Se solemnizó, pues, esta auténtica paz y estrecha concordia de todos nosotros en la sacratísima pasión de Cristo, como también en ella se completó nuestra redención, ya que todo lo demás que se ha dicho tanto de los profetas como del nacimiento de nuestro Redentor y de su santísima vida y doctrina, todo se ordenaba a su pasión para que en ella lo consumase.
Pues no se completó nuestra redención en ningún acto suyo meritorio, aunque ya estuviese iniciada, sino tan sólo en su pasión, como explica santo Tomás; y ello no por falta de valor y mérito de las tales acciones o pasiones de Cristo, ya que cualquier acto suyo de sacrificio, por pequeño que fuese, era totalmente suficiente para salvarnos y para satisfacer por todos nosotros por ser de mérito infinito; sino que fue así porque ninguna de sus acciones estuvo encaminada a eso de modo preferente, de tal forma que ella fuese suficiente precio de nuestra redención, y así allí se quedase sin tener ya que llegar hasta el final. Pero la pasión de Cristo había sido dispuesta por Dios como acción suficiente de nuestra reconciliación con él, para la cual había elegido esta forma, la había predicho por los profetas y la había iniciado en su gloriosa encarnación, y por eso necesariamente había de consumarse. Por eso, cuando Cristo ya había sido sentenciado a muerte, dando a entenderlo dijo: «Porque el Hijo del hombre se marcha según está determinado» (Le 22, 22). Y completada su pasión, dijo antes de morir:
«Todo está cumplido. Inclinó la cabeza y entregó el espíritu» (Jn 19, 30); donde comenta san Agustín: «¿Qué, sino todo lo predicho en las profecías? Y como ya nada quedaba de lo que debía cumplirse antes de morir, y como quien tenía poder para dar su vida y volverla a tomar, cumplidas todas las cosas cuya realización le detenía, inclinada la cabeza, entregó el espíritu».
Por lo tanto, en la misma gloriosa consumación de su pasión con la que Cristo nos redimió del todo, en ella misma nos alió a todos en una celestial concordia y nos unió con la indisoluble atadura de la caridad, como el Apóstol expone ordenadamente a los Colosenses, donde, después de decir acerca de nuestra redención: «El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados», enseguida añade el principado que Cristo adquirió en su Iglesia, diciendo: «El es también la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia: El es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo»; consiguientemente expone cómo coordinó este cuerpo de la Iglesia, que no fue de otro modo que por la sangre de su cruz, por la que, así como nos reconciliamos con Dios, así también entre nosotros hemos alcanzado la paz en concordia bajo una única cabeza que es Cristo: «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 13-20). Donde dice la glosa: «Esto es: plugo a la Trinidad que en él no sólo estuviese la Plenitud de ciencia y de virtud, sino que en él habitase; y reconciliar todo con Dios, es decir, los judíos y los gentiles; y los pacificó, no gratuitamente por otro sacrificio, sino por la sangre de su cruz, es decir, por la muerte en tormento, que es la muerte más atroz...».
Lo mismo lo muestra más claro que la luz el Apóstol a los Efesios, como ya antes en el capítulo XXXII expliqué detenidamente. Por eso, explicando san Agustín aquello del evangelio de san Juan: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), claramente deduce que todas las diferencias de los hombres habían sido eliminadas bajo Cristo en el vínculo de la paz mediante su cruz, diciendo: «También puede entenderse de toda clase de hombres, ya de todos los idiomas, ya de todas las edades, bien de todos los grados honoríficos, bien de todas las diferencias de talentos, o de todas las diversas profesiones manuales, o de cualesquiera otras diferencias innumerables, por las cuales, a excepción de los pecados, tanto se diferencian unos hombres de otros, desde los más encumbrados hasta los más humildes, desde el rey hasta el mendigo; a todo, dice, atraeré a mí, a fin de que El sea su cabeza y ellos sus miembros. Si yo fuere levantado sobre la tierra quiere decir cuando yo fuere levantado, pues no duda que se ha de ejecutar lo que él viene a cumplir. Esto hace referencia a lo que antes ha dicho: Si el grano muere, da mucho fruto. Por su exaltación quiso dar a entender su pasión en la cruz, lo cual no pasó en silencio el evangelista, añadiendo: Decía esto indicando con qué muerte había de morir».
Pues por este misterio inestimable de nuestra redención y pacificación. Cristo, como cordero inocente que se inmola por todos, quiso mostrarse pública y ceremonialmente, tanto ante los judíos como ante los gentiles, para sufrir su sacratísima pasión; y precisamente el día décimo del mes o luna, en el que se cumplía el precepto de la ley, como manda el Éxodo (Cf. Ex 12, 1-28), cada uno tenía que tomar un cordero por familia para inmolarlo; y él lo cumplió en el día de los ramos de palma, que era el décimo día del mes lunar de su crucifixión, como se encuentra en el evangelio de Juan (Cf. Jn 12, 1-12); pues antes de eso no quiso entrar en Jerusalén, como se ve claramente por el mismo capítulo y el anterior; y lo hizo para que la realidad correspondiese al símbolo y se cumpliese el vaticinio del profeta Isaías: «Se ofreció porque quiso» (Is 53, 7 Vulg.).
En el día, pues, de su solemnísima presentación en Jerusalén no sólo estaban allí los judíos, sino también los gentiles, que habían subido para adorar en la fiesta, como dice el evangelio de Juan (Cf. Jn 12, 20), que, según parece, salieron al encuentro de nuestro Señor Jesucristo en la misma solemnidad junto con el pueblo, como razonablemente puede deducirse del capítulo aludido. También quiso que todos se burlasen de él y lo sentenciasen a muerte; ya que los judíos se burlaron de él y se reunieron para condenarlo como reo de muerte: «Respondieron ellos diciendo: ¡Es reo de muerte! Entonces se pusieron a escupirle en la cara y a abofetearle; y otros a golpearle, diciendo: 'Adivínanos, Cristo. ¿Quién es el que te ha pegado?'» (Mt 26, 66-68); pero también es clarísimo respecto a los gentiles, como relata el evangelio de Mateo que, bajo el mando de Pilato, Jesús, el Señor, fue flagelado por sus soldados, coronado de espinas, burlado y escupido, golpeado en la cabeza y finalmente crucificado.
Y en su sacratísima crucifixión estuvieron igualmente todos presentes, tanto los judíos como los gentiles, y unos y otros ejercieron en una y otra forma el ministerio de su malvada acción todo lo mal que pudieron, como se puede ver bien claro en todos los evangelistas. Y esto ocurrió así para que, así como padecía para salvar a todo el mundo pacificándolo en sí mismo, que en aquellos dos pueblos se comprendía globalmente, como se dijo, así también padeciese todo eso de ambos juntos y finalmente fuese crucificado, como había sido profetizado mucho tiempo antes: «Se yerguen los reyes de la tierra -es decir, los gentiles-, los caudillos -esto es: de los judíos- conspiran contra Yahvéh y su Ungido» (Sal 2, 2).
Por eso en tan solemnísimo momento y día y fuera de la ciudad, quiso padecer en un lugar tan público y notorio, levantado por entero, extendidas las manos y suspendido en el aire, para que desde allí todos lo viesen y los invitase, inclinando la cabeza, a un abrazo de caridad y a un beso de paz; y así, desbaratadas las potestades etéreas, les diera una paz y concordia firmísimas.
Por lo que, una vez realizado este sacratísimo misterio, muchos de todos ellos, tanto gentiles como judíos, comenzaron a volverse hacia él y a conocer este misterio tan admirable, aunque imperfecta e inicialmente, como se infiere de Lucas, cuando dice: «Al ver el centurión lo sucedido glorificaba a Dios diciendo: '¡Ciertamente este hombre era justo!'. Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho» (Le 23, 47-48).
Esta fraterna concordia entre ellos en la fe de Cristo y la común Iglesia de ambos pueblos, en realidad y efectivamente fue aunada posteriormente por los apóstoles y guardada en concordia hasta el día de hoy, como se dirá en el capítulo siguiente; aunque desde aquel entonces hasta ahora el promotor de discordias la ataque y fustigue, e incluso la fustigará hasta el fin.
Para acabar de una vez diré que esto es lo que quiso revelar proféticamente el Espíritu Santo por boca de Caifas, malvado sacerdote, no por mérito suyo, sino por su ministerio en el servicio divino; aunque aquel malvado no lo entendió, sino que lo interpretó en otro sentido reprobable, agitado por su propia iniquidad; como se encuentra en el evangelio de Juan, cuando, reunidos en concilio los pontífices de los judíos y los fariseos preguntándose qué harían con Jesús, ese príncipe de maldad ratificó antes de nada delante de todos la muerte de Jesús el Señor, con una sentencia reprobable; pero, según nuestro tema, con ello profetizó sin saberlo esta congregación de paz y unión de concordia de todos los fieles que Cristo iba a realizar en la cruz, como el evangelista añade a continuación a modo de aclaración, al decir: «Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron consejo y decían: '¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él; vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación'. Pero uno de ellos, llamado Caifas, que era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: 'Vosotros no sabéis nada, ni caéis en cuenta que es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación'. Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote, profetizó que Jesús iba a morir por la nación -y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos-» (Jn 11, 47-53). He aquí con qué claridad resume el evangelista lo que estamos diciendo, pues con contadas palabras y como en resumen dice todo lo que tratamos en este capítulo.
Pues, según lo que explican y dicen los sacros doctores, Cristo iba a morir por aquella nación de los judíos, pero no sólo por ellos, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que andaban dispersos, es decir, todos aquellos que habían sido predestinados para recibir la fe de Cristo y que se llaman los futuros hijos de Dios, en cuanto que tienen el hábito de la fe y según su actual estado de justicia, aunque no acaben salvándose todos los que reciben la fe evangélica; y estos estaban dispersos por múltiples y variados errores; a éstos, pues, tenía Cristo que congregarlos en uno en su sacratísima muerte, ya que por eso moría, para congregarlos en uno, es decir, en una Iglesia común para todos constituida por judíos y gentiles, para que hubiese un solo rebaño y un solo pastor, como dice el capítulo anterior: «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá u solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16).
Por lo que san Agustín, explicando las palabras anteriores del evangelista: «y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos», dice al respecto en su homilía: «Esto lo añadió el evangelista, porque Caifas solamente profetizó acerca de la nación de los judíos, en la cual estaban las ovejas de las cuales dijo el Señor: 'No he sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel'. Pero el evangelista sabía que había otras ovejas que no pertenecían a este redil, a las cuales convenía atraer, para que hubiese un solo redil y un solo pastor. Todas estas cosas han sido dichas según la predestinación, porque entonces los que aún no habían creído no eran ovejas suyas ni hijos de Dios».
Pero dice aquí san Agustín que Caifas solamente profetizó acerca de la nación de los judíos, es decir, según su mala intención, si es que a eso se le puede llamar profetizar, ya que, según lo que el Espíritu Santo quería dar a entender por sus palabras, intentaba significarlo de ambos pueblos que se iban a reunir en uno, como explica el evangelista; pero tal como lo entendía Caifas no se refería a ninguno de ellos. Tenía que hacerse un solo rebaño, como ahí indica san Agustín, cual Cristo había predicho, es decir, una Iglesia común de estas dos naciones y un solo pastor, que es nuestro Señor Jesucristo, que es Cabeza de la Iglesia y el Príncipe de los Pastores, como dice la primera carta de Pedro (Cf. 1 P 2,25; 5,4). Y Cristo hizo de todas las ovejas un rebaño, porque reunió en una sola Iglesia universal a todos los fieles que -creyeron en él, tanto de los gentiles como de los judíos, y que es común para ambos. Pues como dice san Gregorio en su homilía, como de dos rebaños hizo un solo redil, porque en su fe reunió al pueblo judío y al gentil.
Pero esta unión de los dos pueblos en el único redil de la santa madre Iglesia bajo tan grande y tan glorioso pastor no se realizó de otro modo, como ya dije, sino por el derramamiento en la cruz de su preciosísima sangre; por lo que correctamente Cristo anunció primero su sacratísima pasión, que iba a sufrir igualmente por todas sus ovejas, antes de predecir su unión en uno: «Y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 15-16). Y ¿qué se nos da a entender claramente, sino que con su valiosísima muerte que iba a sufrir indistintamente por ellos tenía que reunir a estos dos pueblos en la fe de su única Iglesia santísima? Pues, sin duda, que literalmente hay que entender por las otras ovejas el pueblo gentil, designado como ovejas, y literalmente por este redil al pueblo judío, al que entonces principalmente predicaba, y que predijo que iba a entregar su vida para unirlos a todos ellos en uno. Y por eso es por lo que el Apóstol llama a todo este rebaño general reunido de judíos y gentiles sin diferencias: adquirido con la sangre de Cristo; y por ello manda a los pastores de la iglesia que tengan la misma atención, cuidado y preocupación de él sin diferencias, cuando, tras decirles cómo no había descansado en anunciarles y enseñarles públicamente y por las casas dando testimonio ante judíos y gentiles de la conversión a Dios y de la fe en nuestro Señor Jesucristo, etc., enseguida añade para los pastores de la iglesia: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su propia sangre» (Hch 20, 28).
Presten atención, por tanto, esas bestias cornudas que no se avergüenzan de asaltar y dispersar el rebaño del Señor, dejando de lado toda mansedumbre, y que no temen separar, golpear y pisotear audazmente las ovejas adquiridas con la sangre de Cristo y maravillosamente congregadas en unidad, para que, separadas, oprimidas y pisoteadas, busquen reservarse para sí solos los verdes pastos de la Iglesia. Y dense cuenta de cómo debilitan con ello la pasión de Cristo que inicuamente pretenden encaminarla tan sólo hacia sí mismos, aunque Cristo la haya soportado por todos los demás para congregarlos en paz e igualdad de todo el orbe y en cualquier momento. Presten también atención a cómo anulan su sacratísima sangre, de la que dan a entender con su disensión que no puede bastar para reconciliar y pacificar suficientemente a todo el género humano, con lo que se ve que con un esfuerzo innoble tratan de causar una gran injuria a aquel pastor celestial y una peligrosa perturbación de escándalo de todo el rebaño del Señor y la condenación merecida de cada uno de los que tal hacen; pero Dios, conocedor del futuro, previendo este abuso suyo, los amenazó para que no pretendieran hacer en el tiempo de gracia como aquellos de los que hablaba el profeta: «En cuanto a vosotras, ovejas mías, así dice el Señor Yahvéh: He aquí que yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío. ¿Os parece poco pacer en buenos pastos, para que pisoteéis con los pies el resto de vuestros pastos? ¿Os parece poco beber en agua limpia, para que enturbiéis el resto con los pies? ¡Mis ovejas tienen que pastar lo que vuestros pies han pisoteado y beber lo que vuestros pies han enturbiado! Por eso, así dice el Señor Yahvéh: Yo mismo voy a juzgar entre la oveja gorda y la flaca. Puesto que vosotras habéis empujado con el flanco y con el lomo a todas las ovejas más débiles y las habéis topado con los cuernos hasta echarlas fuera, yo vendré a salvar a mis ovejas para que no estén más expuestas al pillaje; voy a juzgar entre oveja y oveja. Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvéh, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos. Yo, Yahvéh, he hablado. Concluiré con ellos una alianza de paz, haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces...» (Ez 34, 17-25).
Pues estas ovejas son todos los fieles, como allí mismo añade el profeta, diciendo: «Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios, oráculo del Señor Yahvéh» (Ez 34, 31).
