrojamos unos sobre otros y nos mordemos mutuamente y nos desgarramos para aniquilarnos.»

«¿Pero quizás así sea la plebe mas no los sacerdotes? Más bien me parece que ahora se está cumpliendo el dicho: Se hizo el sacerdote como el pueblo; lo que alguna vez se decía en forma de maldición. ¿O quizás el populacho ignorante e inexperto se lance al mal y no los más nobles y los más grandes del pueblo? Más bien éstos atacan a los sacerdotes más abiertamente y con mayor fuerza. ¿Pero quizás todavía hacen esas cosas porque también ellos son del siglo, mientras que los que de entre nosotros se moderan y con ello, según se dice, se dedican a Dios, actúan mansamente? También éstos mueven guerra abierta y lucha desvergonzada contra los sacerdotes, tanto más que, bajo la apariencia del hábito religioso, más fácilmente les puede creer el populacho aún cuando calumnien, principalmente cuando tratan cuestiones de fe, que es lo más importante. No me refiero a aquéllos entre los que yo busco y deseo contarme que toman sobre sí la lucha por la verdad con decisión íntegra y sana y que exponen sus vidas y sus cuellos por la fe en Dios: mucho mejor es tal lucha que acerca a Dios, que no la paz que de Dios aleja; por eso el Espíritu Santo manda ser luchador manso. No me refiero por tanto a estos luchadores entre los que quisiera encontrarme, sino que hay algunos que promueven grandes riñas por pequeñas cosas o palabras, o también estimulados por motivos humanos y no divinos; éstos atraen muchos compañeros a su locura imponiendo a la contienda y arrogancia el grandioso y venerable nombre de la fe, tiñendo el motivo de su torpe intención con la apariencia de este noble apelativo. Por ello, según me parece, somos aborrecidos por los gentiles y, lo que todavía es más grave, perdemos la confianza de expresarnos: que nos odiaron sin motivo.»

«Pero incluso nosotros mismos muy mal nos hacemos apreciar por el pueblo y peor por aquellos que aparecen honestos y religiosos en medio de la gente. Pues cuando ellos oyen algo culpable o reprensible contra alguno de los sacerdotes o ministros de Dios, de parte de aquellos que araron sobre nuestras espaldas, reciben las acusaciones como más reprobables a causa de su propia honradez y religiosidad, y lo que ya habían creído de uno lo piensan de todos; y nos hemos convertido en un teatro público y no ante los ángeles y los hombres, como decía Pablo, el atleta de Dios, que se fatigaba en su lucha contra los principados y las potestades, sino que nos hemos convertido en teatro para gente abyecta e indigna, y aún diría que para monstruos y fieras; durante todo el tiempo y en todas partes, en las plazas y en las tabernas, en banquetes, en reuniones, y también, lo que tengo que decir con lágrimas, hasta al mismo escenario nos llevan y nos hacen la burla torpes y desvergonzados actores; y ya nada resulta tan agradable en las farsas y nada tan gracioso se representa en las comedias como el cristiano. Pero esto nos viene de nosotros mismos cuando nos atacamos mutuamente, cuando nos hacemos demasiado universales, demasiado fieles y movidos del celo de Dios, aunque no como convendría, y luchando por Dios, pero no como sería oportuno ni como está dispuesto en la ley de la lucha; pues nuestra lucha lleva a que alcancemos una victoria infamante y más a que perdamos la palma venciendo en la lucha. ¿O es que acaso no hemos leído que nadie será coronado a no ser que luche legítimamente? Al que lucha no le basta el valor sino que tiene que guardar las reglas del arte católico. Por lo que veo tú luchas por Cristo contra Cristo: pues, como está escrito, los gentiles blasfeman el nombre de Dios a causa de nosotros». Hasta aquí son las palabras de Gregorio Nacianceno que he querido transcribir por entero para que vuestra reverendísima paternidad atentamente vea entre qué sinuosas escolleras quiere que navegue y en qué tormentas me confía las velas del barco.

Me manda, pues, que concluya de una vez dicho opúsculo y se lo entregue concluido para que lo lea: tarea demasiado grande para mis fuerzas y llena de peligro y sobre la que ya había decidido definitivamente esconderla y, cual siervo inútil del Señor, perezoso y cobarde enterrar este talento; sobre todo cuando ya había pasado el año undécimo en que la pluma había guardado silencio abandonando el trabajo, se había debilitado mi ánimo y hasta el ingenio se había cubierto como de orín.

He sabido ciertamente el deseo santo y digno de admiración de vuestra reverendísima paternidad; he conocido su altísima mente y la de nuestro gloriosísimo santo Ildefonso cuyo puesto y sede ocupa, semejante en los sentimientos, cuya vida admirable se dio por entero a la lucha y a la acción por Cristo, por su pueblo y por su ley: deshizo las herejías, reformó las costumbres, ilustró la fe, acrecentó la caridad y en sus días restituyó a Dios un pueblo que le agradase cumplidor del bien, al que también liberó con gran esfuerzo de la funesta mancha de la herejía, como si de él mucho antes se hubiera escrito: «En sus días fue excavado el depósito de agua, un estanque como el mar de ancho. El cuidó de su pueblo para evitar su ruina y fortificó la ciudad contra el asedio. Consiguió la gloria en presencia de los gentiles y reconstruyó la entrada y el atrio del templo. Como el lucero del alba en medio de las nubes, como la luna llena, como el sol que brilla sobre el templo del Altísimo, como el arco iris que ilumina las nubes de gloria, como flor del rosal en primavera, como lirio junto a un manantial, como brote del Líbano en verano, como fuego e incienso en el incensario, como vaso de oro macizo adornado de toda clase de piedras preciosas, como olivo floreciente en frutos, como ciprés que se eleva hasta las nubes». Así pues este varón lleno de obras para Dios y esclarecido en la fe transformó para sí Ildefonso (que se interpreta como «fuente elevada») la totalidad y la grandeza de todas las virtudes de los grandes hombres. Por eso alcanzó todos los bienes ya que se afanaba en renovar constantemente la fe y caridad que de Dios había recibido clarificándola con buenas obras; y siendo justo y gran experto en lo celestial y en lo humano, orientaba con gran interés estas virtudes y adquisiciones magníficas, reunidas con gran cuidado, hacia la religión de Jesucristo y el culto de Dios altísimo y la salvación y paz de los prójimos. Tal debía ser el pontífice que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores y encumbrado por encima de los cielos. Ojalá tal sumo pontífice nuestro nos muestre la divina clemencia cual ha querido darnos en estos días malos: luchador de la fe y defensor de la justicia, protector de la Iglesia de Dios y noble patrocinador y amante ferviente de la vida religiosa. Y no creamos que sea imposible, puesto que no se ha acortado el poder de Dios para que pueda salvarnos, ni se ha tapado los oídos para no escucharnos. Ni pierda la confianza vuestra noble y devota constancia:

«Pues no obtuvo otra naturaleza ni alma de otra clase -diría con el Crisóstomo-, ni habitó otro mundo, sino en la misma tierra y región y fue creciendo bajo las mismas leyes y costumbres; como vuestro cuerpo, así el suyo y así fue el alma; entró en el mundo por vuestro mismo camino y utilizó los mismos alimentos, vivió los mismos sentimientos de la vida y respiró el mismo aire; y, sin embargo, su cultivo de la fe y el ardor de la caridad y la pureza del corazón y su admirable y clara entrega superó muy por encima a todos los hombres de hoy o a los de aquel entonces». Pero el que a él le concedió estos dones, os los concederá a vosotros, el que da con abundancia y no se retrasa: pues Dios no tiene acepción de personas ni se niega a los que lo veneran, sino que, quien lo hizo a él ministro idóneo del nuevo Testamento según el Espíritu y no según la letra, también os hará a vosotros con tal que la mente aspire al cielo, siga siempre a Cristo como guía y viva de continuo bajo sus leyes. Esto lo he compuesto brevemente fuera de intento, llevado de la fogosidad y arrastrado por el gran amor de tan glorioso pontífice nuestro; pero no con menos ardor deseando que vuestra reverendísima paternidad se hiciera semejante a él en todo, ya que tantos dones de gracias Dios os ha concedido: fe ferviente, devoción sincera, caridad generosa y también magnanimidad junto con una admirable fortaleza de cuerpo y de espíritu; y entre todo ello el buen testimonio de los hombres y el amor respetable, que no son pequeño don de Dios.

Por ello me permitirá que incluya lo que escribe nuestro gloriosísimo padre Jerónimo a Florencio en su carta sobre la amistad: «De tal forma se extiende la fama de tu amor que no sólo es laudable o de alabar quien te ama, sino que también hay que juzgar que obra mal quien no te ama». Que cada cual sienta lo que quiera, pero, si a mí no me engaña el afecto ya que somos proclives a creer lo que nos agrada, yo admiro la humildad de tan gran pontífice, exalto su virtud, anuncio su caridad, reconozco su fe y devoción; pero su magnanimidad se anuncia a sí misma de tal forma que no necesita otro que la alabe. Y como todas estas cosas son dones de Dios altísimo y, cual semillas de virtudes celestiales maravillosamente añadidas a vuestra reverendísima paternidad, hacen ver cierta clase de buen presagio de bienes posteriores y esperanza de grandes obras, deseo con todas mis fuerzas que todo ello pase a más ricos carismas, como nos enseña y manda el Apóstol que nos superemos y en los que se propone mostrarnos un camino más noble.

Accedí, por tanto, a los mandatos de tan noble y gran pontífice: ya que ni podía ni debía desoír vuestras órdenes, séame permitido decir con nuestro gloriosísimo padre Jerónimo que la caridad de Cristo concedió a mi humildad gran confianza para escribir en veneración vuestra, como a vos hizo humilde de corazón, amante de la piedad y rico en obras de bendición.

Heme aquí, pues, a este hombrecillo cualquiera del pueblo de Dios llevado del mandato de la ley para que no aparezca vacío en la presencia del Señor, sino que ofrezca según mis posibilidades y de acuerdo a la bendición que Dios mi Señor me ha dado; con toda reverencia ofrezco y presento de rodillas a vuestra paternidad reverendísima y gran sacerdote, cual preparado ante la puerta del tabernáculo, esta pobre aunque racional ofrenda: la primera parte de esta obra, para que la examine y juzgue con diligencia según lo que vuestro oficio exige y, o la rechace del sacrificio de Dios como impura e indigna, o la inmole y ofrezca a Dios altísimo, si viese que convenía, y después la entregue a la Iglesia, anuncie que la conozcan y la prescriba al pueblo cristiano.

Pero le ruego y pido humildemente que me libere de las calumnias de los hombres y defienda con su noble y gran autoridad, si fuese necesario, esta obra de tanto trabajo, hecha con sincera intención y ofrecida y dedicada a vuestra paternidad reverendísima por cuyo mandato la he completado como en vigilias furtivas. Pues sé que he de tener escudriñadores y jueces en buen número y ojalá no sean jueces nuestros enemigos. Y no es de admirar si la envidia gruñe contra mí, que soy tan poca cosa, cuando también se encendió enconada envidia contra varones tan doctos como Terencio, Virgilio y Tulio, además de otros tales, y también contra nuestro bienaventurado Jerónimo, quienes por la excelencia y grandeza de su fama hubieran debido verse libres de la envidia. Pues siempre en público no sólo la valentía tiene émulos y los rayos hieren las cimas de las montañas -como dice él con Quintiliano-, sino también al que se oculta muy lejos de las ciudades, de la plaza, de los litigios y de las turbas lo encuentra la envidia; y ojalá solamente los sabios juzgasen y sentenciasen con cualquier parecer sobre esto: entonces se encontrarían felices las artes -como escribe nuestro glorioso Jerónimo- si sólo los artífices juzgaran de ellas; pero con frecuencia se presentan a juzgar personas apresuradas e ignorantes que recriminan y condenan todo lo que no entienden, creyendo que es señal de sabiduría juzgar de todo y recriminarlo todo al no entender -como escribe el Apóstol- ni lo que dicen ni lo que afirman.

