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Magallanes


Carlos Valenzuela Solís de Ovando




ArribaAbajoPrólogo

Nada más grato para un escritor que porticar un libro interesante, informado y ameno como éste que nos entrega Carlos Valenzuela Solís de Ovando. A este agrado debemos sumar el atractivo del tema, tan cercano a nosotros pese a los cuatro siglos y medio de la hazaña realizada por Hernando de Magallanes.

Sin embargo, debemos confesar que cuando gentilmente nos entregaron los originales, temimos que fuera demasiado osada la aventura del autor, al tratar de glosar un tema tan importante que pareciera reservado a un afamado escritor o historiador europeo. La razón de esta aprensión es que aún persiste entre nosotros cierto sentido de inferioridad que nos reprime enfrentar determinadas materias que, en verdad, no sólo nos pertenecen, sino que tenemos de ella una perspectiva más favorable que la de los escritores situados en el viejo mundo. La hazaña de Magallanes es aún más nuestra que de Stephan Zweig, que fuera uno de sus más célebres narradores. La información básica que sustenta la trama, es parte de la historia universal, y por tanto, patrimonio de todos, mas el escenario preponderante de la gesta descubridora, la parte más trascendente de la misma, acaeció en un territorio que iba a ser parte de nuestra nación.

Valenzuela, en este libro, se nos muestra como un sugerente y documentado cronista. Anima las escenas con certero sentido novelístico, lo que otorga al relato una gran fluidez y deleitosa andadura. Es un libro serio y entretenido a la vez, ágil y fundamentado sobre sólidas bases históricas. Es decir, tiene todas las características de un buen libro, de ésos que valen la pena leer y conservar para prestigio de la memoria.

Carlos Valenzuela no nos sorprende con esta obra, aunque ella sea sorprendente ante los ojos del lector no informado. Desde hace ya unos años, nos viene entregando artículos y libros, que nos han llamado la atención por la sencilla elegancia del estilo y el manejo, sin visibles artificios, del difícil arte de narrar.

El viaje descubridor de Magallanes, además de ser «la hazaña más importante de la Humanidad», como la nomina uno de sus más autorizados biógrafos, tiene para nosotros, connotaciones que es necesario resaltar: el reconocimiento de este periplo, como el «descubridor de Chile», adelanta el ingreso de nuestra patria a los anales de la historia del mundo, en dieciséis años, los que van desde la fecha, 1520, del viaje de Magallanes, hasta la incursión de Diego de Almagro en 1536. Fue la expedición magallánica, la que bautizó a nuestro Chile con el óleo y crisma de la cristiandad, ya que el padre Valderrama, como lo reconoce el cronista de la expedición, rezó misa en lo que serían tierras chilenas. También fue en esos territorios australes, donde se oyó por primera vez la palabra castellana, lengua prócer que ilumina con su verbo lo mejor del entendimiento humano. Además, no hay que olvidar, que al descubrirse el Estrecho que une a los dos océanos más importantes del mundo, se dio un paso gigantesco de avance en las ciencias náuticas y en los conocimientos geográficos, revolución cartográfica que muy pronto abriría la posibilidad de unir por ese paso, labrado por la naturaleza en territorio chileno, a la Europa con el oriente legendario.

Todas estas razones, que van surgiendo del apasionante relato de la aventura magallánica, son un espaldarazo más a la convicción de que Chile fue descubierto por Magallanes y que el inicial territorio chileno que se vincula con la civilización occidental, fue el extremo austral de nuestro país.

Hay dos vertientes en la vida del autor de este libro, que brindan un sello especial a su carácter y, por tanto, a su estilo: sus estudios y formación en la Escuela Militar, donde alcanza las más altas distinciones, y su labor docente en la Universidad Católica de Chile. Desde allí, por una parte, su marcada vocación por estudiar y divulgar los orígenes de la gesta formadora de su patria, de la chilenidad, que aparece como leit motiv de toda su obra escrita; y, por otra parte, un profundo sentido didáctico que ordena y armoniza esta vocación animada por un impulso imaginativo. Sus obras responden cabalmente a esos imperativos interiores y son la bella expresión de los mismos. El término «chilenidad» tiene como sustento los dos factores formativos de la raza: lo araucano y lo español y, ambos, aparecen como pilares en la obra publicada por Carlos Valenzuela. Allí está su libro sobre los primeros años de la Guerra de Arauco, exaltando las virtudes del mapuche y del conquistador; sus estudios sobre el toqui Pelantaru y, como contraparte armonizadora de lo que sería la raza chilena, las tradiciones de la Colonia y la resultante gloriosa de estas pugnas bizarras y estos encuentros fecundos, el fruto de la libertad conquistada en los gloriosos campos de batalla: el centauro Bueras y la historia del Ejército de Chile.

Carlos Valenzuela Solís de Ovando demuestra, asimismo, una rara maestría en el género de la novela histórica, que sería su natural consecuencia. Esta forma literaria, alcanzó momentos del mayor prestigio algunas décadas y, luego de un tiempo, ha retomado su vigor en la actualidad. Muchos de los más calificados best sellers que actualmente atraen la atención de los lectores, pertenecen a este género literario, en el cual, desgraciadamente, hay mucha «paja picada», pero, también, obras interesantes, bien escritas y documentadas como la que ahora tenemos el placer de prologar.

Para terminar, nos permitimos recomendar al lector esta atrayente obra de divulgación, de lo que en verdad pertenece por propio e inalienable derecho, a la historia de nuestra patria, en la seguridad que los que pasen por sus páginas saldrán enriquecidos en sus conocimientos y agradecidos por la sugerente amenidad de su lectura.

ENRIQUE CAMPOS MENÉNDEZ






ArribaAbajoEl sabor llega a Europa

Toda una transformación entera en la historia de la humanidad, un quiebre brusco en su desarrollo que cambiaría usos y costumbres, transformaría países pequeños y desvalidos en grandes potencias, desencadenaría una larga serie de expediciones hacia mundos desconocidos y provocaría más muertes que todas las fiebres y pestes conocidas en Europa, se origina a causa de uno de los sentidos del cuerpo: el gusto.

Sabores tan corrientes para nosotros como el agrio del limón o el dulce del azúcar, son desconocidos aún al comienzo de la época medioeval. Los grandes señores y los humildes vasallos buscan más en la comida la abundancia para llenar sus barrigas, o el alimento necesario para adquirir energías, que el placer de su degustación. Está tan lejos en aquellos tiempos el Oriente del Occidente, que esos condimentos sabrosos como la pimienta, la nuez moscada, la canela o el jengibre; al igual que otros productos de la farmacopea como el alcanfor, la quina y el opio; y algunos que luego se harán indispensables en los tocadores femeninos como el almizcle, el ámbar y el aceite de rosas; todos ellos son ignorados en Europa.

Pero basta que una vez aparezca, no se sabe cómo, un grano de pimienta o un trocito de clavo de olor sobre la mesa de un importante caballero, para que desde entonces todo el mundo occidental se mueva, como una inmensa maquinaria, en una búsqueda enloquecida de eso que comienzan a llamar «especias».

De pronto, una ínfima parte de esas substancias cambia la monotonía desabrida de las comidas, por el inmenso placer de saborearlas. Y ya no se concibe más el hecho de sentarse a la mesa para tranquilizar los alaridos del hambre, sino para disfrutar todos los placeres del buen comer.

El guisado más burdo o el plato más bastardo, adquieren un encanto irresistible y excitante con sólo una pizca de granitos desparramados cuidadosamente sobre él. Un simple condumio logra categoría de manjar si está adecuadamente sazonado. Nadie acepta un sencillo cocido si es insípido. Los paladares del medioevo reclaman imperiosamente cada vez más condimentos y, por esa innegable ley del péndulo, se pasa velozmente al otro extremo. Lo que no está excesivamente aliñado es un bodrio, y aquello que no tiene el suficiente adobo, una bazofia. Ya ni el vino, esa bebida que se remonta a los tiempos bíblicos, puede tomarse puro; debe agregársele tanta especia que llega a ser cáustico.

El abanico de sabores, que en un comienzo fuera angosto y escaso, ahora se hace ancho, en toda la amplitud que un mismo alimento sazonado otorga. Ha llegado la era del gusto al Occidente. Ya no se conformarán sus habitantes con las comidas insulsas de antaño. Comer no es sinónimo de tragar, sino de degustar. Grandes y pequeños, ricos y pobres, darán dedos de su mano por conseguir condimentos. Dentro de poco, sólo los enfermos -y éstos con gran disgusto- podrán alimentarse con estofados desabridos.

Y esta locura del paladar se extiende al mundo femenino para su adorno y aderezo. Si las bocas de todos piden ingredientes de distintos tonos, las de ellas exigen cada vez nuevos perfumes del Oriente, la exuberancia del almizcle o la dulzura del ámbar. ¿Acaso no constituyen las mujeres la parte más bella de la humanidad? Entonces no sólo es justo y legítimo, sino también necesario, que se embellezcan y rodeen de efluvios fragantes. Y esta coquetería femenina lleva aparejada, tras los aromas, la vestimenta. A medida que las especias comienzan a llegar en forma más o menos regular, aunque carísima, el comercio oriental empieza a enviar preciosas sedas de la China o de la India, al igual que perlas y diamantes. Lo que en un principio es sólo novedad, demuestra ser más tarde la tentación del mercader. En corto tiempo se eleva la demanda. Ya no interesa lo que cueste, lo único importante es tenerlo, y por su posesión se mata, se roba y se peca.

Lentamente, el Oriente ha empezado a invadir al Occidente. Pero como la irrupción tiene loca a la Europa, que está feliz de ser invadida por cosas que hacen tan agradable la vida, ésta se deja avasallar y además paga caro por ello... ¡y muy caro!

El alma del medievo, antes tan austera, se ha dejado embriagar por las delicias orientales. El aumento en la demanda de especias trae, como consecuencia, un alza desenfrenada de precios. Esa misma pimienta que hoy derramamos sin mayor cuidado, es en cambio, en esos tiempos, de elevado valor. Ello se debe a la cantidad enorme de obstáculos, peligros y dificultades que hay que vencer para llegar desde el lejano Oriente, donde vale casi nada. Al otro lado del mundo, en lugares con nombres exóticos, las especias crecen tan abundantemente como la maleza entre nosotros. La nuez moscada en Banda, los clavos de olor en Amboina, la canela en Tidore y la pimienta en Malabar. Una tonelada de ellos no cuesta en esas regiones más que unos cuantos gramos en Occidente.

Han llegado momentos tales, que en ocasiones la pimienta reemplaza la plata. Con ella se compran tierras y se pagan derechos de aduanas a príncipes y ciudades, y se designa como «bolsa de pimienta» a un hombre muy acaudalado. Si su precio es mínimo donde nacen, las especias alcanzan en Europa valores mil veces mayores. El tráfico es el problema. No sólo debe pasar por muchas manos ávidas de dinero, sino viajar además por mares y desiertos plagados de riesgos antes de llegar al consumidor.

El primero que se inclina a recogerlas, es el esclavo malayo que trabaja, si acaso, por la comida; pero se enriquece su amo. Luego un comerciante islámico llena su canoa y rema ocho días bajo un tórrido sol hasta alcanzar Malaca, junto a Singapore, donde la vende al adueño de una barca que, tras pagar el impuesto al sultán de Malabar, puede izar su vela cuadra para dirigirse a algún puerto de la India. La travesía es amenazada constantemente por tifones y piratas que hacen perderse, en forma habitual, una de cada cinco naves. Cuando no son ellos, la embarcación pierde meses y meses en mares calmos, sin vientos, bajo un sol abrasador.

El traficante que llega a Ordmuz o Aden, puertas de entrada a la Arabia o al Egipto, besa el suelo en señal de agradecimiento: ¡ha salvado la vida y hecho un buen negocio!

Pero si hasta aquí el viaje ha sido en extremo sacrificado y peligroso, no lo es menos el resto. En todos los puertos del Golfo Pérsico o el de Aden, esperan largas caravanas de camellos, pacientes animales que guardan agua en sus jorobas para jornadas interminables. Ellos conducen los atados de especias, por cansadores caminos, hacia el Mediterráneo. Los nombres se suceden con una lentitud espantosa: Bassora, Bagdad y Beyruth, muy pegados a la línea del Eufrates. Son rutas milenarias que han usado los mercaderes de todos los tiempos. Las aldeas y villorrios de la senda están organizados para ese tráfico desde hace mucho. Allí van encontrando lugar para cargar agua, remudar los camellos y, de paso, realizar su comercio. Son infinitas las veces que los paquetes de especias cambian de mano y de lomos, y en cada una de ellas hay una nueva ganancia... siempre que se salven de los beduinos que, en un solo minuto, les pueden despojar de todo.

Pero hay bandidos en todas partes. Si no es detrás de un temporal de arena, lo es en alguna ciudad donde los emires y sultanes exigen desmesurados tributos por derechos de peaje. Es fantástica la cantidad de ducados que recogen por este concepto, y los comerciantes deben pagarla, o no pasan. Naturalmente, la cargan a costo... y éste sigue subiendo; total, el consumidor pagará al final lo que importe. Son muchos ya los que se han enriquecido en esta larga travesía, pero aún falta uno, quizá el más rapaz: la marina veneciana. Esta pequeña república de Venecia se ha apoderado, desde la destrucción de Bizancio, del monopolio de las especias hacia Europa. Pero no las vende directamente, las saca a subasta entre las factorías alemanas, flamencas e inglesas que, a través de llanuras o del hielo de las montañas, las hacen llegar a los mayoristas de cada región. Luego pasa al minorista, y sólo recién, finalmente, a manos del consumidor.

En todo este tráfico, desde que el esclavo malayo se inclinara a recoger las plantas en aquellas lejanas islas del Pacífico, hasta que el exigente paladar del europeo puede saborearlas, han transcurrido más de dos años y su valor ha subido cuantiosamente.

No obstante los riesgos e inconvenientes, las utilidades compensan con creces, ya que si el volumen de la venta es pequeño, los precios son aún mayores. Y es tan fructífero el negocio, que las vidas humanas que hayan que pagarse en aras de su consecución, o las naves que se pierdan, o las caravanas atacadas por piratas de mar y tierra, son sólo una migaja en esta enorme trama. La vida de un sujeto vale menos que un atado de pimienta, en un mundo donde las vidas sobran y las especias escasean.

Grandes fortunas se han levantado con este comercio. Así se han construido los hermosos palacios de Venecia, los de los Fugger y del los Welser. Sin embargo, todo encumbramiento trae molestias a los que no han podido profitar, y en particular, a aquéllos que deben pagar tan altos precios. En Francia, España y Portugal han surgido gobernantes que no están de acuerdo con el monopolio, toda vez que significa ríos de dinero que salen de sus países. El oro y la plata de Occidente se hacen pocos para pagar estos artículos, pues la demanda sigue en aumento. Los islámicos han levantado un muro entre la India y Europa. Ningún barco o mercader cristiano puede cruzar el Mar Rojo, y menos, por supuesto, transitar por territorios del Islam. El comercio desde las islas de las especias está vedado para todo el que no sea oriental. Claro, es una forma de resguardar el negocio que alimenta a tantos. Pero han llevado las cosas demasiado lejos. La cadena que cierra esta parte del globo se ha puesto demasiado tensa, y hay gente en Europa que estruja sus mentes no sólo para cortarla, sino acabarla por siempre jamás. El Occidente ruge como león enjaulado para librarse de esta opresión. Cualquier cantidad de dinero que signifique romper este comercio redituará con largueza el esfuerzo.