Aquellas disensiones y pisoteamientos alborotados ocurrían entonces sobre estos bienes temporales, dignidades y honores entre algunos malos fieles que, aunque allí se toleraban en alguna medida por la imperfección de aquel estado, sin embargo se reprenden con dureza; pero al venir Cristo, a quien ahí alude el profeta, y al unir, como se ha dicho, a todos sus fieles de dondequiera que viniesen en un pacífico y común redil mediante la sangre de su cruz, todo esto tenía que acabarse definitivamente, y devolver a todos mediante Cristo en igualdad la paz y la concordia, como ahí predice el profeta, cual ocurrió realmente y dispone la Iglesia que se siga guardando; aunque estos con quienes discutimos se esfuercen por mantener lo contrario, y con ello abolir ciertamente a Cristo y a su purísima Iglesia, y volver a poner el estado evangélico en aquellos infantiles rudimentos de la época antigua; e incluso volverlo mucho más imperfecto, ya que entonces o se reprendía esto con gran severidad o se predecía que tenía que acabarse alguna vez, es decir, con Cristo; pero, como ahora quieren éstos, deberían observarse y establecerse por ley inmutable para mayor gloria de Dios, que ya durase para siempre y sin cambio alguno.
Por lo tanto, aprendan de la anterior amenaza del profeta la sentencia de su reprobable perfidia, con la que podrán darse cuenta del castigo que merezcan por ello en la ley de Cristo, donde debían acabarse, según dice el profeta, por contrarias a ella, esas cosas por las que tan seriamente son amenazados los judíos aún antes de que llegase el pastor celestial que tenía que suprimir tales opresiones y discordias de todos sus fieles y pacificarlos a todos en unánime y equitativa concordia. Como dice el Apóstol: «Si alguno viola la Ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión, por la declaración de dos o tres testigos: ¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios, y tuvo como profana la sangre de la Alianza que le santificó, y ultrajó al Espíritu de la gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza; yo daré lo merecido. Y también: El Señor juzgará a su pueblo. ¿Es tremendo caer en las manos de Dios vivo!» (Hb 10, 28-31).
En ese admirable signo de la cruz del Señor, con que sobradamente fue redimido todo el mundo, tenía que congregarse y unirse pacíficamente la Iglesia de todos los fieles, como escribe Isaías: «Izará bandera a los gentiles, reunirá a los dispersos de Israel, y a los desperdigados de Judá agrupará de los cuatro puntos cardinales...» (Is 11, 12); y en ese capítulo trata claramente de la venida de nuestro glorioso Salvador y de esta unión sacramental de todos sus fieles mediante el admirable signo de la cruz. Y esto de acuerdo a la forma que suelen usar los profetas para predecir tales anuncios divinos, como podría mostrarse fácilmente recorriendo el texto de todo el capítulo con las explicaciones oportunas, tal como lo exponen los doctores sagrados.
Por lo que atañe a lo presente, el citado testimonio se expone así: «Izará bandera a los gentiles», es decir, hará que se predique universalmente en todas partes a todas las gentes el poder de Cristo crucificado mediante los apóstoles y los demás discípulos; «reunirá a los dispersos de Israel», se refiere a los que se habían apartado del verdadero culto de Dios, fuesen gentiles, fuesen judíos; «y a los desperdigados de Judá agrupará de los cuatro puntos cardinales», quiere decir que reunirá y congregará a los que anteriormente se habían dispersado por varios errores, de todas las partes del mundo, a la unidad de la fe y de la única comunión de la santa Iglesia; pues, aunque Cristo una sola vez haya padecido por todos nosotros en la cruz, sin embargo a lo largo del tiempo permanece todo y entero el poder de su santísima crucifixión para congregar en unidad y para salvar a todos sus fieles; por lo que decía antes en el mismo capítulo, sobre la permanencia de este gloriosísimo Cristo crucificado para salvar a todas las gentes, que volviesen sus ojos a Cristo por la verdadera fe: «Aquel día la raíz de Jesé que estará enhiesta para estandarte de pueblos, las gentes la buscarán, y su morada será gloriosa» (Is 11, 10). Aquí se llama a Cristo «raíz de Jesé» porque es de su descendencia según la carne; «que estará enhiesta para estandarte»: de unión pacífica y de santificación; «de pueblos», es decir, de estos dos pueblos de los judíos y de los gentiles señalados frecuentemente en la Escritura; «y su morada será gloriosa», porque entre todos los creyentes de ambos pueblos se celebra con gloria y excelencia la memoria de la pasión del Señor y de su santo sepulcro, a quien se configuran todos los que se acercan a la fe de Cristo en la recepción del santo bautismo, como se dirá en el capítulo siguiente.
Esto es, pues, lo que Jesús mismo había anunciado mucho antes al hablar de la fuente del bautismo en la que todos sus fieles tenían que nacer en la fe: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3, 14-15). Pero todos estos creyentes de los que dice que no van a perecer, sino que van a tener vida eterna por él, no volvieron sus ojos hacia él enseguida de haber sido Cristo exaltado en la cruz, sino que poco a poco después de haber sido exaltado comenzaron a venir y a volver sus ojos hacia él con los corazones en tensión por la fe verdadera; cuya convocación a través de todo el mundo y cuya congregación caritativa y unánime en la fe la hicieron los santos apóstoles en su nombre, predicando por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban, como dice el evangelio de Marcos (Cf. Me 16, 20), según lo que les había mandado al decirles: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación...» (Me 16, 15), como dice un poco antes; y así, después de haber sido exaltado de la tierra, atrajo a todos hacia sí, como había predicho (Cf. Jn 12, 32).
Pero esta futura convocación y aunamiento de todos los fieles de Cristo de aquellos dos pueblos de los judíos y de los gentiles en el único redil del Señor, una vez que él hubiere padecido por todos nosotros en la cruz, ya la había predicho él mismo: «También tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16), como ya se expuso en el capítulo anterior. Pero esta voz suya que iban a escuchar para que hubiera un solo rebaño, como ahí dice, era la palabra de los apóstoles que estaban delegados para este sacratísimo misterio, por quienes él mismo hablaba, y a través de ellos escuchaban su voz, como comenta san Agustín en ese lugar, y con toda razón, ya que no eran ellos mismos los que hablaban, como Cristo dijo, sino el Espíritu de su Padre celestial que hablaba por ellos (Cf. Mt 10, 20); y así: «Por toda la tierra se ha difundido su voz y hasta los confines de la tierra sus palabras» (Sal 19, 5; Rm 10, 18).
Pues no solamente Cristo rogó por los apóstoles como tales, sino también por todos y cualesquiera de los fieles que iban a creer mediante ellos, para que también fuesen uno en este rebaño, sin ninguna clase de división, como está en el evangelio de Juan: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en tí, que ellos también sean uno en nosotros...» (Jn 17, 20-21); como en la respuesta a las objeciones de esta primera parte se expondrá ampliamente con la ayuda de Dios. Pero Cristo fue escuchado al pedirlo, por su respetuosa sumisión, como escribe el Apóstol a los Hebreos (Cf. Hb 5, 7); e igualmente lo había profetizado Isaías, al decir: «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria. Pondré en ellos señal y enviaré de ellos algunos escapados a las naciones: a Tarsis, Put y Lud, Mések, Ros, Túbal, Yaván; a las islas remotas que no oyeron mi fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones.
Y traerán a todos vuestros hermanos de todas las naciones como oblación a Yahvéh -en caballos, carros...» (Is 66, 18-20). He aquí que claramente dice que el unigénito Hijo de Dios debía venir hecho hombre para reunir a todas las naciones y lenguas, es decir, de todos los pueblos del mundo; y que esta congregación de todos ellos iba a hacerse por el gloriosísimo signo de la cruz puesto en ellos para eso de modo admirable; los ministros de esta maravillosa y pacífica unión iban a ser aquellos que en primer lugar habían sido salvados de entre los judíos, es decir, los apóstoles, príncipes y patrones de la comunión evangélica y de la fe, que, como ahí se dice, para esto fueron enviados por Cristo a través de todo el mundo.
Pero este aunamiento de todos los fieles que tenían que hacer ellos no hay que entenderlo como movimiento de lugar ni por ningún instrumento material semejante ni a algún lugar concreto y determinado de la tierra, sino que hay que entenderlo figurada y espiritualmente, según el modo común y en semejanzas que tienen los profetas para hablar; porque este aunamiento dicho fue una especial congregación unánime y devota de todos los creyentes en la unidad de la fe y de la caridad hacia Cristo, del modo que él mismo dijo que estaría en medio de los que se reuniesen en su Espíritu: «Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20).
Por los diversos modos de transporte se entiende el multiforme ministerio de los apóstoles y la admirable ayuda de los ángeles; por el santo monte de Jerusalén a donde tenían que encaminarse todos estos que se iban a reunir, se nos muestra la única Iglesia de todos los fieles, simbolizada con frecuencia en la Escritura sagrada bajo este nombre, cual tratan los sagrados doctores al exponer adecuadamente todas estas cosas. Los apóstoles, por su parte, realizaron esta unión de los fieles bajo el signo de la santa cruz que Cristo había levantado al padecer para congregar a todas las gentes, como había sido vaticinado por el profeta en el testimonio aludido; pues los apóstoles en todas sus predicaciones sólo predicaban a Jesucristo y lo predicaban crucificado, como solidísimo fundamento de la íntegra salvación del hombre, como dice la primera carta a los Corintios (Cf. 1 Co 1,23; 2, 2); y esto mismo se deduce claramente en general tanto de todas las epístolas como de sus hechos, aunque algunas veces allí se encuentren mezcladas algunas otras cosas, pero es accidentalmente a causa de la diversa disposición de aquellos a los que entonces predicaban; pero cualesquiera fueran todas estas cosas, siempre se fundan sobre ello v finalmente a ello se reducen, como quedará totalmente claro a quien se fije; y todavía más, ya que bautizaban a todos los que llegaban a la unidad de la fe en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, es decir, de quien a grandes voces predicaban crucificado, como se encuentra en los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 19, 5); en razón de que en este gloriosísimo nombre se entiende a toda la Trinidad, ni se ha dado otro nombre a los hombres bajo el cielo en el que podamos salvarnos, como también se dice en el mismo libro (Cf. Hch 4, 12).
Esta unidad de nuestra santísima Iglesia realizada por medio de los apóstoles quiso Cristo confirmarla de forma admirable enviando desde el cielo una señal visible por medio del Espíritu Santo, que indisolublemente lo contiene todo y posee la ciencia de la palabra para concordar todo en paz, cuando dio a todos sus creyentes que entonces se encontraban juntos la ciencia de todo el orbe de la tierra junto con aquella perfectísima paz y caridad que el mismo Cristo les había prometido antes; y en esta concordia, paz y caridad hizo ver que tenían que vivir siempre todos los creyentes y perseverar unánimemente, si es que querían salvarse en la fe de Cristo dentro de la primera Iglesia tan unánimemente unida y uniformemente ilustrada por los dones del Espíritu Santo; por lo que quiso que todos sus creyentes permaneciesen juntos allí, mandándoles «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, que oísteis de mí...» (Hch 1, 4-5). Eso era para adoctrinar completamente a los que patrocinaban la Iglesia, para que así como ellos estaban perseverando unánimemente en la oración -como allí se dice (Cf. Hch 1, 14)- y así como recibían todos en comunidad aquel don tan admirable de caridad y de paz, único, igual y uniforme para cada uno de ellos, así también por todo el mundo enseñasen que todos sus fieles futuros fuesen en esta sagrada y universal congregación pacíficos y unánimes, y que así habían de reunirlos en su única ley santísima, en un único amor y caridad y en el mismo rito y universal modo de vivir, y en igual gracia y hermandad a la vez en medio de todas las gentes y naciones; con lo que quiso que comenzasen ellos por ser ejemplo, para que, habiendo aprendido ellos a vivirlo, pudieran después aunar a los demás que iban a creer en Cristo con la gran fuerza de la caridad y de la paz.
Por eso, después de explicarles cómo era necesario que Cristo padeciese y resucitase al tercer día de entre los muertos y que en su nombre se predicase a todas las gentes la penitencia y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, enseguida añadió: «Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Le 24, 48-49). Igualmente por eso quiso que estuviesen presentes a este sacratísimo misterio algunos de todas las naciones que hay bajo el cielo, a quienes hablándoles en sus lenguas las grandezas de Dios, lo oyeran y a la vez lo entendieran, como dice en los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 2, 1-12). Y esto era para mostrarles a todos ellos que, así como por sugerencia del demonio, padre y príncipe de la discordia y del error, unos hombres miserables se habían hinchado de soberbia y arrogancia hasta querer y comenzar a edificar una torre contra Dios, de tal forma que después por justo juicio de Dios y en castigo y a la vez por indignación los dividió en múltiples lenguas haciéndolos andar discordes en palabras y sentimientos para más fácilmente poder perderlos y condenarlos, como relata el libro del Génesis (Cf. Gn 11, 1-9); así también Cristo, príncipe y amante de la paz y de la unidad, hizo ver en el Espíritu paráclito de concordia y de verdad a los que se iban a salvar por los santos apóstoles, a quienes veía tan llenos de concorde y celeste paz, que tenían que conjuntarse en unanimidad en su única Iglesia santísima, como en la lengua también en el corazón, como verdaderos ciudadanos y hermanos queridos y familiares de Dios, amistosos entre sí en trato caritativo y concorde.
Por eso san Agustín en pocas palabras dice mucho a este respecto en La Ciudad de Dios: «Convivió después durante cuarenta días con sus discípulos en la tierra y ascendió a los cielos ante sus ojos, y diez días después envió, según su promesa, el Espíritu Santo. Su venida sobre los fieles está marcada con el signo supremo, y entonces necesario, de que hablaran toda clase de lenguas. Esto era figura de la unidad de la Iglesia católica, que había de estar extendida por todo el orbe y hablar las lenguas de todos los pueblos».
Y, para que la realidad confirme la verdad y para tener también un firmísimo testimonio del mismo príncipe de los apóstoles, hay que recordar lo que el mismo san Pedro testificó delante de todos los que estaban allí presentes y que se les veía dispuestos a la conversión por su contrición interna, como añaden los Hechos de los Apóstoles, al decir: «Pedro les contestó: 'Convertios y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro...'» (Hch 2, 38-39). He aquí que dice que esta promesa y participación en la unión universal se ha de extender a todos los que van a ser llamados por el Señor a la fe verdadera; por lo que añade a continuación cómo se iba ampliando la Iglesia en la comunión de caridad y paz por la maravillosa conversión de muchos de ellos que estuvieron presentes a este glorioso misterio, como ya indiqué, diciendo: «Los que acogieron la Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas. Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones...» (Hch 2, 41-42). Y a otra predicación de Pedro se convirtieron cinco mil, como dice más adelante (Cf. Hch 4, 4). Y todos ellos se llenaban del Espíritu Santo y permanecían unánime y devotamente en aquella santa congregación en comunión perfectísima, como expone un poco más adelante (Cf. Hch 4, 32-35). Y así en adelante de toda gente y nación fue creciendo la Iglesia de los fieles multiplicada en caridad perfecta sin ninguna clase de acepción de personas, como por extenso se encuentra en los Hechos de los Apóstoles.
Pero ¿quién que no sea loco o de mente totalmente pervertida podría, no digo negar, sino ni siquiera dudar de que entre los que así constituían esta Iglesia ejemplar también había judíos y que eran recibidos en la Iglesia universal en igualdad legal con los demás? Pues todas aquellas primicias de los creyentes, es decir, los apóstoles y demás discípulos de Cristo sobre quienes vino el Espíritu Santo la primera vez, sin duda que consta claramente que eran judíos; pero los demás que allí estaban presentes, de los que se convirtieron tres mil, o eran judíos todos, como dice el Maestro en las historias, o, por lo menos, su mayor y principal parte, como resulta evidente. para cualquiera que se fije un poco.
