Después de lo dicho hay que tener en cuenta que la aludida imperfección de la ley antigua duró permanentemente hasta Cristo al estar establecida por entero a significarlo a él de diversas formas, y por eso no debía concluirse hasta que llegase el mismo Jesús bendito, figurado y prometido en ella bajo tantos misterios; por eso el patriarca Jacob dijo del cetro real, al que se sometía el pueblo entero congregado por la ley, que nunca se le quitaría a la tribu de Judá hasta que llegase el Salvador, que había de venir de dicha tribu por la carne, que sería el gozo y la esperanza de todas las gentes: «No se irá de Judá el báculo, el bastón de mando de entre sus piernas, hasta tanto que venga aquel a quien le está reservado, y a quien rindan homenaje las naciones» (Gn 49, 10); y es bien cierto que, mientras se mantenía el cetro real, se mantenía también el pueblo regido por él, ya que, sin el pueblo, no se llamaría bastón de mando ni cetro real; por lo tanto tenía que mantenerse el pueblo y la ley que se le había dado para estar congregado en su justicia y en la aceptación de su derecho hasta llamarse de verdad pueblo; en consecuencia también tenía que permanecer la imperfección de aquella ley antigua, al estar tan metida e incorporada en su ordenamiento, instituciones y preceptos, que no podría quitársele sin suprimirla del todo, según lo que salta a los ojos. Por lo cual, aunque Dios había permitido que el pueblo fuera llevado cautivo, el templo destruido y quemado, y tantas otras cosas que parecían encaminarse a la destrucción de la ley y del pueblo, por exigencia del mal obrar de los judíos; incluso permitió que se los obligase a ofrecer sacrificios a los ídolos negando al Dios verdadero, abandonando la circuncisión y la ley entera, como se ve que ocurrió en tiempos de los Macabeos, y eso por instigación y propósito de algunos judíos azuzados por el demonio, que, cual varones de iniquidad, convencieron a muchos diciéndoles: «Vamos, concertaremos alianza con las naciones que nos rodean...» (1 M 1, 11), continuando después: «Levantaron en Jerusalén un gimnasio al uso de los paganos, rehicieron sus prepucios, renegaron de la alianza santa para atarse el yugo de los gentiles y se vendieron para obrar el mal» (1 M 1,14-15); sin embargo, nunca permitió Dios con todo eso que pereciera aquel estado sin que continuamente tuvieran sobre sí jefes del mismo pueblo y tribu y permaneciera la ley en su fuerza, de forma tal que aquel estado siempre se reconstruyese y volviera sobre sí hasta Cristo, hacia quien se encaminaban la ley y los profetas que permanecieron hasta él, según su mismo decir: «Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron» (Mt 11, 13); por lo que se dice que duraron hasta cuando vino Cristo, a quien Juan bautista señaló con el dedo, diciendo: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), pero que después cesaron, como se dirá.
Al permanecer el estado, la ley y el pueblo, permaneció también su imperfección; pero, aún continuando así, no obstante creció siempre aquel estado con el pasar del tiempo, especialmente respecto a la revelación más nítida de lo que había que creer y al conocimiento más claro de lo que había que esperar, hasta Cristo -como explica santo Tomás en la Suma teológica-; incluso cuanto más se aproximaba a Cristo, tanto más se iluminaba en todo eso, y también más se iba retirando y desapareciendo en consecuencia la imperfección ensombrecedora; pues antes se dijo, siguiendo una comparación del Apóstol, que, cuando algo se ve desde más lejos, más confusamente se percibe y menos se aprecia su verdadero valor; y también sucede lo contrario: cuanto más se acerca a tal cosa, porque se percibe con más certeza, tanto más influye el poder y la perfección que tiene en los que se le acercan más. Al acercarse a Cristo aquel pueblo poco a poco en el tiempo y en la situación, era natural que según su proximidad se iluminase y se perfeccionase por él.
Pues algunas cosas que no habían conocido explícitamente los más antiguos, las conocieron explícitamente los posteriores, como dijo Dios a Moisés: «Me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como El-Sadday; pero no me di a conocer a ellos con mi nombre de Yahvéh» (Ex 6, 3); y David dice: «Poseo más cordura que los ancianos...» (Sal 119, 100); y es lo que dice san Gregorio, como allí cita santo Tomás, que siguiendo el paso del tiempo aumentó la ciencia de los padres antiguos, y cuanto más cercanos estaban de la venida del Salvador, con tanta mayor plenitud fueron conscientes de los misterios de la salvación. Mire quien lo desee lo que Isaías, aquel profeta evangélico que vino mucho tiempo después de haberse dado la ley, había percibido con más profundidad que otros sobre la encarnación de Cristo y sus misterios, en los que consiste la revelación de la fe, como se verá después; véase lo que había anunciado Jeremías sobre ello, y así con los demás, y verá con claridad que con el transcurrir del tiempo había brillado el resplandor de los misterios.
Por eso, en los tiempos de la venida de Cristo ya se había divulgado el rumor de la venida del mesías, por lo que sucedió que Teudas y Judas el galileo alborotaron al pueblo pretendiendo ser algo grande y manifestándose ser mesías, equivocados por una vana presunción, como se lee en los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 5, 36-37). Y esto ocurría porque estaba más patente entre todos la noticia de la llegada de Cristo, conjeturando por los vaticinios de los profetas que se estaba cumpliendo su tiempo o que no podría faltar mucho, y de ahí quizás que se sintieran movidos a fingirse mesías pensando que algo les aprovecharía si lograban adelantarse, cual si Dios hubiese dispuesto que se realizase tal obra por esfuerzos humanos mediante una usurpación bien aprovechada, y no más bien hubiera predestinado por designio inefable oculto desde antes de los siglos a su unigénito gloriosísimo Jesucristo para este singular y excelentísimo misterio, como explica el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 1, 2-4). Del mismo modo se movieron algunos del pueblo para seguir así a estos hombres citados como si fuesen algo grande; pero tanto los jefes como su seguidores fueron destruidos y perecieron lastimosamente por no ser de Dios aquella obra, como allí mismo se dice (Cf. Hch 5, 36-37).
Con el mismo fin se movieron los sacerdotes y levitas de Jerusalén para ir a Juan bautista a preguntarle: «¿Quién eres tú?», como relata el evangelio de Juan (Cf. Jn 1, 19-25); la pregunta tendía principalmente a enterarse de si él era el cristo prometido en la ley, conforme a lo que su respuesta diera a entender, ya que confesó y no negó; confesó: «Yo no soy el cristo», como sigue el texto (Cf. Jn 1, 20); tanto más que en el evangelio de san Lucas se dice que todos pensaban que él era el cristo: «Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos, diciendo...» (Lc 3, 15-16). Igualmente se sintió movido san Natanael, a quien Cristo alabó con gran énfasis diciendo: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño», y que dijo a Cristo el estar con él: «Rabbí, ¿tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel?» (Jn 1, 47-49): y, como dice Agustín, con esas palabras confesó a Cristo de la misma forma que Pedro, el príncipe de los apóstoles, si bien él lo dijo preguntando mientras que Pedro lo afirmó rotundamente; aunque tampoco discuto si no conoció a Cristo como verdadero Hijo de Dios por estimar que iba a reinar efectivamente, y si lo llamó Hijo de Dios en el sentido de una cierta superioridad en su participación de hijo, como opinan otros; sea lo que sea, basta para nuestro fin que, por estar instruido en la ley, sospechaba que el mesías iba a llegar pronto y que, al encontrarse con Cristo, no dudó en pensar que era él.
Y queda claro con esto que se iba haciendo más patente la fe en aquel antiguo estado cuanto más se acercaba a Cristo.
Lo mismo ocurrió con los sacrificios que los profetas hicieron ver con el correr del tiempo que eran burdos e inútiles, y que tenían que ser sustituidos por otros espirituales y aceptables a Dios: «No tengo que tomar novillo de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos...» (Sal 50, 9), donde se citan las cosas que solían ofrecerse en sacrificios y se da a entender que por sí mismos eran inconvenientes e inútiles; y continúa hablando del que tenía que sustituir a todos ellos como sacrificio de verdad apropiado -como más adelante se explicará-, al decir: «Sacrificio ofrece a Dios de acción de gracias» y después: «El que ofrece sacrificios de acción de gracias me da gloria...» (Sal 50, 14.23); donde comenta la Glosa: «Al decir esto anuncia el Nuevo Testamento en donde cesarían todos los sacrificios figurativos», y después:
«Al rechazar el rito antiguo señala lo que tenemos que hacer, hablando como en tercera persona: 'Ofrece a Dios sacrificio de acción de gracias', es decir, lo que está en tí mismo, que es el dar gracias por todo: eso es lo que exige; 'y cumple tus votos al Altísimo', que es algo que está en tí y no fuera; 'sacrificio de acción de gracias', no de animales».
Y esto se ha dicho porque la ocupación entera de los ministros de la Iglesia es noche y día emplear todo el tiempo en las alabanzas de Dios para irse conformando con el santísimo sacrificio que se llama Eucaristía, es decir, acción de gracias,, en contraposición a aquellos sacrificios antiguos inútiles y sin valor que ocupaban casi completamente a sus ministros con múltiples ritos vanos e inútiles. A los que igualmente después Isaías hizo ver con dichos más claros que eran vacíos y reprobables:
«¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? -dice Yahvéh-. Estoy harto...», y después: «cuando venís a presentaros ante mí, ¿quién ha solicitado de vosotros que llenéis de bestias mis atrios?», y más adelante: «Vuestros novilunios y solemnidades aborrece mi alma: me han resultado un gravamen que me cuesta llevar...» (Is 1, 11.12.14).
Análogamente se manifiesta una más clara certeza de lo que se esperaba, por lo que se ha dicho, al estar en continuidad con ello, y se explica un poco más; ya que en los tiempos de la venida de Cristo había diferentes sectas entre los judíos con opiniones bien establecidas, como los fariseos y los saduceos: los fariseos afirmaban que había resurrección de los muertos y los saduceos lo negaban -como dicen los evangelios de Mateo y Marcos (Cf. Mt 22, 23; Me 12, 18)-; pero los fariseos, más conocidos y renombrados, atisbaban algo del premio futuro de los fieles y de su recompensa eterna, cosa que no se sabe hubiera antes de ellos, sino que todo eso estaba como adormecido en el pueblo. Pero es más importante que Juan bautista ya expuso con toda claridad a los que quisieron escucharle la gloria de los bienaventurados al decir: «Convertios, porque el Reino de los Cielos está cerca», y la pena de los condenados, al añadir: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, digno fruto de conversión...» (Mt 3, 2.7-8). Pero lo escuchaban y no se admiraban, cual si dijera alguna novedad; incluso aceptaban lo que decía y se hacían bautizar por él, como allí mismo se dice (Cf. Mt 3, 6). Pero eso era porque se había extendido entre ellos poco a poco tal conocimiento de los premios y castigos futuros, pues el tiempo de Cristo ya era inminente, y eso aunque nunca lo hubieran escuchado de boca del mismo Cristo ya que todavía no les había hablado y ni siquiera lo conocían.
Sobre cómo fue creciendo también poco a poco entre ellos la perfección y pureza de vida resulta claro por Elias y Elíseo que iniciaron una suerte de vida monástica y realizaron muchas acciones evangélicas, como en concreto aparece de Elíseo al devolver ilesos los carros y jinetes del rey de Siria que habían ido a prenderlo, pudiendo matarlos, e incluso haciendo con verdadero amor y caridad que comiesen abundancia de manjares que les hizo servir, como se lee en el segundo libro de los Reyes, dejándolos para que retornasen a su señor: en lo cual no falta nada de la perfección que aconseja el evangelio (Cf. 2R 6, 8-23).
Igualmente entonces comenzaron a desarrollarse y multiplicarse tales formas de perfección, ya que los hijos de los profetas edificaban en aquel tiempo celdas para vivir junto al Jordán por haberse reunido en gran número, como se lee en el mismo lugar (Cf. 2 R 6, 1-4): pero esto correspondía a una vida de perfección, porque dejaban las ciudades para vivir en recogimiento y entregarse a Dios por entero. Por eso también había en tiempos de Cristo varones judíos religiosos que en gran cantidad moraban en Jerusalén de todas las naciones que existían, como se ve por los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 2,5); pero todavía no habían recibido a Cristo, sino que se encontraban aún en el estado antiguo.
También resulta claro de lo dicho anteriormente la mayor perfección del trato mutuo y el benévolo y amplio trato y convivencia del pueblo entre sí y en la aceptación de las demás naciones, ya que tales varones piadosos, o por lo menos algunos de ellos -como opinan otros-, eran de los que habían llegado al judaísmo desde la gentilidad, como bien lo insinúa la liturgia en el himno de la fiesta de Pentecostés, en que dice: «hablan todas las lenguas y se impresiona la muchedumbre de los gentiles», con lo que es evidente que los llama gentiles; pero si, como más generalmente se interpreta, eran de raza judía, de los que habían sido dispersos entre las naciones, bastaría entonces para nuestro intento el que en aquel entonces los gentiles solían llegarse a Jerusalén para adorar allí al Señor por las fiestas en su santo templo, como está en el evangelio de Juan, cosa que no se sabe que sucediera antes (Cf. Jn 12, 20).
A ello hay que añadir que los escribas y fariseos trabajaban en firme para convertir gentiles al judaísmo, como se lee en el evangelio de Mateo: «¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito -es decir, para que convirtáis a un extranjero a la fe-, y, cuando llega a serlo, le hacéis hijo de condenación el doble más que vosotros!» (Mt 23, 15); y con tales palabras no reprende Cristo su celo por convertir a los gentiles, sino su mal ejemplo con que los pervertían una vez convertidos y llevaban a su perdición; y no cabe duda que los trataban con mayor benevolencia y en convivencia más grata y los admitían con más familiaridad a sus ritos y ejercicios de lo que acostumbraban antes, al esforzarse con tanto celo y ansia por convertirlos. Ni tampoco cabe duda de que, entre los que asistieron de todas las naciones a escuchar a los apóstoles hablando en lenguas, también había algunos convertidos de la gentilidad, ya que precisamente allí se dice: «judíos y prosélitos» (Hch 2, 11), que quiere decir los extranjeros convertidos a la fe, como explican los doctores.