Han aparecido algunos iluminados que hablan de encontrar un nuevo camino hacia la India. Una ruta por mar que les permita llegar directamente a las lejanas islas donde crecen las especias. Sólo habrá que agacharse a tomarlas, sin tener que mirarle nunca más la cara a los musulmanes, ni aceptar sus oprobiosas exigencias. Varios han comenzado a dudar de los antiguos sabios y cosmógrafos. Siempre han asegurado que el continente africano se extiende hasta el Polo Sur en forma de barrera infranqueable. Peor aún, las naves no pueden costearlo acercándose a la línea del Ecuador, porque allí las aguas hierven por el sol y ningún ser humano sobreviviría en esas latitudes. Lo más lejos que han llegado algunos pocos navegantes atrevidos es hasta Bojador, poquito más al sur de las islas Canarias. Más allá, ningún cerebro cuerdo se atreve siquiera a pensarlo. Pero el mundo occidental semeja, en este momento, la ola que se recoge con la resaca antes de caer estrepitosamente, y así,... la ola está a punto de reventar.




ArribaAbajoPortugal en el siglo XV

Entre las numerosas y variadas influencias formadoras a que se hallaban sometidos los portugueses durante sus mil primeros años de historia conocida, tres son las de principal importancia: la conquista de la península ibérica por los romanos, la introducción y difusión del cristianismo y los doscientos cincuenta años de dominación mora.

Los primeros dejan la base de su idioma, sus leyes, costumbres, arte y literatura. Luego los visigodos, que fundan en el quersoneso un reino cristiano, traen los beneficios de la nueva fe que se extiende al Occidente. Finalmente los moros, tribus árabes y berberiscas, aportan una civilización nueva en conocimientos de medicina, astronomía, matemáticas, química y, especialmente, de agricultura.

Pasan los siglos y Portugal se libera definitivamente del dominio islámico. Ahora la lucha es con su hermano y vecino: el reino de Castilla. No obstante, el Portugal, que se cuelga en el borde de la península ibérica y está a punto de caerse al mar, ha concertado varias alianzas con los ingleses que han sido muy provechosas.

En plena Edad Media, año 1385, se reúnen las Cortes en Coimbra y eligen rey a Juan de Avís, hijo natural de Pedro I, gran estadista y soldado que comprende la importancia del apoyo de Inglaterra. Un año después, celebra el Tratado de Windsor y sella el pacto contrayendo matrimonio con Felipa de Lancaster.

Con la ayuda de un contingente de arqueros ingleses, derrota a los castellanos en Aljubarrota. Luego obtiene una segunda victoria en Valverde que pone término a la guerra con Castilla. El rey aliado le ha concedido el título de caballero de la orden de la Jarretera y se establecen entre ambos las más cordiales relaciones. Impedido de comerciar hacia el interior de la penisla, Portugal envía sus carabelas al Támesis cargadas de vino, aceite, frutas y cueros. Cada vez se toma más conciencia de que el tráfico marítimo debe extenderse hacia el Oeste, ya que ni siquiera el paso al Mediterráneo está permitido.

Pero Ptolomeo, la autoridad del medioevo, ha asegurado que el Atlántico es un desierto intransitable y que no se puede surcar en las proximidades del Ecuador. Se sabe, también, que el África se alarga hasta el Polo Sur. Sólo resta al Portugal el mar que se extiende en su frente desde las islas británicas hasta las Canarias. No obstante, su largo litoral, los grandes ríos navegables, los excelentes puertos y la abundante pesca, han alentado el desarrollo de una verdadera población de hábiles y atrevidos marineros que han aprendido de los genoveses y de los moros el arte de navegar. Entre ellos se habla de las fabulosas leyendas del Atlántico: sirenas que atraen a los marinos hacia las rocas, monstruos que devoran naves, inmensos remolinos y descomunales unicornios que perforan tres carabelas de una sola vez. A pesar de ello, Juan I monta en 1415 una escuadra que navega rumbo a Ceuta. Junto a él viajan sus tres hijos, entre los que se halla el joven Enrique, quien más adelante será conocido como Enrique el Navegante. El ataque a Ceuta tiene éxito y quedan echados los cimientos del imperio portugués.

El príncipe Enrique crece y se apasiona de una idea: explorar y dominar el Atlántico. Entre sueños y estudios, su imaginación vuela. ¿No cabe, acaso, la posibilidad de que el sabio Ptolomeo se haya equivocado? ¿Qué sucedería si el continente africano no se extendiera hasta el confín del globo, sino terminara más arriba permitiendo el paso hacia las Indias? Y mirando al Oeste, ¿por qué a veces las olas arrojan a las playas maderas extrañas que parecen venir desde el fondo del océano? ¿No habrá, quizá, tierras más allá del horizonte?

Si todas estas preguntas tuvieran respuestas positivas, Portugal estaría en inmejorables condiciones para enseñorearse del mar y de todo su ignorado y misterioso contenido.

Con razón le llaman Enrique el Navegante. Encerrado en su castillo de Sagres, en ese cabo que simbólicamente cuelga de la cola de Portugal como listo para lanzarse a la mar estudia, proyecta y organiza más de un viaje de descubrimiento. Descontando su travesía a Ceuta, jamás ha navegado, ni escrito tratados náuticos, ni dibujado mapas. Ha sido invitado a todas las cortes, dispone de inmensa fortuna, le han ofrecido los cargos más elevados y nada está fuera de su alcance. No obstante, consume su vida y caudal, durante casi cincuenta años, en lo que será la gran operación del Portugal: su transformación en la primera potencia marítima del mundo.

El gran mérito de la obra de Enrique, es que tiene conciencia de que la labor en que está empeñado tomará mayor tiempo que el de su propia vida. Aún así, se obstina en perseguir su objetivo.

Los portugueses casi no poseen embarcaciones. Las pocas que hay son diminutas y desprovistas de brújulas y mapas. Deben navegar siempre pegadas a la costa, buscando caletas o pequeñas bahías donde guarecerse de los temporales. Son, en realidad, barcas miserables con las que no puede conquistarse el océano. Todos los conocimientos de los griegos, fenicios y romanos se perdieron en el oscuro ayer. En esta Edad Media se han olvidado las nociones geográficas que tanto avanzaron aquellos pueblos. Los mapas y globos románicos están tan destruidos como sus carreteras. La cosmografía actual se basa exclusivamente en las enseñanzas de Ptolomeo, el más grande de los sabios a quien nadie osa contradecir. Sólo el tiempo se encargará de demostrar su error.

Sin embargo, bajo la mano de Enrique el Navegante se van consiguiendo, lentamente, pequeños, minúsculos triunfos. Son como los primeros intentos que hace un niño para caminar.

Enrique funda colonias en Madera y en las Azores que comienzan a proveer vino y azúcar. Más tarde sus capitanes traen algo de oro, marfil y esclavos desde Guinea. Son éxitos de poca monta, pero desencadenan una vorágine de actividad. Envía a buscar sabios árabes y judíos. Hace traer todos los libros y mapas que se encuentren en cualquier parte del mundo. Pide a los marinos que traigan detallados informes de cada uno de sus viajes, con lo que se va conformando algo parecido a un gran archivo secreto. Y, lo más importante, se aplica de lleno a la construcción naval, estudiando cada elemento y pidiendo las más variadas opiniones, hasta lograr un nuevo tipo de grandes naves capaces de surcar en alta mar a pesar de los temporales. Para sacar mejor rendimiento de ellas, se organiza un nuevo esquema. Al antiguo piloto o timonel, acompaña ahora un «maestro de la astrología», un experto que sabe leer los portulanos, determinar las declinaciones y registrar los meridianos. En estas anchas barcas que desplazan ochenta o cien toneladas, tan distintas de esas otras en que cabían no más de dieciocho tripulantes, se va gestando una generación de navegantes que observan todo, todo lo anotan y consignan hasta el más pequeño detalle. Y la suma de los conocimientos que cada uno adquiere, llega hasta Sagres donde Enrique recopila, analiza y enseña.

La ola se hace más grande antes de caer atronadora...

Cada nuevo paso es un avance hacia el objetivo. El príncipe alcanza a ver, antes de morir en 1460, cómo los portugueses se comienzan a descolgar por el borde del África. Ellos, que antes sólo se atrevían a alcanzar el Cabo Bojador, se deslizan hasta Cabo Non en 1434. Gil Eanes, su descubridor, afirma desde Guinea que Ptolomeo estaba errado, pues «aquí se navega con la misma facilidad que en las aguas patrias y el país es extremadamente rico y hermoso». Los portugueses han quebrado la mano al mar y se entusiasman por avanzar más al sur. En 1440 arriban hasta Cabo Verde, el punto más sobresaliente del África occidental. Desde allí todo será fácil. Enrique ya no está, pero los descubrimientos se suceden con velocidad increíble.

Juan II asciende al trono y se desencadena la nueva progenie de marinos. Los pasos inseguros del niño se transforman en franco trote, y luego en carrera. En 1471 se llega hasta el Ecuador, algo más bajo de la panza de África, y en 1485 Diego Cam encuentra la desembocadura del río Congo. Falta poco para llegar al extremo, sólo dos años, pues en 1487... ¡al fin!... un marino portugués, Bartolomé Díaz que lleva como cosmógrafo a Bartolomé Colón, alcanza hasta la punta del África y dobla el Cabo de la Buena Esperanza, demostrando así que este continente es circunnavegable y que se puede ir por mar a la India.

¡Cómo habrán gritado esas gargantas! ¡Cómo habrán llorado esos hombres ante la magnitud del descubrimiento! ¡Cómo se habrá helado la sangre en sus venas cuando la furia de los vendavales desarbolaron la nave y rasgaron sus velas! ¡Y cómo se habrán hincado sobre cubierta para dar las gracias al Supremo Hacedor!

El osado Bartolomé Díaz no se contenta con esta conquista. Quiere ir más allá y, por lo menos, divisar la India. Mas la tripulación, bastante zarandeada, se rebela afirmando que ya se tiene suficiente. Un poco más, y el navegante habría abierto la ruta por mar, quitando al Islam el monopolio de las especias. Triste sino el de los grandes hombres que no alcanzan a ver la obra cúspide de su vida. Otro portugués será el que tenga la gloria, once años más tarde, de llegar hasta Calicut: Vasco de Gama.

Se ha cumplido el sueño de Enrique el Navegante. Mientras el resto de las naciones europeas se matan entre sí en guerras interminables, Portugal se coloca a la cabeza y agrega a su territorio más dominios de los que tuvo el propio Imperio Romano. Más aún, ha conquistado el comercio de las especias cortando, de un golpe de espada, ese largo cordón islámico que las acarreaba hasta el Mediterráneo.

Con esto se acaba el gran negocio, la explotación, la opresión económica oprobiosa que el Oriente mantenía sobre Occidente. Ahora será este pequeño país, Portugal, quien se enriquecerá con su comercio, y ese ingente caudal de dinero le transformará en la primera potencia de Europa.

Al ritmo de esta riqueza surjan sabios, constructores y grandes comerciantes. Se desarrollan vertiginosas las artes náuticas y las ciencias. Los portugueses comprenden que a mayores conocimientos más hazañas pueden realizar. Cada nuevo avance se estudia, analiza, critica y se sacan conclusiones. Y así, la marina portuguesa es la mejor del mundo. Ya no faltan atrevidos tripulantes, sobra. Ya nadie cree en los monstruos marinos, ni en el hervidero de las aguas del Ecuador, ni que bajo su sol se quemarán hasta convertirse en negros. Todos quieren gloria... ¡y gloria tendrán!




ArribaAbajoReparto del mundo

A pesar de las ingentes riquezas que lleva implícita esta tarea de descubrimientos y conquistas, no puede ella desligarse del carácter de cruzada, de guerra santa, que imprimen los portugueses a sus expediciones.

El gran plan de Enrique el Navegante, si lograba circunnavegar el África, ha sido atacar por la espalda a los sarracenos que amenazan a Alemania e Italia y mantienen cerrado el paso por el Mediterráneo. Quitar a los islámicos el dominio económico de la especiería, conlleva la posibilidad de establecer bases militares en la costa de la India. Cada una de ella constituiría una cabeza de puente de donde se podría evangelizar las regiones vecinas y las intermedias. Propagar la fe en los pueblos descubiertos y conquistados, es la gran meta de Enrique.

Esta actitud de conquista religiosa requiere, necesariamente, que las empresas estén amparadas por la Santa Sede. Por eso es que en cuanto Nuno Cristao alcanza Cabo Blanco, Enrique envía una embajada a Roma para solicitar la donación perpetua de todas las tierras que sus marinos descubran a lo largo del litoral africano. El Papa Nicolás V emite dos bulas en 1454 en las que confirma a Portugal el patronazgo de esos territorios. Más tarde otros dos pontífices, Calixto III y Sixto IV, confirman esta donación. La última, en 1481, incluye las Indias.

Lanzado ya el Portugal en la conquista del Oriente, y en particular de las islas de las especias, no tiene mayor interés en participar en empresas de dudosa seguridad. Por ello es que cuando se presenta a la corte un genovés poco conocido a solicitar una flota entera «para buscar el levante por el poniente», es decir llegar a la India navegando hacia el Oeste, lo atienden en Lisboa con cortesía y frialdad.

Demasiado vivo se halla el recuerdo del fracaso de algunas expediciones a la legendaria isla Antilla que se supone al Oeste entre Europa y Asia. ¿Para qué arriesgar una fortuna en algo incierto? La ruta hacia la India ya ha sido abierta. Los astilleros portugueses no paran de trabajar construyendo la gran armada que próximamente se enviará a los nuevos dominios. Cristóbal Colón debe dirigirse a la corte de España. Portugal no se interesa.

Pero cuando llega a Lisboa la noticia de que aquel aventurero ha cruzado el océano y descubierto tierras al occidente, Juan II se estremece. ¿Qué gana con poseer una carta papal que le asegura los territorios ubicados al Este, si España navegando al Oeste le quita la India? Perdidos están los cincuenta años de trabajos y estudios de Enrique el Navegante. Perdidos los descubrimientos de la costa occidental del África. Perdido el triunfo de haber sobrepasado el Cabo de Buena Esperanza. Sólo cabe la guerra. O que la máxima autoridad espiritual de dos países profundamente católicos, Su Santidad, dirima la cuestión.

A su vez los monarcas de España, don Fernando y doña Isabel, recurren al Sumo Pontífice apenas regresa Colón de su primer viaje. Desean asegurarse de que los nuevos descubrimientos no se les vayan de las manos. Para el Papa, España y Portugal son sus hijas predilectas. Dos naciones piadosas que han expulsado a los infieles y exterminado la herejía. No pueden ellos reñir y, salomónicamente, corta el mundo por la mitad como quien parte una manzana. Mediante las bulas del 3 y 4 de mayo de 1493, llamadas Inter Coetera, define que la línea divisoria pasará por el meridiano que cae a cien leguas al Oeste de las islas Azores o las de Cabo Verde. Desde allí al Oriente, todo es de Portugal. Desde allí al Oeste, todo de España.

Pronto ambos países advierten que navegando en direcciones opuestas, deberán encontrarse necesariamente al otro lado. ¿Y dónde está la línea de demarcación en esa parte? Se da por entendido que la línea divisoria se extiende al otro hemisferio formando un meridiano completo alrededor de la tierra. Pero los portugueses se preguntan inquietos: ¿en cuál mitad de la tierra están las islas de las especias que ellos anhelan? Eso ya lo ha previsto el Papa. Agrega que si las islas o tierras firmes no están en posesión de algún príncipe cristiano antes de la próxima Navidad, serán de Castilla y León. Reconoce así, implícitamente, los derechos del Portugal sobre los pueblos orientales.

De esa manera la posesión de las islas de las especias ya no depende de dónde cae el meridiano en el otro hemisferio, sino de la ocupación física de ellas. Y esta carrera ya está lanzada. Portugal ha partido adelante y prepara la gran flota que habrá de tomar posesión. Este tema ha pasado a segundo plano. Otra cosa preocupa a Juan II: las cien leguas al Oeste de las islas de Cabo Verde que el Pontífice fijó como demarcación.

