Cristo acrecentó a su Iglesia con el mismo cúmulo de perfección y semejante nivel íntegro de excelencia y claridad respecto al culto sacrifical con que Dios es honrado por sus fieles, como de la clara perfección de la fe acaba de decirse. Pues, según lo que se ha dicho antes en el capítulo XV, el antiguo estado de los fieles fue imperfecto hasta Cristo en relación a esto, y no fue uniforme y unido en sí mismo, sino como incoherente y heterogéneo, según lo que se dijo de su fe, a la que proporcionalmente respondía el sacrificio de aquel entonces.
Pues en el tiempo de la ley natural los que eran fieles no ofrecían sacrificios a Dios todos de modo uniforme, porque no exhibían a Dios este culto exterior del sacrificio ni en las mismas cosas, ni en el mismo lugar, ni en el mismo tiempo, ni en el mismo número, ni en la misma cantidad de lo que usaban para ello; sino que en todas estas cosas se comportaban de diferentes formas según el diferente dictamen de sus conciencias, aunque según una prudente conformidad con los fieles entre quienes vivían, que podía guardarse aún habiendo gran disparidad en alguna cosa.
Pero en el tiempo de la ley escrita los judíos estaban coartados en todo esto por ciertos ritos y ceremonias determinados por la ley en el ofrecimiento de los sacrificios. Pero los que vivían según la ley natural podían incluso en aquel entonces dar culto a Dios en sus sacrificios en forma diferente, al no estar forzosamente obligados a los ritos y ceremonias de los judíos ni tampoco a su ley, como antes expuse todo esto en los capítulos IX, X y XI.
Además todos aquellos sacrificios antiguos eran muy imperfectos, tanto por ser en tan burda cantidad de animales y otras cosas diferentes entre sí y complicados con numerosos ritos, y también por estar rodeados de gran oscuridad en su significado, como por no ser agradables ni aceptables para Dios ni provechosos y salvadores para quienes los ofrecían en razón de sí mismos, como debieran haberlo sido, según lo he explicado un poco en los capítulos citados.
Por donde se ve claramente a este respecto que la misma Iglesia de los fieles antes de la venida de Cristo no era uniforme en sus hijos, sino en cierto modo muy incoherente por las disparidades y muy preocupada por una laboriosa gran imperfección de los sacrificios. La unión y acuerdo de aquellos fieles en los sacrificios era muy en lo general y en lo común, en cuanto que a su modo todo se refería a Cristo y lo significaban habiendo de tomar carne de nuestra naturaleza humana y que tenía que redimir a todo el género humano; y solamente por eso los aceptaba Dios junto con la devoción de los que los ofrecían, a quienes prestaban remedio futuro para su salvación.
Pero cuando vino Cristo, eliminó todas estas oblaciones ambiguas de los sacrificios y sus múltiples imperfecciones, y perfeccionó a este respecto el estado de la santa madre Iglesia con un único y altísimo sacrificio, al que se dirigían todos aquellos sacrificios aludidos de los antiguos como a su definitivo y principal fin, que, una vez alcanzado, ya era razón de que ellos cesasen; de acuerdo a lo que concluye san Agustín en la Ciudad de Dios hablando de este excelentísimo sacrificio, que ofreció y ofrece como sacerdote el mismo gloriosísimo mediador del nuevo Testamento, Cristo, según el orden de Melquisedec, con su cuerpo y su sangre, donde acaba diciendo: «Este sacrificio sucedió a los sacrificios del Viejo Testamento, que no eran más que un símbolo del futuro. En el salmo 39 reconocemos también la voz del Mediador, que habla por boca del profeta: No has querido sacrificios y oblaciones, pero me has dado un cuerpo perfecto. Y es que, en lugar de todos aquellos sacrificios y oblaciones, se ofrece su cuerpo y se administra a los comulgantes». Lo que también resume la Iglesia en la oración sobre las ofrendas del séptimo domingo después de Pentecostés, donde rogando al Señor dice: «Oh, Dios, que consagraste la diversidad de las ofrendas de la ley en la perfección de un único sacrificio: recibe el sacrificio de tus devotos siervos...».
Pues este gloriosísimo sacrificio es absolutamente perfecto, en cuanto con la conveniencia posible alcanzara a serlo en esta vida; ya que en él no se inmolan las carnes de los machos cabríos ni de los toros ni de otros cualesquiera animales, ni se ofrecen oblaciones burdas y bastas de otras múltiples cosas, sino que en él se contiene verdaderamente el unigénito Hijo de Dios misericordiosamente encarnado por nosotros. Dios y hombre; por lo que, con toda razón, cesaron del todo todas aquellas figuras de los sacrificios y sus implicadas oscuridades, con su establecimiento. Y ya no puede decirse que la oblación de la Iglesia católica en este santísimo sacrificio no sea aceptada por Dios en cuanto a sí misma, y que no sea provechosa a los fieles que la ofrecen, como solían serlo aquellas de los tiempos antiguos; sino que más bien es muy grata a Dios y muy digna de ser aceptada, y completamente saludable y provechosa para los fieles de la Iglesia que la ofrecen, donde tal y tan grande Redentor, fuente y origen de todos los dones y gracias, en tal altísimo misterio se ofrece y se inmola realmente.
En este sacrificio está contenido Cristo bajo un velo apropiado de las apariencias de pan y vino, para dar puesto a la fe y ser adecuadamente propuesto al uso y participación de los fieles, y para que en verdad pueda llamarse sacramento, oculto bajo la envoltura de cosas visibles, según que todas estas cosas necesariamente corresponden al estado de la santa madre Iglesia, mientras todavía permanece y vive en esta peregrinación. Y la única imperfección que puede señalársele es con relación a la visión beatífica, por la que en la patria definitiva el mismo Cristo, cara a cara, será adorado y honrado por los que le contemplen. Pero con relación al estado presente, ni debió ni pudo haber en nuestro gloriosísimo sacrificio ninguna otra forma más elevada que esta dicha, a no ser que desapareciera por entero el estado de la Iglesia militante, por las tres razones anteriormente señaladas.
De donde se concluye rectamente que el estado de la santa madre Iglesia es absoluta y completamente perfecto por Cristo, en cuanto al verdadero sacrificio y a su altísimo acto de culto, ni se puede añadir lo más mínimo a su perfección. Y en el mismo sentido se ve cómo esta total perfección suya se corresponde con la perfección de la fe, como, al contrario, la antigua imperfección de los sacrificios correspondía a la imperfección de la fe de los antiguos. Pues así como toda nuestra santísima fe explícita depende de la divinidad y humanidad de Cristo, Dios y hombre, así el mismo Cristo, Dios y hombre, todo por entero se contiene y permanece realmente en este excelentísimo sacrificio. Y así como a esta nuestra santa fe le sucederá en la patria celestial el estado de clarísima comprensión, como incluso también para cada uno de los fieles que salgan de este mundo por un final sin mancha les sucederá lo mismo, así también a este admirable sacrificio le sucederá aquel gozo admirable y glorioso de la visión beatífica, lo que igualmente sin duda alguna sucederá a cada fiel católico en virtud de este dulce y admirable sacrificio y su santísimo culto; por lo que dice Cristo: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan. vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo»; y después: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.
Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida» (Jn 6, 51-52.54-55).
Pues esto es lo que se dice en el canon de consagración de este divinizante sacrificio: «Este es el cáliz de mi sangre del nuevo y eterno testamento, misterio de fe...»; y en lo que dice: misterio de fe, se expresa con claridad lo que antes expuse: que la perfección de este admirable sacrificio se corresponde con la perfección de nuestra santísima fe; y estas palabras, sin duda alguna, las pronunció Cristo con su sacratísima boca, las mismas que de él recibieron los apóstoles, y de ellos las conservó la Iglesia tal como se contienen en el canon.
Pero hay que llegar ya a la completa unión y unánime concordia de todos los fieles de la Iglesia, para que se vea con toda claridad en qué forma Cristo se ha dignado unir en este santísimo sacrificio a todos sus fieles, venidos de todas partes, en igualdad, uniformidad y concordia. Lo que puede verse con facilidad si se considera lo que se dijo en el capítulo anterior sobre la perfección de la fe y su íntegra participación a todos los fieles, y si a la vez se tiene en cuenta cómo este inefable sacrificio se corresponde con ella en uno y otro aspecto, como acabo de decir.
Pues del mismo modo que Cristo perfeccionó nuestra santísima fe con integridad explícita, como dije, y obligó a ella sin diferencias y por un igual a todos los fieles que han de salvarse, así también Cristo perfeccionó todo el culto sacrifical con la única oblación de sí mismo, por la que llevó a perfección eterna a los santificados, como dice el Apóstol a los Hebreos: «El -es decir, Cristo-, por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre, esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies. En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados» (Hb 10, 12-14). Pues en esta tan excelente oblación sacrifical conjuntó los sacrificios de todos los fieles, ya los que ofrecían los fieles que vivían según la ley natural siguiendo el diferente dictamen de sus conciencias, como ya he dicho, ya los que se ofrecían en la ley escrita en muchas formas y muy a menudo y complicados con incontables diferencias. Y por lo demás tan sólo mandó a todos sus fieles que ofrecieran esta oblación perfectísima y purísima: «Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío» (Le 22, 19). Incluso los obligó a todos por un igual a que recibieran esta santísima oblación de su sacrificio: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Y por eso en esta sacratísima comunión todos estamos unidos por la irrompible atadura de la caridad, como también nos aunamos por la verdadera creencia en una fe perfectísima y en su confesión explícita: «Os hablo como a prudentes. Juzgad vosotros lo que digo. El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?». Como si quisiera decir: así es en verdad; pues sigue: «Porque aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 15-17). Pues el Apóstol llama pan al cuerpo de Cristo contenido en este altísimo sacrificio por la misma materia anterior de pan con que se hace y por lo que se percibe de pan, que, por permanecer después de la consagración, muestran toda la apariencia de pan aunque ya no lo sea; y eso porque hablaba como a prudentes, como dijo al principio, que podían discernir eso. Lo que así comenta la glosa muy apropiadamente a nuestro propósito: «Todos, dice, los que participamos de un pan, es decir, del cuerpo de Cristo, y de un cáliz, es decir, de su sangre, aunque somos muchos, sin embargo somos un pan por la unión de la fe, de la esperanza y de la caridad, y un cuerpo de aquella cabeza que es Cristo; por el ministerio de las obras de caridad hacia la unidad, todos somos una Iglesia, es decir, unidos por la atadura de la fe, la esperanza, la caridad y la mutua prestación de las obras de Dios. Pues por la unidad del pan y la unidad del cuerpo hay que entender la fe y la caridad, que, si falta, recibe su sentencia el que recibe. Y porque somos uno, dice que debemos sentirnos uno, como la única fe tiene un solo sentido y obra. Pero en sentido figurado se dice que la Iglesia es un pan y un cuerpo porque, así como un pan se hace con muchos granos y un cuerpo de muchos miembros, así la Iglesia de Cristo se conjunta de muchos fieles, aunándola la caridad. Cristo consagró en su mesa este misterio de nuestra paz y unidad. Quien recibe el misterio de la unidad y no conserva la atadura de la paz, no recibe el misterio a su favor, sino en su contra. Y nadie puede dudar de que cualquiera se hace partícipe del cuerpo y sangre de Cristo cuando llega a ser miembro del cuerpo de Cristo, ni que es ajeno a la participación de aquel pan y cáliz, aunque salga de este mundo estando establecido en la unidad del cuerpo de Cristo, antes de comer aquel pan o beber el cáliz; porque no queda privado de los beneficios de ese sacramento cuando él ya ha encontrado lo que ese sacramento significa. Pues en ese sacramento nos encomendó su cuerpo y su sangre, y eso también nos hizo a nosotros mismos, pues también nosotros hemos sido convertidos en su cuerpo».
Pues esta unidad y solidaridad de todos los fieles en este excelentísimo sacrificio, según lo que se ha dicho de la fe, atiende a dos aspectos: en cuanto a la administración y en cuanto a la participación en el uso; porque, aunque todos participemos igualmente de él para la salvación, según la devota veneración y mérito del que lo recibe, sin embargo no todos somos sus ministros o sacerdotes que por ministerio estemos a su servicio o que lo hagamos y administremos a los demás fieles; sino que hay diferencia respecto a esto según la vocación de Dios en su santísima Iglesia, por las gracias y dones por las que llegamos a administrar y hacer tan grande y tan alto sacrificio, configurándonos a nosotros mismos según el modelo y el sacerdocio de Cristo, quien no se apropió la gloria del pontificado, según lo que expone la carta a los Hebreos, cuando dice: «Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón. De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo:
»'Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy'. Como también dice en otro lugar: 'Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec'» (Hb 5, 4-6).
Esta vocación de los fieles a este real sacerdocio tiene lugar igual e indistintamente en todos, como se dijo de la fe; pues, como de todo pueblo, gente y nación algunos hay, y puede haber, e incluso debe haber que prediquen la fe evangélica, y de acuerdo a ella enseñen, dirijan y conformen a los demás fieles, y también hay algunos otros torpes y aprendices, así sin duda habrá de ser respecto a su único y admirable sacrificio, que de todo pueblo, gente y nación debe haber algunos que lo hagan y administren a las gentes y en esa sacratísima oblación rueguen a Dios por ellas; y ellos deben tener a otros que por su cargo les presten servicios según el orden apropiado dentro de la santa Iglesia, en conformidad con lo que es apropiado a este santo misterio; y todos ellos, como los que predican la fe evangélica, deben vivir del altar, como dice el Apóstol, es decir, de las rentas de la Iglesia: «Los que sirven al altar, del altar participan. Del mismo modo, también el Señor ha ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio» (1 Co 9, 13-14).
Para eso tiene que haber de todas las gentes otros que, a modo de pueblo, sean como sencillos y dóciles, que reciban de tales sacerdotes y ministros de Dios este vivificante sacrificio y los demás servicios para la salvación, y que les sirvan en bienes temporales y presenten ofrendas; de otra forma no se podría decir que nuestra santa fe fuera común a todos los fieles, ni que la Iglesia de Cristo estuviese aunada por la caridad perfecta en este tan admirable sacrificio suyo, si esta unidad y comunión suya no se extendiera de modo parejo a todos los miembros de su cuerpo. Incluso entonces la Iglesia no seria perfecta y, lo que es más, no podría durar, sino que se descompondría, si así estuviera dividida, como con la ayuda de Dios expondré más adelante como conclusión final del capítulo XLIV, antes de comenzar a responder a las objeciones.
En lo que ahora toca, aunque sea de suyo evidente, sin embargo, en el propio sacerdocio de Cristo brilla con más claridad que la luz, según cuyo modelo y semejanza el Apóstol dijo antes que nuestros pontífices y ministros de Cristo, al ser llamados por la Iglesia, reciben tal dignidad de Dios; pues en el sacerdocio de Cristo ha quedado desaprobado aquel antiguo sacerdocio levítico según el orden de Aarón, porque era de suyo imperfecto. La imperfección que afecta a nuestro tema era, fuera de otras cosas, que estaba restringido y limitado a una cierta tribu, e incluso a una determinada familia y casa; otros oficios del santuario correspondían a familias determinadas de la misma tribu por su orden, a saber: Gerson, Caat y Merari, y así era tan inútil como imperfecto, como hice ver antes en el capítulo XVIII. Por lo que, al llegar Cristo, con toda razón debía desecharse por su inutilidad e imperfección, como explica la carta a los Hebreos hablando de tal sacerdocio, al decir: «De este modo queda abrogada la ordenación precedente, por razón de su ineficacia e inutilidad» (Hb 7, 18); y por eso el sacerdocio de Jesús, el Señor, del todo perfectísimo y duradero hasta el fin de los tiempos, no fue profetizado, ni en su ocasión establecido y realizado según el orden de Aarón, sino según el orden de Melquisedec, para que no creyésemos que su santísimo sacerdocio debiera estar limitado a cierta gente, pueblo o persona, como lo estaba el antiguo de Aarón; por lo que también quiso nacer según la carne, no de la tribu de Leví, sino de otra, que fue la tribu de Judá. Así en el mismo capítulo expone el Apóstol todo esto, diciendo: «Pues bien, si la perfección estuviera en poder Sel sacerdocio levítico -pues sobre él descansa la Ley dada al pueblo- ¿qué necesidad había ya de que surgiera otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, y no a semejanza de Aarón?»; como si dijera: no habría ninguna necesidad si aquel ya fuese perfecto. Y luego dice: «Pues aquel de quien se dicen estas cosas -es decir, lo que había sido profetizado del sacerdocio de Cristo: Tú eres sacerdote para siempre, á semejanza de Melquisedec-, pertenecía a otra tribu, de la cual nadie sirvió al altar. Y es bien manifiesto que nuestro Señor procedía de Judá, y a esa tribu para nada se refirió Moisés al hablar del sacerdocio. Todo esto es mucho más evidente aún si surge otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, que lo sea, no por ley de prescripción carnal, sino según la fuerza de una vida indestructible» (Hb 7, 11.13-16). Y en estas palabras, fijándose bien, demuestra claramente el Apóstol tanto ]a imperfección carnal de aquel antiguo sacerdocio, respecto a lo que ahora tratamos, como su inutilidad e ineficacia, respecto a la santificación principal de los que hacían las ofrendas, que es de lo que ahí en concreto trata el Apóstol.