Si a vuestra paternidad no desagrada, quise que fuese el título del libro: Luz para conocimiento de los gentiles y gloria del pueblo de Dios Israel, aunque en la misma faz del título dé a mis detractores gran motivo de criticarme y objetarme de pretender engreírme contra lo dicho por el Apóstol; pues el título no indica presunción del autor ni grandeza de la pluma y de la obra, sino que sirve a la dignidad de la materia que trata y de que consta el libro al proclamar y predicar por todo él a Jesucristo, que es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y de quien cantó el justo Simeón proféticamente el título indicado. A esto hay que añadir que en la primera parte de esta obra, desde el comienzo de la Iglesia naciente hasta su último término, se teje y describe entera la fe de Cristo, a la que el apóstol Pedro nos manda prestar atención como a lámpara que luce en lugar oscuro, y como quedará claro a los que lo miren con mente sana.

También a eso se suma que el libro está escrito contra la ignorancia de algunos fieles que vinieron de la gentilidad a la fe de Cristo, para hacerles ver más claro que todos nosotros, junto con aquellos que ingresaron a la Iglesia de Cristo desde el judaísmo, hemos de ser un solo pueblo en todo íntegro y perfecto, y unido en la fe y en la caridad sin disparidad alguna. Por ello estimo bien puesto lo de Luz para conocimiento de los gentiles, es decir, de aquellos que de la gentilidad vinieron a la fe de Cristo. Finalmente, y aún más respecto a esto, el discurso tiende y todo el contexto del libro se orienta a que se quite este oprobio y afrenta de nuestros fieles que vinieron del judaísmo a Cristo y que antes de su venida se solían llamar en las sagradas escrituras Israel Pueblo de Dios; lo que ciertamente indicaba su honor, favor y gloria y en lo que también se ve por consiguiente que Cristo, nuestro legislador, haya venido según la carne de su raza, a saber, de la descendencia de David, y que, como atestigua Juan evangelista: «la salvación viene de los judíos». Por lo tanto se completa bien la segunda parte del título al decir: y gloria del pueblo de Dios Israel; pues aunque el Israel espiritual y verdadero se entienda del pueblo cristiano entero, de dondequiera que viniere ya de los judíos ya de los gentiles, ya que el pueblo judío literalmente y según la carne se designaba especialmente como pueblo de Dios de Israel, mientras todos los demás pueblos se llamaban pueblos gentiles, por eso oportunamente se pone en esa forma el título indicado: Luz para conocimiento de los gentiles y gloria del pueblo de Dios Israel, según estas designaciones de judíos y gentiles recordadas con frecuencia por el Apóstol entre los mismos fieles, y ahora recientemente renovadas por los mismos fieles que introducen el cisma, cuando discriminan diciendo: aquél es de los judíos, éste, de los gentiles.

Pero ya hay que detener la pluma para que no resulte un monstruo la obra que sigue si su cabeza crece demasiado, y no aparezca como una gran cabeza para un cuerpo diminuto. Y así había comenzado con un breve prefacio cuando hace tiempo inicié el libro, y que ahora viene escrito a continuación.




ArribaAbajoSigue el primer prefacio breve que había sido puesto en un principio como introducción y tema del libro entero

«El juicio conoce las causas y el que impone silencio al necio calma los enojos» (Proverbios, 26, 10 Vulgata). Con estas palabras describe Salomón el doble oficio de la piedad y el gran peligro de que lo omitan aquellos a quienes corresponde por deber o por encargo. Primero, a saber, hacer conocer con la enseñanza y cortar y poner tope con el juicio de la divina sabiduría a los motivos de los pecados con los errores que llevan: lo que principalmente se entiende que corresponde a los predicadores y doctores, a quienes, constituidos como espejos sobre los muros de Jerusalén, es decir, de la santa madre la Iglesia militante que todavía se arriesga y vive día y noche entre enemigos, el Señor les manda no callar, sino anunciar a los pueblos sus alabanzas y juicios en todo momento, de persecución y de paz, para que no dejen de anunciar con valentía lo que en la contemplación de la ley divina habían llegado a ver que sucederá a cada uno de los fieles según sus merecimientos como juicio verdadero del Rey del cielo; para que así, quizás, según el deseo paternal y amoroso de Dios todopoderoso gusten y entiendan, atiendan a sus ultimidades, se conviertan y se salven, y de esta forma en virtud de tal juicio determine sus motivos saludablemente mientras hay tiempo; no sea que por seguridad imprevisora los reserven para examinar en aquel último y horroroso juicio y para castigar con un suplicio eterno, que es la mayor desgracia que habrían de temer los mortales si sintieran rectamente: «¡Es tremendo caer en las manos de Dios vivo!».

Por eso el Señor impone a dichos predicadores bajo riesgo de su propia condenación que muevan e informen a los fieles con la amenaza de la sentencia divina y las razones de la verdadera sabiduría: «Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel. Oirás de mi boca la palabra y les amonestarás de mi parte. Cuando yo diga al malvado: Vas a morir, si tú no le amonestas, si no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, a fin de que viva, él, el malvado, morirá por su pecado, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti...» (Ez 3, 17-18).

Lo segundo es corregir y castigar a cualquier malvado con la severidad de la represión correspondiente y reprimir sus locuras en cuanto fuera posible; lo que está indicado al añadir: «y el que impone silencio al necio calma los enojos», y que corresponde a los rectores y prelados en virtud de su administración, y quienes deben conocer con interés el estado de su ganado y cuidar con atención su rebaño (Cf. Pr 27, 23) y con toda prudencia estar atentos y cuidar que no se esconda el lobo bajo piel de oveja (Cf. Mt 7, 15); sino separarlos a unos y otros por caminos opuestos pero con una misma intención, si fuese posible, hiriendo a los lobos con el cayado de la corrección al reprimirlos, y buscando, recibiendo y guardando a las ovejas con mano defensora aún con peligro de la propia vida al protegerlas. Por eso les amonesta aquella severa sentencia de profética amenaza para que no haraganeen, salida de la boca del Señor en el ardor de la indignación: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar el rebaño! Vosotros os habéis tomado la leche, os habéis vestido con la lana, habéis sacrificado las ovejas más pingües; no habéis apacentado el rebaño. No habéis fortalecido las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida. No habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida. Sino que las habéis dominado con violencia y dureza. Y ellas se han dispersado, por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas las bestias del campo; andan dispersas. Mi rebaño anda errante por todas partes, por los montes y por los altos collados; mi rebaño anda disperso por toda la superficie de la tierra, sin que nadie se ocupe de él ni salga en su busca. Por eso, pastores, escuchad la palabra de Yahvéh...» (Ez 34, 2-7).

De estas dos obligaciones escribe Isaías: «Buscad lo justo» -dice de lo primero-, «dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1, 17) en cuanto a lo segundo. Así, pues, el juicio del doctor prudente conoce los motivos cuando rechaza con conclusiones y sentencias verdaderas las acciones injustas y reprobables, por más que se oculten bajo el título de verdad de fe y de piedad. Pero el pastor diligente, al imponer silencio a los hombres que tienen la mente corrompida y están furiosos por locura reprobable, como si fuesen necios, entonces calma los enojos, según la anterior sentencia de Salomón, cuando los castiga con celo y con la autoridad de la justicia divina aplicándoles la pena justa.

Por lo tanto, esta condenable y reprobable lucha de una discordia que tiene que desaparecer, recientemente nacida contra los hermanos en la fe que se han convertido del judaísmo, es decir, los hijos de la promesa y de la paz, coherederos y conciudadanos de los apóstoles y de los profetas: esta lucha de desunión y engaño necesita un juicio, ya que toca el honor del Rey eterno; un juicio tal que conozca las causas detestables ante Dios y refute los temerarios atrevimientos de malvadas personas mentirosas, de tal forma que, los que se han atrevido a juzgar lo oculto de los corazones fuera de ocasión contra el precepto del Apóstol, según la palabra de Cristo sean juzgados por el mismo juicio con que están juzgando. Pero su furiosa excitación exige que se les imponga silencio para que la refrenen, para que la soberbia de los que odiaron al Señor difamándolo no suba cada vez más:

«En pago de mi amor se me acusa» (Sal 108, 4). Pues el frenesí con que dispersan y laceran las ovejas de Cristo clama por una sentencia de justa amonestación pronunciada por la boca de un pastor severo que les imponga un saludable silencio y calme los furiosos enojos, de tal forma que, ya que desvergonzadamente pusieron su boca en el cielo, con más desvergüenza su lengua humillada pase a la tierra y los enemigo del Señor llaman así la tierra. Pues habían dicho: ¡Venid, borrémoslos de las naciones! ¡Para nosotros conquistemos los dominios de Dios! Por eso el Profeta anuncia que habrán de ser puestos como rueda y como paja ante el viento o como el fuego que quema el bosque o como la llama que devora las montañas (Cf. Sal 82).

Por lo tanto unos y otros hijos fieles y devotos de la santa madre Iglesia, según lo que cada uno pueda hacer en obsequio a esta esposa que nos lo manda, atrapemos con las redes del evangelio las pequeñas, aunque malvadas y astutas zorras que destrozan su viña; o, mejor aún, hagamos ver que hay que evitar, vigilando con más cuidado, a los lobos rapaces que vienen con piel de oveja.

Dejando, pues, el segundo oficio de pastor, mi superior y el oficio de predicador me imponen el primero, y el celo por la casa de Dios me manda y exige que toque el tema presente para tratarlo con su auténtico e irrefutable juicio, en cuanto el Señor tenga a bien concedérmelo.






ArribaAbajoCapítulo I

Donde, para introducir el tema, se relatan en su generalidad y abreviados los errores y motivos de los que impugnan y persiguen a los que del judaísmo se habían convertido a la fe, y en él se indica en qué capítulo se detallan con más amplitud los argumentos de dichos errores


Para que apareciese más claro lo que habría que rechazar de esta odiosa perfidia y el lugar y orden en que habría que tratarlo, parece lógico que se expusieran al comienzo los errores y los motivos de los que intentan impugnar a estas personas, para que brillase con más claridad lo que de verdad o de falsedad hubiese en cualquiera de sus afirmaciones. Pero como la obra se va a dividir en dos partes, como pronto se verá, y cada una de las partes se mantiene por sí misma y requerirá un tomo en cierto modo distinto, por ello resultará más apropiado al modo y al orden que se describan en cada una de las partes tan sólo aquellos argumentos que se le oponen y que parecen contradecirla. Más aún, como en cada una de las partes el desarrollo se va a prolongar mucho en ordenar el tema y en demostrar y concluir la tesis, será más razonable que los argumentos a cada una de las partes se expongan al final del desarrollo y a continuación de los argumentos descritos sigan inmediatamente las respuestas a los mismos y las soluciones completas, que podrán elaborarse con más rigor a través del desarrollo realizado y deshacer con más fuerza esas envidiosas sutilezas y objeciones por rencilla.