Y aquí nace la gran interrogante. ¿Conocen los portugueses la existencia del Brasil? ¿Acaso ya lo han descubierto y lo tienen muy en secreto? ¿Por qué la insistencia de Juan II en correr esa línea a 370 leguas de las islas de Cabo Verde, al extremo de amenazar con la guerra a los españoles si no aceptan? Todo hace suponer que el Portugal ya había descubierto Brasil y sabía que se encontraba más allá de esas cien leguas, en cuyo caso pasaría a ser propiedad de España. En cambio, si la línea se corre a las 370 que ellos piden, ese territorio cae dentro de los dominios portugueses. Si no, ¿cómo se explica que Álvarez Cabral, el descubridor de Brasil, se limite a reportar que zarpó en tal fecha y arribó en tal otra, como quien comunica un viaje de itinerario, en vez de narrar todas las alternativas y contingencias de su hazaña? Parece sólo una excursión de rutina. La cosa quedará en el misterio.

Felizmente, el asunto se lleva bien y se firma, el 7 de junio de 1494, el Tratado de Tordesillas. En él se acuerda que el meridiano pase a 370 leguas de las islas de Cabo Verde. Así, con una simple línea, Brasil queda para el Portugal sin que lo sepan los españoles.

Muere Juan II y Asume Manuel I. Los portugueses, estimulados por su ardor de misioneros y ansiosos de convertir al cristianismo a musulmanes y paganos, continúan sus campañas de exploración con rara energía. Es una vorágine de aventuras y expediciones. Ya nadie quiere quedarse en la vida fácil de la patria. No, prefieren las correrías, el peligro y las riquezas conseguidas con enorme riesgo. En 1498 Vasco de Gama alcanza hasta Calicut en la cola de la India. Tristán de Acuña descubre el archipiélago que llevará su nombre. Otros llegan a las costas de Madagascar y las islas malayas. En 1512 Ponce de León llega a Florida. En 1515 Núñez de Balboa divisa, desde las alturas de Panamá, el misterioso Mar Pacífico.

Es tan rápida la sucesión de viajes, que ahora es más fácil navegar a la India, de lo que antes era llegar a Cabo Bojador. Pero el violento ritmo de expediciones y conquistas ha despoblado gran parte del Portugal. Todos los marinos y tripulantes se hallan afuera. En 1505, para dotar a uno de los barcos de Almeida, es necesario echar mano a campesinos que son ignorantes en las cosas de la mar. Se cuenta que el capitán ha debido amarrar un atado de ajos en un costado del barco, y otro de cebollas en el contrario. Así, para maniobrar la nave, grita al timonel: «¡Timón a los ajos!..¡Timón a las cebollas!».




ArribaAbajoAparece Magallanes

Aquel 25 de marzo de 1505, el puerto de Lisboa luce engalanado. La mayor armada que se ha montado en Portugal se halla reunida allí. Veintidós naves, grandes ventrudas, majestuosas, galeones o navíos, sólo seis carabelas, esperan ansiosas la orden del rey para izar anclas. Estos barcos de altos castillos en nada se parecen a los de Enrique el Navegante. Tres o cuatro palos. Abundante tripulación. Muchos cañones por banda y rumas de bastimentos.

Van a conquistar el nuevo Imperio, a apoderarse definitivamente del Oriente. El rey Manuel ha tenido noticias de la resistencia que encuentran sus soldados en las tierras recientemente descubiertas. Hay que hacer las cosas en grande. No más expediciones que los sultanes malayos puedan vencer. Con una sola movida se aplastarán todas las rebeliones. En una gran jugada, Portugal se enseñoreará de las islas de las especias y, si puede, de la India y del sur de Arabia. No quieren ver más reyezuelos que trancan los engranajes de la gran maquinaria, ni a déspotas lugareños que tiranizan regiones. En adelante todo será un solo imperio: el Imperio Portugués. Esta vez no será un viaje de descubrimiento ni comercial, sino una gran expedición militar para asentar el pie, de una vez por todas, en los nuevos territorios.

Se ha confiado el mando a don Francisco de Almeida, persona de altos merecimientos que ya ostenta el rango de virrey de la India. Eso será la India en adelante: un virreinato. Mil quinientos soldados, más doscientos artilleros, serán los encargados de sentar bases y someter a los países ocupados. Con ellos Almeida deberá posesionarse de las ciudades comerciales del África y de la India, y establecer fortificaciones en todos los puntos obligados de tránsito o salida de barcos. El rey Manuel quiere destruir el poder del sultán de Egipto y de los rajaes indios. El control deberá ser tan exhaustivo que, a partir de ese año de 1505, ninguna nave que no sea portuguesa pueda cargar un grano de condimentos. Es, en definitiva, la toma de posesión del Oriente.

Pero no sólo razones económicas o geopolíticas animan a los portugueses. Ellos siguen siendo cruzados. Su misión principal es propagar la fe cristiana entre los pueblos conquistados. Han pasado muchos siglos y aquellos herejes, tras su cadena de hierro, aún mantienen la opresión del Islam. Antes de que la escuadra zarpe, el rey en persona entrega a Almeida la bandera de Cristo, una cruz bordada en oro sobre blanca tela de damasco. En una ceremonia impresionante, los 1.700 soldados y tripulante se confiesan y comulgan para luego prestar, de rodillas, su juramento de fidelidad a Dios y al rey.

Allá, entre esa muchedumbre arrodillada, se encuentra un muchacho de veinticinco años que hasta hace poco ha sido paje del monarca. En esa calidad ha recibido cuidada educación, como todos los herederos de hidalgos portugueses. Sí, Fernao de Magalhais ostenta el cuarto grado de nobleza de los cinco que hay en Portugal: «fidalgo de cotta de armas».

De él sólo, se sabe que ha nacido alrededor de 1480, de un hidalgo llamado Pedro, en la pequeña villa de Sabrosa de la provincia Tras-so-Montes. Como todo joven noble ha pasado al servicio de la reina doña Leonor y del rey don Manuel. Pero junto con crecer y adquirir los conocimientos habituales, se ha despertado su espíritu inquieto. A los veinticuatro años ha alcanzado una estatura mediana, hombros anchos y brazos poderosos. Ya la barba ha crecido. Sus ojos, más bien pequeños, son penetrantes y seguros.

El palacio se hace chico a este mozo que sueña con aventuras. No es para él la vida blanda de la corte. No le acomodan las telas suaves, ni las alfombras, ni los tranquilos pasillos. Ha visto en el despacho del rey mapas nuevos de regiones exóticas. Lugares misteriosos, recién descubiertos, que echan por tierra muchos de los conocimientos recibidos. Adiós paz, tranquilidad y cuerdas de laúdes. El muchacho quiere acción, aventuras y peligros. Sólo así aprenderá y templará su carácter. Sólo así conocerá esos mundos misteriosos.

Consigue del rey el permiso para ir a militar en las apartadas comarcas del Asia y obtiene el grado de sobresaliente. No es mucho, pero así se curtirá. Ese año de 1505, Magalhais pasa por todo. Tan pronto arría velas en una tempestad como acarrea mercaderías, achica agua con las bombas, excava fortificaciones con la pala, hace guardias y combate bajo un sol ardiente. Aprende los secretos de la náutica ahí, con todas las condiciones climáticas y todos los vientos. Sabe lo que es combatir maniobrando una nave, o luchar en tierra firme contra enemigos que usan armas extrañas. Se acostumbra al peso de las armaduras y se instruye en estratagemas y ardides.

En ese duro crisol de mar y desiertos, de climas y soles distintos, de privanzas y sacrificios, el muchacho se va templando. Es, sucesivamente, navegante, marinero, guerrero, mercader, astrónomo y cosmógrafo. Nada escapa a su observación. Su mente registra cada manejo, cada acción militar y cada trato diplomático. Todo ello le será inmensamente útil en el futuro. Aún no lo sabe, pero su mente se prepara para las más grandes hazañas.

En 1506 se agitan esos pequeños reinos del África oriental que han dado su alianza o hecho tributarios. Consciente de la importancia de estas colonias, Almeida envía una escuadrilla al mando de Nuño Vaz Pereyra, en que va el joven Magalhais, para consolidar el dominio portugués. Las negociaciones dan resultados y se tranquilizan las cosas. Sofala, riquísimo estado situado frente a la isla de Madagascar, al que algunos geógrafos llaman el Ofir de Salomón, se somete y restablece las buenas relaciones comerciales.

Fernao de Magalhais ha hecho ya sus primeras armas. Pero donde verdaderamente recibirá su bautismo de fuego, será en la cruenta batalla naval de Cannanore, el 16 de marzo de 1506. ¿Qué ha ocurrido? El zamorín de Calicut, que recibiera a Vasco de Gama amigablemente en 1498, ha comprendido que esta expedición no pretende únicamente establecer un comercio, sino obtener el dominio de las especias. La sola presencia de la flota portuguesa ha cortado ese largo cordón que une a las islas malayas con el Mediterráneo. Ya las barcas que acarrean las valiosas matas no arriban a los puertos de la India. Ya las caravanas no parten rumbo al noroeste como antes. Los peajes dejan de recibirse y son muchos los potentados que no perciben las sumas cuantiosas a que estaban acostumbrados. Y uno de ellos, quizá el primero, es, precisamente, el zamorín de Calicut. Estos portugueses han transformado todo y la sacudida se siente en muchas partes del Oriente. Los afectados comprenden, bruscamente, que sus intenciones no son un comercio enriquecedor, sino pretenden quitarles todo el negocio.

El sultán de Egipto también acusa el golpe y ofrece su ayuda a los hindúes. Los mercaderes de Venecia, fuertemente afectados, envían secretamente fundidores a Calicut para fabricar cañones. Es ahora la ola oriental la que comienza a recogerse, para caer, avasalladoramente, sobre la flota del Portugal. Comienza a prepararse el gran ataque contra la armada cristiana, a fin de aniquilarla en una sola operación.

Sin embargo, como ocurre siempre en los grandes acontecimientos de la historia, un hombre absolutamente desconocido salvará a los portugueses y cambiará el curso de las acciones. Un joven italiano que anda por aquellos años recorriendo el mundo, dando rienda suelta a su afán de correrías, será pieza fundamental en la enorme trama que se agita: Ludovico Varthema. Este aventurero, que de todo se disfraza, ha logrado introducirse en la Meca, ciudad prohibida a los cristianos, y ha recorrido Sumatra, Borneo y la India. En Calicut deambula por las callejuelas vestido con hábito mahometano. Allí se entera de los planes del zamorín. Comprende que un ataque de doscientas naves contra once que los portugueses tienen en Cannanore, será una matanza irrebatible y los cristianos serán vencidos.

Su aviso llega oportuno, y cuando la flota del zamorín se presenta ante la armada portuguesa, se le espera preparado.

Jamás esos mares han visto una contienda igual. Nunca las fuerzas han estado tan desequilibradas. La victoria es segura para los hindúes. En una relación de veinte a uno, no caben dudas. Todos los afanes del Portugal terminarán allí mismo y el tráfico de especias continuará como hace siglos se viene realizando.

Pero el zamorín no cuenta con algo en extremo importante: la fuerza, el coraje y la extrema decisión guerrera de los portugueses. La lucha es cruenta. Portugal debe pagar con ochenta muertes y doscientos heridos el triunfo. Pero, ¡qué triunfo más importante! ¡Allí se ha decidido el dominio sobre la India y los condimentos!

Gala de marinos hicieron los vencedores, y entre ellos, el joven Magalhais que resulta herido. Se le transporta junto a los demás al África donde se restablece y regresa más tarde a Lisboa.




ArribaAbajoEn Malaca

A comienzos de 1508, es mucho lo que se habla de Malaca en la corte del rey Manuel. Grandes riquezas, tesoros de joyas, marfiles, sedas y especias, adornan esa legendaria península. De nada sirve la conquista de la India, si no se tiene a Malaca bajo el dominio portugués. Su estrecho es demasiado estratégico. Allí llegan barcas malayas, chinas y siamesas. Se reúnen sujetos de todas las nacionalidades. Cualquier comercio que quiera hacerse de sur a norte y de este a oeste, debe pasar necesariamente por ese estrecho que también llaman De Singapore. Es, en definitiva, el gran puerto del Oriente.

Pero los portugueses no quieren presentarse de inmediato con todas sus fuerzas. Si se consiguen buenas relaciones comerciales y una soberanía amistosa, ¿para qué provocar un conflicto? El rey encarga a Diego López de Sequeira que arribe a ese país como un pacífico mercader. Pero el avezado marino lleva bajo el brazo el nombramiento de gobernador de la provincia que allí forme. Cuatro son las naves que zarpan. Con ellas se dirige a la costa occidental de la India, donde tiene su residencia el virrey Almeida, quien le suministra otro navío y sesenta hombres de su guarnición.

Al abandonar Cochín, los portugueses vuelven a surcar mares desconocidos para ellos. Pero es tanta su pericia náutica, que al cabo de cuatro semanas, en septiembre de 1509, se acercan al puerto de Malaca.

Al entrar en la rada se detienen. El espectáculo es maravilloso. Barcas de remotos confines del mundo, de variadas formas y colores, que portan mercaderías sorprendentes, se hallan fondeadas en la bahía. Se divisan multitudes que recorren calles angostas con animales cargados de productos. La actividad es insospechada. Los marinos comprenden que se encuentran ante la potencia comercial del Oriente y que nada de lo visto hasta el momento lo iguala.

Por su parte, el príncipe malayo y sus visires miran, desde el palacio de la ciudad, las naves que amenazan la entrada del puerto. Están aterrados. Con sólo ver sus velas y estandartes, advierten quiénes son. Han llegado hasta ellos noticias de sus hazañas y de la desigual victoria naval de Cannanore. Ya saben que esos odiados invasores pueden luchar y vencer en una proporción de veinte a uno. No, es mejor hacerles creer que son amigos. Más adelante llegará el momento, cuando estén confiados, de demostrarles que los malayos no se entregan fácilmente. Al más fuerte hay que vencerlo con la astucia, y en eso, los orientales son maestros.

Antes de que las negras bocas de los cañones asomen por banda, el sultán de Malaca envía avisos ofreciéndoles que desembarquen. En cuanto los delegados de Sequeira se presentan, les recibe con exageradas muestras de cordialidad y les brinda descanso y comercio. La cantidad de especias que ellos deseen, la tendrán en cortos días. Entre tanto, que los marinos recorran la plaza, gocen viendo los prodigios que se trafican y prueben los exquisitos manjares que allí se comen. Los capitanes, reticentes, declinan la invitación a una cena en la mesa del sultán. Pero los tripulantes ya están disfrutando de la ciudad y embriagándose en la belleza mágica del lugar. Todo es nuevo, el idioma, las costumbres, las embarcaciones, las mujeres, los niños y hasta los animales. Curiosamente, les ofrecen abundantes brebajes fermentados de riquísimo sabor.

Ha llegado a los barcos una nube de pequeñas canoas cargadas de jóvenes malayos que trepan por cabos y jarcias, admiran embelesados los objetos desconocidos e intercambian artículos con los tripulantes. El sultán envía un aviso. El cargamento está listo. Pueden enviar todos los botes que posean para recoger la mercadería antes del atardecer. Así se hace, y gran parte de la marinería va en ellos a fin de apurar la entrega. Para matar el tiempo de la espera, Sequeira juega ajedrez con sus compañeros.

Entre tanto, regresan los nativos y sus chalupas revolotean entre la flota. Muchos suben a bordo y se divierten con las novedades que allí encuentran. Algunos, embelesados, contemplan el extraño juego del almirante, pero todos llevan un afilado puñal al cinto.