Todavía quedará más claro el tema que exponemos, si nos ponemos a considerar lo que ahí dice el Apóstol sobre Melquisedec, a cuya semejanza surgió el sacerdocio de Cristo en toda su perfección: dice así: «Cuyo nombre significa -es decir, Melquisedec-, en primer lugar, 'rey de justicia' y, además, 'rey de Salem', es decir, 'rey de paz', sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida» (Hb 7, 2-3). Y con estas palabras se puede confirmar bien nuestro propósito; pues, al significar Melquisedec rey de justicia y rey de paz, se sigue que, mediante su santísimo sacrificio profetizado y establecido a semejanza de Melquisedec, les ha llegado a todas las gentes, pueblos y naciones que recibieron la fe de Cristo según el doble modo antes citado, una igual justicia de amor y de gracia, una paz íntegra y una concordia absoluta, cual corresponde a Dios. Al decir que no tiene padre ni madre ni genealogía, etc., por no citar la Escritura nada de ello acerca de Melquisedec, significa lo mismo: que Cristo en la tierra sin padre y en el cielo sin madre así estableció su santísimo sacerdocio de modo que durase para siempre, y se aplicase según la semejanza citada de modo general y sin diferencias a todas las gentes que bajo tal sacerdocio veneran al único Dios, y no pudiese nunca apropiárselo alguna persona excluyendo sin más a los demás, a no ser a aquél que se le encontrase indigno o incapacitado o no preparado según el juicio de la Iglesia por una imperfección propia y personal suya y no de su raza.
De todo esto puede quedar bien claro al que se fije cuánta sea la temeridad y presunción contra Cristo y su perfectísimo sacrificio, la de esos hombres que se esfuerzan por afirmar que ninguno de la raza de los judíos debiera alcanzar la dignidad del sacerdocio de Cristo, u ofrecer él su admirable sacrificio y administrarlo a las gentes, con lo que se enfrentan directamente con su santísima perfección; y, aunque no se den cuenta, sin embargo la verdad es que se afanan en reducirlo y doblegarlo a la observancia carnal e imperfecta del sacrificio antiguo, aunque se jacten de perseguirla e impugnarla; y así transforman el sacerdocio de Jesús el Señor a semejanza del de Melquisedec, en aquel sacerdocio antiguo de Aarón, aplicándoselo a unas gentes según cierta sucesión como por derecho hereditario y sacándoselo totalmente a otras, y alzando la voz envidiosa de que son su único pueblo, como está escrito: «Mira cómo tus enemigos braman, los que te odian alzan la cabeza», y continúa: «¡Para nosotros conquistemos los dominios de Dios!» (Sal 83, 3.13). Y así intentan con corazón impío subyugar el pueblo de Dios. «¿Qué otra cosa se puede entender -dice Agustín- por los dominios de Dios, si no es el templo de Dios, del que dice el Apóstol: 'El templo de Dios es santo y lo sois vosotros'? Pues ¿en qué otra cosa se esfuerzan los enemigos si no es en poseer, es decir, en subyugar el pueblo de Dios para que caiga bajo sus voluntades impías?».
Con lo cual atacan la misma fe evangélica que estiman defender y, en lo que de ellos depende, debilitan el altísimo poder de este sacrificio divinizante, y perturban y aniquilan a la misma Iglesia de Cristo, y proporcionan a todos sus fieles materia de tropiezo y escándalo, y trabajan por separar a los que con tan admirable orden y caridad unió Cristo mismo. Pues cada uno de ellos, contra el reproche del Apóstol, se adelanta a comer no la cena de Cristo en la que instituyó el sacrificio, sino la suya propia, y busca echar afuera a cualquier otro fiel burlándose de ella, y así, mientras uno está ebrio, el otro pasa hambre.
Por tanto es verdadera e irrefutable conclusión, que necesariamente mantendrán todos los fieles, que todos en común y sin diferencias estamos aunados por una caridad inefable en este sacrificio de Cristo, como en un amistoso banquete suyo suavísimo y admirable, por lo que tenemos que ser iguales, unánimes y concordes: «Hará Yahvéh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos...» (Is 25, 6-7). Este convite, como exponen los doctores sacros, fue este sacratísimo sacrificio que Cristo instituyó y celebró en el monte Sión para todos los pueblos, gentes y naciones que iban a creer en él, como aquí se dice, y de lo que aquí habla ahora el profeta aludiendo a Sión, donde estaba el cenáculo situado. Por los manjares exquisitos citados se entienden las inapreciables dulzuras de gracias y de dones que fueron ofrecidas y repartidas por Cristo en este célebre convite a todos los fieles; pues para todos fue instituido y ofrecido por Cristo, según todos sus aspectos, tanto para los judíos como para los gentiles que lo han recibido por la fe.
«Cambiado el sacerdocio, necesariamente se cambia la Ley», dice el Apóstol a los Hebreos (Hb 7, 12); y de tales palabras se sigue con suficiente claridad la perfección de la ley evangélica, teniendo en cuenta la perfección de su santísimo sacrificio tratada en el capítulo precedente; pues, de la misma manera que antes, en el capítulo XV, se concluyó la imperfección de la ley mosaica a partir de la imperfección de sus sacrificios, así ahora lo contrario puede deducirse del sacrificio de la eucaristía y de la ley evangélica en su correspondiente perfección mutua. Por lo que la glosa sobre las palabras citadas del Apóstol, dice: «Cambiado el sacerdocio, necesariamente se cambia la Ley, porque han sido dadas una y otra a la vez por el mismo y bajo la misma promesa; lo que de uno se dice hay que entenderlo también como dicho del otro, y, con razón, cambiado el sacerdocio, se cambia la Ley, porque la ley está en manos del sacerdote, y como por él se realiza la ley, que dice que se cumple». Y más adelante: «Porque digo que el pueblo recibió la ley bajo el sacerdocio; pues si hay cambio del sacerdocio, necesariamente también de la ley, ya que no puede haber sacerdote sin alianza, ley y preceptos; entonces hay que pasar de la Ley al Evangelio, y eso es lo que dice: Cambiado el sacerdocio...».
Pero para que pueda quedar más clara la perfección de la ley evangélica sobre aquella ruda y anticuada ley mosaica, hay que tener en cuenta brevemente aquella triple distinción de tipos de preceptos en la que se contenía por entero y se hacía perceptible igualmente su imperfección, como hice ver en el capítulo citado, para que también a partir de ellos, por su cara opuesta, se haga manifiesta la diferencia existente entre unos y otros.
Es evidente respecto al primer género de preceptos, que son los morales; pues la ley de Cristo, habiendo sido establecida de modo contrario a la ley antigua, no sólo ordena los actos exteriores de la persona, sino también los internos, como dice Cristo, haciendo ver aquella antigua imperfección y superándola del todo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: 'No matarás'; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal». Y más adelante, prohibiendo los malos pensamientos, dice: «Habéis oído que se dijo: 'No cometerás adulterio'. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22.27-28). Muchas otras cosas también ahí se contienen dichas por Cristo, superando del todo aquella antigua imperfección, en las que, como es evidente, ordena perfectamente los movimientos interiores de la persona.
Resulta igualmente claro sobre las acciones externas, porque no permite mal alguno, de tal forma que no sólo desaprueba y condena con juicio estricto al mismo hecho malo externo, sino también cualquier palabra dañina:
«Pero el que llame a su hermano 'imbécil', será reo ante el Sanedrín; y el que le llame 'renegado', será reo de la gehenna de fuego» (Mt 5, 22). E incluso Cristo ha asegurado que cualquier palabra ociosa habrá de ser juzgada en el juicio futuro, diciendo: «Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio» (Mt 12, 36).
Del segundo tipo de prescripciones, que son las judiciales, es evidente esto mismo, pues somos impulsados a cumplir los preceptos de Cristo por amor, y no por temor como ocurría en la ley antigua. El Apóstol señala esta diferencia a los Romanos, diciéndoles: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15). Por eso Santiago llama a la ley evangélica ley de libertad perfecta:
En cambio, el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad...» (St 1, 25). También porque, no sólo no castiga a ningún inocente ni deja ningún mal sin castigo, sino además prohíbe todo movimiento interior desordenado e incluso las palabras ociosas, como se ve por lo dicho antes. Ni ya es bastante con esto para su santísima perfección, sino que también todas aquellas anticuadas e imperfectas licencias las suprimió Cristo en su santísima ley desaprobándolas, como se vio en el caso del homicidio, prohibiendo incluso el movimiento interior; y también: «Habéis oído que se dijo: 'Ojo por ojo y diente por diente'. Pues yo os digo que no resistáis al mal...» (Mt 5, 38). Sobre el permiso de dar libelo de repudio dijo:
«También se dijo: 'El que repudie a su mujer, que le dé acta de divorcio'. Pues yo os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la expone a cometer adulterio; y el que se case con una repudiada, comete adulterio». Y la misma sentencia se encuentra más adelante (Cf. Mt 19, 8-9), donde se declara que se les había permitido el acta de divorcio por la dureza de corazón de los judíos. Pero este abandono de la mujer permitido aquí por Cristo, se entiende tan sólo en cuanto a la separación de lecho, y en otra forma a como antiguamente se solía repudiar. Sobre el permiso de prestar con interés a los extranjeros y su prohibición, se tiene: «A quien te pida da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5, 42); y: «Haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande...» (Le 6, 35).
Y para que no pudiera faltar nada de perfección a la ley evangélica, sino que superase hasta el último punto aquella antigua imperfección llevando un orden opuesto, para eso, sobre todo esto, añadió unos consejos perfectísimos, mientras que la ley antigua, por el contrario, permitía todo aquello que se ha dicho, y que en sí mismo y en absoluto era malo y contrario a la ley natural. Por lo que, al joven que reconocía haber guardado los mandamientos de la ley y que buscaba más allá el camino de la perfección, le dijo el Señor: «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21); y de semejantes consejos están llenos los evangelios.
Del tercer y último tipo de preceptos, que son los ceremoniales, resulta notorio lo mismo, pues del único y perfectísimo sacrificio se ha dicho bastante en el capítulo anterior. De cómo son perfectos los sacramentos de la ley evangélica, justifican a los que los reciben y conducen a la salvación eterna si los fieles se acercan a ellos sin el obstáculo de su mala disposición, brevemente podrá quedar claro por el mismo santísimo sacramento y a la vez sacrificio de la eucaristía, en el que se borran nuestros pecados, y se nos conceden, se nos aumentan y se nos hacen crecer las gracias, virtudes y dones a los que lo recibamos dignamente; porque en él, como en la misma fuente fecunda de gracias, se contienen abundantísimamente, de donde manan y fluyen por los otros sacramentos de la Iglesia en una amplia bendición; y llegan hasta los fieles de Cristo como por vasos de gracias y fecundan sus almas con su riego; y pasando por encima del cúmulo de testimonios que estaba dispuesto a ofrecer acerca de ello, baste un breve testimonio del antiguo Testamento.
Pues Jeremías, cuando trata de los tiempos futuros, es decir, del estado evangélico, según lo que al comienzo anticipó sobre la salvación de todas las gentes por Cristo, señaladas bajo el nombre de Israel, a continuación sigue hablando allí sobre la abundancia de gracias y el deleite espiritual de este sagrado sacrificio y a la vez sacramento, y también de los demás sacramentos, significados bajo el nombre de deleites corporales, como es costumbre de la Escritura cuando habla en general al conjunto de los fieles; donde acaba diciendo: «Porque ha rescatado Yahvéh a Jacob, y le ha redimido de la mano de otro más fuerte. Vendrán y darán hurras en la cima de Sión y acudirán al regalo de Yahvéh: al grano, al mosto y al aceite virgen, a las crías de ovejas y de vacas, y será su alma como huerto empapado, no volverán a estar ya macilentos...» (Jr 31, 11-12). Por Jacob se designa, pues, al pueblo cristiano, como se encuentra en Isaías según el original hebreo, que tenía que llamarse con el nombre de Jacob e Israel, cual exponen los sagrados doctores aquí y allí; y dice que lo ha rescatado y redimido en forma de pretérito por la certeza de la profecía; «de la mano de otro más fuerte», es decir, de la cautividad del enemigo que él amordazó; a quien, sin embargo, se le llama más fuerte porque «no hay en la tierra semejante a él» (Jb 41, 25), es decir, entre los hombres; «y vendrán y darán hurras en la cima de Sión», es decir, en la Iglesia militante, cuya robustez de la fe y armas de los sacramentos fueron iniciadas por el Señor en el monte Sión; de donde también los apóstoles, con la fuerza recibida de lo alto, salieron a iluminar y liberar al mundo entero; «y acudirán al regalo de Yahvéh: al grano, al mosto...»: por estos deleites corporales se entienden figuradamente los bienes espirituales, que no se comprenden habitualmente por la gente sino bajo la semejanza de los corporales, por lo que la Escritura del antiguo y del nuevo Testamento con frecuencia habla figuradamente mediante ellos, y su sentido literal no es el que a primera vista significan las palabras, sino el que se entiende por lo simbolizado; como aquello que dice el libro de los Jueces: «Los árboles se pusieron en camino para buscarse un rey a quien ungir...» (Je 9, 8); por el grano y el mosto se entiende el excelentísimo sacramento de la eucaristía, que se hace bajo las apariencias de pan y vino; por el aceite se da a entender la abundancia de la gracia que en este santísimo sacramento y en los demás, según su disposición, se concede, con la que se alegra el rostro de los fieles; por las crías de ovejas y vacas se significa la multitud de fieles que van viniendo al pueblo cristiano, que algunas veces se designan con tales nombres, como en el capítulo 34 de Ezequiel y en el salmo 95: «...y nosotros el pueblo de su pasto, el rebaño de su mano» (Sal 95, 7); y se llaman aquí ovejas a los menores y vacas a los mayores; y «será su alma», es decir, la de todos estos fieles, «como huerto empapado», es decir, por la afluencia de gracias y dones, que se designan con el nombre de agua, y que manan de los sacramentos de la nueva ley y empapan las almas de los fieles de Cristo; «no volverán a estar ya macilentos», es decir, porque no padecerán ya la falta ni la escasez de gracia, como tuvieron que padecerla en la ley antigua, porque, por esta gracia concedida por Cristo mediante sus sacramentos, como por los alimentos, las almas de los fieles son llevadas hacia los bienes celestiales; por lo que también el sacramento de la eucaristía, que es cabeza y origen de todos los demás sacramentos, es llamado «viático»; por lo que también Cristo, aludiendo a este empapamiento de los fieles sin escasez, dijo a la mujer samaritana: «Pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua -se entiende, viva que brota para la vida eterna» (Jn 4, 14).
Pues así se muestra la perfección del estado evangélico en cuanto al cuerpo legal, cuya llamativa diferencia con la ley antigua todavía sigue exponiendo Jeremías en el mismo capítulo, al añadir: «He aquí que días vienen -oráculo de Yahvéh- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza y yo hice escarmiento en ellos -oráculo de Yahvéh-. Sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días -oráculo de Yahvéh-: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo...» (Jr 31, 31-33).