Pero, sea de ello lo que se quiera, resulta evidente que la Iglesia universal estuvo congregada de unos y otros e. unanimidad y se hizo admirable ejemplo en esta santa comunión dicha, como se dice expresamente en los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 6,1-7; 14,1.27) y puede deducirse en general del desarrollo de todo el libro; y todos los de ambos pueblos, de los judíos y de los gentiles, recibían de Dios la misma gracia y dones dentro de la única Iglesia universal de los fieles. Por eso, cuando Pedro fue de Joppe a Cesárea invitado por el centurión Cornelio, que era hombre gentil, y permaneció con él, y él con sus parientes y amigos recibieron el Espíritu Santo hasta llegar a proclamar en toda lengua las maravillas de Dios y merecer que les bautizara en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, y cuando los creyentes de Jerusalén que eran de la circuncisión comenzaron a reprochárselo a Pedro, él, haciéndoles ver esta igualdad de gracia para unas y otras gentes, les respondió diciendo: «Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios? Al oír esto se tranquilizaron y glorificaron a Dios...» (Hch 11, 17-18).
Según esta comunicación de gracias en ambos pueblos se seguía la participación de gobierno y demás oficios de la Iglesia de Dios en ellos, de acuerdo a la ordenada y útil capacidad de cada uno de ellos respecto al provecho común. Pues, aunque a mayor gracia no siempre siga necesariamente mayor grado de oficio o de honor en la Iglesia, también es verdad que todos los grados de la Iglesia presuponen la gracia en la persona a quien se le han de conferir; para que aquel a quien se le conceden tales grados no incurra en pecado, y a cualquiera se le concede la gracia sacramental que le justifique y lo incorpore a Cristo, en razón de ello se presenta a cualesquiera oficios, grados y beneficios eclesiásticos en presencia de la Iglesia, a no ser que personalmente esté impedido, es decir, inhabilitado o incapaz o no apto; pero, desaparecidos estos impedimentos, seguirá del todo hábil y dispuesto para todo ello según la medida de su capacidad, para que pueda recibirlos de la autoridad de la Iglesia al igual que los demás y desempeñarlos debida y rectamente; y así a mayor gracia junto con mayor capacidad para el provecho, al no haber impedimentos por parte de la persona debe corresponder siempre mayor grado de oficio y honor eclesiástico.
Por ello con razón ordena eso el Apóstol a los Romanos, al decir: «... por quien recibimos la gracia y el apostolado» (Rm 1, 5); donde comenta la glosa: «No sólo dice haber recibido el apostolado, para no ser desagradecido a la gracia, por la que se le perdonaron los pecados, para que nadie se atreva a decir que fue llevado al evangelio por los méritos de su vida anterior, ya que, ni los mismos apóstoles, que superan a los demás, habrían podido recibir el apostolado si no hubieran recibido antes junto con los demás la gracia que cura y justifica a los pecadores. Y por eso, guardando el orden de las causas, dice: recibimos la gracia y el apostolado, o sea, el poder del apostolado».
Por tanto, al no provenir la inhabilitación o incapacidad o ineptitud por razón de la nación o del pueblo, sino por razón de la persona -como es de suyo evidente y se habrá de demostrar en las respuestas a las objeciones-, resulta claro que, por la misma comunicación de tales dones y gracia concedidos a uno y otro de los dos pueblos, se demuestra la misma e igual participación de los grados y oficios de la Iglesia en uno y otro de ellos, en relación a la diferente capacidad de las personas particulares no impedidas por la ley -como dije-, ordenada a la utilidad común de la Iglesia; de forma que, a dos que ya se encuentren en la fe de Cristo, y que uno de ellos hubiera venido de los judíos y el otro de los gentiles, por igual se les deben conceder los grados y oficios eclesiásticos, con tal que en sus perfecciones personales sean iguales; y así paralelamente hay que decir de todas las demás cosas, de modo que no tenga en cuenta la raza o infidelidad de donde ha llegado cualquiera de ellos, y de la que ya se ha limpiado, sino las cualidades de la persona por las que puede recibir tal grado u oficio eclesiástico y mediante él servir a la Iglesia; afirmar otra cosa sería poner la fe de nuestro Señor Jesucristo junto con la acepción de personas, en contra de lo que dice la carta de Santiago (Cf. St 2, 9).
Puede ocurrir, por tanto, que uno de esos dos pueblos -que ya no deberían considerarse como dos pueblos, sino como uno solo- se vea disminuido justa y razonablemente en la participación de estos grados y oficios dentro de la Iglesia por el hecho de que en él no se encuentran las personas idóneas para desempeñar tales grados y oficios, como sería el caso de ser pocos entonces los fieles de aquel pueblo, o que son ignorantes o poco instruidos en la religión cristiana y en los oficios eclesiásticos; y también el otro pueblo podría ordenada y razonablemente verse acrecentado en esto por ser muchos sus fieles o por estar muy bien instruidos y educados en sus costumbres y capaces y letrados, por lo que muchos de ellos serían dignos de que se los tomase para tales grados eclesiásticos.
Sin embargo, todo esto les ocurriría accidentalmente, por cuanto uno quedaría en alguna forma separado de los oficios eclesiásticos por las imperfecciones de las personas particulares, mientras que el otro resultaría encumbrado en cierto modo respecto a tales grados y oficios por las perfecciones de las personas. Pero nada de eso les corresponde en cuanto que son tal pueblo o tal nación, sino que les puede ocurrir a uno y otro por las diferentes cualidades de las personas concretas que en aquel entonces se encuentran en ellos. Pues si esto proviniese de ser tal nación o tal pueblo, siempre y en todo lugar tendría que ser igual, aunque se cambiasen las citadas cualidades de las personas, y así siempre uno estaría en posición más elevada y en alguna forma exaltado, mientras que el otro permanecería postergado respecto a tales grados y oficios; pero esto es completamente falso, ya que ha ocurrido lo contrario, a saber, que uno de los dos pueblos durante un tiempo por la escasez y falta de personas tuvo pocos ministros en la Iglesia de Dios, pero el otro muchos por su abundancia y capacidad, mientras que en otros tiempos ocurrió lo contrario al cambiar las condiciones de las personas.
Pero nunca a causa de esto puede despreciarse a un pueblo y exaltarse el otro al haber asumido el poder, de forma que todos los de aquél tengan que someterse o ser rechazados de recibir el gobierno eclesiástico, aunque se mostrasen tales que pudieran y debieran promoverse a tales grados y oficios; ni tampoco el otro puede exaltarse orgullosamente hasta el punto de que haya que tomar de él todas las personas para tales grados, porque esto sería completamente inicuo y contrario a la ley evangélica; incluso, como pienso decir en las conclusiones de la segunda parte, con la ayuda de Dios, no es doctrina segura sino muy peligrosa para la religión cristiana el segregar a los fieles que están dentro de la única Iglesia santísima por los pueblos o naciones de donde llegaron desde su infidelidad, puesto que para todos ellos hay mediante Cristo un único pueblo renovado y reunido y aunado en unanimidad de todos ellos, en el que no vale nada ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva creación, como dice el Apóstol (Cf. Ga 6, 15).
Pero en qué forma hayan de tomarse ministros de uno y otro pueblo para tales grados y oficios eclesiásticos, y cuándo de uno o cuándo del otro, y cómo deban evitarse tales disensiones en ello, sólo ordenadamente se les ha confiado a los rectores y prelados de la Iglesia, quienes ojalá recta y diligentemente se ocuparan de esto para que no sobreviniesen tantos males a la Iglesia de Dios y a sus fieles, como más adelante trataré algo al responder a la objeción de «no neófito».
Este orden citado respecto a los oficios divinos y a los erados eclesiásticos, lo observaron correctamente los apóstoles en la primera Iglesia, de cuya congregación estamos tratando, y después, hasta la actualidad, fue conservado a pesar de las impugnaciones del demonio; pues ardientemente trabajaron los apóstoles en el aunamiento de estos dos pueblos -como dije- en un nuevo pueblo sin diferencias ni postergaciones, suprimiendo del todo entre ellos todas estas disensiones y murmuraciones, como ampliamente se manifiesta casi a lo largo de todas las epístolas de Pablo, de las que cité algunas cosas en los capítulos anteriores, que podrían informar suficientemente al lector interesado en ello.
Por lo que también entonces se reunieron todos los apóstoles en concilio para tratar de la recta e igual congregación pacífica y concorde de todos ellos, como diré más adelante en el capítulo XL; igualmente observaron su promoción a tales grados y oficios según el orden aludido, ya que los primeros rectores y patrones de la Iglesia fueron los apóstoles y los primeros discípulos, todos de raza judía porque todavía no había otros de los gentiles convertidos a Cristo que hubieran sido encargados por él a tales cosas; incluso no era conveniente mientras vivía Cristo, como dije en el capítulo XXVII, sino que eran éstos los que Dios había preparado para ello, como dije en este mismo capítulo; pero al comenzar a crecer ]a Iglesia mediante ellos, no fueron promovidos a los oficios enseguida los que habían llegado de la gentilidad, en razón de que eran pocos al principio, y también porque aún no estaban suficientemente instruidos para ello, y además porque los creyentes judíos se habrían escandalizado gravemente por ello al ver que los gentiles tan pronto estaban igualados con ellos en todo en el templo de Dios, cuando ellos opinaban lo contrario por aquella carnal costumbre de la ley, cuya imperfección podía tolerárseles en eso hasta que se les sacase oportunamente tras un breve transcurso de tiempo; y por eso, cuantos fueron necesarios para ejercer los oficios de la Iglesia en aquellos primeros días de la predicación de los apóstoles, todos fueron de los judíos menos Nicolás, prosélito antioqueno, quien quizás en razón de los gentiles, de entre los que se había convertido antes al judaísmo, y por los méritos de la fe y entrega de su misma persona, fue contado entre ellos.
Con el correr del tiempo, empero, comenzaron a promover indistintamente ya de unos y otros para regir la Iglesia de Dios, según la capacidad conveniente y los méritos personales, como podrían darse ejemplos claros de unos y otros, en razón de que, entre los que llegaban a la fe desde el judaísmo, ya no había aquella autoestima-ción carnal por la que se creían que tenían que ser preferidos a los demás; pero una vez que creció y se dilató la Iglesia a todas las gentes, desde entonces comenzaron a multiplicarse los sacerdotes y demás ministros en ella de los que de la gentilidad habían llegado a la fe universal en tan grande y numerosa abundancia que parecía como que la Iglesia entera solamente se apoyaba en ellos, hasta tal punto que los demás fieles que venían a ella desde el judaísmo se los consideraba por parte de ellos como advenedizos y peregrinos y algunos injustamente creyeron que ya habían perdido el derecho de igualdad y gracia para concurrir con ellos a tales grados y oficios.
La causa de semejante cambio fue la innumerable multitud de fieles que vinieron de la gentilidad y el escaso número de los judíos creyentes, ya que la mayor parte permanecieron cegados en su infidelidad, como dice el Apóstol a los Romanos: «El endurecimiento parcial que sobrevino a Israel, durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo...» (Rm 11, 25-26); tanto más que, aunque todos ellos creyesen, nunca podrían igualarse en número con los gentiles ya creyentes, puesto que el pueblo de los judíos era una nación concreta y pequeña en relación con la multitud de gentes dispersas por el mundo en todo su alrededor, entre todos los cuales se fue implantando la Iglesia universal; y así se fue haciendo necesario que hubiese más ministros tomados de la gentilidad que del pueblo judío para regir la Iglesia, ya que había muchos lugares donde no había judíos que pudieran convertirse con los gentiles y ser tomados junto con ellos para los oficios eclesiásticos, y por eso allí se hacía necesario que todos los ministros de la Iglesia se tomasen de los gentiles; pero entre los judíos, aunque todos en general creyesen, siempre había algunos gentiles que podrían concurrir con ellos a tales grados y oficios; pero lo que sobre todo dio ocasión a los gentiles para que se tomasen esta preeminencia eclesiástica con ciertos rasgos de justificación fue el que los pontífices de los ídolos y los mismos emperadores romanos, que eran los rectores y cabeza de las naciones recibieron finalmente la fe evangélica y se sometieron voluntariamente a la Iglesia universal, mientras que los pontífices y rabinos de los judíos, aunque sometidos a dura servidumbre y mísera amargura, permanecieron firmes siempre hasta los tiempos actuales en su mayoría dentro de la infidelidad, con lo que parecía que aquéllos habían ganado su principado en la Iglesia y que éstos lo habían perdido.
Sin embargo la gentilidad no puede, por esta sola razón, usurpar para sí en este aspecto el don gratuito de la Iglesia, puesto que, como dice el Apóstol a los Romanos: «...poderoso es Dios para injertarlos de nuevo» (Rm 11, 23-24) en el buen olivo de su ley y de su fe, de donde fueron cortados, del mismo modo que injertó a los gentiles, que anteriormente nunca habían estado en el árbol. Y por eso tampoco pueden gloriarse ante los ramos que fueron cortados, no sea que también ellos sean cortados como lo habían sido los otros, como también ahí añade el Apóstol (Cf. Rm 11, 16-22), tanto más que esta dignidad de preferencia en la fe de Cristo no se le concede a nadie a causa de una excelencia anterior, y mucho menos se les niega a los otros suficientemente preparados para ello por la misma razón.
Por lo tanto todos formamos un nuevo pueblo mediante Cristo, nuestro gloriosísimo redentor, adquirido misericordiosamente, en el que ni la circuncisión ni la incircuncisión valen nada, sino la nueva creación, como ya se dijo: y de una y otra gente hubo ministros en la Iglesia de Dios hasta el día de hoy, como resulta evidente, y deberá haberlos de unos y otros hasta el fin del mundo; y aún suponiendo que en algún momento dejase de haber en los oficios y grados de la Iglesia de aquellos que se habían convertido del judaísmo, sin embargo no por eso perderían el derecho de que siguiera habiéndolos siempre que se encontrasen entre ellos algunos que fuesen aptos, ya que, como se ha dicho, estos oficios eclesiásticos no se otorgan por privilegio a algún pueblo con derecho hereditario, sino a cualquier persona particular preparada y apta, sin acepción de personas, en el temor del Señor, para provecho y paz común de la Iglesia, distribuidos religiosa y saludablemente según el correr de los tiempos.
Pues al mismo tiempo que ocurría el endurecimiento de los judíos y entraba la plenitud de los gentiles, el apóstol Pablo también predicaba la concordia de ambos pueblos y la paz y unánime igualdad respectiva, fundada sobre aquella gloriosísima piedra angular, y tanto celo sentía por esa concordia que temía entre sus fieles que, si se perdía, también pronto se quebraría la piedra sobre la que los había edificado. Y por eso, como todo Israel tiene que salvarse una vez que haya entrado la plenitud de los gentiles, como ahí dice el Apóstol, y ello tanto sucesivamente convirtiéndose en particular a la fe católica, como también en pleno al final de los tiempos recibiéndola todos en conjunto, como puede deducirse ahí de lo que dice el Apóstol y comenta la glosa, se sigue en consecuencia que hay que recibir con benevolencia a los que sucesivamente se van convirtiendo a la Iglesia y no se puede decir que a causa de eso hayan perdido el derecho de libertad y de gracia, sino que, según la capacidad de uno y otro respecto al bien común, se los ha de admitir en igualdad con todos los demás a los oficios eclesiásticos y a sus honores y grados; pero ingresando siempre por las puertas de la Iglesia, por su autoridad y previo el examen correspondiente, según lo que el Apóstol escribe a Timoteo sobre ello e interpretándolo bien, como suele observarse regularmente en todos los demás, o, para ser más exacto, como debiera observarse; y así necesariamente habrá de observarse «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe» (Ef 4, 13), porque entonces todo Israel será fiel y unánime con nosotros, como expliqué ampliamente en el capítulo XXVI; y no debe indignarse por ello ninguno de los fieles por más que se mueva por un celo rectísimo y bueno, porque le responderá la Iglesia, madre de las gracias, aquello de Moisés, benévolo y manso siervo de Dios, que se encuentra en el libro de los Números: «¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Quién me diera que todo el pueblo profetizara porque Yahvéh les daba su espíritu!» (Nm 11, 29).