En la nave más pequeña, el capitán García de Souza se alarma por tanta afluencia de malayos que pasean indiscriminadamente por cubierta. Es el único que no ha enviado lanchas a la costa. Le asalta la sospecha de una traición. Un ataque en ese momento sería su ruina. Rápidamente llama al hombre de su mayor confianza, Fernao de Magalhais, y le envía donde Sequeira.

Los fuertes brazos del joven oficial acortan la distancia con bruscos golpes de remo. Sabe que toda la armada está en peligro. Sube velozmente a la nave capitana y, sin mayores demostraciones, sopla su aviso en el oído de Sequeira, recomendándole no hacer el menor gesto. El almirante, sin parar de jugar, ordena a un tripulante que suba a la cofa y sirva de vigía.

Una señal de humo se eleva en el palacio del sultán. El serviola grita el aviso. Saqueira saca la espada y, defendido por Magalhais, aparta a los malayos que quieren matarlo. En todos los barcos se expulsa a los nativos, se aprontan los cañones y se levan las anclas. Pero en tierra ha sido tarde. Los hombres enviados en busca de mercadería son pasados por las armas. Algunos alcanzan a huir hacia los botes, pero son acuchillados antes de abordarlos. Van quedando pocos. Francisco Serrao se defiende con el ardor de un cruzado. Pese a estar herido, su acero ha cortado manos y cabezas con valor. Está a punto de sucumbir. Pero su amigo Magalhais rema con furor para salvarle y llega a la playa. A fuerza de golpes de tizona detiene a la multitud que los rodea y logra embarcar, arrebatándolo de una muerte segura. Nace allí una fuerte amistad que perdurará para toda la vida.

La traición del sultán de Malaca ha logrado su objeto. Los portugueses deben reconocer su derrota.

Sequeira divide sus fuerzas. Hace quemar dos de sus naves que no puede maniobrar por falta de tripulantes y se dirige directamente a Lisboa. En los barcos que regresan a Cochín, va Magalhais. El destino lo enfrentará nuevamente a la muerte para probar su temple. Acaba de participar en dos actos cúlmenes de la marina portuguesa: la gran victoria de Cannanore y el estrepitoso desastre de Malaca.

Al corto tiempo le encargan que refuerce la oficialidad de un transporte rutinario de especias. Mas, al pasar por el archipiélago de Lasquedivas, el navío naufraga en los bajos de Padua y se estrella contra los arrecifes. Alcanzan a echar los botes al agua. Jefes y personas importantes reclaman privilegios de jerarquía para ocuparlos. Los marineros deben quedarse en un islote desierto en espera de auxilios. Está a punto de producirse una revuelta porque esos hombres no confían en que les enviarán a buscar. Magalhais renuncia al derecho de subir a las chalupas que le otorga su rango de oficial. Ofrece quedarse con los tripulantes. Sólo exige la palabra de honor de que se les socorrerá. Salva la situación y su conducta hace que los jefes se fijen en él.

Pocos días después llegan a Cannanore, donde acierta a pasar Alfonso de Alburquerque. Es el nuevo virrey que ha salido de Cochín con una gran armada para establecer el dominio portugués en las costas de Malabar. Los náufragos se embarcan y le ayudan a someter la importante ciudad de Goa.

Después de algunas alternativas, el virrey pone rumbo hacia el puerto de Malaca. Va dispuesto a vengar la derrota que ha sufrido Sequeira y a apoderarse, de una vez por todas, de ese estratégico puerto. Diecinueve barcos y nutrida tripulación componen la flota con que Alburquerque se enfrentará al sultán de Malaca. Esta vez no los pillarán de sorpresa, ni valdrán tretas ni astucias. Sólo hablarán las bocas de sus cañones y las espadas de sus soldados. Ya no habrá conversaciones previas ni tratos comerciales. Todo se jugará a una sola carta.

Pero el contrincante va a ser un hueso duro de roer. Los asiáticos también son buenos guerreros y conocen el valor del tesoro que defienden. Seis semanas dura la contienda. Nunca antes estos orientales habían opuesto tanta resistencia. Se lucha en las calles, en el puerto y hasta en las chalupas. Los malayos no quieren entregarse. Pero la capacidad militar de Alburquerque y el denuedo de los portugueses pueden más que la voluntad guerrera de los defensores.

La ciudad de Malaca cae al fin, y con ella la llave del Oriente y su comercio. Cuando los invasores penetran por fin al palacio, hallan un botín inmensamente superior a lo que pudieron imaginar. Todos los tesoros de Oriente se encuentran allí. Joyas, sedas, marfiles, caballos ricamente enjaezados; hasta un elefante domesticado que envían al Papa junto a otros regalos.

Por fin Portugal es dueño del Oriente. Ahora sólo falta llegar hasta las islas mismas donde crecen las especias. Alburquerque monta una flotilla de tres naves que entrega al mando de Antonio de Abreu, capitán que deberá encontrar y tomar posesión de las islas de Amboina, Banda, Ternate y Tidore. Magalhais va en esta expedición junto a su amigo Francisco Serrao, el mismo a quien salvara la vida en el anterior ataque a Malaca.

Los marinos arriban, por fin, a Banda y luego a Amboina. Los aborígenes les reciben amables y alborozados. A ellos no ha llegado la influencia mahometana del comercio ni de las guerras. Viven pacífica e idílicamente. A cambio de unos cascabeles y otras chucherías les cargan las naves con largueza, tanta, que el barco de Francisco Serrao encalla y se estrella. Pero los náufragos logran llegar en una chalupa hasta Amboina y son nuevamente bienvenidos. Serrano se establece en Ternate, levanta algunas fortificaciones y acuerda alianzas con los caciques isleños, para asegurar la futura dominación comercial del archipiélago.

Abreu y Magalhais retornan con su cargamento a Malaca. Se está abriendo el camino para otras expediciones y asegurando los viajes de rutina. Poco después, ambos marinos se embarcan en una escuadra mandada por Hernán Pérez de Andrade y regresan al Portugal. Abreu muere en el viaje y no alcanza a gozar de fortuna ni honores.

Magalhais se encuentra en Lisboa a mediados de 1512, y mantiene una correspondencia asidua y permanente con su compañero Serrao. Este no cesa de enviarle indicaciones geográficas y estadísticas de las islas donde él se encuentra. Quizá a través de aquellas cartas comienza a nacer en el cerebro del joven navegante la idea de buscar un camino marítimo, no hacia el este como es la ruta habitual, sino al oeste por el derrotero de Colón.

Después de siete años de lucha, Magalhais sólo tiene un esclavo malayo que ha comprado en Malaca y algunas cicatrices. Ha llegado a una Lisboa completamente distinta de la que dejó cuando partiera a la India. En lugar de la antigua y chata iglesia de Belem, se halla ahora una grandiosa catedral. El río, que antes era fácilmente navegable dada la escasez de barcas, es hoy un abigarrado conjunto de veleros de variados aspectos y tamaños, en tanto los astilleros trabajan y trabajan para largar otros al agua. El puerto está lleno de galeones mercantes de diferentes nacionalidades y los patios de carga se encuentran repletos de mercaderías. Pululan extranjeros y se hablan diversas lenguas. Los comerciantes venden y tranzan en plazas públicas, y por las calles ruedan carruajes con damas elegantes cargadas de perlas.

Todo ha cambiado, ya no es la misma Lisboa. La locura del dinero fácil se ha apoderado de ella, mientras Magalhais y otros aventureros daban su sangre y sudor para que esta riqueza llegara al Portugal. Si él fue uno de los operarios de esta obra, al regresar a la patria es un extraño sin fortuna.




ArribaAbajoConoce a Faleiro

Tras el rechazo del rey, Magalhais permanece un año en Portugal. Doce meses en que se contrae al estudio de la cosmografía y de la náutica. Viaja entre Lisboa y Oporto y busca siempre la compañía de sabios y viejos lobos de mar. Quiere aprender a calcular la longitud, cosa que trae locos a los más doctos. Estudia planos, analiza portulanos, examina toda la documentación que hay en la Tesorería del rey, donde se guarda el archivo secreto. Lee las bitácoras de los navegantes, estudia y piensa.

Entre tanto, mantiene asidua correspondencia con Francisco Serrao, aquel amigo que dejó en las islas Molucas y que le informa de navegaciones, noticias geográficas, distancias. Magalhais contesta que pronto se verán, ya sea utilizando el camino de los portugueses, o el recién abierto derrotero de los españoles. Poco a poco una idea va abriéndose paso en su cerebro. Lentamente las cosas tienden a cobrar forma. Ni él mismo sabe bien qué es lo que busca; pero al escribir a Serrao, su concepto se va aclarando: un nuevo camino hacia las islas de las especias, mas no por el Oriente sino por el Poniente.

Largas conversaciones con pilotos y capitanes, apasionadas tertulias con sabios de laboratorio. En todas partes está el marino preguntando, estudiando, dando ideas, contradiciendo; pero llevando, al fin, el conocimiento a esa cabeza suya donde todo dato se registra y compara.

En estas idas y venidas, comienza a cultivar una amistad que a todas luces no puede prosperar. Un erudito abstracto de biblioteca, Ruy Faleiro, parece llevarse bien con el taciturno y callado Magalhais. El cosmógrafo es estudioso pero beligerante, mal genio, cambiante, excitable por lo más mínimo y absolutamente teórico. Ese es el personaje. Su enteca figura es nerviosa y de ademanes ampulosos. Es el lado opuesto del marino. Pero en tanto uno aporta la ciencia práctica y el conocimiento directo, el otro las especulaciones teóricas, los cálculos, las tablas y los mapas. ¡Buena yunta se ha juntado! Quizá por esa ley de que los polos de distinto signo se atraen, ambos se llevan bien. El sabio nunca ha arriado una vela ni empuñado un timón; pero su sistema para calcular longitudes abarca todo el globo terráqueo, ha dibujado mapas y portulanos y construido astrolabios y otros instrumentos de muy buena precisión.

Los nuevos amigos tienen otra cosa en común: los dos han sido heridos por el rey Manuel. Si a Magalhais se le negaron honores y recompensas, a Faleiro le ha sido rehusada la posibilidad de ser astrónomo real, cargo que ambicionaba desde hace mucho. La envidia de sus colegas y su natural belicoso, hiriente y susceptible, le han cerrado las puertas.

Magalhais hace partícipe a Faleiro de sus locas ideas. El sabio estudia el proyecto y le da su apoyo científico. No es disparatada la creencia del marino, es factible. Finalmente, acuerdan bajo palabra de honor mantener el más absoluto silencio sobre sus propósitos y buscar toda posibilidad que les conduzca a su realización.

Los socios comprenden que para llevar a cabo una empresa de ese tamaño, es necesaria la colaboración y el apoyo de un gobierno. No se puede montar una flota para una expedición que no se sabe cuánto durará, si no se cuenta con un gran capital. Más aún, si su pretensión es descubrir un nuevo camino hacia las islas de las especias navegando hacia el Poniente, van a entrar, necesariamente, en los dominios que el Papa ha asignado a España. Si lo que Magalhais intuye es cierto, obvio es que descubrirán nuevas tierras, y esto debe hacerse bajo el manto protector de un soberano. No puede un particular, suponiendo que contara con los caudales necesarios, llegar a nuevos territorios y tomar posesión de ellos. ¿A nombre de quién?

La situación no deja muchas posibilidades. El rey Manuel del Portugal ha cerrado la puerta en las narices del náufrago. Su sola presencia de combatiente fuerte y agresivo, le altera. Prefiere la gente de modales delicados que suplican prebendas, para luego él, en su gran magnanimidad, concederlas con aparato y ostentación. Pero, como este portugués rústico y batallador no está dispuesto a someterse a las finas maneras de la corte, que se aleje. Ahora que se ha abierto el camino para la India, Portugal está lleno de navegantes con quimeras locas, saturado de cosmógrafos y astrónomos.

Si Magalhais quiere ir al Oeste, eso está bajo la férula del rey de España. ¿A quién sino a él puede ofrecer sus servicios? Nada tiene de particular. Es algo corriente en estos tiempos que un marino, limitado e impedido en su propia nación, navegue bajo bandera de otros monarcas. Ya lo han hecho Colón, Sebastián Cabot, Cadamosto y Américo Vespucio.

No queda otro remedio que dirigirse a Carlos I de España, ese joven que recién ha ascendido al trono y tiene evidentes ansias de expandir sus dominios. Pero Magalhais es un hidalgo y no puede abandonar su patria por la puerta de atrás. El se irá como corresponde a un noble. Primero ha de renunciar a su ciudadanía, por acto público y con toda solemnidad, a fin de quedar con las manos libres para ofrecer sus servicios a quien los acepte.

A partir de ese momento, ya no será más Fernao de Magalhais. Al igual que Cristóbal Colón, castellanizará su nombre. Se llamará Fernando, o más propiamente Hernando de Magallanes, y así le conocerá la historia. Cumplidas estas formalidades, ya puede partir a España.




ArribaAbajoEn Sevilla

Cuando Magallanes arriba a Sevilla el 20 de octubre de 1517, no reside allí el joven monarca Carlos I, quien más tarde se conocerá como el emperador Carlos V. Acaba de llegar a Santander procedente de Flandes, para continuar viaje hacia Valladolid donde piensa reunir las Cortes en noviembre.

Pero el viajero tiene donde acudir. Vive allí un antiguo marino portugués llamado Diego Barbosa, que sirvió bajo las banderas del rey de Portugal en una expedición a la India en 1501. Más tarde, retirado ya del servicio, pasó a España donde encontró a un magnífico protector en don Álvaro de Portugal, hermano del duque de Braganza, decapitado en Lisboa por orden de Juan II. Al buscar asilo en España, este personaje recibió de los Reyes Católicos, sus parientes, toda clase de consideraciones. Lo designaron presidente del Concejo de los Reyes y alcaides del Alcázar de Sevilla. Tan excelente posición le permitió ayudar a Diego de Barbosa con largueza. Consiguió para él el nombramiento de teniente alcaide del mismo castillo y la distinción de comendador de la Orden de Santiago. Encumbrado así a una posición privilegiada, Barbosa contrajo matrimonio con doña María Caldera, perteneciente a una familia principal de la ciudad.

En esas condiciones, es fácil para Diego Barbosa apoyar los proyectos de Magallanes, que vive en su casa todo el tiempo que permanece en Sevilla. Allí comparte con los hijos de su anfitrión: la niña Beatriz, y Duarte que ha heredado la afición marinera de su padre y ha recorrido los mares índico, persa y malayo. El joven ha aprovechado esas navegaciones para observar aquellos territorios y escribir un libro descriptivo. Sus conocimientos le serán de gran utilidad en el futuro.

Al calor de la mesa de Barbosa, nace entre ellos una gran amistad. Padre e hijo tienen mucho que contar a Magallanes. Total, nada más tentador para un hombre que conversar con otro de sus mismas aficiones. Largas horas consumen aquellos tres marinos que han tenido la suerte de regresar vivos de esos fantásticos viajes a lo desconocido. Hay muchos puntos en común, y aunque el huésped no aclara cuál es su intención, Barbosa le abre las puertas del único camino a seguir.

La Casa de Contratación, establecida por los Reyes Católicos en Sevilla, es el organismo que otorga licencias para armar naves y fija sus rumbos, recopila todos los antecedentes que llegan sobre las nuevas colonias e informa al rey de las modificaciones que pueden introducirse en su administración. Allí se coleccionan mapas, bitácoras, e informes de navegantes y mercaderes. Junto con ser un tribunal para decidir en los pleitos que pueden suscitarse en viajes particulares, es a la vez cámara de comercio marítimo y oficina da consultas e información, aduana, correo, almirantazgo, escuela naval, centro de estudios geográficos, almacén y mercado. La Casa de Contratación regula y controla todo el movimiento náutico.