Pasando por alto la explicación de este texto, pretendo deducir ahora sobre nuestro tema que la ley de Cristo difería de la ley antigua como lo perfecto de lo imperfecto; y la imperfección de ella tenía su raíz y fundamento en la dureza de los judíos, para que se les permitieran algunas cosas que no eran correctas y se les obligase como a la fuerza a cumplir las demás por miedo y por fuerza: «y yo hice escarmiento de ellos, oráculo del Señor»; por eso no podía llegar a estos extremos la ley de perfección evangélica; «no como la alianza que pacté con sus padres»: pues la ley de Cristo debía ser tal que perfeccionase al hombre por entero, sin permitir el mal y promotora de todo bien; una ley que uniese por amor y caridad igual y unánimemente a todos los fieles de Cristo y los impulsase a la observancia de la ley por sentimientos de caridad, como a un nuevo y perfecto pueblo, sin dominarlo ya con dureza, sino dirigiéndolo con benevolencia y amando a Dios. «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo»: pues esta es: «La ley de Yahvéh, perfecta, consolación del alma, el dictamen de Yahvéh es veraz, sabiduría del sencillo» (Sal 19, 8).
Por lo tanto, de la perfección de nuestra santísima ley evangélica necesariamente se sigue que todos los fieles tenemos que ser unánimes, iguales y concordes, según la forma ya dicha en los dos capítulos anteriores, para que «lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Cf. Mt 19, 6); y que esta unanimidad, igualdad y concordia tiene que ser común a todos los pueblos, gentes y naciones, ya a los judíos ya a los gentiles que son creyentes, respecto a todas estas cosas completadas en sus deficiencias en la perfecta ley de Cristo y que antes, como se ha dicho, eran imperfectas; es decir, que la participación en los sacramentos, ya en cuanto a hacerlos y administrarlos, ya en cuanto a su devota recepción, tiene que ser igual y uniforme para cualquier fiel, a no ser que lo exigiese en otra forma su falta de disposición personal.
Y de aquí se sigue que las bodas y uniones matrimoniales deben contraerse mutuamente en general entre todos los fieles de Cristo, sin poner obstáculos de raza alguna en razón de infidelidades anteriores, sino atendiendo tan sólo a las condiciones personales de cada uno. Y también de ello se sigue que la participación de la hospitalidad, confraternidad y sepultura y de cualquier otra comunión eclesiástica, deben en caridad ofrecerse a todos en las mismas condiciones. Y esto en cuanto a los preceptos ceremoniales perfeccionados por Cristo en la nueva ley.
En cuanto a los morales también hay que decir lo mismo: que la facilitación de préstamos, la ayuda caritativa en las obras de piedad y la cordialidad, la convivencia, la participación en igualdad de derechos y la individualidad del matrimonio, con todas las demás cosas que pertenecen a estos preceptos, deben ser comunes para todos en igualdad de derecho.
Respecto a los judiciales hay que concluir lo mismo: que los decretos de la Iglesia, sus santísimas prescripciones, los estatutos seculares y las leyes ferales, y todo lo demás que guarda los derechos de los fieles, dispuesto por los superiores, tienen que ser comunes con el mismo orden y caridad para todos, ya judíos ya gentiles que son creyentes en Cristo, y que en igualdad legal todos obedezcan lo establecido.
También respecto al complemento de toda la perfección evangélica establecido y demostrado en alto nivel por los consejos hay que decir lo mismo que en lo otro, a saber, que el estado religioso debe ser común para todos los cristianos que hubieran decidido castrarse a los deseos del siglo por el Reino de los cielos y servir a Dios con toda su persona, según la palabra de Cristo y bajo la inspiración de Dios; ni deben ser excluidos a causa de ninguna ímproba e infiel clase de sangre de la que hubieran venido a Cristo, sino, según el apóstol Juan, solamente debe probarse su espíritu acerca de si es de Dios; y aquellos cuyos corazones apareciesen no ser rectos con el Señor su Dios y se viese que no aprovechaban en los pasos de su progreso (esos pasos que confiesan querer seguir con el profeta en este valle de lágrimas), ésos, digo, mostrada su inepta tibieza o su indebida y desordenada disposición, se han de encaminar con caridad previa y después se han de amonestar saludablemente a que se vayan por otro camino a su tierra, es decir, a aquella patria celestial cuyo acceso solicitan; y eso quienesquiera que sean; pero los que con fervoroso ánimo buscan al Señor y se muestra que están inspirados por Dios, deberán ser recibidos en la comunidad abriéndoles las entrañas de la caridad, y ser tratados en todo y por todo con la misma ley que los demás, sin acusar diferencias de origen entre ellos.
Y lo mismo se diga de todos los demás ejercicios y prácticas de perfección evangélica, revelados por Cristo a sus fieles en orden a la salvación, que todos ellos tienen que ser comunes a todos los fieles de Cristo que quieran ejercitarlos por Dios.
Pues esta es la perfección del nuevo y eterno Testamento establecido maravillosamente por Cristo y distribuido y limitado bajo estos tres tipos de preceptos, en el que todos estamos igualmente aunados y perfeccionados, y adaptados proporcionadamente a la eminente altura aludida de la fe y del sacrificio; en forma paralela a como los fieles de aquel antiguo testamento eran imperfectos en todo aquello que se dijo; porque mediante ellas se asimilaban en su orden a su fe sin desarrollar y a lo burdo de su sacerdocio; por lo que, después de superar aquella antigua imperfección, enseguida Cristo añadió a sus fieles estas palabras: «Vosotros, pues. sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48).
Pues a todos les propuso su santísima ley, y recibió a cada uno de los que la aceptaban en igual y perfecta filiación amorosa: «Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1, 12). Pero todos los fieles reciben a Cristo por la fe y el sacrificio, y por eso todos por un igual se hacen hijos adoptivos suyos y son admitidos con los demás a la íntegra participación en su santísima ley; y, en consecuencia, todos se hacen herederos de la misma gloria en la patria definitiva, como de la misma gracia en la Iglesia, como expone el Apóstol a los Romanos: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 16-17); donde explica la glosa que mediante el Espíritu Santo se realiza esta asociación y unidad por la que nos hacemos un cuerpo del único Hijo de Dios; y que nos traba la unidad, que es obra de la caridad que, por su parte, iguala todo a todo; pues en el mismo capítulo añade el Apóstol: «Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? Él que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará?» (Rm 8, 31-34); como si esperase la respuesta: nadie.
Y así la Iglesia de los fieles está unida con igual gracia y amor en esta perfección de la santísima ley evangélica e integrada con tan admirable unión de dos pueblos, que son la incircuncisión y la circuncisión. Por lo que la glosa que comenta las palabras citadas del Apóstol, que dicen: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá. Padre!», hace ver bien a propósito esta unión de uno y otro pueblo según la citada santísima perfección de la ley de Cristo, ofrecida y común para todos, como manifestada en símbolo por el Apóstol al decir: que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!; donde dice: «Que: quien dio el Espíritu de adopción, mediante el que, a nosotros, liberados, reunidos de uno y otro pueblo en la Iglesia, nos hace exclamar: con voz fuerte, no queriendo ser ingratos a la justicia recibida; este clamor es del corazón, no de los labios; se oye interiormente en los oídos de Dios, como Susana con la boca cerrada y sin mover los labios gritaba; por una parte clamaban los judíos: Abbá; y los gentiles: Padre; que es lo mismo, pues Abbá en hebreo quiere decir Padre; pero por el simbolismo quiso poner el Apóstol una y otra cosa, como también Marcos hace recuerdo de que el Señor en la pasión lo había dicho en las dos lenguas; y quizás el Señor lo dijo en ambas lenguas para insinuar el simbolismo de la Iglesia; la que llegó a ser la piedra angular, que venía, en parte, de los hebreos, a los que pertenece el 'Abbá', y en parte, de los gentiles, a los que pertenece el 'Padre'; porque la Iglesia se ha reunido de uno y otro pueblo en una piedra angular que hizo de ambos una sola cosa, para que hubiese un solo rebaño y un solo pastor; y compadeciéndose el buen Maestro de esta Iglesia, mostró en sí a sus hijos, es decir, a los mártires, que no deberían desesperar si, quizás en el momento de su padecer, por la fragilidad humana les entraba la tristeza, porque la vencerían anteponiendo a su voluntad la voluntad de Dios. Por eso correctamente y no sin sentido puso en lenguas diferentes palabras que significaban lo mismo, a causa del pueblo universal que ha sido llamado a la unidad de la fe de entre los judíos y gentiles».
De esto, pues, tomen nota todos los que se esfuerzan por apartar de la participación íntegra, expuesta en estos tres tipos de preceptos, a estos fieles oriundos de raza judía, y que no temen expulsarlos de la única comunión fraterna uniforme con los demás fieles en la ley de Cristo, de cómo contradicen a la ley evangélica y a su santísima perfección; puesto que se apresuran, como resulta evidente, a reducirla, acortarla y conculcarla, con lo que luchan por enturbiar e impedir el perfecto empapamiento de las almas de los fieles con aquella agua viva y la admirable abundancia de gracia de Cristo profetizada desde hace tanto tiempo a los fieles; y con ello contradicen a Cristo y al Apóstol, aminoran los sacramentos de Dios y dividen a la Iglesia de los fieles con una discordia reprobable. Por lo que resulta absolutamente cierto que cometen gran delito, como llegaré a exponer claramente en las conclusiones de la segunda parte.
Pero si alguien quizás pretendiera oponerse a lo que se ha dicho sobre los estatutos y prescripciones eclesiásticas, de que tienen que aplicarse a todos los fieles cristianos en igualdad legal, busque las respuestas a las objeciones en una y otra parte, y creo que allí encontrará lo que tranquilice su ánimo, supuesto que lo busque con la intención de sosegarse si lo encuentra, y no de buscar nuevas razones para proseguir la lucha; porque entonces, como no sea él mismo el que calme sus pasiones, nunca se tranquilizará: «Los malos son como mar agitada cuando no puede calmarse, cuyas aguas lanzan cieno y lodo. No hay paz para los malvados, dice mi Dios» (Is 57, 20-21). Pero entretanto que se dé cuenta de que su espíritu de lucha y su amargo celo se dirigen contra la verdad del evangelio, al pugnar por dividir así a los fieles de Cristo, como lo expone con fuerza el apóstol Santiago cuando dice: «Pero si tenéis en vuestro corazón amarga envidia y espíritu de contienda, no os jactéis ni mintáis contra la verdad. Tal sabiduría no desciende de lo alto, sino que es terrena, natural, demoníaca. Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad...» (St 3, 14-16).
De los tres capítulos precedentes se puede deducir con claridad, aunque en cierto sentido dando marcha atrás y partiendo de las consecuencias, cómo por Cristo es perfecto el estado de la santa madre Iglesia en cuanto a todos sus fieles en relación al último fin, que es la vida bienaventurada o la bienaventuranza del cielo. Pues al ordenar hacia el último fin a los fieles que se someten a estas tres cosas que son la fe, el sacrificio y la ley, se sigue en consecuencia que tienen que estar proporcionadas entre sí; de tal forma que, si el último fin es perfecto y asegurado por una promesa cierta, fiel e indudable, también es necesario que las tres cosas citadas estén llenas de toda perfección para que se ordenen en proporción debida a tal fin; pues siempre cobran sentido por la finalidad las cosas que se ordenan a un fin; así también habría que concluir por las consecuencias que el fin, al que se dirigen estas tres cosas aludidas que se muestran en íntegra perfección, tiene que ser absolutamente perfecto, para que así se adecuen correctamente el uno con las otras.
Y así como el estado de la ley mosaica estaba proporcionado respectivamente en estas cuatro cosas, porque, cual estaba sin desarrollar en la fe, así era rudo y burdo en el sacrificio y muy imperfecto con muchas deficiencias en la ley, así también estaba muy distante de la perfección del último fin; porque la bienaventuranza del cielo, ya no digo que se les mostrase a los que salían de este mundo, pero es que ni siquiera se encuentra que se les prometiese nunca con alguna promesa clara, sino que permaneció oculta durante todo aquel antiguo estado bajo ciertas figuras y semejanzas de bienes temporales, como ya expliqué antes en el capítulo XVI. Sin embargo, cuanto más se acercaba a Cristo aquel estado, tanto más se iba desvelando esta bienaventuranza que se iba a revelar mediante él con una clarísima promesa, al igual que las otras tres cosas que son sus consecuencias, como hice ver en el capítulo XX.
Pero cuando llegó Cristo, nuestro glorioso legislador, la prometió a sus fieles en el comienzo de su santísima ley con clarísimas palabras: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5, 3); y no se calló después, sino que esa misma voz siguió sonando a lo largo de todo su evangelio. Y así, el mismo que reveló nuestra fe con una luz tan clara, que instituyó un sacrificio tan venerable, y que otorgó a sus fieles una ley tan perfectísima, él mismo hizo patente por entero el último fin con una fiel e indeclinable promesa, por cuanto que estas cuatro cosas se proporcionaban entre sí, como se ha dicho. Y así queda claro cómo se llega a ver por los tres capítulos anteriores la perfección del estado de la santa madre Iglesia respecto al último fin; por lo que el Apóstol, en la carta a los Hebreos, tras mostrar la claridad de nuestra fe tan distinta de aquella antigua, y después de demostrar que el sacerdocio de Cristo era absolutamente perfecto, por el que se había rechazado aquel antiguo de Aarón, luego publicó la ineficacia de la ley mosaica e hizo salir la ley de Cristo en su íntegra perfección, y, por último, añadió a modo de conclusión la firmísima esperanza que tenemos mediante Cristo de este último fin perfectísimo; pues al decir: «ya que la Ley no llevó nada a la perfección», añade a continuación: «pues no era más que introducción a una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios» (Hb 7, 19), es decir, se realizó en la nueva ley mediante Cristo. Pues dice ahí la glosa: «La introducción se hace mediante el pontífice dicho, que es Cristo; a una esperanza mejor, es decir, a una ley mejor por la que se espera la vida eterna; pues allí esperaban bienes temporales, aquí el cielo; y por esta esperanza nos acercamos a Dios».
Y así todos los fieles de Cristo ya estamos salvados en esperanza, como dice el Apóstol a los Romanos (Cf. Rm 8, 24). Esta es la confianza cierta profetizada tiempo atrás por el profeta Jeremías, que la Iglesia de Cristo tenía que tener una vez que fuese salvada por Cristo, que había de congregarse por medio de él de todas las gentes que permaneciesen por la concordia en esta misma bienaventurada confianza, como extensamente trata por todo el capítulo el profeta Jeremías, donde dice entre otras cosas: «En aquellos días estará a salvo Judá, y Jerusalén (Israel) vivirá en seguro. Y así se la llamará: Yahvéh justicia nuestra» (Jr 33, 16); por Judá y Jerusalén se designa al pueblo cristiano de todas partes congregado en Cristo, según lo explicado en el capítulo anterior; y todos ellos debían creer, conocer e invocar al verdadero Dios y Señor suyo, al Rey Mesías, de la descendencia de David según la carne, como allí se dice; mediante el cual, todos los así salvados debían habitar por lo demás confiadamente dentro de la santa Iglesia, seguros de la entrada a aquella vida bienaventurada.
Pero por esta única segura confianza de todos los fieles y por la altísima perfección del estado evangélico, por la que todos hemos sido llamados a una y la misma clarísima esperanza de vida bienaventurada y de retribución eterna, estamos necesitados de ser mutuamente en la Iglesia unánimes, pacíficos y concordes, como en aquella patria celestial que esperamos habremos de estar unidos y conformados por un amor mutuo. Pues por la finalidad cobran sentido las cosas que se encaminan a un fin, como antes dije; y por eso, partiendo de este mismo principio, el Apóstol recomienda encarecidamente a todos los fieles de Cristo la unidad y la paz, persuadiéndolos a que sean un cuerpo y un espíritu, al decir: «...poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados» (Ef 4, 3-4). Donde dice la glosa: «Esta unidad del Espíritu es la unidad eclesial que hace el Espíritu Santo en todos los fieles de Cristo»; y después de otras cosas acaba al final diciendo al propósito: «Como una es la esperanza a que habéis sido llamados, porque así tenéis que ser un Cuerpo como habéis sido llamados a la fe, es decir, a la única esperanza de vuestra vocación, o sea, a la única cosa esperada que es el resultado de vuestra vocación».
