La suerte favorece a Magallanes. Se levanta el viento del este y navegan favorablemente hacia las costas de Brasil. El 29 de noviembre tocan en Cabo Agustín. Luego, costeando, entran el 13 de diciembre a la bahía de Río Janeiro. Por ser el día de Santa Lucía, la bautizan con ese nombre. Pigafetta anota que han llegado a la «Tierra del Verzino». Por ese nombre se conoce a la madera roja que antes se importaba de Asia o África, y que se ha encontrado tan abundante en el Brasil. Ahora se llama, precisamente «madera del Brasil».
Creen que son los primeros europeos que arriban a esa rada. Ignoran que ocho años antes ya los portugueses la han explorado y puesto nombre. Posteriormente se llamará Río de Janeiro.
Magallanes advierte que se halla en dominios del Portugal, a pesar de que este país no ha tomado posesión militar, ni levantado fortificaciones o factorías. Los nativos, que viven en un paraíso, los reciben felices y confiados. Pronto se inicia el más atractivo intercambio. Les llevan gallinas, patatas, piñas, cañas dulces y carne de anta que es como un cerdo grande.
El cronista Pigafetta, que no ha tenido tema para dar gusto a la pluma, aprovecha de escribir entusiasmado:
Luego habla de los brasileños. No tienen religión. Viven ordinariamente hasta los ciento veinticinco años y algunos más. Todos andan desnudos y viven en amplias cabañas que llaman «boi». Duermen en mallas colgadas que denominan hamacas y navegan en canoas hechas de árboles tan grandes, que en el hueco que le hacen «caben treinta y aun cuarenta hombres».
Todos son recios y bien conformados. Se tiñen el cuerpo y la cara. Tienen los cabellos cortos y lanudos. A veces comen la carne de sus enemigos. Los hombres llevan el labio inferior con tres agujeros por donde pasan cilindros de piedra. Comen un pan hecho con la médula de una clase de palmera conocida por palmito y obedecen a un rey a quien llaman cacique.
Magallanes tiene presente la recomendación de Carlos V respecto a las posesiones portuguesas. Prohíbe, bajo pena de la vida, que se tomen esclavos o se ejecute cualquier acto de violencia. Ha llegado con la paz y con la paz se irá. Es tan beneficioso ese trato cordial y amistoso, que los nativos actúan con la ingenuidad de un niño. Nada les causa temor. Por el contrario, aman a estos extranjeros que les han traído una lluvia largamente esperada. Llega a tanto su veneración por ellos, que cuando desembarcan para asistir a misa en tierra, creen que los botes son hijos de las barcas porque salen de ellas. Asisten al oficio religioso con respeto y recogimiento. Cuando los españoles se van, llevan la convicción de que les han convertido.
El 27 de diciembre levan anclas y se alejan en dirección suroeste. Transcurren catorce días en que la tripulación va rememorando los instantes paradisíacos que ha vivido. El 10 de enero de 1520 llegan al cabo de Santa María, tras el cual se abre la inmensa boca del Río de la Plata. ¡Encontramos el estrecho!, es el pensamiento de todos. El almirante, ansiosamente, revisa sus anotaciones. Este es, precisamente, el paso marcado por Martín Béhaim en sus mapas. Es también el trazo indicado por el sabio Johann Schoner en su globo, de acuerdo a las informaciones de antiguos navegantes portugueses. Pigafetta lo consigna a los 34º 40' de latitud meridional.
En el costado norte divisan un montículo que bautizan como «Monte Vidi» (más tarde Montevideo). Exploran ambas márgenes y navegan al interior. El cronista lombardo anotará luego que aquello que tomaron por un canal que conducía al Mar del Sur, es sólo un gran río. Ese es el lugar donde Juan de Solís, su descubridor, fue devorado por los caníbales. Han avistado a varios. Uno de ellos «de figura gigantesca y cuya voz parecía la de un toro», animaba a sus camaradas que demostraban temor. Desembarcan a fin de capturar algunos, pero corren tan rápido que no les pueden alcanzar.
Magallanes no se resigna a la idea de que ése no sea su estrecho. Deja correr muchos días en el reconocimiento. Mientras dos naves investigan hacia el interior, él personalmente recorre la desembocadura. Unas millas más al sur, tropieza nuevamente con otra playa. Es el desencanto. Sólo queda la esperanza de que los barcos exploradores traigan buenas noticias. Pero cuando aparecen, la sospecha queda confirmada. Es el río de Solís, no el ansiado paso.
La amargura del almirante es inmensa. Todas las investigaciones que ha hecho en viejos mapas, los cálculos de su amigo Faleiro, su propio convencimiento y las aseveraciones formuladas en la corte de España, resultan fallidas. Es el fin. La expedición ha fracasado, a no ser que encuentre la pasada más al sur. Pero ya es febrero y luego llegará el invierno. Y deben navegar hacia la zona helada. Siente el descontento de su gente. Advierte la mirada de sus capitanes. ¿Dónde está la seguridad con que afirmaba que sabía exactamente la ubicación del paso? Pero el almirante no puede retroceder. No es cosa de regresar a España a confesar su fracaso. Sería el hazmerreir de Europa.
Su rostro se mantiene inmutable. Nadie debe percatarse de su desengaño. Demuestra absoluta tranquilidad y confianza. Tendrá que reconocer detalladamente todos los cabos y bahías de la costa. Con fría tranquilidad ordena, el 14 de febrero, continuar hacia el sur. Buscarán una abrigada bahía donde invernar.
La travesía se hace cada vez más inhóspita. Atrás ha quedado el trópico con su abundante vegetación, sus aborígenes obsequiosos y amables, sus playas hermosas. Aquí sólo se divisan pingüinos y algunas focas remolonas pero feroces... El cielo es oscuro y los temporales menudean. Los vientos que vienen del sur son tan helados y potentes, que aflojan las velas y causan daño en las naves.
Llevan ya medio año de navegación y nada ha pasado. Por el contrario, han abandonado tierras paradisíacas, para adentrarse en un mundo frío y hostil.
A la muerte de Francisco Pizarro, Pedro de Valdivia se transforma en gobernador interino de Chile, nombramiento que posteriormente el licenciado de La Gasca extiende en propiedad el 18 de abril de 1548. En esta provisión se configuran por primera vez las fronteras de la gobernación de Chile:
Más adelante, Carlos V confirma esta concesión en Madrid, en 1552. Posteriormente, por cédulas de 1554 y 1555, extiende los límites hasta el sur del Estrecho de Magallanes. Más aún, al designar a Francisco de Villagra gobernador de Chile en 1558, le ordena explorar el sur de dicho Estrecho y «tomar posesión en nuestro nombre de las tierras y provincias que caen en la demarcación de la corona de Castilla». Esta última frase se refiere a la línea imaginaria trazada de polo a polo a trescientas setenta leguas al poniente de las islas de Cabo Verde, conforme al Tratado de Tordesillas suscrito con el Portugal.
De acuerdo a estos preceptos del emperador Carlos V, el mismo que ha firmado las capitulaciones con Hernando de Magallanes y le ha enviado a buscar el paso por el oeste hacia Las Molucas, los límites de Chile quedan establecidos. Las cien leguas de ancho contadas desde el Pacífico, caen en Río Negro, un poco más al norte del golfo de San Matías y, en razón de que el continente va reduciendo su anchura a medida que se extiende hacia el sur, alcanzan hasta el Polo Antártico.
Por ello, cuando el 31 de marzo de 1520 Magallanes entra en la bahía de San Julián, descubre un territorio que en ese momento es simplemente español, al igual que el estrecho que descubrirá más adelante. Pero, por disposiciones del propio Carlos V, pasan poco tiempo después a pertenecer a la Gobernación de Chile, y permanecerán 327 años en poder de este país, hasta que por el Tratado de 1881, éste las cederá a Argentina.
En San Julián, donde permanecerán cinco meses, el capitán general lleva a cabo tres actos de soberanía: toma posesión en nombre del rey de España, se realizan oficios religiosos, y ejerce la autoridad conferida por el monarca en forma enérgica y durísima. De acuerdo a las costumbres de la época, no hay más diligencias que se puedan efectuar para tener el testimonio definitivo de dominio. Magallanes sabe que se encuentra dentro de los límites de España. Ha descubierto nuevas tierras y debe oficializar la potestad de Carlos V sobre ellas.
Pigafetta no consigna en su diario la fecha exacta de la toma de posesión; pero durante su permanencia en San Julián la describe de la siguiente manera:
«Toma de posesión.- Plantamos una cruz en la cima de una montaña cercana, a la que llamamos Monte-Cristo, y tomamos posesión de esta tierra en nombre del rey de España». |
Por primera vez en su travesía, Magallanes ejecuta este acto de dominio.
Al día siguiente de su arribo, el 1.º de abril, es Domingo de Ramos y el almirante dispone se celebre una misa en tierra, a la que invita a todos los capitanes, oficiales y pilotos. Este acto religioso, primero que se realiza en lo que más tarde será Chile, es oficiado por el presbítero Pedro de Valderrama, capellán de la nao capitana Trinidad, único sacerdote que cruzará el Estrecho.