Por eso hay que concluir razonablemente con santo Tomás en su última cita que, al igual que ocurre con la persona humana que se va haciendo tanto más perfecta cuanto más se acerca a la juventud, y una vez completa alcanza su íntegra perfección, hasta el punto de que, al cambiar su situación, se lo consideraría otra persona; así también resulta con claridad que había ocurrido con el pueblo de Dios que, cuanto más se aproximaba a Cristo como a varón perfectísimo, tanto más crecía en los misterios de la fe y en los sacramentos de salvación, conservando siempre el mismo estado que tuvo desde antes y que fue progresando hasta Juan bautista, donde alcanzó toda su plenitud tanto en la revelación de la fe sobre lo que había que creer y esperar, como en la perfección de vida sobre lo que había que hacer y evitar, y quien finalmente señaló con el dedo a Cristo, hacia quien se dirigía por entero aquel estado, y anunció que en adelante el verdadero pueblo de Dios se formaría con todas las gentes, al designar a los gentiles como piedras que podrían ser convertidas por el maravilloso poder de Dios en hijos de Abraham si quisieran, y que aquel antiguo estado tenía que desaparecer en consecuencia: «Dad, pues, digno fruto de conversión y no os contentéis con decir en vuestro interior: 'Tenemos por padre a Abraham'; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles» (Mt 3, 9-10), que es lo mismo que decir al estado de la sinagoga.
Pues según lo que explica nuestro glorioso padre Jerónimo, esta hacha es el evangelio ante el que se doblegó el estado de la sinagoga como derribado por él, hasta el punto de que, el que continuase ligado a él sería enviado al fuego eterno por pecar mortalmente y condenarse creyendo que todavía estaba vigente la ley y observándola después de promulgarse el evangelio, como se explicará por largo más adelante. Todo esto lo realizó Cristo con los apóstoles que se escogió -como pronto se expondrá-, a quienes con toda claridad ilustró y dio a conocer por entero todas estas cosas dichas.
En pocas palabras resume todo esto el Apóstol a los Efesios (Cf. Ef 3, 5) diciéndoles que el misterio de Cristo, que allí mismo expone, no fue dado a conocer en las generaciones pasadas a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas; donde comenta la Glosa: «'en las generaciones pasadas', es decir, en las de los tiempos antiguos, 'no fue dado a conocer a los hombres', con la plenitud con que ahora se ve que se realiza».
«Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, con ser dueño de todo; sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo fijado por el padre. De igual manera también nosotros, cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 1-5). Escribe estas palabras el Apóstol intentando resumir la diferencia entre los dos testamentos, el antiguo y el nuevo, como lo imperfecto y lo perfecto, como la servidumbre y la libertad.
Pues al servir la antigua Iglesia de los fieles bajo los elementos del mundo con sacrificios inútiles, que de suyo ni justificaban a nadie ni lo perfeccionaban, como antes se expuso, por eso con razón tal madre sinagoga se encontraba bajo servidumbre e imperfecta cual niño, teniendo que sacarla de tal servidumbre e imperfección el que era perfectísimo en todos los aspectos, el Hijo de Dios y de la Virgen nuestro señor Jesucristo, de acuerdo con lo que él mismo había dicho a los judíos que se encontraban bajo aquella antigua servidumbre: «Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36); por quien iba a ser establecida la santa madre Iglesia íntegramente perfecta, sin mancha y sin arruga, y para ser consagrada con su santísima sangre, como dice el Apóstol a los Efesios (Cf. Ef 5, 25-27).
Pero aquella antigua sinagoga tenía ya que ser abandonada como cobertizo en viña y como albergue en pepinar, por utilizar una expresión de Isaías: ya que, así como es inútil y sobra el cobertizo en la viña cuando ya se han recogido los frutos, y así como no sirve para nada el albergue en el pepinar después de recoger los pepinos, así también resulta ya inútil y de sobra e inaprovechable toda aquella observancia de la ley ensombrecida y figurativa, una vez que Cristo cumplió todo lo que había sido establecido para significarlo, y, en consecuencia, cesó con ella su servidumbre e imperfección total, sucediéndole por el contrario un estado absolutamente perfecto por relación a todos los fieles que llegan de cualquier parte a la Iglesia católica para que vivan en ella, como se explicará extensamente con la ayuda de Dios al aplicar a las cinco imperfecciones indicadas en aquel pueblo su correspondiente perfección evangélica.
Para la explicación sumaria de esto se puede aducir ahora lo del Apóstol a los Gálatas, que, después de decir: «la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo», enseguida añade, apartando esa imperfección: «mas, una vez llegada la fe», es decir, del estado evangélico de clarísima perfección, «ya no estamos bajo el pedagogo», es decir, bajo la antigua tosquedad e imperfección de aquella ley de la que nos liberó Cristo (Cf. Ga 3, 24-25); por eso es por lo que, en el capítulo siguiente, del cual éste viene a ser como una introducción, tras señalar la diferencia entre estos dos estados mostrando que la antigua sinagoga era como una esclava reducida a servidumbre y la santa madre Iglesia como la señora libre y perfecta por medio de Cristo, al punto llega a la conclusión de que ya ha cesado la servidumbre esa con toda su imperfección y ya ha llegado la libertad evangélica a todos sus fieles hijos por gracia, diciendo: «Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre. Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 4, 31-5,1); donde comenta la Glosa:
»'No somos hijos de la esclava', porque no somos siervos del pecado o de la ley, 'sino de la libre', o sea, de la Jerusalén celestial, que es el nuevo pueblo del Reino de los Cielos; y no somos hijos de la libre de otra manera más que por la libertad por la que 'nos liberó Cristo', quien, libre del pecado, se hizo obediente por amor».
Esta liberación por Cristo se nos ha concedido por plenitud de gracia, como allí dice la Glosa, pues por su exuberancia en el que es cabeza de todos los fieles se llenó la Iglesia con todos sus fieles, cual desbordando virtud y gracia en sus propios miembros; según lo que dice el evangelio de Juan: «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad», y más adelante: «Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Jn 1, 14.16). Pero la ley antigua no había podido dar esta gracia, por lo que carecía de la verdadera libertad y perfección, que al darla Cristo a sus fieles los hizo perfectos del todo; ya que, como añade el evangelio de Juan: «Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17).
Por eso hay que concluir con toda razón que el fin de la ley y de toda su imperfección fue Cristo, al hacer perfecta a la santa madre Iglesia en todos sus fieles, en concordancia con lo que está escrito a los Romanos:
«Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente» (Rm 10, 4); donde dice la Glosa: «'Porque el fin de la ley es Cristo', en quien no se agota la ley de la justicia sino que se colma, pues en él está toda la perfección y más allá de él no hay a dónde se extienda la esperanza; también es Cristo el fin de los fieles, pues al llegar a él quien tiene deseos de avanzar no puede ya encontrar nada más adelante, sino que encuentra dónde debe quedarse».
Como Cristo colmó esta ley antigua instituyendo un nuevo pueblo perfecto por gracia, cosa que no había podido hacer la ley, sino tan sólo dar a entender que lo haría Cristo, así también la anuló completamente en todo lo que suponía imperfección, como escribe el Apóstol a los Efesios: «anulando la ley de los mandamientos con sus preceptos», y que comenta también la Glosa: «Ni tan sólo se han anulado por Cristo las observancias de la ley y sus imperfecciones de modo que sus fieles ya no tengan obligación de cumplirlas, sino que han sido abolidas de tal forma que se aparta de toda la perfección que Cristo ha introducido quien se atreve a cumplirlas; pues no puede participar con Cristo en la perfección quien de nuevo busca permanecer bajo el antiguo yugo roto por él y que se ha vuelto del todo contrario a su santísima perfección».
Por eso el Apóstol, después de hacer ver la libertad y perfección íntegra de los fieles del Nuevo Testamento, llega enseguida a la conclusión de que toda la observancia antigua ya es reprobable y dañina, al suprimir la circuncisión que era el acceso y el fundamento primario de todo lo legal; y por eso, al rechazarla a ella, rechaza todo lo demás: «Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. Soy yo. Pablo, quien os lo dice: Si os dejáis circuncidar, Cristo no os aprovechará de nada» (Ga 5, 1-2). Y así, los que se circuncidan, perdiendo a Cristo pierden también con él la gracia justificante e incurren en consecuencia en condenación. Por eso el Apóstol mismo dice a los Gálatas: «Habéis roto con Cristo todos cuantos buscáis la justicia en la ley. Os habéis apartado de la gracia» (Ga 5, 4): es decir, los que juzgáis y queréis justificaros por la ley habéis perdido a Cristo y habéis blasfemado en cierto modo y habéis perdido la gracia, incurriendo por ello en condenación.
Por tanto ya permanece el estado de la santa madre Iglesia mediante Cristo en toda su perfección posible mientras peregrina y vive en este mundo, sin que nunca se haya de cambiar en otro estado más perfecto con una ley más elevada o con una revelación más clara de la fe, cual el estado de la sinagoga se cambió en el estado más perfecto de la nueva ley; como lo explica santo Tomás en la Suma teológica, donde acaba diciendo en resumen que no puede haber en esta vida otro estado de, la Iglesia de los fieles más perfecto que éste en que hemos sido, puestos por Cristo: ya que tan perfecto es algo cuanto se acerca a su último fin; pero nada puede estar más cerca del último fin que lo que inmediatamente introduce a este último fin, y eso es lo que hace la nueva ley, puesto que, pagado el precio de la redención humana, abiertas las puertas de la vida e impartida a los fieles la gracia con la que se hacen dignos de la vida eterna, ya no hay obstáculo alguno para que, dejando el bagaje del cuerpo corruptible, las almas de los fieles libremente sean conducidas al cielo para ser introducidas a su último fin beatificante y eterno, con tal que no lleven consigo algo por purificar, puesto que ello les sería un impedimento temporal, o quizás también eterno, para entrar a aquel descanso bienaventurado. Pero esto último ya no es por imperfección del estado de los fieles, sino por culpa de los que así mueren al no temer dejar la vida presente con tales culpas, pudiendo purgarlas mientras vivían por los méritos y la gracia de Cristo, si hubieran querido; aunque eso nunca pudo concederlo a nadie el estado de la antigua sinagoga sin que hubiera de bajar a los infiernos, por más que viviera en toda justicia; y con razón tenía que cambiar al estado más perfecto de la nueva ley, que permanecerá hasta el fin del mundo.
De donde por lo dicho y por motivos semejantes se deshace claramente el error de algunos herejes que dicen que tiene que seguir a la Iglesia un cierto estado más perfecto que debe ser atribuido al Espíritu Santo, como allí refiere santo Tomás; y de esta herejía y suciedad surgieron ahora en nuestros tiempos esos hombres herejes de Durango, que también dicen que las mujeres deben por caridad ser comunes para todos por la lujuria; aunque tal caridad destruya la caridad y el evangelio de Cristo y prive de su gracia justificante. Por tanto no sin razón todos los fieles cristianos y señaladamente los obispos y prelados de la Iglesia de Cristo deberían levantarse con todas sus fuerzas contra esta sucísima peste, puesto que, según dicen, aún se oculta en las montañas; y también deberían proceder con no menor celo contra ciertos pérfidos judaizantes que piensan poder salvarse observando la ley, contra los citados testimonios del Apóstol, contra todo lo que tiene y observa la santa madre Iglesia, contra todos sus doctores y sus santos, y contra todos sus santos y venerables concilios.
De la redención eterna preparada y también mostrada y dada a conocer por Cristo a sus fieles, habla el Apóstol a los Hebreos, diciendo: «Pero presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros... y penetró en el santuario una vez para siempre... con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 11-12); donde comenta la Glosa: «'redención eterna', porque los redimidos lo son para la eternidad, y esta redención no la pudieron dar aquellos sacrificios de la ley».
Sobre el establecimiento de la nueva alianza y de su altísimo fin y perfección íntegra, el Apóstol en el mismo capítulo añade: «Por eso es mediador de una nueva Alianza (Cristo); para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera Alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Hb 9, 15). De esta inmediata entrada de todos los fieles en la herencia eterna, con tal que se encuentren preparados ante la muerte, dice el Apóstol en la segunda carta a los Corintios: «Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra habitación terrestre, se desmorona, tenemos una casa que es de Dios: una habitación eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste, si es que nos encontramos vestidos, y no desnudos» (2Co 5, 1-3).
Pues como permanece la Iglesia perfecta e inmutable en su estado, así también permanece universal y unida en concordia unánime de todos sus fieles, apartada de ella toda disparidad de aquellas antiguas imperfecciones, puesto que, de otro modo, ya no podría decirse que tuviera un estado nuevo y perfecto; esta sacratísima unión la solemnizó Cristo muriendo en la cruz para redención universal de todos los fieles, sin división alguna que se introduzca entre ellos, cuando adquirió para sí la única e indivisa Iglesia de todos los católicos; y tan admirable misterio ya había sido figurado antes en la formación de la primera mujer del costado del varón: de forma que, como del único varón. Adán, se formaba la única mujer para la procreación universal de todos, así también del gloriosísimo Jesús, único redentor nuestro, se formase la única santa madre Iglesia para salvación universal de todos sus fieles, a quienes por el mismo hecho les encomendó una concordia unánime. Muy a propósito habla Agustín en La Ciudad de Dios, diciendo: «Pues como al comienzo del género humano se hizo a la mujer del costado del varón que dormía, sacándole una costilla, fue oportuno que con tal hecho ya entonces se profetizase a Cristo y a la Iglesia: el sopor de aquel varón era la muerte de Cristo, cuyo costado del que colgaba exánime en la cruz fue traspasado por la lanza y de allí manó sangre y agua, que sabemos que son los sacramentos sobre los que se edifica la Iglesia; pues también la Escritura utilizó esta palabra, ya que no se lee formó, o hizo, sino la 'edificó' como mujer; por lo que también el Apóstol habla de la 'edificación' del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Así pues la mujer es criatura de Dios al igual que el varón, pero en el ser hecha del varón se recomienda la unidad, en el ser hecha de esa manera se figura a Cristo y a la Iglesia, como se dijo».
Pues así como todos hemos sido engendrados por Adán y Eva, y todos sin diferencias hemos quedado pecadores, así también todos hemos sido reengendrados por Cristo y la Iglesia sin diferencias y hemos quedado en perfecta justicia, según lo que explica ampliamente el Apóstol a los Romanos y en la primera carta a los Corintios, diciendo: «Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 21-22; Cf. Rm 5, 12-21), «pues no hay diferencia alguna (de judío y griego, es decir, de judío o gentil, como dice la Glosa); todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3, 22-24), como dice a los Romanos; y concluye el Apóstol diciendo a los Gálatas: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28); lo que comenta la glosa: «Por ninguna de esas cosas nadie se hace más digno en la fe de Cristo, y por tanto que ninguno judaice cual si fuese más digno por algo de eso, ya que en verdad por ninguna de esas cosas se hace nadie más digno en Cristo».
