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Manuela Rosas. Rasgos biográficos

José Mármol

Teodosio Fernández (ed. lit.)



A la aparición de este pequeño trabajo, que dimos a la prensa el año anterior, nos sucedió lo que a la persona que describimos en él; es decir, unos nos levantaron a las nubes, otros nos bajaron al suelo.

En la prensa de París y de Londres, donde este trabajo se ha reproducido, hemos sido [juzgados] imparciales, justos, etcétera. En la Sala de Representantes de Rosas hemos sido tratados de criminales, de traidores que osábamos decir que el cariñoso padre de Manuela había labrado la desgracia de su querida hija. Y es probable que en la tribuna de los salones también nos hayan censurado unos y alabado otros. Porque hay gente que quiere por fuerza que los hijos se parezcan al padre, como generalmente lo quieren las madres. Pero la naturaleza y la historia no dicen eso, y sin la menor violencia preferimos ponernos de su parte.

De todos modos, algo hay de nuevo en nuestro escrito desde que ha movido tanto las opiniones; y mucho más habrá de verdad y de justicia en él desde que ha costado lágrimas, en repetidas lecturas, a la desgraciada mujer de que nos ocupamos, y un rapto de furor salvaje a su bondadoso padre, que dio orden a su diputado Irigoyen de tratarnos amablemente, y con la elocuencia federal, en la libérrima asamblea de que Scribe o Bretón de los Herreros habrían podido sacar inspiraciones admirables.

Nuestros rasgos biográficos sobre Manuela no pueden dar una exacta idea de la vida de esa joven, y este trabajo es incompleto por lo mismo. Necesitamos estar en Buenos Aires, [escuchar] muchas confidencias y muchos datos para hacer un cuadro fiel de su vida; porque en la vida de una mujer hay circunstancias, secretos, pasiones y frivolidades que sólo son perceptibles muy de cerca, pero que una vez percibidos descubren el primer hilo de agua por el cual se puede llegar a la fuente caudalosa de su vida moral.

Un trabajo completo y de ese modo será publicado alguna vez por nosotros.

Entre tanto, hoy hacemos la tercera edición del primer ensayo sobre esa vida en nuestro país tan histórica sin merecerlo, tan estudiada sin quererlo ser.

Mármol

1851






Manuela Rosas1

Montevideo, 1850

He ahí un nombre conocido de todos, pero que indistintamente lo han aplicado unos a un ángel, otros a un demonio. Pues esa mujer, que ha inspirado ya tantas páginas en su favor y tantas en su daño, puede contar, entre los caprichos de su raro destino, el no haber sido comprendida jamás, ni por sus apologistas, ni por sus detractores.

En buena hora los aduladores de su padre quieran adormirla embriagada con el incienso de sus lisonjas, y dibujarla, idealizándola con rasgos extravagantes, algunos mercenarios escritores que, en la Europa como en América, han pretendido formar un cielo, un aire, un sol donde subir y colocar la diosa bellísima de su imaginación, que ellos se empeñan en llamar Manuela Rosas, de Buenos Aires, en 1840, 45, etcétera.

En buena hora también los adversarios poco reflexivos del dictador argentino se afanen en presentar a su hija como un modelo de perdición.

Unos y otros no habrán hecho más que falsificaciones de un personaje que pertenece ya a la historia argentina, y, como tales, sus pinturas apasionadas pasarán inapercibidas más tarde, ante el ojo frío y desinteresado del historiador.

Emprender un trabajo circunspecto y tranquilo sobre esa mujer es hoy una empresa con más dificultades de las que parece al primer examen; no por el trabajo en sí, sino por las vulgaridades con que se habrá de luchar, en una época en que el vulgo de las ideas y de los hombres predomina con admirable superioridad entre nosotros: quiero decir, en Buenos Aires y Montevideo.

Arrostrando, pues, ese inconveniente, vamos a ocuparnos de Manuela Rosas, en un sentido nuevo, y más racional que aquellos que se han adoptado antes para hablar de ella.

Perdón, señorita, voy a tocar ciertas fibras de vuestro corazón, y os estremeceréis un momento; voy a levantar una punta del velo misterioso de vuestra vida íntima, y vuestro semblante se encenderá de pudor y de enojo; voy a fijar mi vista en ciertos hechos de vuestra vida social, y vuestra mirada orgullosa querrá quemar mi frente con su rayo. Pero -y creed lo que os digo- no hay en mí ningún deseo de ofenderos. Pues si bien sois ya para mi patria una propiedad de su historia, que pertenece al examen público de sus contemporáneos, no habéis dejado para mí de ser una mujer. Y cuando la causa política a que tengo el honor de pertenecer llegase a un grado tal de postración que, para sostenerla, tuviesen necesidad sus defensores de hacer la guerra a las mujeres, yo me pasaría gustoso a vuestro padre antes que someterme a tal conducta, y tendría el honor de hacerme presentar en vuestros espléndidos salones vestido de colorado de pies a cabeza, como los diablos de Hoffmann o el general Mansilla.

Por el contrario, lejos de querer ofenderos, quiero ser el primero de los enemigos del sistema político de vuestro padre que alce la voz para haceros justicia, en lo que realmente la merezcáis...