Durante la travesía hacia San Julián, se ha ido despertando la desconfianza sorda y callada de capitanes y pilotos. Y mientras más avanzan hacia el sur, la suspicacia se extiende a la tripulación. El almirante ha dicho a todos que conoce el punto exacto donde se halla el paso al Mar del Sur. ¿Pero por qué, entonces, ha explorado detalladamente la entrada del río de Solís? Algo del desencanto que ha experimentado el portugués se ha dejado ver en su rostro. Luego, al continuar la navegación, ha ido explorando cada bahía y cada entrada de la costa. No, no puede estar seguro del lugar preciso, desde el momento en que continúa buscando. Es evidente que Magallanes ha obrado sobre datos falsos y que está engañado. En ese caso, no tiene sentido seguir acercándose al término de la tierra, a regiones cada vez más heladas y preñadas de temporales. Lo lógico es retornar a España y confesar el fracaso, a pesar de que han llegado hasta donde nadie llegó antes. Esto ya es un éxito y pueden volver victoriosos. Al menos, piensan otros, conviene regresar al Brasil, dejar pasar el invierno en sus deliciosas playas y zarpar al sur bien abastecidos en el verano.
Pero la calma imperturbable de Magallanes, y particularmente su acerada voluntad, se hacen más fuertes que nunca. En lo más profundo de su mente reconoce que se ha equivocado. Que los cálculos de Faleiro, los mapas de la Tesorería del rey de Portugal y sus propias conclusiones, eran erróneos. Pero él ha dado su palabra al emperador y a muchas otras gentes. Regresar a España sería hundirse en el oprobio. Su inteligencia, sus observaciones y sus conocimientos náuticos, le afirman que ese paso tiene que existir. Si no lo ha encontrado hasta ahora, debe estar más al sur. Por lo menos ha confirmado que este continente, al igual que África, se va angostando hacia el polo. Lo más probable es que haya aquí también otro Cabo de la Buena Esperanza, o la tierra se abra para comunicar ambos océanos. Comprende que cada día el tiempo le es más adverso. El invierno está encima con sus tempestades, y con ellos los vientos que estrellan naves, y los truenos y relámpagos que aterran a los tripulantes. Sería más prudente, en verdad, invernar en Brasil para luego seguir buscando. Allí no les faltarían comodidades ni alimentos, ni expondría las naves al destrozo... ¡pero eso es imposible! Aseguró que conocía el ansiado paso, fue duro con sus subordinados, determinó los rumbos sin consultar a capitanes ni pilotos. No puede ahora reconocer que anda tanteando la costa. Regresar al Brasil sería confesar su error y desconocimiento. Ni por asomo puede dejar traslucir que se halla confuso, y, como Cortés que manda quemar sus naves, Magallanes toma la decisión de permanecer en San Julián hasta que pase el invierno con sus borrascas y malos tiempos. Desde allí es imposible que alguien deserte.
Ignora el almirante que este es uno de los grandes momentos de la historia. No puede advertir que la dura resolución que ha tomado cambiará el curso del futuro. Sin embargo, continúa encerrado en sí mismo, impasible, lejano, dando la absoluta seguridad de que sabe lo que hace.
Le representan la inhospitalidad del lugar, la baja temperatura y la escasez de víveres que va en aumento. Responde que cumplirá lo prometido al rey o dejará la vida en el empeño. Que en ese lugar hay agua y leña en abundancia, como asimismo muchos peces y mariscos. Acortando en parte las raciones, jamás les faltará el vino y el pan. Pronto vendrá la primavera, y mientras más al sur se acerquen, más largos serán los días.
Pero la tensión acumulada entre sus oficiales resulta demasiado fuerte. La resistencia ha ido cobrando carácter alarmante. Ya en Río de Janeiro, Magallanes ha quitado el mando del San Antonio al contador Antonio de Coca, y lo ha entregado a su primo Álvaro de Mezquita. La desconfianza que demuestra por aquél que elevara a capitán, provoca el recelo de sus colegas. Sólo falta el detonador para que la bomba haga explosión... y ese momento no tarda en llegar.
El anuncio definitivo de que invernarán allí, es la mecha que se enciende. Por ello, cuando los capitanes reciben la invitación para asistir a misa en tierra y luego compartir la mesa del almirante, ni siquiera se excusan. Simplemente no se presentan. Sólo concurren al oficio Antonio de Coca y Álvaro de Mezquita, y únicamente el segundo acompaña a su primo a la hora del almuerzo. Triste y solitaria resulta aquella cena. Magallanes comprende que la bomba está bajo sus pies y que va a reventar. Pero, como de costumbre, el pedernal de su temple se endurece en los momentos de mayor peligro. Nada demuestran sus facciones mientras dirige las faenas de a bordo. Conviene dejar que sus enemigos tomen la iniciativa. Más fácil será devolver el golpe.
La tarde transcurre tranquila y cae la noche. Sólo las luces de guardia permanecen encendidas. El almirante se encierra en su cámara y duerme apaciblemente.
Pero la confabulación ha echado a andar la trama. Gaspar de Quesada, que tiene preso en La Concepción a Juan de Cartagena, lo libera y entre ambos montan un bote con treinta hombres bien armados. Reman silenciosamente bajo la oscuridad de la noche hacia el galeón San Antonio. El depuesto Antonio de Coca acompaña a los rebeldes. Sin el menor ruido trepan por las escalas de cuerda y se dirigen con pasos apagados a donde duerme Álvaro de Mezquita. Sorprendido en pleno sueño, es engrillado y puesto bajo llave. Juan de Elorriaga, maestre de la nave, salta en su defensa; mas Quesada lo detiene con cuatro puñaladas que lo bañan en sangre. Luego encierran a los incondicionales de Magallanes y reparten vino en abundancia entre aquéllos que se pliegan a la asonada.
Con este zarpazo certero, los amotinados han conseguido su objetivo. Gaspar de Quesada toma el mando del San Antonio y nombra como segundo a Juan Sebastián Elcano. Juan de Cartagena se hace cargo de La Concepción, y Luis de Mendoza continúa como capitán de La Victoria. De cinco, son tres las naves que se hallan en poder de los rebeldes.
Al amanecer, nada presagia un cambio. Los barcos reposan tranquilamente en la bahía y no se advierten signos que puedan alarmar a Magallanes. Se inician las labores de rutina. Un bote se desprende del San Antonio y lleva una carta al almirante. Gaspar de Quesada, hipócritamente, la titula Suplicación. Hablando por boca propia y de los otros capitanes, explica que han confiscado el barco que mandaba Mezquita, en consideración a que no les da el trato que debe, conforme a las disposiciones del rey. Pero si Su Merced se aviene a entrar en conversaciones para un mejor tratamiento en adelante, obedecerán sus órdenes, le llamarán Señoría «y le besarán pies y manos».
Magallanes comprende que está en terrible desventaja de fuerzas. Sólo cuenta con su propia nave y la Santiago que comanda Juan Serrao. La suya no es la mayor; y la de Serrao, la más pequeña. Advierte que sobre las cubiertas enemigas se hallan preparados los cañones y arcabuces. No queda otra solución que llegar a pactar con los sediciosos. Pero eso significaría que la empresa se ha malogrado. De nada han valido los años de preparación, los ingentes esfuerzos por montar la escuadra, los años de espera. Todo se desbarata en segundos.
Pero este hombre es excepcional, justamente porque se agranda en el peligro. Cuando cualquiera habría capitulado ante una situación como ésta, Magallanes se domina, piensa, calcula serenamente. Si sólo pudiera hacerse de una de las naves rebeladas, cambiaría las condiciones. Los otros han dado el golpe de noche, al amparo de la oscuridad y mientras todos dormían. Pues bien, él lo hará a plena luz del día y cuando menos lo esperen.
Retiene en su poder la chalupa que ha traído el mensaje. En esa misma envía a su alguacil Gonzalo Gómez de Espinoza, que es hombre de toda su confianza, con una carta para Luis de Mendoza que se encuentra en La Victoria. Astutamente no la manda al San Antonio donde se halla Gaspar de Quesada, pues, como cabecilla de los amotinados, es él quien espera la reacción de Magallanes.
El bote, tripulado apenas por seis hombres, no llama la atención de ninguno de los capitanes. Reman lentamente y atracan junto a La Victoria. Suben con toda calma por las escalas. Nadie va alterado ni llevan armas a la vista. Son sólo portadores de un mensaje. Mendoza los recibe en cubierta con una risita, que al leer la carta se transforma en carcajada. El almirante le invita a su nave para sostener una conferencia. No, señor, a él no le sucederá lo que a Luis de Cartagena. No lo tomarán preso tan inocentemente. Mas, cuando ríe estentóreamente, el puñal de Gómez de Espinoza se clava velozmente en su garganta y cae muerto sobre la cubierta.
Entre tanto, se ha acercado sigilosamente el bote de La Trinidad. Van quince hombres fuertemente armados a cargo de Duarte de Barbosa. Antes de que se entable la lucha con los partidarios de Mendoza, los recién llegados dominan la nave. En pocos segundos, los tripulantes han contemplado el cadáver de su capitán y la aparición de un nuevo grupo dispuesto a matar. Antes de que reaccionen, Barbosa ordena izar el ancla, soltar las velas, y coloca la carabela junto al galeón de Magallanes, cerrando la entrada de la bahía, como para demostrar a los sublevados que ahora son tres barcos contra dos.