Para finalizar el capítulo habrá que concluir con el testimonio de Isaías sobre esta congregación santa y unánime de la Iglesia universal entera antes citado, de que se habrán de tomar rectores y prelados, para administrar tales grados y oficios eclesiásticos del modo y en el orden indicado, de entre todos los fieles de la Iglesia aunados en concordia, como allí acaba diciendo el profeta: «Y también de entre ellos tomaré para sacerdotes y levitas -dice Yahvéh-. Porque así como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen en mi presencia -oráculo de Yahvéh-, así permanecerá vuestra raza y vuestro nombre» (Is 66, 21-22).
Esta es, pues, la casa del Señor así edificada en paz, en unanimidad y en concordia de todas las gentes por medio de los apóstoles, y no podrán derribarla de este rectísimo orden quienesquiera que pretendan hacerlo, porque no está cimentada sobre la arena de los esfuerzos humanos, sino que por decisión y decreto divino lo está más bien sobre la firmísima roca que es Cristo por medio de su santísima cruz. Por lo tanto así habrá de durar para siempre, al decir el Señor por medio del profeta: «Mis planes se realizarán y todos mis deseos llevaré a cabo...» (Is 46, 10).
Esta misma reunión concorde y admirable de todos los fieles de Cristo en la misma fe y caridad, aunada en tanta paz e igualdad por los apóstoles de entre todas las gentes, pueblos y naciones, la guarda con todo afán la Iglesia respecto a todos los que fielmente viven en ella. Pues no es múltiple ni está dividida, sino que es única para todos ellos y se llama Iglesia común o católica, que quiere decir lo mismo, como en determinados días se profesa públicamente en el símbolo de Nicea que se canta en la misa, en el que ponemos entre los artículos de la fe esta unidad de la única Iglesia universal y la remisión sin diferencias de los pecados para todos los fieles de Cristo, que se realiza por los sacramentos eclesiales, y especialmente por el único bautismo por el que todos renacemos para Cristo a una nueva vida, y que confesamos al decir: «Y en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Reconocemos un solo Bautismo para el perdón de los pecados...».
Pues la Iglesia pone a común disposición de todos nosotros sus santísimos sacramentos, que son como unos vasos ubérrimos de gracias establecidos sobrenaturalmente por Cristo y que tienen la fuerza de ser instrumentos de la plenitud de su gracia para borrar nuestros pecados, que también fueron hechos públicos a los fieles de Cristo mediante los apóstoles, en los que también ellos congregaron la Iglesia universal entera espiritual y unánimemente de esos dos pueblos de los judíos y gentiles, y en ellos persevera y perseverará mientras dure el mundo indivisiblemente unida; por lo que se les administran a ellos en concordia y paz sin diferencia alguna, a no ser que quizás haya por medio algún impedimento por parte de tal persona que deba recibirlos y por el que justa y razonablemente se le nieguen, en lo que no hay diferencia de judío o griego; pues los ministros de la Iglesia ofrecen favorable y devotamente estos santísimos sacramentos a cualquier cristiano suficientemente dispuesto que se acerque a recibirlos con reverencia, ya sea que haya llegado a la fe de Cristo desde el judaísmo, ya de la gentilidad, y por lo mismo con igual rigor de justicia y celo de la fe se le niegan a cualquiera que no esté debidamente preparado con constancia pública, o al que los pide de manera distinta a como la Iglesia dispuso a sus fieles que debían administrarse; y esto igualmente sin diferencia alguna entre los que no están bien dispuestos, y sin atender a si había llegado a la fe de Cristo desde el judaísmo o desde la gentilidad, sino lo que su personal maldad o indisposición exija que se deba atender. Y así ya no se le niega o se le concede el sacramento de la Iglesia al judío o al gentil, sino al fiel públicamente malo e indispuesto que no debe recibirlo, o se le ofrece al católico dispuesto con la preparación adecuada y apto para recibirlo dignamente, de tal forma que ya no haya más diferencia de judío o griego.
Así, pues, permanece y permanecerá concorde y única nuestra Iglesia santísima cual fue fundada por Cristo en paz peremne, la que «su tienda está en Salém (la paz), su morada en Sión» (Sal 76, 3), es decir, en la Iglesia militante; tal como fue aunada pacíficamente por ministerio de los santos apóstoles de entre todas las gentes en esta ubérrima plenitud de gracias distribuidas universalmente a todos sus fieles, así había sido vaticinado por Isaías, al decir: «Sacaréis agua con gozo de los hontanares de salvación, y diréis aquel día: Dad gracias a Yahvéh, aclamad su nombre, divulgad entre los pueblos sus hazañas; pregonad que es sublime su nombre. Cantad a Yahvéh porque ha hecho algo sublime, que es digno de saberse en toda la tierra. Dad gritos de gozo y de júbilo, moradores de Sión, que grande es en medio de tí el Santo de Israel» (Is 12, 3-6). Y cantando con estas palabras invita a toda la congregación de fieles cristianos, venidos tanto de los judíos como de los gentiles a participar con gozo en comunión caritativa de esta copiosísima abundancia de los sacramentos de Cristo, como los sagrados doctores exponen al respecto: «Sacaréis agua con gozo de los hontanares de salvación», es decir: Oh, todos vosotros, fieles católicos del tiempo en que ha de venir Cristo, sacaréis con gozo los dones del Espíritu Santo de caridad y de paz mutua de los sacramentos de la nueva ley, que se llaman hontanares de salvación porque en ellos se concede abundantemente la gracia, como no ocurría en los sacramentos de la ley antigua; «y diréis aquel día», esto es, exhortándoos mutua y amigablemente: «Dad gracias a Yahvéh» reconociendo fiel y humildemente estos excelentes beneficios suyos, «invocad su nombre», alabándolo con toda devoción; «divulgad entre los pueblos sus hazañas», quiere decir: anunciad por la predicación de la verdad evangélica las formas tan múltiples y admirables de la salvación humana que encontró la sabiduría divina en la encarnación, predicación, pasión, resurrección y ascensión del Hijo de Dios, en las que quiso dejarnos estas fuentes de los sacramentos llenas de dones y gracias, y anunciadlo a todas las gentes de estos dos pueblos aquí aludidos de los judíos y de los gentiles reunidos en uno; «pregonad que es sublime su nombre», se entiende el de nuestro gloriosísimo Salvador, porque Dios lo exaltó y le dio un nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, como dice la carta a los Filipenses (Cf. Flp 2, 9-10); «Cantad a Yahvéh, porque ha hecho algo sublime que es digno de saberse en toda la tierra», lo que, como ya he dicho, de modo excelente lo realizaron los apóstoles que reunieron la Iglesia universal de estos dos pueblos en toda la tierra, y la encomendaron a sus sucesores congregada en la participación igual y unánime de estos dones celestiales en un único admirable conjunto general de máxima caridad y paz; y en esta congregación pacífica permaneció hasta hoy y permanecerá hasta el fin del mundo, con nuestro Señor Jesucristo puesto como piedra angular entre uno y otro, quien no permitirá que se deshaga; por lo qa oportunamente al final acaba el profeta invitando al gozo y al júbilo a esta Iglesia católica y universal reunida en paz de uno y otro pueblo y que así ha de permanecer para siempre, por tener en medio de sí a tan excelente Redentor que la mantendrá indisoluble para siempre, diciendo: «Dad gritos de gozo y de júbilo» por todas estas cosas, «que grande es en medio de tí el Santo de Israel», es decir, tu omnipotente Redentor que siempre te santificará y te protegerá en todo.
Esto se ha dicho en general sobre la participación pacífica y concorde de las gracias y dones en los sacramentos respecto a todos los fieles de Cristo, de dondequiera hayan llegado a la fe, que bajo ella, sin embargo, ya han recibido la ley evangélica por la que ya se encuentran obligados dentro de ella a estar unánimemente concordes.
Hay, no obstante, ese único sacramento del sagrado bautismo por el que renacen a la fe los que recientemente llegan y se hacen miembros de Cristo, incorporándose a la comunión universal de los demás fieles para contarse dentro de la única Iglesia santa con ellos en la participación uniforme de tales bienes; por lo que, cual otra puerta de la Iglesia, se le suele llamar sacramento de iniciación, con lo que cualquiera que lo recibiere religiosa y rectamente queda sin más totalmente purificado de todos los pecados pasados, tanto del original como de todos los actuales, por más que sean incontables y repugnantes, y de todas las penas correspondientes a ellos, quedando purificado y limpio en la presencia de Dios, de tal forma que, si entonces se muriera, sin retención alguna volaría al cielo; y en esta sentencia de purificación lo recibe y publica la Iglesia sin imponerle penitencia satisfactoria alguna, y tanto si antes fue judío como gentil o aunque tuviera millones de pecados.
Pero si a alguien le surge en esto la duda en contrario, por cuanto parece que la Iglesia coarta a los judíos que le piden hacerse cristianos con una atadura más estricta, mandándoles especialmente que durante ocho meses estén entre los catecúmenos para poder llegar al bautismo, y todo lo demás que puede objetarse en contra, que busque, como ya previne, en las respuestas a las objeciones de ambas partes, y especialmente de la segunda que es donde se pone esta objeción, y allí encontrará con toda claridad cómo todo esto no se opone a lo que se ha dicho o se dirá sobre esta sagrada, pacífica y uniforme comunión en todo y por todo de los cristianos de uno y otro de estos dos pueblos.
Pero ahora una sola palabra para que se dé cuenta de que una cosa es precautelar la instrucción debida a los que se van a convertir para que reciban fructuosamente la fe y los sacramentos, sin que se perjudique la Iglesia por su ingreso; y esta diligente cautela no puede ser uniforme para todos, como pretendo exponer allí, sino que tiene que acomodarse justa y razonablemente según el modo y orden que les corresponde a los que tienen que ser adoctrinados con una cabal instrucción antes del bautismo; y otra cosa es desvirtuar la fuerza y la comunión íntegra de los sacramentos y de la ley, participándola en distinto grado a los fieles, como pretenden hacer esos atacantes mediante tal diferencia y división, lo que no puede hacerse de ninguna manera ni la Iglesia en forma alguna dispondría semejante cosa, e incluso se destruiría a sí misma si tal hiciere, como se dirá más adelante en los capítulos XLIV y siguientes.
Pues ése es el ministerio encomendado a los rectores de la Iglesia según las circunstancias particulares que son tan variables, para que dispongan en cada caso; pero esto otro es el beneficio gratuito de la generosidad divina a toda la Iglesia universal concedido universalmente por Cristo por igual a todos sus fieles con los sacramentos y la ley, y que nadie podría suprimirlo fuera de él sin romper y alterar la ley y los sacramentos, y que el mismo Cristo nunca lo va a quitar, como se dirá. E igualmente tenga en cuenta, quienquiera que piense así, que una cosa es castigar con la pena merecida a los que pecan de entre los que ya son fieles y aplicarles el castigo establecido en tales casos, y otra cosa discriminar a los fieles de Cristo y, por acuerdo de algunos, imponer otra ley a todos los fieles de aquel pueblo por la que se les castigue antes de probárseles e injustamente se les postergue respecto a los demás cristianos.
Pues aquello primero les está permitido a los ministros de la Iglesia, e incluso les compete obligadamente hacerlo por oficio, pero esto segundo nunca se le concedió a nadie; pues destruiría la ley de Cristo y la participación exigida por sus sacramentos todo aquel que pretendiera hacerlo, como se dijo en el caso anterior.
Volviendo, pues, al tema, la fuente del santo bautismo es igual y uniforme para todos los que de cualquier parte lleguen a la fe de Cristo en orden a purificarlos por entero y a incorporarlos uniforme y pacíficamente con los demás en igual gracia y amor a la Iglesia universal de todos los fieles; pues, aunque el que se acerca a él con mayor preparación de fe y devoción también recibe mayor gracia y, en consecuencia, también mayor ayuda contra el estímulo de la concupiscencia original que no el otro que no alcanza la misma preparación que él; sin embargo, tiene en todos sin distinción el mismo efecto en cuanto a quitar todo pecado pasado ya original ya actual y la pena debida a ellos, a hacer renacer a una nueva vida e incorporar a Cristo y a su santísima Iglesia al que religiosa y rectamente lo recibiera, del mismo modo que Cristo mandó que sin diferencias se bautizasen todos, ya judíos ya gentiles, ya pequeños ya grandes, ya ricos ya pobres, etc.: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...» (Mt 28, 19); según se muestra, para concluir siguiendo la autoridad general de la Iglesia en la misma bendición de la fuente bautismal, a? decir: «Eterno Dios todopoderoso, asiste a los misterios de tu gran piedad, asiste a los sacramentos y envía el Espíritu de adopción para hacer renacer los nuevos pueblos que te da a luz la fuente del bautismo...». Y después: «Mira, Señor, el rostro de tu Iglesia y multiplica en ella tus renacimientos, que con la fuerza del correr de tu gracia alegras tu ciudad y abres la fuente del bautismo a toda la faz de la tierra para renovar a las gentes, de forma que reciban por el mandato de tu majestad la gracia de tu Unigénito por obra del Espíritu Santo que fecunde esta agua preparada para regenerar a los hombres con la misteriosa mezcla de su luz, para que, una vez concebido el poder de santificar, del útero de la inmaculada fuente divina emerja la prole celestial como criatura recién nacida, y a los que separa el sexo en el cuerpo o la edad en el tiempo los dé a luz la madre gracia a una sola infancia». Y luego: «Bórrense aquí las manchas de todos los pecados; límpiese aquí la naturaleza establecida a tu imagen y reformada a la dignidad de su principio de todas las inmundicias del tiempo pasado, y renazca toda persona que entre a este signo de regeneración a la nueva infancia de la verdadera inocencia».
Incluso, aunque alguien antes de recibirlo se haga miembro de Cristo por la fe y la devoción en cuanto al mérito, sin embargo no llega a hacerse miembro suyo ni se incorpora a la Iglesia en cuanto al número, hasta que real y efectivamente reciba el bautismo mismo; ni se le admitirá a los demás sacramentos de la Iglesia ni a todo lo demás que depende de ellos en la comunión cristiana; y, al contrario, si recibió religiosa y rectamente el bautismo ante la faz de la Iglesia y no recibe la gracia por el estorbo de su falta de disposición, por ello, no obstante, será miembro de Cristo y de la Iglesia en cuanto al número, y se le admitirá sin reservas a cualesquiera oficios y beneficios eclesiásticos en el fuero externo, a no ser que por otra razón se le pruebe delito público, ya que, en relación a él, también se le rechazaría públicamente como se rechazaría a cualquier otro convicto; y así sería miembro de Cristo y de la Iglesia en cuanto al número, aunque no en cuanto al mérito, y gozaría de los bienes materiales de la Iglesia aunque no gozase de las gracias espirituales delante de Dios; y eso es así necesariamente, porque afirmar lo contrario sería un error gravísimo e incluso destruir el estado de la Iglesia, como podría demostrarse de sobra apoyándose en el solidísimo fundamento puesto por los sagrados doctores, sobre lo que quizás diré algo con la ayuda de Dios en la segunda parte de la obra.