Cierto, el nombre de Manuela Rosas es ya una propiedad de la historia. Su padre habrá tenido la triste misión en el mundo de grabar sello indeleble y de reprobación a cuanto lo haya rodeado en el período memorable de su dictadura.

Único dueño de su poder como del pueblo que esclaviza con él, radiante con esa aureola de sangre que rodea su frente, fascinador con su inflexible tiranía, no es un dios, pero es un demonio que hace bajar la frente a cuantos se le acercan, presas todos de esa doble enfermedad del cuerpo y del espíritu que se llama «el terror».

Y su hija, única persona que lo ve, que lo oye y que participa de su confianza, es para el pueblo enfermo, débil y fanatizado, el altar donde corre a deponer de rodillas el homenaje servil de su postración.

Manuela oye a todos, recibe a todos con afabilidad y dulzura.

El plebeyo encuentra en ella bondad en las palabras y en el rostro.

El hombre de clase halla cortesanía, educación y talento.

Manuela no es una mujer bella, propiamente hablando; pero su fisonomía es agradable y simpática, con ese sello indefinible, pero elocuente, que estampa sobre el rostro la inteligencia, cuando sus facultades están en acción continua.

Su frente no tiene nada de notable, pero la raíz de su cabello castaño oscuro borda perfectamente en ella esa curva fina, constante y bien marcada que comúnmente distingue a las personas de buena raza y de espíritu.

Sus ojos, más oscuros que su cabello, son pequeños, límpidos y constantemente inquietos. Su mirada es vaga. Se fija apenas en los objetos, pero se fija con fuerza. Y sus ojos, como su cabeza, parece que estuvieran siempre movidos por el movimiento de sus ideas.

El color de su tez es pálido, y muy a menudo con ese tinte enfermizo de los temperamentos nerviosos.

Agregad a esto una figura esbelta: una cintura leve, flexible y con todos esos movimientos llenos de gracia y voluptuosidad que son peculiares a las hijas del Plata, y tendréis una idea aproximada de Manuela Rosas, hoy a los 33 años de su vida; edad en que una mujer es dos veces mujer.

Todo cuanto en la tierra puede lisonjear la vanidad de una mujer se acumula en derredor de Manuela. El poder, el lujo, la admiración, la obediencia, todo está rendido bajo el imperio de sus ojos, que no se abren sino para deslumbrarse con los reflejos de la espléndida boreal que circunda su existencia.

Los paseos públicos se cuajan de gentes que se apresuran y disputan el honor de recibir una mirada de ella.

Los teatros no dan principio a los espectáculos antes que esta dama de un perpetuo torneo no se presente en ellos.

Los enviados de las primeras naciones del mundo se acercan a buscar en sus ojos una mirada de distinción, con más fervor que otros llegaban a Catalina de Médicis sobre el trono de Francia, a María Stuart bajo el trono escocés, o a Elizabeth con el cetro de Enrique VIII. Y si Manuela dejara escapar de sus labios una frase cualquiera en favor del diplomático, o del gobierno que representa, el diplomático se cree entonces más insinuativo que Buckingham, en el ánimo de las mujeres; más astuto que Richelieu, en los laberintos de la diplomacia; y más inteligente que Pombal, en las conquistas políticas. ¡Tal es la influencia magnética de los gobiernos despóticos y personales, hasta en el espíritu de aquellos hombres que menos debieran temerles al parecer!

Así, aquella criatura nacida en las florestas del mediodía americano, donde la mujer, como las flores del aire, sólo fascina con su delicada belleza y con la fragancia de su alma, puede mirar con desdén las mujeres más abrillantadas de Europa en medio de cuanto el arte y el respeto tradicional les consagran, colocadas por su nacimiento y su fortuna en la eminencia de las graderías sociales.

Pero filtremos la mirada a través de ese horizonte deslumbrador y sondeemos despacio el lóbrego vacío que se esconde tras él.

¡Pobre mujer! En torno de Manuela Rosas el mundo es una orgía donde se embriagan sus sentidos y, sin saberlo, ella olvida, como el Manfredo de Byron, la esterilidad o las angustias de su alma en las ilusiones materializadas de la vida...

Manuela, como se ha visto, tiene más de 30 años. Su vida nació, abrió la flor de su juventud, bajo este cielo bellísimo del Plata donde el alma se impresiona de amor y se apasiona en el curso de una hora o de un minuto, impulsada por esas propensiones simpáticas que se desenvuelven prodigiosamente en un instante bajo los climas meridionales, donde el alma no quiere ser menos armoniosa ni menos pródiga de encantos que la naturaleza en que respira.

El alma de una bonaerense se marchitaría y moriría dentro de sí misma si le faltara un instante el hálito de las ilusiones y del amor que ella absorbe de la luz suave y azulada que refleja sobre las nubes de cisne de nuestro cielo, de las brisas sutiles que se perfuman en los jardines del Paraná, y de las perspectivas variantes y poéticas de la hermosa y virginal naturaleza que nos rodea.

Pues bien, a esa edad Manuela, esa creatura del Plata cuyos ojos húmedos y claros, cuya tez pálida y boca voluptuosa, revelan con candidez que es una hechura perfecta de su clima, no ha podido sentir una pasión de amor; o la ha sentido escondiéndola en los misterios de su alma para devorarla en secreto, o ha tenido que pedir a la intriga una felicidad que no le es dado gozar franca y honestamente.