Pero esta unidad e igualdad pacífica y uniforme debe darse entre todos los fieles según el modo concreto de los capítulos anteriores; de lo cual, como se ha dicho, paralelamente se deduce lo de ahora, es decir, que de todos los pueblos, gentes y naciones creyentes en Cristo de dondequiera que fuesen, pueden y deben ser algunos los que presidan, dirigiendo a los demás fieles católicos a la bienaventuranza eterna, y ello según la medida del don de Cristo que a cada uno le ha sido concedida en su propio grado, con la que ha de aprovechar por el mandato de la Iglesia en el servicio de sus fieles; y que igualmente de todos los pueblos, gentes y naciones tiene que haber en la Iglesia los que sean sencillamente seguidores de Cristo, que no sepan más que lo que Dios les ha concedido, y que estén como súbditos que obedecen por Dios a sus mayores y que conviven entre sí en amor mutuo y obras de caridad; pues de otra forma la Iglesia no sería un cuerpo ni conservaría en sí la atadura de la paz ni la unidad del Espíritu. Por lo que Cristo, nuestro gloriosísimo legislador y redentor, que con tanta seguridad puso en alto entre sus fieles esta sublime esperanza, también les puso enfrente una horrorosa y miserable condenación, cual pide por sí misma la justicia natural: que así como a los buenos se les prometen los premios de la gloria por sus justas obras para que los reciban a su tiempo sin demora, así también a los malos se les amenaza justamente con horribles tormentos por sus méritos malos para que se les apliquen sin duda alguna después de aquel temible juicio; y así los fieles de Cristo tienen que atender necesariamente con atención a ambas partes de la justicia divina, para que cada cual actúe fielmente en la Iglesia con los talentos que el Señor les ha confiado y ninguno trate de estorbar a otro en la Iglesia de Dios.
Por eso, entre las parábolas del Reino de los cielos, que es lo mismo que decir de la Iglesia militante, que contó Cristo con su propia boca y dejó a sus fieles como espejo para aderezar su vida, con razón incluyó ésta poco antes de su sacratísima pasión, donde claramente aparece lo que estamos diciendo como si lo dijera expresamente:
«Es también como un hombre que, al irse de viaje, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda: a uno dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad; después se marchó...» (Mt 25, 14-30); y dice san Gregorio en su homilía: «¿Quién, pues, es este hombre que se va de viaje sino nuestro Redentor, que se fue al cielo con el cuerpo que quiso tener? Propiamente el lugar del cuerpo es la tierra, pero es llevado como de viaje al ser colocado en el cielo por nuestro Redentor. Y este hombre que se va de viaje les encomendó su hacienda a sus siervos, porque les concedió a sus fieles los dones espirituales». Y con razón: pues según el Apóstol: «A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida del don de Cristo. Por eso dice: 'Subiendo a la altura, llevó cautivos y dio dones a los hombres'» (Ef 4, 7-8); lo que comenta la glosa: «Le ha sido concedida la gracia, es decir, la donación de gracias, según lo que Cristo otorga: a uno esto, a otro aquello, etc.»; y estos dones no se les conceden a los fieles de Cristo para que descansen y se gocen, sino para que los empleen en los santos servicios de la caridad unos con otros. Por lo que dice el evangelio de Lucas que les había dicho a sus sirvientes al entregarles el dinero: «Negociad hasta que vuelva» (Le 19, 13); y ambos evangelistas acaban diciendo que volvió después de un tiempo para ajustar cuentas con sus siervos y saber lo que había negociado cada uno.
Pero este negociar lo dispuso Cristo para la utilidad común de todos sus fieles y para la realización de su salvación y la edificación del cuerpo de Cristo que es la Iglesia militante, como en el mismo lugar acaba diciendo el Apóstol que eso está dispuesto «para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo...» (Ef 4, 12). Y después de hacer ver a los Corintios que tales diferencias de gracias, de servicios y de operaciones las había concedido el Espíritu Santo a los fieles de Cristo, acaba diciendo que Dios las ha dispuesto para común utilidad de la Iglesia: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7); donde explica la glosa: «Para provecho común, es decir, de la Iglesia, porque incluso aprovecha al que es menor en la Iglesia».
Y así todos tenemos que ser iguales, unánimes y concordes por tan altísima esperanza de nuestra futura bienaventuranza que Cristo nos ha prometido fielmente, y conllevar unos las cargas de los otros conviviendo en mutua y fiel ayuda entre nosotros; y para todo eso todos hemos sido recibidos libremente y sin diferencia dentro de la santa Iglesia, distinguiéndonos por los libres dones espirituales de Cristo que nos concedió a cada uno según quiso y por los que nos encaminamos apropiadamente a la bienaventuranza futura y por la que nos apartamos de la impiedad y de los deseos del mundo, como por otro camino con un cierto temor y temblor, según escribe el Apóstol a Tito: «Vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2, 12-13). Y nada raro, ya que, según lo que dice san Gregorio en la homilía citada: «El Señor que dio los talentos vuelve para pedir las cuentas; porque el que ahora concede benévolamente los dones espirituales, en el juicio investiga estrictamente los méritos: tiene en cuenta lo que recibió cada uno y cuenta lo que cada cual trae de ganancia sobre lo recibido». Pues, al aumentar los dones, como antes había dicho, también crece la cuenta de los dones; pero todo esto no tendría sentido si los fieles no se encontrasen en la Iglesia libremente iguales, unánimes y concordes, según lo que se ha dicho, con lo que nuestra esperanza se volvería confusa en buena parte y los infieles no tendrían que temer en la misma medida las exigencias del juicio, si la Iglesia estuviese abierta a algunos para actuar libremente y se cerrase a los otros y los arrojase de junto a sí.
Por eso hay que llegar a la conclusión de que todos los fieles de Cristo son iguales en derecho y en gracia, como participan de la misma esperanza y de igual rigor ante tal estricta justicia futura, y eso tanto que hayan llegado a la fe de Cristo de la circuncisión como de la incircuncisión. Y acerca de eso, de las gracias y beneficios espirituales con que se llena y perfecciona el alma en la presencia de Dios, no hay duda alguna, ya que los ministerios y sacramentos de la Iglesia a nadie se le cierran, en cuanto tales, sino que libremente están patentes a todos los que están bien dispuestos, según la devoción y capacidad apropiada a ellos.
Acerca de las administraciones de oficios, órdenes y estados hay que decir lo mismo, como ya indiqué; pues se tienen que distribuir tales órdenes, oficios y dignidades según la capacidad de cada uno en relación al don gratuito del Espíritu Santo que Dios le ha concedido para utilidad común de la Iglesia, para que trabaje con él como con talento recibido según el mandato y la voluntad de Cristo, y lo multiplique empleándolo en sus fieles, para devolverlo multiplicado al glorioso Redentor; pero en el orden correcto y debido: que comience por sí mismo en el aprovechamiento y siempre persista en ello; que luego lo continúe y realice al tenor y modo que manda y ordena la Iglesia, sin sobrepasar presuntuosamente sus santas prescripciones, ni temerariamente excederse en la ejecución saliéndose de sus límites. Como también peca el que esconde el talento de Jesús, el Señor, es decir, la gracia y el don que de él recibió para utilidad común, ya vencido de la pereza ya vanamente ocupado e inmerso por entero en lo mundano, hasta el punto de que se le castigue duramente por ello, como testifica Jesús que es la verdad: «Quitadle, por tanto, su talento... y a ese siervo inútil, echadlo a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 25, 28-30). Y no pecó menos, sino mucho más, el que ha sido constituido por el Señor al frente de su servidumbre, que tiene que ser fiel y prudente para darles la comida a su tiempo, y que tiene que encargar y mandar a cada uno de ellos que preste sus servicios, trabaje y administre la Iglesia según la utilidad común y de acuerdo al propio don y gracia recibidos, cuando a los fieles que han recibido estos talentos de Cristo no les impone las cargas debidas a tales servicios, trabajos espirituales y administraciones de la Iglesia, y no los ayuda, estimula y amonesta, en cuanto le es posible.
Pero cualquier fiel, aunque haya alcanzado la gracia y el don con que pueda ser útil, se le podría excusar de no trabajar y actuar según tal gracia, si por humildad no es capaz de darse cuenta de que tiene tal gracia; incluso obraría muy meritoria y laudablemente si tan sólo desease ocuparse en Dios, por más que resalte en ingenio y virtud, y se estime y crea el menor y más inútil siervo de todos. Pero el que está colocado en la Iglesia como espejo, es decir, el obispo o prelado, tiene no sólo que estimular sino forzar a los que descubra brillar con tal don para que trabajen en la casa del Señor; y como sirviente fiel y prudente puesto como administrador sobre la servidumbre del Señor, tiene que tomar a estos tales como ayudantes suyos; y de éste digo que no podrá excusarse de dar cuenta bien estricta de los talentos ajenos, aunque los que los poseen lleguen a tener mérito por ocultarlos con verdadera humildad, como se ha dicho; pero mucho más obrará mal y pecará quien rechace de la Iglesia a esos tales y (para hablar más en concreto) pretenda imponer una ley al Espíritu Santo para que no pueda, no ya a una persona, sino a toda una clase de personas infundir sus gracias y dones con los que puedan laudable y fielmente regir y administrar la Iglesia de Dios, e intente excluirlos orgullosamente de tal ministerio contra el mandato divino y su santísima ley, y los obligue a ocultar los talentos del Señor bajo la tierra, reduciendo a los fieles la futura esperanza de premio y recortándoles el temor a aquel juicio estricto que Cristo les impuso, contradiciendo con todo ello la utilidad de la Iglesia, reduciendo y aminorando el futuro juicio de Jesús el Señor, para que ya no pueda exigir él, cuando venga a juzgar, las cuentas de los talentos que entregó libremente a sus fieles, por la oposición de ellos.
Mantengamos, pues, como conclusión irrebatible aquella sana advertencia que dirige el Apóstol a los Hebreos a este respecto, donde se resume el propósito del presente capítulo, si se presta atención, al decir: «Teniendo, pues, hermanos, plena seguridad para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, y un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón, en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa. Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras, sin abandonar vuestra propia asamblea, como algunos acostumbran a hacerlo, antes bien, animándoos; tanto más, cuanto que veis que se acerca ya el Día» (Hb 10, 19-25). Donde, después de otras cosas, dice la glosa al propósito: «No abandonando nuestra asamblea, es decir, a los que están reunidos en la fe con nosotros, como algunos acostumbran a hacerlo, que, o ceden ante el miedo a la persecución o se apartan orgullosamente de los pecadores o imperfectos para aparentar que son justos; por eso acusa aquí a los que dividen la unión de la caridad, como si no pudieran convivir con los otros a causa de su santidad los que más bien con su ejemplo deberían confortar a los otros».
Creo, y no parece que pueda discutirse, que cualquiera puede llegar a afirmar la perfección de la ley evangélica a partir de lo que expuse en el capítulo XVII sobre la última imperfección que había que considerar en aquella ley mosaica, a saber, que la ley tan sólo se le había dado al pueblo judío sin obligar por aquel entonces a nadie más para que la cumpliese, y que los judíos abominaban de los gentiles y que, si alguno de la gentilidad aceptaba el rito judío, no era considerado como ciudadano e hijo de aquel pueblo, sino como advenedizo y huésped, y que el sacerdocio y demás oficios del culto divino no se extendían a todos los judíos bien preparados y aptos, sino que se repartía en una sola tribu entre familias y casas determinadas por derecho hereditario; y que los fieles de aquellos tiempos estaban dispersos y divididos según las diferentes formas de dar culto a Dios, en especial los que entonces vivían según la ley natural, y todo lo demás que expuse ampliamente en el capítulo citado con sus explicaciones: lo que suponía una imperfección no pequeña en aquel estado antiguo, como allí verá quien quiera releerlo.
Pero todas estas cosas las quitó Cristo en el estado de la santa madre Iglesia y las llevó a altísima perfección; pues la ley de Cristo, bajo la que se congrega y vive la Iglesia militante, se ha dado y promulgado suficientemente a todos en general y sin diferencias, y obliga igualmente a todos y recibe y acepta a todos con igual gracia y amor; y condena a todos los que viven fuera de ella sin excepción, como expliqué antes suficientemente en los capítulos XXII, XXIII y XXVII, para que lo encuentre allí quien lo desee.
Pero para que quedasen ratificadas en sólido derecho y en adelante no se engendrasen conflictos entre los fieles cristianos ni hubiese murmullos o enemistades, el mismo Cristo, altísimo redentor nuestro, congregó en sí mismo a estos dos pueblos que antes estaban tan divididos, satisfaciendo igualmente por ambos mediante el padecer en su propio cuerpo y eliminando de ambos el estímulo y la semilla de las discordias pasadas, por una parte aquellas anticuadas observancias ceremoniales imperfectas y carnales que huían los gentiles como pesadas y burdas y que los mismos judíos no eran capaces de soportarlas, como atestigua al apóstol Pedro; por la otra parte eliminó la idolatría de los gentiles, que ya de suyo era reprobable y abominable, y que los judíos, como para agradar al único verdadero Dios altísimo, la abominaban insistentemente y la condenaban junto con todos los que practicaban tales cultos, e incluso con tal motivo y por la propia presunción, como ya indiqué, despreciaban y se apartaban también de todos los que vivían fuera de la ley de Moisés.
Una vez que Cristo quitó tan gran obstáculo para la reconciliación y paz de ambos pueblos, los atrajo a todos, judíos y gentiles, oportunamente a un único pueblo nuevo, y puso paz entre ellos con una alianza indisoluble y los aunó en sí mismo, para que en adelante nadie se gloriase ni despreciase al otro, y así se constituyó para todos nosotros en gloriosa piedra angular, como el intermediario que conjunta a entrambas gentes en un único pueblo, de acuerdo a lo que él mismo expresó claramente antes de su gloriosa pasión (Cf. Mt 21, 42); y quien se separe de él o no quiera seguir unido a los otros que están con él, se perderá sin duda alguna.
Esta admirable unión de ambos pueblos y la pacificación y concordia unánime lograda por Cristo en una nueva edificación, la expone el Apóstol con gran luminosidad a los Efesios, donde hablándoles a los gentiles les dice: «Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados incircuncisos por la que se llama circuncisión -por una operación practicada en la carne- estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en e) Espíritu» (Ef 2, 11-22). Y fijándose en estas palabras se ve que el Apóstol indica bien la antigua imperfección de la ley mosaica respecto a la recepción de los gentiles que se acercaban a ella, de la que ya he hablado, y en la que se los tenía por huéspedes y advenedizos, y no los recibía del todo con la misma gracia y amor con que tenía en sí a los judíos: y hace ver que esta imperfección ha sido eliminada totalmente por Cristo, junto con todo lo demás que antes se dijo.
Por lo que dice ahí la glosa, entre otras cosas: «Porque él es nuestra paz, entre nosotros mismos, judíos y gentiles, y con Dios; y también porque pacificó entre sí a ambos pueblos y los reconcilió con Dios»; y añade: «El que de los dos pueblos, es decir, a ambos pueblos, hizo uno en fe y costumbres. Pues él es la piedra angular en la que ambos pueblos, como paredes que vienen con ángulo distinto se unen en él como en beso de paz, y que los unió como dice a continuación; y esto es porque derribó el muro que los separába, es decir, quitó el obstáculo que se interponía entre aquellos dos pueblos, de un lado la ley y del otro la idolatría, suprimiendo la ley a los judíos y la idolatría a los gentiles; y a esta pared la llama muro por no ser estable ni resistente: pues se entiende el muro de piedras sin argamasa, como se hace en las huertas; pues esta pared es el muro que fácilmente destruiría la gracia que venía, que también removió la ley y convirtió los corazones de los gentiles de la idolatría; y estaba intermedio para que ninguno de los dos pueblos concordase con el otro, pues mientras permanecía el muro había enemistades, iras y envidias entre ellos que desaparecieron con la destrucción del muro». Por lo que añade: «Y por eso deshizo las enemistades en su carne: asumida o sacrificada; la ley: aquí habla del muro por parte de los judíos; por así decirlo, anulando la ley de los mandamientos, es decir, anulando la ley antigua en cuanto a lo que prescribía, que eran las observancias carnales, pero no en cuanto a la verdad que prefiguraba; anulándola con sus decretos, es decir, por medio de los preceptos del evangelio que son más razonables, y por eso la anuló; de los dos: pueblos antes separados por la ley, para crear en sí mismo, es decir, para unirlos en su fe; haciendo la paz, una vez destruida la enemistad; haciendo un solo Hombre Nuevo, solamente en sí, porque no hay novedad en otra parte alguna, y por eso también la anula; y para reconciliar a ambos, colocándolos, en un solo cuerpo de la Iglesia; de esta manera, quitada la enemistad y anulada la ley, hace la paz entre uno y otro y reconcilia a ambos con Dios Padre; y los reconcilia con Dios al ofrecerse por los pecados y al iluminarlos por el evangelio; y estas dos cosas las indica a continuación, añadiendo: dando en sí mismo muerte a la enemistad, la enemistad que había entre Dios y los hombres, es decir: perdonó los pecados; pero dio muerte a la enemistad en sí mismo por la cruz, y no de otra manera, sino por su muerte; pues la muerte del Salvador aprovechó a todos. Vino, es decir, presentándose en la figura humana que había tomado, a anunciar, ya que no en su persona, sino en la de los apóstoles, que por él se hacía la paz de Dios con vosotros, los gentiles: con vosotros, que estabais lejos de Dios; con Dios, porque eran idólatras y sin ley; pues cualquiera no está lejos de Dios por el país, sino por el sentimiento: ¿amas a Dios? estás cerca; ¿odias a Dios? estás lejos. Y anunció la paz a los que estaban cerca, que eran los judíos, los que adoraban a un solo Dios y tenían su ley; porque, anunció la paz y la hizo, y de que la hizo dan prueba los efectos; porque ambos tenemos acceso, o poder de acercarnos al Padre; y esto en un Espíritu, es decir, por el mismo Espíritu que se da a todos mediante Cristo, etc.».