Porque si los argumentos se escribiesen al comienzo del libro y sus respuestas se fuesen retrasando hasta el final, no se entendería fácilmente a causa de la distancia cuál de las respuestas de la solución sería la apropiada o la que correspondería a cada uno de los argumentos. Pero todavía parece tener mucha más importancia el que se daría probablemente ocasión de detracción y se brindaría escándalo a los que se apasionan y se esfuerzan por envidia o por odio en estos asuntos, si al leer los argumentos y confirmar la opinión a la que están apegados, no encontrasen las respuestas contrarias suficientemente cerca, si tanto se distanciasen entre sí como los pies de la cabeza; y si se ofreciese esta ocasión de error, quizás algunos la recibirían con gusto y aún también la buscarían o se la fabricarían, pues sabe buscar la ocasión el que quiere separarse de su compañero (Cf. Pr 18, 1 Vulg).

En consecuencia sería yo mismo quien pusiese desde un principio el tropiezo para los débiles, lo que no debe ser cuando pretendo ponerme entre unos y otros en favor de la paz, de la justicia e igualdad, de la verdad evangélica y de la unión cristiana de corazón; y queriendo evitar el escándalo proporcionaría motivo de escándalo a los que con gusto lo acechan, constituyéndome en reo ante Dios y los hombres al decir la Ley: «Si uno deja abierto un pozo o si cava un pozo y no lo tapa, y cae en él un buey o un asno, el propietario del pozo pagará al dueño de ellos el precio en dinero» (Ex 21, 33-34).

Adelanto, pues, estas razones con reflexión previsora para que nadie juzgue que quiero eludir los argumentos contrarios que parecen ir en contra del tema presente, al pasarlos por alto como bajo un disimulado silencio; describiré, sin embargo, con la ayuda de Dios, los argumentos contra esta primera parte en el capítulo XLV hacia el fin del tratado tras la exposición de todo el tema, y allí puede buscarlos quien desee ir a verlos; y no sólo lo que los adversarios aducen como fundamento de su opinión, sino también lo que de algún modo podrían aducir, según a mí me ha parecido, allí también lo expondré para que a ninguno de ellos le quede ocasión de poder defender dicho error al menos con razones positivas; y a continuación añadiré con la ayuda del Señor las respuestas y soluciones de todas estas objeciones.

Los argumentos contra la segunda parte los pondré con la ayuda de Dios al fin de esa segunda parte y a continuación, al igual que en esta primera, colocaré las respuestas a los mismos. Y de esta forma, cortando de raíz tales argumentos y motivos de los errores al poner con toda razón el hacha del evangelio contra la raíz de este inútil arbolillo, necesariamente han de caer los que se apoyaban en tales débiles ramas cual en bastón cascado de caña hueca. Y no podré ser acusado de ser culpable ante la ley si al abrir el pozo de estos argumentos, al momento los tapo y cubro con sus respuestas, según lo que la ley dispone.

Sin embargo, para poder llevar desde el comienzo un estilo proporcionado y ordenado según la marcha y el modo del desarrollo siguiente, será necesario que ahora, al principio, se describa global y superficialmente lo que piensan los adversarios en este cisma o lo que pretenden demostrar, y reunir después sus motivos, al menos en general, por los que principalmente parece que están movidos para atacar a estas personas.

Esta disensión contiene en resumen que aquellos que se convirtieron del judaísmo tienen que ser justamente considerados como inferiores a los demás fieles y de alguna manera en algunos aspectos sometérseles y estar debajo; y para probarlo y defenderlo creen que se pueden apoyar en dos razones: primero, por los pecados de sus antepasados, que crucificaron a Jesucristo, nuestro gloriosísimo redentor, a mano de los gentiles, y también por la maldición de la Ley y del Evangelio que con tal motivo parece que les afecta directamente; segundo, por sus obras culpables y porque no lo merecen, ya que, según comúnmente se comenta, en ellos no se manifiestan las señales de la verdadera creencia y confianza en Cristo que han recibido, ni en las palabras y confesión ni en las obras y conducta. Y para consolidar y reforzar todo esto procuran añadir testimonios de la ley, del evangelio y de otros escritos eclesiásticos, y de la legislación canónica y civil, así como también se esfuerzan por presentar razones y experiencias evidentes de hechos para confirmación de lo mismo, como se expondrá ampliamente al final de cada parte, según lo dicho.




ArribaAbajoCapítulo II

Que el error de los que introducen tal cisma y división en la iglesia no se debe estimar como insignificante, sino como gravísimo, y por tanto los fieles habrán de extirparlo con todas sus fuerzas


Esto es en resumen lo que objetan los adversarios o lo que pueden objetar en su reproche y odio contra los que llegaron del judaísmo a la fe en Cristo, o si quizás hay algo más que puedan objetar siempre se reduce a estas objeciones generales de ahora y a lo que se dirá con más detalle posteriormente, de tal forma que, al solucionarlas éstas, fácilmente se resolverán las demás, ya que en sí mismas, separadas de las que se han dicho y de las que se dirán, ya no tienen ningún peso. Turbados en sus corazones por todas estas cosas o, lo que aún es más cierto, a causa de un desordenado celo de amargura y rencor presumen de odiar a estas personas y se deleitan en zaherirles todo lo posible con ultrajes e insultos, se afanan en acusarlos de apóstatas, de cristianos fingidos y judíos ocultos, y no se guardan de gritarles despectivamente con voz soberbia lo que suelen decir con más frecuencia que todo lo demás: tornadizos y marranos; y a tanto ha alcanzado su maldad en público que, moviendo las turbas cual suelen agitarse como agua turbulenta con no sé qué reprobable estruendo, unánimemente se arrojan contra ellos como contra enemigos infieles y obstinados, saqueándolos, hiriéndolos y azotándolos, y aún incluso llevándolos a muerte atroz, como lo prueba haber sucedido su sangre derramada todavía no hace un año en varias ciudades, villas y lugares de este reino y que aún clama desde la tierra.

Cuando muestre con la ayuda de Dios recortadas con la hoz de la verdad las razones que por parte de ellos se han aducido y se aducirán al final, o si se diesen algunos vicios en sus costumbres cual suele suceder en otras personas, ya que nadie vive sin pecado, y pruebe que deberán ser corregidos según la ley evangélica con ánimo bondadoso en espíritu de suavidad y dulzura de caridad, conservando siempre hacia unos y otros la misma gracia, unidad y amor con la que a todos nosotros nos amó y nos mandó amarnos mutuamente el que se dignó cargar con las iniquidades y pecados de todos sobre su cuerpo en la cruz para redimirnos y congregarnos en unidad, padeciendo incluso el oprobio del tormento: digo, pues, que, cuando exponga todo esto, sólo quedará en los corazones de los que nos contradicen la amargura, el rencor y el odio, por los que se darán cuenta fácilmente que se mueven si continuasen manteniendo su condenable opinión, al ver claramente que se cortaron de raíz todos los argumentos en que parecían apoyarse.

Pero antes de continuar el desarrollo del tema de modo ordenado, creo que no puedo dejar pasar en silencio que este error no es uno cualquiera, sino que hay que considerarlo como el mayor en la religión cristiana cual es el de sembrar discordia entre los hermanos, a los que Cristo unió con tanto amor que, naciendo, viviendo y muriendo, les anunció a todos la paz -es decir, a sus fieles-, y les mandó, cuando finalmente subió a los cielos, que todos la tuviesen como don especial y prenda de aquella patria celestial al modo de herencia singular; mientras que, si la abandonasen, ya no podrían ser sus discípulos, como dice Juan: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). Y es por esto por lo que no se compara con cualquier pecador, sino con el detestable Judas, el que queda atrapado en el lazo de sembrar discordias entre los hermanos o impute lo falso bajo apariencia de verdad, como se encuentra en los sagrados cánones: «Se fue Judas a los sumos sacerdotes y determinaron darle dinero; y muchos hoy detestan la maldad de Judas como inhumana y criminal porque vendió por dinero a su señor, maestro y Dios, pero no se dan cuenta de que, cuando por favores testimonian en falso contra alguien, también al punto venden al Señor por dinero al negar la verdad a causa del dinero: pues él había dicho: yo soy la verdad; cuando ensucian con alguna plaga de discordia la convivencia fraterna, entregan al Señor, porque Dios es caridad; y quienes desdeñan los mandatos de la caridad y de la verdad ciertamente entregan al Señor, que es caridad y es verdad, especialmente cuando no pecan por debilidad o por ignorancia, sino que a semejanza de Judas buscan la oportunidad de cómo sustituir sin testigos la verdad por la mentira y la virtud por el delito».

Pues si al que siembra discordias entre los hermanos, aunque sean pocos, y niega cualquier verdad los padres lo condenan por el mismo crimen del traidor Judas, ¿qué pensaremos que tiene que merecer el que corta a la Iglesia por el medio y en reprobable contienda intenta dividirla en dos partes completamente distintas cual si quisiera sacar de en medio y hacer pedazos al mismo gloriosísimo Jesucristo piedra angular, establecida para todos nosotros como piedra clave para unirnos y conjuntarnos en uno, maquinando con ello por un amargo celo de justicia mal entendida corromper la verdad de su sacratísima ley entera que no predica otra cosa que el amor, la paz y la caridad?

Ciertamente que ésos se confirman como más crueles que los mismos verdugos de la sacratísima pasión del Señor, puesto que presumen de dividir con la espada su túnica inconsútil, que evidentemente significa la caridad, mientras que aquéllos la conservaron íntegra. Con lo que demuestran añadir más a la pasión de Cristo por encima del dolor de sus heridas para que la Iglesia supla en su cuerpo -según el Apóstol- lo que falta al padecer de Cristo; especialmente, según lo que expone nuestro glorioso padre Jerónimo, porque cada una de las cosas que le ocurrieron al Señor en su pasión, ya los gentiles, ya los judíos, ya cualesquiera otros lo hicieron con intención diferente, pero para nosotros, los creyentes, son signos de nuestros misterios: y así las cuatro partes en que los soldados dividieron los vestidos del Señor significaban las cuatro partes del mundo de donde habrían de venir todos los gentiles a Cristo para recibir su fe; y la túnica inconsútil que los soldados no partieron y dejaron entera significaba la caridad y el amor unánime de todos los fieles cristianos de donde quiera que llegasen a la fe, y que ninguno de ellos debe dividir, sino guardar siempre íntegro para Cristo.

Por eso Agustín en su homilía sobre el texto de Juan en que se lee: «Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos -con los que hicieron cuatro lotes, uno para cada soldado- y la túnica. La túnica era sin costura, de una pieza, tejida de arriba a abajo. Por eso se dijeron: 'No la rompamos; echemos a suertes a ver a quién le toca'», dice así: «Alguno se preguntara qué significa la división que hicieron de sus vestidos en esas partes y el sorteo de la túnica: los vestidos de nuestro señor Jesucristo en cuatro partes significaron su Iglesia que se encuentra extendida por las cuatro partes del orbe de la tierra y por igual, es decir, en concordia repartida en todas esas partes; por lo que, en otro lugar, dice que enviará a sus ángeles para que recojan a sus elegidos de los cuatro vientos: y eso ¿no es acaso de las cuatro partes del mundo: este y oeste, norte y sur? La túnica que sortearon significa la unidad de todas las partes que se conservan unidas con la atadura de la caridad; y teniendo que hablar de la caridad dice el Apóstol: os voy a mostrar un camino más excelente; y dice en otro lugar: y conocer el amor de Cristo que supera todo conocimiento; y en otra parte: por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Pues si la caridad es un camino más excelente y supera al conocimiento y está por encima de todos los preceptos, claramente se manifiesta como vestidura tejida de arriba a abajo, según su significado, e inconsútil para no poder descoserse, y que se entrega a uno porque reúne a todos en uno».

Pues he aquí que, aunque aquellos gentiles dividieron los vestidos de Cristo en cuatro partes por interés y por interés mayor dejaron entera la túnica inconsútil, por disposición mejor de Dios hacia nosotros, ellos, sin saberlo, significaron la unidad de toda la santa Iglesia conjuntada por todas partes en la caridad verdadera; pero ésos, que se resisten al Espíritu Santo y que ya conocieron los misterios de Cristo, no se avergüenzan de dividir su Iglesia y separar a los que Dios reunió en ella, rompiendo la túnica inconsútil que es la sacratísima caridad.