Pues así como el que negase haber salido de Adán y ser pecador de igual suerte que los demás, tendría que negar su condición de hombre reconociendo con mentira que no había necesitado la redención de Cristo, así también quien no reconociese haber sido reengendrado por Cristo en unanimidad e igualdad y no se sintiese haber ingresado a su Iglesia por gracia y en condición común con todos, tendría que ser separado del número de los fieles y no podría continuar en adelante como miembro de Cristo, y por la misma razón quedar fuera de los demás, indigno y excluido de todas las dignidades, honores y oficios de la Iglesia, según lo que llegaré a concluir con la ayuda de Dios con toda claridad al fin de esta parte.
Advierta, por lo tanto, quien tal piense que, de acuerdo con lo que antes afirmaba la glosa citada, judaiza con toda evidencia al pretender establecer diferencias entre los fieles en prelaciones o cualesquiera oficios, por intentar retornar la ley evangélica a la imperfección del estado judío, sustrayéndole su santísima perfección y destruyéndola con ello en alguna forma. Pues así como ellos se gloriaban en la carne, por lo que se sentían preferidos a todos los demás, así también cualquiera que quiera gloriarse se muestra como si tuviera de sí mismo la justicia de la ley, o como si Cristo hubiera formado para él la Iglesia de su santísimo costado cual si tuviera más méritos o fuese más noble; y sin embargo, «lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (1 Co 1, 28-29). Pues mientras él pretende defender y confirmar la ley evangélica, por lo mismo la debilita y destruye al seguir estrechando y reduciendo su santísima perfección; y mientras expulsa a otros de ella indebidamente, por lo mismo también él se va apartando indudablemente de su santísimo derecho, aunque su ilusión engañosa le dé a entender que hace lo contrario.
No quiero que nadie se me escurra de las manos y eluda lo que hay que decir con relación a esto bajo aquella respuesta general y tan familiar a estos contradictores, en que dicen que todas estas cosas están perfectamente en razón para los que son verdaderamente católicos y cristianos de corazón, porque para todos ellos tiene que haber una misma ley de honor y de dignidad en Cristo, unanimidad de concordia e igualdad de trato y de paz, y la misma perfección en la ley evangélica de caridad y de verdad; pero otra cosa tiene que ser para los que vinieron de la circuncisión a la fe de Cristo a causa de sus malas obras, al no ser su corazón recto con Cristo y estar siempre inclinados al mal, con todo lo demás que es sobrado objetar. Por eso rechazo tal calumnia brevemente, por haberse de tratar en su lugar, que es la segunda parte; porque, con la ayuda de Dios, todo esto y lo de su estilo se tratará allí con detalle.
Pero lo que ahora pretendo de momento es establecer la unidad de todos los fieles de dondequiera que viniesen y su igualdad en honor y gracia ante la santísima ley de Cristo según los méritos propios, sin que haya que tener en cuenta la bajeza de su raza ni su pasada infidelidad, incluso cuando alguno se acerque fingidamente a los sacramentos, mientras, sin embargo, siga perteneciendo a la Iglesia y no haya sido personalmente hallado culpable y condenado por ella; de acuerdo con lo que parece probarlo suficientemente y que se ha estado diciendo hasta aquí. Pero si alguno pecase, en la segunda parte se expondrá cómo ha de ser corregido y castigado y también que, si su delito exigiera que se le inhabilitase y postergase ante los demás fieles, sin embargo no por ello habría que tachar con la misma nota de reprobación a toda la raza a la que pertenecía al llegar a la fe de Cristo.
Pero, dejando eso para su lugar, como he dicho, vuelvo a la conclusión necesaria para todos los fieles que era la finalidad de este capítulo, y es que todo el género humano humilde y devotamente se reconozca haber sido redimido por Jesucristo en igualdad de gracia. Que ninguno de los fieles pretenda enturbiar la fuente de la salvación y de la gracia; que ninguno vitupere y eche en cara a otro los pasados delitos de donde cada uno de los destinados a perecer llegó a la fe de Cristo para ser salvado; como si él no necesitase de la redención común a todos o hubiera sido constituido heredero y cabeza en la ley evangélica sobre los demás para recibir y compadecerse de quien quisiere y endurecer y echar a fuera a quien quisiere; y con ello acabar poniendo a Dios con mentira como con acepción de personas y usurpando de modo condenable su función divina, y violando y corrompiendo de esta suerte su santísima ley.
Recuerde, al menos, la soberbia reprobada de aquel insensato fariseo que se jactaba igualmente en el templo poniéndose por encima de los demás con su abominable justicia, estimando con ello rendir obsequio a Dios y sacrificio aceptable y adquirir para sí gran mérito, diciendo: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias...» (Lc 18, 11-12); pero lo que mereció con ello fue que el publicano bajó a su casa justificado y él no (Cf. Lc 18, 14); el convencido de su justificación reprobable es pasado por alto como si fuese ignorado por Cristo, habiendo de ser sin duda uno de los que le digan en el juicio: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?» (Mt 7, 22), a los que sin duda alguna responderá lo que prometió responder: «Y entonces les declararé: '¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!'» (Mt 7, 23).
Estos son los frutos de esa engañosa justicia y el premio del celo soberbio y del amargo improperio: que justamente condenado sea vituperado y por último sea rechazado por Cristo, quien no cesó de condenar y vituperar a otros; e intenta rechazarlos de la Iglesia contra el precepto de Cristo, cuando el mismo Padre de la luz «da a todos abundantemente y sin echar en cara» (St 1, 5), «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45). Pero éstos intentan hacer lo contrario, bajo su nombre y aludiendo a una justicia inventada, echando en cara una y otra cosa y prohibiendo que el sol de la verdadera justicia y la lluvia voluntaria y saludable que él derramó sobre su heredad se extienda sobre todas las partes de su Iglesia universal, que, si estaba extenuada, él la reanimó (Cf. Sal 68, 10).
Pues si la igualdad de naturaleza, por la que todos hemos sido engendrados de uno y por uno, no mueve a éstos al amor pacífico, a la igualdad de estado y al trato igual con los otros, al menos los moverá y convencerá que todos los que teníamos que perecer juntos hemos sido redimidos por igual mediante Jesús gloriosísimo con la misma gracia y amor; y sin diferencias hemos sido reunidos por él en la santa Iglesia; según lo que nuestro gloriosísimo padre Jerónimo demuestra amonestándolos en la carta a Celancia sobre la rectitud de vida, diciendo: «En vano alguien se aplaude por la nobleza de su raza, cuando todos son de igual honor y de igual precio ante el Señor los que han sido redimidos por una sola sangre de Cristo; ni importa en qué condiciones haya nacido cualquiera, cuando todos renacemos por igual en Cristo. Pues aunque olvidemos que todos han nacido de uno, al menos siempre debemos recordar que todos nos regeneramos mediante uno».
Pues así como la Iglesia católica recibe sin diferencias a todos los que vienen a la fe verdadera e incluso los exhorta e invita a que se conviertan y vengan, según lo que ahora ya se ha comenzado a tratar y se explicará con más amplitud después, así también les obliga a todos en general y sin diferencias a la fe de Cristo y a su creencia explícita y a la incorporación unánime a esta Iglesia católica, de tal modo que sin eso nunca podría salvarse nadie una vez divulgada la ley evangélica. Esto se corresponde con su máxima perfección lo mismo que lo que se acaba de decir, que recibe a todos los que llegan a ella con la misma gracia y amor, que es lo que Cristo, nuestro perfectísimo legislador, quiso dar a entender con toda claridad al decir: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32); pues en la ley antigua ocurría lo contrario, ya que, así como en ella no se recibía por igual a todos, así también no obligaba a todos en general, sin que pudieran salvarse los que vivían fuera de ella en la ley natural aún cuando llegasen a conocerla y no quisieran aceptarla, como quedó demostrado en el capítulo XI, y proviniendo todo esto de su imperfección.
Pero la razón general de tal diferencia es que entonces todavía no se había revelado abiertamente el estado de la fe y creencia de todos los fieles, porque aún no había alcanzado su perfección, sino que creían en forma implícita que estas cosas se realizarían con Cristo, lo que entonces era bastante para la profesión implícita de la fe de los que vivían tanto en la ley natural como en la ley escrita, según lo que antes se explicó.
Pero una vez que llegó Cristo, el prometido, y reveló claramente la fe explícita y conformó el estado de los fieles en su íntegra perfección, atrajo hacia sí a todos cuando redimió a todo el género humano el ser exaltado en la cruz, donde realizó perfectamente todas estas cosas; y por eso obligó en general y sin diferencias a todos los fieles que han de salvarse a que creyeran todo esto explícita e íntegramente; y a los demás los dejó bajo la condenación al decir a sus santos apóstoles, que tenían que promulgar todo esto a todo el mundo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20); y en Marcos se lee: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea, se condenará» (Me 16, 15-16). Aquí está la clarísima y universal promulgación de la ley evangélica para todas las gentes, al decir: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación». Y aquí está la obligación total e íntegra para todos los hombres, al añadir:
«El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea, se condenará».
Pero la creencia explícita, aunque es necesaria a todos los que se salvan junto con la incorporación real a la Iglesia católica, lo que se realiza mediante sus santos sacramentos y la fiel y devota obediencia a sus santos mandamientos, porque todo ello es necesario a la perfección del estado de los fieles una vez revelada la gracia, sin embargo, no es igualmente necesaria a todos los fieles la explicación de la fe y su conocimiento perfecto; ya que a los más sencillos les basta con creer explícitamente la fe católica del modo que la Iglesia suele recitar en general y distinguiendo los artículos y tal como se canta los domingos en el símbolo de la fe «Creo en un solo Dios»; incluso también se celebra con veneración en las festividades a lo largo del año en las que se recuerdan con devoción estos artículos, cual la celebración de la Encarnación del Señor a la que se hace referencia en el adviento y también en la fiesta de la anunciación de la gloriosísima Virgen nuestra señora; y así con las demás festividades, como en la feliz Navidad del Señor, en su sacratísima Pasión y Resurrección, y en los demás artículos, con los que la creencia de los fieles, aunque se considere implícita respecto a los más entendidos en la fe de Cristo, resulta explícita con relación al precedente estado de la antigua sinagoga e incluso clarísima y muy patente, como cualquiera puede fácilmente darse cuenta por sí mismo.
Ni tampoco los más sencillos deben ser examinados con profundidad de las sutilezas de la fe a no ser quizás que se tema que algunos hayan podido ser influidos por los depravados herejes, como explica santo Tomás en la Suma teológica y en el comentario al tercer libro de las Sentencias; ya que les es bastante para salvarse con la fe de los entendidos, a quienes Dios les ha concedido un nivel más elevado en la fe. Pero los más entendidos, a quienes corresponde instruir en la fe a los demás, están obligados a tener un conocimiento mayor de lo que hay que creer y creerlo más explícitamente, en proporción al grado en que cada uno está constituido en la Iglesia; de lo que ahora no hay por qué entrar en detalles.
Basta para lo que estamos tratando que todo el que ha de salvarse está necesariamente obligado a creer explícitamente la fe evangélica, a observar su santísima ley y la universal unión común de todos los fieles de la santa madre Iglesia, cosa que no era necesaria, sin embargo, en la ley antigua. De aquí que Dios haya enviado a Felipe al eunuco etíope de la reina Candaces, varón noble y devoto, para instruirlo y bautizarlo según la ley evangélica a su regreso de Jerusalén, de donde venía de adorar al Señor (Cf. Hch 8, 26-38). E igualmente apareciéndosele un ángel del Señor a Cornelio, centurión de cohorte, varón religioso y temeroso de Dios, le mandó que hiciera venir a Simón Pedro para que lo instruyese y bautizase en la ley de Cristo (Cf. Hch 10). Y esto sucedió porque ya no podían salvarse sin la explícita fe de Cristo con todo lo demás que se ha dicho que pertenece a este misterio; y eso era especialmente necesario después de divulgada la ley evangélica, porque antes podrían estar excusados.
La razón de necesidad tan estricta es el haber sido explicadas claramente las cosas que pertenecen a la verdadera fe y que antes estaban implícitas en que Dios existe y que tiene providencia de las cosas y cuidado de la salvación de los hombres; ya que es bien sabido que Dios es trino y uno: Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo y verdadero Dios, y lo demás que se refiere a esto; e igualmente Cristo les mostró y dio a conocer a sus fieles la providencia de todas las cosas y el cuidado divino y singular por la salvación de los hombres, de modo bastante a lo que necesitaban; y así también todo esto fue difundido por los apóstoles al mundo entero, como dice el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 10, 18) y explican los doctores sagrados al comentarlo; y también Cristo lo impuso con necesidad y lo mandó a todos los que se han de salvar, de acuerdo a lo que se dijo antes: «El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea se condenará» (Me 16, 16).
Así pues ya nadie puede excusarse juzgando que podrá salvarse con sólo creer y hacer lo que se había dicho bajo aquella antigua generalidad implícita, ya que, lo que antes estaba implícito y oscuro, ahora se encuentra explícito y revelado más claro que la luz; ni tampoco se puede alegar desconocimiento de ello, porque ya está de sobra divulgado por todo el mundo; ni tampoco se puede decir que no se está obligado a ello, porque ya se sabe que Cristo ha obligado a ello con tal rigor que no sería posible salvarse; aún más, si lo rechazase, sepa que se condenará indefectiblemente para siempre, porque «el que no crea, se condenará».
Pues estas tres razones eran suficientes para excusar a los fieles antes de la venida de Cristo, y que pudieran salvarse con la sola ley natural sin hacer nada más, por lo mismo que entonces todavía no se habían revelado explícitamente los misterios de la fe y de la redención de los hombres, y esta es la primera razón; y en razón también de que aquella especie de revelación divina en la ley mosaica no había llegado a ser conocida y difundida a todos, y ésta es la segunda; y también porque, aunque algunos la conocieran perfectamente y la oyeran anunciar lo bastante, sin embargo no era obligatoria para ellos de tal forma que no pudieran salvarse sin ella, al serle concedida tan sólo a aquel pueblo y al no querer Dios obligar a ella con necesidad a ninguna otra gente -según lo que ampliamente expliqué en los capítulos X, XI y XIII-, y ésta es la tercera razón.