Cartagena y Quesada aprecian la situación. No tienen más salida que pelear o intentar una huida durante la noche. Mas sus hombres están asustados. Demasiado bien conocen al almirante y saben de la dureza de su mano. No en vano ha luchado como oficial subalterno en África y en la India. Han oído de sus hazañas lo suficiente como para reaccionar. Los gritos de sus capitanes azuzándolos a la lucha no les llegan.
Quesada intenta, a la desesperada, otra acción. No es muy hidalga su actitud, pero se trata de salvar la vida. Recuerda que tiene preso a Álvaro de Mezquita e intenta usarlo como rehén para obtener una capitulación favorable. Mas Mezquita le hace desistir. Que se acuerde del caso de Guzmán el Bueno en Tarifa. Lo mismo sucederá con Magallanes. La vida de su primo no le llevará a transigir con los rebeldes. Un motín a bordo es lo más grave que puede suceder en la marina. Y el capitán tiene la obligación de sofocarlo a riesgo de su propia vida.
Esa noche tratan de mover las naves para escapar sin que el almirante se percate. Pero éste les está esperando. Una andanada de arcabucería barre las cubiertas, en tanto algunos botes con gente leal se acercan para el abordaje. Las tripulaciones facciosas se entregan sin resistencia, y los capitanes insurrectos van a dar con sus huesos a la sentina de la nave capitana.
Magallanes ha cortado, de un solo tajo, la cabeza de la serpiente. Mas, como buen marino, sabe que un motín no se extingue con su aborto, sino debe actuar luego la justicia. Junto con darle poder ilimitado de vida y muerte sobre sus hombres, el rey ha puesto sobre él, en su calidad de capitán general, la responsabilidad de regir la ley. No puede, aunque lo quisiera, evitar la obligación.
Para estos descubridores del siglo XVI, la administración de la justicia es algo inherente al alto cargo que ostentan. Su autoridad emana del rey y en su nombre aplican el rigor del castigo. Si no lo hacen, la corona les pedirá cuentas.
Es corriente ver en las actas de fundación de ciudades, en aquellos tiempos, la frase con que se da solemnidad al hecho: «Hoy hinqué rollo y picota en la villa de...». Basta redactar esta expresión, para testimoniar que se ha realizado la fundación. El rollo y la picota, llamados también «el árbol de la justicia», constituyen el símbolo de la autoridad real delegada en algún capitán. Es como decir: «¡Yo soy quien manda aquí, y con esto me hago obedecer!».
Pero Magallanes debe a ponerse a cubierto. Para aplicar la pena, no es suficiente ordenarlo. Hay que levantar el proceso que se exhibirá al rey a la vuelta del viaje. Álvaro de Mezquita presenta la demanda. Escribanos y alguaciles se encargan de protocolizar las declaraciones de los testigos. El sumario se lleva con la misma ceremonia y gravedad que tendría en España. Los autos se acumulan y forman un expediente. Finalmente, Magallanes emite la sentencia.
Gaspar de Quesada, reo de sublevación e intento de asesinato (el maestre Elorriaga morirá después del 11 de julio a resultas de las heridas), es condenado a muerte. Su condición de noble le salva de ser ejecutado en el garrote vil. Se le concede la decapitación. Su criado Luis de Molino también sufrirá la pena capital. Posteriormente, a fin de no cargar a ninguno de los marineros con sentimientos de culpa, Magallanes le ofrece el perdón a cambio de que actúe como verdugo de su amo. Duro castigo para el escudero, pero se inclina por salvar la vida y acepta.
Días después, el 7 de abril, la tripulación desembarca y forma un cuadro en tierra para presenciar la ejecución. Negras nubes oscurecen el cielo. El rollo se encuentra clavado en la arena. Los tambores sueltan su crepitar de golpes cuando cae la cabeza de Quasada.
Acto seguido, su cadáver y el de Luis de Mendoza, que se ha traído desde el barco, son descuartizados mientras un pregonero relata con voz potente su traición.
En tierra que habría de ser chilena, se ha ahogado un motín y aplicado la justicia del rey.
Queda aún por condenar a Juan de Cartagena y a otro personaje: el capellán Pedro Sánchez de Reina, que ha tomado partido activo entre los rebeldes. Este clérigo, que es portugués, se ha embarcado con el nombre de Bernardo Calmette, posiblemente por estar copada la cantidad de éstos en la expedición.
Para Magallanes es un buen problema dictar sentencia contra estas personas. Uno ostenta el cargo de veedor del rey y ha sido designado, además, persona conjunta. El otro ha recibido el orden sacerdotal. Es muy duro para un católico ferviente, como el almirante, aplicar la pena capital. Finalmente, resuelve dejar la decisión en manos de Dios. Les condena a quedar abandonados en esa playa cuando la flota zarpe. Y así se hace. Cuando las naves se alejan, ambos ajusticiados permanecen en la arena con vino y comestibles para un tiempo. Lo que pase después, Dios lo decidirá.
Cinco meses permanece la escuadra en San Julián. Cinco largos meses que Magallanes trata de acortar para su gente. Los hace reparar las naves desde los palos a la quilla. Hay labores de carena, reemplazo de maderas, remiendo de velas y cambio de jarcias. Hay que mantener ocupados a los hombres.
Entre tanto, el almirante prepara un viaje de exploración al sur. No soporta la espera. Mientras llega el buen tiempo, puede adelantar los reconocimientos. Antes de un mes, zarpa el Santiago que es rápido y ágil. Su capitán Juan Serrao lleva orden de no apartarse demasiado y regresar en un tiempo preciso.
El bergantín navega tranquilo y sin problemas. El 3 de mayo encuentran una entrada de agua. Al principio, gran alegría. Mas luego descubren que no se trata del anhelado paso, sino de un ancho río. Es el día de la Invención de la Santa Cruz y con ese nombre lo bautizan. Seis días se mantiene Serrao examinando los contornos y decide continuar más al sur. Hasta el momento han encontrado abundante pesca y grandes lobos marinos.
El día 22 les sorprende un furioso temporal que destroza las velas y arroja el bajel contra las rocas. Felizmente la proa encalla primero y los hombres pueden salvarse; todos menos uno: un esclavo negro. Las olas continúan azotando la embarcación hasta destrozarla por completo.
Los náufragos permanecen ocho días en aquella playa alimentándose de mariscos. Convencidos de que es imposible que les vengan a rescatar, inician el viaje de regreso por tierra. Mas recuerdan que el río Santa Cruz es ancho y profundo. Deciden llevar restos de tablas que la mar ha devuelto, para construir unas balsas y cruzarlo. Sólo seis leguas los separan del cauce; pero al terreno escabroso se suma el hambre y la fatiga. No hay más elementos que hierbas y raíces. Cuando llegan al río, están desfallecidos. En un supremo esfuerzo, consiguen armar una balsa pequeña en la que sólo caben dos. Resuelven que ésos vayan en busca de socorro, en tanto el resto se sustenta de la pesca.
Los mensajeros inician el largo recorrido que les llevará otros once días. Nuevamente hierbas y mariscos para comer. Si quieren beber, tienen que machacar el hielo. Cuando por fin llegan a San Julián, no les reconocen. Llevan la ropa hecha jirones, la barba crecida y los rostros macilentos. Caminan tambaleándose hasta el capitán y se dejan caer a sus pies. Con la voz entrecortada narran la tragedia.
Para Magallanes el golpe es tremendo. Si privarse de una nave es malo, peor es perder a su gente. De inmediato organiza una columna de veinte hombres que llevan pan, vino, ropa y otros. El doloroso viaje se repite, pero esta vez son más y llevan auxilios. Después de varios días de caminar sobre rocas y nieve, encuentran a Juan Serrao que les espera con los náufragos en el río Santa Cruz. En cuanto se reponen, regresan al lugar de la tragedia para recoger la carga que las olas han devuelto a la playa.
Esta tierra les ha sido áspera y difícil, como lo será con los que la conquisten más tarde. Mucho tardará en entregarse generosa y abundante.
Por fin, tras muchas penalidades, regresan a San Julián.
Entre tanto, los invernantes de San Julián han recibido visitas. A los dos meses de su arribo a la bahía, cuando creen que esa tierra está absolutamente despoblada, divisan sobre un montículo una figura extraña. Al comienzo creen que es un enorme animal. Mas luego, al fijar la vista, observan a un gigante que salta, baila y canta echándose puñados de arena sobre la cabeza. Magallanes, que ha conocido variados aborígenes, interpreta los gestos como muestras de contento y amistad. Ordena a uno de sus marineros que lo imite y se desparrame también arena sobre el pelo.