Por eso san Agustín en una homilía sobre el evangelio de Juan, hablando de la iglesia de los donatistas que se separaba aparte de la Iglesia universal rompiendo la unidad, muy al propósito dice: «Eres esposa: reconoce la vestidura de tu esposo sobre la que echaron suertes: interroga el evangelio: mira con quién te has desposado, mira de quién recibes las arras; interroga el evangelio: mira qué te dice en la pasión del Señor: 'y la túnica'; veamos cuál: 'cosida de arriba a abajo'; ¿qué significa la túnica cosida de arriba a abajo sino la caridad? ¿qué significa la túnica cosida de arriba a abajo sino la unidad? Considera esta túnica, porque ni los perseguidores de Cristo la dividieron, pues dice: 'se dijeron: No la rompamos; echemos a suertes a ver a quién le toca'; he aquí que oíste el salmo: los perseguidores no cortaron la túnica; los cristianos dividen la Iglesia...».

Con razón pues sólo nos resta concluir sobre la magnitud de este error que, si realmente somos discípulos de Cristo, fieles y católicos, tenemos que deplorar en este cisma, no de otra forma que rasgando los vestidos, que se ha cortado su túnica: es decir, la caridad y la unidad.




ArribaAbajoCapítulo III

Donde se expone el orden del desarrollo de la obra, se divide en dos partes y se indica cómo se ha de probar y demostrar lo que va a tratarse


Según el doble modo de atacar que ya ligeramente toqué ahora en el primer capítulo y trataré más ampliamente al final de la obra como dije, así también dividiré el tratado en dos partes, en la primera de las cuales intentaré demostrar la unidad de todos los creyentes, de dondequiera que hubieran llegado a nuestra santísima fe, y también su uniforme amor, convivencia y trato de modo que no haya en tal aspecto entre ellos diferencia entre judío y griego, como no hay diferencia de fe, ni de bautismo, ni del único Dios altísimo; y en ella responderé de igual forma a lo que, como se objetará al final, parece ir de alguna manera contra eso.

En la segunda parte, supuesta ya esa verdadera unidad de todos los fieles, intentaré exponer cómo ha de ser castigado cada uno que cayese en cualquier error y que en esto hay que observar una misma regla para todos sin ninguna acepción de personas, a cada cual según lo que merezca, sin hacer diferencias de raza o persona; y en ella también responderé de forma análoga al fin de esa segunda parte a las objeciones que parecen estar especialmente en contra de esa misma parte. Finalmente añadiré algunas notas en ella a modo de conclusiones que, habiéndolas dejado por brevedad, podrán adecuadamente hacerse salir para mayor iluminación del tema, tanto de lo que aquí se dirá como de lo que podría decirse.

Lo que pretendo exponer en adelante no quisiera fundarlo en fábulas populares, que ya alguna vez aunque mal se anteponen a las sagradas letras, ni equipararlo al juicio de cualquier mortal de forma que la tesis presente se confirmase por la sola voluntad de alguien, aunque ocupe cualquier estado o condición, lo que nuestro señor Jesucristo muy severamente reprende en el evangelio haciendo ver la vanidad de los fariseos y su inútil culto y servicio en venerar con tal acatamiento los dichos y enseñanzas de los hombres hasta anteponerlos a la ley de Dios y malinterpretarla por su influjo: «Así habéis anulado la Palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: 'Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que sólo son preceptos de hombres'» (Mt 15, 6-9). En vano: es decir, sin motivo, inútilmente y sin provecho alguno.

Pues el modo del culto divino en la enseñanza deberá ser provechoso y útil, para que honremos al Señor con los labios y también con el corazón y nuestro servicio le sea agradable y grato, y para que no sigamos las doctrinas y mandatos de los hombres como nos prohibió el Señor; sino que, lo que tengamos que tratar, enseñar o fundamentar, definir o dudar, defender o atacar, confirmémoslo según esta invariable balanza de la ley divina o la firmísima autoridad de la santa madre Iglesia o su legítima costumbre, o según los auténticos decretos de los santos padres, y sin vacilar adhirámonos a ellos, porque ésos son los verdaderos juicios del Señor, bien justos; pero los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras las ideas que nos formamos.

He dicho esto porque en el asunto que trato, de tal forma se ha arrastrado esta contagiosa y crónica enfermedad a las mentes de algunos fieles, que más se empeñan en los dichos e intenciones de las personas que en la verdad, comentando: Tal señor desprecia esta gente y tal otro se molesta de que alguno sea dignificado y cual otro dice que habría que expulsarlos de entre nosotros, y así sucesivamente. Y resulta bien claro que todo esto si no está fundado en otras cosas, corresponde a los asuntos de los tiempos malos y son contrarios a la sana doctrina: lo que trata el Apóstol en su segunda carta a Timoteo, diciendo: «Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4); «No juzguéis según la apariencia», como Cristo nos advierte, «juzgad con juicio recto», añade enseguida (Jn 7, 24).

Justamente así concluyo en el presente tema, para adquirir el modo correcto sin error ni peligro, con nuestro santo padre Jerónimo: «No utilicemos balanzas fraudulentas donde pesemos lo que queramos según nuestra voluntad, diciendo: 'Esto es grave, esto es leve'. Utilicemos más bien la balanza divina de las Escrituras cual de los tesoros del Señor y pesemos en ella lo que haya que pesar». Que es precisamente lo que hay que hacer con plena justicia y completo provecho nuestro, porque, como dice el Apóstol en la segunda a Timoteo: «Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena» (2 Tm 3, 16-17). Es útil para enseñar: quiere decir, la verdad; para argüir: la falsedad; para corregir: a los que yerran; para educar en la justicia: a los que progresan en la ley divina. Y todo esto es bien necesario en el asunto de ahora.




ArribaAbajoCapítulo IV

En donde el escritor se disculpa invitando y rogando a los lectores a que con buena voluntad reciban lo escrito con la intención con que él se decidió a escribir y que abiertamente muestra, haciendo ver que fue por auténtica caridad de Cristo y no por algún otro motivo


Según lo que me pareció que convenía he distinguido en lo que antecede la materia a tratar en su ordenación general y he hecho la introducción en resumen en unos prefacios comunes para que la comprensión, el modo y el orden de lo que voy a decir resulte fácil a los lectores. Ahora resta que sea yo quien me muestre comprensible, moderado y ordenado para no ofender a nadie por sus sospechas -lo que no quisiera-, sin advertírselo antes.

Pues no me impulsó a este trabajo el deseo de dar a conocer mi ingenio ni la confianza en mis fuerzas, cuando, al contrario, asustado de mi pequeñez, me retraje de hacerlo más de lo que debía forzado por la obediencia; y aún ahora lo hago por obligación y pongo en ello mis manos temblorosas, sabiendo que no es prudente exponer el débil ingenio que vaga por doquier a que sea examinado por el juicio de muchos y grandes varones, aunque no sea cosa tan grande en la afirmación de la verdad el replicar a los que alborotan en vez de hablar y el defender con el testimonio divino la verdad clara, cuando otros prefieren poner la mentira en lugar de la verdad por ciertas vanas fábulas.

No me mueve por otra parte el afecto de la parentela y de la sangre, como si en esto tratase causa propia juzgando defender mi misma raza, ya que en nada me tocan ni yo a ellos en parentesco carnal, sino más bien nos encontremos muy distantes, pues, a lo que pienso, enseguida después de Noé se dividieron nuestras razas, de tal modo que nunca hubo para nadie de quienes me conocieron ocasión ninguna de sospecha sobre mí a este respecto; aunque tampoco caminaría molesto en la fe de Cristo por ser según la carne hijo de Abraham, a quien se le prometió que había de nacer Cristo de su descendencia para redimir a todo el mundo desde ella; más bien me gloriaría en eso si no fuera que el Apóstol prohibió gloriarse en la carne.

Tampoco me impulsó el deseo de venganza ni el humor bilioso de difamar o el encendido fuego de la envidia cual si tuviera que acusar de algo a mi raza, cosa que, aunque acusado, golpeado y encadenado, se negó a hacer Pablo y que, como él, tampoco puedo hacerlo yo que, aunque indigno, me he comprometido a seguir sus sagradas huellas, es decir, la vida apostólica; tanto más que nunca me molestaron aquéllos contra quienes tengo que hablar, por lo que más bien, si pudiera, debería compensarles en vez de lastimarlos.

Finalmente tampoco me movió el ansia de favor humano cual si buscase que algún mortal me aplaudiese por esto, cuyo propósito no es agradar a los hombres, sino a Dios, ni correr tras las amistades humanas sino tender a los mandatos divinos.

Pues toda la razón de mi trabajo, el intento entero de tal afán, todo el atrevimiento para obra tan desacostumbrada fue el defender los derechos de Cristo y eliminar el oprobio de su santa fe rechazando el lamentable escándalo de sus débiles creyentes a quienes mandó con gran amor y ternura guardar ilesos de ser escandalizados por ninguno; de tal modo que cualquiera que escandalizase a uno de los pequeños que en él creen, mejor le fuera que le colgasen una rueda de molino a su cuello y se hundiese en lo profundo del mar.

No es que pretenda dejar sin castigo a cualquiera de ellos que pecase, sino tan sólo establecer que no se los desprecie y que, a los que pequen, se les debe castigar según la ley de Cristo común para todos, como quedará claro en el desarrollo; y que tampoco alguno de los simples, decepcionado a causa de su ignorancia, sacudido quizás por esta peste perezca, tornando así su fe en escándalo, de forma que lo que tenía que ser causa de salvación eterna se le vuelva ocasión de perdición. Pues es tan sutil el enemigo que, si no se arranca del corazón su virulenta inspiración con diligente y pronto examen, fácilmente burla las almas simples oscureciéndolas y envolviéndolas, cual peste que se desliza en las tinieblas, con la niebla de su contumaz perdición, hasta el punto de pretender defender el error en vez del consejo salvador. Pero la palabra de Cristo añadida por el lado opuesto es espíritu y vida para quien mira con ánimo tranquilo y, al abrirse, sus palabras iluminan y dan inteligencia a los sencillos. Pues hay que añadir a esto que el Omnipotente convertirá también a los mismos guías del error al buen camino al dar cabida en su precipitación a una moderación saludable, porque tanto a nosotros como a ellos Dios nuestro salvador nos dará buen camino, para que así, alejando su presunción, progresen hacia la vida quienes de otra forma se precipitarían a la muerte.

Finalmente al sobrevenir la obediencia forzada a todo esto, determinó que las manos perezosas y débiles se hicieran forzosamente ágiles impulsando con presteza el decaído ánimo. Pues cuando, según la costumbre de los predicadores de acomodar los sermones a la materia de que se trata, de todo esto que he dicho expuse al pueblo doctrina saludable en presencia del pastor, enseguida él, encendido de celo de la fe, me impuso que ordenadamente redactase por escrito todo lo que pensaba sobre el tema; y resistiéndome por algún tiempo a este humilde ruego, finalmente decidió obligarme con mandato tajante. Por tanto, la causa misma, la caridad y la obediencia, basten para disculpar mi presunción, ya que de tal modo me apremian y empujan que, aunque conviniese no hablar, tampoco me permitirían quedar callado. A esto se suma que deseo introducir en los oídos de los lectores, no mis propias palabras, sino las ardientes expresiones de la ley de Dios, verdaderas y comprobadas, revestidas después para su aclaración con los testimonios de los santos padres, con cuyas sentencias aquí y allí entretejidas, todo el conjunto de este tratado se trenza y adapta, como claramente se dará cuenta quien lo vea; aunque no aparezcan anotaciones anejas en cada uno de ellos, de tal forma que en ello nada se muestre como propio del escritor a no ser la mera simplicidad de balbucir las elegantes palabras de varones ilustres, que todavía ha de ser limada por el juicio de los mayores, no sea que se atraviese el error bajo la ignorancia de la simpleza; y si algo de bueno contiene, se confirme con tal autoridad. De donde me va creciendo de la simplicidad tal confianza humilde y verdadera cual va entrando un valor fuerte y constante de la misma clarísima verdad de la materia.