Confidenta de su padre, educada por él para servir a los juegos eternos de su política; dando a entender en una palabra, en un gesto de ella, los deseos de su voluntad despótica, que van luego a estrellarse, como leyes de fierro, sobre la frente encorvada de sus esclavos, ella no puede pertenecer a ningún hombre en la tierra, porque los ojos de ningún hombre han de ver de cerca los subterráneos de una dictadura, que sólo es como es por la lejanía en que vive del contacto ajeno.

Dar un esposo a su hija sería en Rosas un acto negativo de su conocida sagacidad. Porque eso sería dar a otro hombre las confidencias de su hija, es decir, los secretos todos de sus debilidades, de sus vicios y de los medios vulgares de que hace uso para llegar a sus extraordinarios fines.

Él lo comprende bien. Él sabe que, por una ley de la naturaleza más incontrastable que las que dicta su voluntad de tirano, su hija habría de pertenecer más a su marido que a su padre, el día que partiera su lecho, como su cariño, con aquél.

Esto por una parte; por otra, vistas futuras en su política, que ya no son misterios a los ojos de los que la estudian de cerca, hacen que Rosas vele como un amante celoso los latidos del corazón de su hija.

Vendrá un día quizá, si la providencia no se cansa al fin de soportar los delitos de un solo hombre que es la protesta viva de la justicia del Cielo sobre el mundo, en que él saque de su hija, soltera, un partido más ventajoso que el que reportaría de un ejército de diez mil hombres. Y él espera ese día o, más bien, él hace que ese día le espere a él, para realizar su sueño dorado, que está bullendo hace años bajo su melena de salvaje y que no cesará sino bajo el peso de una corona o bajo la cuchilla del verdugo.

Paso audaz, cuyas consecuencias él mismo no comprende, pero a que él se encamina -porque sólo él podría alcanzarlo-, no en busca del principio, porque ignora lo que es, sino en busca de su abrillantamiento personal.

Y llegado ese día -blanco perenne de todos sus esfuerzos-, su obra imaginada est[ar]á cumplida entonces, y la mano de su hija le será quizá un apoyo eficaz a sus designios.

Pero todo eso es eventual, está sujeto a todas las vicisitudes de su carrera pública. Y, entre tanto, hoy el resultado es el mismo para su hija, pues cualesquiera que sean las causas que lo motiven, ella tiene que vivir una vida estéril e infecunda para ese sentimiento semidivino que hace en el mundo la felicidad de las mujeres; o apurar bajo la sombra del misterio y en la copa de los culpables una dicha que su padre le niega.

No hay medio: o ella tiene que poner llave de diamante a su corazón para respetar la voluntad de su padre, o ella tiene que hacerse criminal en la intriga, según el lenguaje de la moral social.

Pero no es ésta aún la mayor de sus desgracias.

La más agria de todas es que ese mismo padre no ha dejado en derredor de su hija un hombre solo capaz de inspirarle una pasión noble y profunda, de que pueda envanecerse.

La mujer que desde el primer momento se contempla superior al hombre que se le acerca, ya no puede jamás apasionarse dignamente por él.

Sea en el curso de una hora o de un año, es necesario que el espíritu de una mujer sea dominado, fascinado por el espíritu de un hombre, para que su corazón dé los primeros latidos del amor, del amor del alma, de ese que comienza por la abnegación y acaba por el sacrificio. Pues es de él que hablamos, y no de esas impresiones carnales que envilecen el amor, ni de esas afecciones fugaces que hieren la imaginación y la deslumbran, pero que pasan luego, como el aliento sobre un cristal o la huella de un cisne sobre un lago.

Para aquel amor es necesario que una mujer tenga algo que admirar o respetar en un hombre. Y no es sólo el prestigio de la gloria, del poder, del talento y de la hermosura varonil que, puede imperar sobre el espíritu entusiasta y poético de las mujeres. Hay en la naturaleza moral de los hombres otro elemento de fascinación sobre ellas, mucho más eficaz y poderoso que la gloria con toda su aureola, y el talento y la hermosura con sus atractivos seductores. Y es esa indefinible influencia de la voluntad varonil, que, ejerciendo sobre el alma tímida de las mujeres el despotismo de lo fuerte sobre lo débil, hace que ellas comprendan que se hallan en la presencia de un hombre, que tiene su corazón para amar, una voluntad para obrar, y un brazo para defender a su querida.

Pero Manuela Rosas no encuentra uno solo de esos hombres en cuantos van a mendigar de sus ojos un rayo de favor que los abrillante un momento, no de amor, sino de protección oficial.

Si bajo el gobierno de Rosas pueden haber quedado hombres de corazón en Buenos Aires, no es en las antesalas de Palermo donde se encontrarán por cierto, sino en el retiro de sus casas, procurando que Rosas y sus satélites los olviden, hasta que llegue el momento en que ellos mismos les hagan acordar que aún quedaban hombres a la patria de los libertadores de la América.

Pero en Palermo, en esa parodia de Versalles donde se huelga la vanidad estúpida de Rosas, no halla Manuela sino lo más abyecto de la sociedad bonaerense, que viene allí cubierta de lujo y vilipendio.