Allí es donde Magallanes debe comparecer. No es cosa de pedir audiencia al monarca y plantearle sus proyectos. No, ha de hacerlo ante esta corporación que desmenuzará sus planteamientos, los masticará y digerirá concienzudamente antes de, si lo estima conveniente, presentárselos al rey.

Entretanto, a lo largo de ese tiempo de reuniones, tertulias y conversaciones de viaje, la bella Beatriz se prenda de este hombre de treinta y siete años, enérgico y obstinado, que da enorme sensación de seguridad. Este, que no puede disimular su interés por la niña, termina pidiéndola en matrimonio a su padre. Con esto se incorpora a la familia y ya no es un desconocido en Sevilla. Ha adquirido excelentes vinculaciones y las puertas de la Casa de Contratación se abren para escucharle... sólo para escucharle.

Magallanes ofrece simplemente llegar a las islas de las especias por un camino distinto al que siguen los portugueses. Asegura que tanto el derrotero como aquellas ínsulas se hallan dentro de los límites fijados por el Papa a las posesiones españolas.

Pero España se encuentra en un momento muy especial. Cuando Colón regresa de su segundo viaje, trayendo algunos indígenas, aves y plantas extrañas, se produce en la corte un desengaño. Zarpan otras expediciones, pero no se halla oro, ni especias, ni siquiera esclavos, pues sus indígenas son débiles. Y a pesar de que Colón muere convencido de que ha descubierto parte del Japón o de la China, pronto se llega al convencimiento de que este nuevo continente es, económicamente, un fracaso. A principios de este siglo, en que aún no se ha obtenido el tesoro de los aztecas ni de los incas, América es sólo un paso hacia las verdaderas Indias, allá donde están los condimentos y las joyas.

Cuando Núñez de Balboa en 1515 contempla desde la cordillera del Darién el mar que existe al otro lado, los españoles dejan de pensar en América como un conjunto de islas sueltas. Comprenden que es un continente y buscan con afán el paso que habrá de conducirlos al Oriente milenario. Corterreal y Cabot exploran por el norte, cerca de los mares helados, en tanto Juan de Solís descubre el Río de la Plata y lo recorre para encontrar el pasaje. Los continuos fracasos hacen que los cartógrafos dibujen a América como una inmensa barrera infranqueable entre ambos polos. Ya nadie trata de llegar al otro lado. Ha cundido el escepticismo. Y justo en ese momento, cuando ya nadie cree en esos milagros, se presenta un oscuro portugués a afirmar que hay un paso. Sólo él y Ruy Faleiro conocen su posición, pero esa ruta está dentro de los dominios españoles.

Es natural que los funcionarios de la Casa de Contratación no se entusiasmen con las afirmaciones de Magallanes. Deben pensar: ¡otro loco más!, y archivar el expediente. Durante años han recibido proposiciones semejantes. ¿A título de qué gastar más tiempo y dinero en una empresa sobre la cual ya se ha dictado cátedra? Lógicamente, la acogida es fría.

Magallanes regresa a la casa de Barbosa con el ánimo por los suelos. Pero si alguna cualidad tiene, es su obstinación. Más adelante mostrará al mundo a qué grado puede llegar su porfía. El hombre está hecho de hierro y los contratiempos no lo amilanan. Si otra gran cualidad, la paciencia, le lleva a esperar. Sabe que en algún momento se abrirán las expectativas para él. ¿Cómo? Ya llegará. Su profunda fe religiosa lo sostiene. Está convencido de que Dios proveerá los medios. ¡Y Dios los provee!

Uno de los tres miembros de la comisión que con gran solemnidad le ha escuchado en pleno, ha quedado preocupado. ¿Y si este navegante portugués estuviera en lo cierto? ¡Qué enormes posibilidades se abrirían! El factor de la Casa de Contratación, vale decir su gerente, se interesa a título particular. Don Juan de Aranda, que es comerciante profesional, huele un buen negocio. Algo de la seguridad personal y del fanatismo de ese hombre le ha impresionado. Rápidamente hace sus averiguaciones respecto a Magallanes. Quiere saber si es un fanfarrón o si sus aseveraciones merecen crédito. Consulta en secreto a Cristóbal de Haro, riquísimo mercader que armó las primeras expediciones al Brasil; un personaje que pisa en terreno firme y no se deja embaucar con fantasías. El informe no puede ser mejor. Magallanes es un experto marino y Faleiro un reputado cosmógrafo.

Juan de Aranda le envía un mensaje manifestándole que se interesa en el plan. Quiere saber más antecedentes. Sin descubrir totalmente su secreto, el portugués le adelanta algo, lo suficiente para ganar a Aranda por completo. La antigua sociedad integrada sólo por él y Faleiro, se amplía a un tercero: el factor de la Casa de Contratación. Los aportes son claros: Magallanes su experiencia náutica, Faleiro sus conocimientos teóricos y Aranda sus contactos y relaciones en la corte, cosa de gran valor, porque su palabra en asuntos marítimos es de gran peso.

Tan entusiasmado queda Juan de Aranda con las posibilidades que presenta el interesante proyecto, que de inmediato escribe una carta al canciller del rey, un flamenco de escaso mérito y apellido Sauvage. Hombre que sabe desenvolverse en palacio, envía también informes a los distintos consejeros de estado, a fin de asegurarse una buena disposición cuando se reúna el Consejo de la Corona. Ha realizado estas diligencias sin que lo sepa Magallanes, y es tanta su inclinación por la empresa, que le ofrece acompañarlo personalmente a Valladolid y financiar de su bolsa los gastos que demande el viaje y la permanencia en la ciudad.

Magallanes ha esperado pacientemente que Dios proveyera, y Dios ha provisto, y abundantemente. En un mes su fortuna ha girado en trescientos sesenta grados. Ahora, con ambos pies firmemente asentados, puede escribir a Faleiro que se venga, que todo marcha sobre ruedas.




ArribaAbajoProblemas con Faleiro

Magallanes espera dichoso el arribo del astrónomo. En treinta días ha avanzado lo que nunca imaginaron. Pero en cuanto llega Faleiro, le enrostra ácidamente lo que él califica de ligereza y falta de cumplimiento a su palabra de guardar secreto. Su piel, extremadamente sensible, le hace ver enemigos por todas partes. Piensa que Aranda puede aprovecharse de las revelaciones que su socio le haya hecho.

Magallanes hace gala de paciencia para suavizar sus reproches. Pero al saber que Aranda llevará una parte de las utilidades, estalla más violentamente. Lleva a tal grado su beligerancia, que se niega a viajar a Valladolid en compañía del factor de la Casa de Contratación, sin tomar en cuenta que es éste quien paga los gastos. Finalmente, los fríos raciocinios de Magallanes consiguen calmarle.

Deciden partir para Valladolid y presentarse al rey. Mas Aranda, al imponerse de esta resolución, les sugiere esperar hasta tener confirmación de la audiencia del monarca. Su proposición desata otra tormenta de Faleiro, y hay tal acritud en sus reconvenciones, que todo parece amenazar un quiebre definitivo. Pero si el sabio es desconfiado y dominante, y Magallanes paciente y pertinaz, Aranda es mesurado e inteligente. No sólo soporta los disgustos, sino se ofrece además para acompañarles en el viaje.

Nuevamente la descortesía de Faleiro se hace presente. No acepta ir junto al factor. Su intención es sonsacarles su secreto durante el trayecto. Así, pues, Magallanes y Faleiro se van por la vía de Toledo, en tanto Aranda lo hace por el camino de Extremadura, para converger en Medina del Campo y entrar juntos a Valladolid.

Hasta aquí Magallanes se ha dejado manejar por las excentricidades del viejo. Quizá los grandes conocimientos de este sabio de desván, impresionan vivamente al marino práctico, al soldado de remotas regiones, y permiten que gane ascendiente sobre él. Pero esta situación no ha de durar mucho. A pesar de su natural retraído, Magallanes se conquista la voluntad de las personas que trata. Quizá por la fuerza que emana de su espíritu, quizá por la frialdad de sus razonamientos, quizá porque en esa apariencia de robusto combatiente hay un halo de serena seguridad. Lo cierto es que la presencia de Magallanes suaviza las aristas y borra las impertinencias de su socio.

Aranda ha recibido una comunicación del rey en que le recomienda presentarse cuanto antes con Hernando de Magallanes. Carlos quiere conocer al hombre que ha prometido el camino hacia las islas de las especias. Pero, a pesar de tan favorables auspicios, Faleiro crea nuevamente problemas en Medina del Campo, antes de dirigirse a Valladolid. Se trata de definir la cuota que se llevará Aranda, a quien Magallanes ya ha ofrecido la quinta parte del provecho que se obtenga. Comienza un regateo que dura dos días. Es desagradable y todo está a punto de romperse. Por fin, se allana a cederle una octava parte de la posible ganancia. En cuanto llegan a Valladolid el 23 de febrero de 1518, extienden una escritura ante el escribano real Diego González de Santiago, en la que convienen:

«Todo el provecho e intereses que hubiéramos del descubrimiento de las tierras e islas, que placiendo a Dios hemos de descubrir e de hallar en las tierras e límites e demarcaciones del rey nuestro señor don Carlos, que vos hayáis la octava parte, e que vos daremos de todo el interese e provecho que dello nos suceda en dinero o en partimiento o en renta o en oficio o en cualquier otra cosa que sea de cualquier cantidad o cualidad, sin vos hacer falta alguna, e sin sacar ni aceptar cosa alguna de todo lo que hubiéramos».



Los socios se reparten las ganancias antes de vender el cántaro de leche. Ninguno de ellos habrá de ver ni un centavo; sin embargo están animosos y desconfiados, a la espera de convencer al joven monarca.




ArribaAbajoAnte el Rey de España

Cuando Magallanes y Faleiro llegan a Valladolid, las circunstancias no son las más lisonjeras para su presentación. Carlos I se halla sumamente inquieto por su reconocimiento en el rango de rey de España. Las Cortes de Castilla, tras muchos alegatos, han dado la aceptación; pero aquello que en el fondo fue un acto de sumisión, ha dejado un mal sabor en el ánimo del soberano.

Por otra parte, los miembros del Consejo de la Corona no son muy prometedores. De gran peso en esta corporación es Guillermo de Croix, quien, al igual que el canciller de Castilla Juan Sauvage, es un holandés de codicia insaciable. Ambos miran más hacia Alemania que hacia viajes ultramarinos. El cardenal Adriano de Utrecht tiene menos interés en las cosas de gobierno que en el estudio de la teología escolástica. El cuarto integrante sí sabe de descubrimientos y cuestiones de navegación, pues es presidente de la Casa de Contratación. Pero su solo nombre basta para asustar a cualquiera: es el cardenal Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, el mismo que ha sido enemigo declarado de Colón, Balboa y Cortés y mira con gran desconfianza toda nueva empresa.

Pero los consejeros del rey, aunque tienen sus defectillos, no por ello son tontos. A poco de haber comenzado Magallanes a plantear su proyecto, comprenden que no están en presencia de uno de los muchos embaucadores que, desde Colón, no han dejado de presentarles fantasías. Posiblemente su aspecto de robusto hombre de mar, que demuestra saber tanto de las islas de las especias, les impresiona bien. Este marino evidencia conocer bastante sus condiciones climáticas, particularidades y, especialmente, su ubicación geográfica. Magallanes saca a relucir todo lo que Francisco Serrao le ha contado en sus innumerables cartas. Los consejeros deben reconocer que, en realidad, este portugués ha avanzado en sus conocimientos del Oriente mucho más que los sabios y cosmógrafos que ellos frecuentan

Cuando Magallanes se percata de que ha logrado captar su interés, extrae un as de la manga. Detiene la exposición y hace avanzar a Enrique, su esclavo malayo. Los consejeros jamás han visto a un hombre de su raza y le observan con mal disimulado asombro. El marino explica que ha traído desde Malaca a este joven airoso y espigado. No contento con la sorpresa que causa, presenta a una esclava de Sumatra que les habla en un idioma dulce y cantarino que ellos no comprenden.

Los miembros del consejo están embobados. Algo dice Magallanes que estas islas están tan al Este, que es más corto el camino por el Oeste. Y cuando da lectura a un trozo de la carta de Francisco Serrao, actual gran visir de Ternate, quien asegura que el país es más rico que el mundo descubierto por Vasco de Gama, los señores comienzan a ponerse nerviosos. Arguyen que si está más cercano por el Oeste, ¿cómo puede atravesar la barrera que forma América? ¿Y estas islas, están dentro de los dominios asignados por el Papa al rey de España?

Magallanes asegura que él y Faleiro conocen un paso, un estrecho que cruza la América y abre el tránsito al océano descubierto por Núñez de Balboa. Luego, respecto a la segunda pregunta, pide que entre Faleiro. Este se presenta seguido por un enorme globo. Haciendo gala de sus conocimientos, demuestra que las islas de las especias se encuentran en el otro hemisferio, dentro de los límites que el Papa ha fijado a la soberanía española. El tempestuoso sabio habla con gran aparato, emplea términos técnicos, hace cálculos que nadie entiende, habla de longitudes y latitudes y señala vagamente en el mapamundi el camino que piensan tomar con Magallanes. No da detalles. Es un secreto. Pero ambos afirman con tal seguridad que conocen el paso al otro lado de América, que impresionan a su auditorio.

Ni el rey ni los consejeros se pronuncian. Sus rostros impenetrables nada dejan entrever. Carlos I, ambicioso, saca cuentas. Guillermo de Croix y Juan Sauvage, al igual que el cardenal Adriano de Utrecht, han escuchado con atención porque al monarca le interesa. Pero no se pronuncian. El silencio es desesperante. Pero aquí se produce el milagro. El obispo Fonseca, el más cerrado enemigo de las exploraciones, se declara a favor. Todos le miran sorprendidos. Pero él ve posibilidades provechosas para España en esta proposición y recomienda que se apruebe el proyecto. Los pretendientes deben presentar por escrito sus planteamientos al rey.

A partir de ese momento, Magallanes y Faleiro han ganado el más decidido protector.




ArribaAbajoEl secreto de Magallanes

La afirmación del marino portugués respecto a la existencia de un pasaje a través de América, no es nueva. Ya otros navegantes lo han asegurado y, más aún, lo han buscado. La gran diferencia, el enorme valor de la postura de Magallanes, es asegurar que ese paso existe y él sabe dónde está. Pero ni él ni Faleiro han recorrido las costas del nuevo continente, ¿de dónde saca tal conocimiento y seguridad? Sólo cabe preguntarse si hay algún antecesor que lo haya encontrado. En tal caso, Magallanes no sería el descubridor del estrecho que lleva su nombre, sino el mero navegante que lo hizo público.

Antonio Pigafetta, el cronista que acompaña a Magallanes y narra todas las alternativas de la travesía, asegura que el marino sabía la ubicación exacta del cauce porque había visto el mapa del cosmógrafo Martín Béhaim, celosamente guardado en la Tesorería del rey Manuel de Portugal. Pero este sabio había muerto en 1507 y jamás participó en ninguna expedición a América. Como cartógrafo del monarca portugués, dibujó muchos mapas; pero, ¿dónde pudo haber obtenido la información de que el soñado paso existía y, lo que es más misterioso, cómo supo su ubicación?

¿Acaso entre 1500 y 1507, o sea entre el descubrimiento del Brasil por Álvarez Cabral y la muerte de Béhaim, algunos navegantes portugueses incursionaron más al sur? El armador Cristóbal de Haro que envía tantos barcos a la costa brasileña, sólo trae maderas desde ese país. Nada dicen los documentos de esas expediciones. Y no es extraño en un momento en que España y Portugal tratan de aventajarse. Nada más legítimo que cada uno guarde celosamente el secreto de sus descubrimientos.