Por lo cual advierto y ruego a cualesquiera lectores que no menosprecien las palabras del Señor y las sagradas sentencias de los padres al ver mi pequeñez, ya que las ofrece este humilde siervo en piadoso y humilde servicio para que todos conserven con paciencia y suavidad la caridad del corazón, el honor de la comunidad cristiana, la atadura de la fe y la concordia de los fieles. Que nadie, pues, alborote o a sí se perturbe o a otro lector si enseguida no oyese lo que su pasión está reclamando; ni crea por eso que el libro no podrá ayudar a nadie puesto que a él no le ayuda, sino más bien vaya soportando con tanta más atención y paciencia lo que se va diciendo para que endulcen con su propio sabor, cuanto más perdura la opinión contraria endurecida por el paso del tiempo y ya arraigada.

Pues he creído que debía responder aquí a los que parecía que irían a reprenderme si antes no los tranquilizase y convenciese con amor benévolo; y si después todavía alguno salta turbado, sepa desde ahora que eso no es culpa del escritor, sino suya, por querer anteponer con pertinacia la mentira a la verdad. Oiga finalmente este tal lo que nuestro glorioso padre Jerónimo responde a los pertinaces en un tema semejante, cuando dice en el prólogo de su tratado «Diálogos contra los pelagianos»:

«Pues contra los que dicen que he escrito esta obra inflamado por antorchas de envidia, les responderé brevemente que nunca he perdonado a los herejes y he puesto todo mi interés en que los enemigos de la Iglesia también fuesen enemigos míos».




ArribaAbajoCapítulo V

Que siempre fue, es y será una la fe de todos los creyentes y, por consiguiente, una sola su universal Iglesia, fuera de la cual nadie pudo, puede ni podrá nunca salvarse


Pero antes de comenzar he de invocar al Señor con todo mi fervor para que se digne socorrer a sus pequeñuelos que sufren la injusticia, y a mí, su inútil siervecillo con sed y hambre de justicia, tenga a bien concederme el manantial de agua que brota para la vida eterna: pues él es quien hace justicia a los oprimidos y da el pan a los hambrientos (Sal 146, 7). Y para tratar debidamente el tema he decidido acudir en primer lugar a aquella mujer fuerte que es nuestra madre Iglesia, que Cristo amó y se entregó por ella, para presentársela a sí mismo resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida (Cf. Ef 5, 25-27), y en la que nos engendró para sí por sus santos apóstoles, como dice en la primera carta a los Corintios el Apóstol: «He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (1 Co 4, 15), a quien también nos entregó a todos para que nos alimentase; pues ella a todos los fieles que viven en su casa les puso vestido doble, sin hacer diferencia entre ellos: es decir, la gracia y la gloria que por su ruego nos dará el Señor; es como nave de mercader que de lejos trae su provisión, como dicen los Proverbios (Cf. Pr 31, 14.21): pues desde lejos tenemos que comenzar si queremos entender sus verdaderos caminos para caminar todos en verdad por ellos y lleguemos a comprender cómo hemos de comportarnos mutuamente en su santísima casa.

Pues hay que considerar que es conclusión indudable de todos los santos doctores que exponen la sagrada Escritura -que concretamente deduce el Maestro (III Sent, d. 25, c. 1) y santo Tomás allí mismo y en las cuestiones sobre la Verdad (in III Sent., d. 25, c. 1; De Verit. q. 14 de fide, a. 12)- que una y la misma fue y es la fe de los antiguos y de los modernos, es decir, la fe y credulidad de aquellos que agradaron a Dios y se salvaron bajo la ley natural, antes de que se diese la ley escrita; y de los que estuvieron bajo la ley escrita, y también de aquellos que, en aquel entonces, agradaron a Dios y se salvaron bajo la ley natural, a quienes, o no les llegó en aquel tiempo la ley del pueblo de Dios, o, si les llegó, no se cuidaron de recibirla y cumplirla por no estar obligados a hacerlo, con tal que no la contradijeran o se opusieran a ella (como después se explicará). Así pues, la fe y credulidad de todos éstos es la misma que la fe y credulidad de todos los fieles cristianos, pues la razón de esto es que la fe, cualquiera que sea, si es verdadera, es de Dios verdadero, en quien se funda el creer; pero Dios es único y simplicísimo y la primera, infalible, suma e invariable verdad; y así es necesario que toda fe sea la misma e invariable en aquellos que, creyendo en Dios, deben sentir rectamente acerca de él y salvarse agradándole, desde el primer justo hasta el último que se salve. Es lo que el Apóstol escribe a los Efesios: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios Padre de todos que está sobre todos, por todos y en todos nosotros» (Ef 4, 4-6 Vulg).

De lo cual análogamente se concluye que una sola es la verdadera y universal Iglesia de todos los fieles antiguos y modernos que se han salvado y se salvarán hasta el último elegido, que se llama Iglesia de los santos (Cf. Sal 149, 1), como una y la misma es la fe y credulidad de ellos, sin la que es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6): lo que también toca igualmente santo Tomás (S. Th. III, q. 8, a. 3). Por lo que nuestro glorioso padre Jerónimo en la epístola a Evandro -y de ahí está tomado en los sagrados cánones- dice así al respecto: «Ni es una la Iglesia de Roma y otra la del resto del mundo, pues la Galia y la Bretaña, el Africa y Persia, el Oriente y la India y todas las naciones bárbaras adoran a un solo Cristo, observan una sola regla de la verdad». De donde rectamente el Apóstol se había adelantado a decir: «un Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados; un solo Señor, una sola fe...». Ya que la Iglesia, entendida de esta manera, no es otra cosa que la multitud o congregación de todos los fieles, ligada por la fe y la caridad, de los que se hace un cuerpo místico y un espíritu como de muchos miembros unidos; del cual, quien se separa, no puede vivir la vida de la gracia, como el miembro cortado del cuerpo tampoco puede vivir la vida natural.

Y de esta Iglesia universal se dice por boca de Dios todopoderoso, que la desposa consigo en la verdadera fe:

«Unica es mi paloma, única mi perfecta. Ella, la única de su madre, la preferida de la que la engendró» (Ct 6, 9). Se dice única: no admitiendo pluralidad; se llama paloma y perfecta: por su total pureza; la única de su madre: es decir, de la gracia por la que todos los fieles se reengendran en la Iglesia, ya que, como ahí dice la glosa: «Nuestra madre regeneradora es la gracia; o también: la única de su madre, es decir, para la Iglesia triunfante, a la que seguimos como a una madre» (Cf. Ga 4, 26): «Pero la Jerusalén de arriba es libre: ésa es nuestra madre».

Pues como se encuentra en los sagrados cánones: «El comienzo sale de la unidad para que la Iglesia de Cristo aparezca como una, y a esta única Iglesia también en el Cantar de los Cantares el Espíritu Santo la había señalado por la persona de nuestro señor Jesucristo, diciendo: Unica es mi paloma, única mi perfecta. Ella, la única de su madre, la preferida de la que la engendró. Esta unidad de la Iglesia la enseña también el santo Apóstol y muestra el misterio de la unidad al decir: Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios. -Y continúa después-: Unica es la Iglesia que se extiende en número muy ampliamente por su fecundo crecimiento: como son muchos los rayos, pero una sola luz; y son muchas las ramas del árbol, pero un solo tronco afirmado por una raíz consistente; y como de una sola fuente corren muchos arroyuelos y su multitud, aunque aparezca desparramada por la abundancia grande de agua, conserva no obstante la unidad de origen. Aparta del cuerpo el rayo de sol: la unidad no permite la división; rompe la rama del árbol: no podrá producir fruto: corta el arroyuelo del manantial: se secará cortado. Así también la Iglesia del Señor bañada de luz extiende sus rayos por todo el orbe y sin embargo es una sola cosa la que se difunde por todas partes y no se separa la unidad del cuerpo: muestra sus rayos por el orbe entero con fecunda abundancia, prodiga desbordantes arroyuelos, extiende lejos sus ramas, y sin embargo es una cabeza, un origen y una madre muy fecunda. No puede adulterar: la esposa de Cristo es incorrupta y pudorosa: sólo conoció una casa y guarda con casto pudor la santidad de una sola alcoba». Y estas son palabras del obispo san Cipriano.

Así, pues, se concluye que siempre ha sido una sola la Iglesia universal, como también una sola fe, fuera de la cual nunca nadie pudo salvarse. Por lo que Gregorio, explicando las anteriores palabras del Cantar de los cantares, así dice al respecto: «Es nuestra madre regeneradora por la gracia en cuya casa se escoge una paloma, porque sólo reúne a los que se conservan en simplicidad y no se separan de la unidad. Pues la multitud de fieles, mientras tienden a lo mismo, mientras mutuamente se nutren con el único deseo de Cristo, mientras se ligan en la caridad por tener un solo corazón y un alma sola, forman de muchos miembros un solo cuerpo y todos los que viven en la simplicidad resultan una paloma, a la que solamente se le llama perfecta y preferida de la que la engendró: porque fuera de ésta, a la que llamamos Iglesia, nadie llega a la perfección, nadie a la vida: sólo dentro de ésta se alimenta con la ayuda de la gracia».




ArribaAbajoCapítulo VI

Que sin la fe de Jesucristo mediador entre Dios y los hombres nunca nadie pudo ni podrá salvarse; y que él es la cabeza de esta Santa Madre Iglesia universal, que adquirió para sí con su propia sangre, la santificó y la llevó a perfección


A lo dicho hay que añadir, según lo que enseñan los sagrados doctores, que, tras la caída del primer hombre, nadie pudo salvarse sin la fe en el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo nuestro señor; porque era necesario que cada uno creyese explícita o implícitamente (como después se explicará) en aquél por quien debía ser redimido y liberado: y esto ya por sí mismo, si fuese adulto, ya otro en vez de él, si fuese niño. Pero tras la caída del primer hombre nadie pudo liberarse a no ser por los méritos de Cristo y de su sacratísima pasión, ya que, como el diablo había vencido al hombre llevándolo al pecado, al punto quedó puesto a su servidumbre el desdichado hombre con toda su posteridad, pues, como dice Juan: «Todo el que comete pecado es un esclavo del pecado» (Jn 8, 34); y en la segunda carta de Pedro se lee: «...pues uno queda esclavo de aquel que le vence» (2 P 2, 19). Y de esta servidumbre nos redimió Cristo por su gloriosísima pasión en la que sobradamente satisfizo por todos nosotros, por quienes con acentuado amor expuso a la muerte su meritoria vida, que era vida de Dios y de hombre, con lo que nos redimió por un precio inestimable, como se dice en la primera carta de Pedro:

«Sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla. Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros...» (1 P 1, 18).

Y esto no sólo se dice de los presentes o de todos los posteriores a su sacratísima pasión, sino incluso de todos los que se van a salvar desde el comienzo del mundo hasta su fin, y esto por la excelencia y dignidad de su altísimo poder, como dice la primera carta de Juan: «Tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2, 1-2). Lo que también fue claramente profetizado a lo largo de todo el capítulo 53 de Isaías, donde aparece revelado con tanta claridad que más parece el evangelio que una profecía sobre el porvenir, donde dice entre otras cosas: «Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvéh descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53, 6).