Gira sus ojos, y esa mujer desgraciada, en medio de su teatral felicidad, no descubre sino hombres débiles, sometidos, prosternados, que se hacen un deber y un honor en humillarse delante de la mujer misma a quien pretenden lisonjear.

Vestido, lenguaje, opiniones, todo en ellos es una imposición del amo que los gobierna; y ante Manuela, ante ella que conoce el origen de cuanto pasa en la República, todos los frecuentadores de Palermo no son otra cosa que los títeres de las ideas de su padre. Hombres todos que a la más leve insinuación de Rosas cometerían una infamia, o se la ofrecerían de payasos sin repugnancia, porque el terror ha gastado en ellos la conciencia de su dignidad y su amor propio.

En medio de esos reptiles Manuela es un Dios.

Más fuerte, más sabia, más independiente que todos ellos, su voluntad domina en todos. Y cuando sus ojos les honran con una mirada, no hallan otra que la sostenga con valor.

A medida que ellos se postran, el espíritu de esa mujer se levanta, y se dice así mismo y con razón, cuantos me cercan son inferiores a mí.

Así, ninguno de esos hombres puede inspirar una pasión noble y orgullosa en el corazón de Manuela; ninguno puede levantarla a esa altura de engreimiento y vanidad por su querido que hace la gloria de las mujeres; ninguno, en fin, puede despertar en su alma esas ilusiones abrillantadas con que la imaginación de las mujeres forma cielos donde ven y admiran el dios de sus amores, porque los hombres prosternados y manchados no inspiran jamás una pasión; puede su hermosura física dar lugar a un deseo, eso es todo lo más que pueden ellos.

Pero más, todavía. Al mismo tiempo que Rosas sentencia a su hija a un celibato eterno, como un genio del mal la empuja a las tentaciones y al vicio.

Él hace de su barragana la primera amiga y compañera de su hija; él la hace testigo de sus orgías escandalosas, a que lo impele su temperamento carnal y cínico; él la hace instrumento de sus deseos salvajes con las jóvenes que el vicio de sus padres arrastra hasta Palermo; y, al mismo tiempo de estos ejemplos, él concede a su hija toda la libertad de un hombre; a su hija, para quien todos los hombres son casados, pues que a ninguno puede amar legítimamente y con franqueza.

¿Qué resulta de aquí? Que su hija, respetando un fondo de moral que puede existir en su alma, tiene que cerrar su pecho a toda sensación amorosa que quisiera tener cabida en él, y entonces es desgraciada hasta el martirio, o tiene que arrastrarse a las intrigas culpables a que los ejemplos de su padre la incitan y, asesinando toda pasión noble en su alma, dar expandimiento a sus sentidos entre el misterio, y entonces es desgraciada hasta la compasión, pues esas faltas en las mujeres que son impulsadas a ellas por circunstancias ajenas a su voluntad, merecen más el título de desgracia que de culpa.

«En la familia de Rosas no se encuentran esas pasiones angélicas de los seres sin ambición y sin mancha; no, no es allí donde ese sentimiento es considerado como la primera felicidad de la existencia. Hombres y mujeres necesitan las sensaciones fuertes de la intriga y del delito, para satisfacer su inclinación al mal», así me repetía una persona cuyo talento admiro y cuyo temperamento frío y desapasionado le hace ver las cosas en su verdadero punto de vista, generalmente.

Pero admitiendo tal clasificación para Manuela, ¿quién sería sino su padre el responsable de su falta?; ¿quién sería sino ella la víctima de esa imposición terrible de vivir soltera, de no poder hacer ostentación legítima de sus amores, a que la ha condenado el mismo que le dio la vida?

Así, la última de las jóvenes argentinas, en la jerarquía social, es más feliz que la hija de don Juan Manuel Rosas.

Esa joven que se presenta humildemente con su vestido de muselina y sus manos desnudas, que pasa por el medio a la muchedumbre sin recibir ovaciones del miedo, que no tiene oro, ni poder, ni vasallos, que es sola y huérfana en el mundo, como las azucenas del desierto, es más feliz que Manuela. Para ella hay un corazón en el mundo que corresponde a los latidos del suyo pura y descubiertamente; ella encuentra una mirada en que interpreta y traduce un idioma entero de felicidad inefable, con esa inteligencia íntima y perceptible del alma armoniosa de las mujeres; y ella, después, alcanza la realidad soñada en sus amores, recibiendo en el primer beso de su esposo la recompensa de sus inquietudes de amante. ¡Pero Manuela! Árida, sombría, infecunda, su vida se ha escurrido en el mundo, como esos horizontes de invierno donde la mirada se sumerge sin encontrar un cambiante de luz que la distraiga. ¡O bien esa infeliz habrá tenido que hacerse criminal ante la moral y los preceptos de la sociedad, haciendo en secreto un delito de un afecto que, con otro padre, habría podido descubrirlo a la sociedad sin rebozo!

¡Cuántas veces, allá en las soledades de su espíritu, como las aves terrestres arrebatadas por el viento a las llanuras desiertas de los mares, habrá ambicionado un abrigo legítimo para su corazón, huérfano a las pasiones que la naturaleza, la religión y la sociedad autorizan!