Pero si alguien quizás hubiera nacido y crecido donde nunca pudiera conocer a Cristo ni su fe ni la ley evangélica, como podría ser en las naciones bárbaras alejadísimas de nosotros o en cualquier otro lugar donde hubiese la misma dificultad, contesta santo Tomás -en el comentario al III libro de las Sentencias, y también insinúa lo mismo en el comentario al II, aunque el caso no sea exactamente el mismo- diciendo que, con tal que haga lo que pueda por su parte, es decir, viviendo según la ley natural con aquella fe implícita citada y poniendo lo demás fielmente en las manos de Dios, como solían hacer los que se salvaban en los tiempos remotos. Dios le revelaría lo que tendría que hacer para alcanzar la salvación eterna a que aspiraba, al igual que se dijo que Dios se lo había revelado a aquellos dos varones citados, el eunuco etíope y el centurión Cornelio; y también podría deducirse de la Escritura que lo mismo ocurrió con otros más. También aún en nuestros tiempos encontramos a algunos que, inspirados de modo admirable por la gracia divina tan sólo, llegaron a la fe católica de semejantes tierras alejadísimas; pues fiel es Dios y bueno para los que esperan en él, y nunca los abandona permitiendo que perezcan, si con buen espíritu esperan en él y lo invocan de todo corazón; incluso el hecho de creer, invocar y esperar en él, ya es un don que ha salido de su inmensísima bondad. Pues Dios todopoderoso tiene innumerables caminos y formas para iluminar, enseñar, dirigir y llevar hasta el fin a sus elegidos; ni tampoco sometió su omnipotencia a los que lo sirven en la tierra; ni siquiera a los mismos sacramentos, hasta el punto de no poder convertir y salvar a sus fieles sin ellos, como dice el Maestro de las Sentencias en su IV libro. Pero sin los sacramentos que son necesarios para la salvación nadie puede salvarse sin recibirlo de hecho o de deseo, porque si Dios salvase a alguien sin haber recibido el bautismo, sin embargo habría recibido de hecho el bautismo de deseo con el que se habría hecho miembro de Cristo para salvarse; el bautismo de agua estaría, por lo menos, en su disposición de no menospreciar a la Iglesia militante, antes bien incorporarse externa y visiblemente a ella si pudiera, para no perecer y condenarse al ser justamente rechazado por ella. Ya que, según lo que el Maestro allí dice: «entonces se realiza de modo invisible en el hombre la justicia de la salvación eterna -según lo que dice la carta a los Romanos:
'Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación' (Rm 10, 10)-, cuando el misterio del bautismo no se excluye por desprecio de la religión, sino por razón de necesidad»; y estas palabras son originales de Cipriano en el IV libro sobre el Bautismo.
Pero, dejando todo esto, hay que concluir en nuestro tema que no puede salvarse nadie fuera de esta santísima, inmaculada y única Iglesia de Cristo, ni se adhiere de verdad a la fe si no cree y confiesa recta, íntegra y explícitamente esta fe evangélica; por más que con todo fervor crea y confiese que hay un solo Dios y también lo reconozca todopoderoso y creador del cielo y de la tierra y de todo lo visible e invisible, que dio la ley al pueblo judío por medio de Moisés, etc., cosas que, siendo verdad, no lo son bajo el aspecto preciso que determina la fe católica con la determinación explícita de los demás artículos que profesa la santa Iglesia, es decir, que el Dios todopoderoso creador del cielo y de la tierra es trino y uno: Padre, Hijo y Espíritu Santo, etc., y que el Hijo de Dios se encarnó en la Virgen y nació de madre Virgen, y todo lo demás referente a esto; ya que éste es el único Dios verdadero a quien así confiesan sus fieles en la Iglesia, y no hay ninguno otro fuera de él.
Pero como los infieles no creen en este único Dios con estas determinaciones concretas de la fe, hay que concluir que no creen en ningún Dios, por no haber ninguno fuera de éste, según lo que expone santo Tomás en la Suma teológica. Pues, si bien es verdad que Dios es uno, todopoderoso, creador de todas las cosas, ya no es verdad que no sea trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo y que el Hijo no se haya encarnado, etc., y todo eso no sólo no lo afirman los infieles, sino que lo niegan, y, al no reconocer en Dios todo eso, tampoco confiesan al Dios verdadero; y todavía se hace más grave que, al negarlo, acaban negando al verdadero Dios, fuera del cual no encontrarán a ningún otro a quien los creyentes puedan decir con verdad que creen en Dios.
Pues no existe un Dios creador de todo, todopoderoso, que dio la ley a Moisés, etc., que no sea trino y uno. Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que el Hijo no se haya encarnado, nacido y padecido, etc., como lo confiesa la santa Iglesia; sino que aquel mismo de quien creemos todo aquello es el único y verdadero de quien confesamos y creemos todo esto, y no puede dividirse o multiplicarse de forma que permanezca con nosotros por la fe sin separase de ellos por su falsa creencia; de forma que creyendo aquello y negando esto sigan creyendo en el Dios verdadero; pues se dejan llevar de sueños y no creen en el Dios verdadero los que tan sólo aceptan en su fe a aquel tosco y antiguo Testamento, negando el perfectísimo estado evangélico, por lo que, con justicia, se les llama infieles. Lo mismo hay que decir de los paganos que creen en un solo Dios todopoderoso.
Lo mismo hay que decir también de los herejes que se han apartado de la integridad de la fe, a quienes los santos doctores reducen a una especie de infidelidad, aunque no tan manifiesta como la de esos otros, que se enfrentan completamente con toda la fe católica. Lo mismo hay que decir de cualesquiera que se aparten de la unidad de la fe y de la santa madre Iglesia. A quienes no les puede aprovechar para la vida ninguna buena obra por más que sea santísima y perfecta, sino que todos ellos, si así acabasen su vida, sin duda se condenarán y perecerán, por más que aparezcan como purísimos en su modo de vivir, por lo mismo que todo lo hacen fuera del seno de la santa madre Iglesia, fuera de la cual no puede haber mérito ni remuneración.
Por eso con toda razón san Agustín excluye de nuestra única y santísima Iglesia, en el libro sobre la Religión verdadera, a estas cuatro clases de personas, entre las que, dice, no se puede encontrar la verdadera religión por la que el único Dios verdadero recibe verdadera y devotamente culto de sus fieles, por el hecho de que entre ellos no puede darse tal religión, y son los paganos y los herejes, los cismáticos y los judíos, cuyas comunidades no se pueden llamar Iglesia de los santos, sino asamblea de malhechores: «Odio la asamblea de malhechores, y al lado de los impíos no me siento» (Sal 26, 5); dice pues:
«La religión verdadera no ha de buscarse ni en la confusión del paganismo, ni en las impurezas de las herejías, ni en la languidez del cisma, ni en la ceguera de los judíos; sino tan sólo entre los llamados cristianos católicos ortodoxos que mantienen la integridad y que siguen lo que es recto». Dice, pues, que los católicos deben repudiar a esos que son extraños a la religión cristiana, que tenemos que guardar en la unidad de la santa madre Iglesia; y no porque la Iglesia no pueda ni quiera recibirlos en la unidad de la fe y de la santa unión y cuidar su salvación eterna y la paz común con los demás fieles, si ellos quisieran hacer penitencia por sus errores pasados y retornar humilde y sinceramente a ella; sino que, porque se separan de la Iglesia, con razón se manda a los fieles que los repudien mientras continúan así, por ser condenables, estar destinados a perecer y ser muy peligrosos y contagiosos para los fieles católicos.
De todo lo dicho se sacan dos conclusiones ciertas y muy útiles: la primera es la condenación del error de afirmar que cualquiera puede salvarse en sus propias creencias con tal que crea en Dios y le sirva viviendo según la ley natural, lo cual es falsísimo y herético para el estado del Nuevo Testamento y de la fe evangélica, conforme a lo dicho en este capítulo; aunque fuera verdad para el estado de la ley antigua, como se fue explicando anteriormente. Agustín, comentando aquello del Salmo:
«Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, y para sí la golondrina un nido donde poner a sus polluelos» (Sal 84, 4), explica ampliamente cómo no puede salvarse nadie sin la fe explícita del evangelio y fuera del seno de la santa madre Iglesia, por más que aparezca justo y perfecto en obras buenas y piadosas: por la casa duradera y que facilita el descanso a sus moradores entiende la celestial bienaventuranza eterna, o sea la Iglesia triunfante de los bienaventurados, como sigue el salmo: «Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre» (Sal 84, 5); en el nido, donde se crían y alimentan los polluelos, ve la santa madre de los fieles la Iglesia militante, donde se crían con las buenas obras merecedoras de la vida eterna, para que, a su tiempo, puedan volar hacia aquella Jerusalén que es la Iglesia triunfante de los santos, y sean arrebatados con los santos al encuentro del Señor en los aires, como dice el Apóstol (Cf. 1 Ts 4, 17); por el pájaro entiende nuestro corazón o alma que tiene que volar al cielo sustentada, cual pájaro, por las alas de la fe, la esperanza y la caridad; por la golondrina o paloma entiende nuestra carne que tiene que ser casta y abstinente, ya que es la que hace las buenas obras aunque sea el espíritu el que las quiera y tienda hacia ellas, porque todo lo que nos está mandado lo hacemos por la carne, como ahí acaba diciendo Agustín.
Dice, pues, que el pájaro, es decir, el alma de cada fiel encuentra una casa, se entiende mansión o descanso eterno después de esta vida miserable en la gloria celestial, cuando la golondrina, que es el hombre que vive en la carne, encuentra para sí un nido, que es la santa madre Iglesia, donde colocar sus polluelos, que son sus buenas obras, que de otra forma no le aprovecharían para la verdadera vida; y concluye: «Pues no los deja en cualquier parte, sino que encuentra un nido donde ponerlos: decimos, pues, hermanos, que sabéis de muchos que parecen hacer obras buenas fuera de la Iglesia: cuántos paganos dan de comer al hambriento, visten al desnudo, reciben al peregrino, visitan al enfermo, consuelan al encarcelado; cuántos lo hacen como pone huevos la golondrina, pero sin encontrar el nido. Tantas cosas que los herejes no hacen dentro de la Iglesia, no colocan sus polluelos en el nido: los pisotearán y desharán, no los cuidarán, no los guardarán». Y dice después sobre la golondrina: «No encuentra en cualquier parte para sí un nido donde colocar sus polluelos, a no ser que ponga sus huevos de sus obras en la fe verdadera, en la fe católica, en la comunidad de la unidad de la Iglesia».
A partir de estas dos clases de personas, de que aquí habla Agustín, separadas del fruto de salvación eterna como de la unidad de los fieles, también podemos entender aquellas cuatro clases excluidas de todas esas cosas, de forma que entendamos por paganos a todos los infieles que se encuentran más alejados de la fe y religión verdadera: gentiles y judíos; por herejes a todos los que están separados o se han alejado de la unidad y rectitud de la fe y de la santa madre Iglesia: herejes y cismáticos. Esto mismo de Agustín también lo explica la Glosa ordinaria en el comentario a los mismos versículos del salmo, llegando a la conclusión de que, aunque hagan muchas obras buenas, como no las hacen en el nido de la Iglesia, es decir, en la fe y en la participación de los sacramentos, por eso no son tenidas en cuenta ni les sirven para la vida. Lo mismo también lo expone y demuestra el Maestro de las Sentencias en el segundo libro.
La segunda conclusión resulta ser que esos contradictores de que hemos hablado se manifiestan en contradicción con Cristo y con el fin religioso de la santa madre Iglesia; pues Cristo obligó con gran apremio a todos los hombres hacia la ley evangélica, y a todos sin diferencias los hizo entrar en la unidad de la santa madre Iglesia y de su santa fe, hasta el punto de que, si no se hicieran miembros suyos e hijos de un solo corazón, sin duda perecerían. Y para reunirlos en orden a la salvación envió a sus queridos apóstoles -como se dice en los últimos capítulos de Mateo y Marcos y en el primero de los Hechos (Cf. Mt 28, 18-20; Me 16, 15-18; Hch 1, 4-8)-, e incluso los expuso a innumerables peligros, padecimientos y tormentos y aún hasta el derramamiento de sangre, según lo que dice el capítulo 10 de Mateo casi por entero (Cf. Mt 10, 16-28) cuando por vez primera los envió a predicar y a comenzar a reunir nuevos fieles futuros, donde dice: «Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mí os llevarán ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles»; y después: «Entregará a muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre...» (Mt 10, 16-18; 21-22).
Lo mismo sigue observando fiel y devotamente la Iglesia para que todos se conviertan, suplicándolo en el mismo día de la Pasión del Señor cuando todos fueron universalmente redimidos, y diferenciando a sus fieles con tal fin cuidadosamente en sus actividades y oficios para que la asistan sirviéndola como si cada día engendrase nuevos hijos, constituyéndolos ordenadamente para este sagrado ministerio como lo ha recibido de Cristo, de acuerdo a lo que dice el Apóstol a los Efesios, donde, después de decir que subió a lo más alto de los cielos para llenarlo todo, añade a continuación: «El mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios...» (Ef 4, 11-13).
¿Qué habrá que decir de los que no ayudan a tal sagrado ministerio sino que lo estorban al impedir y al echar a fuera a los que quieren entrar recientemente? Con razón se les aplicará el dicho evangélico de Cristo a los escribas y fariseos: '¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Vosotros ciertamente no entráis; y a los que están entrando no les dejáis entrar'» (Mt 23, 13). Recibe, lector, no de mí, sino de Cristo, el testimonio de que tales hombres son contrarios a Cristo y a su Iglesia, cual lo aparentan: «El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11, 23).
Ya seria suficiente para contradecir a Cristo el no estar con él o no recoger con él, como dice; pero los que desparraman lo que ya estaba recogido y dividen bajo apariencia de piedad a su santísima Iglesia y la empobrecen, no creo que puedan considerarse de otra forma que como lobos rapaces disfrazados con piel de ovejas, de quienes Cristo ya mucho antes había enseñado a sus fieles que se cuidasen: «Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7, 15-16); pues los frutos de justicia que ellos pretenden conseguir «se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 18), de la que se han separado por su torcida rapacidad, ofreciendo evidentes frutos de su fingida justicia por los que se les puede reconocer de verdad: pues «por sus frutos los conoceréis», como señaló nuestro Salvador.