El gigante se deja conducir a un islote donde se halla el gobernador, señalando el cielo con el dedo como queriendo expresar que vienen de allí. Pigafetta, que acompaña a su jefe, suelta su magín en la descripción del personaje:
Pero el hombrón no debe haber estado consciente de la calidad de sus arreglos faciales. Le ponen un espejo por delante, y en cuanto ve su figura, se asusta tanto que derriba a cuatro españoles. Le regalan cascabeles, peines y algunas cuentas de vidrio. Regresa al lugar de donde vino y pronto aparece con amigos. Esta vez son hombres y mujeres. Todos visten pieles de guanaco y sus grandes pies van tan envueltos en cueros, que se ven enormes. De allí que los españoles, asombrados, los llamen «patagones». Suben a la nave capitana y se les agasaja con comidas y regalos. Cuando quieren regresar, se les baja a tierra.
Las visitas se repiten. En cierta ocasión uno de ellos, de talla más alta y de mejor apariencia, permanece en el barco. Los tripulantes se entretienen enseñándole palabras castellanas y oraciones. Al cabo de un tiempo pide que lo bauticen y el padre Valderrama lo hace con el nombre de Juan Gigante. Recibe toda clase de obsequios. Pura bisutería, pero el hombre es agradecido. En uno de los recorridos por la sentina de la nave, atrapa un ratón de buen tamaño y lo devora en un segundo. Su apetito es insaciable. En un día despacha una cesta de bizcocho y se bebe «medio litro de agua de un trago».
Quince días más tarde se presentan cuatro patagones. El almirante quiere acarrear dos de ellos a España. Tiene órdenes de llevar aborígenes de las tierras que descubra. Con ellos deslumbrará a la corte. Mas, consciente de que no se entregarán con facilidad, recurre a una treta. Les regalan tal cantidad de cuchillos, espejos y cuentas de vidrio, que les dejan las manos llenas. Enseguida les muestran unos grillos que hacen tintinear cascabeleramente. Como no los pueden coger, les ofrecen ponérselos en los tobillos. Los gigantes imaginan el sonido que producirán al bailar e, inocentemente, se dejan hacer. Cuando quieren reaccionar, los tripulantes se abalanzan y les dominan.
Los naturales de tierra se mantienen alejados de las naves. Cierta noche se ven fogatas en las inmediaciones. Bajo el temor de un ataque sorpresivo, Magallanes despacha una patrulla de siete hombres a explorar al interior. Sostienen un reñido encuentro con los gigantes, después del cual éstos desaparecen. En la pelea muere Diego Barrasa, soldado de la nao Trinidad.
Magallanes bautiza aquella tierra como Patagonia.
Durante el resto de ese invierno, el cronista Pigafetta se deleita consignando en su diario cuanto diga relación con la flora, fauna, hábitos y lenguaje de los patagones. Llega, incluso, a preparar un pequeño vocabulario con las palabras que ha aprendido.
Por fin se acerca la fecha de partida. Magallanes ha escogido el 24 de agosto de 1520. Todo se halla pronto. Las naves lucen relucientes y la marinería ha levantado el ánimo ante el solo anuncio de la despedida. Al alejarse la flota, quedan ahí, desamparados en la playa, Juan de Cartagena y Pedro Sánchez de Reina culpables de rebeldía.
Después de las ejecuciones, se han producido cambios en los mandos de las naves. Magallanes continúa en el galeón Trinidad y Álvaro de Mezquita en el San Antonio. Juan Serrao, comanda la carabela Concepción y Duarte Barbosa la Victoria.
El almirante puede sentirse tranquilo. Todos los capitanes son de su confianza. Y el tiempo transcurrido en San Julián ha atemperado la dura disciplina que se vio obligado a imponer. El ejemplar castigo ha sido saludable para su gente. Ya nadie osa discutir ni criticar una decisión. Por ello, cuando ha anunciado que continuará hasta descubrir el estrecho, aunque deba llegar a los 75º de latitud, no ha habido comentarios, sólo aceptación.
Dos días de tranquila navegación los conducen al río de Santa Cruz. Mas, al entrar en la desembocadura, se desata una violenta tempestad. La escuadra se halla a punto de zozobrar. Aparecen los fuegos en las puntas de los mástiles e iluminan las maniobras. La mar está gruesa y los vientos se esfuerzan por desgarrar las velas. Gritan los capitanes, gritan los maestres y gritan los marineros. Los ruidos del temporal no dejan escuchar. Pero la tripulación es veterana y cada uno sabe qué hacer. Las naves se colocan a la capa. Se tensan las drizas y se envergan las velas. Un cabo se suelta y otro se ata. El piloto se aferra al timón y las viradas se suceden. Las olas maltratan los cascos con ansias de romperlos...
Pero cesa la tempestad y los fuegos se apagan. Lentamente el temporal se transforma en ventolina. La mar deja de roncar y respira tranquila, en tanto las naves entran en suave cabeceo. El fuerte golpe de agua pasa a dulce caricia en amuras y aletas. Las maniobras se vuelven tranquilas, la escuadra se reorganiza y fondea, cansada, en el surgidero.
Y ahora viene el gran error del almirante. Error por desconocimiento que retrasa en dos meses el descubrimiento del estrecho. ¡Cómo poder decirle, desde la perspectiva de los siglos, que se halla a sólo tres días del ansiado paso! Pero han sido tantos los golpes, tantos los desengaños y tantos los fracasos, que prefiere esperar la primavera. No puede arriesgar la empresa en tiempo inseguro. Esos dos meses le darán la tranquilidad de navegar con mejores vientos y en días más largos, en una zona donde nadie ha llegado antes.
Dos meses son nada para la paciencia infinita del almirante. Pero las provisiones se agotan. La gente se intranquiliza. El tiempo mejora y debe ordenar la partida. Ese 18 de octubre de 1520 es memorable. Aquellos hombres van a la gran hazaña, al minuto histórico... y nada saben.
Ese mismo capitán que ha despechado a un rey, interesado a otro y movido grandes fortunas con el convencimiento de su palabra. El que ha puesto grillos, ahogado motines y cortado cabezas. Aquél que se ha mantenido sereno, frío, espantosamente calmo aun en los momentos más cruciales. Ese, que en el interior de su caletre sólo repite:
-¡Dios me ayudará!, ¡Dios me ayudará!, se halla en la puerta misma de la gloria. Tres días más... sólo tres días más... ¡y habrá cambiado el curso de la Historia!
Antes de abandonar el río de Santa Cruz, se realiza en la playa una misa con comunión general. Todos, de capitán a grumete, desean tranquilizar sus conciencias por la participación que les cupo en el motín sangriento. Todos quieren reconfortarse en un momento tan difícil y buscan consuelo en la religión. Días antes ha empezado el padre Valderrama a escuchar pecados y dar absoluciones. Hay ambiente de mística paz. El oficio se celebra con la solemnidad que confiere el profundo sentimiento religioso de cada asistente. Cuando llega la comunión, los doscientos sesenta y un hombres reciben la hostia consagrada con unción.
Magallanes ordena rumbo sudoeste, conservando siempre la costa a la vista. Dos días se mantienen voltejeando a causa del viento contrario, luego cambia y las naves se deslizan felices.
El 21 de octubre divisan una larga lengua de tierra que se interna en el mar. Los barcos se aproximan, exploran y recorren su perfil. Finalmente dan la vuelta y comprenden que es un cabo. Lo bautizan con el santo del día: Cabo de las Vírgenes. ¡Magallanes ha descubierto tierra chilena!
Más allá se abre una enorme bahía. Es tan grande que puede ser la entrada del estrecho que buscan. Pero no. Son ya demasiados los fracasos para hacerse falsas ilusiones. Debe ser un golfo o la boca de un río. Que dos naves se adelanten a reconocer el interior. El San Antonio y la Concepción navegan hacia el oeste con instrucciones de regresar antes de cinco días. El almirante ya no puede darse más plazo. Las provisiones se agotan y no hay tiempo para largas exploraciones como antes lo hicieran. El Trinidad y la Victoria permanecen en la bahía, para examinar sus contornos mientras las otras investigan el interior.
Pero el destino se opone a Magallanes. Es como si postergara la dicha para hacérsela más grande. Cuando van a zarpar, sobreviene una furiosa tempestad. Largan las anclas hasta el fondo y quedan a la gira azotados por las olas y el viento. Felizmente la rada es abierta y no corren peligro de estrellarse contra las rocas. Durante las treinta y seis horas que dura el vendaval, Magallanes se angustia por las naves que se hallan incursionando el interior. Pueden haberse perdido. Son horas de intensa angustia en que torbellinos de presagios oscurecen su mente. Transcurre el tercer día, luego el cuarto. Si los barcos se han estrellado, hay que ir en su busca. Los náufragos deben estar abandonados en alguna playa desierta.
El quinto día avistan una columna de humo que se eleva tierra adentro. Cunde la alarma. Pueden ser los tripulantes que han zozobrado. Mas de pronto, el serviola apostado en la cofa del palo mayor, lanza el grito: «¡Vela a la vista!»; y luego corrige: «¡Son dos las velas!».
En ese fondo interminable de la bahía, comienzan a dibujarse las siluetas del San Antonio y de la Concepción. Los capitanes Álvaro de Mezquita y Juan Serrao se presentan a Magallanes con la gran noticia. Cuando se desencadenó la tormenta, recogieron las velas y navegaron impelidos por el mar. Creyendo que se estrellarían contra las roquerías que se divisaban a babor y estribor. Mas en ese momento se percataron de que la bahía no estaba cerrada. Un canal se abrió a sus ojos mostrando aguas más quietas. Maniobraron con cuidado por ese curso y llegaron a una segunda ensenada. Ya en mar tranquila y con el viento a favor, alcanzaron a una nueva angostura que los llevó a su vez a otra inmensa bahía, la más grande que habían visto hasta aquel momento. A los tres días de navegación, aún no encontraban su término. Decidieron regresar para cumplir con el plazo que les había dado el almirante.