¡Providencia divina, la acción de tu justicia es impenetrable, como el soplo creador con que diste la vida al universo; y por uno de esos fallos terribles de tu voluntad soberana parece que castigas a ese hombre a quien la humanidad debe tantas lágrimas y sangre, haciendo que él mismo sea la causa de la desgracia de su hija!




II

Se ha dicho con frecuencia que Manuela es mala, que su educación y sus hábitos han prostituido su sensibilidad y sus gustos, y que el amor no puede por lo mismo ser una necesidad imperiosa en ella.

Está bien, amplifiquemos todos los defectos de su educación. Estudiemos esa mujer en toda su vida y veamos lo que hay de verdad en todo eso.

Manuela rayaba en la edad más impresionable de la vida, tenía apenas 18 años cuando su padre subió al poder por segunda vez. Y desde entonces vivió en compañía suya, hora por hora; cosa que jamás le había acontecido antes de esa época en que la vida de Rosas cambia completamente en su modo de ser doméstico.

Desde el primer día de ese segundo período de su gobierno, Rosas empieza a desenvolver el sistema cuyos elementos había estado confeccionando desde el desierto, a merced de la intriga y de las desgracias públicas que partían de 1828. Y con esa época da principio la relajación de la justicia, de la moral y de las costumbres públicas en la infeliz Buenos Aires.

La sociedad entera sufre un vuelco completo a la voz del caudillo gaucho, que arrojaba toda la barbarie de la pampa sobre los elementos que la civilización había trabajosamente esparcido.

La clase corrompida y oscura de la sociedad surge imprevistamente del cataclismo público, y ocupa el rango de la clase culta y esclarecida por el nacimiento o por las acciones. Clase en minoría, sofocada pronto por la irrupción de vándalos que la invaden; y desde entonces, y progresivamente, ideas, hábitos, costumbres, gustos, sucumben con las personas en el destierro, en la cárcel o en el cadalso.

Buenos Aires empieza a desaparecer.

La casa del Atila pampa abre sus puertas a una muchedumbre de puñal al cinto, que venía a la capital a reivindicar la barbarie y el cinismo de las pulperías y del rancho, desterrados siempre de la culta y orgullosa capital, en todos tiempos y bajo todos los gobiernos.

Sentimientos, lengua, trajes, todo sufre un repentino trastorno.

La libertad sucumbe.

La justicia deja su puesto a la voluntad de un hombre.

La religión se convierte en un instrumento de partido y de sangre.

A la cultura comienza a suceder la licencia y la torpeza.

Y a las exterioridades finas de un pueblo civilizado, reemplazan los malos gustos y peores instintos de nuestros arrabales.

En la casa de Rosas se hiperboliza naturalmente todo, sin exceptuar el vicio, porque de esa casa surgía el pensamiento y el impulso que hacía retroceder la ciudad a doscientas leguas mediterráneas, y la sociedad a los tiempos primitivos de la conquista, siendo el vértigo de la barbarie en reacción lo que era entonces el fanatismo religioso y político, y representando la sociedad culta el fúnebre papel del pueblo indiano.

Rosas corteja, adula y enorgullece con su amistad a los instrumentos de que se sirve, y su casa, su bolsa y los empleos públicos no se ocultan para ellos.

Los que hayan pasado por la casa de Rosas a cualquier hora del día o de la noche en los años 36 y 37, por ejemplo, sabrán decir, por el número de caballos aperados que había en la calle, el número de personas que había en aquella casa, y la clase poco más o menos a que pertenecían.

Esos años y los siguientes fueron los del apogeo de Cuitiño, Parra, Maestre, Santa Coloma, Salomón y otros infinitos amigos de estos honrados caballeros.

«Era de verse», dicen unas memorias que tenemos a la vista, escritas por persona bien competente, «la casa de Rosas en esos días (1836). Era encontrarse entre verdaderos demonios. Todos los días veía caras nuevas, y cada una parecía que se acababa de escapar del presidio».

Entre esa gente sin moral, sin religión, sin vínculo ninguno de esos que ligan a los hombres con la virtud y la decencia en la sociedad, ebria con su victoria sobre sus eternos rivales que vestían frac y calzaban guantes, el espíritu y el corazón de Manuela se desenvuelven, y en su alma joven empiezan a caer las primeras semillas de lo que debía completar más tarde su educación federal, según los principios y la propaganda de su padre.

Todo cuanto había de ilustrado, de noble, de digno en la sociedad argentina, recibe de Rosas la denominación de unitario; porque todo aquello protestaba contra el sistema bárbaro que introducía al gobierno y al país, como habían protestado los verdaderos unitarios.

Una vez clasificados de ese modo sus adversarios políticos, las cárceles, la confiscación, la muerte vienen sucesivamente a apoderarse de ellos.

«¡Enemigos de Dios y de los hombres!», repite la plebe bruta y fanática que hace el eco de su caudillo, y una competencia que hace crispar los nervios al recordarla se establece entre los federales de Rosas, para alcanzar cual más mayor fama con mayor barbarie, con mayor cinismo, con más horribles persecuciones sobre los «enemigos de Dios y de los hombres».

La casa de Rosas se convierte en la bolsa de este comercio de sangre y vicios; y Manuela, la infeliz joven que no podía comprender política ni filosóficamente lo que pasaba en torno suyo, alcanzaba a percibir que los unitarios querían la muerte de su padre, de ella, de toda su familia y de todo el mundo, según la vocinglería orgíaca que la aturdía.