Pero con la ayuda de Dios pienso tratar por largo de tales frutos en la segunda parte de esta obra.
Aunque dichas cuatro clases de personas sean del todo ajenas a la verdadera religión con que se da culto a Dios, de tal forma que, los que así mueran la Iglesia los condene sin vacilar a suplicios eternos y, mientras viven, no deje de repetir que son condenables y que están destinados a perecer, hasta el punto de buscar los medios y mandar que sus fieles se separen y aparten de su compañía, hasta donde sea posible a los que viven sinceramente esta vida mortal, no sea que desgraciadamente les ocurra contaminarse y perecer en el trato constante con los infieles, según lo del Salmo: «se mezclaron entre las naciones, aprendieron sus prácticas» (Sal 106, 35), sin embargo, los fieles cristianos habrán de cuidarse mucho más de los judíos.
Pero antes de continuar quiero advertir a los lectores que no pretendan torcer lo que voy a decir de los pérfidos judíos contra nuestros fieles, a quienes la santa Iglesia de su reprobable ceguera engendró o engendrará por la luz de la recta fe a la unanimidad e igualdad con nosotros. Pues en lo que voy a decir me refiero a los judíos que permanecen en el judaísmo, porque estimo que son cosas que pueden aprovechar a los lectores creyentes de cualquier origen, y no me cabe duda de que también sirven y convienen, e incluso son necesarias para responder a los argumentos del final de esta primera parte. Pero los fieles que de su raza se encuentran con nosotros en la Iglesia tienen que ser tratados en paridad de convivencia y de paz con los demás católicos, incluso en el supuesto de que sean malos, al igual que se trataría a aquellos de los nuestros que incurriesen en las mismas maldades, como tengo el propósito de exponer ampliamente en la segunda parte.
Y volviendo ahora a nuestro tema: si los paganos tienen que ser apartados de nosotros y deben ser puestos bajo vigilancia por encontrarse lejos de la verdadera fe, por ser contrarios a nosotros y poder sernos nocivos, ¿cuánto más los judíos blasfemos que se enfrentan a nosotros, que nos tachan insistentemente de perdidos y equivocados idólatras, que mienten susurrando que nuestro gloriosísimo Jesús, sólido fundamento de nuestra fe, fue un simple hombre y un seductor apóstata, y no tienen reparo en asegurar jactanciosamente que sus padres lo condenaron y ejecutaron con toda justicia en cumplimiento de la ley, y tantas otras cosas? Pues son cosas tan repugnantes que no vale la pena recordarlas si no hiciera falta; lo que nunca se encuentra entre los otros infieles, pues, llevados de su engañosa impureza se aterran a decir que no quieren discutir sobre la religión ni oír nada en contra de su miserable secta, porque creen que se salvarán creyendo así material, grosera y superficialmente en Dios, según lo que el miserable Mahoma les enseñó, y cumpliendo su ley; incluso se encuentran en su Corán cosas buenas y aprovechables de nuestro gloriosísimo Redentor y de su santísima Madre y que ellos sin duda reconocen y creen.
Por eso no hay tanto peligro de que seduzcan a los nuestros al no encontrar apenas fundamento para poder persuadir con algo de valor, a no ser a algunos animalizados, miserables e impuros a quienes Dios había entregado en justo castigo a pasiones infames, que, escogiendo la vida de las bestias, no seducidos por los sarracenos sino arrastrados y empujados por su inmunda concupiscencia, libre y espontáneamente decidieron convertirse hacia ellos; o por miedo a los tormentos o ilusionados por los placeres consienten en pasar a sus ritos y leyes al caer cautivos. Crueles luchas enfrentan a los sarracenos con nosotros como si fuesen bestias enfurecidas, por lo que suele haber guerra continua entre ellos y nosotros para rechazarlos, e intentan lesionarnos corporalmente todo lo posible, en lo que se ve que son muy expertos. Pero no hay que temer nada de eso de los que conviven pacíficamente con nosotros, para que puedan resultar causa bastante para perder la fe; tan indecente e irracional es la fe que profesan y creen que no hay nadie por ignorante y simple que sea que se ponga a dudar de su clarísimo error, a no ser que ya estuviera vendido a su impureza y confusión reprobable, con la que también perecería aunque siguiera contándose entre los de la Iglesia.
Pero los perdidos judíos presentan un sentido y una astucia más profunda en su engaño y mentira contra nosotros, ya que ofrece más apariencia su pérfida mala voluntad al persuadir a nuestros fieles, cuando se les permite hacerlo impunemente, insinuándose con palabras como: Es verdad que Dios le dio la ley a Moisés, y que prohibió en ella comer tales y cuales alimentos, que estableció que vivieran de esta y aquella forma, que les prohibió hacer imágenes y representaciones, que les mandó que sus hijos varones fueran circuncidados al octavo día, etc., y que allí está mandado que no se aparten ni a la derecha ni a la izquierda, y que todo lo dispuso con gran rigor para que los fieles perseverasen en la fe y no fuesen seducidos, y todo lo demás que sería largo de detallar.
Por lo que generalmente acaban diciendo: ¿Qué puede haber de malo en confesar y creer todo esto y guardarlo y cumplirlo con fidelidad, cuando allí mismo está escrito que es legítimo y sempiterno? Pues Dios reveló todo esto con tantos milagros y prodigios que ningún fiel podría ponerlo en duda, etc., cual si quisieran insinuar estos obstinadísimos enemigos lo que dijeron sus réprobos padres sobre Jesús mientras vivía: «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése -es decir, Jesús- no sabemos de dónde es» (Jn 9, 29); y también se atreven a decirlo claramente cuando pueden hablar impunemente. Así habla de Dios su Señor esta condenada raza de víboras, así levanta su voz contra la ley y contra Moisés, quien ciertamente la condenará por semejante blasfemia; pues al mismo tiempo que confiesan a Moisés demuestran no conocerlo, ya que si creyesen de verdad en él tampoco dudarían de Cristo, como él se lo dijo a sus padres según el testimonio de Juan: «No penséis que os voy a acusar yo delante del Padre. Vuestro acusador es Moisés, en quien habéis puesto vuestra esperanza. Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí. Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?» (Jn 5, 45-47).
Pues lo que pretendo hacer ver en este tema es que la dureza de los judíos busca directamente blasfemar contra Cristo y continuamente acecha con viperina ansia al calcañar de los fieles, a no ser que sensatamente se aplaste la cabeza de su audaz astucia; ya que, si bien es cierto que ni pueden ni se atreven a convertir a los fieles a su infidelidad, no cabe duda que pueden y se atreven a pervertirlos apartándolos de la fe recta y católica manchándolos con sus inmundicias o corrompiéndolos con sus perversos dogmas. Pues bastante bien se ve que lo son las cosas citadas que de varios modos insinúan como susurrando al oído de los fieles para confundir a los sencillos; y de ahí viene que muchos fieles sencillos arrastrados por su error juzguen que ellos podrán salvarse en su ley, y que cualquiera podrá salvarse en la suya, lo que, sin embargo, es completamente falso y herético como expliqué en el capítulo anterior; y de ahí también viene que muchos crean y se apeguen a adivinaciones, encantamientos, sacrilegios análogos, acciones reprobables y varias abominaciones más, inducidos por ellos, de las que no quiero seguir escribiendo. Pues yo mismo que esto escribo he comprobado por propia experiencia cuidadosa que es verdad.
Pues si tenemos que alejar de nosotros a los herejes por su torcido sentir de la fe que puede inficionar a algunos fieles con su dañino contagio, ¿qué habrá que decir de estos perdidos enemigos de la fe que la corrompen por entero? Pues los herejes, aunque haya algunas cosas en las que yerran y se apartan de la fe verdadera, confiesan y creen con nosotros, si bien en vano, todo lo demás, aunque al desviarse en un artículo corrompan y pierdan la ley y la fe enteras; pero, en cambio, con los judíos no hay nada en común sino que rechazan toda nuestra fe por entero como urdidura de mentiras. Los herejes sólo suelen inficionar a los fieles mientras permanecen ocultos, pero una vez descubiertos, o pronto son exterminados y desaparecen, o retornan devota y fielmente a la santa madre Iglesia, puesto que la Iglesia persigue y castiga a los herejes y a sus partidarios con gran dureza con la excomunión, destitución, privación de bienes y persecución armada, de tal forma que por fuerza o los extermina o los convierte y los salva; pero con los judíos que viven habitualmente en medio de nosotros no hay tal freno a sus embaucos, si los fieles no los evitan con cuidado constante y la jerarquía no se lo prohíbe, ya que no se los puede perseguir ni exterminar ni llevarlos por la fuerza a la fe, sino que tenemos que soportarlos en medio de nosotros aunque no en perfecta igualdad de derechos -como se verá en el capítulo XXVI-, con lo que siempre será posible que inficionen a los fieles a no ser que se tenga el cuidado pertinente.
Si la Iglesia también separa a los cismáticos de sus fieles para que no los corrompan con su insidioso error ni los aparten de su unidad con su contagioso cisma, ¿qué habrá que decir de los sembradores de semejante división que comenzó con la separación de la Iglesia en su misma Cabeza que era Cristo y que perseveran en tal cisma nefando que más bien habría de considerarse como infidelidad absoluta? Pues los cismáticos, al igual que se dijo de los herejes, o vuelven a la unidad de la Iglesia o son desbaratados en su malévolo intento y por lo general perecen; pero estos obstinados enemigos de la caridad y de la paz transmiten permanentemente el virus de su iniquidad a sus descendientes, tal como ellos lo habían recibido de sus antepasados que habían ordenado excluir de la sinagoga al que confesase que Jesús era el Cristo prometido en la Ley: «...pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno lo reconocía como Cristo (se entiende a Jesús, nuestro gloriosísimo redentor), quedara excluido de la sinagoga» (Jn 9, 22). Con todo eso tanto ellos como sus perdidos seguidores dejaron de ser judíos y sinagoga del Dios verdadero para hacerse sinagoga de Satanás, el adversario, y no cesan de blasfemar contra la Iglesia de Cristo y sus fieles hasta donde les es posible, como en el Apocalipsis se le escribe de parte de Dios al obispo de la iglesia de Esmirna: «Conozco tu tribulación y tu pobreza -aunque eres rico- y las calumnias de los que se llaman judíos sin serlo y son en realidad una sinagoga de Satanás» (Ap 2, 9).
Estas injurias contra los cristianos y su santísima Iglesia las siguen repitiendo estos condenados perros hasta el día de hoy sin dejar de pervertir, embaucar y contaminar a los cristianos hasta donde se les deja impunemente, mucho más de lo que pudiera hacer cualquier cismático. Y de qué irían a hablar o tratar con los católicos que conviven con ellos sino de la amargura y dolor de la ceguera judía de que están rebosando, como Cristo se lo dijo a sus padres, a quienes presumen y se jactan de imitar: «Raza de víboras, ¿cómo podéis vosotros hablar cosas buenas siendo malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas; el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas» (Mt 12, 34-35).
Pero hay que condenar brevemente su malicia y aislarla en vistas a los verdaderos católicos según los testimonios de la Escritura; de los cuales por su brevedad baste uno del Antiguo Testamento del libro de Daniel. donde tras predecir el profeta el tiempo y el modo de la gloriosísima pasión de Cristo, añade a continuación la horrible desolación de estos enemigos de la cruz de Cristo y la perpetua separación de sus fieles, diciendo: «Y después de las sesenta y dos semanas será suprimido un mesías -y el pueblo que de él ha renegado ya no existirá-; y destruirá la ciudad y el santuario el pueblo de un príncipe que vendrá. Su fin será en un cataclismo y, hasta el final, la guerra y los desastres decretados. El concertará con muchos una firme alianza durante una semana; y durante la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la oblación, y en el ala del Templo estará la abominación de la desolación, hasta que la ruina decretada se derrame sobre el desolador» (Dn 9, 26-27 Vulg.). El pueblo que de él ha renegado y que ya no existirá es el pueblo judío que renegó de él en presencia de Pilato; pues al decirles: «¿A vuestro Rey voy a crucificar?», contestaron: «No tenemos más rey que el César» (Cf. Jn 19, 15); y poco después también negaron su reino pidiendo a Pilato que cambiara el letrero: «No debes escribir: 'El Rey de los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy Rey de los judíos'». Y hablando Pedro a los judíos acerca de Jesucristo dijo: «...a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad» (Hch 3, 13).
Concluyamos así por mandato de Dios con el vaticinio profetice sobre el pueblo judío aplicándolo de nuevo a ellos: «Ponle el nombre de 'No-mi-pueblo', porque vosotros no sois mi pueblo ni yo soy vuestro Dios» (Os 1, 9). Así, pues, ellos ya no serán en adelante su pueblo, sino los cristianos reengendrados en Cristo y que llevan su nombre, de dondequiera que hayan llegado a la Iglesia, sea de los gentiles, sea de los judíos; pues en la Iglesia todos se vuelven iguales en derecho y en gracias, como se dirá a partir del capítulo XXVII.
También decía que hará cesar el sacrificio y la oblación mientras el Cristo haga la firme alianza con muchos, porque con la pasión de Cristo cesaron los sacrificios de la ley antigua y ya no tienen fuerza obligatoria, una vez que se realizó la pasión de Cristo y el misterio de la redención de los hombres y fue difundido universalmente por los apóstoles y confirmado con señales maravillosas e innumerables prodigios. Y añadía que en el Templo estaría la desolación, pues en él puso el emperador Adriano su estatua en el lugar en que había estado el Arca de la Alianza, que los hebreos llamaban abominación, como a cualquier ídolo; y era una señal clarísima de la desolación judía que había de continuar hasta la consumación y el fin, como allí se profetizaba, porque la miserable cautividad de los judíos y su obstinada ceguera habrá de durar hasta el fin del mundo. Pero al final todos se convertirán a la fe una vez que se descubra la maldad del perverso anticristo, como se dirá en el capítulo XXVI.