El corazón de Magallanes se sobrecoge y queda mudo. Comprende que es el momento máximo. Los capitanes agregan que no puede tratarse de un río porque el agua es siempre salada. Y los canales no se estrechan, como ha ocurrido en ocasiones anteriores, sino se abren en nuevas radas. Y las sondas no tocan fondo. Y las orillas presentan huellas de la pleamar. ¡Sí, señor! ¡Ése es, definitivamente, el paso hacia el Mar del Sur!
Mientras Magallanes calla y se recoge en sí mismo, los hombres que han escuchado las nuevas prorrumpen en un grito espontáneo que retumba:
-¡Es el estrecho!..¡Es el estrecho!...
En ese alarido, que cunde de nave en nave, arrojan todas sus tensiones. Así sueltan sus temores, las incertidumbres y doce meses de congojas. Es el bramido que transforma el miedo en alegría y la duda en seguridad.
A partir de ese minuto las acciones se suceden con impaciencia. El almirante manda largar las velas y las naves se internan por el canal. Una legua adentro se detienen. Desembarcan y exploran la ribera. Sólo hallan viejas sepulturas de indios. Más de doscientas. Y huesos de grandes ballenas que han ido a morir ahí. No hay más señales de vida. El silencio es ominoso, pesado. La vista alcanza hasta cumbres cubiertas de nieve. Todo en rededor es desolación.
Jamás una nave ha surcado esas aguas, ni ese viento indómito ha inflado una vela. Nunca antes esas costas hostiles han contemplado el hendir de una proa; y allí se quedan, en su dormir milenario, absortas, mudas, estupefactas.
Antes de continuar, Magallanes reúne a capitanes y pilotos en la nao Trinidad. Quiere saber con cuántos víveres cuentan. Les pregunta si deben darse por satisfechos con lo descubierto hasta ahora y regresar a España, o proseguir hasta las Molucas y cumplir con el emperador. Todos, salvo uno, responden que no sería digno regresar a Castilla sin completar el viaje. El disidente se llama Esteban Gómez y también es portugués. Quedan alimentos, a lo sumo, para tres meses. Las embarcaciones se hallan maltratadas. No saben si encontrarán calmas absolutas o violentas tempestades. A su juicio, es mejor regresar, aprovisionarse y repetir la travesía por la ruta que han descubierto.
Magallanes no se inmuta. Ha tomado la decisión mucho tiempo atrás. El jamás dejará de cumplir con el objetivo de su vida. Afirma que con la ayuda de Dios, continuará adelante aunque tenga que comerse los cueros de vaca que envuelven los mástiles.
Su resolución es contagiosa. Los capitanes quieren zarpar de inmediato. Pero él comprende que aquel hombre, ese Esteban Gómez, le creará problemas. El piloto del San Antonio goza de prestigio por su capacidad y condiciones de mando. En fin, ya lo pensará. Entretanto, prohíbe a los oficiales que comenten delante de la tripulación la escasez de víveres o las dificultades que puedan presentarse. Antes que nada, es necesario mantener en alto el espíritu de la gente.
Izan las anclas al amanecer y navegan con tranquilidad. Recorren el mismo camino que antes hicieran Mezquita y Serrao. Pasan las angosturas, la segunda bahía y se detienen en la más grande. Las tierras de los contornos han comenzado a cambiar. Si antes eran áridas y desprovistas de vegetación, ahora se ven verdes, el suelo con hierbas y árboles hermosos. El suave aire y el cielo despejado causan impresión entre los marinos. Es, realmente, un hermoso lugar. Encuentran la desembocadura de un ancho río y allí fondean.
Durante las noches, Magallanes ha divisado numerosas fogatas en la región situada al sur del canal. Por ello, la bautiza como Tierra del Fuego.
A la llegada, han observado dos canales: uno al sureste y otro al suroeste. Magallanes envía al San Antonio y a la Concepción a explorar el primero. La escuadra permanece junto al río que han bautizado de las Sardinas, por la enorme cantidad de esos peces que hay allí. La tripulación se entretiene en la pesca y descansa en la hierba mullida. Hay agua y leña en abundancia. Están de nuevo en el Paraíso.
La carabela Concepción ha regresado sin mayores novedades. Ha perdido de vista a su compañero y comprobado que ese canal es sólo otra bahía. Seis días esperan en ese lugar. Parte la Victoria en demanda del San Antonio. Nada, el galeón ha desaparecido. Ni siquiera hay restos de alguna embarcación destrozada en las orillas. El piloto Andrés de San Martín advierte a Magallanes que no busque más. Cree que ese barco ha desertado y vuelto a España.
El almirante comprende que el marino tiene razón. Han registrado con insistencia todos los rincones. Han dejado señales y cartas en lugares visibles de la costa. Si Álvaro de Mezquita no regresa, es porque está preso de su gente y la deserción es segura. Enorme daño han causado. Esa nave, la mayor, lleva gran cantidad de víveres. Además, la pérdida de su primo será irreparable.
Durante la permanencia en el lugar, se ha oficiado misa el 11 de noviembre. Ese domingo, fiesta de San Martín de Tours, el padre Valderrama imparte la bendición en tierra chilena.
Las tres naves que restan prosiguen viaje hasta los 53º y fondean en una pequeña rada. Magallanes piensa que los desertores de la nave San Antonio llegarán a Sevilla y se apresurarán a presentar acusaciones en su contra. Será el hombre que nunca se aconsejó con sus capitanes, que pocas veces les habló y fue cruel en la justicia. Es menester preparar la documentación suficiente para poder deshacer los cargos. Debe contar con actas y escritos que testimonien en su favor. ¿Qué mejor que consultar ahora a sus capitanes? Pero hay que hacerlo de manera que quede constancia. No sirve una reunión en la nave capitana de la que posteriormente se pueda dar cualquier versión.
El 21 de noviembre despacha una circular a los oficiales de los barcos. Solicita su consejo, pues él nunca desecha la opinión de los demás. Ruega «me deis vuestros pareceres por escrito...»; y, más adelante, «no teniendo respeto a cosa alguna porque dejéis de decir la verdad...».
Pide que junto al juicio de lo que conviene hacer, indiquen también las razones. Los oficiales deben pronunciarse sobre proseguir el viaje o regresar. Naturalmente, a estas alturas y conociendo la inflexible autoridad del almirante, las respuestas son evasivas o favorables. Sólo hay una abiertamente contraria: el piloto de la carabela Victoria, Andrés de San Martín, hace presente la falta de víveres, el mal estado de las naves y los peligros del viaje. No duda que se hallan en el camino a las Molucas, pero «vuesa merced haga lo que le parezca».
Poco importan a Magallanes los predicamentos. Sólo necesita probar que ha pedido sus pareceres. Tiene ya decidido continuar el viaje de todas maneras. Por eso, mientras realiza la consulta, ha despachado un bote con algunos marineros a explorar el canal que avanza hacia el oeste.
A los tres días regresan remando apresuradamente. En cuanto divisan las naves prorrumpen en gritos de contento:
-¡El mar, el mar, encontramos el Mar del Sur!
La noticia cunde y los tripulantes se regocijan. Han visto la salida al gran océano. Han descubierto el estrecho, ese paso que Magallanes juraba que existía, el mismo que lleva hacia las islas de las especias. Magallanes lo dijo. Entonces Magallanes tenía razón. Magallanes no mentía. Hicieron mal en dudar. Magallanes, Magallanes... y la ovación a Magallanes se extiende atronadora en la marinería de las naves.
Es su momento cúspide. Nada importan ahora las incertidumbres, los sinsabores, las consultas, los mapas antiguos ni los cálculos errados de Faleiro. Él ha hecho lo que nadie hizo antes. Ha unido los dos océanos y abierto el camino de España a las Molucas. Ha realizado la fabulosa hazaña.
En ese gran minuto, cuando el portugués junta las manos para dar gracias al Altísimo, ocurre algo que su gente jamás han visto sus ojos se llenan de lágrimas, de ésas que queman y caen por las mejillas. Ha sido la primera vez, y será la única, que vean emocionarse a su capitán.
El 22 de noviembre una salva de cañonazos saluda al territorio que después se llamará Chile. Es la despedida. Zarpan las naves en busca del Mar del Sur. La navegación es alegre y con viento favorable. Cinco días después avistan el cabo que marca el final del estrecho. Después de eso, la inmensidad. Es tanto lo que han deseado verlo, que le llaman Cabo Deseado, y al canal que acaban de surcar, Estrecho de Todos los Santos porque ese día entraron en él.
Atrás quedan las tempestades, atrás las regiones heladas y las rocas traidoras. Navegan ahora en un mar tan apacible, que lo denominan Pacífico. Y de ahí, rumbo al norte...