Y, sin violencia, empezaron a entrar en su alma las primeras antipatías por la clase más pura de la sociedad en que había nacido.

Sus delicadezas de mujer, sus instintos de joven, los ejemplos primeros de su niñez, todo debió sublevarse en ella contra esa vida nueva que de improviso la rodeaba. Pero al mismo tiempo era mujer, joven e hija, y todo cuanto presenciaba se lo traducía como necesario a la defensa de su padre y de ella misma.

Y sutilmente fuese filtrando en su alma la tolerancia, si no el gusto, por todo cuanto al principio debió sorprenderla y repugnarla.

En la naturaleza humana todo se modifica y trastorna por el influjo del ejemplo y del hábito. Y si hay espíritus, como constituciones, que les resisten, no son más que excepciones que justifican la regla.

Así, Manuela empezó a adquirir una segunda naturaleza por la influencia de la educación; de esa educación del ejemplo, la peor o la mejor de todas, en el orden moral, según que se encamine a lo malo o a lo bueno.

Insensiblemente los gustos y los sentimientos fueron relajándose en ella. Y sus ideas sobre el bien, lo humano y lo justo, fueron extraviándose a la par, en el laberinto de subversiones morales que brotaba del nuevo orden de cosas, cuyo movimiento imprimía la mano de su padre.

El odio a semejantes suyos era la oración con que cerraba sus ojos y la alborada con que los abría.

Los padecimientos de ellos, sus afrentas, su muerte, referidos bajo aspectos horribles y repugnantes, era la crónica diurna que la entretenía en su casa.

Mujeres energúmenas, con alma y boca prostituidas que por escarnio del sexo aparecen en los pueblos cuando el volcán de las revoluciones arroja su lava inflamada sobre la sociedad, invadieron al mismo tiempo la casa y la amistad de Manuela.

Formaron en derredor de ella una muralla impenetrable a la palabra y a la mirada de las unitarias: de esas mujeres altivas, radiantes de espíritu, de gracia y de orgullo, que constituyen la clase aristocrática -permítaseme esta palabra- de la República de Mayo, y que durante lo más aterrador de la dictadura han ostentado más valor y nobleza que los mismos hombres.

Entre tanto, aquellas, revolviendo en sus entrañas toda la hiel que acumulaba en ellas el recuerdo de su vida pasada, oscura y manchada por su nacimiento o su conducta, y ebrias de entusiasmo por el hombre cuya mano las alzaba del lodo y las hacía respirar artificialmente el aire de señoras, rompían el freno a sus instintos y a su educación de cuartel, y esparcían una atmósfera de prostitución y torpezas en torno de esa flor huérfana, cuya primer desgracia era nacer del tronco que llamaban de vida y de gloria, por sarcasmo de la vida y la gloria de los pueblos.

Matar, robar, proscribir, encarcelar, todo esto era la obra de Dios sobre la tierra, con tal que se emplease contra los enemigos del heroico Restaurador de las Leyes que no había dejado, sin embargo, una sola ley buena ni mala en Buenos Aires.

Y este tema presentado en mil variaciones, día [por día] y hora por hora, estuvo a los oídos de Manuela, ¿por un mes?, ¿por dos? No, por años enteros en la edad en que la vida es una esponja que absorbe cuanta gota benéfica o envenenada la humedece.

Manuela no era un ángel; no era tampoco una criatura privilegiada en el templo de su alma y de su inteligencia; era simplemente una mujer, y como tal su sensibilidad y sus instintos debían sucumbir al golpe continuo de las impresiones que la invadían por doquiera; y así sucedió. Pero no anticipemos las consecuencias.

Prosigamos.

A esa educación teórica que se acaba de delinear apenas, y que se puede hacer llegar hasta el año 38, sucedió luego la educación práctica de Manuela.

Llegó aquel año célebre en los fastos de los pueblos esclavizados que ríen y cantan al son de sus cadenas mismas; aquel año de las famosas «fiestas parroquiales», en que todos los vicios, las extravagancias y las tendencias dañinas que trae consigo al mundo la complicada naturaleza humana, y a quienes la civilización ha conseguido contener pero no extirpar, salieron libres y triunfantes a holgarse en las calles, plazas y templos de la profanada ciudad, por un año completo.

Los perfiles solamente de ese inmenso cuadro de prostitución inaudita, largos serían y pesados en este lugar.

Baste decir que fue un año entero de orgía permanente, que sólo mudaba de barrio y de excesos en cierto número determinado de días.

Todo cuanto la plebe de un pueblo ignorante y belicoso tiene de más obsceno e insolente, todo cuanto hay de más salvaje y extravagante, de más irreligioso y torpe en la embriaguez de vino y sangre cuando se apodera del cerebro del populacho, figuraron allí, lo mismo al pie de los altares que a la presencia de las vírgenes a quienes sus padres arrastraban a federalizarlas dignamente.

Como debe suponerse, Manuela era en esas fiestas la reina, la emperatriz, la diosa que representaba al Júpiter de la Federación, o más bien al demonio de ese infierno, que trastornaba tantas cabezas y corrompía tantas virtudes.