San Juan Crisóstomo con una bella y adaptada comparación explica la desolación y reprobación de estos obstinados infieles judíos con la destrucción y demolición de Jerusalén y del Templo hecha por los emperadores Tito y Vespasiano y la consiguiente desaparición completa y total de los sacrificios y oblaciones de la ley antigua; y esta destrucción del Templo que Daniel designa como desolación, dice que tiene que durar hasta la consumación y el final, y en consecuencia Daniel concluye que deben cesar para siempre las oblaciones y los sacrificios, junto con la citada desolación del Templo y de Jerusalén. Dice, pues, que Dios hizo con los judíos como un médico prudente y cuidadoso con un enfermo con fiebre alta ansioso de beber agua fría que, pidiéndola a gritos, amenaza y jura que, si no se le da, se ahorcará o se tirará de lo alto o hará cualquier otra cosa para matarse; dándose cuenta el médico y buscando sacarlo de tal peligro y contener y suavizar tal locura, dispone que traigan un vaso lleno de agua fresca y se lo presenten al enfermo y se lo den con la condición de que tan sólo habrá de beber de ese vaso; al tomarlo y comenzar a beber con ansia, el médico advierte privadamente a los servidores y les manda que consigan que se rompa el vaso y se derrame toda el agua de forma que el enfermo ya no pueda bebería.
Así también Dios permitió a los judíos aquellos sacrificios antiguos para que no incurriesen en idolatría y acabasen pereciendo por su propia culpa; pero reservó todos aquellos anticuados sacrificios a la ciudad de Jerusalén y al templo construido en ella, ordenando rigurosamente que tan sólo se le ofreciesen allí y en ninguna otra parte» como se lee en el Deuteronomio: «No procederéis así respecto de Yahvéh vuestro Dios (es decir, como los gentiles hacían con sus ídolos), sino que sólo frecuentaréis el lugar elegido por Yahvéh vuestro Dios, de entre todas las tribus, para poner allí la morada de su nombre. Allí llevaréis vuestros holocaustos y vuestros sacrificios, vuestros diezmos y las ofrendas reservadas de vuestras manos, vuestras ofrendas votivas y vuestras ofrendas voluntarias...» (Dt 12, 4-6); sobre lo que los doctores sagrados explican junto a lo que sigue en dicho capítulo que los judíos estaban obligados por prescripción de la ley a ofrecer tales sacrificios, víctimas y holocaustos antiguos tan sólo en Jerusalén y en el templo y ya no en ningún otro lugar, puesto que tan sólo aquél era el lugar prescrito, designado y elegido por Dios, como claramente aparece por el segundo libro de las Crónicas (Cf. 2 Cro 6-7); y por eso, aunque los judíos pudieron ofrecer en otros lugares tales sacrificios, víctimas y holocaustos antes de que el templo hubiera sido edificado por Salomón, sin embargo, una vez que se edificó el templo en Jerusalén y fue elegido y aprobado por Dios, como aparece en el libro de las Crónicas, nunca más les fue permitido ni se les permite ni se les permitirá sacrificar en ninguna otra parte a no ser en Jerusalén y en el templo, como no fuera por impulso y dispensa divina, tal como Elías por impulso y dispensa divina ofreció el sacrificio en el monte Carmelo para refutar y destruir la idolatría, como narra el primer libro de los Reyes (Cf. 1 R 18, 16-40).
También por eso los judíos estaban obligados a celebrar las fiestas de Dios en Jerusalén y en el templo tres veces al año: la fiesta de Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos, como dice el libro del Éxodo (Cf. Ex 23, 14-19); y también en el templo de Jerusalén tenía que presentarse tres veces al año cada varón del pueblo judío en las tres fiestas citadas, como se dice en el mismo lugar, aunque los que vivían muy lejos de Jerusalén estuvieran dispensados de las fiestas de Pentecostés y de los Tabernáculos.
Y así, una vez que Dios reservó los antiguos sacrificios y víctimas y holocaustos y demás celebraciones a Jerusalén y a su templo, cual si fuera en un vaso determinado y riguroso, y mandó que había que ofrecérselos y celebrarlas allí y no en ninguna otra parte; cuando después mediante Tito y Vespasiano y también por medio del emperador Adriano destruyó completamente y demolió desde los cimientos tanto el templo como la misma ciudad de Jerusalén, dio a conocer con claridad la desolación perpetua de este ciego pueblo judío, su reprobación, y el abandono total de todos aquellos sacrificios y oblaciones que les había concedido por un tiempo cual si fuesen enfermos, y que, como ya se dijo, había reducido al templo como a un pequeño vaso y les había mandado que allí y en ninguna otra parte se los ofreciesen.
También pone san Juan Crisóstomo otra bellísima comparación de un arquitecto que construyó un gran edificio y puso una grandiosa cúpula sobre él, cerrando la cúpula con la piedra que los constructores llaman clave, en la que se afirma, se sustenta y se traba la cúpula y todo el edificio, de forma tal que si se quita o se rompe aquella piedra al punto deja de mantenerse y se hunde la cúpula deshaciéndose y arruinando todo el edificio; de donde se percibe con evidencia que si el arquitecto quitase o rompiese tal piedra seria porque quería deshacer la cúpula y el edificio. Así también Dios, arquitecto eterno, concluyó y concentró toda la ley antigua y todos los sacrificios, víctimas y holocaustos, y todos los demás oficios del antiguo culto divino en el templo de Jerusalén, cual en una única piedra que fuese el complemento y la clave, de forma que, al deshacerse el templo, también se viniera abajo y se deshiciese completamente todo el edificio de la antigua sinagoga, de las ceremonias y de los sacrificios judíos; lo que mucho tiempo antes, así como ahora se leyó en Daniel, ya había sido profetizado por Isaías; hablando de la causa de la perdición de los judíos por no haber creído en el Mesías y no querer tenerlo en cuenta diciendo: «dejadnos en paz del Santo de Israel» (Is 30,11), o lo que es lo mismo, váyase de nosotros el Cristo, el Santo de Israel, a continuación añadió el profeta su perdición: «Por tanto, así dice el Santo de Israel: Por cuanto habéis rechazado vosotros esta palabra, y por cuanto habéis fiado en lo torcido y perverso y os habéis apoyado en ello, por eso será para vosotros esta culpa como brecha ruinosa en una alta muralla, cuya quiebra sobrevendrá de un momento a otro, y va a ser su quiebra como la de una vasija de alfarero, rota sin compasión, en la que al romperse no se encuentra una sola tejoleta bastante grande para tomar fuego del hogar o para extraer agua del aljibe...» (Is 30, 12-14).
Este testimonio y vaticinio concuerda bien con las dos comparaciones anteriores y más aún, si se pone atención, con el presagio citado del profeta Daniel; también se acomoda perfectamente a la ceguera de los judíos que despreció malévolamente a Cristo redentor y a su engañosa y perversa vanidad que confiaba en el poder de los hombres que no pudo sacarles adelante; y la gran rotura de que habla el texto alude con toda claridad a su destrucción perpetua y a su desolación definitiva y al cese total de los sacrificios, aunque ahora no lo explico en razón de brevedad.
San Juan Crisóstomo completa todas estas ideas en el segundo sermón contra los judíos, diciendo: «¿Por qué se lo mandó Dios si no quería guardarlo? ¿Por qué destruyó la ciudad si quería conservarlo? Hubiera tenido que hacer alguna de las dos cosas si hubiera querido mantener los sacrificios: o que no se hicieran en un solo lugar los sacrificios, sino por todo el mundo, cuando estaba por dispersaros, o si solamente allí quería que se los ofrecieseis, no debiera dispersaros por toda la tierra y conservar inviolable aquella ciudad, es decir, hacer inaccesible la ciudad en que había que ofrecer los sacrificios. Pues, ¿qué? ¿acaso no es extraño que ordene sacrificar en un lugar y que luego no permita llegar a él? Ni mucho menos, sino que cedió demasiado y ya no quería desde un comienzo concederos los sacrificios, y de esto tengo por testigo al Profeta». Y continúa después: «¿Por qué, preguntarás, permitió eso? Por condescender a vuestra mezquindad. Y como el médico que se encuentra con un hombre afectado de fiebre molesto e impaciente por beber agua fresca, amenazando que se quitará la vida ahorcándose o tirándose desde lo alto si no le dan lo que pide, al intentar evitar el mal mayor cede en lo que importa menos buscando librarlo de la muerte; así también Dios lo hizo: al encontrar enloquecidos a los judíos apremiados por el deseo de sacrificar y dispuestos a volverse a los ídolos si no se les concedía, y más que dispuestos habría que decir ya vueltos a los ídolos, les permitió los sacrificios. Que éste fue el motivo lo manifiesta la circunstancia del tiempo, ya que les permitió los sacrificios después de que habían inmolado a los demonios; y hablándoles con dureza: ¿Enloquecéis y queréis sacrificar? Al menos sacrificad para mí. Pero aún permitiéndoselo no se lo concedió del todo, sino que con habilidad sapientísima de nuevo los apartó de ellos. Y como el médico aquel -no hay ningún motivo para que no sigamos con el mismo ejemplo- que cede ante el deseo del enfermo disponiendo traer una copa y manda que tan sólo beba aquella bebida fresca, y, al tener a su alcance la bebida, en secreto manda a los servidores que rompan la copa para que él vaya abandonando su vehemente deseo sin sospechar nada. También así lo hizo Dios permitiendo los sacrificios pero sin concederles que los ofrecieran en cualquier lugar de la tierra, sino tan sólo en Jerusalén; y después que estuvieron sacrificando durante un corto tiempo destruyó la ciudad para que, al igual que el médico con la rotura del vaso, así también Dios con la destrucción de la ciudad los apartara contra su gusto de tales observancias; y ya que nunca se someterían si les ordenase directamente que las dejasen, procuró apartarlos de su locura por exigencia del lugar. Sea, pues. Dios el médico, el vaso la ciudad, el molesto enfermo el pueblo judío, la bebida fresca la concesión de los sacrificios y el permiso; y como el médico aparta al enfermo de la bebida dañina con la rotura del vaso, así también Dios con la destrucción de la ciudad, haciéndosela inutilizable, es decir, volviéndola inaccesible a los judíos quitó los sacrificios, o lo que es lo mismo, los apartó de los sacrificios. Pues si no hubiera cedido al hacerlo, ¿por qué razón reduciría tales ritos y sacrificios a un solo lugar el que está presente en todas partes y lo llena todo? ¿Por qué, pues, redujo el culto religioso a los sacrificios, los sacrificios a un lugar, el lugar a un tiempo, el tiempo a una ciudad y finalmente destruyó la misma ciudad? Y qué novedad y qué maravilla que todo el mundo les esté permitido a los judíos donde no les está permitido sacrificar, y sólo les resta inaccesible Jerusalén, donde únicamente podían ofrecer sus sacrificios. ¿Acaso no se percibe aún por los brutos e insensatos y no se manifiesta la ocasión, es decir, la causa de tal trastorno? Pues como el arquitecto que, tras poner los cimientos, levanta la pared y cierra el techo en una cúpula que arma y remata en la piedra central que, si la retirara, desharía el trabado de toda la construcción; así también Dios, al establecer a la ciudad como punto de conexión de todo el culto judío y al destruirla después, trastornó por entero la estructura de aquellas relaciones mutuas». Todo esto es lo que dice san Juan Crisóstomo y que se entiende con facilidad después de lo que dije y expliqué anteriormente.
Pero ahora hemos de unir a esto uno de los muchos testimonios de Cristo, que se encuentra en el evangelio de Mateo, donde puso la comparación de un hombre que «plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. Cuando llegó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores agarraron a los siervos, y a uno le golpearon, a otro le mataron, a otro le apedrearon. De nuevo envió otros siervos en mayor número que los primeros; pero los trataron de la misma manera. Finalmente les envió a su hijo, diciéndose: 'Respetarán a mi hijo'. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre sí:
»'Este es el heredero. Vamos, matémosle y nos quedaremos con su herencia'. Le agarraron, le echaron fuera de la viña y le mataron. Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le dicen (los judíos, se entiende): 'A esos miserables les dará una muerte miserable y arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo'. Y Jesús les dice: '¿No habéis leído nunca en las Escrituras: La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido; fue el Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos? Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos'» (Mt 21, 33-43). Todo esto concuerda tan maravillosamente con el anterior testimonio del profeta que no necesita explicación, aunque podría perfectamente acomodarse paso a paso explicándolo con el desarrollo más claro que Cristo expuso aquí; pero lo omito porque, aunque no se explique, la experiencia lo da a conocer con la claridad de la luz.
En resumen indico que el propietario es el Padre de todos Dios todopoderoso; la viña que plantó es la Iglesia de los fieles que extendió de modo especial a partir de aquel pueblo judío, y que comencé a dar a conocer a los fieles en el capítulo VII como desde el principio de su plantación, y cuya perfección y completamiento pretendo exponer con la ayuda de Dios más adelante en el capítulo XXXIII; los colonos fueron el pueblo judío a quienes sucesivamente fue enviando a sus siervos los santos profetas, servidores y amigos suyos a los que ellos fueron matando de distintas formas; finalmente envió a su Hijo unigénito, hecho hombre de la Virgen, a quien se pusieron de acuerdo en prender y echar fuera de la viña, es decir, de la ciudad santa de Jerusalén donde estaba la Iglesia y congregación de los fieles, y con impulso envidioso lo mataron suspendiéndolo de un madero. Por lo que, con toda razón, el mismo dictamen de los judíos, aunque sin querer, se vuelve contra ellos al decir: «A esos miserables les dará una muerte miserable y arrendará la viña a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo». Y con más razón confirmó el gloriosísimo Jesús esta misma sentencia, diciendo: «Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos».
Y así se llega a la conclusión de que ya no es su pueblo el que lo negó tan violentamente como ya antes había comenzado a negarlo; incluso permanece miserablemente encerrado en una abominable desolación para siempre y sin amnistía. Por lo que, tras describir Cristo la destrucción y desolación miserable de esta gente tan ingrata, a continuación indicó el final de todo esto que se ha ido viendo, al decir: «Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo (el que lea, que lo entienda)...» (Mt 24.15).