Concretando ahora: como la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo (Cf. Jn 1, 17) y por sus méritos se liberan todos los hombres, es necesario que todos los que se han salvado y han de salvarse se hagan miembros de Cristo y se incorporen a él, ya que sus méritos no se extienden más que a los que se hacen sus miembros y se unen a él: esto se obtiene mediante su auténtica fe. Así hay que concluir que resulta imposible que alguien se salvara desde el comienzo del mundo sin que tuviese de alguna manera verdadera fe de Cristo, ni se ha dado a los hombres otro nombre bajo el cielo con el que podamos salvarnos, como se dice en los Hechos de los apóstoles (Cf. Hch 4, 12). Por eso con razón san Cipriano en el testimonio anteriormente citado concluía acerca de la Iglesia universal de todos los que se salvan: «la esposa de Cristo es incorrupta y pudorosa: sólo conoció una casa y guarda con casto pudor la santidad de una sola alcoba». Pero esta casa y esta alcoba de Cristo que guarda la santa Iglesia es su auténtica fe y la creencia de su admirable encarnación, por la que la desposó consigo y la hizo suya por su sacratísima pasión: «Te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvéh» (Os 2, 23).

Y ciertamente por esta fe y pasión se han salvado todos los elegidos desde el comienzo del mundo y se salvarán hasta su fin. Por eso en los Hechos de los apóstoles, san Pedro, príncipe y cabeza de los apóstoles, dice refiriéndose a los antiguos padres que les habían precedido hasta aquel entonces: «Nosotros creemos más bien que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos» (Hch 15, 11), es decir, que los padres del antiguo testamento. Por eso, aún antes de tener la ley o la circuncisión, se dice de Abraham: «Y creyó él en Yahvéh, el cual se lo reputó por justicia» (Gn 15, 6). Con lo que queda claro que no fue justificado por la circuncisión o por la ley, sino por la fe en Jesucristo, que supera a la circuncisión y a la ley, como ampliamente expone el Apóstol en la carta a los Romanos; y es lo que deduce y concluye el Maestro de las Sentencias diciendo que ningún hombre habría podido salvarse antes de la venida de Cristo ni después sin la fe de Jesucristo mediador; a lo que aporta muchos testimonios de los santos, entre los que baste poner aquí uno de san Agustín al obispo Optato, donde dice: «Esa es la fe sana, por la que creemos que ninguna persona ya de mucha ya de poca edad se haya liberado de la infección de la muerte y de la atadura del pecado que contrajo en su primer nacimiento, a no ser por el único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, por cuya salutífera fe de hombre y de Dios mismo también llegaron a salvarse los que, antes de que viniese en la carne, habían creído que vendría en la carne. Pues es la misma nuestra fe y la de ellos; por tanto, como todos los justos ya anteriores a la encarnación ya posteriores, ni han vivido ni viven a no ser por la fe en la encarnación de Cristo, cabalmente lo que está escrito de que no hay otro nombre bajo el cielo con el que podamos salvarnos, tiene valor para salvar al género humano desde el momento en que Adán lo vició».

De lo que, con toda rectitud, se concluye con los sagrados doctores que Cristo es cabeza de la Iglesia en todos los que se han salvado y en los que se salvarán desde el comienzo del mundo, y que tiene virtud y potestad de influir sobre todos ellos, de conservarlos en la vida de gracia y de introducirlos en la heredad no contaminada e incorruptible; del mismo modo que por la cabeza natural vegetan los miembros del cuerpo animal y se conservan en la existencia natural: conclusión que deduce santo Tomás en la tercera parte de la Suma teológica, y que es lo que dice el Apóstol a los Efesios hablando de Cristo, nuestro gloriosísimo redentor: «Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo...» (Ef 1, 22s). Y esta túnica universal de los fieles, la santa Iglesia, la adquirió Cristo para sí con su propia sangre, la santificó y la llevó a perfección como el mismo Apóstol dice en la carta a los Efesios: «...como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). De donde también santo Tomás en la tercera parte de la Suma teológica llega acerca de los padres antiguos a la conclusión de que tales padres, observando los ritos legales, se encaminaban a Cristo por la fe y el amor como también nosotros nos encaminamos hacia él; y por eso los padres antiguos pertenecían al mismo cuerpo de la Iglesia que nosotros pertenecemos, y, en consecuencia, tenían por cabeza la misma que nosotros tenemos: Cristo.

Incluso también todos los ángeles y los demás espíritus bienaventurados tienen por cabeza a Jesucristo, nuestro gloriosísimo redentor, como dice el Apóstol a los Colosenses hablando de él: «... que es la cabeza de todo Principado y de toda Potestad» (Col 2, 10), al igual que santo Tomás en la cuestión antes citada lo expone ampliamente y hace sus deducciones, concluyendo con lo que dice el Apóstol a los Efesios: «...sentándole (Dios Padre) a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado. Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 20-23). Pero esta santificación, pureza y perfección con que Cristo se presentó la Iglesia resplandeciente a sí mismo sin mancha ni arruga, como acaba de decir el Apóstol, es la absoluta perfección de la gracia e íntegra unión mutua de los fieles y de todo lo que le pertenece, de acuerdo a lo que conviene a la Iglesia e incluso le es posible -diría- mientras todavía peregrina y camina por la fe, al que ya no le puede seguir ningún otro estado más perfecto mientras dure el mundo. Y de esta perfección, sobreeminencia y pureza parece que hay que entender con toda propiedad lo que se dijo en el capítulo precedente. Pues, aunque la Iglesia de los santos ya antes de la venida de Cristo estuviese en gracia, sin la que no podría agradar a Cristo, sin embargo la tenía bajo la esperanza de Cristo venidero, con cuya venida tenía que redimirse y perfeccionarse, y respecto a eso se le llamaba con toda razón imperfecta, como quedará claro después.

Ahora, pues, mi intención se dirige a exponer con claridad la diferencia de estado de la Iglesia y de sus fieles, o sea, de los que precedieron a Cristo y de los que lo han seguido, para que quede más claro con qué perfección estemos todos unidos por Cristo y con qué norma y ley tengamos que vivir ahora. Por eso ruego a los lectores que no se molesten si demoro un tanto en estos puntos, ya que no me parece ni mucho menos que los trato en vano, puesto que explicando bien eso casi del todo se aclara nuestro tema.




ArribaAbajoCapítulo VI

Que la perfección de la Iglesia universal respecto a Cristo consiste en dos cosas, a saber, en la verdadera fe interior acerca de él y en el culto externo sacrifical: y estas dos cosas en todo momento fueron necesarias a cualquiera que hubiere de salvarse


El estado de la santa madre Iglesia se compara en la Escritura a una viña que poco a poco se planta y crece; por lo que dice Isaías: «Una viña tenía mi amigo» y después dice: «Pues bien, viña de Yahvéh Sebaot es la casa de Israel» (Cf. Is 5, 1-7). Pues al modo como la viña no se planta toda de un golpe sino sucesivamente, ni llega enseguida a su desarrollo para producir los abundantes frutos deseados, sino que a lo largo del tiempo va alcanzando la cima de su perfección, mientras la cultiva y prepara el que la plantó, así también la santa madre Iglesia fue plantada por la diestra de Dios todopoderoso sin que enseguida abarcase gran número de personas, sino en pocos fieles; ni tan pronto alcanzó su definitiva perfección, sino que lenta y sucesivamente fue creciendo hasta llegar a la plenitud de los tiempos, cuando Dios envió a su Hijo, etc., como se encuentra en la carta a los Gálatas (Cf. Ga 4, 4); y cultivándola y purificándola él la llevó a su perfección completa.

Pues esta implantación de la santa madre Iglesia en sus fieles requería dos cosas que fueron necesarias en todo momento para cualquiera que iba a salvarse, a saber, fe y sacrificio. La fe es la creencia interna de Dios verdadero, que es principio de nuestra creación y fin de nuestra felicidad, y sin esa fe es imposible agradar a Dios, como se encuentra en la carta a los Hebreos (Cf. Hb 11, 16). Y esta fe sobre Cristo siempre fue necesaria para todo hombre que se salvase, como pronto se explicará en el capítulo siguiente.

Por otra parte, el sacrificio es una demostración de aquella fe interior, realizada en alguna oblación externa ofrecida a Dios en reverencia, culto y honor, en testimonio de que él es su creador y el fin último de su felicidad; y por cierto que tal sacrificio sólo se puede ofrecer a Dios, al igual que la fe es tan sólo de Dios, como expone santo Tomás en la segunda parte de la Suma teológica. Pues, como el mismo santo doctor dice en la Suma contra los gentiles, las genuflexiones, postraciones y otras muestras de reverencia más, pueden hacérseles a los hombres aunque con otra intención que a Dios, pero nadie pensó en ofrecer un sacrificio a alguien sino a Dios verdadero, o a quien estimó como Señor o se imaginó considerarlo. Lo mismo dice san Agustín entre otras cosas en La Ciudad de Dios: «Para que ahora calle otras cosas que pertenecen al servicio de la religión con que se da culto a Dios, por cierto que no hay nadie que ose decir que el sacrificio no se ofrece a no ser a Dios. Muchos honores se han tomado del culto divino y se confieren a los hombres o con excesiva humildad o con pestífera adulación, de suerte que a quienes se les tributan se les tiene por hombres dignos de respeto y de veneración, y se añade más: dignos de adoración. Pero, ¿quién pensó que se debe sacrificar a otro que a aquel que conoció o juzgó o fingió Dios? Cuan antiguo sea el culto de sacrificar a Dios asaz lo muestran los sacrificios de los dos hermanos Caín y Abel: el del mayor, rechazado por Dios, y el del menor, aceptado».

Porque entre lo externo tan sólo el sacrificio pertenece al verdadero Señor, por eso los engañosos y soberbios demonios con gran astucia y avidez pedían estos sacrificios a quienes les daban culto, y no porque les agradase el vaho de los animales muertos, sino los honores divinos, como más adelante dice san Agustín. Por el contrario, nunca se lee que los ángeles los pidieran para sí ni los aceptasen aún cuando alguien quisiera ofrecérselos, sabiendo que tan sólo se le deben a Dios, a quien con toda verdad están sometidos sin intentar usurparle su culto, sino que más bien con diligencia nos asisten, nos ayudan y nos sirven al ofrecérselos a Dios.