Llevada en triunfo, como el retrato de su padre, empezaban a conducirla a profanar el altar de Dios, y acababan por llevarla a que se profanase ella misma como mujer, como señorita, como joven, en el banquete orgiástico que cerraba la mitad de cada fiesta.

Una tormenta de maldiciones sobre el género humano que no era federal, estallaba al oído de la infeliz heroína, que no soñó serlo, ni hizo nada por serlo en su vida.

Era una tempestad de un orden no conocido hasta entonces en la naturaleza; allí eran los ojos de los enviados los que relampagueaban; la algazara quien hacía las veces del trueno; y eran los brindis quienes fermentaban y estallaban el rayo.

Las mujeres mismas, reventados en ellas los lazos de la religión y la moral, rivalizaban con los hombres en conjurar a muerte a los enemigos del Restaurador federal. Era el exceso, la hipérbole de las inspiraciones del diablo cada brindis. Pero óigase esto: no hay un solo brindis de Manuela en todo el año de las parroquiales. Se hallará apenas en la Gaceta Mercantil, que registraba cautelosamente la crónica de los banquetes, alguna que otra palabra de Manuela, equivalente a un saludo insignificante.

La bacanal mudaba de faz. Era la hora del baile. Manuela no debía faltar. El héroe restaurador se guardaba bien de mezclarse entre la multitud; pero la hija debía ir entre ella para popularizarle su nombre. Y hela ahí danzando cuatro o seis horas con ebrios, con asesinos y hasta con negros una vez. Danzando, no los bailes de la sociedad culta, porque eran unitarios, sino los bailes de la plebe, con todos esos movimientos repugnantes y lascivos a que llaman «gracia».

Es cierto que en esos bailes, como en los banquetes que los precedían, se encontraban personajes de distinción por su nacimiento o por sus antecedentes, llevando consigo a sus esposas y sus hijas. Pero el personal de ello lo formaba la plebe soez de Buenos Aires, que Rosas había nivelado con aquellos señores para vejarlos, humillarlos y comprometerlos más en su partido. Y ellos, esos diputados, generales y magistrados antiguos, más criminales aún que los forajidos con quienes bebían y danzaban, hacían esfuerzos inauditos por vulgarizarse y descender de su escala y de su educación, para merecer mejor el renombre de buenos federales y conservar su vida y sus empleos a costa de esa cobarde prostitución.

Y eran ellos, así, los que más contribuían a extraviar las ideas y los instintos de Manuela.

Y ese fue el segundo curso de enseñanza primaria que recibió esa infeliz.

Llega enseguida ese malhadado año 40, en que los sucesos conspiran repentinamente en favor de Rosas, próximo a su fin.

Había sido sorprendido por sus enemigos en medio de su colosal empresa.

Los ejércitos habían llegado hasta las puertas de la capital, cuando aún no se había extinguido en ella la conciencia de la dignidad y del valor nacional, y tal ocurrencia puso a Rosas en situación difícil y tirante. Pero libre de ese peligro, Rosas se apresuraba a reparar su falta, dando su último golpe de estado.

El cuchillo de la Mashorca se convierte en guillotina oficial por un mes entero. La sangre riega las calles y cabezas humanas aparecen con el día en los parajes públicos.

El terror se apodera de todos los espíritus.

Olas de gente se desbordan de ese mar de sangre y de crímenes, y ganan la ribera opuesta del Plata.

Buenos Aires queda en poder de los bandidos. Las víctimas ya no estaban allí. Y a esa época desapareció de Buenos Aires el último vestigio de aquella sociedad noble y delicada que había hecho su rango y su cultura en otro tiempo.

Manuela ve y oye estas calamidades de su patria, cuyos primeros mártires eran las personas de su sexo. Cerca de ella vienen a contar sus proezas de sangre los famosos asesinos de octubre, y una atmósfera de sangre y de lágrimas viene al fin a esparcirse sobre la frente de esa mujer infeliz, que para evitar una sola lágrima era tan impotente como la última persona del pueblo.

Los medios de terror, de este o del otro modo, se prolongan hasta 1842 en que se repiten las escenas de 1840, y en todo este tiempo, en que la parte más soez de la Mashorca cuajaba los salones de la casa de Rosas, porque eso entraba entonces en sus planes, Manuela no tuvo siquiera una persona de corazón a quien volver los ojos, no tuvo con quien hablar de otra cosa que de cabezas cortadas, de mujeres profanadas, de cárceles, de proscripciones, de robos, de cuanto el infierno puede sugerir de torpe a los que le venden su alma...

Ya es tiempo de reposar la mente un momento, fatigada con esta serie de ejemplos repugnantes que se acaba de leer. Ya es tiempo de reflexionar sobre los resultados que tal educación habrá dado para el corazón y el espíritu de la heroína de este escrito.

Supongamos que la naturaleza hubiese dado a Manuela Rosas cuanto es imaginable de delicado, de sensible, de mujeril, en una palabra, ¿pero es natural, imaginable siquiera, que tales propensiones se conservasen puras entre la atmósfera en que vivían? No; mil veces imposible. Eso sería querer negar la influencia de la educación, que vemos y estudiamos a cada instante en derredor nuestro. Eso sería desmentir la debilidad que ha dado Dios a las obras humanas, para que su fortaleza adquirida sea un título de bienaventuranza con que se presenten en el Cielo. Eso sería negar lo que pasa en nosotros mismos en cada período de nuestra vida, porque en cada período de ella nos educamos y estamos perfeccionando o pervirtiéndonos.