Siga ya el único testimonio del apóstol Pablo en que se haga ver que la abominable iniquidad de los judíos debe ser cuidadosamente evitada por los fieles a causa de la ira vengativa de Dios que cae sobre ellos hasta el fin de los tiempos, por lo que con toda razón tienen que estar separados del trato de sus fieles. Escribiendo, pues, el Apóstol a los Tesalonicenses los alaba por sobrellevar las tribulaciones que han tenido que sufrir de sus compatriotas, al igual que los fieles que vivían en Judea habían tenido que sufrirlo de los malditos judíos, y a continuación les hace ver que los judíos han sido maldecidos y abandonados de Dios: «Porque vosotros, hermanos, habéis seguido el ejemplo de las Iglesias de Dios que están en Judea, en Cristo Jesús, pues también vosotros habéis sufrido de vuestros compatriotas las mismas cosas que ellos de parte de los judíos; éstos son los que dieron muerte al Señor y a los profetas y los que nos han perseguido a nosotros; no agradan a Dios y son enemigos de todos los hombres, impidiéndonos predicar a los gentiles para que se salven; así van colmando constantemente la medida de sus pecados; pero la Cólera irrumpe sobre ellos con vehemencia» (1 Ts 2, 14-16). Hay que ver con qué maldiciones los execra el Apóstol, que sin embargo también era hebreo e hijo de hebreos, en cuanto a la ley fariseo, en cuanto al celo perseguidor junto con ellos de la Iglesia de Dios, como escribe a los Filipenses (Cf. Flp 3, 4-6); pero que también tras su conversión trabajó con todas sus fuerzas para convertirlos a la fe de Cristo y salvar cuantos pudiera de ellos, como escribe a los Romanos (Cf. Rm 11, 1-5); por lo que sentía una gran tristeza y dolor por ellos, como también dice a los Romanos (Cf. Rm 9, 1-5); y, sin embargo, no ocultó su abominable desolación para que no quedase oculta a los fieles, sino que la anunció abiertamente para que se guardasen.
Pasemos finalmente al cuarto testimonio de los Hechos de los Apóstoles que indica que hay que evitarlos y que pronunció Pedro, vicario de Cristo, encendido de gran celo de la fe, diciendo: «Salvaos de esta generación perversa» (Hch 2, 40), es decir, separáos de ella.
Por eso hay que llegar a la conclusión de que se dicen judíos, pero no lo son, como dice el Apocalipsis, sino que son la sinagoga de Satanás (Cf. Ap 3,9; 2,9) y que, por tanto, tienen que ser evitados con sumo cuidado por los fieles y conversar con ellos con tanta prevención como lo hubiéramos hecho con los servidores e hijos de Satanás, a quien están sujetos y sometidos. Pues como se dice en los Sagrados Cánones: «Los judíos nos conceden la paga que, según el dicho vulgar, suelen conceder a quien aloja el ratón en la alforja, la serpiente en el regazo y el fuego en el pecho».
De aquí viene el que la Iglesia haya prohibido tan severamente a sus fieles que convivan con ellos, coman o beban; o que intentaran recibir medicinas de ellos, y tantas otras cosas que sería largo exponer, de acuerdo con los testimonios de los santos padres; cosas que tendrían que conocer bien los rectores y prelados, de quienes tiene que ser el pueblo informado de todo esto; y también el mismo pueblo, en cuanto le sea necesario para su recto cumplimiento, tiene la obligación de preguntar y ser informado por sus rectores y prelados.
De aquí también viene el que los padres hayan condenado como reos de sacrilegio a los que hubieren concedido a los judíos oficios públicos por los que pudieran tener alguna autoridad sobre los cristianos, según lo que dicen los sagrados cánones, y pusieron penas para estas cosas y otras semejantes, de las que no es necesario tratar ahora.
Queda solamente para concluir este capítulo, y es que todo esto y cada una de estas cosas se prohíben todavía con más rigor para aquellos que recientemente se convirtieron del judaísmo a la fe, como se indica en los sagrados cánones, donde dice: «El trato de los malos corrompe con frecuencia incluso a los buenos, y ¡cuánto más a aquéllos que están inclinados al mal! Por lo tanto no debe haber contacto alguno de los judíos que se han convertido a la fe con aquellos que todavía permanecen en sus antiguos ritos, no vaya a ser que de nuevo se malogren con su trato...».
Ya se ha hecho ver, pues, la perpetua cautividad de los judíos y su desgraciada suerte que ha de durar para siempre por justísima disposición de Dios que provee a todos sus fieles y reprime saludablemente a esos perros rabiosos; puesto que mediante su dispersión y áspera servidumbre debía resplandecer y fortalecerse la fe católica -como se expondrá en el capítulo XXVI- y los pobres judíos arrepentirse y recibir la luz para convertirse de su reprobable ceguera.
Pero todo anda al revés por inducción del demonio, ya que se debilita y mancha la fe por la mezcolanza entre ellos y nosotros; pues al estar metidos entre nosotros con tanta familiaridad ven muchos de nuestros males y como quien dice demasiadas inmundicias y pocas muestras de virtud, hasta el punto de burlarse por ello de nuestra fe hasta donde pueden, calificándola como superstición de los gentiles y confirmándose en su opinión; y la debilitan y empequeñecen, argumentando a partir de nuestras mismas obras, en el corazón de los fieles con quienes conviven y tratan; y todo esto a causa de nuestros propios pecados, para que no nos sean bastante los males que hacemos, sino también los contemplen y vean estos enemigos de la cruz de Cristo en contra de nosotros y de nuestro Dios y de ellos saquen argumentos de su infidelidad contra nuestra fe: «Los adversarios la miraban, riéndose de su ruina» (Lm 1, 7).
Por lo que obligadamente, como volviéndose a su pasado, la Iglesia gime por sus fieles y desea verse liberada solamente por Dios; como está escrito a continuación:
«Mucho ha pecado Jerusalén, se ha vuelto cosa impura. Todos los que la honraban (es decir: los que deberían honrarla y estimarla) la desprecian, porque han visto su desnudez; y ella misma gime y se vuelve de espaldas. Su inmundicia en su ropa (es decir: en las obras de sus fieles); no pensó ella en su fin, ¡y ha caído (o se ha hundido) asombrosamente! No hay quien la consuele: '¡Mira, Yahvéh, mi miseria, que el enemigo se agiganta!'» (Lm 1. 8-9).
Así, pues, lo que Dios había concedido a su Iglesia para su honor, firmeza y belleza, se le ha tornado en deshonra y daño; y a los judíos que se van a perder les inducen a mayor ceguera las excesivas concesiones que les damos, confirmándolos más que su reprobable obstinación al ver nuestros desórdenes y el amplio relajamiento de su opresión y servidumbre a que deberían estar sometidos. Al darse cuenta de que nosotros los consideramos y estimamos y que, por lo menos a algunos de ellos, los príncipes y magnates cristianos los colocan con toda familiaridad en estado próspero, juzgan e incluso arguyen y afirman que nosotros somos supersticiosos, idólatras y estamos equivocados; pero que a ellos Dios los ha dispersado en medio de nosotros por justa corrección, del mismo modo que leemos en la sagrada Escritura que nuestros antiguos padres habían sido llevados a la cautividad a veces por los pecados del pueblo; y en la convivencia pacífica con nosotros, en la familiaridad amistosa y en los honores especiales de que gozan algunos de ellos estiman que Dios los visita, cual visitaba a los antiguos padres cuando estaban en cautividad, como se lee de Daniel, Esdras y Tobías, y de algunos otros que fueron estimados por los reyes gentiles; y así como Dios mediante ellos consolaba, proveía y velaba por los demás judíos, así también ellos juzgan que el Señor vela y provee a toda su gente mediante estos favorecidos de los magnates.
Pues es cierto que más se ciegan y se pierden por las ocasiones que les damos, porque ya no se reconocen como enemigos proscritos por Dios arrastrados a cautividad entre sus fieles, sino más bien afirman y se creen ser sus verdaderos y fieles amigos justamente corregidos por él y llevados temporalmente a cautividad en medio de nosotros cual entre infieles y perdidos, entre quienes por influjo del demonio y de sus fraudes y astucias se sienten prosperar y equipararse en parte con nosotros; incluso llegan a superarnos y sobrepasarnos parcialmente, al menos en algunos casos, y de ahí viene el que, apoyados en tales estímulos, intenten justificar con unas vanas fábulas su claro rechazo, patente en tan larga cautividad, y esperar quién sabe qué mesías futuro que los lleve a un reino temporal, inventado por sus ciegos maestros desde sus propios y diabólicos sentimientos como elaboradores de impiedad y de fraude, a lo que aplican textos de la Escritura pervirtiéndolos con asquerosa astucia aprendida del demonio.
Y todo esto se les acabaría en su mayor parte si los fieles no les quitasen, contra el mandato del señor, el yugo que él puso sobre ellos y que nunca se les habría de quitar mientras siguiesen fingiéndose judíos; indudablemente sólo la vejación haría que llegasen al conocimiento (Is 28, 19) como Dios tiempo antes les había anunciado amenazándoles, cuando, tras prometerles que había de poner la piedra angular, o sea Jesús gloriosísimo, que tenía que unir a uno y otro pueblo, judíos y gentiles, salvándolos y pacificándolos en sí mismo, a continuación predijo que seguiría su cautividad perpetua y su abominable ceguera; de la que, en virtud de su obstinada perfidia, no habría de liberarlos ni con el infierno ni con la muerte, sino que continuadamente durante todo el tiempo, de la mañana al atardecer y del atardecer al nuevo día y del día a la noche, habrían de pasar permaneciendo siempre en miseria y opresión; y sólo la vejación habría de ser el camino de su liberación que debería darles entendimiento para que conocieran el camino de la salvación eterna y retornaran arrepentidos a su verdadero Cristo y redentor; por lo que dice así: «He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental: quien tuviere fe en ella no vacilará. Pondré la equidad como medida y la justicia como nivel. Barrerá el granizo el refugio de mentira y las aguas inundarán el escondite. Será rota vuestra alianza con la muerte y vuestro contrato con el infierno no se mantendrá. Cuando pasare el azote desbordado, os aplastará; siempre que pase os alcanzará. Porque mañana tras mañana pasará, de día y de noche, y solamente la vejación hará entender al oírlo» (Is 28, 16-19 Vulg.).
He aquí de qué manera una vez puesto el gloriosísimo fundamento de la fe cristiana en la suprema piedra angular que es Jesucristo, enseguida el profeta añade la destrucción y desolación deplorable de aquellos malvados constructores que la rechazaron: y mientras él llegó a ser la piedra clave, ellos perecieron miserablemente. Y paso por alto la exposición detallada de las palabras del profeta.
Baste en resumen que este testimonio del profeta anunciando el futuro se entiende literalmente sin duda alguna de Cristo que edifica la Iglesia y de la ceguera y cautividad de los judíos que lo rechazaron en conspiración envidiosa y como pena que iba a seguir sobre ellos por su muerte; lo que comienza a profetizar desde que dice: «Pondré la equidad como medida y la justicia como nivel», o sea ajustando una justa pena al delito de los judíos que cometieron sus padres en la muerte de Cristo, de la que continuamente se vuelven de verdad culpables y reos al secundarla y ratificarla rechazando a Cristo y permaneciendo en la incredulidad de sus padres. Pues si Cristo ahora predicase personalmente y ellos tuvieran el poder y la autoridad de sus padres, de seguro que no le creerían sino que le pondrían asechanzas y lo crucificarían del modo que hicieron sus padres y que ellos todavía hacen, en cuanto pueden, no creyendo en él y aborreciéndolo con odio total. Por eso sigue perdurando en ellos la cautividad de sus predecesores con toda razón, y seguirá durando, mientras permanezca el mundo, hasta los tiempos del anticristo.
Esta desolación de la cautividad les sucedió por medio de Tito y Vespasiano y el emperador Adriano, a quienes el profeta anuncia en el granizo, la inundación de las aguas y el azote desbordado; su ceguera y su recalcitrante infidelidad las muestra en el refugio de mentira y en la protección que vanamente esperaron y siguen esperando, miserables y engañados, y que con razón se llama alianza con la muerte y contrato con el infierno, puesto que siempre atendieron y atienden al poder temporal de personas perecederas, mortales y condenables; y así la iniquidad los engañó y viven cautivos lamentablemente defraudados, y así mueren, se condenan y perecen.
De esta deplorable desolación y condenación ciega solamente puede instruirlos, iluminarlos, darles entendimiento y en cierto modo liberarlos la opresión de la cautividad que soportan, de acuerdo con lo que el profeta dice al final: «Solamente la vejación hará entender al oírlo». Y no sin motivo dispuso Dios iluminar y salvar mediante tan acérrima cautividad y tan lamentable desolación a los que de entre ellos iban a convertirse, y justamente decretó atormentar y castigar mediante ellas a los demás; pues son tan endurecidos de corazón para que así tengan que convertirse los unos, y los otros con tales penas merezcan ser castigados. Acerca de esta su dureza exclama san Ambrosio comentando el texto de Lucas (Lc 23, 49): «Al ver el centurión lo sucedido glorificaba a Dios...» y dice:
«¡Oh corazones de los judíos más duros que las piedras! El juez defiende, el servidor cree, el traidor condena con su muerte su propio crimen, los elementos se trastornan, la tierra tiembla, los sepulcros se abren... pero la avaricia y la dureza de los judíos perdura por el orbe quebrantado».
Pues el que lleva a la condenación y a la muerte los afirmó con tal obstinación en su infidelidad cuando el abandonarla les aprovecharía para la vida eterna, como antes solía tornarlos e inclinarlos a la idolatría desde la observancia de la ley en numerosísimas caídas, cuando, por el contrario, más útil les fuera guardar intacta la ley. Pues así como en aquel entonces no habían podido apartarse de la idolatría y de los ritos de los gentiles, ni mantenerse en modo alguno en la observancia de la ley ni por los oráculos de los profetas ni por temor a las amenazas ni por la cantidad y dureza de los cautiverios y castigos, sin que continuamente abandonasen a su Dios y se tornasen a los ritos de los gentiles -como claramente se ve a lo largo de todo el Antiguo Testamento-, así ahora por el contrario no pueden verse libres de su endurecimiento dañino y mortífero ni inclinarse a la ley evangélica a pesar de los testimonios y milagros tan patentes, ni por tan amarga y prolongada cautividad ni por tan claro abandono de la clemencia divina, de la que fueron abandonados por tanto tiempo, cual olvidados, extraviados y completamente desconocidos, en vez de la constancia con que antes solían ser instruidos, ser dirigidos y ser consolados por ella siempre y en todas partes, incluso cuando se encontraban en cautiverio durísimo.
Esto ocurre porque se ha vuelto hacia nosotros la providencia divina y su especial consuelo gratuito; en lo que se ve con evidencia que tenemos nosotros el mismo estado de salvación de los fieles que antes solían tener ellos, aunque ahora resulta muchísimo más perfecto; y en ellos permanece la misma atadura de perdición y engaño en sus burdas observancias ya rechazadas cual solía haber en la idolatría de los gentiles y en todas sus indecencias: a no ser que con mayor castigo todavía han sido sentenciados por negar y despreciar con ingratitud al Hijo de Dios; por eso la serpiente antigua los lleva a la condenación ahora endureciéndolos en su infidelidad con la misma astucia con que antes solía impulsarlos a la perdición arrastrándolos a la idolatría y alejándolos en mil maneras de la misma ley que ahora con tanto celo profesan y observan; y en todo esto hay que decir que no ha cambiado el modo, sino que tan sólo ha variado el orden.