Pues ahora quede esto dicho, que, quien lo ignora, lo ignora todo; y no arguya nadie que el bautismo no quita las penas civiles a los malhechores que se bautizan, porque eso sucede con toda justicia ni pierde con ello nada de su perfectísima dignidad, como ya traté antes en el capítulo XXVII; ni se tuerza a lo mismo el que el bautismo no libera de las obligaciones de restituir, porque ello no es hacer penitencia o satisfacción por insuficiencia de la purificación del bautismo, sino que es el que cese el pecado y prepararse adecuadamente para recibirlo, como tendría que hacer el que tuviera la mujer de otro o una concubina, puesto que, al acercarse al bautismo, tendría que dejarla; ni tampoco nadie argumente indebidamente de que el bautismo no quita la irregularidad, porque eso no es nada que toque al poder del sacramento, que quita el pecado directamente junto con la pena correspondiente; pues la irregularidad se contrae muchas veces sin pecado alguno, como se ve claro en el caso del que contrae segundas nupcias; incluso también se incurre en ella a veces por hacer el bien, como en el caso del juez que sentencia a muerte al malhechor por celo de justicia en atención a Dios; y también a veces las contraen las personas buenas y no otros que son mucho peores, porque la irregularidad se contrae por algunas acciones que con frecuencia no son pecado, sino incluso obras laudables de virtud, y no se contrae en otras que son delitos gravísimos; y la razón de esto está en que en algunas acciones se encuentran determinadas circunstancias que repugnan a la significación del santísimo sacramento de la eucaristía, hacia el que se encaminan todas las órdenes; y en tales casos, ya sean malos ya buenos, solamente por la inconveniencia con dicho sacramento, al que tienen que acomodarse adecuadamente los ministros, en razón de que algunas veces se ven envueltos en tales acciones, se vuelven inhábiles e incurren en esa irregularidad; pero hay otras acciones en las que no se encuentran tales circunstancias opuestas al significado del sacramento, y en ellas no se contrae la irregularidad aunque a veces sean graves pecados. Ahora, pues, en concreto: si en la acción en que se contrae la irregularidad también concurre el pecado, el pecado se perdona y toda la pena en el bautismo, pero permanece la irregularidad, como se ha dicho, lo mismo que permanecería en cualquier persona fiel y católica por más justa que fuese hasta que se le dispensase de ella.
Pero todo esto que se ha dicho del bautismo es común por igual a toda persona tanto judía como gentil que lo recibe de hecho, y ello dando a cada cual lo suyo, porque igualmente tanto el judío como el gentil suficientemente dispuesto se limpia en el bautismo de todos sus pecados e igualmente se regenera cualquiera de ellos a una nueva vida y se incorpora a Cristo y a su santísima Iglesia, e igualmente queda acreedor al castigo si es malhechor comprobado en público, e igualmente tiene que restituir lo que se había apropiado cualquiera que desde antes tuviera pendiente alguna de estas cosas, e igualmente en uno y otro de ellos permanece la irregularidad si es que antes había incurrido en ella, y así con todo lo demás, en el supuesto de que en tales acciones personales sean iguales, o sea, igual dispuestos o con falta de disposición, igual malhechores u obligados a la restitución, igual irregulares, etc.; por lo que, cuando hubiera de ser dispensado, igual recibiría la dispensa que cualquier otro, con tal que fueran iguales en el provecho de la utilidad común que de ahí se espere.
Pero una cosa hay que concluir con toda razón: que los que se convierten a la fe del pueblo judío son más hábiles y aptos para aprovechar en la Iglesia de Dios que los que se convierten de los gentiles y reciben la fe, SÍ uno y otro auténtica e igualmente se convierten, como dicen y afirman los doctores sagrados, y especialmente Nicolás comentando lo que dice el Apóstol a los Romanos: «y si las primicias son santas, también la masa...» (Rm 11, 16), donde dice: «Los judíos conocedores de la Escritura convertidos a la fe, podían aprovechar más que los otros, como se ve en Pablo, Apolo y muchos otros. Y por eso el Apóstol trae el ejemplo de los apóstoles, diciendo que, si las primicias son santas, o sea, los apóstoles, que fueron unas primicias de la masa judía, también la masa, es decir, el pueblo judío una vez que se haya convertido a Cristo podría ser santo como ellos; y si la raíz es santa, o sea, los patriarcas, que fueron como las raíces del pueblo judío, también las ramas, es decir, otros del pueblo judío, una vez que crean y reciban a Cristo, a quien los patriarcas y profetas creyeron y profetizaron, pueden ser santos y útiles a la Iglesia de Dios como aquellos fueron». Con eso intenta mostrar el Apóstol que los judíos convertidos a la fe son aptos para el bien, y respecto a eso vale la comparación, y así su caída no es irreparable, como ahí concluye Nicolás.
De donde resulta con evidencia por lo dicho por el Apóstol y Nicolás que los judíos de verdad convertidos a la fe de Cristo son más hábiles y aptos para aprovechar a la Iglesia de Dios y en consecuencia es más fácil que se les dispense, para recibir las órdenes y para administrar los demás oficios y dignidades eclesiásticas, del obstáculo de la infidelidad anterior, que a los que se convierten de las demás sectas de la gentilidad; porque, como los que se han de ordenar y estar al frente de las dignidades eclesiásticas deban ser doctores, como manda el Apóstol a Timoteo (Cf. 1 Tm 3, 2), éstos son más doctos en la ley y en las Escrituras divinas, si las convierten a Cristo por la creencia verdadera. Asimismo, como los que se van a ordenar y van a presidir deban ser humildes, expertos y ejemplares, por eso éstos, alimentados en la disciplina de la ley y los profetas e instruidos en su doctrina, son más hábiles y aptos para el régimen y gobierno del pueblo de Dios por tal habituamiento, que no los que nunca tuvieron tal ejercitamiento, como se ve por Pedro y Apolo, que pone Nicolás como ejemplos, y también por muchos otros, tanto antiguos como modernos, que se convirtieron en nuestros tiempos y aprovecharon a la Iglesia de Dios, tanto por el ejemplo en costumbres y vida, como también por la doctrina en sus libros y escritos.
Esta gracia, pues, de tan excelente regeneración se concede en el bautismo a todos los fieles de Cristo, en razón de que, quien recibe el bautismo, muere del todo a la vida anterior y se incorpora a la muerte de Cristo, con el que muere y con el que es sepultado, y así con él resucita a una vida nueva, como dice el Apóstol a los Romanos: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 3-4). Y la glosa dice ahí: «Por eso dice el Apóstol: ¿O es que ignoráis?, porque no debemos ignorarlo».
Por tanto se comunica la pasión de Cristo a cualquiera que se bautiza para borrar sus crímenes y pecados y toda la pena correspondiente a ellos, como si realmente él muriese entonces para satisfacer por todos sus crímenes y pecados; incluso como si Cristo entonces realmente padeciese por ellos, por cuanto que él mismo llamó bautismo a su sacratísima pasión: «Con un bautismo tengo que ser bautizado...» (Le 12, 50), lo que dijo aludiendo al derramamiento de su preciosísima sangre. Y por eso el que se bautiza se reviste de Cristo de verdad, como dice el Apóstol a los Gálatas: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo» (Ga 3. 27).
Pues por el mérito de su sacratísima pasión que entonces así se le comunica, como se ha dicho, se libera justa y misericordiosamente de todos los errores y pecados pasados y de sus penas, como por una cierta conmutación, y se vuelve una criatura nueva y renacida, liberada en toda pureza e incorporada al pueblo de Dios; por lo que la Iglesia no le impone penitencia alguna, sino que lo toma libre y expedito en el número de sus hijos, como se ha dicho. Y no hay diferencia en ello de judío o de gentil o de cualquier infiel que llega al bautismo, porque todos igualmente se regeneran, como se ha dicho; ya que la pasión de Cristo que a cualquiera allí se le comunica satisfizo universal y suficientemente por todos, como dice la primera carta de Juan: «El es víctima de propiciación por nuestro pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2, 2).
Por lo que el Apóstol, en la cita a los Gálatas que antes expuse, una vez que dijo: todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo, a continuación añade: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28).
Por tanto hay que concluir ordenadamente que, así como por Cristo todos los fieles hemos sido redimidos universalmente sin diferencias, y por los santos apóstoles aunados uniforme y pacíficamente en nuestros predecesores, así en sucesión continua renacemos igual y equitativamente en el bautismo, como se ha dicho, configurados a su sacratísima pasión y nos anumeramos a esta congregación de la santa Iglesia y tenemos que vivir en la uniforme y pacífica participación de los demás sacramentos y de los demás bienes de la Iglesia universal entera. Donde hay que añadir con el santo doctor en la Suma teológica que, quien quisiera mantener lo contrario de esto, haría injuria a la pasión y muerte de Cristo, como si ella no fuese suficiente para la satisfacción plena por los pecados de todos los que se van a bautizar.
Dense cuenta, por tanto, los que impugnan en este punto a la gente de los judíos ya renacida por el bautismo y se esfuerzan por postergarla ante los demás fieles, que no es a ella, sino a Cristo, nuestro auténtico salvador de todos, a quien desvirtúan y a quien irrogan tal injuria; y finalmente vean que, queriendo o sin querer, siempre estará abierta la fuente de los sacramentos a todos los que lleguen, para que en ella sin diferencias todos se purifiquen y renazcan, como mucho tiempo antes había sido ya profetizado: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza. Aquel día -oráculo de Yahvéh Sebaot- extirparé yo de esta tierra los nombres de los ídolos y no se los volverá a mentar...» (Za 13, 1-2). Todo lo cual hay que entender así, según los sagrados doctores: la fuente abierta había de ser el santo bautismo en el que la impureza, es decir, el pecado original en las entrañas de la menstruada, o sea, contraído de la misma madre, y el pecado, se entiende actual, habían de lavarse y purificarse del todo; y tenía que estar abierta, o sea, pública y común, para todos los habitantes de Jerusalén, que es la Iglesia militante, que con frecuencia se la designa en la Escritura por Jerusalén, y que había de estar abierta espiritualmente a la casa de David; y por la que se habían de extirpar los nombres de los ídolos de esta tierra, porque tanto los judíos como los gentiles tenían que venir a ella y a la vez purificarse uniformemente por ella y, abandonando el judaísmo y la gentilidad, congregarse en unanimidad en un pueblo nuevo que se hizo al comienzo de la Iglesia naciente y se hará después sucesivamente, pero se completará del todo en uno y otro pueblo hacia el fin del mundo, cuando se haga íntegra y perfectamente un solo rebaño y un solo pastor, porque entonces se exterminarán definitivamente tanto el judaísmo como los ídolos de la gentilidad, y todos se reunirán juntos en la fe universal. Mientras tanto, así como el judaísmo permanece entre nosotros, así también perdura todavía alguna idolatría en las partes septentrionales, como afirman los mismos doctores.
A lo que se ha dicho hay que añadir también que no deja de ser un misterio admirable y digno de consideración el que nuestra madre la Iglesia universal reciba su nombre de Cristo, sobre quien está edificada, y así denomine a cualquier fiel suyo católico al recibirlo dentro de sí por el bautismo. Pues todos en todo el orbe llaman cristiana a esta sagrada congregación de toda la Iglesia, y ella igual y equitativamente llama cristiano a cualquier bautizado, con lo que da a entender su admirable dignidad y declara que se le ha comunicado por igual y sin diferencias a cualquier hijo católico suyo.
Por lo tanto se muestra preponderante la dignidad de nuestra santa madre la Iglesia por encima de aquella congregación de los antiguos fieles, por cuanto ésta se llama Iglesia cristiana, mientras que la otra se llamaba Sinagoga judía; con lo que se da a entender que la Iglesia posee la excelsa dignidad sacerdotal y regia, cual noble diadema con que fue honrosamente coronada por su gloriosísimo esposo Cristo, transmitiéndole excelsamente, como a Reina, la gloria de su reinado y sacerdocio. Pues, como es bien sabido. Cristo fue y es Rey supremo y Sacerdote excelso, y su reinado y sacerdocio permanecen en la Iglesia cristiana, por lo que es en gran manera honrada por todo el orbe.
Y así como Isaías inflamado de fervor había previsto esta magnífica gloria que la Iglesia universal había de recibir de Cristo, así también la había vaticinado clamando a gritos: «Por amor de Sión no he de callar, por amor de Jerusalén no he de estar quedo, hasta que salga como resplandor su justicia, y su salvación brille como antorcha. Verán las naciones tu justicia, todos los reyes tu gloria, y te llamarán con un nombre nuevo que la boca de Yahvéh declarará. Serás corona de adorno en la mano de Yahvéh, y tiara real en la palma de tu Dios. No se dirá de ti jamás 'Abandonada'...» (Is 62, 1-4). Y con estas palabras, según los doctores sagrados, se expresa muy claramente lo que antes indiqué de la admirable dignidad de la Iglesia católica que se le ha comunicado con el nombre. Dice, pues: «por amor de Sión no he de callar, por amor de Jerusalén no he de estar quedo», es decir, no cesaré en las preces y alabanzas divinas a causa de la gloria de la Iglesia que preveo que Cristo ha de otorgarle; pues Sión y Jerusalén significan la Iglesia de Cristo, como ya se ha dicho antes; «hasta que salga», o sea, se encarne y aparezca visiblemente en el mundo «como resplandor su justicia», se entiende Cristo, que por ser Dios se le llama resplandor del Padre e impronta de su sustancia, como dice la carta a los Hebreos (Cf. Hb 1, 3); «y su salvación», es decir, a causa de su omnipotencia, como añade el Apóstol en el texto citado al decir: «y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados...» (Hb 1, 3); «brille como antorcha», o sea, con ardor de caridad para encender a los demás, ya que, como de una lámpara encendida se prenden las demás, así de la plenitud de la caridad de Cristo se inflaman las almas de los fieles; por lo que él mismo dijo: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). «Verán las naciones tu justicia» por la predicación de los apóstoles, «todos los reyes tu gloria», por cuanto que muchos de ellos recibieron la fe de Cristo, y en concreto el emperador de los romanos, a quien obedecían y se sometían los reyes; sin embargo, todos los reyes de la tierra recibirán la fe de Cristo antes del fin del mundo, como antes he dicho; «y te llamarán con un nombre nuevo», es decir, Iglesia cristiana, la que antes se llamaba Sinagoga de los judíos, y que nunca había alcanzado este nombre hasta Cristo, por lo que se dice que será un nombre nuevo; pues, si bien algunas veces la Sinagoga también recibe el nombre de iglesia, no es frecuente, sino que su nombre propio siempre es el de sinagoga; pero nuestra madre Iglesia nunca recibe de los apóstoles el nombre de sinagoga, sino siempre el de iglesia; y aún las veces que la Sinagoga de los judíos se llama iglesia, nunca se llama iglesia cristiana, que es la dignidad mayor de nuestra Iglesia universal especialmente reservada a ella, como quedará claro; «que la boca de Yahvéh declarara», porque Cristo le impuso con su propia palabra este nombre admirable, como dice en el evangelio de Mateo, donde, al decir Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», poco después dijo Cristo: «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 16-18), es decir, sobre mí mismo en esa fe que has confesado por la revelación de Dios; con toda razón, pues, se dice que nuestra madre la Iglesia se ha llamado cristiana de la boca del Señor, que persiste edificada sobre la firmísima piedra que es Cristo, según su propio testimonio. «Serás corona de adorno en la mano de Yahvéh, y tiara real en la palma de tu Dios», es decir, por él serás coronada en la mayor gloria, y como reina con tiara real colocada a su derecha, puesta bajo su protección singular y admirable.