Y así, del mismo modo que aquellos, que de ambos pueblos de los judíos y gentiles creyeron en Cristo, ya están congregados en su única Iglesia del mismo modo y no como advenedizos y huéspedes, sino como verdaderos conciudadanos de los santos y familiares de Dios, como acaba de decir el Apóstol, así también se reciben en la Iglesia los que ahora llegan a la fe de uno y otro pueblo con la misma ley de caridad con que habían sido recibidos los ya creyentes y se conservaban en ella cuando llegaron de nuevo ellos; pero dejando aparte la falta de aptitud de los que llegaron recientemente, en relación a tomar cargos de oficios y administración de la Iglesia, según lo que ya expuse en el capítulo XXVII y volveré a tratar luego, como he indicado. Ni tampoco en esto tiene que haber diferencia alguna de judíos o gentiles o de cualesquiera otros que recientemente se conviertan a la fe, como tampoco de los demás fieles de uno y otro pueblo que ya antes vivían en la fe de Cristo, como también dije allí.
Sobre la supresión de aquellas instituciones imperfectas, por las que no llegaban al sacerdocio todos los fieles aptos y preparados, ni a cualquier otro oficio del templo del Señor, por estar distribuidos por la ley a una determinada tribu según las familias y las casas, ya resulta claro por lo que se ha ido diciendo; pues en el capítulo XXVIII se expuso suficientemente cómo la predicación de la fe y el ministerio de la enseñanza se han extendido de modo general a todos los fieles quienesquiera que sean, con tal que estén preparados para ello y lo hagan por mandato de la santa madre Iglesia, a quien quieren servir y que de ningún modo los excluirá de tal ministerio. Lo mismo se dijo en el capítulo siguiente, el XXIX, sobre el sacerdocio levítico, de cómo Cristo lo ha devuelto en general a todos los fieles cristianos de la Iglesia que puedan recibirlo, porque ahora ha sido nueva y admirablemente establecido por Cristo según el orden de Melquisedec, y a este sacerdocio va unido y añadido el oficio de la enseñanza y la predicación. Y a estos dos ministerios que se comunican sin diferencias a todos los fieles idóneos les sigue la comunicación de los demás oficios eclesiásticos y sus dignidades, pues el oficio de los doctores, es decir, el de los predicadores, es el que se estima principal en la Iglesia, como dicen los sagrados cánones: «Y todo poder sobre los fieles de la Iglesia, que se llaman el cuerpo místico de Cristo, está en dependencia de la potestad sobre el verdadero cuerpo de Cristo; y por eso, a los que se le encarga el oficio de la predicación, se les puede encargar cualquier otro oficio eclesiástico; y los que ascienden al orden el sacerdocio recibiendo el poder sobre el verdadero cuerpo de Cristo, pueden ascender también a cualquier dignidad y honor y ministerio eclesiástico, y recibir cualquier potestad sobre el cuerpo místico de Cristo, con tal que se encuentren aptos y preparados a ello por su parte; y aunque estas dos potestades podrían dividirse y comunicarse separadamente, no obstante siempre es más noble el poder de consagrar».
Pero todavía quedará más clara esta igualdad y uniformidad de los fieles de la Iglesia en todo y por todo, ya en la igualdad de convivencia y trato, ya en los oficios y administraciones, si se tiene en cuenta lo que se dijo en los dos capítulos precedentes, XXX y XXXI, porque ahí se ha tratado todo esto con detalle en su propio orden.
Con razón, pues, hay que concluir con el Apóstol sobre la totalidad de este tema: «No hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos» (Col 3, 11); donde dice la glosa sobre nuestro tema: «No hay griego y judío, es decir, no hay ni excepciones ni preferencias de griego o de judío: pues ninguno se exceptúa por indigno ni perjudica ni favorece en algo delante de Dios el que haya nacido de éstos o de aquéllos; ni circuncisión ni incircuncisión, es decir, ni son más dignos por el hecho de tenerla, ni menos dignos por no tenerla; ni bárbaro, escita, siervo, libre, es decir, nadie es ahí más o menos digno por estos motivos; y todo esto quiere decir: en el hombre nuevo no hay prejuicio contra nadie por las diferencias externas, ni de sexo ni de nación ni de rito ni de lengua ni de condición social».
Pues ya no sé qué otra cosa realizará y obtendrá con su sucia contienda, quien así se esfuerza por dividir a los fieles cristianos y hacerlos desiguales y discordes, sino romper y anular aquella paz sublime y admirable que estableció Cristo por sí mismo entre esos dos pueblos discordantes, y despertar de nuevo, como desde el principio, aquellas antiguas y constantes enemistades, y, en consecuencia, destruir todo el edificio de la Iglesia y partir, como quebrándolo, a Cristo mismo gloriosísimo, cual piedra angular, sobre quien única e íntegramente se ha fundado la santa madre Iglesia y se ha aunado en paz indisoluble. Por lo que el Apóstol se queja y duele amargamente de tales disensiones, cual si con ellas se destruyese la Iglesia y se dividiese inicuamente a Cristo; pues, como allí dice, «¿Está dividido Cristo?» (1 Co 1, 13); donde comenta la glosa: «¿Está dividido Cristo?, es decir, ¿separado? Esos erraban gravemente porque se habían creado una puerta distinta de Cristo y se jactaban de haber establecido otros fundamentos, cuando no hay más que un fundamento de la Iglesia que nadie puede cambiar y que es Jesucristo, pues únicamente él es la piedra sobre la que se ha fundado la Iglesia, etc.».
Pero esta santísima Iglesia de todos los fieles contiene incorporados a sí a estos dos pueblos de los gentiles y de los judíos, a los que pone de acuerdo entre sí con paz mutua y los gobierna con una misma ley, cual dos preciosos senos crecidos en el pecho de su esposa y dotados de un? admirable belleza; pero estos obstinados, con la falsa apariencia de rectitud, pretenden separar estos senos de la esposa con ignominia para ella y, por así decirlo, amputar uno totalmente de su pecho; de los que, sin embargo, el mismo celestial esposo. Jesús, elegido entre millares, por así decirlo, contesta sobre su única y amantísima Iglesia lo que había alabado en ella en el capítulo cuarto, y, como admirándola de nuevo, la contempla y dice: «Tus dos senos, como dos crías mellizas de gacela» (Ct 7, 4); donde san Gregorio, que había ya comentado en el capítulo cuarto estas mismas palabras y las que seguían aludiendo a las dos clases de predicadores que tenían que ser una de los judíos y otra de los gentiles, con los que se adornaba la Iglesia con gran belleza, ahora las refiere por entero a los dos pueblos que en ella en suma concordia alcanzaron la paz, diciendo: «Los dos senos son los dos pueblos, de los gentiles y de los judíos, porque, al vivir continuamente en amor fraterno se alimentan mutuamente con la leche de la piedad en la caridad, por lo que se denominan correctamente como dos crías mellizas de gacela, porque, al ser engendrados en la fe por la predicación de la sinagoga, se alimentan de sus escrituras atendiendo a la esperanza de eternidad, y así pacen concordes en los montes».
Pero ya toca concluir el tema y sellar con la cláusula final toda esta exposición desarrollada desde el comienzo hasta aquí.
He aquí, si se fijan, cómo la Iglesia de los fieles, que es única desde el primer justo hasta el último que se salve, resulta perfecta mediante Cristo; aunque se denomine de distinta manera según su diferente estado, como percibirá el que recorra los pasos anteriores, ya que en el estado antiguo propiamente se llamaba sinagoga, pero en el estado actual, desde la venida de Cristo, se llama propiamente Iglesia que, en su acepción general, la comparé (en el capítulo octavo, al comienzo del tratado) a una viña recién hecha que poco a poco se planta y crece hasta alcanzar su perfección total, y cuyo término final que tenía que alcanzar en esta vida lo realizó Cristo, hacia quien se encaminaba, según expuse ordenadamente desde el capítulo XX hasta aquí, y con ello llevó a todo el género humano a su íntegra perfección. Pues, según lo que dice nuestro glorioso padre Jerónimo, el Verbo de Dios bajó de los cielos para que, hecho hombre de nuestra naturaleza, el género humano, que desde Adán se encontraba caído, se levantase en Cristo, y tanto alcanzase el nuevo hombre para su salvación por la obediencia, cuanto el antiguo por la desobediencia había obtenido para su perdición. Pues no vino Cristo para destruir y arrancar esta viña plantada continuadamente desde el primer hombre hasta él, sino a perfeccionarla y cumplirla, como él mismo atestiguó: «No penséis que he venido a abolir la Ley... sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Y esta perfección que él iba a realizar la pedía el Profeta con vehemencia, diciendo: «Oh Dios Sebaot, vuélvete ya, desde los cielos mira y ve, visita esta viña, cuídala, a ella, la que plantó tu diestra, y sobre el hijo que reafirmaste» (Sal 80, 15 Heb). Esta viña plantada por la diestra de Dios sobre Cristo, tenía él que visitarla personalmente y perfeccionarla por entero; y aquí se le llama hijo (del hombre), que es hijo de la Virgen, pues a los demás se les llama hijos de los hombres, es decir, de varón y mujer, pero Cristo es hijo del hombre, por serlo sólo de la Virgen gloriosa; sobre el que Dios plantó su viña de la Iglesia, porque en su fe era y es agradable y fiel a Dios; y Dios lo reafirmó predestinándolo en su presciencia eterna para que se uniera a sí en la misma Persona, y así. siendo Dios y hombre, con ambas naturalezas llevase a perfección a la Iglesia redimiéndola y purificándola.
Pero este tan deseado perfeccionamiento futuro de la Iglesia de los fieles por medio de Cristo ya había sido profetizado anteriormente con numerosos oráculos, simbolizado con muchas figuras y simbolismos y prometido en los ofrecimientos divinos. Pues ya había sido anunciado claramente en Juan bautista, el lucero de la mañana que había aparecido oportunamente delante del Sol de justicia, según lo que había dicho el ángel que anunciaba su concepción sobre cómo había de ser precursor y servidor de nuestro gloriosísimo Salvador, para preparar celosamente aquel nuevo pueblo futuro que él tenía que llevar a la perfección reuniéndolo de ambas gentes, como ya se dijo: «Le precederá con el espíritu y el poder de Elias, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la sabiduría de los justos para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Le 1. 17).
Por eso adecuadamente san Agustín hizo patente este sagrado misterio en las homilías sobre el evangelio de san Juan, haciendo ver claramente cómo se iba simbolizando sucesivamente desde el comienzo de nuestros primeros padres la futura salvación por medio de Cristo respecto a todo el género humano y la creación del nuevo pueblo que tenía que hacer él de todas las gentes y que tenía que extenderse en igual medida a todos los hombres, ya judíos ya gentiles, según la capacidad de cada uno. Y lo expuso detalladamente en el misterio de las seis tinajas que Cristo llenó con el vino milagroso, aplicando a cada una de ellas cada etapa del mundo, y haciendo ver que en cada una de ellas claramente había habido siempre una medida colmada de profecías sobre Cristo en las que se anunciaba que tenía que llegar este altísimo misterio; pero no tenía el gusto de vino, sino que era como agua en el paladar de los que la gustaban, porque todavía no había llegado Cristo que convirtiese el agua en vino, como en el evangelio dicen al esposo: «Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora» (Jn 2, 10); pero una vez que, por el mandato de Cristo, comenzaron los sirvientes a servir aquella agua insípida a los invitados a la boda, entonces gustaron que era excelente vino oloroso y admirable el de todas aquellas tinajas; porque, al abrirles Cristo a sus santos apóstoles el sentido de las Escrituras en las que se profetizaba de él a lo largo de las seis edades desde Adán hasta su tiempo, una vez que los apóstoles comenzaron a predicar a todas las gentes, todos los invitados recibidos a las bodas de nuestro celestial esposo alcanzaron un admirable conocimiento y sentido de Jesucristo, como si fuese de un excelente vino, admirándose de cómo hasta entonces se había tenido guardado, como expone san Agustín allí desarrollándolo ampliamente; pero, pasando por alto todo lo demás, veamos la sexta edad, simbolizada por la sexta tinaja, que fue iniciada e ilustrada por Juan bautista, que tenía que preparar al Señor un pueblo bien dispuesto, según lo que ahora tratamos, para que después fuese llevado a la perfección por Cristo; sobre lo que dice san Agustín: «A la sexta edad pertenece Juan el Bautista, el más grande entre los nacidos de mujer, y de quien se dice que es más que profeta. ¿Cómo nos hace ver él que Cristo es enviado a todas las gentes? Cuando los judíos llegan para ser bautizados, les dice, para que no se enorgullezcan con el nombre de Abrahán: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que ya se acerca? Haced frutos dignos de penitencia. Esto es: Sed humildes. Es que él hablaba a gente soberbia. ¿De qué estaban soberbios? De su descendencia carnal de Abrahán, no del bien de la imitación de su padre. ¿Qué les dice? No digáis que Abrahán es vuestro padre. Poderoso es Dios para hacer que surjan de estas piedras hijos de Abrahán. Piedra, según él, son todas las gentes, no por su firmeza, como era piedra la reprobada por los arquitectos, sino por su estupidez e inflexible necedad. Se hacían semejantes a lo que adoraban: estúpidos ídolos, como eran ellos también. ¿De dónde su insensatez? En el salmo se dice: Se hacen semejantes a los ídolos quienes los fabrican y quienes ponen en ellos su confianza. ¿Qué es lo que oyen, en cambio, quienes empiezan a adorar a Dios? Sois hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol para buenos y malos y llueve para justos e injustos. Por lo tanto, si el hombre se hace semejante a quien adora, ¿qué significa: Poderoso es Dios para hacer que de estas piedras salgan hijos de Abrahán? Pregúntemenos a nosotros mismos y veremos lo que ha sucedido. Nosotros venimos de las naciones. Pero no vendríamos de allí si no hubiera sacado Dios de estas piedras hijos de Abrahán. Hemos llegado a ser hijos de Abrahán imitando su fe, no naciendo de él por la carne. Los judíos, degenerando de su padre, fueron desheredados; en cambio, nosotros, imitando su fe, fuimos adoptados. Luego es claro, hermanos, que a todas las naciones se refería la profecía de la sexta hidria. Por eso se dijo que todas las hidrias hacían dos o tres metretas. ¿Cómo se muestra que todas las naciones pertenecían a estas dos o tres metretas? Como quien pesa o valúa llama dos a lo que antes llamaba tres, con el fin de ponderar el misterio. ¿Cuáles son estas dos metretas? La circuncisión y el prepucio. La Escritura menciona estos dos pueblos, sin omitir raza alguna de hombres, cuando dice: la circuncisión y el prepucio. Estos dos nombres expresan todas las naciones; son dos metretas. Estos dos muros vienen en dirección contraria, y la piedra angular, que es Cristo, los une en sí mismo, haciendo paz entre ellos. Mostremos ahora que también las tres metretas significan todas las gentes. Tres eran los hijos de Noé por los cuales se reprodujo el género humano. Por eso dice el Señor: Es semejante el reino de los cielos a la levadura, que toma una mujer y la mezcla con tres medidas de harina, hasta que haya fermentado toda la masa. ¿Qué mujer es ésa sino la carne del Señor? ¿Qué fermento es ése sino el Evangelio? ¿Qué son las tres medidas sino todas las naciones por razón de los tres hijos de Noé? Luego las seis hidrias, que hacían dos o tres metretas, son las seis edades del tiempo, que abarca la profecía referente a todas las naciones, figuradas, bien en dos razas de hombres, judíos y gentiles, según la distinción que con frecuencia hace el Apóstol; bien en tres por razón de los tres hijos de Noé. La profecía, pues, es figura de todas las gentes. Porque llega hasta ellas, se llama medida en el sentido del Apóstol: Hemos recibido la medida que llega hasta vosotros. Se expresa así evangelizando a las gentes: según la medida que llega hasta vosotros».