Buenos vientos empujan la escuadrilla hacia el norte. Cinco días después de salir del estrecho, el 1.º de diciembre, divisan a su derecha dos grandes islas del archipiélago patagónico. Es la última mirada que lanzan a tierra chilena. De allí en adelante, proa al noroeste. Navegan en un mar desconocido. Pasan los días y comienza a llegar el hambre, ese enemigo tan temido por los antiguos marinos. Magallanes ha revisado una y otra vez las provisiones con que cuentan. En el propio estrecho hizo hacer un recuento y le informaron que eran escasas.
Si antes temían a los temporales y grandes fríos, ahora se presenta el fantasma de las calmas chichas. Las naves no avanzan. La marcha se hace lenta. Nada se presenta a la vista salvo el inmenso océano. Los alimentos disminuyen y los tripulantes empiezan a sufrir. El vino, hace tiempo se ha acabado. El agua que queda está hedionda y podrida en los toneles. La comida se reparte por onzas y el arroz se cuece con agua de mar. A consecuencia de ello, mueren veinte hombres y otros tantos agonizan. Cunde la debilidad y faltan las fuerzas. Los mismos que antes trepaban las jarcias, tiraban de los cabos y realizaban corriendo las faenas de a bordo, hoy se arrastran desfallecidos, moribundos o agotados.
Los días transcurren lentos. Uno sucede al otro sin que nada ocurra. La galleta ya no es pan, sino polvo mezclado con gusanos. Han comenzado a comerse los cueros que envuelven las vergas. Pero éstos están endurecidos y deben remojarlos cuatro o cinco días en el mar para ablandarlos y asarlos. El hambre es tal que el aserrín se convierte en alimento. Las ratas de los barcos, que también andan famélicas, se transforman en manjar delicioso y pagan por ellas hasta medio ducado.
Aparece el escorbuto. Tanto se hinchan las encías, que no dejan ver los dientes. Duelen los brazos, las piernas y el resto del cuerpo. Curiosamente, el que nunca se enferma es Pigafetta. Desde la partida en San Lúcar de Barrameda hasta el regreso a España, el cronista es el único que jamás experimenta una dolencia.
Pasa un mes, dos, tres meses. La desolación es tremenda. Muere el indio patagón que les acompaña. Juan Gigante es sepultado en el mar con la pena de sus compañeros agónicos. Pero el viento mejora y el 13 de febrero pasan la línea equinoccial. Tres semanas después avistan, por fin unas islas.
A la voz de «¡Tierra!», dada desde las cofas, la excitación se propaga entre los marinos. Ese grito significa la posibilidad de agua y provisiones. Se acercan y pronto ven un centenar de pequeñas embarcaciones que se aproximan velozmente impulsadas por velas triangulares. Pero los isleños son voraces. Llevan víveres para negociar y las manos ágiles para robar cuanto hallan en cubierta. Se les expulsa. Regresan a comerciar o a pelear. Cuando se van, Magallanes descubre que se han llevado una de las chalupas. No puede consentirlo. Ese bote es propiedad real de la que tiene que dar cuenta. Además, en las condiciones que se hallan, les es imprescindible.
Los españoles desembarcan y se traban en lucha. Los indios son demasiado atrasados. Las descargas de arcabucería les espantan. No conocen los arcos y cuando las flechas les atraviesan pechos y espaldas, pretenden sacárselas a tirones. Finalmente huyen y dejan en poder de los hambrientos tripulantes, puercos, gallinas y frutas. Tres días permanece la escuadra en esa isla reponiéndose de la falta de armamentos. Ella ha sido su salvación. La carne y el agua reaniman a los enfermos y pueden zarpar el 9 de marzo rumbo al oeste. Al despedirse, bautizan el lugar como Isla de los Ladrones. Más tarde se llamará Guam y será una de las Islas Marianas.
Una semana después, divisan tierra por segunda vez. Es la isla Samar, pero prefieren no desembarcar en ella, donde ven nativos, sino continuar a otra vecina más pequeña y deshabitada. Magallanes no quiere encuentros ni combates. Sólo ansía recuperar la salud y las fuerzas de sus hombres. Trasladan a los indispuestos a tierra, allí hay agua en abundancia. Una marrana, botín de la Isla de los Ladrones, es sacrificada para ellos.
No pasa mucho tiempo sin que se presenten nativos de las islas cercanas. Son amigables y obsequiosos. Llevan bananas, naranjas, pescados, vino de palmera y cocos, cuyo jugo lechoso actúa milagrosamente sobre los enfermos. Se llevan, a cambio, abalorios, peines y espejillos. Regresan en cuatro días con más alimentos. El trato amable de ambas partes hace crecer la amistad, y les conducen a una isla próxima llamada Suluan, ubicada al costado oriental de Leyte.
Allí se produce el gran hallazgo. Los isleños les abren sus bodegas. Están repletas de especias: canela, pimienta, clavos de olor y nueces moscadas. Sin tomar nada, Magallanes les invita a visitar sus naves que han causado gran impresión entre los nativos.
Magallanes comprende que se halla en un archipiélago. Esas ínsulas bien pueden ser las ansiadas Molucas. En honor al santo patrono del día, las bautiza como de San Lázaro. No tiene la más pequeña idea de que acaba de descubrir las Filipinas, agregando con ello más tierras al imperio de Carlos V. Lo que sí advierte con perfecta claridad, es su rango de gobernador de ellas; y que, conforme a las capitulaciones reales, dos de estas islas le pertenecen por cuanto ha descubierto más de seis.
Después de la gloria de haber encontrado el codiciado paso al Mar del Sur, había descendido, en su navegación por el Pacífico, hasta el fondo de la ciénaga. No hace treinta días surcaba por un mar interminable con una tripulación moribunda. Sus naves, maltrechas y desvencijadas, se hallaban a punto de naufragar. Los víveres, podridos y hediondos, ya no alimentaban a nadie. Ninguno de sus marineros daba un maravedí por sus vidas. Sólo interesaba sobrevivir, aunque para ello masticaran ratas o cueros. ¿Nuevas tierras? Ya los descubrimientos no conmueven a nadie. Las tierras que se avisten sólo significan comida. Pero cuando todos se encuentran en la borra, revolviéndose en sus propias miserias, un solo hombre no pierde de vista su objetivo. Únicamente Magallanes, que sufre los rigores al igual que los demás, se mantiene firme en sus propósitos. A él no le basta con existir. Su vida no tiene incentivo si no cumple la promesa al rey. Su única meta son las islas de las especias y a ellas llegará, así tenga que comer sabandijas o gusanos.
Y he aquí como han cambiado los vientos y con ellos su existencia. Desde el fondo del abismo ha subido a la cima de la gloria. De marino moribundo y fracasado, a gobernador y señor de esas islas. De la bulimia al hartazgo. De timonel sin tripulantes a capitán general de su flota. Magallanes puede sentirse tranquilo. Ha cumplido su misión.
La noche del 27 de marzo divisan fuegos en otro islote cercano y hacia allá zarpan al amanecer. Si hay lumbre hay habitantes. Al acercarse a la ribera, les reciben ocho nativos en una chalupa. Manifiestan temor de subir a los barcos. Magallanes lanza algunos regalos al agua atados en un madero. Los recogen y llevan a la playa. Poco rato después se presenta el rey lugareño con oro y jenjibre para retribuir los obsequios. Magallanes da muestras de agradecimiento, pero no los toma. No quiere dar la impresión de codicia. En cambio, entrega más peines, espejos y bisutería.
En la tarde desembarcan frente a las cabañas de los isleños. El almirante envía a su esclavo malayo para que trate de entenderse con ellos. A las primeras palabras de Enrique, los nativos dan gritos de contento. Es un instante maravilloso para ese muchacho que ha sido arrancado de su país. ¡Hablan su idioma! ¡Al fin se encuentra entre los suyos! Ha tenido que esperar años y dar la vuelta al mundo para regresar a sus regiones. Las palabras, torpes al comienzo, fluyen luego con rapidez. Todos hablan al mismo tiempo. No sólo es sorpresa para el esclavo, sino también para los moradores.
Magallanes manda a Enrique donde el rey de la isla. Le hace saber que son súbditos de España, que vienen en paz, que su deseo es comerciar con ellos y que él, como jefe de aquellos marinos, anhela vivir como hermano del soberano.
Recibe de vuelta una invitación para que bajen dos, a fin de agasajarlos y mostrarles sus dominios. Los festejos son enormes y los pantagruélicos banquetes se suceden. No hallan otra cosa con qué atender a sus visitas: sólo las exquisitas comidas y las más variadas bebidas. Su sabor es tan agradable, que el acompañante de Pigafetta se embriaga. Y al almuerzo sigue la cena «en grandes platos de porcelana».
La sorpresa de los nativos llega al máximo cuando ven escribir al cronista. Observan que garrapatea unos signos, y días después les repetirá fielmente lo que se ha dicho. Pigafetta toma nota de todo. Describe minuciosamente su estado de civilización. Su vajilla de es oro o porcelana. Las candelas de resina con que se alumbran. La forma de sus cabañas levantadas del suelo. Sus hermosas vestiduras y adornos. Todo es nuevo para él.