Pues la diferencia entre la Sinagoga y la Iglesia universal, por lo que a este punto se refiere, es que, según san Isidoro en las Etimologías, la Sinagoga de los judíos por su significado quiere decir la congregación de ellos, en cuanto que tan sólo congregaba en sí a los judíos de quienes se llamaba sinagoga; y no se decía que los convocaba como a hombres racionales, sino que los congregaba a modo de ganado o de hombres duros y rebeldes; pero si algunos de los gentiles recibían la ley judía ello no era por la naturaleza de la sinagoga, que no los obligaba ni se extendía preferentemente hacia ellos, sino que era ocasionalmente por cuanto voluntariamente se sometían a ella, y aún así no se les recibía enseguida como ciudadanos sino como huéspedes y forasteros, como resulta bien claro y da a entender el Apóstol en la carta a los Efesios (Cf. Ef 2, 12) y por el mismo motivo en los Hechos de los Apóstoles se le llama prosélito a Nicolás de Antioquía, convertido de la gentilidad al judaísmo (Cf. Hch 6,5); y también entre los judíos, de quienes se formaba aquella sinagoga, no se ungía sino a los reyes, sacerdotes y profetas.
Pero nuestra santísima universal Iglesia de los cristianos se interpreta como el llamamiento de todos ellos por el amor, es decir, y de todos los llamados en paz y concordia como hombres razonables de entre todas las gentes a la unidad; y en esta congregación amorosa no se estima a nadie huésped y forastero, de dondequiera que hubiera venido, sino que todos, en igualdad legal de amor y de gracia, se estiman como ciudadanos y familiares de Dios, sin que haya lugar a distinción entre judío o griego, como el Apóstol repite con frecuencia; y así es como todos y cada uno de ellos por Cristo se llaman con el mismo nombre de cristianos, al igual que su misma Iglesia común para todos, que tan amorosamente unió como esposa consigo y la congregó en caridad perfecta, también la llamó Iglesia cristiana; en la que también ha querido unir consigo a cualquiera que se bautiza, como se ha dicho en el capítulo anterior.
Por lo que igualmente todos los cristianos en común son ungidos, ya que todos por igual y sin diferencias se hacen espiritualmente reyes y sacerdotes para Cristo; pues como dicen los sagrados cánones: «Los cristianos se llaman así por Cristo, por derivarse los ungidos del ungido, para que todos corran al olor del ungüento de aquél cuyo nombre es aceite que se derrama», como pronto se explicará.
Por eso con razón se añade en la profecía de Isaías: «No se dirá de tí jamás 'Abandonada'...», porque Cristo protege y defiende a la Iglesia incesantemente y con una providencia especial, así como a cualquiera de sus fieles, hasta el fin en esta dignidad regia que le ha concedido, tal como había dicho él mismo hablándoles a esta escogida congregación de los apóstoles: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Así aparece a cualquiera que preste atención cómo nuestra madre nutricia la Iglesia, designada con un nuevo nombre por boca del Señor, ha sido honrada tan excelsamente, y cómo esta misma dignidad juntamente con el mismo nombre se ha extendido también a todos los fieles que de cualquier parte llegan a ella; lo que da a entender Pedro, príncipe de los apóstoles, al decir que todos los fieles son un nuevo pueblo adquirido por Cristo en esta dignidad sagrada, regia y sacerdotal, como significa el mismo nombre que la Iglesia recibió de Cristo, como ya se ha dicho; y por igual y sin diferencias se lo comunica e impone a cualquiera que recibe el bautismo, de forma que cualquiera de ellos en adelante se llame cristiano en razón de su dignidad, como también ella misma se llama Iglesia cristiana: «Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 P 2, 9). Y así como no hay más que una fe y un bautismo y una esperanza a la que han sido llamados todos los cristianos y un solo Dios suyo que se ha dignado llamarlos por su simple y generosísima gracia, como dice el Apóstol a los Efesios (Cf. Ef 4, 4-6), así también dentro de la única santa Iglesia edificada sobre él mismo hay un único nombre común y única dignidad de todos ellos, como se da a entender con el nombre de católica, con el que también la Iglesia cristiana se llama católica, y también cualquier fiel cristiano se llama católico; ya que católico es lo mismo que universal o común, como expliqué antes en el capítulo XXVIII según la autoridad de la glosa.
Confirma lo dicho Guillermo en su obra Explicación de los Divinos Oficios, donde cita el anterior texto del apóstol san Pedro y lo aplica a toda persona ritual y correctamente bautizada, diciendo que todos los fieles cristianos por el bautismo se hacen para Cristo espiritualmente reyes y sacerdotes. Lo mismo demuestra santo Tomás en su obra Sobre el gobierno de los Príncipes, enviado al Rey de Chipre, diciendo que se le ha entregado a Cristo un reino que nunca se corrompe, por lo que en las Escrituras no sólo se le llama sacerdote, sino también rey; y de él se deriva el sacerdocio regio, y, lo que todavía es más, todos los fieles de Cristo se llaman reyes y sacerdotes en cuanto que son sus miembros. Lo mismo se encuentra en la Decretal citada, donde dice: «Ya que Cristo nos hizo en su sangre reino y sacerdotes para nuestro Dios, por lo que el apóstol Pedro dice: 'Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real', por eso en el nuevo Testamento no solamente se unge a los reyes y sacerdotes, sino a todos los cristianos...». Claramente también expone esto mismo san Juan en el Apocalipsis, cuando por voz de la Iglesia rebosante de gozo se aclama a Cristo y se le dice: «Y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra» (Ap 5, 9-10).
¿Y qué será lo que esperan oír más claramente contra sí los que pretenden dividir en esa forma la única Iglesia de Cristo, cuando por la misma voz de la Iglesia se está diciendo que todos nosotros de cualquier tribu y lengua y pueblo o nación hemos sido redimidos con igual dignidad de amor y de gracia y hemos sido constituidos reyes y sacerdotes en la sangre de Cristo? Por lo que reinamos sobre la tierra, como allí se dice: aquí mediante la gracia en la Iglesia militante, y en el futuro por medio de la gloria, para que, así como allí habremos de ser partícipes de los bienes de la gloria, así lo seamos aquí de las gracias y beneficios de la Iglesia. Y por eso es por lo que se dice, según los doctores sagrados, que todos nosotros hemos sido comprados de toda raza, lengua, pueblo y nación y hechos reyes y sacerdotes, ya que nuestra madre nutricia la Iglesia fue redimida por la sangre de Cristo de toda raza y lengua y pueblo y nación y constituida en esta aludida dignidad común para todos ellos, en cuanto que no fue cualquiera la misericordia del Señor en su sacratísima pasión, sino que junto a él también hubo abundancia de rescate (Cf. Sal 130, 7).
Hay que tener en cuenta que, del hecho de que se ungen todos los cristianos en el renacer del bautismo, como se dice en la Decretal citada, en ello se demuestra que todos nosotros tenemos que ser mansos y sencillos y extremadamente pacíficos entre nosotros y unánimes y concordes, de acuerdo con lo que significa la misma unción, porque las cosas ungidas se vuelven suaves y agradables al tacto. Pues Cristo, nuestro Rey de Paz, quiere decir Ungido, y de él somos ungidos nosotros los cristianos para permanecer unánimes y pacíficos bajo él; por lo que no en vano dispuso la Iglesia para el sagrado bautismo las dos fechas que son el sábado del Domingo de Resurrección y el sábado de Pentecostés, como dicen los sagrados cánones, para que claramente se diese a comprender que, así como todos por el bautismo nos configuramos a la muerte de Cristo y con él morimos a nuestra vida anterior y renacidos después resucitamos con Cristo a una nueva vida, así también ungidos con su sagrada unción nos afanemos por guardar mutuamente la unidad del Espíritu con la atadura de la paz, en lo que los apóstoles se encontraron unánimes en el día santo de Pentecostés, cuando recibieron aquella admirable unción del Espíritu Santo cual nuevo bautismo, como dicen los Hechos de los Apóstoles, donde también se recuerda que Cristo les había anunciado: «Pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,5; cf. 1,14).
También nosotros en lo posible tenemos que configurarnos a esta santísima unción del bautismo, para que así aparezca en verdad por el espíritu de esta enseñanza que concuerda lo que se hace en los miembros con lo que se había hecho en la misma cabeza por la semejanza y forma del misterio en el día y fecha escogidas para regenerar a los hijos de los hombres y para adoptarlos como hijos de Dios, como dicen los sagrados cánones en el lugar anteriormente citado. Pues por eso se imprime el carácter en todos los bautizados, que es cierta señal admirable impresa de forma indeleble por Dios en el alma de cada uno de los fieles, por el que, cual oveja del Señor que se diferencia por esa marca de todos los demás infieles y que aparece marcada uniformemente con todos los demás fieles, se incorpora con ellos al redil del Señor: para que él con los demás y todos los demás con él vivan pacíficamente y en concordia en adelante en la participación en los sacramentos y restantes beneficios de la Iglesia de Dios; y con este sello del carácter cada uno de nosotros se ha de presentar en el juicio para dar cuenta rigurosa de esta sagrada comunión eclesial y de sus beneficios tan elevados que le han sido concedidos con tanta misericordia, al que también corresponde exteriormente el mismo nombre de la cristiandad; para que, así como a cualquiera por depravado que sea, pero que se ha bautizado de verdad, se le imprime tal carácter, así también se le imponga el nombre de la cristiandad de forma que se llame cristiano junto con los demás fieles y con ellos goce en paz de los dones de que se ha hablado y conviva y trate con ellos, habiendo de dar cuenta a Dios del uso o abuso de todo ello, como ya dije; ni la Iglesia podrá ya castigarlo como a un extraño ni separarlo de los demás fieles postergándolo, sino tan sólo castigarlo con caridad y benevolencia como a un hijo legítimo aunque malo por lo que le hubiera sido jurídicamente probado a causa de sus acciones personales de después del bautismo; y después, si acaso fuese necesario, proceder contra él hasta separarlo de los demás.
Ni creo que hay que callar que fue con providencia divina el que los fieles de Antioquía fueran los primeros en ser llamados cristianos, como dicen los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 11, 26) y que de ellos pasase ese nombre a los demás creyentes en Cristo, por cuanto que, por envidiosa instigación del demonio, allí había surgido una disensión bastante turbulenta entre unos y otros creyentes, o sea judíos y gentiles, y posteriormente habiéndose reunido todos los apóstoles en Jerusalén en concilio, se consiguió en este nombre la mayor paz y concordia rechazando todos los antiguos errores, como se encuentra en los Hechos de los Apóstoles, donde al hablar Pedro, el príncipe de los apóstoles, sobre este tema en presencia de todos, dijo así: «Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la Palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones por la fe...» (Hch 15, 7-9; cf. 5-35).
He ahí con qué claridad reconoce san Pedro y afirma que en el nuevo Testamento Dios no hace distinción alguna entre los judíos y gentiles: «Y no hizo distinción alguna», se entiende Dios, «entre ellos», o sea los gentiles «y nosotros» los judíos. Y también después de haber defendido Pedro la concordia en igualdad y sin diferencias de uno y otro pueblo creyentes, levantándose Santiago, obispo de Jerusalén, confirmó esto mismo haciendo ver cómo de todas las gentes tenía que hacerse un nuevo pueblo en absoluta concordia y caridad inquebrantable, y precisamente por la invocación del nombre de Cristo, lo que se hace en cuanto que todos lo mismo y por igual nos llamamos cristianos, como ya se ha dicho; y éstas son sus palabras: «Hermanos, escuchadme. Simón ha referido cómo Dios ya al principio intervino para procurarse entre los gentiles un pueblo para su Nombre. Con esto concuerdan los oráculos de los Profetas, según está escrito: 'Después de esto volveré y reconstruiré la tienda de David que está caída; reconstruiré sus ruinas, y la volveré a levantar. Para que el resto de los hombres busque al Señor y todas las naciones que han sido consagradas a mi nombre, dice el Señor que hace que estas cosas sean conocidas...'» (Hch 15, 13-18).
Pero este nombre que se había de invocar sobre las gentes que iban a salvarse, con los que se iba a edificar la Iglesia, era el nombre de Cristo, como se ha dicho. Y así, con la invocación de este nombre de cristiano se pacificó entonces la Iglesia congregada de judíos y gentiles, que se había de propagar en la misma paz, caridad y común participación bajo el nombre de Cristo en medio de estos dos pueblos hasta el fin del mundo, para que, así como todos eran iguales en la participación de los beneficios de la Iglesia, así también todos se llamasen cristianos; aunque por aquel entonces todavía no había sido excluida por entero aquella antigua observancia legal, ya que se les permitió que siguieran absteniéndose de la sangre y de lo ahogado, y a los gentiles se les amonestó a que debían abstenerse de lo contaminado por los ídolos y de la fornicación, en cuanto que muchos de ellos antes de esto juzgaban que ella no era pecado; y se hizo paz entre ellos cuando todos a la vez, tanto los judíos como los gentiles se abstuvieron de esas tres cosas por decisión de los apóstoles, en razón de la correspondiente concordia entre uno y otro pueblo.
Con el transcurso del tiempo y una vez superada lo bastante la ignorancia de los judíos convertidos a Cristo acerca de la observancia de esas dos cosas y de todas las demás parecidas que estaban incluidas en la ley antigua, todas fueron excluidas por los apóstoles, especialmente por el apóstol Pablo, y se fueron acabando tanto las que los judíos solían cumplir de las ceremonias de la ley antigua, como también las que los gentiles acostumbraban a hacer por abuso generalizado o por prescripción de la anterior idolatría y que eran contrarias a la religión cristiana o incoherentes con ella; aunque por desconocimiento o incuria de los mismos rectores de la Iglesia permanecen todavía en algunas festividades de los cristianos reliquias de aquellas antiguas observancias, tanto de los gentiles como de los judíos, por lo menos en cuanto a la gente sencilla; que, aunque por la ayuda de Dios no llegan a corromper de modo importante la fe de Cristo y su santísimo culto a causa de la firme solidez de la Iglesia que en alguna forma consigue de sus fieles que no abandonen ni olviden del todo su culto al estar extendida por todas partes a lo largo y a lo ancho, sin embargo, de no ser por eso, con facilidad sobrevendría un daño notable cuando estamos viendo que va creciendo la iniquidad y se enfría la caridad de la mayoría.
Pero por lo que toca al tema, de aquí por lo general se origina un perjuicio bastante notable para unos y otros fieles: pues, prescindiendo de los pecados que pueden cometerse por unos y otros en los restos de tales observancias, por encima de ello surge de ahí el gran mal de que nunca se guarda como se debería la requerida paz y concordia entre unos y otros, con tanto esfuerzo procurada por los apóstoles entre ellos y tan útil y necesaria a la Iglesia de Dios. Pues los que vinieron a la fe de la raza judía, viendo en los otros ciertas apariencias, por así decirlo, de los ritos gentiles e incluso a veces auténticas groserías, lo recusan en sus corazones y comienzan a resentirse contra ellos, y a veces arrastrados por su propia maldad comienzan a dudar de la fe y a apartarse en lo posible de todo culto eclesiástico. Por su parte, los que vinieron de la gentilidad actúan del modo inverso por lo general, pues al ver en algunos de ellos ciertas reliquias de aquellas antiguas observancias, y al saber la forma con que guardan las fesüvidades, convivencia y trato de la antigua sinagoga, los aborrecen e injurian en lo posible y comienzan a llamarlos no cristianos, sino judíos bautizados; e incluso movidos por esta oportunidad del diablo rechazan y rehuyen a todos los que llegaron en toda forma del judaísmo a la fe de Cristo; y con ello los otros aún más se excitan arrastrándose al odio y a la mala voluntad contra éstos, y así, al ir creciendo la Iglesia de uno y otro de estos dos pueblos, no va creciendo en ella la paz, la caridad y la concordia cual correspondería, sino que continuamente por instigación del demonio surge entre ellos la antigua y nueva discordia: antigua por la antigüedad en años, y nueva por el incesante aumento de vehemencia, y así el valiente tropieza contra el valiente y juntos se caen los dos, como escribe Jeremías (Cf. Jr 46, 12); y lo que todavía es peor, que se pisotea y deshonra a nuestra madre nutricia la Iglesia con tales turbulentas luchas, y no sin error bastante culpable de sus rectores y prelados, y no permita Dios que pueda decirse por su condenación.