Pues decidí exponer literalmente su prolijo razonamiento para que el lector pase de ahí a buscar todo lo demás que va diciendo san Agustín, y una vez visto, descubrirá que no en vano he estado haciendo toda esta exposición desde el comienzo del presente tratado hasta ahora, sino correctamente; y, para ser más exacto, que he observado el orden necesario al desarrollo, de forma que, indicada la insipidez de los antiguos fieles que tenía que durar hasta Cristo haciendo imperfecto e insípido a aquel antiguo estado por entero, llegase después a Cristo, quien con su admirable presencia perfeccionó y endulzó todo y reunió a sus fieles dispersos antes entre tantas imperfecciones en la perfección de la unidad, y a todas las gentes les ofreció aquel vino excelente guardado durante siglos, a los que quisieron gustarlo mediante su santísima fe; para que así, embriagada por la caridad, se estableciese unánime y perfecto el estado de la santa madre Iglesia en todos sus fieles y tuviesen en todo y por todo un solo corazón y una sola alma en el Señor, sin acepción de personas, guardando el orden apropiado y debido; y finalmente convenciese a esos sembradores de cizaña que no conocen la concordia, llevándolos a la paz evangélica y a la concordia realizada por Cristo, para que tuvieran entre ellos los mismos sentimientos que tuvo Cristo, como dice el Apóstol (Cf. Flp 2, 5); lo que no quise hacer, según me pareció más conveniente, de otra forma sino exponiendo primero brevemente aquellas antiguas disensiones y desabridas imperfecciones de los fieles, para que llegase a brillar así con más claridad ante ellos con el perfecto sabor contrario de Cristo la admirable y concorde perfección de nuestra santísima Iglesia; para convencerlos abiertamente a estos émulos de la perfección evangélica a partir de la misma ley de Cristo que pretenden salvaguardar y demostrarles que participan de aquellas antiguas imperfecciones judías al creer que las están persiguiendo y extirpando.
Vean, pues, si quieren, quienesquiera que sean, cuánto achican la plenísima medida de Cristo los que no soportan que haya de extenderse por un igual a todas las gentes. Vean cuánto debilitan la ley cristiana y su altísima perfección. Vean cuánto desordenan y perturban el aludido ordenamiento iniciado desde siglos en el altísimo misterio de Cristo y completado y promulgado por él en la plenitud de los tiempos con su insípido saber, con el que no temen, contra lo dicho por el Apóstol, saber más de lo que conviene saber.
Pues los que somos perfectos, es decir, los que hemos sido llevados por Cristo al estado de la nueva perfección, sintamos con Pablo que ya no estamos configurados a aquellas burdas observancias anteriores, cubiertas de la densa niebla de la imperfección que, al acercarse a recibirlas los antiguos fieles, temblaron de miedo hasta el punto de no poder oirías, con lo que mostraron la imperfección que correspondía a aquel estado. Pero nosotros, por el contrario, nos hemos acercado a la Jerusalén celestial para contemplarla cara a cara y con el corazón en paz, por el mediador del Nuevo Testamento, Jesús, quien, así como nos perfeccionó uniéndonos a todos con amor bondadoso en un único estado íntegro, así nos juzgará de todas estas cosas con investigación estricta: «No os habéis acercado a una realidad sensible: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, huracán, sonido de trompeta y a un ruido de palabras tal, que suplicaron los que lo oyeron no se les hablara más...». «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universa], y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza...» (Hb 12, 18-24).
Pues a ello se encaminaba por sus pasos todo aquel estado de los antiguos para que Cristo lo perfeccionase de ese modo. Para ello se les mostraban a los santos patriarcas aquellas revelaciones y figuras celestiales para que en el tiempo oportuno se cumpliesen. Para ello pregustaban algunas clases de dulzuras espirituales, para saciarse a su debido tiempo y que nos aprovecharon a nosotros, los que indignos hemos alcanzado a ver el tiempo de gracia y hemos recibido, no una bendición cualquiera, sino la perfecta bendición de Cristo, en quien todos, como hijos del Padre excelso, tenemos que ser unánimes y concordes, poniendo cuidado «en que nadie se vea privado de la gracia de Dios; en que ninguna raíz amarga retoñe ni os turbe y por ella llegue a inficionarse la comunidad» (Hb 12, 15), como allí dice el Apóstol.
Pues, para decirlo con las palabras de nuestro glorioso padre Jerónimo en el sermón de la Asunción de la bienaventurada Virgen, dando fin al tema: «Tales en verdad eran los aromas que de la mano de Dios complacían a los santos antiguos; y con tales presagios se inspiraban acerca de Cristo de que había de nacer en el mundo para ser salvación de todos y bendición de la herencia eterna. Esas, en verdad, son las vestiduras de la fe con las que se vestían los antiguos santos; ésas son las que Rebeca, y también el Espíritu Santo, tuvo consigo y vistió con ellas a su hijo Jacob; pues de otra forma, a no ser que hubieran sido guardadas en casa por el Espíritu Santo y luego sacadas, ¿cómo el padre Isaac percibiría en ellas el admirable olor que, al percibir la fragancia del vestido, le llevase a decir: 'Mira, el aroma de mi hijo como el aroma de un campo, que ha bendecido Yahvéh'?». Y más adelante: «Y así se encuentra todo en el misterio de que se trata, de que por la fragancia de los vestidos se anuncie a Cristo, de quien nos hemos revestido los que hemos recibido el bautismo, en quien Dios nos bendijo, no con una bendición cualquiera, sino con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos, como dice el Apóstol...».
Hasta ahora me he esforzado, hasta donde me pareció conveniente, por demostrar la unánime y pacífica concordia en igualdad de todos los fieles cristianos, para, con el correr de la pluma, llegar a Cristo, que es nuestra paz e hizo uno de ambos y más allá de él ya no hay a dónde extenderse, sino que, los que entienden correctamente, en él tienen que quedarse; pues, por decirlo con palabras del Apóstol: «Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1 Co 3, 11). Pero ahora, por otra parte, hay que seguir trabajando para reafirmar esta misma concordia que he llegado a demostrar, para que, así como todo da testimonio de Cristo, así también en él aprueben y confirmen la paz de sus fieles. Pero no voy a extenderme en las innumerables cosas que tocan nuestro propósito, sino recorrerlas con brevedad ordenadamente hasta llegar al que ocupa en la tierra el supremo puesto de Cristo y sus plenos poderes para regenerar y pacificar a los fieles, nuestro santo padre Nicolás quinto, más allá de quien tampoco se puede ir; para que, como vicario apostólico de Cristo digno de todo honor, con su temible e indiscutible autoridad corrobore y confirme este sagrado misterio de la unidad pacífica, que con tanto amor quiso Cristo que fuese vivido por sus fieles y lo confirmó con tantos testimonios verdaderos indisolublemente establecidos para siempre.
Pues hay que tener en cuenta que esta aludida unidad y concordia de los fieles ya estaba figurada desde mucho tiempo antes junto con el misterio de Cristo y anunciada por los oráculos de los profetas.
De las figuras se podrían citar muchas bien explícitas y apropiadas, pero baste una ahora que es conocida y común y que aparece en el arca de Noé, en la que, por mandato del Señor, de entre todos los animales se hicieron entrar algunos para que se salvasen en ella, mientras los demás perecían en el diluvio al quedarse fuera, como relata el libro del Génesis, donde, al igual que en las otras historias de la sagrada Escritura, no sólo se da a conocer lo que ocurrió, sino que también se simboliza una admirable enseñanza para los fieles de Cristo; pues, según lo que dice el Apóstol: «Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos» (1 Co 10,11), y como explica san Agustín en La Ciudad de Dios, nadie sensato defenderá que fueron escritos sin un fin concreto unos libros conservados durante miles de años con tanta religiosidad y con un orden tan esmerado en la sucesión, o que debe considerarse sólo en ellos lo histórico.
Sobre estas figuras él concluye en el capítulo anterior como regla que, quienquiera que tratando de ellas quiera sacar una sentencia verdadera y aceptable, siempre deberá estar atento a no apartarse de la única concordancia de la fe universal, a. la que tiene que concurrir todo lo que se expone en las sagradas Escrituras, como allí dice, aunque no todos lo expliquen de la misma y única forma; por lo cual desaprueba la exposición que podría darse quizás figuradamente diciendo respecto a lo que se indica sobre la construcción del arca (a lo que nos referimos según este otro sentido que él y nuestros doctores aprueban generalmente en estos textos), cuando dice: «Le harás un segundo piso y un tercer piso» (Gn 6, 16), que eso se refiere a la Iglesia que se congrega de todas las gentes, y que se habla de un segundo piso por los dos géneros de personas, de la circuncisión y de la incircuncisión, a quienes comúnmente el Apóstol llama judíos y griegos; y se llama de tres pisos porque todas las gentes que se reúnen en la Iglesia han sido salvadas de los tres hijos de Noé después del diluvio. Pero ahí indica que no es recta esta exposición, sino divergente de la regla de la fe, porque aparece sembrando discordia entre los fieles de la Iglesia, en razón de que esos pisos, que por mandato del Señor Noé hizo en el arca y por los que alguien así quiso significar la Iglesia, no se encontraban al mismo nivel en el arca, y así quizás también habría que pensar que tales clases de personas deberían ser recibidas en la Iglesia en forma diferente, unos como superiores y otros como inferiores, lo que hay que rechazar como nefando y divergente de la regla de la fe.
Por eso es por lo que él interpreta los tres pisos como las tres formas de fructificar que cuenta el evangelio, del grano que rindió treinta, sesenta o cien, de forma que en la parte inferior se encuentre como en primer puesto la castidad conyugal; encima, como en un puesto medio, la de los viudos y encima de todo, como en puesto más elevado, la virginidad. Pero si la congregación de tales personas en la Iglesia se entiende en igualdad de ley y en perfecta concordia, en ese caso la exposición figurada resultaría fiel y buena, e incluso bien apropiada y excelente, como el mismo san Agustín claramente expuso en la homilía citada en el capítulo anterior.
Así el misterio de aquella arca fue figura de la ciudad de Dios que peregrina en el mundo, es decir, de la Iglesia universal, que fue salvada por Cristo, en cuanto que habían entrado en el arca de toda clase de animales y se salvaron del diluvio, y allí permanecieron en perfecta concordia hasta que cesó el diluvio y ya no les fue necesaria el arca: por lo que se daba a entender la Iglesia que tenía que reunirse de toda clase de personas en fraternal y perfecta concordia, en la que tenían que permanecer y ser gobernados, y que también ella tenía que permanecer hasta que cesasen las alborotadas olas del actual naufragio, una vez que se obtuviese el último fin; como claramente expone en los dos últimos capítulos del mismo libro san Agustín, que acaba diciendo: «Nadie, pues, que no sea un porfiador, se permite el lujo de opinar que esa serie de signos de hechos concretos no son figura de la Iglesia. Los pueblos todos han llenado ya la Iglesia hasta los topes, y en ella están unidos entre sí hasta el fin los puros y los impuros con tales vínculos de unidad, que este hecho tan evidente basta para disipar toda duda sobre otros quizás más oscuros y más difíciles de conocer...».
Lo mismo lo expone en la homilía citada sobre el evangelio de Juan, donde acaba diciendo que en el arca se encerraron de toda clase de animales para que así se figurase a Cristo y a su Iglesia que también se tenía que congregar unánime de todas las gentes; ya que tampoco sería dificultad para Dios volver a crear todas las especies de animales, puesto que de nada las había hecho, y si una vez las había hecho también podía volver a hacerlas: por eso todo esto sucedió con un simbolismo, como se ha dicho.
También concluye lo mismo nuestro glorioso padre Jerónimo en las Controversias de un ortodoxo y un luciferiano, donde, describiendo en la exposición del ortodoxo muchos misterios del arca, así dice a nuestro propósito:
«El arca de Noé fue símbolo de la Iglesia al decir el apóstol Pablo que en el arca de Noé unos pocos, es decir, ocho personas se habían salvado de las aguas, como también a vosotros ahora en igual forma el bautismo os salvará; como en ella habitaba toda clase de animales, así también en ésta hombres de todas las gentes y costumbres; como allí el leopardo y el cabrito, el lobo y el cordero, también aquí justos y pecadores, es decir, vasos de oro y plata con los de madera y arcilla...».
Pero hay que presentar ya los testimonios proféticos que corroboren y confirmen esta misma paz unánime y concordia de los fieles, que dije que estaba claramente simbolizada en el arca de Noé, al haber predicho nítidamente tal paz, que iba a venir a la Iglesia por Cristo; y basten tres de entre los muchos, «para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos» (Mt 18, 16; cf. 2Co 13, 1).
Sea el primer testimonio profetice el que se encuentra en Isaías cuando, al describir el profeta el futuro misterio de Cristo, dice así: «Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa serán compañeras, juntas acostarán sus crías, el león, como los bueyes, comerá paja. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena del conocimiento de Yahvéh, como llenan las aguas el mar...» (Is 11, 6-9). Pero todas estas son locuciones metafóricas que bajo nombres de animales significan otras cosas, como suele hacer comúnmente la sagrada Escritura, cual aparece en el Génesis, omitiendo otros casos: «Isacar es un borrico corpulento... Sea Dan una culebra junto al camino, una víbora cerastas junto al sendero... Neftalí es una cierva suelta... Benjamín, lobo rapaz...» (Gn 49, 14-27).
Así, pues, por la diversidad de tales animales que conviven en común se entiende el trato pacífico y la convivencia unánime de todos los fieles de la santa madre Iglesia en la fe y en la caridad de Cristo, y la equitativa uniformidad de ellos en el orden citado sin ninguna acepción de personas; y esta unanimidad y concordia se dio principalmente y en mayor grado en la primera Iglesia, congregada tanto de los judíos como de los gentiles, de la que se dice: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común...» (Hch 4, 32). Por más que antes hubieran sido unos ricos y otros pobres, sin embargo, al llegar a la comunidad de la fe, todos se hacían iguales, excepto, no obstante, la desigual necesidad de unos y otros; y por cuanto más que antes fuesen diferentes en hechos y costumbres y en el modo de vivir, una vez recibida la gracia del Espíritu Santo de la fe, se volvían por entero concordes en todo ello y con poder para arrojar los demonios de los cuerpos de las personas, con todo lo demás que dice el evangelio de Marcos (Cf. Me 16, 17-18).
Por eso se dice aquí que el lobo, es decir, el que antes era ladrón, vivirá pacíficamente con el cordero, es decir, con el inocente y tranquilo; y el leopardo se echará con el cabrito, es decir, el manchado en cualquier forma con pecados vivirá en paz con el cabrito, es decir, con el simple fiel; y el novillo, es decir, el presumido y licencioso, y el león, o sea, el soberbio, pacerán, es decir, convivirán pacíficamente con la oveja, o sea, con el inocente; y juntas acostarán sus crías, es decir, los hijos, las esposas y los familiares permanecerán en concordia; y el león, como el buey, comerá paja, es decir, el que antes era soberbio y arrogante, que antes se deleitaba voluptuosamente, se conformará con la subsistencia general, como la de cualquiera sencillo, designado por el buey, tal como entonces se hacía y ahora también se hace en toda vida religiosa bien ordenada; y hurgará el niño de pecho, etc., porque los fieles recientemente renacidos por el bautismo, como niños, y destetados de los deleites del mundo, aplastaban a los venenosos demonios, expulsándolos tanto espiritual como corporalmente de los hombres y convirtiéndolos a la fe católica; y por eso no había daño ni muerte por causa de los ataques de estos demonios en la santa Iglesia, significada por el monte, respecto a lesión espiritual o susurración o división entre los mismos fieles, porque de inmediato las aplastaban; y entonces la tierra estará llena del conocimiento de Yahvéh. se entiende por la predicación del evangelio, porque «por toda la tierra se ha difundido su voz y hasta los confines de la tierra sus palabras» (Rm 10, 18; Sal 19, 5).