Pero más adelante, cuando Magallanes está preparando trabajosamente la flota en que partirá en busca de aquel estrecho, el rey Manuel tratará por todos los medios de impedirlo. Usará de halago, de las intrigas, y desplegará una suerte de estrategia para conseguir que Magallanes no zarpe. Si los portugueses tuvieran conocimiento del paso y de su ubicación geográfica, ¿para qué tal empeño en impedir el viaje de Magallanes? Bastaría solamente que ellos, que sabrían exactamente donde dirigir el rumbo, se adelanten y ganen para el Portugal la gloria del descubrimiento.

Cuatro años antes de que Magallanes presente su proyecto, el conocido cartógrafo Johann Schoner ha confeccionado un globo en el que aparece, al sur de América, un paso de Este a Oeste; y añade una explicación respecto a que los portugueses han encontrado este cauce en Brasilio regio. Pero el sabio alemán ha conseguido este dato de un documento publicado en 1506 con el nombre de Copia de la nueva gaceta del país de Brasil, en el que se informa sobre las expediciones de Christobao Jasques y de Gonzalo Coelho. El volante parece ser la traducción de una carta comercial dirigida por uno de los empleados de Cristóbal de Haro a sus socios los Welser de Augsburgo.

El escrito se refiere a dos naves portuguesas que exploraron la costa del Brasil y, al llegar a los 41º de latitud, descubrieron un cabo detrás del cual el mar penetraba al continente de Este a Oeste. Que al otro lado también encontraron tierra, pero cuando quisieron explorar el curso de agua en dirección noroeste, se desencadenó tal tempestad que debieron regresar.

Pero este globo de Johann Schoner contiene varias inexactitudes. Aparece también en él, el trazo del canal de Panamá que sólo cuatrocientos años más tarde se confeccionará artificialmente. Se puede decir que la fantasía del autor se adelantó en siglos a lo que el hombre haría después. El mencionado paso, descrito en los 40º de latitud, no existe, a no ser que se trate de la entrada de Bahía Blanca supuestamente incursionada. El estrecho descubierto por Magallanes se ubica doce grados más al sur, distancia que es excesiva para justificar un error en la medición de la latitud. Todo parece indicar que estas naves portuguesas hubieran alcanzado a la desembocadura del Río de la Plata, descubierto más tarde por Díaz de Solís en 1515. La misma carta a los Welser afirma que esos barcos del Portugal no pudieron navegar al interior a causa de una tempestad. La única duda pendiente, es que el estuario de la Plata se halla a los 35º de latitud.

La verdad es que el marino ha observado en sus viajes alrededor del África, la forma piramidal de este continente que remata en un cabo. Por otra parte, los marinos portugueses y españoles que han recorrido el litoral de América, han advertido al acercarse al sur, que éste se angosta en dirección sudoeste. Es lógico que a Magallanes le asalte la pregunta. Si África se reduce de igual manera y concluye en una punta, ¿por qué América no puede también terminar en un cabo, permitiendo el paso hacia el otro mar?




ArribaAbajoLas capitulaciones reales

Después que Magallanes y Faleiro logran impresionar al obispo Fonseca, y más particularmente al rey Carlos, se produce un nuevo milagro. Llega a Sevilla ese rico armador que tiene tratos con los Fugger y los Welser, las más grandes fortunas del momento. Cristóbal de Haro manifiesta que le atrae el proyecto de Magallanes. La corona se alarma. ¿Por qué un acaudalado comerciante se interesa en este oscuro marino portugués?

De Haro ha tenido convenios con el rey Manuel del Portugal para traficar en la costa de Guinea. Al enviar algunos barcos a ese litoral, los portugueses que guardan los puertos le han echado a pique siete de sus naves. Naturalmente ha recurrido al monarca, pero éste se ha negado rotundamente a reparar el daño. Por esta razón, el capitalista ha abandonado Lisboa y le seduce cualquier negocio que signifique perjuicio para aquél que tan mal cumple sus compromisos. Aparte de esta venganza personal, ha estudiado los planes de Magallanes y cree que puede sacar provecho de esta empresa. En caso de que la Casa de Contratación no quiera invertir el dinero solicitado, él aportará los fondos necesarios para la expedición.

El inesperado vuelco que han tomado las cosas, permite a Magallanes presentarse con otro aspecto a la corte. Ya no será más el peticionario que ruega por unas naves. Ya no tiene que esperar en las antesalas que sus señorías quieran atenderle. Ahora es él quien ofrece, puede financiar la empresa por su propia cuenta. Únicamente solicita navegar bajo la bandera española y que se le confiera la dominación y gobierno de las islas que descubra. A cambio de eso, propone ceder al rey un quinto del beneficio.

La fórmula en sí misma y el hecho de que un comerciante del fuste de Haro tenga interés en el asunto, cambian el criterio con que el rey y sus consejeros miran la proposición. Carlos I no quiere que nadie se le adelante. Ha de ser la corona española la única que gane la gloria de los nuevos descubrimientos. Y por ello se precipita en aceptar todas las exigencias de Magallanes. Con fecha 22 de marzo de 1518, firma la capitulación o contrato en que autoriza el viaje, concede algunas prebendas y toma varios compromisos.

En primer lugar, no se otorgará licencia a persona alguna, durante los próximos diez años, para que vaya por el mismo derrotero de Magallanes. La corona armará cinco navíos con víveres para dos años, 234 hombres de tripulación y suficiente artillería. Se concede el mando de la flota a Magallanes y Faleiro, quienes tendrán para ellos y sus descendientes el título de Adelantados y Gobernadores de las tierras e islas que descubran1. Se da a ambos portugueses el título de capitanes generales de la armada, con poder y facultad para ejercer el mando por sí o por sus tenientes, tanto en mar o en tierra mientras dure el viaje, debiéndoseles guardar las consideraciones y respetos correspondientes. Finalmente, se les asigna la veinteava parte de los beneficios que reporten los descubrimientos, y el privilegio de dos islas en caso de que encuentren más de seis.

El rey no se contenta con firmar este convenio. Ordena, además, que se informe a las autoridades y funcionarios del reino, para que todos, desde el más elevado hasta el más humilde, presten su cooperación a Magallanes y Faleiro. En esta forma, España entera debe ponerse al servicio de la empresa.

El futuro Carlos V despliega, en aquellos años juveniles, un ardor inusitado en esta aventura de la que será monarca, socio, protector, auspiciador, gestor y hasta administrador. Innumerables veces tendrá que descender de su alto nivel, para solucionar problemas de poca monta, ocasionados por ministriles subalternos, a fin de que todo se desenvuelva con celeridad.

En previsión de los gastos en que deban incurrir Magallanes y Faleiro mientras preparan la expedición, ordena a la Casa de Contratación de Sevilla que les abone un sueldo de 50.000 maravedís. En abril de ese mismo año, ambos portugueses integran el séquito que acompaña a Carlos I a Zaragoza, donde el joven monarca quiere recabar el reconocimiento de los aragoneses a su calidad de rey. Desde Aranda de Duero, en pleno camino, dicta varias cédulas con miras a activar los preparativos de la escuadra. Dispone que se aumente el sueldo de los capitanes generales en 8.000 maravedís mensuales y se les entreguen otros 30.000 para los gastos iniciales. Por otra providencia, manda que se cumpla con los herederos lo que se ha firmado en el contrato, y faculta a Magallanes para seleccionar los pilotos que irán en la flota.

La actividad del rey demuestra la preocupación y el interés que ha puesto en este lance. Con tal excelente padrino, los marinos pueden sentirse satisfechos. En cortos meses ha cambiado la vida de Magallanes. De oscuro inmigrante ha pasado a convertirse en personaje. Ha contraído matrimonio con una bella muchacha, vinculada con las mejores familias de Sevilla, que lo ama con ternura y pasión. Su nueva familia, los Barbosa, no puede ser mejor. Ellos tienen como él la afición por el mar y los descubrimientos. Puede decirse que su dicha está colmada. Su única actividad por delante es dedicarse en cuerpo y alma a la preparación de la armada con que ha de ir a conquistar nuevas tierras.




ArribaAbajoProblemas e intrigas

El gran genio de Magallanes no está sólo en la travesía que le consagrará en la historia, sino fundamentalmente en vencer las dificultades que se le presentan para organizar el viaje. Sus dos virtudes: tesón y paciencia, se pondrán en durísimas pruebas antes de partir.

A diferencia de otros grandes navegantes que dejan estas labores en manos de sus capitanes, el cuidadoso portugués calcula, revisa, examina, programa, dirige y controla todos los detalles personalmente. Como un gran general, no se contenta con planificar su campaña. Armas, vestuario, comida y elementos náuticos, son meticulosamente estudiados. Cuando se va a regiones ignotas, en un viaje que no se sabe cuanto durará, ni se conocen los climas por donde habrá que cruzar, nada se puede dejar a la suerte. Las naves deben estar preparadas para temporales y mares calmos, hielos antárticos y zonas tropicales. Deben llevar elementos de guerra y comercio, vestuarios diferentes para la tripulación, bisutería que facilite el trueque con los nativos, y alimentos suficientes para dos o tres años de navegación.

El que otrora fuera un oficial subalterno en los mares de la India, es ahora almirante de una gran flota. Nadie sino él puede preparar mejor la expedición. Y en esto aflora la gran cualidad de Magallanes: su conocimiento práctico de la vida en el mar. Paso a paso va venciendo las dificultades. Conocerá sus barcos desde los mástiles hasta la quilla. No habrá bodega o sentina que no inspeccione, ni cabo, jarcia o vela que no revise con sus propios ojos.

Mientras se encuentra en Zaragoza junto al rey, los oficiales de la Casa de Contratación ya han comenzado a poner tropiezos. Alegan que la empresa es difícil; el resultado, incierto; y el dinero, escaso para su materialización. La eterna burocracia. Las grandes concepciones de los altos mandos se ven siempre entorpecidas por la ceguera mental del funcionario de ínfima categoría. Carlos se molesta. Su carta es terminante: quiere llevar a cabo la empresa y no desea más entorpecimientos. Si falta plata, que saquen 6.000 ducados del oro que acaba de llegar de las Indias. Los artículos navales pueden comprarse en Vizcaya y en Flandes a mejores precios. Pero no se queda tranquilo. Antes de partir, condecora a Magallanes y a Faleiro con las cruces de comendadores de la orden de Santiago, distinción reservada a los más señalados servidores, y entrega a Magallanes una carta para los oficiales de la Casa de Contratación, a fin de que allanen el camino.

La enérgica actitud del rey impresiona a los funcionarios. Cuando Magallanes se presenta en la Casa, lo reciben con felicitaciones y sonrisas por el convenio, y le ofrecen el oro y el moro para los gastos de la empresa. Pero mientras Magallanes sortea estas dificultades, propias de la estulticia y recelo burocráticos, otra suerte de maniobras se está gestando en su contra.

La noticia de la expedición ha llegado al Portugal y el rey Manuel ha sufrido un ataque de cólera y despecho. Los descubrimientos y conquistas de España ya le han dolido, toda vez que hasta hace poco su país tenía el monopolio de las aventuras marítimas. El anterior rey Juan rechazó a Colón. España lo acogió y él conquistó el Nuevo Mundo. Varias otras actividades castellanas han tenido buen éxito. Hace poco él ha despedido a Magallanes, negándole media moneda de aumento de sueldo, y le ha dicho que se vaya a servir donde quiera. Y ese mismo desagradable y orgulloso marino es quien está por iniciar la gran aventura bajo bandera española. Nada puede molestar más a Manuel. Primero, que sea ése el sujeto que sirva a sus rivales; segundo, porque la exclusividad de las especias le reporta unos doscientos mil ducados anuales que no está dispuesto a compartir.

Hay que trabar el viaje de Magallanes. Hay que abortar el proyecto valiéndose de cualquier medio. Y para ello dispone del hombre indicado. Su embajador en España, Álvaro da Costa, es la persona más idónea para esa labor. Se halla justamente en la corte de Carlos, con la misión de pedir la mano de la infanta doña Leonor para el rey Manuel del Portugal.

En primera instancia, Álvaro da Costa va a visitar a Hernando de Magallanes. Le representa la indignidad de servir a un monarca extranjero en perjuicio de su propia patria. Una actitud como la suya puede poner en peligro un enlace real como el que se negocia con evidentes beneficios para ambas naciones. Quizá, si regresara a su país, la corona se sentiría inclinada a compensarle abundantemente su lealtad.

No obstante, las palabras del diplomático no conmueven a Magallanes. Demasiado bien conoce al rey Manuel. Fresca está en su mente le escena del repudio. Nada le dolió más que el desconocimiento de los años duros en África y en la India. De nada valieron las cicatrices y su pierna coja. ¿Por qué, justamente en ese momento, pasa a ser tan importante para él?

La negativa de Magallanes es analizada en la corte del Portugal. Hay que atraerse al obstinado marino con gracias y favores, y no falta quien sugiera que si esto no es suficiente, debe llegarse al asesinato con tal de detenerle. Esta decisión, por muy secreta que sea, llega a España y el obispo de Burgos se encarga de prestar su escolta personal para proteger a los navegantes.

Pero Álvaro da Costa no se cansa en su actividad desquiciadora. En todas partes, desde los despachos de palacio hasta las oficinas de los funcionarios, desacredita la empresa de Magallanes. El viaje es inconveniente y difícil; y los resultados, dudosos. Además, ni Magallanes ni Faleiro son los más indicados para dar cima a una operación de tal envergadura. Y la sola actitud de intentarlo es un amago contra los derechos del Portugal a las islas de las especias. En vano los ministros del rey le aseguran que el contrato prohíbe específicamente que la expedición se introduzca en territorios portugueses.

En septiembre de 1518, da Costa se entrevista con Carlos I. Le manifiesta duramente que es impropio de un rey tomar a su servicio a un súbdito de otro; que no es el momento de molestar a su vecino y pariente por asuntos tan inciertos y de escasa importancia. Que dispone de suficientes marinos en su reino, para necesitar a aquéllos que están molestos con el rey Manuel. Que éste está dolido porque España le niega el permiso a los dos aventureros para regresar a su patria, en circunstancias de que lo han solicitado (¡vaya mentira!). Que lo mejor es diferir el convenio por un año.

Carlos I tiene sólo dieciocho años. Pero no escapa a su inteligencia la segunda intención de su interlocutor. Sabe que le ha ganado la mano al Portugal. Un año de postergación es justo el tiempo que este país necesita para ocupar militarmente las islas de las especias. Fríamente, le invita a conferenciar con el anciano cardenal de Utrecht y da por terminada la audiencia. A su vez, el cardenal Adriano lo endosa al obispo Fonseca y así, de Herodes a Pilatos, Álvaro da Costa fracasa estrepitosamente en su misión.

Y mientras más perseguido por los portugueses, más se eleva Magallanes en la consideración de los españoles.




ArribaAbajoSebastián Álvarez al ataque

En vista de que las reclamaciones e intrigas de Álvaro da Costa a alto nivel no dan resultado, se encarga a Sebastián Álvarez, cónsul del Portugal en Sevilla, que continúe el trabajo de zapa destinado a hacer fracasar los preparativos de Magallanes.

Hasta la fecha, el marino ha encontrado una serie de dificultades que ha ido venciendo poco a poco. Atrasos en las entregas, naves en mal estado, escasez de dinero y problemas en la obtención de suministros, son cosa diaria. Felizmente, Cristóbal de Haro y el tesorero Alonso Gutiérrez financian de su bolsa gran parte de los recursos. La tarea es difícil. Cuando no son los comerciantes, los funcionarios entraban el rodaje. Pero Magallanes es un cristiano de convicción y no cesa de orar. Y Dios le ayuda.