Y de aquí viene el que estos perros desvergonzados tan endurecidos y obstinados en su reprobable infidelidad se encarnizan con astucia diabólica en cuanto pueden contra los fieles cristianos cual si fuese contra temibles enemigos contrarios a su ceguera, engañándolos en toda forma y procurando vejarlos hasta donde les es posible, y presionándoles para separarlos y corromperlos con todo interés en la sinceridad de la fe sagrada y en su observancia salvadora; y en ello, por instigación del diablo a quien sirven, opinan y creen que no pecan sino que rinden culto a Dios y alcanzan gracia para sus almas.
Y así es como se juntan para engañamos y perjudicarnos cual si fuera para un jubileo de perdón, exhortándose y animándose mutuamente; en lo que son nuestros superiores los que les dan vía libre para realizar sus fraudes sobre nosotros, al no impedirles con adecuados castigos hacer lo que quieran: ya no llevan señal alguna por la que se les reconozca y distinga como judíos, como exige el derecho; los domingos y días festivos trabajan en público en muchos lugares, según les apetece; esos mismos días recorren los lugares y casas de los fieles jugando y comiendo con ellos, apartándolos de la obligación de su celebración cristiana; en esas ocasiones negocian con ellos, hacen tratos; también entonces compran y venden, impulsándolos astutamente a infringir los días festivos.
Ahora ya impunemente retienen sirvientes y sirvientas de nuestros fieles cristianos que continuamente conviven con ellos y guardan los sábados, mientras que tienen que servirles y atenderles en nuestras festividades; comen y beben con ellos y hacen cosas semejantes que da vergüenza contar. Públicamente arriendan los diezmos y las rentas de las iglesias, a sabiendas e incluso favoreciéndolo y otorgándolo nuestros rectores y prelados: y de eso se sigue que estos blasfemos de la cruz de Cristo no tengan inconveniente ni se les prohíba entrar en sus sagrados templos y, por así decir, profanarlos, para recoger y repartir las rentas de las iglesias; junto con ello obtienen poderes sobre los fieles cristianos para burlarse de ellos, oprimirlos y excomulgarlos, gozando libremente del poder de aplicar censuras eclesiásticas para hacerlo. Y, al menos entre nosotros, todo el mundo es testigo de cuántos males causan a los fieles con eso, y cuántos acaban perdiéndose eternamente, y a cuántos obligan a perjurar por el poder sacrílego que anticristianamente se les ha concedido, y a cuántos vejan igualmente en los bienes temporales, y con cuánto tesón y retorcida crueldad lo intentan y realizan.
Entre tanto ha ido creciendo su sacrílega audacia hasta el punto de no temer hacer estupro en mujeres cristianas como consta demostrado de algunos de ellos; de muchos otros es la sospecha por su libidinosidad y sexualidad y la conjetura de las facilidades que se le ofrecen lo que da a entender lo que llegan a hacer en oculto. Y de aquí también viene principalmente el que se provoquen a diario nuevas peleas y discordias y enormes enemistades entre los fieles de la Iglesia de Cristo congregados de entre uno y otro pueblo, es decir, de los que vinieron de los gentiles y de los que vinieron de los judíos.
Pues si estas virulentas serpientes se encerrasen en sus cubiles y todos los fieles en general los evitasen con prudencia y los convertidos recientemente del judaísmo se retirasen de su trato con mayor y especial cuidado, de acuerdo a lo que establecen los sagrados cánones, no se daría lugar a que algunos de nuestros hermanos católicos de su raza últimamente convertidos a la fe de nuevo reincidiesen al judaísmo, como ya se ha comprobado de algunos, ni se infamarían gravemente los demás fieles de su raza, ni se excitarían en contra de ellos con malévolas sospechas, enemistad y rencor los otros fieles cristianos, ni se turbaría la Iglesia de Cristo en semejante discordia.
Pero como la libertad de trato y convivencia con los judíos se ha vuelto amplia y común, tampoco los convertidos de su raza se apartan de convivir y tratar con ellos, al igual que los demás hacen libremente sin que se les prohíba; ni hay diferencia en esta libertad entre unos y otros, porque todos tienen la misma, a no ser en cuanto que éstos, los que de su raza vinieron a la fe, con más frecuencia ejercitan y usan la libertad de trato por cuanto que, como nos es bien natural a todos, se entienden mejor con los judíos por descender de su misma estirpe y por haber crecido y convivido con ellos; los demás no se juntan tanto con ellos ni conviven con ellos, a no ser que los mueva o impulse su maldad y astucia o se lo exijan las necesidades temporales o la utilidad de los mismos fieles.
Y así ocurre por instigación del demonio que se pierden algunos de ellos, como tornando al vómito, con lo que exponen a todos los de su raza a la horrible sospecha y dan amplia materia y ocasión de murmuraciones y juicios temerarios a sus propios competidores afanosos de cizañear; y de ahí viene que continuamente broten nuevas enemistades y susurraciones entre los fieles cristianos y se perturbe la Iglesia y ellos con todo eso lamentablemente se condenen y se pierdan.
Y todo esto en gran parte se acabaría si, como ya se ha dicho, estos obstinadísimos enemigos se mantuvieran encerrados en su condenación y prudentemente separados de todos los fieles; por lo que hay que concluir con toda evidencia lo que se dice al final del título del capítulo: que los rectores y prelados tienen por eso gran pecado, al no prohibir todo eso con la debida energía y al no obligar bajo estrictas penas y al no preocuparse por investigar con atenta vigilancia si se cumple como es debido, como tendrían que hacer todo esto por obligación de su cargo.
Pero permiten de tal modo que la Iglesia de Dios sea pisoteada por los infieles y consienten de tal forma que su santísima fe sea vilipendiada que, con el Profeta, tenga que lamentarse la Iglesia, diciendo: «He aquí en la paz mi amarguísima amargura» (Is 38, 17 Vulg.). «Pues antiguamente había sido profetizado y ahora llegó el momento en que se cumple: He aquí en la paz mi amarguísima amargura -como dice Bernardo en el Comentario al Cantar-, amarga primeramente en la muerte de los mártires -como él dice-; después amarga en las controversias de los herejes; amarguísima ahora en las costumbres de los de la propia casa...». Y así de nuevo la Iglesia tiene que lamentarse necesariamente por ellos diciendo:
«Hijos crié hasta hacerlos hombres, y ellos se rebelaron contra mí» (Is 1, 2).
Con lo que también reafirman la misma durísima ceguera de los perversos judíos para que no lleguen a entender y se conviertan y se salven, liberándolos de la opresión de su cautiverio y de su deplorable desolación contra la decisión del Señor y de su santa Iglesia de que tan sólo la opresión habría de darles el entendimiento de volver sus oídos a la santísima e inmaculada ley evangélica para que se salvaran, como antes expliqué ampliamente según el testimonio profetice. Por eso es bien cierto que se hacen cooperadores de la condenación de ellos y participantes de su perdición, al confirmarlos de tal suerte en su empedernido error, según lo que el Señor lamenta diciendo: «aseguráis las manos del malvado para que no se convierta de su mala conducta a fin de salvar su vida» (Ez 13, 22); y Jeremías también escribe: «...dándose la mano con los malhechores, sin volverse cada cual de su malicia» (Jr 23, 14).
Y también con eso permiten que los fieles de la santa madre Iglesia y católicos hijos redimidos por la preciosa sangre de Cristo y que les han sido encomendados hasta el derramamiento de la sangre, sean engañados, pisoteados, revolcados y atrapados hacia su perdición por los enemigos de la cruz de Cristo; hasta, por así decirlo, consienten en que sea profanada con ignominia la sangre de Cristo; con lo que no cabe duda que pecan muy gravemente al deber y poder prohibirlo y no hacerlo, como dicen los sagrados cánones: «El error que no se rechaza resulta aprobado, y cuando no se defiende la verdad se la aplasta. Descuidar la corrección de los perversos cuando puede hacerse no es otra cosa que favorecerlos, y siempre queda la sospecha de entendimiento oculto en el que no sale al paso de un crimen manifiesto».
Pecan así más gravemente al poder prohibirlo y estar obligados a ello por oficio y al tener que hacerlo, pero todavía más cuando lo toleran a las autoridades políticas, lo consienten y lo favorecen, y más aún y con mayor gravedad cuando lo confirman y realizan con su propio ejemplo a vista de todos, cual de algunos consta con plena certeza.
Oí de un venerable sacerdote, testigo ocular del hecho, que un conocidísimo arzobispo ya difunto, sabiéndolo todo el mundo, tenía a un judío colmado de honores como prepósito o administrador de toda su casa, con gran autoridad sobre los fieles cristianos, a quien todos tenían que honrar como a su señor; de tal modo lo había conquistado que no dudaba en atenderlo a él antes que sus obligaciones para con Dios: pues sucedió durante tres o cuatro días consecutivos entró a conversar con el señor arzobispo cuando ya estaba preparado para asistir a la santa misa y así lo tuvo entretenido sin permitirle oír la misa aquellos días, y no sé si se daría cuenta de que tenía obligación de asistir a ella.
Yo, que indigno escribo esto, soy testigo de que un gran obispo era tan entregado y sentía tanto afecto por estos pérfidos judíos que recibía con gusto y como amigo pequeños obsequios de ellos y en mi presencia dos judíos principales enviados por los jefes de la sinagoga conversaron con él y alabaron a su familia y su nobleza con gran ponderación, y él les respondía como a cristianos y no como a judíos con gran intimidad prometiéndoles que los iba a defender con su favor y ofreciéndose él y toda su casa para lo que gustasen, como fiel amigo, e indicándoles que, si tuvieran hijos, se los trajesen para conocerlos y que con toda confianza vinieran a su casa cuando quisiesen; y todo eso cuando precisamente debía someterlos e imponerles las citadas censuras de Cristo y de la Iglesia por pertenecer a su diócesis. Pero no oí nada que influyese en ellos del buen olor de Cristo que debiera exhalar, ni que les abriese camino de su reprobable ceguera dándoles a conocer la virtud y la gracia, ni que tratase del misterio sagrado de la fe evangélica, ni que los invitase con devoción y amor hacia la salvación eterna, ni que, al no aceptar todo esto, tendrían que permanecer en su desgraciada desolación, amonestándoles severamente a que no la quebrantasen o atenuasen; que tratase de esto o cosas semejantes o que las insinuara no oí en absoluto, ni podía oírlo ni escucharlo al no tocarlo allí ni por asomo.
También he visto a algunos religiosos que con tanta benevolencia y amistad trataban a estos malditos judíos puestos como administradores y ecónomos por los gobernantes con oficios públicos y como tesoreros, que no sólo no intentan que los gobernantes los retiren de tales puestos públicos, como debieran hacer, sino que conversan con tales judíos con gran confianza y amabilidad hasta recibir de manos de ellos bienes temporales que habían obtenido de los gobernantes; confirmando y autorizando de tal suerte ante todos los fieles por su participación el que ellos sigan en tales asuntos y oficios contra la voluntad de Dios y los decretos de la santa madre Iglesia.
Otros los tienen con confianza familiar en algunos asuntos y negocios prescindiendo de los fieles cristianos para tales cosas, con desprecio de Cristo y de su santa cruz y también de sus hábitos y de su condición; por lo que en ellos se cumple lo que el Apóstol escribe a los Romanos: «El nombre de Dios por vuestra causa es blasfemado entre las naciones» (Rm 2, 24).
Y no se crean quienes tal hacen excusados bajo el pretexto de urgente necesidad, pues más bien habrían de perder tales bienes temporales del todo o en parte antes que tratar así con los infieles contra la voluntad del Señor y los preceptos de la santa madre Iglesia, cooperar en los pecados y errores de los gobernantes y llegar a ser ante los fieles causa de error y de pecado, quienes han sido puestos por Dios más bien para ser luz y claridad delante de todos, y en lo posible tender a la perfección absteniéndose, siguiendo al Apóstol, no sólo del mal, sino de lo que tiene apariencia de mal. Pues si no estamos decididos a guardar en su integridad el mandato de Dios y de la santa madre Iglesia a no ser que no perdamos ningún bien temporal, nunca nos faltará motivo para no cumplirlo siguiendo, por así decir, nuestras tradiciones y apartándonos de las leyes divinas, según las palabras de Cristo en el evangelio: «Y vosotros, ¿por qué quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición?» (Mt 15, 3).
También he visto a otros mientras cursaba mis estudios que con tanto desorden trataban con los judíos pérfidos que hasta les entregaban su dinero (y esto es para llorar al escucharlo) para que lo prestaran con odiosos intereses y recibiesen una parte para sí, siendo así que ese dinero lo habían recibido de los católicos y fieles por su predicación. Y así «a partir de los profetas de Jerusalén se ha propagado la impiedad por toda la tierra», como dice Jeremías (Jr 23, 15). Teman, por tanto, así los rectores como los prelados y esos religiosos, que suelen ser culpables de todas estas cosas, las amenazas divinas: «¿Tú ayudas al malo y amas a los que aborrecen a Yahvéh? Por esto ha caído sobre tí la cólera de Yahvéh...» (2Cro 19, 2). Y no den materia de pugna y disensión en la Iglesia al permitir e incluso al inducir con sus acciones y ejemplos a que los recientemente convertidos del judaísmo a la fe de nuevo se entremezclen con los judíos, de quienes ya se habían apartado, y así lleguen a perecer, haciendo que los demás fieles se vuelvan contra ellos y contra todos los de su raza en odio y enemistades surgidas de la susurración; sino más bien con fervoroso celo, cual corresponde a las prudentes exigencias de la vida actual y determina la tradición religiosa de la santa fe, prohíban todo esto de forma general para todos los fieles, como están obligados a hacer; de lo contrario, aparte los demás males que de ahí provengan, suscitan en relación a esto murmullos, discordias y luchas de separación y enfrentamiento entre los fieles de la Iglesia, y en alguna forma los empujan y llevan a ello al permitir y despertar tales ocasiones de desencadenar sus tendenciosas murmuraciones, de acuerdo a la amenaza profética: «Al que pasa confiado le infligís los desastres de la guerra...» (Mi 2, 8).