Dice también que el culto sacrificial a Dios es antiguo y lo prueba por aquellos dos primeros hermanos: y así tiene que ser porque comenzó junto con la fe en los miembros de la Iglesia, de tal modo que tan antiguo ha de ser el sacrificio, por ser de ley natural, como antigua es la fe, y sin ellos nunca nadie pudo salvarse. Pues no les era bastante la fe sola para la justificación de los adultos que vivían la ley natural -como santo Tomás indica en muchos lugares, especialmente en los Comentarios al IV libro de las Sentencias-, sino que también era necesaria esta manifestación externa del sacrificio, por lo que así concluye -en la Suma teológica, segunda parte de la segunda parte- que todos estaban obligados y siguen obligados a ello; y un poco antes dice que ofrecer sacrificio a Dios siempre fue en todo tiempo de ley natural, como ampliamente allí explica, y que, aunque no se lea que Adán e Isaac hubieran ofrecido sacrificios, sin duda alguna hay que pensar que los ofrecieron, aunque la Escritura no lo diga expresamente por ciertas causas razonables que allí encontrará quien lo desee. Y por eso también santo Tomás en la Suma teológica llega a la conclusión de que tanto antes de la ley como bajo la ley hubo ciertos sacrificios ofrecidos por los adoradores de aquellos tiempos en los que se prefiguraba la pasión de Cristo venidero, cuyo significado los más entendidos lo conocían explícitamente, mientras que los menos ilustrados, bajo su envoltura, tenían una fe en cierto modo velada, en la creencia de que habían sido dispuestos por Dios en vistas al Cristo venidero: y así el sacrificio ya desde un comienzo se dio junto con la fe, creció con ella y con ella durará hasta el final, como se explicará después.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Que, aunque estas dos cosas de las que se ha hablado, o sea la creencia de la fe y el culto sacrifical, siempre fueron sustancialmente iguales en todos los fieles, tanto en tiempos de la ley natural como de la ley escrita y en tiempos de la ley de gracia, sin embargo no lo fueron en su explicación y cantidad. Y se expone como fueron en tiempos de la ley natural


Hay que considerar después de lo dicho que la creencia de la fe y el culto sacrificial, que siempre fueron necesarios para la salvación de cada creyente, no se daban por un igual en todos los que se habían salvado desde el comienzo del mundo, sino que de una forma los tuvieron los que vivieron en ley natural, de otra forma los que vivieron bajo la ley escrita, y de otra los tienen los fieles en tiempos de la ley de gracia; pero siempre en todos hay esos elementos y los mismos, aunque también en cada uno de estos estados hubo gran diferencia en ellos de una persona a otra.

Pues en tiempos de la ley natural estos dos elementos los comprendían y tenían los fieles bajo generalidades; en tiempos de la ley escrita se configuraban y aparecían desplegados con mayor claridad, aunque bajo cierta envoltura y oscuridad de las figuras; pero en tiempos de la ley de gracia con toda claridad los explicó y puso de manifiesto Cristo en su perfección y luminosidad completa. Y todo esto sucedió así ordenadamente según el inefable decreto de la sabiduría divina «que se extiende vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera todo el universo» (Sb 8, 1), como está en el libro de la Sabiduría; por eso tanto y de tal manera reveló a cada uno, cuanto podía bastarle en su tiempo para la salvación, pues, como dice la primera carta a los Corintios: «a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7). Pero aquella primera época era ruda y no podría captar con utilidad lo sutil y profundo, tanto más cuanto distaba mucho de la venida de Cristo, con cuya cercanía debía poco a poco iluminarse. Por eso Dios les inspiró de forma elemental y en generalidades a los fieles de aquellos tiempos, quienes quiera que fuesen, lo que les era necesario para la salvación, comportándose al modo de un gran maestro que, aunque por sí mismo tuviera sobrada capacidad para enseñar hasta sus profundidades cualquier ciencia, sin embargo se adapta a la capacidad de los alumnos, impartiéndoles y dándoles a conocer cuánto y cómo se da cuenta que les basta, yendo siempre de lo imperfecto a lo perfecto; y esto es verdad por lo que se refiere al común estado de aquellos tiempos que ahora consideramos y tratamos.

Pero a ciertos varones evangélicos como Abraham, Isaac y Jacob, patriarcas y amigos suyos, y a algunos otros. les manifestó una revelación más profunda y más clara de la fe, y los iluminó más en cuanto a lo que tenían que creer y los instruyó mejor sobre lo que tenían que obrar y hacer, y los enseñó con más plenitud respecto a los futuros misterios que se realizarían en Cristo. Mas la fe de los que se salvaron en el estado común de ley natural fue tal como explica santo Tomás en la Suma teológica, o sea, en resumen creían estas dos cosas: que existe Dios y que tiene providencia sobre la salvación de los hombres; porque ésas siempre eran necesarias para todo creyente, como explica el Apóstol a los Hebreos, diciendo: «...El que se acerca a Dios ha de creer que existe», es decir, el Dios verdadero, en cuanto a lo primero, «y que recompensa a los que le buscan» (Cf. Hb 11, 6), o sea, que tiene providencia de sus actos y de su salvación eterna, respecto a lo segundo.

Y en ello se abarca sustancialmente toda nuestra fe en sus generalidades y de modo implícito, como en algunos principios generales de las ciencias se contienen implícita y virtualmente todas las demás verdades que, tras numerosas deducciones, con gran trabajo se van explicitando después a partir de los mismos principios. Pues en que Dios existe se incluye todo lo que creemos que hay eternamente en Dios y que constituye nuestra bienaventuranza, como el que Dios es uno y trino, y todo lo demás; por otra parte, en la fe en la providencia divina se incluye lo que Dios va otorgando en el tiempo para la salvación del hombre, y que son el camino para la bienaventuranza, como el misterio de la encarnación y los demás que dependen de él ordenados a nuestra salvación; y así en consecuencia se incluyen en estas dos cosas la íntegra y verdadera fe de Jesucristo nuestro gloriosísimo redentor, de la que ya se dijo antes que nunca nadie pudo salvarse sin ella; pues él es Dios eternamente y todopoderoso, con todos los atributos que le corresponden de siempre, y eso creían de él al creer en el Dios verdadero, que sin ninguna duda era él mismo; él también es hombre, hecho carne en la historia para liberar a los hombres y conducirlos a la bienaventuranza, y creían esto de él en forma semejante al confesar y creer en su providencia respecto a la salvación de los hombres, ya que en su providencia se incluía esto verdadera y principalmente.

Por lo tanto de esto, como de dos raíces, depende entera nuestra fe católica, cuyos artículos de nuestra creencia solemos dividir en dos partes, es decir, siete artículos de la divinidad y siete de la humanidad; análogamente Pedro confesó por entero esta misma fe en esas dos cosas, diciendo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16); pues al decir: tú eres el Cristo, incluyó y significó todo lo que correspondía a su humanidad y al misterio de la encarnación; y al decir: el Hijo de Dios vivo, confesó su divinidad con todo lo que le pertenecía. Por eso Cristo fundó su Iglesia entera en la firmísima confesión de fe de Pedro, como añadió enseguida diciendo: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Cf. Mt 16, 18), es decir, sobre esta piedra de tu confesión, etc., como expone santo Tomás en la Suma teológica. Y así queda bien claro que era la misma la fe de ellos y la nuestra, aunque no fuese tan explícita e ilustrada, como se irá viendo en el desarrollo.

Su sacrificio, como su fe, también era análogamente de forma general y confusa, por no estar obligados a él bajo ninguna disposición positiva por la que se constriñesen a cosas y modos determinados de sacrificar con las demás circunstancias, como dice santo Tomás, sino que sólo estaban sometidos al dictamen de la ley natural; por eso alguno sacrificaba con más frecuencia, otro menos, y otro quizás muy poco; uno en un lugar, y otro en otro; el uno ofrecía en sacrificio unas cosas, otro otras; uno en un día, otro en otro, y así con todas las demás circunstancias que concurren en los sacrificios y que podrían diversificarse indefinidamente, en las que no estaban obligados a caminar conformes.

La razón de esto es que, aunque el ofrecer sacrificios a Dios es dictamen de la ley natural que obligaba a todos los que iban a salvarse, de forma que manifestasen la fe verdadera de un único Dios como señal del sacrificio interior, que era el verdadero sacrificio ofrecido a Dios: el de un espíritu contrito y que también ellos le ofrecían desde su corazón, sin embargo no tenían otra obligación de sacrificar que la que les dictaba la conciencia bien formada; y su conciencia podría pedirles que ofrecieran sacrificios de distintas maneras en cuanto al número y lugar, tiempo y modo, y en cuanto a las cosas que deberían ofrecer. Y bastaba para la salvación de cualquiera que observase el dictamen de su conciencia al respecto, con tal que guardase discreción con aquellos con quienes convivía.

Sin embargo también en aquel estado de ley natural hubo algún sacrificio en que más expresamente se significaba el inefable misterio de nuestro excelente sacrificio, y fue el sacrificio de Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, que ofreció pan y vino, como está en el libro del Génesis (Cf. Gn 4, 18-20), en razón de que también en aquel entonces, antes de dar la Ley, quiso Dios prometer claramente al redentor de la descendencia de Abraham, diciéndole: «Y en tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra» (Gn 26, 4), y cuyo sacrificio quiso que fuese figurado entonces en el orden del sacrificio de Melquisedec, como está en el salmo: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec» (Sal 110, 4), de acuerdo con lo que también explica el Apóstol en la carta a los Hebreos (Cf. Hb 6-7), aunque después también en muchos otros sacrificios lo fue significando más claramente según algunos aspectos, como también fue prometiendo al mismo redentor más veces y más claramente según algunos aspectos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Que en el estado de ley escrita los hombres habían sido iluminados en la fe con más claridad y correlativamente obligados a determinados sacrificios con muchas circunstancias puntualizadas, en correspondencia con la fe interna en la que ya eran más perfectos


Se ha dicho hace un momento que en el proceso de la fe se sigue un orden en cierto modo igual al de las ciencias, es decir, que unas verdades se incluyen virtualmente en otras como en unos principios generales, como ya está suficientemente aclarado con lo que nosotros profesamos en la fe católica respecto a la fe de los que vivían en la ley natural. Pero hay diferencias entre los principios como entre las conclusiones de las ciencias, porque algunos son de tal forma primeros y generales principios que no tienen sobre sí otros de los que puedan depender, como por ejemplo: algo no se puede afirmar y negar a la vez, como está en el cuarto libro de la Metafísica de Aristóteles; o, como se dice más comúnmente: de cualquier cosa puede decirse que es o que no es, pero de nada las dos a la vez; hay otros que, aunque son principios generales, tienen sobre sí otros más universales de los que pueden deducirse a modo de conclusión, y respecto a ellos se llaman «menos comunes» y más específicos; pero respecto a las diversas conclusiones particulares que pueden deducirse de ellos y probarse, se dice que son generales, más comunes y menos específicos. Pues así es con estas dos verdades generales: que Dios existe, y que tiene providencia sobre la salvación de los hombres, con las que se salvaban los que vivían según la ley natural, que son tan generales que no puede haber sobre ellas algo que sea más general en la fe con lo que alguien pudiera salvarse sin llegar a creer explícitamente esas dos verdades; e igualmente ocurre con los sacrificios de aquellos tiempos: que no había otro modo más general y menos especificado de sacrificar a Dios que el indicado, de tal modo que, dejándolo, alguien pudiera de cualquier otro modo más general que encontrase ofrecer sacrificios a Dios en el culto que le corresponde.

Hubo, sin embargo, otro estado de los hombres que vivían en la fe verdadera, más ilustrado que el anterior, en el que estaban más especificadas las cosas que había que creer y se aclaraban por una manifestación más patente: pero todo se sacaba verdaderamente de aquellos dos principios. Este, pues, fue el estado del antiguo Testamento, en el que Dios todopoderoso se manifestó más abiertamente a los judíos, a los que especialmente eligió de la descendencia de nuestros padres Abraham, Isaac y Jacob, a quienes dio la Ley y las ceremonias, y mandó ser venerado por ellos con un especial culto sacrificial. A ellos les mostró que El era el único y verdadero Señor que creó todo de la nada, y todo lo demás que concierne a aquel primer artículo general, es decir, que Dios existe; del mismo modo se dignó revelarles la providencia que tenía sobre la salvación de los hombres mediante promesas, figuras y profecías, a saber, la encarnación de su Hijo unigénito, nuestro señor Jesucristo, y lo demás que depende de este sacratísimo misterio. Y todo esto es más claro y especificado que lo que se dijo de la fe de los que vivían en la ley natural: pues ellos sólo creían que había un Dios todopoderoso a quien todo estaba sometido, quien también proveía a la salvación de los hombres de modo conveniente, pero sólo conocido por él mismo. De qué modo hubiera creado el cielo y la tierra y con qué orden hubiera separado lo que había en ellos y en qué forma hubiera formado a nuestros primeros padres del barro de la tierra, y tantas otras cosas ya no lo sabían, tal como se refieren en su determinado orden al comienzo del Génesis (Cf. Gn 1, 1-2, 14); ignoraban del todo en qué forma había de salvar a los hombres enviándoles a Cristo redentor y lo demás que dependía de ello; cosas todas ellas que reveló a los judíos, aunque en figuras, como se aclarará.