Y así coincide la profecía con el simbolismo citado, de tal forma que, así como aquellos diferentes animales aludidos introducidos en el arca de Noé, aunque antes eran enemigos entre sí como el lobo y la oveja, etc., y sin embargo estaban juntos en paz y dentro de ella se conformaban con los alimentos comunes, como generalmente se interpreta, así también en nuestra santísima Iglesia admirablemente reunida de todas las gentes y naciones tenía que haber una singular concordia en paz. Pues según lo que expone san Agustín en el lugar ya citado hablando del alimento común y de la concordia de aquellos animales, ocurrió de tal forma que coincidiese con el gran misterio de la realización de tales símbolos; y aunque tan especial unión y excelente concordia no durase más que un cierto tiempo entre todos los fieles de la primera Iglesia: por haberse multiplicado en gran manera y haberse extendido de parte a parte por todo el orbe se relajó el poseer en común por parte de todos los fieles, bajo la guía del Espíritu Santo según la oportunidad de esta peregrinación, y se fue aplicando solamente a los ministros de la Iglesia, y posteriormente se restringió a sólo los religiosos, que profesan la vida apostólica; pero la concordia fraternal, la convivencia unánime y la igualdad proporcionada tienen que permanecer siempre, según lo que se expuso en los capítulos anteriores, mientras continúe la Iglesia en su peregrinar, como se aclarará en el capítulo siguiente. Y más aún, que en forma alguna podría continuar sin ellas, porque es con ellas con las que se convierte, ante los enemigos que buscan oponérsele, en terrible cual ejército en orden de batalla, como ya he decidido exponer en el capítulo XLIV.
Así concuerdan las palabras del profeta con los simbolismos citados, en donde se demuestra con toda claridad la convivencia igual y pacífica de todos los fieles cristianos que se encuentran dentro de la santa Iglesia mientras dure el mundo y cualesquiera que fuesen su estado y condición antes de llegar a la fe, de la misma forma que aquellos animales vivían juntos y en paz y continuaban en el arca durante el diluvio, por más que antes fuesen feroces y se persiguiesen entre sí.
El segundo testimonio profético es el que se encuentra en el profeta Ezequiel donde, por mandato del Señor, el profeta predijo que iba a realizarse la unión de todos los fieles bajo el nombre y la semejanza de la unión de los dos reinos que entonces había de los judíos, según lo que exponen claramente ahí nuestros doctores, y por eso paso por alto el exponer tanto las palabras del profeta como su explicación, en razón de abreviar. Baste con decir al respecto que indudablemente hay que entenderlas dichas literalmente de Cristo y de su santísima Iglesia y de la aludida unión de sus fieles, y que coinciden perfectamente con el testimonio profético anterior; ya que allí dice acerca de la unidad de gobierno y concordia relativa tanto a los judíos como a los gentiles: «Y un solo rey será el rey de todos ellos; no volverán a formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos. No se mancharán más con sus ídolos, con sus abominaciones...» (Ez 37, 22-23).
Pero este rey que tenía que mandar sin diferencias sobre todos ellos era Cristo, de la descendencia de David según la carne (Cf. Rm 1, 3), como añade allí mismo el profeta, diciendo: «Y serán mi pueblo y yo seré su Dios. Mi siervo David reinará sobre ellos; y será para todos ellos el único pastor» (Ez 37, 23-24); y por eso dice con razón que tiene que haber un único pastor para todos ellos, ya que el reino de Cristo tenía que superar a todos los reinos del mundo y permanecer para siempre, como dice Daniel: «En tiempo de estos reyes, el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido, y este reino no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos estos reinos, y él subsistirá eternamente» (Dn 2, 44); y en el testimonio de Ezequiel se añade lo mismo, cuando dice: «Y mi siervo David será su príncipe eternamente» (Ez 37, 25); y con razón, ya que su reino se inicia aquí y perdura en sus fieles por la gracia, y se continúa en la patria definitiva y permanece para siempre por la gloria; y así coincide perfectamente este testimonio de Ezequiel con la profecía de Isaías, ya que allí también se decía acerca del gobierno de aquellos animales de cómo habría de realizarse por Cristo, encarnado en nuestro ser humano: «y un niño pequeño los conducirá», es decir. Cristo, que como niño nos ha nacido, como se dice en otro lugar de Isaías: «Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9, 5). Sobre la paz común y la concordia unánime y fraterna de todos los fieles cristianos que ha de durar para siempre en la única Iglesia universal, paz y concordia que universalmente se tenía que exigir a todos por exigencia de su santísima ley, habla allí el profeta Ezequiel, al decir: «Concluiré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna...» (Ez 37, 26): porque la tierra estará llena de conocimiento de Dios, es decir, por la fe evangélica y por la predicación que arrastra a todos los hombres a la paz verdadera y a la concordia unánime, como quedó claro en el citado testimonio de Isaías.
Con razón, pues, sigue ya el tercer testimonio profetice que confirme la paz y unanimidad de todos los fieles y que se encuentra en Sofonías, donde a la vez trata en su sentido literal, como es costumbre de los profetas, sobre la futura conversión de los judíos previa al juicio final y sobre el tremendo juicio universal de Cristo y sobre la congregación de todas las gentes en una fe y en una Iglesia por Cristo, y dice: «Yo entonces volveré puro el labio de los pueblos, para que invoquen todos el nombre de Yahvéh, y le sirvan bajo un mismo yugo» (So 3, 9). En cuanto que todos los que invocan el nombre del Señor debían servirle bajo un mismo yugo no quiere decir otra cosa sino que todos los fieles cristianos que lo invocan por su santísima fe, tenían que permanecer unánimes y conformes bajo la ley evangélica y su suave yugo y así servir concordes al Señor, según lo que anteriormente expuse sobre esto.
Nadie, pues, por sagaz y astuto que sea podrá dividir el reino de Cristo en contra de los testimonios profetices expulsando de él cualquier raza de personas. «Lleva escrito un nombre en su manto y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de Señores» (Ap 19, 16); también él es el que habita en su santa morada, es decir, en la única Iglesia de los fieles, y por eso a todos ellos los hace vivir familiarmente en la casa (Cf. Sal 68, 7). Por eso es por lo que nadie, por más que lo intente, podrá desgarrar el unido conjunto de la ley evangélica, porque «las puertas del Hades no prevalecerán contra él» (Mt 16, 18).
Debiera, en verdad, ser suficiente para los amantes de la paz lo que acaba de aducirse en el capítulo anterior para concluir la admirable unión expuesta de todos los fieles de Cristo, aún cuando no se hubieran recogido todos los que antes se habían ido juntando en varias formas; y, a decir verdad, también lo que se ha dicho debiera hacer plegar y convencer a los que sintieran el celo de la caridad pacífica, si no se resistieran a Cristo y a su santísima ley con pertinacia, lo que Dios no quiera.
Pero, para que los hechos del Salvador concuerden con los anteriores vaticinios de los profetas, y la realidad de los hechos confirme lo que se había profetizado de Cristo, de forma que sus profetas sean hallados fieles, hay que tener en cuenta que esta antedicha paz de todos los cristianos y su concordia fraternal y convivencia unánime se nos mostró abiertamente en el santísimo nacimiento de Cristo; pues entonces había paz y concordia en el orbe entero bajo el poderoso y pacífico imperio universal de Roma, y por eso César Augusto, el emperador romano, mandó por decreto que se hiciera censo de todo el imperio, como relata el evangelio de Lucas: «Salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo» (Le 2, 1); en lo que se daba a entender que entonces debía venir el rey de la paz y pacificar todo, cuando precisamente reinaba la paz. Pues este empadronamiento fue general para todo el imperio, y por eso se dice que fue el primero, como dice Ambrosio, porque, aunque se lea de otros censos anteriores, sin embargo fueron restringidos a ciertas personas, mientras que éste fue general para todos, y por ello resulta el primero porque antes no se había hecho ninguno igual.
Pues por esta paz política que hubo a la venida de Cristo, al estar sometidas todas las gentes bajo el imperio de los romanos, se representaba, como dicen comúnmente los santos doctores, la paz verdadera que Cristo principalmente procuraba, a saber, la paz de Cristo y de la Iglesia en medio de todos sus fieles, que tenía que consumar aquel que estaba naciendo, que consiste en la verdadera reconciliación con Dios y en la tranquilidad de conciencia de cada justo, porque «ninguna desgracia le sucede al justo» (Pr 12, 21); y después esta paz se le entregó indefectiblemente a su Iglesia y en ella se conserva por la concordia de todos sus fieles y por su unión caritativa, que durará por entero hasta el juicio final. Por eso la recomienda encarecidamente el Apóstol a los fieles de Cristo que viven en la única santísima Iglesia: «Poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz...» (Ef 4, 3).
A ella, pues, le seguirá a diario a cada fiel que salga libremente de aquí y seguirá al final a la Iglesia universal entera la paz celestial de todos los ciudadanos del cielo absolutamente perfecta e inacabable, que igualmente nos consiguió Cristo y a la que tendemos cada día, a la que nos disponemos en la Iglesia con pasos ordenados y que nos guarda mientras aquí vivimos, y que es tan excelente que supera todo conocimiento, como dice el Apóstol: «Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 7).
Esta paz tan insólita que tenía que manifestarse y difundirse en el santísimo nacimiento de Cristo, ya políticamente como correspondía a la imagen de la paz verdadera, ya espiritualmente, como Cristo tenía que hacerla en la Iglesia de los fieles, como ya se dijo, había sido profetizada desde mucho tiempo antes, como se encuentra en Isaías, donde, después de decir sobre la Iglesia militante que Cristo consagró al Señor sobre el monte Sión: «Sucederá al fin de los días que el monte de la Casa de Yahvéh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos...» (Is 2, 2-3), añade a continuación: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación...» (Is 2, 4). Y todo esto no solamente se cumplió espiritualmente con la venida de Cristo en la Iglesia respecto a la verdadera e íntegra paz que él realizó en ella, sino también políticamente en aquella paz humana de la que se dijo que era imagen de esa otra.
Y esto según el modo de hablar que observa el profeta, tal como hubiera de explicarse si fuese necesario para el actual tema.
Sobre la paz de la Iglesia que habrán de guardar en concordia y unanimidad todos los fieles de Cristo que permanecen en ella, dice el salmo 72: «En sus días florecerá la justicia, y dilatada paz hasta que no haya luna» (Sal 72, 7). Pero el que florezca la justicia en los días de Cristo es decir que debía revelarse la fe católica y difundirse claramente a todo el género humano, que se denomina por antonomasia justicia porque solamente ella contiene la verdadera justicia correctamente significada mediante la descripción citada; ya que precisamente por eso fue por lo que el emperador Augusto ordenó que se empadronase todo el mundo, como afirman los doctores, para que, conociendo el número de los habitantes de cualquier país sometido al imperio romano, supiese cuánto y qué tributos habría que imponer a cada uno según la recta justicia, para que los recaudadores no les sacasen más de lo que era debido, ni los subditos contribuyentes aportasen menos de lo que les correspondía; y con ello Roma, de acuerdo a tales tributos, mantuviese el ejército proporcionado, y no mayor ni menor, para no gravar a los subditos ni defraudar al tal ejército, y para que no languideciese su poderío y su gloria ni fraudulentamente los tributos fuesen a parar a otros usos indebidos.
También la abundancia de paz en los días de Cristo tenía que florecer del modo que antes se dijo, esto es, en el corazón de cada verdadero fiel y en la Iglesia católica entera congregada para ello sin diferencias y en unanimidad de todas las gentes, y en la gloria futura de los bienaventurados, ya existente. Pero esta paz excelente y verdadera concordia de la Iglesia militante ha de durar hasta que no haya luna, que es lo mismo que decir hasta que acabe la actual Iglesia, que, cual otra luna en la oscurísima noche así resplandece ella en las tinieblas de este oscuro mundo, iluminada incesante y maravillosamente por el verdadero sol de justicia, por la que, el que es la luz verdadera, ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9); o también: hasta que no haya luna, es decir, hasta que se termine esta vida actual, cuando ya cesó el moverse de las estrellas y puede decirse que ya tampoco hay luna. Y así concuerda bien con ésta otra frase del profeta en que dice de Cristo: «Grande es su señorío y la paz no tendrá fin...» (Is 9, 6). Y esto es porque en esta vida no tendrá fin esta paz de la Iglesia, y después de esta vida tampoco puede decirse propiamente que se acaba sin más, porque le sucede otra paz mejor que ha de durar para siempre, como se ha dicho.
Y así se llega a la conclusión en nuestro tema de que nuestro Redentor quiso nacer en un tiempo pacífico para mostrar simbólicamente al nacer así la paz de la Iglesia en todos sus fieles, que venía a concederle, y cumplir ya en el comienzo de su santísimo nacimiento los anuncios proféticos de esta maravillosa abundancia de paz; por lo que Beda, confirmando lo dicho, expone a este respecto: «Nace en un momento pacificado de la historia, porque enseñó a buscar la paz y se digna visitar a los que procuran la paz; pues no pudo haber mayor indicio de paz que el abarcar en un empadronamiento a todo el orbe, cuyo gobernador. Augusto, reinó en tal paz durante doce años por los tiempos de la Natividad del Señor que, cesando las guerras en todo el orbe, muestra haber cumplido a la letra el presagio profético».
Pues esta paz de Cristo y de la Iglesia dada a conocer a los fieles, como se ha dicho, fue reconciliación plenísima entre Dios y el género humano, asociación agradable a la vez de los hombres y de los ángeles y amistosa y pacífica alianza en unánime y equitativa concordia dentro de la única santa Iglesia entre aquellos dos pueblos que tan divididos estaban antes: los judíos y los gentiles; por lo que, al nacer el Señor, enseguida apareció un ángel que venía del cielo anunciando amistosamente a los hombres este gozo inestimable e insólito, con el que «se juntó una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (Le 2, 13-14); pues mediante los ángeles que proclaman la gloria de Dios y el gozo familiar entre él y los hombres, y la paz en todos los hombres en que él se complace, o sea, en los fieles de Cristo, se significa la triple paz y concordia dichas. Por lo que Cirilo, comentando lo de: y en la tierra paz a los hombres, etc., dice al propósito: «Pues esta paz la hizo Cristo: nos reconcilió por sí con nuestro Dios y Padre sacando de en medio la culpa que nos enemistaba, pacificó los dos pueblos en un solo hombre y juntó en un rebaño a los moradores del cielo y de la tierra».
Pero hay que seguir considerando para redondear del todo el tema presente que en su santísimo nacimiento no sólo mostró que pronto iba a hacer tal paz entre los dos pueblos, sino que también comenzó a realizarla enseguida, y en cierta forma ya los unió en sí mismo, pues trajo a los pastores, que eran del pueblo judío (como está en el evangelio de Lucas, 2, 8-17), y a los magos, del pueblo de los gentiles (como está en el evangelio de Mateo, 2, 1-12); y a unos y otros llamó de modo extraordinario y los trajo para que lo adorasen y reconociesen como Dios y hombre, y así ya los reunió en sí mismo en una cierta alianza de paz. Y no deja de ser un misterio admirable de tan grande y tan igual pacificación el que no quisiera atraer a sí en llamamiento de paz a cualesquiera de ambos pueblos, sino a los que de ambos significasen que tenían que ser jefes, es decir, a los pastores y a los reyes, para que estos sembradores de cizaña con que altercamos, que pretenden que uno de estos pueblos tenga que ser el que presida y el otro el que se someta, queden ya convencidos desde el comienzo de su gloriosísimo nacimiento, al unirlos así en condiciones iguales; pues por los pastores se simbolizan los rectores y prelados de la Iglesia, como claramente exponen los santos, a los que ya Cristo comenzaba a constituirlos pastores que velasen por su rebaño y verdaderos presidentes de sus fieles dentro de la Iglesia. Por lo que san Ambrosio, en la homilía sobre lo que dice Lucas de que: «Había en la misma comarca algunos pastores, que dormían al raso y vigilaban», etc., dice así: «Ved el comienzo de la Iglesia que nace: nace Cristo y los pastores se ponen a velar, los que congregarían los rebaños de los gentiles, que antes vivían al modo de animales, en el aprisco del Señor, para que no sufriesen los ataques de las fieras espirituales en las densas tinieblas de las noches; y bien vigilan los pastores conformados según el buen pastor. Y así la grey es el pueblo, la noche este mundo, los pastores los sacerdotes».