Allí saben que la isla se llama Masaguá o Massana y se halla al sur de Leyte. El rey les informa que su hermano, también monarca, vive ordinariamente en «una isla donde se hallan los países de Butuan y Calahan» (Mindanao). El 31 de marzo (justo al año de descubrir la Patagonia), desembarcan para asistir a la misa que celebrará el padre Valderrama. Al oficio de ese día de Pascua, asisten el rey y su hermano. Todos manifiestan gran unción:
Al término de la ceremonia, los españoles ejecutan una danza de espadas que agrada enormemente a los dos reyes. Magallanes les lleva una gran cruz. Es el estandarte que le ha sido confiado y quiere plantarlo allí, en algún lugar alto, para que cuando lleguen nuevos europeos sepan que son amigos y les traten con respeto y cordialidad.
Cuando el 4 de abril abandonan la isla, el santo madero les despide desde el cerro más alto.
Magallanes ha averiguado dónde puede comerciar sus mercaderías. Hay tres puertos importantes: Ceylon en la isla de Leyte, Calagan en Mindanao y Zebú en la ínsula del mismo nombre. Este último es el más rico de todos y hacia allá zarpa la escuadra.
El almirante sabe que el señor de este lugar es de mayor trascendencia y jerarquía que los reyezuelos que acaba de conocer. Al aproximarse a la orilla, aprecian que es una enorme aldea poblada por numerosa gente. En la rada reposan infinidad de canoas y juncos de otras regiones. En realidad, se trata de un puerto importante con muchas vinculaciones comerciales. Y decide impresionar, desde la misma entrada, a sus príncipes y moradores. Manda empavesar las naves enarbolando todas las banderas y, a manera de saludo, ordena disparar los cañones en atronadora salva.
El bombardazo causa pavor entre los isleños que huyen a esconderse. Mas Enrique, el intérprete malayo, desembarca para saludar al rey de la isla e informarle que esos truenos no son hostiles, sino la forma amistosa de saludar a un señor tan importante como él. Su capitán es súbdito del rey más grande de toda la tierra, y quiere visitar a este príncipe que tanto han elogiado en las islas que acaba de abandonar.
Pero al rey de Zebú le han molestado los cañonazos. Considera que es una falta de respeto a su alta calidad y a las deferencias que le guardan los monarcas vecinos. Y como el sujeto practica el comercio con bastante habilidad, responde que no tiene inconvenientes en realizar negocios; pero, antes de entrar en conversaciones, las naves deben pagar, como todas lo hacen, un derecho portuario.
Enrique comprende que éste no es un rey al que se compra con abalorios y espejitos. No, éste es civilizado y sagaz mercader. Pero advierte también que su amo no puede pagar tributo. Con esto reconocería la independencia de este país que, de acuerdo a la bula papal, se halla dentro de los dominios de España. Por eso aconseja al rajá que no le conviene enemistarse con su señor que es tan poderoso. Él viene ofreciendo la paz y el comercio; pero si le ofenden, puede desencadenar los rayos y truenos.
El rey insiste amablemente en su negocio. Recién acaba de llegar un mercader de Siam que ha pagado tranquilamente los derechos. Y para apoyar sus palabras le manda a llamar. Cuando se presenta el mahometano, ya sabe que los cristianos han arribado al Oriente. Explica largamente al rajá que los portugueses cortaron el negocio de las especias para el Islam. Esos enemigos de Mahoma han arrasado con los puertos de la India y de Malaca. Es preferible no causarles dificultades y simular amistad.
Enrique, que entiende perfectamente lo que el moro dice, agrega que el rey de España es aún más poderoso que el de Portugal. Si vinieran en son de guerra, habrían enviado una escuadra más considerable.
Humabon, así se llama el rajá, queda vivamente impresionado. Como no se le impone otra condición que el privilegio exclusivo de comerciar en sus dominios, acepta celebrar un tratado de paz y una alianza con el emperador Carlos V.
Aquí se realza la figura de Magallanes. No es un conquistador que asola ciudades ni mata a gobernantes lugareños. Él quiere anexar más tierras al imperio de España por la vía pacífica, el trato cordial, el respeto a los convenios y por el ejemplo evangelizador de su gente. Magallanes es un católico ferviente que cree realmente en la doctrina del amor, en un tiempo en que las cosas se arreglan más fácilmente con la ley del palo. Él, personalmente, ha sido combatiente en África e India; ha sido herido por los moros, no le tiene miedo a la guerra y sabe hacerla; pero prefiere las relaciones de amistad y la conducta amable. Los compromisos deben cumplirse y la palabra empeñada vale.
Comienzan las negociaciones. Los isleños tienen oro en abundancia y anhelan, en cambio, los instrumentos de hierro que llevan los marineros. El oro es blando y no les sirve. Con el hierro pueden labrar artículos de labranza, cuchillos, armas y otros elementos. El tráfico es activo y los tripulantes, que nunca han visto tanto oro junto, se entusiasman al extremo de querer cambiar sus vestiduras por ese metal. Magallanes, que todo lo vigila, contiene a su gente. No deben percatarse de la importancia que para ellos tiene. Y los tratos deben ser justos. Nadie explota a nadie. El comercio debe beneficiar a ambos lados equitativamente.
Y es tan clara la conducta cristiana de estos marinos, que pronto conquista el alma de los isleños. Los vínculos se han ido estrechando gracias a la forma caballeresca en que actúan. No pasa mucho tiempo antes que el rajá y sus principales cortesanos manifiesten su deseo de hacerse cristianos. Magallanes les insiste en que no deben adoptar sus creencias por darles el gusto o por temor, sino por su propia y libre voluntad. Responde que lo hacen porque están convencidos. Se saludan emocionados y fijan la ceremonia del bautismo para el domingo 14 de abril.
En la plaza de Zebú, los españoles levantan un tablado que cubren con alfombras y hojas de palmeras. Una guardia de honor, armada de pies a cabeza, enarbola el pendón real. El capitán y el rey se abrazan, al tiempo que los navíos disparan toda su artillería. Luego se sientan en sillas de terciopelo verde y azul, mientras los jefes isleños lo hacen en cojines y esteras.
Magallanes explica al rajá que entre las muchas ventajas que le dará el hacerse cristiano, tendrá la de vencer más fácilmente a sus enemigos. Humabon contesta que desea convertirse aun sin esos beneficios especiales; pero le agradaría conseguir el respeto de ciertos jefes isleños que no le reconocen. El capitán pide que los traigan a su presencia. Si no obedecen al soberano, les hará matar y confiscará sus bienes. Los jefes juran obediencia al rajá.
Levantan una gran cruz en el centro de la plaza. Se pregona luego que el que desee hacerse cristiano, debe respetar ese símbolo y destruir sus ídolos. Todos consienten y se procede al bautismo.
El padre Valderrama saca del baúl sus mejores ornamentos. Ha obtenido la mayor de las dichas a que puede aspirar un sacerdote: la conversión de los infieles. Con mucha devoción imparte el sacramento. Humabon es bautizado con el nombre del emperador: Carlos. Luego se bautizan el rey de Masaguá, el mercader moro, el príncipe sobrino del rey y quinientas personas más.
En la tarde de ese mismo día, lo hace también la reina que recibe el nombre de Juana. Y luego las princesas. Y más tarde cunde el deseo de recibir el bautismo en forma contagiosa. Todos quieren ser cristianos. Nadie desea quedarse a la zaga. Es un tropel de isleños que acuden a postrarse a los pies de la cruz y a recibir el agua de manos del padre Valderrama. Éste llora de emoción. Jamás antes pensó, ni en sus horas de mayores ansias místicas, cómo Dios obraría este milagro. Más y más ovejas para el rebaño de Cristo.
Con enorme perspectiva política, Magallanes comprende que para asegurar el dominio de la corona de España en las tierras recién descubiertas, debe convertir a Carlos Humabon, rey de Zebú, en el monarca más grande de esas islas. A él deben subyugarse los reyezuelos de todas las otras, dada su calidad de soberano aliado del rey de España. No puede ocurrir que aquéllos que no han jurado fidelidad al emperador, se hallen en igual jerarquía. Si así sucediera, de nada valdrían los convenios ni los tratados.
Justamente frente a Zebú hay una isla tan pequeña, que en el mapa aparece como un punto: Mactan. Su rajá, llamado Silapulapu, no se aviene a reconocer en el rey de Zebú un superior. Y peor aún, su ejemplo contagia a otros jefes que comienzan por negar víveres a los europeos. Magallanes decide dar escarmiento a ese rebelde. Con ello demostrará la conveniencia de ser amigo del amigo de los españoles.
Pero como siempre, intenta la disuasión antes de pelear. Envía a su criado Enrique y al mercader moro como emisarios. Silapulapu debe reconocer el protectorado de España y la supremacía de Carlos Humabon, o sabrán cómo hieren las armas españolas. La respuesta es insolente. Ellos también tienen armas y desean el encuentro.
Magallanes se enardece. En vano lo aconsejan sus capitanes y el rey de Zebú. Este ofrece ir adelante con mil hombres, sólo necesita el respaldo de los españoles. Pero Magallanes no acepta. Va en ello el prestigio de España y sus sentimientos humanitarios. No quiere provocar una matanza, ni enfrentar a un grupito de isleños con fuerzas inmensamente superiores. Por el contrario, desea demostrar que las fuerzas españolas son tan invencibles, que con sólo un destacamento de sus soldados puede combatir a centenares de nativos.