Sebastián Álvarez ha estado observando, disimuladamente, el avance diario de los trabajos y su actividad oculta es incansable. Largas conversaciones con los capitanes de las naves. Insidias dejadas caer como al descuido. Hidalgos españoles que se hallan bajo el mando de opacos portugueses despatriados. El proyecto está en manos de dos charlatanes sin base científica. Una expedición de tal envergadura debería ser dirigida por altos marinos castellanos. Pero Álvarez no sólo va dejando caer su veneno, sino busca un golpe que realmente sea mortal para los planes de Magallanes. Y pronto llega la ocasión.

El 22 de octubre de ese año, el capitán se levanta a las tres de la mañana con el objeto de aprovechar la baja de la marea. Se trata de sacar la nave Trinidad a la orilla del Guadalquivir para carenarla en tierra. En cuanto sale el sol, los obreros, hábilmente dirigidos, comienzan su tarea. La faena atrae a un sinnúmero de curiosos que matan el ocio a la espera de alguna contrata. Magallanes manda izar cuatro banderolas con sus propias armas en los cabrestantes donde se colocan las insignias de los capitanes. En el lugar más alto irá el estandarte del rey y el de la nave. Mas aún no se instalan, pues están terminando de pintarlos.

Sebastián Álvarez ve rápidamente su oportunidad. De inmediato se pone a murmurar en voz alta. Es un atrevimiento y un desacato a la soberanía española que ese capitán enarbole la bandera portuguesa en un pueblo español. Se le juntan otras voces. Más gritos. Más gente. Los hombres se comienzan a alterar. Se enfurecen. La voz de Álvarez, que se hace pasar por sevillano, lanza aullidos de indignación. El desorden va en aumento. El griterío se contagia a otros holgazanes y el tumulto crece. A las voces llega el alcalde de mar e incita a los presentes a arrancar esas banderas.

Magallanes, que continúa trabajando impasible, se dirige al alcalde y le explica que esos estandartes tienen sus armas personales, que no son emblema del rey de Portugal. Pero las hordas, convenientemente azuzadas, intentan bajar los gallardetes. Magallanes se apresta a la defensa. No en vano ha luchado contra moros y malayos.

Felizmente, cuando están por irse a las manos, aparece el canónigo Matienzo que es el primer oficial de la Casa de Contratación. Capta de un vistazo el atropello que se va a cometer y detiene al alcalde de mar. Luego suplica a Magallanes, de quien es muy amigo, que guarde sus banderas. Este, que ha divisado a Álvarez entre los atacantes, comprende la intriga y se siente humillado. Pero al fin accede para calmar los ánimos.

No obstante, el alcalde de mar ha ido en busca del teniente de almirante, quien exige a Magallanes que le entregue los estandartes. Este se niega, son algo personal. El teniente levanta la mano contra él y grita a sus alguaciles que le prendan. El canónigo Matienzo se interpone reclamando que Magallanes está ahí revestido con una autoridad conferida por el rey. No le hacen caso. Los golpes van a caer sobre el canónigo y sobre Magallanes. Pero éste, haciendo gala de serenidad, declara que abandona la nave, que ella pertenece al rey, que el teniente de almirante y el alcalde de mar hagan con ella lo que quieran, que los funcionarios no atentarán contra él, sino contra propiedad real. Esto enfría los ánimos y los hombres recapacitan. El tumulto se deshace. Magallanes escribe a Carlos I y le representa que la afrenta, más que a él, se ha hecho en realidad a la persona del rey. Pide satisfacción y justicia. Esta no tarda en llegar, y fulminante. Los empleados del puerto son severamente castigados y el regocijo de Sebastián Álvarez dura lo que duró el motín.




ArribaAbajoContinúan los preparativos

Lentamente Magallanes va superando los problemas; pero queda aún mucho por hacer. La incuria de los funcionarios de la Casa de Contratación es manifiesta. Sea la insidia destilada en sus oídos por Sebastián Álvarez, o la molestia que les causa tener que atender a un extranjero, lo cierto es que en cuatro meses no han hecho nada. El obispo Fonseca, padrino decidido de la expedición, reitera al rey la necesidad de apurar el zarpe de la escuadra. Por su parte, Magallanes escribe al monarca haciéndole presente la desidia de la Casa de Contratación.

Carlos I, desde Barcelona, reacciona enérgicamente. Envía un severo rescripto a los oficiales administrativos y dicta una serie de cédulas destinadas a agilizar los trabajos. Nombra tesorero a Luis de Mendoza y capitán de una de las naves a Luis de Cartagena, con el cargo de veedor general. Los otros barcos irán al mando de Magallanes, Faleiro y Gaspar de Quesada. Fija en 265 el número de tripulantes entre capitanes, pilotos, cirujanos, escribanos, operarios y marineros.

Pero las naves. ¿Qué pasa con las naves? Aún no se terminan de comprar. El tesorero descubre que no hay dinero para adquirir las que faltan. Nuevamente se pone a prueba la ilimitada paciencia del navegante. Pero Cristóbal de Haro se encuentra en Sevilla y Magallanes convence al rey de que acepte la formación de un consorcio con este capitalista y otros vecinos acaudalados. Se reúnen así dos de los ocho millones de maravedís que costará la expedición, a cambio del derecho de participar en los próximos viajes.

Existe enorme variedad de embarcaciones y hay que escoger las más aptas para lo que se pretende. Las galeras y las galeazas, barcos híbridos de vela y remo, no se prestan para travesías tan largas. Las carracas y las cocas son demasiado pesadas; con sus cuatrocientas toneladas de desplazamiento, sirven mejor como transportes. Elbarinel portugués, rápido y hermoso, es bueno como barco costero. Lagalizabra, de unas cien toneladas, tiene vela latina. Los jabeques y pataches se prefieren para guardar las entradas de los puertos. Magallanes busca con ojo de experto. Sabe lo que necesita y qué tipo de nave le servirá mejor. Lascarabelas, reinas de la navegación oceánica, se deslizan vertiginosas sobre el mar y todo viento las favorece; no son de gran capacidad, aunque las hay de varios tamaños. Ésas pueden servir. Y los galeones, esos bajeles de alto bordo y forma alargada, son pesados pero admiten cualquier contenido. También serán útiles. Ya tiene uno, el Trinidad.

Finalmente, se decide por otro galeón, dos carabelas y un bergantín de dos palos; mas estos barcos son tan viejos y maltrechos, que el espía del rey de Portugal se muere de contento al verlos entrar en el puerto de Sevilla. «Me horrorizaría si con ellos tuviera que viajar nada más que hasta las islas Canarias, pues sus costillas son blandas como la manteca», escribe a su país. Pero Magallanes se contenta con ellos. Él sabe cómo repararlos y a eso se aplica. Si no hay barcos nuevos, en ésos se hará su travesía. Él los dejará como recién salidos de los astilleros.

La preocupación del rey continúa. Comprende que no puede poner al mando, en la misma jerarquía, a dos hombres igualmente capaces pero de caracteres absolutamente dispares. Faleiro ha continuado dando problemas y se mantiene susceptible, atrabiliario y beligerante; además, es un sabio de escritorio, jamás ha navegado. La elección no presenta dudas. Magallanes será el capitán general con mando absoluto. Sin embargo, a fin de no herir a Faleiro, aprovecha que se halla delicado de salud para disponer que permanezca en Sevilla preparando un segundo viaje que se hará con el mismo rumbo.

El empeño que pone el joven monarca llega hasta atender personalmente a los comerciantes que abastecen la escuadra. Asimismo, para atender las necesidades de doña Beatriz, que ya tiene un hijo de Magallanes, dispone que durante el viaje se le cancele puntualmente el sueldo de su marido.

Pero las dificultades del navegante no terminan. Uno de los capitanes, Luis de Mendoza, se rebela y le ofende enfrente de la tripulación. Nuevamente el rey debe despachar una cédula para llamarle severamente la atención y ordenarle que preste respeto y obediencia al capitán general como jefe absoluto de la empresa. Al mismo tiempo, cancela los contratos de dos portugueses que han comenzado a causar conflictos. La expedición habría fracasado, si no contara con dos protectores tan poderosos: el rey Carlos y el obispo Fonseca.

Cuando llega el momento de reclutar la tripulación, nadie se enrola. Las murmuraciones de los espías y el hecho de que los pregoneros no aclaren el punto preciso donde se dirige la flota, da para pensar. Y esa enorme cantidad de provisiones que se calcula para dos años de travesía, más misterioso aún. Con gran esfuerzo se reúne un abigarrado grupo de las más distintas nacionalidades. Los hay italianos, alemanes, ingleses, portugueses, vascos, españoles y hasta negros. Son la escoria de los puertos capaz de hacer cualquier cosa por dinero. Pero Magallanes, que ha iniciado su carrera desde abajo y tratado con hombres de distintas razas, sabe como manejarlos. En cuanto zarpen, él será el único jefe e impondrá la disciplina. Quien ha sido buen subordinado, es buen superior.

No obstante, cuando se apresta para organizar la distribución de cargos, la Casa de Contratación representa que los portugueses contratados son muchos y niega su aprobación. El rey ha dicho que se consulte a Magallanes la admisión de marineros porque «tiene de esto más experiencia». El almirante escribe a Carlos, pero éste, que no quiere herir la susceptibilidad de su vecino, limita a cinco la cantidad de portugueses a bordo.

La terca voluntad de Magallanes y la firme decisión de Carlos I van venciendo los tropiezos, que por fin llegan a término. Se cambia a Luis de Cartagena al galeón que iba a capitanear Faleiro y se confirma la autoridad de Hernando de Magallanes para ejercer el mando durante el viaje.

Por fin las naves se hallan listas. Cuadrantes, astrolabios, brújulas, ballestillas, tablillas náuticas, agujas de marear, cartas y portulanos. Todos los elementos necesarios para la navegación. La provisión de boca es abundante. El Archivo de Sevilla conserva la relación detallada de los bastimentos: 415 pipas de vinos, 475 arrobas de aceite, 200 de vinagre, 228 tocinos añejos y 18 de bastina seca, 245 docenas de pescado seco, 42 ½ fanegas de habas, 82 de garbanzos, 24 salamines de lentejas, 5 pipas de harina, 250 ristras de ajos, 984 quesos, 37 botijas de miel, 9 fanegas de almendras, 150 barriles de anchovas, 10.000 sardinas blancas para pesquería, 75 arrobas de pasas, 200 libras de ciruelas, 16 quintales de higos, 272 libras de azúcar, l jarra de alcaparras y 18 de mostaza, 222 libras de arroz y 6 vacas. Se establece que las cosas de botica irán en la nao Trinidad y los ornamentos sagrados se reparten entre ésta y el galeón San Antonio.

Todo está listo para partir. Mas el agente del rey de Portugal no se resigna a que la empresa se consume. Intenta un último ataque a esa fortaleza que es Magallanes. Le visita en su casa y le halla empaquetando vituallas en cajas y canastos. Manifiesta que es la última vez que le habla como compatriota y amigo. Que no lleve adelante una acción tan contraria a los intereses de su patria. Magallanes responde que no puede faltar a los compromisos contraídos con el soberano de España, pues ha empeñado su palabra. Álvarez lanza una estocada venenosa. Los propios españoles que le acompañan le miran con desconfianza y le consideran ruin y traidor. El capitán no se inmuta, ya conoce la reticencia de los funcionarios del puerto. Contesta que los descubrimientos que haga, a pesar de no tocar ninguna posesión portuguesa, beneficiarán a la larga también al Portugal.

Sebastián Álvarez no se da por vencido. Quiere sembrar la cizaña. Que no confíe el marino en el cariño que le profesa el obispo Fonseca; no es sincero. Magallanes corta la conversación. Mientras el rey de España esté dispuesto a cumplir lo pactado, no abandonará su servicio. No hay más que hablar.

El espía portugués, tras este intento fallido, trata de ganarse a Ruy Faleiro aprovechando su piel sensible. Mas el sabio resulta tan terco y resuelto como su compañero. Y al oír que repite y repite que no dejará el servicio de España, Álvarez cree que ha perdido la razón y le deja.




ArribaAbajoLa partida

Un año y cinco meses han pasado desde que Carlos de España firmara las capitulaciones autorizando la expedición. Diecisiete meses de obstáculos, inconvenientes y contrariedades que Magallanes ha debido vencer. Se ha preocupado de cada detalle, de que nada escasee, pues por propia experiencia sabe que una vez que se zarpa, cualquier cosa que falta cobra especial significación. A partir de ese momento, quedarán librados a los elementos que llevan a bordo.

Las viejas naves que el espía portugués tan mal calificara, se hallan remozadas y lozanas. Son anchas, ventrudas y de buen calado. Van atiborradas de hombres y pertrechos. Sus velas modernas ostentan la cruz del apóstol Santiago. Sus costillas han sido reemplazadas por firmes cuadernas. Se han cambiado baos y puntales. Castillos, puentes y toldillas lucen flamantes. Las jarcias y la caballería, al igual que palos, masteleros y vergas, son nuevos.

Magallanes puede sentirse contento. Nada se ha dejado al azar. Hasta la tropa de harapientos que recibió por tripulación, hoy muestran vestiduras nuevas y presenta un aspecto disciplinado.

Es el 10 de agosto de 1519. En la iglesia de Santa María de la Victoria, que los padres franciscanos acaban de construir en el barrio de Triana, se lleva a efecto la ceremonia de juramento del almirante y la entrega del estandarte real. Con la rodilla hincada en tierra, Magallanes promete que llevará la empresa con toda fidelidad al rey de España. Luego recibe el gallardete de manos de Sancho Martínez de Leiva, asistente de Sevilla, y procede a tomar juramento a sus capitanes y oficiales.

Es un acto emocionante. Magallanes, plantado delante de su gente, luce toda su varonil apostura. No es un hombre bello, pero de su imagen irradia una fuerza magnética que impresiona. El mismo es su propio símbolo de autoridad. Al verle erguido en su mediana estatura, anchas espaldas y fuerte complexión, no se aprecia la rigidez de su pierna renga. El sombrero de paño oscuro oculta la enmarañada cabellera. Sus ojos pequeños miran profundo. La barba de azabache es dura e hirsuta. La casaquilla parda y ajustada, los gregüescos a franjas grises, las calzas negras y los borceguíes de cuero, le dan una estampa imponente. Su capa, amplia y corta, completa el atuendo.

Allí está batiendo la bandera de seda sobre las cabezas de sus hombres. Allí está la tripulación arrodillada mirando el emblema en señal de que le aceptan como conductor y máxima autoridad, al igual que lo hizo él ante otros capitanes. Allí están, también, algunos que más adelante faltarán a este juramento en abierta rebelión. Allí viven ahora muchos de los que más tarde morirán antes de conseguir el triunfo.

A media mañana, las naves sueltan sus amarras en el puerto de Sevilla. La suave corriente del Guadalquivir las lleva lentamente hacia la desembocadura. Fondean en San Lúcar de Barrameda para completar la carga. Magallanes permanece en Sevilla. Le resta aún cumplir un acto formal: la redacción de un solemne testamento.

Si él fallece, una décima parte del provecho de la expedición se destinará a los conventos de Sevilla, Aranda de Duero, Barcelona y Oporto. Una quinta parte en sufragio por la salvación de su alma. El gobierno de las tierras que descubra pasará por mayorazgo a su hijo Rodrigo, y en su defecto a la criatura que se encuentra en el vientre de su esposa encinta. Si éstos faltasen heredarán sus familiares siempre que lleven su apellido, usen sus armas y residan en Castilla. Albacea de sus bienes, serán el comendador Diego de Barbosa, su suegro, y el doctor Sancho de Matienzo, canónigo de Sevilla.