Pues se inició esta paz fraterna y concordia del todo igual y perfecta en todas y por todas las cosas, según lo que antes se dijo, entre los judíos y gentiles que debían recibir la fe de Cristo hasta el fin del mundo, y ello mediante el mismo nuestro Señor Jesucristo, que se nos dio como niño y que ya se mostraba piedra angular de estos dos pueblos, fundamentándolos sobre sí mismo en paridad total de gracia; por lo que san Agustín confirma todo esto en el sermón de Epifanía, diciendo: «Hace poco hemos celebrado el día en que el Señor nació de los judíos; hoy celebramos el día en que los gentiles lo adoraron, porque la salvación viene de los judíos, pero esa salvación va hasta los confines de la tierra; pues aquel día adoraron los pastores, hoy los magos; a ellos se lo anunció el ángel, a éstos, empero, la estrella: ambos fueron instruidos del cielo por ver en la tierra al rey del cielo, para que fuese la gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en buena voluntad. Pues él es nuestra paz que hizo uno de ambos; este niño nacido y anunciado se muestra ya aquella piedra angular: ya en los primeros momentos de su natividad se manifestó uniendo en sí dos muros divergentes; ya comenzó a atraer los pastores de Judea, los magos del oriente, para de los dos crear en sí un único hombre, dando la paz a los que estaban lejos y la paz a los que estaban cerca, etc.».
Presten atención, pues, los que no se dan cuenta de lo que se ha dicho, de no nublar el serenísimo nacimiento del niño Jesús, lo que Dios no quiera, ni perturbar impíos la concordia y paz por él iniciadas hasta los confines de la tierra, ni retirar el gozo de la paz anunciada por los ángeles a los fieles de Cristo; y con ello sientan turbación junto con Herodes por Cristo nacido, envidiando con sentimientos humanos su regia majestad con devoción equivocada o simulada, y así, imitando a Herodes, acaben matando a los niños de Cristo, que mandó que los dejasen llegar a junto de él, de forma que ellos solos invadan su reino. Ya que si están decididos a hacerlo con insistente desprecio, no llegarán a realizarlo, porque esta obra contra la que luchan no es de los hombres, sino de Dios, y por eso no podrán deshacerla, y no sea que quizás se encuentren luchando contra Dios, como se dice en los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 5, 38-39).
Isaías predijo que nuestro gloriosísimo Redentor había de ser llamado Príncipe de la paz: «Y se llamará Admirable-Consejero, Dios-Poderoso, Siempre-Padre, Príncipe de Paz» (Is 9, 5): tenía que conseguirse y establecer, pues, un principado de paz con todos los fieles subditos suyos, aunados con un vínculo de caridad perfecta y de paz, para que realmente él pudiera llamarse Príncipe de Paz; lo que quiso observar así en toda su vida y enseñanza, con las que estableció su Iglesia, de tal forma que los sagrados evangelios no hacen resonar otra cosa más que la concordia y la caridad, la paz y el amor para los fieles cristianos; excepto la espada, que dijo que había venido a traer al mundo (Cf. Mt 10, 34), con la que, según les enseñó, sus fieles tenían que luchar contra el demonio y sus astucias, quien mediante las sugerencias impuras y los deleites camales pretende turbar la purísima paz de Cristo en los corazones de sus fieles; pues esa paz que el guía de la condenación sugiere aplaudiendo a nuestros sentidos no la pueden aceptar los fieles de Cristo ni ratificarla como teniendo la mano derecha en señal de paz amistosa, sino que hay que combatirla con todas las fuerzas con la espada del espíritu que es la palabra de Dios, por intentar corromper aquella paz que no puede dar el mundo.
Debemos, pues, guardar cuidadosamente la unidad del espíritu con el vínculo de la paz, que nos recomendó con tan frecuentes repeticiones: «Tened paz unos con otros» (Me 9, 50); a ella dirigió sus santísimas palabras como en encargo definitivo: «Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí» (Jn 16, 33); y nos la dejó encomendada cual herencia paterna: «Os dejo la paz, os doy mi paz; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14, 27). Con lo que nos hace ver dónde ha de fundarse la verdadera paz de Cristo entre nosotros, precisamente en que nos deja la paz no como el mundo la da; pues la paz del mundo consiste en la vana y además apestosa concordia externa de los bienes presentes; pero la paz de Cristo se mantiene en la sinceridad de espíritu y verdadera caridad de Dios y en el amor cordial mutuo de los prójimos. Pues como dice san Agustín en su homilía sobre este texto de san Juan: «No puede ser una paz verdadera donde no hay verdadera concordia, porque están desunidos los corazones. Pues, así como se llama consorte a aquel que une a otro su suerte, del mismo modo se llama concorde al que tiene el corazón unido a otro. Y nosotros, carísimos, a quienes Cristo deja la paz, y da su paz, no como la da el mundo, sino como la da el que hizo el mundo, para tener concordia, unamos nuestros corazones en uno solo y levantémoslos al cielo para que no se corrompan en la tierra».
Pues si alguien despreciase tener esta paz fundada en el verdadero amor del alma, no podría ser discípulo de este Príncipe de Paz, ni llegaría a la herencia prometida a sus miembros en paz. Pues esta paz, como dice Agustín: «Es la serenidad de la mente y la tranquilidad de ánimo, simplicidad de corazón, vínculo de amor, consorcio de caridad. Ni podría llegar a la herencia del Señor quien no quisiera guardar el testamento de paz; ni puede tener concordia con Cristo quien quisiera estar en discordia con un cristiano». Por eso el mismo guía de la paz y amante de la caridad nos dejó este signo de los que son sus discípulos: si nos tenemos amor mutuo; por lo que, como predijo, conviniéramos entre nosotros y tuviéramos que ser reconocidos por los hombres: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). Pues otros dones de Cristo los pueden tener otros también como nosotros, como san Agustín dice allí, pero este verdadero amor a la paz no lo conserva nadie más que los auténticos discípulos de Cristo.
Por eso nuestro Salvador, junto con la paz, también quiso encomendarnos muchas veces el amor mutuo, del cual nace la paz en nuestros corazones; y pasando por alto los lugares en que habla del amor como tal, me ajustaré al tema: el nuevo Príncipe de Paz nos la trajo como mandamiento nuevo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así también os améis vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Aunque ya en la antigua ley había preceptos sobre el amor a Dios y al prójimo, sin embargo no era aquel amor tal como aquí lo manda Cristo al decir: como yo os he amado; ya que esto es lo que nos hace nuevos hombres, nos constituye en herederos del nuevo Testamento, nos une a todos a la vez en un nuevo pueblo y nos restablece asociados y concordes bajo nuestro propio Príncipe de Paz; por eso con razón tuvo que llamarlo nuevo mandamiento.
Por eso san Agustín, en la homilía sobre ese texto, dice al respecto: «Nuestro Señor Jesucristo declara que da a sus discípulos un mandato nuevo de amarse unos a otros: Un mandato nuevo os doy: que os améis unos a otros. ¿No había sido dado ya este precepto en la antigua Ley de Dios, cuando escribió: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué, pues, el Señor lo llama nuevo, cuando ya se conoce su antigüedad? ¿Tal vez será nuevo porque, despojándonos del hombre viejo, nos ha vestido del hombre nuevo? El hombre que oye, o mejor, el hombre que obedece, se renueva, no por una cosa cualquiera, sino por la caridad, de la cual, para distinguirla del amor carnal, añade el Señor: Como yo os he amado. Porque mutuamente se aman los maridos y las mujeres, los padres y los hijos y todos aquellos que se hallan unidos entre sí por algún vínculo humano; por no hablar del amor culpable y condenable, que se tienen mutuamente los adúlteros y adúlteras, los barraganes y las rameras y aquellos a quienes unió, no un vínculo humano, sino una torpeza perjudicial de la vida humana. Cristo, pues, nos dio el mandato nuevo de amarnos como él nos amó. Este amor nos renueva para ser hombres nuevos, herederos del nuevo Testamento y cantores del nuevo cántico. Este amor, carísimos hermanos, renovó ya entonces a los justos de la antigüedad, a los patriarcas y profetas, como renovó después a los apóstoles, y es el que también ahora renueva a todas las gentes; y el que de todo el género humano, difundido por todo el orbe. forma y congrega un pueblo nuevo, cuerpo de la nueva esposa del Hijo unigénito de Dios, de la que se dice en el Cantar de los Cantares: ¿Quién es esta que sube blanca? Blanca, sí, porque está renovada, y ¿por quién sino por el mandato nuevo? Por esto en ella los miembros se atienden unos a otros, y si un miembro sufre, con él sufren los otros; y si un miembro es honrado, con él se alegran todos los miembros...». Y más adelante: «Este amor nos lo da el mismo que dice: Como yo os he amado, para que así vosotros os améis recíprocamente. Por esto él nos amó, para que nos amemos mutuamente, concediéndonos a nosotros por su amor estrechar con el amor mutuo los lazos de unión; y enlazados los miembros con un vínculo tan dulce, seamos el cuerpo de tan excelente Cabeza».
He aquí con qué claridad eso concluye la concordia y la paz y su raíz auténtica: el amor de todos los fieles, sobre lo que se centra todo nuestro tema. Pero para que resplandezca más esta sagrada comunidad de paz y concordia congregada por Cristo universalmente en todos sus fieles, hay que tener en cuenta que, así como Dios se ha dignado adoptarnos a todos nosotros en hijos suyos mediante Cristo y congregarnos por él en una verdadera fraternidad amorosa, así también nos concedió por gracia especial e insólita que todos confiadamente lo invoquemos ¿untos y en particular como Padre nuestro: «Orad así -dice Cristo-: Padre nuestro que estás en los cielos...» (Mt 6, 9). Eso nunca se les había concedido a los hombres antes de Cristo, ya que, aunque se lea en el antiguo testamento que algunas veces algunos llamaron a Dios con el nombre de Padre, por cuanto que él así se lo había insinuado para que lo llamasen, sin embargo, nunca estuvo mandado como ley a la vez a toda la congregación de los fieles el que en la oración diaria cada uno de ellos tuviera a Dios que llamarlo Padre, como podría demostrarse en concreto; pero baste lo que san Agustín dice sobre el tema en su obra de El Sermón de la Montaña:
«Mucho se ha dicho en alabanza de Dios que, diseminado variada y ampliamente por todas las sagradas Escrituras, cualquiera podría considerar según va leyendo. Pero nunca se encuentra mandado en el pueblo de Israel que dijese: Padre nuestro, o que orase a Dios como a Padre, sino que Dios se lo insinuó como a sirvientes, es decir, como a quienes todavía vivían según la carne».
Con ello se expresa la unanimidad de todos los fieles en una gratuita caridad fraterna, por la que todos sin diferencias hemos sido hechos por medio de él hijos de Dios y coherederos de Cristo, en cuanto que a todos se nos manda que a diario con filial confianza a Dios lo llamemos Padre. Por lo que continuamente tienen que excitarse en nosotros el fervor de la caridad hacia Dios, a quien así indignos llamamos Padre, y el vínculo de la concordia hacia todos los fieles, de forma que los amemos como a verdaderos hermanos, con los que participamos universalmente en la misma paternidad al decir: nuestro (como explican los santos), para que guardemos el mandato de Cristo en la oración.
Pues este memorial de nuestra fraternidad pacífica y continuo estímulo suyo quiso Cristo dejárnoslo a todos nosotros para que, así como por pura gracia nos reconocemos ser hermanos sin diferencias, también bajo este Príncipe de Paz con sentimientos sinceros sintamos al único Dios como Padre que provee universalmente y con abundancia a todos, y así llevemos una vida pacífica cual hijos suyos unánimes. Por lo que san Agustín dice así en el libro citado: «Y porque no es mérito nuestro, sino gracia de Dios el que hayamos sido llamados a la herencia eterna para ser coherederos con Cristo, y el que alcancemos la adopción de hijos de Dios, por eso damos razón de esa gracia al comienzo de la oración al decir: Padre nuestro; y con este nombre se excita la caridad también...». Pero más adelante expone más claramente la aludida paridad de todos en paz y concordia concedida al nuevo pueblo de Cristo y simbolizada suficientemente en lo dicho, amonestando a todos a que solícitamente la observen, de dondequiera que hubieran llegado a este nuevo pueblo de la fe evangélica, al decir: «También se les advierte aquí a los ricos o de la nobleza de este mundo que, una vez que se hubieren hecho cristianos, no se ensoberbezcan contra los pobres y los simples, porque juntos dicen a Dios: Padre nuestro; lo que no podrán decir de verdad y piadosamente a no ser que se reconozcan como hermanos. Usando, pues, las palabras del nuevo Testamento, el pueblo nuevo llamado a la herencia eterna diga: Padre nuestro».
Por último hay que introducir aquella parábola de Cristo con la que quiso darnos a entender esta congregación pacífica y unánime de toda la Iglesia, al decir: «También es semejante el Reino de los Cielos a una red que se echa en el mar y recoge peces de todas clases; y cuando está llena, la sacan a la orilla, se sientan, y recogen los buenos en cestos y tiran los malos» (Mt 13, 47-48); en cuyas palabras sin duda alguna que se entiende a la Iglesia militante, que con frecuencia recibe en la sagrada Escritura el nombre de Reino de los cielos, y que sola, cual red en este mundo peligroso, mar grande e inmenso, recoge hombres, como peces, de la ciénaga profunda y juntos los lleva al puerto costero. Pero los pescadores fueron los apóstoles y los predicadores, a quienes Cristo dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19); pues a ellos y a sus sucesores se les encomendó la red de la Iglesia que tenía que llenarse de toda clase de peces, es decir, de toda clase de personas: judíos y gentiles, nobles y simples, ricos y pobres, buenos y malos, como Cristo dijo; y todos los que entran en ella han de ser llevados juntos hasta la orilla con el mismo arrastre, cuidado, trabajo y dirección, porque todos han de vivir en la participación de la misma fe, sacramentos y ley, y gozar de los mismos privilegios y gracias según la ordenada caridad de gobierno, como ya expliqué antes. Una vez que la Iglesia haya llegado a la orilla, es decir, haya sido conducida al fin del mundo, entonces con la ayuda de los ángeles se elegirán a los buenos a los vasos de gloria y los malos se echarán afuera al fuego, como el mismo Cristo expone: «Así sucederá al fin del mundo : saldrán los ángeles, separarán a los malos de entre los justos y los echarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 49-50).
Pero antes a nadie le está permitido expulsar a otro de esa red ni impedirle orgullosamente que entre a ella, a no ser que él atrevidamente la sobrepase y se salga de ella o no se someta a los que la gobiernan, ya que entonces él mismo se sentencia a salir de ella; o si quizás hay alguno que corrompe o alborota dentro de ella tendrá que ser corregido y castigado con la pena apropiada, según el modo y orden que pida su desordenado error, y por los que tienen el encargo de gobernar la red de la Iglesia. Pero nunca por la salida de uno hay que expulsar a otro, ni por el exceso de uno hay que castigar a otro, como en la segunda parte de esta obra pienso exponer todo esto ampliamente con la ayuda de Dios.
En aquel definitivo escrutinio, pues, de todas clases de peces se elegirán a algunos, mientras que otros se separarán o se echarán afuera; porque de los judíos y de los gentiles, de los ricos y de los pobres, etc., unos se salvarán y otros se condenarán. Y de todos ellos, tanto de los que se salven como de los que se condenen, habrá algunos en los diversos grados de la Iglesia, y por eso mientras tanto se los admite a todos dentro de la red en paz y concordia; es más, no se los podrá separar entonces si ahora no se los recibe en igualdad con los demás, como diré en la segunda parte.
Presten, por tanto, atención los que así pretenden romper esta pacífica concordia y unidad de la Iglesia entera, porque con ello intentan anular el principado de paz de Cristo negándole ser Príncipe de Paz en contra del profeta y de los sagrados evangelios; ni tampoco observan su sacratísimo mandato al orar, y ni siquiera eso, sino que tampoco permiten que lo reciban los otros, como Cristo estableció; y finalmente vean que la red de la Iglesia que Cristo dispuso que, llena de toda clase de personas, se la llevasen a él, ellos pretenden hacérsela llegar rota y deshecha, y antes de que llegue a la orilla a que se le presente, audazmente elegir a algunos de ella y echar fuera a otros. Sin embargo les será difícil querer mantener todo eso, porque no es fácil luchar contra el Señor, como dice el libro del Eclesiástico (Cf. Si 46, 8); no les bastará el bastón de caña hueca en que se apoyan para conseguir lo que pretenden: «Sabiduría, prudencia y consejo, nada son ante Yahvéh» (Pr 21, 30).