Pues todas estas cosas que en cualquier forma dividen a uno y otro de estos dos pueblos deberían ser cortadas de raíz por los rectores y prelados, y predicarles y procurarles con afán la caridad, la paz, la unanimidad, la fraternidad y la concordia, y eliminar inmediatamente según el orden establecido cualquier discordia que nazca entre ellos; y, si fuese necesario, castigarla según lo establecido con el rigor de la censura eclesiástica, para llegar a conseguir un nuevo pueblo ilustrado con igual cuidado y diligencia y querido en la fe cristiana, y de igual convivencia caritativa y participación uniforme en ella.
Pues en esto ya no debe tolerarse ninguna ignorancia ni en los que llegaron a la fe de Cristo desde la gentilidad ni desde el judaísmo de forma que por su causa haya que pasar por alto cualquier cosa de éstas en unos y otros, sino que por el mismo hecho de que se bautiza cualquiera de ellos tiene que saberlo y estar dispuesto a conformarse en esto con todos los demás y convivir con ellos en amor fraterno, para que ya no haya en el pueblo de Dios diferencia alguna de judío o griego, por haber sido aunada y congregada la Iglesia de uno y otro pueblo por medio de los apóstoles en esta nueva fraternidad; incluso aún viviendo ellos se fundamentó esta convivencia fraternal y la unidad de un nuevo trato mutuo entre los de uno y otro pueblo, y quedó escrito indeleblemente para toda la Iglesia en sus sagradas epístolas canónicas y en las Escrituras.
Por eso no puede temerse el escándalo en estas cosas, ya que tal escándalo no sería el escándalo de los sencillos sino el de los fariseos, que sería demasiado dañino para ellos y para la Iglesia de Dios si se tolerase; y asi cualquiera que de esta forma quisiera impedir el escándalo, él mismo lo causaría, como por sugerencia del demonio con frecuencia sucede entre nosotros que, mientras tememos con cierta apática desidia que se produzca el escándalo donde no hay que temerlo, somos nosotros mismos los que suscitamos el escándalo con el aplauso de los hombres donde no debiéramos; pues al ver ellos que por miedo al escándalo silenciamos lo bueno y no nos atrevemos a corregir lo que debiéramos, siempre procuran promover el escándalo al corregirlos o reprenderlos para que así abandonemos la reprensión o la corrección por miedo a que se promueva el escándalo.
De ahí proviene que con el mismo derecho en esas y otras cosas parecidas haya de tolerárseles lo que no está permitido, o después separarlos de ellas levantando mayor escándalo por la tolerancia anterior, cual si entonces arbitraria o presuntuosamente hubiéramos decidido hacer o prohibir algo nuevo que no habíamos hecho antes, cuando no juzgábamos así tales cosas sino que las considerábamos mucho más justas y honestas; de donde se comprueba que acaba defendiéndose como ley o privilegio todo lo que por corruptela se permite que dure algún tiempo sin que se corrija; por lo que le sería más provechoso que se le ayudase enseguida con la corrección oportuna, como dicen los sagrados cánones: «Hay que evitar las malas costumbres así como las corruptelas perjudiciales, que, a no ser que se arranquen de raíz enseguida, los impíos las toman como derecho de privilegio, y las prevaricaciones y diversas usurpaciones no reprimidas a tiempo comienzan a respetarse como leyes y a observase para siempre a modo de privilegios».
Y, si no me equivoco, de esta forma desaparecieron en su mayor parte los derechos e inmunidades de las iglesias, al punto de que no se puedan reclamar ya, no sólo sin gran escándalo, sino de ninguna manera. También de esta manera cayeron poco a poco y lastimosamente las órdenes religiosas de aquella primera pureza suya, al punto de que a cualquiera que quisiera guardar con celo algo semejante todos lo tacharían de presuntuoso y atrevido y se le diría que había promovido un escándalo.
También ha llegado hasta aquí desgarrada por ciertas corruptelas esta concorde y pacífica caridad de trato de los fieles, de forma que, cual gentes que desconocen a Dios, así nos tratamos mutuamente sin fe alguna ni amor caritativo. Pues lodos buscamos en nuestros prójimos nuestro propio interés y no el de Jesucristo, y con el mismo trato participamos con los infieles cuando nos lo requiere nuestro propio interés al igual que conviviríamos con nuestros prójimos cristianos si el interés nos lo pidiese; y con el mismo aborrecimiento detestamos a nuestros hermanos cristianos cuando de alguna forma nos sentimos heridos por ellos como aborrecemos a los condenados infieles cuando de ellos tenemos que sufrir algo semejante; y de ahí se sigue que han nacido en la Iglesia de Dios estas malas discordias, hasta el punto de que puede decirse que Cristo está dividido en nosotros, lo que había deplorado el Apóstol escribiendo a los Corintios (Cf. 1 Co 1, 12-13), cuando uno quiere exaltar todo lo posible a su raza dentro de la Iglesia e intenta postergar a los demás hasta donde pueda, de forma que los gentiles dicen que la Iglesia de Cristo tiene que ser suya, y los judíos pretenden por su parte que suya; lo que no ocurriría si continuamente todos los fieles hubieran comprendido que en la ley de Cristo no podía valer nada ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva creación, en la que todos tenían que vivir unánimes y concordes en caridad fraterna; y si los rectores de las iglesias públicamente se lo predicasen y obligasen con interés a todos los fieles a que lo cumpliesen. Por lo que es bien cierto que por evitar un escándalo caemos más profundamente en él.
Así llegamos a la conclusión de que todos nosotros, de dondequiera que hayamos llegado a la fe, tenemos que saber que somos conciudadanos y familiares, e incluso hermanos amables y pacíficos dentro de la única Iglesia de Dios, por lo menos en cuanto que todos hemos sido ungidos con la misma unción y a todos se nos ha impreso el mismo carácter del bautismo, y con ello todos nos hemos introducido sin diferencias a la misma nobilísima dignidad del reinado y sacerdocio de Cristo; y, para mostrarlo, en el bautismo por igual se nos ha puesto a todos y a cada uno de nosotros en particular el mismo nombre que nuestra Iglesia universal conserva para sí como título singular de dignidad tan excelsa y que es el de cristiana y cristiano, que desciende a cada uno de nosotros desde Cristo, nuestro glorioso salvador, como todos sus abundantes beneficios, según expone claramente san Agustín en su libro sobre La vida cristiana, donde, como resumiendo todo este capítulo, dice al respecto: «Ninguno de los fieles ilustrados ignora que cristo significa ungido; pero es bien claro que sólo se llama ungidos a los santos varones y suficientemente dignos ante Dios, y no a otros que a los sacerdotes, profetas y reyes; y tan grande fue este sacramento de la unción que, en el pueblo judío, no merecieron recibirlo todos, sino muy pocos de entre muchos. Y así fue hasta la venida de nuestro señor Jesucristo: desde entonces los que creen en él y se purifican con la santificación de aquel bautismo, no unos cuantos como antes ocurría bajo la ley, sino todos se ungen como sacerdotes, profetas y reyes. Y con el ejemplo de esta unción se nos advierte de cómo tenemos que ser, de forma que, en quienes es tan santa la unción, no puede por menos de serlo su vida: pues del sacramento de esta unción proviene la palabra y el nombre tanto de Cristo como de todos los cristianos que creen en Cristo».
Por lo tanto cobren conciencia quienesquiera de todos éstos o de alguno de ésos que pretendan audazmente afirmar lo contrario y vean cómo deprimen a la Iglesia de Dios por quitarle totalmente el nombre propio de su excelsa dignidad, con lo que también quiebran la tiara real que recibió de mano de Dios según el testimonio profético; y con ello contradicen realmente a Cristo e impiden que se llame con su nombre verdadero en todos los hijos que la Iglesia ha recibido en igualdad del útero del bautismo; y sin embargo, quieran o no quieran, siempre será renombrado Dios para señal eterna que no será borrada, como dice Isaías (Cf. Is 55, 13), por cuanto que Cristo crucificado por nosotros aquí es nombrado en tü-dos sus fieles por la señal de la santa cruz, a la que todos los fieles tenemos que configurarnos; pues, como dice el Apóstol a los Calatas: «Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y apetencias» (Ga 5, 24).
También por este signo ha de juzgar a todas las gentes en el futuro, llamando hacia sí misericordiosamente a los buenos y entregando justicieramente a los malos al fuego eterno, como se encuentra en el evangelio de Mateo: «Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre...» (Mt 24, 30), es decir, la cruz, los clavos, la lanza, que fueron los instrumentos de su sacratísima pasión. Pues si vivimos según el Espíritu de Cristo, obremos también según el Espíritu, como en su nombre todos hemos sido llamados sin diferencias: «No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente» (Ga 5, 25-26), como en el mismo lugar dice a continuación el Apóstol.
Pero hay que llegar ya a los sagrados cánones donde los santos padres recomendaron con insistencia esta aludida concordia de todos los fieles cristianos de toda la Iglesia universal, que también con estricto rigor establecieron que todos los miembros de la Iglesia tenían que guardar, «pues el Altísimo se goza con tal concordia y se gloría en sus miembros», como en ellos se dice, y también: «Pues el convite del Señor es la unidad del cuerpo de Cristo, no sólo en el sacramento del altar, sino también en el vínculo de la paz», es decir, en todos sus miembros, como allí se encuentra.
Baste, por lo tanto, reunir un poco de lo mucho, que confirme con la autoridad de los santos padres esta deseada concordia unánime, igual y amistosa de todos los fieles. Ofrece san Cipriano todo esto que queremos en un largo y elegante desarrollo recomendando la unidad de la Iglesia en la dicha conjunción de todos los fieles, como recogen los sagrados cánones, donde claramente deduce esto del mismo origen de la Iglesia naciente, exponiendo que, aunque Cristo había conferido la administración de la Iglesia a todos los apóstoles, sin embargo sólo a Pedro le encomendó la Iglesia, y precisamente para manifestar su unidad; donde dice: «Habla el Señor a Pedro: 'Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia'. Sobre uno edifica la Iglesia, y, aunque después de su resurrección les concede a todos los apóstoles un poder igual diciéndoles: 'Como me envió el Padre así os envío yo: Recibid el Espíritu Santo', sin embargo, para manifestar la unidad dispuso con su autoridad el origen de tal unidad comenzando por uno. También los demás apóstoles estaban dotados de igual participación de honor y poder como lo había sido Pedro; pero el comienzo parte de la unidad para que la Iglesia de Cristo se muestre única; y a esta única Iglesia el Espíritu Santo la designa también en el Cantar de los Cantares por la persona de Cristo el Señor, diciendo: 'Unica es mi paloma, única mi perfecta. Ella, la única de su madre, la preferida de la que la engendró'. También el apóstol san Pablo enseñando esta unidad de la Iglesia hace ver el misterio de la unidad diciendo: 'Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios'. Tenemos que mantener con firmeza y reivindicar esta unidad especialmente nosotros, los obispos, que ocupamos la presidencia en la Iglesia de Dios, para que hagamos ver que también el mismo episcopado es uno e indiviso: que nadie falte a la fraternidad, que nadie corrompa la verdad de la fe prevaricando pérfidamente. Unico es el episcopado cuya singularidad se mantiene en el conjunto; y única es la Iglesia que se extiende en número muy ampliamente por su fecundo crecimiento: como son muchos los rayos, pero una sola luz; y son muchas las ramas del árbol, pero un solo tronco afirmado por una raíz consistente; y como de una sola fuente corren muchos arroyuelos y su multitud, aunque aparezca desparramada por la abundancia grande de agua, conserva no obstante la unidad de origen. Aparta del cuerpo el rayo de sol: la unidad no permite la división; rompe la rama del árbol: no podrá producir fruto: corta el arroyuelo del manantial: se secará cortado. Así también la Iglesia del Señor bañada de luz extiende sus rayos por todo el orbe, y sin embargo es una sola cosa la que se difunde por todas partes y no se separa la unidad del cuerpo: muestra sus rayos por el orbe entero con fecunda abundancia, prodiga desbordantes arroyuelos, extiende lejos sus ramas, y sin embargo es una cabeza, un origen y una madre muy fecunda. No puede adulterar: la esposa de Cristo es incorrupta y pudorosa: sólo conoció una casa y guarda con casto pudor la santidad de una sola alcoba».
He aquí con qué luminosidad la autoridad sagrada de los cánones demuestra esta unidad indivisible e inviolable de toda la Iglesia a través del orbe entero, que este testimonio hace notar al principio que había sido claramente simbolizada en Pedro, príncipe de los apóstoles y pastor de toda la Iglesia, quien afirmó, como ya antes ampliamente expuse, tanto con su ejemplo activo como por ratificación de palabra que en la Iglesia tenían que estar sin diferencias estos dos pueblos de los judíos y de los gentiles en igualdad de derecho y de gracia, en cualquier caso que alguien de cualquiera de ellos llegase a la fe de Cristo; y su unidad y vinculación dentro de la santa madre Iglesia consiste en la unánime conjunción de todos ellos por el verdadero amor mutuo, como la de los miembros naturales en el único y mismo cuerpo tiene que ser la mutua y fraternal ayuda del amor, como se da a entender en el sagrado canon ya citado, al decir: «Unica es mi paloma, única mi perfecta»; y después: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo...».
Esta unidad y concordia de todos los fieles consiste además, en lo que respecta a nuestro tema, en la comunión de los sacramentos de Cristo, al igual que comunicamos todos en la misma fe, como ya había dicho antes y aparece claramente en el testimonio citado, cuando dice: «una sola fe, un solo bautismo». Pero más claro lo dicen los sagrados cánones: «Está la unidad de la Iglesia, que ampliamente se manifiesta en la asociación y comunión de los sacramentos, que abarca con los granos también pajas, que, por estar mezcladas en un cuerpo, sucede que ni los justos las evitan ni los justos son evitados por ellas. Así hay en la Iglesia hombres malos como en el cuerpo humano malos humores que a veces salen del cuerpo».
Por tanto, todos los cristianos, aunque algunos sean malos, tienen que ser iguales y uniformes en el consorcio y participación de los sacramentos, mientras no se descubran por patente maldad de forma que se les pueda probar públicamente para ser corregidos y castigados juridicamente por la Iglesia o expulsarlos de su comunión.
También consiste esta aludida concorde comunión de todos los fieles en la participación de los oficios y beneficios de la Iglesia, como dicen los sagrados cánones, cuando en el caso de que uno que provenía de la raza judía y había recibido la fe de Cristo por gracia divina, mandó el sumo Pontífice que lo recibiera como canónigo en igualdad con los demás; por lo que al final del escrito a aquel obispo reciente que intentaba rechazarlo, acaba diciéndole que, por el hecho de ser él judío no había razón para postergarlo. ¿Y qué otra cosa resulta más clara en tal mandato si no que a nadie que llegue a la fe de Cristo de cualquier raza pueden vilipendiarlo los fieles o despreciarlo, y mucho menos excluirlo de la íntegra comunión de los fieles respecto a cualquier oficio o beneficio eclesiástico a causa de su raza infiel o de su propia infidelidad, de los que había llegado a la comunión cristiana por la fe verdadera? De esto puede darse cuenta cualquiera que se fije en ello.