Finalmente, cumplidos los trámites de rigor, los capitanes se embarcan en chalupas y bajan por el río para reunirse con la flota. Antes de zarpar, toda la tripulación, desde almirante a marinero, se confiesa y comulga a fin de estar preparada espiritualmente para la peligrosa travesía.




ArribaAbajoEn viaje

Por fin, aprovechando que el 20 de septiembre se ha levantado un viento favorable, Magallanes manda izar las anclas y largar las velas. Cuando los barcos se comienzan a alejar, una estruendosa descarga de sus cañones saluda a esa España que no saben si volverán a ver.

Son cinco las naves. La Trinidad, segunda en tamaño, es la capitana y va a cargo del almirante. La más grande, la San Antonio, ha sido entregada a Juan de Cartagena desde que el rey separó a Faleiro. Este capitán, que agrega el cargo de veedor y ha sido nombrado «conjunta persona», no es de la confianza de Magallanes. Es un marino de gran capacidad y energía; pero se descubren en él la ambición y el desprecio por este portugués asilado que, por azar, se ha convertido en la más alta autoridad de la expedición. Magallanes ha advertido su mirada arrogante y desdeñosa e instruye que le creará conflictos. Él sabe cómo manejar a la heterogénea tripulación. Ha sido de los mismos. Tiene conciencia de lo que puede exigir y hasta donde ceder. No son ellos quienes le preocupan. Son sus capitanes, y particularmente este Juan de Cartagena que, por llevar el título de «persona conjunta», se sentirá con derechos para discutir su rango. Magallanes comprende que, desde el comienzo, deberá ejercer duramente el mando.

La tercera nave es la Concepción, una carabela que va comandada por Gaspar de Quesada. Luego viene otra, la Victoria, a cargo de Luis de Mendoza que ostenta además la investidura de tesorero de la armada. Ya ha dado problemas a Magallanes negándole su poder, y ha sido el rey quien le ha puesto en su sitio. También su mirada es hostil y se vislumbra en él a un enemigo. Finalmente el bergantín Santiago, que sólo desplaza unas ochenta toneladas, lleva de capitán a Juan Serrao.

El almirante sabe que de las cinco naves, sólo puede confiar en dos: la suya y la de Serrao. Este es portugués y pariente de aquel Francisco Serrao, tan amigo suyo, que se quedara en las Molucas. Los otros tres capitanes, que son españoles de alto linaje, han aceptado participar en la expedición a pedido del rey. No les satisface estar a las órdenes de un extranjero. Tampoco les agrada que éste no les haya comunicado el rumbo que piensa tomar ni el derrotero. Hasta la fecha sólo han recibido órdenes. Jamás Magallanes les ha llamado a reunión ni les ha consultado como se acostumbra en una armada. El portugués ha hecho y deshecho solo. No les ha tenido en cuenta en ninguna de sus decisiones. Van a contrapelo y eso hace presagiar tormentas en el cielo del almirante.

Felizmente, Magallanes ha podido soslayar la orden del rey y los reclamos de la Casa de Contratación, respecto a la cantidad de portugueses que podían participar. Le acompaña su cuñado Duarte Barbosa, experto marino que ha adquirido fama por sus exploraciones en el Asia. Van también Álvaro de Mezquita, su pariente y compatriota, y Esteban Gómez, uno de los mejores pilotos del Portugal. Otro oficial, que en algunas crónicas aparece como Joao Carvalho y en otras como Juan de Lisboa, tiene el mérito de haber estado en Brasil y hablar la lengua de los nativos. Será de gran utilidad cuando arriben a esas costas. Y si logra alcanzar hasta las islas de las especias, le servirá de intérprete su fiel criado Enrique, aquel joven malayo que le sigue desde sus incursiones por Malaca.

Mas, hay otro personaje, el joven Antonio Pigafetta, gentilhombre de Vicencio que ha acompañado a España a su conciudadano Francisco Chiericato, recientemente nombrado embajador y orador ante el rey Carlos. El monarca español ha sido elegido emperador, con el nombre de Carlos V, sólo el 28 de junio de 1519, poco antes de zarpar la escuadra.

El joven lombardo se ha enterado de esta expedición a lugares ignotos y ha querido participar. Está hambriento de glorias y aventuras. No es un sabio, pero ha estudiado la geografía y la astronomía necesarias para manejar el astrolabio y determinar latitudes. Sabe de los fenómenos celestes lo bastante para hacer observaciones. Su presencia en el galeón de Magallanes, decidida a última hora, es valiosísima, pues será el cronista del viaje. Llevará una especie de diario, escrito cronológicamente, que dará gran luz sobre las alternativas del recorrido. Estudiará el idioma de los aborígenes que encuentre y formará vocabularios de cierta extensión. Tomará nota, sin ser botánico, de la flora y fauna de los lugares que visiten. Anotará lo que vea, lo que oiga y lo que suceda. Y tendrá la gran cualidad de ser el único que jamás enferme. Disfrutará de buena salud cuando todos estén agonizando y será uno de los dieciocho hombres que regresarán de esta desventurada expedición. Sus apuntes, que más tarde se publicarán, serán valiosos para el estudio de la travesía. Como dice Stefan Zweig, ¿qué significa una hazaña si no es descrita? Poco sabríamos de la proeza de Magallanes si no contáramos con la narración de Pigafetta. Sólo el resultado de dar la vuelta al mundo y haber muerto en el empeño. Pero las alternativas, numerosas y variadas, que demuestran el temple de acero y la voluntad inconmovible del marino, cualidades que le permitieron lograr el descubrimiento, de eso conoceríamos poco o nada. Y justamente es eso casi más valioso que el descubrimiento mismo.

La escuadra navega en perfecto orden. Magallanes se ha preocupado de dictar todas las disposiciones necesarias para mantener a los barcos unidos. Esto es indispensable. Uno que se aparte o extravíe de la flota, puede considerarse perdido. Hay un código de señales que los capitanes deben respetar rigurosamente. La nave capitana, que irá siempre adelante, encenderá durante la noche un farol en la popa a fin de que no la pierdan de vista. Si además de éste se prende una linterna o un trozo de cuerda de esparto, los otros barcos deben hacer lo mismo para asegurarse de que le siguen.

Si en la Trinidad aparecen dos fuegos sin el farol, los otros navíos deben cambiar de dirección, sea para moderar la marcha o a causa del viento contrario. Si las luces son tres, es orden de que retiren la boneta, parte del velamen que va sobre la vela mayor para aumentar la velocidad cuando hay buen viento.

Cuatro lumbres serán la señal para arriar todas las velas, o desplegarlas si están recogidas. Muchos fuegos y algunos cañonazos recomendarán navegar con cuidado, por estar cerca de tierra o en algún bajo. Otro aviso indicará cuándo echar el ancla.

Se organizan las guardias en tres turnos: el primero, hasta el anochecer, estará a cargo del capitán; el segundo, llamado medora, hasta la medianoche bajo las órdenes del piloto; el tercero durará hasta la madrugada y será responsabilidad del maestre. Pigafetta anota:

«El comandante general exige la más severa disciplina a la tripulación, a fin de asegurar con ella el éxito del viaje».



Magallanes ha establecido, además, otra norma de orden y buena organización. Todos los días, al caer la noche, los capitanes de cada nave deben acudir a la capitana y saludar al almirante con la siguiente frase:

«Dios vos salve, señor capitán general y maestre e buena compañía».

En esa visita se rendirán informes y se recibirán órdenes e instrucciones. Magallanes quiere implantar, desde el primer momento, su autoridad. Él manda y marca el rumbo; los demás le siguen sin protestas.

A los seis días de viaje se detienen en Tenerife, una de las islas Canarias. Allí hacen agua y cargan leña. Luego pasan a otro puerto de la misma ínsula, llamado Monte Rojo, donde esperan a una carabela que trae pez para la escuadra. Pero este barquichuelo no sólo trae eso, sino un secreto mensaje de Diego de Barbosa para su yerno. Hay una confabulación: los tres capitanes españoles, que se hallan descontentos, le negarán obediencia durante el viaje. Magallanes responde que cumplirá su compromiso con el emperador aún a riesgo de su propia vida. El terco marino nada trasluce. Su rostro impenetrable no descubre la negra nube que divisa en su horizonte. Llegado el momento, sabrá cómo actuar. El mensaje sólo confirma sus sospechas.

Pero la conducta reservada del almirante, y el hecho de que tome sus decisiones absolutamente solo, sin consultar para nada a sus capitanes, terminan por producir el rompimiento. Quizá Magallanes ha exagerado intencionalmente esta actitud, para probar la obediencia y lealtad de sus capitanes. Quiere que si ha de producirse una rebeldía, sea luego. El marino no es hombre para vivir con el fantasma de una insubordinación encima. Prefiere provocarla. Si esos oficiales se han concertado para desconocer su autoridad, es mejor saberlo de inmediato, para poner un remedio drástico. De adrede no pide opiniones, ni hace preguntas, y, sin pedir consejo, varía el rumbo. En vez de virar al oeste, hacia el Brasil como estaba previsto, continúa hacia el sur siempre pegado a la costa de África.

Esa misma tarde, en la visita diaria al almirante, Juan de Cartagena le pregunta por qué ha cambiado el rumbo sin consultar con sus capitanes. Representa que el rey le ha nombrado «persona conjunta», que aunque Magallanes tenga el mando superior de la armada, debe actuar en forma coordinada con él, en virtud de ese nombramiento real.

Es el momento esperado por Magallanes. Desea definir, de una vez por todas, esta cuestión de autoridad. Si cede ahora, no podrá en adelante ejercer el mando, y estará subordinado a la opinión de sus subalternos. Esta consciente de que cuando lleguen momentos difíciles, sólo su férreo carácter le permitirá seguir adelante. Comprende que al primer tropiezo fuerte, muchos querrán regresar. Demasiado le ha costado conseguir el apoyo real para el proyecto de su vida. Dura ha sido la tarea de poner en marcha la expedición, para arriesgar el éxito en manos de sus capitanes. Si fracasa ahora, se frustra la empresa. No, Magallanes no está dispuesto a ceder.

Se limita a responder, secamente, que no reconoce a persona conjunta en la escuadra, ni tiene que dar cuenta de sus decisiones náuticas a nadie. Que se limiten a seguir su bandera de día y su fanal de noche. Cartagena queda herido y espera su ocasión. Ya llegará el momento de demostrarle a este obstinado portugués quién manda.

Quizá Magallanes conoce algún secreto de los navegantes portugueses, respecto a navegar al sur hasta Sierra Leona donde tomar mejor el barlovento que les lleve directamente a la costa del Brasil. Pero los acontecimientos se dan en su contra. Pasan entre el continente y las islas de Cabo Verde, y algunos días más tarde alcanzan el litoral de Guinea. Es el momento de que se presente el viento favorable. Con eso callará para siempre las bocas de sus capitanes. Pero sufren largas calmas o fuertes tempestades. Durante las primeras, los marineros contemplan verdaderas manadas de tiburones que nadan en torno a los barcos. Cuando se desatan las furias de los vendavales, aparecen en la punta de los mástiles esos misteriosos «fuegos» que los marinos consideran como señales de la protección del cielo.

La electricidad que trae toda tempestad se manifiesta positiva o negativa en la punta de los palos en forma de fuerte luz. Esos tripulantes, profundamente cristianos en una época en que no se conoce la explicación de estos fenómenos físicos, ven en estos «fuegos» la presencia de los santos. Es natural que al terminar la tempestad, desaparezca la carga eléctrica que ocasiona la luz. Así, la lumbre que se produce en el trinquete es el cuerpo de San Telmo; la del palo mayor, de San Nicolás; y la de mesana, de Santa Clara. Todos ellos vienen en su auxilio.

Magallanes tiene muchas cualidades, pero ninguna de ellas es la diplomacia. Si no ha sabido ser cortés con el rey Manuel de Portugal, menos lo será con sus subalternos. No tiene capacidad de comunicación, si sabe suavizar su dureza. De él mismo parten las vibraciones negativas que producen un ambiente adverso en su entorno. Por eso, cuando el cambio de ruta no se ve confirmado por la aparición del buen viento, las culpas caen sobre él. El descontento se hace más evidente. Juan de Cartagena sonríe. Los hechos demuestran que tenía razón y que Magallanes es un ignorante. Es imprescindible que en adelante se aconseje por sus capitanes. Debe hacérselo sentir y lo hace.

Ese anochecer acerca el galeón a la nao capitana. Pero en vez de ir personalmente a presentar su saludo e informe, envía al sobrestante que dice a Magallanes:

-Dios vos salve, señor capitán y maestre e buena compañía.

Con esta actitud, en que le quita el título de capitán general y le deja sólo el de capitán, está demostrando claramente que no le reconoce como superior. Su rango de «persona conjunta» le iguala en jerarquía y así lo aclara en forma definitiva.

Magallanes le manda a decir que se guarde de saludarlo en esa forma, que espera lo haga como corresponde a un superior. Sin embargo, Juan de Cartagena se ha declarado abiertamente en rebeldía. Ya no puede modificar su actitud. Con toda franqueza le responde que esta vez le ha enviado sus saludos con uno de sus mejores marineros, que en la próxima ocasión lo puede hacer con un paje. Y para enfatizar su postura delante de la tripulación de todas las naves, deja pasar tres días sin cumplir con la disposición de reglamento, y mantiene su barco alejado de la capitana de manera que todos lo vean.

El perfecto dominio que Magallanes tiene sobre sí mismo, sale siempre a relucir en los momentos de mayor peligro. Allí es cuando el almirante se enfría, se calma y desmenuza desapasionadamente las cosas. Ese control es su vara mágica. No es hombre de arrebatos. Nada hace que no haya masticado y digerido largamente. Comprende que no puede ir a la nave de Cartagena y quitarle el mando. Se expone a ser aprehendido y depuesto.

Deja pasar unos días sin tomar ninguna decisión. Pasea por cubierta abstraído, callado, frío y distante. Se concentra en las tareas marineras. Nada deja traslucir la tormenta que lleva adentro. Mas de pronto, cita a los capitanes para discutir el rumbo. Todo el mundo se sorprende. El almirante se ha ablandado. Ha comprendido su error en fijar la ruta y no soporta la enemistad de sus oficiales. Por primera vez los va a consultar. Juan de Cartagena ve su oportunidad. Por lo menos, Magallanes deberá darle explicaciones y reconocerle como su igual.

El portugués les recibe sereno y amable. Se conversan distintos temas, y entre ellos, el procedimiento del saludo vespertino. Cartagena, que ha estado insistiendo majaderamente sobre el cambio de rumbo, inicia ahora una desagradable discusión. Magallanes se mantiene tranquilo. Comprende que mientras más se ofusque su enemigo, más fácil será atacarle. Y el momento llega. Cartagena alcanza al paroxismo de su enojo. En ese instante se acerca y le coge fuertemente del pecho. Su mano nervuda y poderosa aprieta implacable. Sus labios se abren sólo para decir:

-Daos preso -ordena al alguacil que lo ponga en el calabozo.

Es tan grande la impresión de los capitanes y pilotos, que no atinan a reaccionar. Cartagena pide ayuda, mas la presencia del almirante es imponente y nadie osa mover un dedo. Sus ojos penetrantes van de uno a otro, desafiantes, taladrando sus cerebros, helando sus voluntades.

El rebelde es conducido al cepo. Sólo largo rato después, antes de abandonar la nave, Luis de Mendoza suplica que no le engrille en atención a su rango de noble español. Magallanes lo deja en arresto bajo su cuidado y le toma juramento de que le mantendrá preso y se lo presentará cada vez que lo requiera. Enseguida, designa capitán del galeón San Antonio al contador Antonio de Coca, quien, esa tarde, saluda correctamente al capitán general.

Un golpe de mano, un zarpazo, y todo queda igual.



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