También de modo semejante los sacrificios de los judíos eran más determinados, como lo era su fe, que manifestaban mediante ellos, ya que daban a conocer de un cierto modo especial el culto y la reverencia del Dios verdadero, y significaban con más claridad su providencia sobre la salvación de los hombres, ya que todos, aunque en formas diversas, figuraban al redentor prometido. Por eso no les estaba permitido a cada uno sacrificar a su antojo, sino que tenían que hacerlo en cierto tiempo y en determinado lugar y ciertas cosas, con otras circunstancias anejas determinadas por la Ley, como queda claro en el correr del Levítico casi por entero, pero especialmente en los diecisiete primeros capítulos. Por lo cual, aunque Dios tenía muchos otros fieles en los otros pueblos gentiles viviendo según la ley natural -como luego se expondrá-, fue a este pueblo de los judíos al que exaltó especialmente por el profeta, por habérsele revelado de manera particularísima entre todas las demás naciones, diciendo: «No hizo tal con ninguna nación, ni una sola sus juicios conoció» (Sal 147, 20).

Pero en relación a la claridad de la fe y a la excelencia del sacrificio del nuevo Testamento se encuentra en orden inverso, ya que, al ser todavía algo generales y comunes, resultan aún más comunes, más escondidas y oscuras de lo que eran las citadas de los tiempos de la ley natural respecto de ellas. Pues aunque tuvieron una revelación más clara de la fe en el Dios verdadero, sin embargo no llegaron a creer explícitamente que fuese uno y trino, al menos en lo que se refiere a su estado general, que es lo que ahora trato; estas cosas estaban, sin embargo, implícitas e incluidas en lo que creían, por pertenecer a la fe de un Dios verdadero, como ellos la tenían: pero todo esto tenía que manifestárnoslo Cristo. Igualmente también de la providencia de Dios sobre la salvación de los hombres hay que decir que, aunque habían llegado a conocer aquellas cosas con luz más clara hasta llegar a esperar al redentor ya próximo, sin embargo no llegaron a entenderla por entero, ni aún a medias de cómo la conoce la Iglesia en los tiempos de gracia; pero en la fe de la redención de los hombres creían implícitamente la encarnación de Cristo y su sacratísima pasión, y lo demás relativo a eso, por estar realmente contenido en ello, como declara santo Tomás en la Suma teológica.

La razón de esto es que, cuanto más lejos estaban de los tiempos de Cristo en que todo esto había de publicarse y realizarse, tanto más indeterminado lo percibían, así como al ver algo de lejos no lo reconocemos detalladamente, sino de modo confuso y general, así también ellos: ciertamente alcanzaban por la fe el misterio de la redención humana y lo demás que con él tenía que realizarse, pero como todavía distaban mucho de él en tiempo y en su situación, por eso lo veían borrosamente y como sin matices; y eso es lo que el Apóstol dice en la carta a los Hebreos al hablar de los padres de la ley antigua: «En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos» (Hb 11, 13). Hay que notar que el Apóstol dice que los padres del antiguo Testamento murieron en la fe, es decir, adheridos a la fe, como dice la glosa; por eso el Apóstol dice a los Calatas, hablando del tiempo de Cristo: «Mas, una vez llegada la fe...» (Cf. Ga 3, 25), es decir, después que se reveló la fe que antes estaba oculta a los antiguos, como ahí añade la glosa.

Por eso la fe de los antiguos se llama «fe» y «no fe»: fe ciertamente en cuanto a la sustancia, porque, como se dijo, era una y la misma que la nuestra; no fe en cuanto a su desenvolvimiento y manifestación íntegra, que fue Cristo quien nos la hizo y con quien dice el Apóstol que llegó la fe; por eso, al decir antes: «En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de sus promesas: viéndolas desde lejos», a continuación añade: «saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra» (Hb 11, 13); donde, como exponen los santos doctores, habla al modo de los navegantes que, estando en el mar v viendo de lejos el puerto, se alegran y lo saludan junto con sus moradores: así también los padres del antiguo Testamento se alegraban viendo desde lejos la promesa y el cumplimiento del misterio de Cristo; por eso dijo Jesús: «Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8, 56). Y como estaban distantes de los tiempos de Cristo, por eso se confesaban extraños y forasteros sobre la tierra: dijo Abraham: «Yo soy un simple forastero que reside entre vosotros...» (Gn 23, 4), y Jacob: «Los años de mis andanzas...» (Gn 47, 9).

Y así se comprende la oscuridad y ocultamiento de aquel estado del antiguo Testamento en cuanto a la fe, por relación a la claridad y manifestación de la misma en el estado evangélico cual nos llegó por Cristo hecho hombre, como se verá mejor más adelante; y esta oscuridad y ocultamiento provenía de la lejanía y distancia de los tiempos de Cristo, que era quien tenía que iluminarla y desvelarla en plenitud; por eso en el texto citado de la carta a los Gálatas (Cf. Ga 3, 23-25) el Apóstol dijo primero: «antes de que llegara la fe», se entiende: de Cristo, «estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley», es decir: antigua, «en espera de la fe que debía manifestarse», a saber: por Cristo. En cuanto a los sacrificios de aquellos tiempos también resulta clarísimo que eran muy confusos y encubiertos, al igual que la fe que ellos manifestaban, en relación al purísimo sacrificio de la santa madre Iglesia en los tiempos de gracia y en correspondencia a su resplandeciente fe. Pero eso se explicará después más ampliamente con la ayuda de Dios.




ArribaAbajoCapítulo X

Que antes de la venida de Cristo sólo la comunidad judía fue, entre todas las demás naciones, el verdadero pueblo de Dios, elegido por él, en donde se encontraba la verdadera Iglesia de todos los fieles, de dondequiera que ellos fuesen


Hay que considerar después de esto que, antes de la venida de Cristo, aquel pueblo judío fue el único verdadero pueblo elegido de Dios y que constituyó una recta y ordenada república; pues, según lo que dice san Agustín en la Ciudad de Dios, la república no es otra cosa que los asuntos del pueblo; pero pueblo no es cualquier conjunto de personas, sino la asociación basada en el consentimiento del derecho y en la comunidad de intereses; esta definición la trae de las palabras de Cicerón en sus libros sobre La República, y de ellas concluye más adelante san Agustín que la república de los romanos o cualquiera otra semejante entregada al culto de los ídolos nunca fue verdadera república, ni tal conjunto de personas debiera llamarse de verdad «pueblo», sino cualquier multitud, ya que no era digna del nombre de «pueblo».

La razón de esto está en que no puede haber algún derecho donde no hay verdadera justicia, y, en consecuencia, tampoco se puede llamar «pueblo» al que no tiene derecho, puesto que «pueblo» es la asociación basada en el consentimiento del derecho; ni siquiera debía llamarse república lo que no era un verdadero pueblo. «Pues la justicia -dice- es la virtud que da a cada uno lo suyo: pues ¿qué justicia tiene el que retrae al mismo hombre del Dios verdadero y lo somete a los demonios inmundos? ¿acaso eso es entregar a cada uno lo suyo? ¿acaso es justo quien saca una finca al que la compró y se la da al que no tiene derecho alguno sobre ella? Y el que se sustrae al dominio de Dios, por quien fue hecho, y sirve a los espíritus malignos ¿es justo?». Es como si dijera que no, que es injusto, y más que el que sacó la finca a su dueño. De lo que se concluye que en aquellos tiempos sólo el pueblo judío fue de verdad pueblo de Dios, cuando los demás se entregaban a la idolatría (quiero decir los pueblos, no las personas): pero él servía y obedecía solamente al Dios verdadero y era en consecuencia aquel pueblo una auténtica república, por estar ordenada y gobernada por leyes regidas por la ley divina y por su inefable sabiduría, «por la que reinan los reyes y los magistrados administran la justicia», como dicen los Proverbios (Cf. Pr 8, 15). De donde concluye san Agustín en el segundo libro de la Ciudad de Dios ya citado: «La verdadera justicia se encontraba en verdad en aquella ciudad de la que la sagrada Escritura dice: Glorias se dicen de ti, ciudad de Dios». Pues esta ciudad de Dios es la santa madre Iglesia, una de cuyas partes ya triunfa gloriosa en los cielos, y la otra todavía peregrina en la tierra, cuya figura e imagen representó antiguamente la madre sinagoga con todos sus misterios y servicios, al modo como ahora la santa madre Iglesia militante representa a la triunfante en la gloria, disponiéndose y ordenándose en lo posible a su ejemplo, como dicen los sagrados cánones.

De donde resta por concluir que en aquellos tiempos ella era el pueblo, la república y la Iglesia de los fieles, a la que pertenecían y cuyos miembros eran todos aquéllos que servían a Dios en otros pueblos viviendo según la ley natural, aunque no se obligasen a observar sus ceremonias y ritos especiales, con tal que no se opusiesen a ella ni la impugnasen; ya que de contradecirla y atacarla, aún más, de no venerarla y quererla una vez hubiera llegado a su conocimiento, se saldrían por esa sola razón del estado de salvación, como se explicará más adelante. La razón de por qué pertenecían a ella como miembros, es que en ella estaba la fe clara y descubierta y suficientemente ordenado el culto a Dios, cual correspondía a aquel estado en que se congregaba la Iglesia en aquel entonces en la fe del que iba a venir, aunque encubierta bajo símbolos. También ellos confesaban y mantenían esa fe y culto de Dios, aunque en forma más escondida, ya que, de lo contrario, no hubieran podido salvarse, y así eran fieles y miembros suyos.

Sobre la especial elección de ese pueblo de la antigua Sinagoga, por la que quiso Dios todopoderoso apropiárselo como pueblo peculiar suyo y revelarse a él con mayor claridad para gloria de su nombre, por lo que le plugo engrandecerlo tanto, y de qué modo su pueblo se sometió voluntariamente a su Ley y a sus ceremonias, habla el Deuteronomio con estas palabras: «Yahvéh tu Dios te manda hoy practicar estos preceptos y estas normas; las guardarás y las practicarás con todo tu corazón y con toda tu alma. Has hecho decir a Yahvéh que él será tu Dios -tú seguirás sus caminos, observarás sus preceptos, sus mandamientos y sus normas, y escucharás su voz-. Y Yahvéh te ha hecho decir hoy que serás el pueblo de su predilección como él te ha dicho -tú deberás guardar todos sus mandamientos-; él te elevará entonces en honor, renombre y gloria, por encima de todas las naciones que hizo, y tú serás un pueblo consagrado a Yahvéh, como él te ha dicho» (Dt 26, 16-19). Y de manera semejante dice el salmo 89 acerca de su santísima Ley que él les otorgó y que suele llamarse «alianza» o «testamento» en la sagrada Escritura, y en la que se contenía explícitamente la creencia de la verdadera fe y del culto: «Una alianza pacté con mi elegido...» (Sal 89, 4). Y sobre la grandeza y excelencia de esta santa alianza de Dios con la que especialmente se ligó con ellos y por la que los demás hombres habían de sentir admiración al conocerla, dice el Deuteronomio: «...porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos, que, cuando tengan noticia de todos estos preceptos dirán: 'Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente'. Y, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvéh nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que hoy os doy?» (Dt 4, 6-8).



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