Sobre la obligación de guardar cuidadosamente esta santísima unidad se hablará más adelante en el capítulo XLIV. Baste por ahora decir que cualquiera que intente dividir o romper esta unidad santísima es estimado por los padres como ajeno, profano y enemigo, como dicen los sagrados cánones: «Es ajeno, profano y enemigo, no puede tener como Padre a Dios el que no mantiene la unidad de la Iglesia universal...»; y no sólo eso, sino que también se le llama miembro del anticristo, cuando al escribir sobre esto nuestro glorioso padre Jerónimo al sumo Pontífice, acaba diciendo: «El que no recoge contigo, desparrama, es decir, quien no es de Cristo, es del anticristo». Por lo tanto, la pena con que le amenazan los sagrados cánones es la de que temporal y eternamente será castigado por Dios, al decir: «En aquel tiempo en que el Señor mostró a los jóvenes a evitar los delitos anteriores con ejemplos de castigos, y fabricaron y adoraron el ídolo, y se quemó el libro profetice por la ira del rey rebelado y se inició el cisma, castigó la idolatría a espada, la quema del libro con guerra sangrienta y cautiverio en tierra extraña, el cisma abriéndose la tierra y sepultando vivos a sus fautores; ¿quién ya dudaría que había sido hecho con más maldad lo que fue más gravemente castigado?». Y estas palabras son de nuestro gloriosísimo padre san Jerónimo, en las que dice que la maldad del cisma y la división es más perversa que todos los otros delitos allí recordados, y más abominable, y por eso es castigado con sentencia más estricta, es decir, momentánea y temporal y también eterna.
Mantengamos, pues, esta tan útil, tan necesaria, tan firme, tan fundamentada, con tantas exhortaciones recomendada, con tantas amenazas imperada por la Iglesia, santísima y sincera unidad de todos los fieles de toda la Iglesia universal que sin diferencias viven bajo los mismos oficios y beneficios de la fe y de los sacramentos, tal como lo ha mantenido la venerable madre Iglesia desde el comienzo de su reciente plantación hasta el presente y la mantendrá hasta el fin; y que con tanto apremio nos mandó que la mantuviésemos, para que no nos atemorice el adversario, sino que lo rechacemos con valentía como nuestra santísima Iglesia también lo rechaza y condena. «Pues todo católico firme rechaza aquella parte que sabe que no está en comunión con la Iglesia universal fundamentada por la sede apostólica», como dicen los sagrados cánones.
Y para que no les parezca poco a estos sembradores de cizaña los venerables decretos canónicos con los que se rebate del todo la discordia que promueven, me ha parecido que había que añadir las leyes civiles de los príncipes creyentes, con las que se apague del todo su aludida temeridad; y no porque lo aportado anteriormente no sea del todo convincente contra ellos, sino para que, del mismo campo que ellos se oponen, también yo me oponga, ya que también por su parte intentan aducir lo establecido por los príncipes civiles, y así no les quede ningún lugar de refugio ni a la derecha ni a la izquierda, al verse abrazados por uno y otro brazo.
Porque corresponde a los mismos reyes y príncipes cristianos, si de verdad quieren ser nobles e ilustres ante Dios y los hombres y permanecer en las sedes que ocupan, el mantener en paz a su santísima madre la Iglesia y procurar incesantemente su concordia, tan amable y necesaria; pues, de no hacerlo, no podrían dar cuenta de su gobierno ante Dios, por quien ellos reinan. Y entre otras cosas, sin embargo, les corresponde observar necesariamente que las leyes que establecen no sólo imiten los sagrados cánones en lo que determina la firme tradición religiosa de la fe, sino que también ellos por las nuevas leyes que promulgan en obsequio y reverencia a la Iglesia de Dios coarten con estricto rigor las faltas e injurias y reprobándolas las prohíban, y con nuevas leyes manden y exijan en sus subditos la gloria y el honor de Dios.
Ni debieran admirarse de ello los atacantes a la Iglesia si viesen por lo dicho que los príncipes cristianos se volvían contra ellos, como expone claramente san Agustín en sus Homilías sobre el evangelio de Juan, y toman los sagrados cánones; dice así al propósito: «Así, cuando Dios quiere levantar los poderes contra los herejes, contra los cismáticos, contra los destructores de la Iglesia, contra los que echan al viento el nombre de Cristo, contra los blasfemos del bautismo, no se extrañen: es que Dios excita a Sara para que azote a Agar. Dése cuenta Agar de lo que ella es y deponga su orgullo. En efecto, cuando después de su humillación huye de su señora, se le presenta el ángel y le dice: ¿Qué haces, Agar, esclava de Sara? Agar se lamenta del trato de su señora, y ¿qué es lo que le dice el ángel? Vuélvete a tu señora. Se le hace sufrir, pues, para que vuelva, y ¡ojalá que vuelva!, porque su hijo, como los hijos de Jacob, tendrá parte en la herencia con sus hermanos. Se extrañan de que se levanten los príncipes cristianos contra los detestables destructores de la Iglesia. ¿Es que pueden quedar indiferentes? ¿Cómo podrían entonces dar cuenta a Dios de su poder? Siga vuestra caridad atenta a lo que quiero decir. Es pertenencia de los príncipes cristianos procurar la paz de la Iglesia, su madre, que les dio a luz espiritualmente. He leído las visiones y los hechos profetices de Daniel. Allí se ve a los tres jóvenes alabando a Dios dentro del fuego y la extrañeza del rey Nabucodonosor al ver cómo le alaban rodeados de llamas de fuego inocente. Extrañado del prodigio, ¿qué es lo que dice el rey Nabucodonosor, que no es ningún judío o circunciso, sino aquel rey idólatra que levanta su estatua y obliga a todos los pueblos a venir a adorarla? ¿Qué dice, sin embargo, bajo la emoción de las alabanzas de los tres niños, que le hacen ver la presencia de la majestad de Dios en el fuego? Promulgaré, dice, un decreto para todos los pueblos y lenguas de la tierra. ¿Qué decreto es ése? Que todos los que hayan proferido blasfemias contra el Dios de Sidrac, Misac y Abdénago, sean reos de muerte y sean sus casas destruidas. ¡Mirad qué penas tan duras dicta este rey extranjero para que se acaben para siempre las blasfemias contra el rey de Israel, que con su poder libró del fuego a estos tres niños! Y ponen éstos, en cambio, resistencia a las leyes duras dictadas contra ellos por los reyes cristianos, porque ven que de un soplo se quiere aniquilar a Cristo, que libró no sólo a estos tres niños, sino el universo entero, junto con los mismos reyes, del fuego del infierno».
Movido, pues, por esta ilustración de la Iglesia santísima y encendido por el celo de la fe y por el amor de la paz y concordia evangélicas, el noble y preclaro rey don Alfonso, tan buen hijo católico de la Iglesia como diligente gobernante de su reino, como comenzase a surgir en el tiempo en que reinaba el murmullo de esta sediciosa discordia que había que hacer desaparecer, dentro de sus reinos, inmediatamente coartó todos sus torbellinos con una ley rigurosa, volviendo a la tranquilidad debida al establecer por mandato que todos los bautizados en la fe fueran en todo y por todo iguales y concordes en la única comunidad católica del estado, según el modo y orden explicado anteriormente; y con su noble virtud e ingenio la comunidad de los fieles que provenía de uno y otro de los dos pueblos permaneció en paz por algún tiempo y se quedó adormecida la turbulenta discordia; hasta que poco a poco, por la agitación del demonio, ahora en nuestros tiempos ha vuelto a surgir promovida públicamente y, como trueno repentino, ha sacudido la sagrada comunión de los fieles.
Ni ha venido sola, sino con el desbordamiento de otros males, ya que, roto entre los ciudadanos cualquier dictamen de la ley, creció sobrepasando la cima más alta de los males; en lo que, ¿qué otra cosa se puede ver en nuestros gobernantes y rectores que el descuidado y torpe abandono del bien común proveniente de las apetencias particulares? ¿y qué otra cosa puede verse en tanta y tan contagiosa corrupción en los ciudadanos subditos sino una mente rebosante de revoltosa maldad infiel y rebelde ante Dios y los hombres? Pues una maldad tan reprobable no podría turbar en tal forma la situación pública de los fieles a no ser que ya antes hubiera corrompido los corazones particulares tanto de los mismos rectores como de los conciudadanos subditos suyos, y así, rota entre unos y otros toda alianza de amor, después los forzó a promover revueltas y guerras.
Las leyes que había establecido a este fin aquel rey memorable bien querido ante Dios y los hombres, y que habrían de durar para siempre se encuentran en la séptima Partida, y su tenor literal en la lengua castellana es el siguiente:
Primera ley:
«De ninguna manera se puede emplear la fuerza o coacción sobre ningún judío para que se haga cristiano, sino que con los buenos ejemplos de las sagradas Escrituras y con el honesto buen trato habrán de convertirlos los cristianos a la fe de nuestro señor Jesucristo, porque nuestro Dios y Señor no quiere ni le agrada que se le sirva por la fuerza o coacción. Otrosí decimos que si algún judío o judía de propia iniciativa quiere hacerse cristiano o cristiana, no se lo deben torcer o impedir de ninguna manera los demás judíos; y si algunos de ellos, es decir de los judíos, los apedrearan o hirieran o mataran, lo que Dios no quiera, por el hecho de que quisiesen o se hubiesen hecho cristianos, si eso se les pudiera probar o los tales fueran convictos de ello, mandamos que los tales homicidas o los que consientan tal muerte o lapidación sean quemados en la hoguera; y si quizás no los matasen, es decir, solamente los hiriesen o deshonrasen, mandamos que los jueces del lugar donde esto hubiere ocurrido, fuercen y obliguen a tales que golpearon o injuriaron y deshonraron de tal forma que les obliguen a hacer sobre ello la debida enmienda y satisfacción, y también que a su arbitrio les impongan la pena debida que exigiera el error o la culpa que han cometido. Otrosí mandamos que después que algunos judíos se tornaren cristianos, que todos los del nuestro señorio los honren: et ninguno non sea osado de retraer á ellos nin á su linage de como fueron judíos en manera de denuesto: et que hayan sus bienes et sus cosas, partiendo con su hermanos et heredando á sus padres et á los otros sus parientes, bien asi como si fuesen judios: et que puedan haber todos los oficios et las honras que han los otros cristianos.»
Sigue el tenor de la segunda ley, que es el siguiente:
«Viven et mueren muchos homes en las creencias extrañas que amarien ser cristianos, sinon por los aviltamientos et las deshonras que ven recebir de palabra et de fecho á los otros que se tornan cristianos, llamándolos tornadizos et profazándolos en otras muchas maneras de denuestos; et tenemos que los que esto facen yerran en ello malamente, porque todos deben honrar á estos átales por muchas razones, et non deshonrarlos: lo uno es porque dejan aquella creencia en que nascieron ellos et su linage; et lo al porque desque han entendimiento conoscen la mejoria de nuestra fe, et recíbenla et apártanse de sus padres, et de sus madres, et de los otros sus parientes et de la vida que habían acostumbrado de facer, et de todas las otras cosas en que reciben placer. Et por estas deshonras que reciben, átales hi ha dellos que después que han recebida la nuestra fe et son fechos cristianos, repiéntense et desampáranla, cegándoseles los corazones por los denuestos et aviltamientos que reciben. Et por ende mandamos que todos los cristianos et cristianas de nuestro señorio fagan honra et bien en todas las maneras que pudieren á todos aquellos que de las creencias extrañas vinieren á la nuestra fe, bien asi como farien á otro cualquier que su padre, et su madre, et sus abuelos et sus abuelas hobiesen sido cristianos. Et defendemos que ninguno non sea osado de los deshonrar de palabra, nin de fecho, nin de les facer daño, nin tuerto nin mal en ninguna manera: et si alguno contra esto ficiere, mandamos que reciba pena et escarmiento por ende á bien vista de los judgadores del lugar, mas crua-mente que si lo ficiesen á otro home ó muger, que todo su linage de abuelos et de bisabuelos hobiesen sido cristianos.»
También lo mismo quiso y estableció otro sucesor suyo, el ilustrísimo rey Alfonso en el libro de sus leyes que confirió en la ciudad de Burgos, que entre nosotros se llaman los Fueros de dicho rey, título tercero, de deshonras e injurias, ley primera, y añadió penas y multas que había que aplicar a los que hicieran lo que se prohibía.
El ilustrísimo rey Juan que se murió en la villa de Alcalá quiso que se observase esto mismo y así también lo dispuso y mandó, como está escrito y se contiene en su Ordenamiento, que compuso y escribió en la ciudad de Soria, donde incluso añade y aumenta penas mayores y más graves para aplicar a los transgresores como allí podrá verlo quien quisiere.
Todas estas leyes reales citadas ya han sido aprobadas y confirmadas por el sumo Pontífice Nicolás V, como se verá en el capítulo siguiente. Por tanto, con mayor esfuerzo y obligación han de ser veneradas y obedecidas por los fieles de Cristo.
Tengan en cuenta, pues, los ciudadanos cristianos, y lo digo para todos, que no fue sin motivo que tan grande y tan ilustre rey hubiera dado estas leyes en sus reinos, ya que no sólo era absolutamente conveniente para reafirmar la paz evangélica en los fieles de Cristo, sino también para el mismo estado que presidía, a fin de gobernar debidamente la comunidad civil; pues así como mientras duraba esta diabólica sedición no podía permanecer el reino de la Iglesia, como más adelante se expondrá en el capítulo XLIV, así también necesariamente la comunidad civil peligraría y moriría si continuase tal divergencia entre personas sometidas a la misma ley; pues, como escribe Salustio en las lugurtinas, así como por la concordia crecen las cosas pequeñas, así por las discordias se derrumban las grandes.
Aprendan de ahí, por tanto, nuestros príncipes cómo deban encenderse en celo de esta paz y concordia tan necesaria, cuando con ello no sólo dan culto y sirven a Dios, librándose también ellos del peligro de condenación, sino también consiguen afirmar la estabilidad de sus dominios. De ahí dense cuenta también todos los fieles cristianos con cuánta diligencia y preocupación se vean obligados a guardar a tal respecto sus leyes y mandatos, cuando los mismos príncipes incluso están tan obligados a procurarlas bajo tan gran peligro de perdición. Y de aquí también reconozcan los rivales de esta amable paz y concordia cuántos males perpetren e intenten con tales artimañas suyas, y finalmente no se admiren al ver que los mismos príncipes católicos con tal motivo se mueven contra ellos, sino más bien maravíllense de por qué no se mueven con más ardor, y ya que tal hacen, no rehuyan tal castigo, como sigue diciendo el mismo san Agustín en la homilía antes citada: «Si, pues, el rey Nabucodonosor alaba, ensalza y glorifica a Dios porque libra del fuego a estos tres niños, y fue tanta la gloria que envió este decreto a todos sus reinos: Todos los que hayan dicho blasfemias contra el Dios de Sidrac, Misac y Abdénago, perecerán, y sus casas serán destruidas. ¿Cómo, pues, quedarán indiferentes estos reyes, que no se fijan tanto en la liberación de estos tres niños de las llamas cuanto en su propia liberación del infierno, cuando ven que Cristo, que los libertó, es arrojado de los cristianos por un soplo, cuando oyen que dicen al cristiano: Di tú en alta voz que no eres cristiano. Esto es lo que pretenden hacer, y ni siquiera quieren sufrir tales castigos. Fijaos, pues, qué cosas hacen y, en cambio, qué es lo que sufren. Matan las almas y se les tortura únicamente en su cuerpo; causan muertes sempiternas y se lamentan, en cambio, de las muertes temporales».