No está tan alejado Magallanes de los conceptos militares de aquella época. Un combatiente español, armado y revestido de corazas, es capaz de batir a cien indígenas... ¡pero montado en caballo guarnecido! Falla aquí la capacidad militar de Magallanes. Si bien es combatiente aguerrido y excelente marino, fracasa como conductor de soldados. Su gran defecto será, en este caso, el desconocimiento de las fuerzas enemigas y del terreno donde va a combatir.
Decide ir al ataque con sesenta hombres bien armados. Al amanecer del 27 de abril de 1521 se dirigen contra Mactan en tres chalupas. Pero la soberbia de Silapulapu tiene basamento. Él cuenta con un poderoso aliado: la topografía de la costa. Son muchos los arrecifes de coral que impiden acercarse a los botes. Deben abandonarlos a buena distancia de la orilla y caminar con el agua hasta los muslos. Once quedan al cuidado de las chalupas y cuarenta y nueve, entre los cuales se cuenta Pigafetta, avanzan hacia la playa.
Mil quinientos isleños los reciben con una nube de lanzas y piedras. Desde las lanchas responden los arcabuces y las ballestas. Pero hacen poco daño a causa de la distancia. Cuando mucho, hieren algunos brazos y eso los enardece más. Viéndoles tan pocos, cobran más empuje en su ataque: dos grupos por los flancos y uno por el frente. La situación es comprometida y no pueden hacer valer su superioridad. Metidos en el agua, impedidos de usar sus armas y de avanzar, están en una ratonera.
Magallanes manda a prenderle fuego a algunas chozas para infundir temor. Pero en tanto algunos sofocan las llamas, otros dan muerte a los incendiarios. Pronto los isleños comprenden que la debilidad de las corazas españolas está en las piernas y allí concentran sus ataques. Una flecha envenenada no tarda en clavarse en el muslo del capitán. Si antes tenía ya una pierna inútil, ahora tiene las dos. Ordena retirarse en perfecto orden. Ocho se quedan junto a él. Son sus fieles seguidores. No quieren abandonarlo aunque retrase la marcha.
Los nativos arrecian el ataque y persiguen a los españoles. Se acercan tanto que pueden coger los mismos venablos que han lanzado antes para volver a usarlos. Distinguen al capitán y contra él van las embestidas. Dos veces le han derribado el casco, pero se mantiene luchando más de una hora. Uno de los isleños consigue colocar una lanza contra su frente pero el marino clava la suya tan honda que no puede retirarla. Quiere desenvainar la espada, mas una herida en el brazo se lo impide. Se dan cuenta y otro le asesta un sablazo tan fuerte en la pierna izquierda, que le hace caer de bruces. De inmediato, miles de lanzas le traspasan.
«Así murió nuestro guía, nuestra luz y nuestro sostén».
El hecho de que los isleños se concentren en matar a Magallanes, permite la retirada de los otros a las chalupas. Ocho muertos cuesta a los castellanos la jornada. El resto, casi todos heridos.
El rey de Zebú envía un mensaje a Silapulapu pidiendo el cadáver de Magallanes. Ofrece, a cambio, cuantiosa cantidad de mercaderías europeas. Pero los vencedores, que han advertido en el capitán un hombre extraordinario, se niegan a entregarlo. Lo guardarán, responden, como un monumento a su victoria.
Tras la muerte del almirante, los castellanos comienzan a sufrir toda clase de contratiempos. Se traman intrigas que mueven hasta el propio rey de Zebú en su contra. Los otros reyezuelos también se convierten en sus enemigos. Y van cayendo de celada en celada. Cada vez se reduce más el número de tripulantes. La carabela Concepción es quemada por vieja e inútil. Mueren Duarte Barbosa, el padre Valderrama y Juan Serrao. Van quedando ciento quince hombres.
Las naves cambian de mando. La Trinidad es confiada a Gonzalo Gómez de Espinoza y la Victoria al hidalgo vizcaíno Juan Sebastián Elcano. Recorren diferentes islas y el 8 de noviembre fondean en el puerto de Tidor. Han ido descubriendo y comerciando. Van cargados de especias. Pero la Trinidad tiene daños en la quilla y comienza a hacer agua. Deciden dejarla carenando en Tidor y que la Victoria regrese a España.
En el único barco que resta se embarcan sesenta navegantes, de los cuales trece son isleños de Tidor. Zarpan de regreso el 21 de diciembre de 1521 y se dirigen al Cabo de Buena Esperanza. Pronto se presenta el hambre y van muriendo lentamente. Primero quince por falta de alimentos, doce caen en manos de los portugueses, algunos se fugan y otros son condenados a muerte.
Juan Sebastián Elcano, conduciendo hábilmente la Victoria, logra llegar con dieciocho hombres a Sevilla el 8 de septiembre de 1522. Tres años antes partieron de ese puerto cinco naves con doscientos sesenta y cinco tripulantes. Tres años después son sólo una carabela con dieciocho hombres descalzos, harapientos y con las mejillas hundidas por el hambre. Caminando apenas, van cirio en mano a visitar la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria y la de Santa María la Antigua.
En la larga noche de los tiempos, un barco navega hacia la eternidad. Es un viejo galeón, cansado, herido, maltrecho. La proa hiende las nubes dulcemente. En su suave cabeceo no hay arrufos ni quebrantos. Los hombres que van a bordo se ven macilentos e inertes. Son hombres muertos. La nave surca sin ruta ni timonel, en interminable deriva.
Una chalupa se acerca con vigorosos golpes de remo. Un marino fornido trepa ágil la escala de cuerdas y sube al alto castillo de popa. Desde allí, firmemente plantado, contempla a los hombres. Muchos ojos vidriosos, sin vida, lo observan. Y lentamente comienzan a brillar, y luego se agrandan, y luego se humedecen. Y una voz pugna por salir de sus gargantas. Y esa voz se transforma en grito:
¡Es el capitán!..¡es el capitááááán!..
Reconocen esa barba de azabache, fiera e hirsuta. Recuerdan la mirada penetrante de esos ojillos redondos. Distinguen su figura lejana y altiva.
¡Ha llegado el caudillo, su guía!
La voz de Magallanes suena ronca y alegre. Desde el puente grita órdenes y más órdenes. Los hombres se animan, corren, trepan. Se iza el ancla, se lanzan los trapos, se tensan las drizas y el viento hincha las velas que muestran la cruz de Santiago. El viejo galeón cobra vida y se desliza veloz. Ya no hace falta timonel, el capitán toma el gobernalle y pone rumbo al horizonte. Allá, en el fondo del océano, se divisa una Luz, y hacia esa Luz navega el capitán.
Es la más feliz singladura de su vida.
Vida y viajes de Magallanes. Diego Barros Arana. Editorial Futuro. 1945. Buenos Aires.
Primer viaje en torno al globo. Antonio Pigafetta. Editorial Calpe. 1922. Madrid.
Viaje alrededor del mundo. L. A. de Bougainville. Editorial Calpe, 1921. Madrid.
Breve historia de América. Carlos Preyra. Editorial Zig-Zag, 1938. Santiago de Chile.
Cuaderno de historia do Brasil. Lucinda Coutinho y Jayme Coelho Brigiet & Cía. Editores. Río de Janeiro.
Historia de América. Juan Zorrilla de San Martín. Editorial Nascimento. 1950. Santiago de Chile.
Monografía de Magallanes. Rdo. Padre Lorenzo Massa S.S. Escuela Tipográfica del Instituto Don Bosco. 1945. Punta Arenas, Chile.
Historia del estrecho de Magallanes. Mateo Martinic. Editorial Andrés. 1977. Santiago de Chile.
Historia del Pacífico. Hendrik Willem Van Loon. Ediciones Ercilla. 1956. Santiago de Chile.
Historia general de las Indias. Francisco López de Gómara, Editorial Calpe. 1922. Madrid.
Historia de la geografía y de los descubrimientos en el Reyno de Chile. Edmundo González Salinas. Publicaciones Militares, 1968. Chile.
Historia general de Chile. Diego Barros Arana. Editorial Nascimento. 1930. Chile. Tomo I.
Magallanes. Stefan Zweig. Editorial Claridad. 1937. Buenos Aires.
Histórica relación del Reino de Chile. Rdo. Padre Alonso Ovalle, Editorial Universitaria. 1969. Santiago de Chile.
Historia de las naciones. Portugal. K. G. Jayne. Editorial Seguí, Barcelona.
Historia de las naciones. España. Henry Thomas. Editorial Seguí, Barcelona.
Historial general de el Reyno de Chile. R. P. Diego de Rosales, Tomo I. Imprenta El Mercurio. 1877. Valparaíso, Chile.
Historia general de América. Luis Alberto Sánchez. Tomo I, Ediciones Rodas. 1972. Madrid.
Breve historia de las fronteras de Chile. Jaime Eyzaguirre, Editorial Universitaria. 1968. Santiago de Chile.
Historia de los mapas. G. R. Crone. Fondo de Cultura Económica, 1966. México.