La sensibilidad, los gustos y hasta el impresionable temple de sus nervios, todo debió encallecer, pervertirse y endurecerse en Manuela. Esto es lo natural y lo natural es irresistible en lo moral como en lo físico.

Eso es lo natural y por eso sucedió así. Acercaos a cualquier señorita; habladle de una herida, de una gota de sangre nada más, y la veréis que empalidece, y conoceréis que sufre; porque las narraciones de sangre son una cosa extraña a sus oídos, y una impresión a que sus nervios y su corazón no están habituados.

Acercaos a Manuela, habladle de diez cabezas de unitarios que se han cortado la noche antes; referidle la agonía de las víctimas y hasta la expresión espantosa de sus ojos, en el postrer relámpago de vida que los alumbró, y Manuela oirá la historia tan impasiblemente como si le contaseis cualquier otra cosa.

¿Qué significa esto? Significa que la sensibilidad de esa mujer, la sensibilidad de su alma y de sus nervios, está gastada para esas impresiones, al influjo de la repetición de ellas mismas.

A vista de esto, podría suponerse que esa mujer tiene un corazón naturalmente malo. Pero tal suposición sería injusta.

No hay malos inactivos. Los malos hacen el mal y Manuela Rosas, en posición de hacer tanto mal como quisiera, no ha hecho derramar una gota de sangre ni una lágrima a NADIE. Esto solo basta para explicarlo todo. Basta para convencer de que la naturaleza no dio a esa joven ningún instinto dañino; que mucha bondad debió encerrarse en su alma al venir al mundo, pues que ha resistido, para el mal, a todos los medios y las facilidades con que la ha precipitado a él su mismo padre.

No hay más, sino que la educación que éste le ha dado ha agotado en ella ese manantial de sensibilidad exquisita que está depositado por la naturaleza en el corazón de las mujeres, y extinguido esos instintos suaves, esa timidez y ese candor angelical con que hacen de este mundo el paraíso terrestre de los hombres. Y de ahí esos mil cuentos que corren de boca en boca sobre esa víctima de su propio padre, y que ninguno se ha tomado el trabajo de averiguar la causa de ellos. De ahí ese hecho sorprendente de las orejas saladas del coronel Borda, que se asegura fueron presentadas por ella en un plato a un oficial de la marina inglesa. Hecho repugnante y horrible, pero que no prueba más que la revolución que han sufrido en Manuela, por causa de su educación, todos los sentimientos y los instintos de mujer: que es una mujer sin sensibilidad, en la manera como se entiende esta expresión, pero nada más que esto.

Se ve, pues, que estoy perfectamente de acuerdo con los que sostienen que Manuela Rosas no puede tener la sensibilidad y los instintos que las otras personas de su sexo; pero ¡cuán lejos estoy de conformarme con la consecuencia que sacan de esto, es decir, que a tal mujer el amor le debe ser del todo indiferente y que la ausencia de este sentimiento en ella no puede por lo mismo ser echado de menos en su corazón!

La sensibilidad no es el amor, ni es tampoco la capacidad de sentirlo; es, simplemente, la facultad moral que lo embellece y lo espiritualiza. Pero el amor, ese sentimiento imantado que aproxima los dos sexos, tiene mil modos de ser diferentes en el corazón humano. Y es quizá más imperativo y violento allí donde penetra a través de un espíritu fuerte y endurecido por las impresiones enérgicas y rudas de la vida.

Las facultades morales se activan las unas por la decadencia o la extinción de las otras, como sucede en la organización física. Y el corazón menos delicado y tierno en sus instintos y en sus propensiones es, con frecuencia, el más a propósito a la fiebre de una pasión violenta y arrebatada. En un corazón así no hay lágrimas, no hay esa melancolía dulce y espiritual que consume lenta y gradualmente el alma humana en quien el sentimiento predomina; pero hay toda la energía necesaria para la desesperación y hasta para el suicidio muchas veces.

Retroceded la mente a la historia de las sociedades primitivas, y no encontraréis por cierto sino espectáculos salvajes donde la naturaleza moral de la mujer debía perder todos los instintos angelicados con que salió de las manos de la naturaleza; y es una verdad, sin embargo, averiguada por la filosofía y por la historia, que las pasiones, y la del amor especialmente, se ostentan más enérgicas y profundas a medida que la humanidad está más próxima al origen que le conocemos.

Por el contrario, ese encallecimiento, permítaseme esta expresión, que han dado al corazón de Manuela las impresiones rudas que lo han combatido desde su niñez, y esa poca impresionabilidad de sus nervios, por el efecto de la habitud a recibir emociones violentas, han hecho ascender más los grados del infortunio de su alma, porque la han despojado de esa susceptibilidad a impresiones frívolas y ligeras que distraen y enajenan la imaginación de las mujeres cuando su corazón queda aprisionado entre las redes de una pasión.

Y cuando el suyo cayera en ellas, ¿qué encontraría dentro de sí misma para distraer su espíritu de la situación que lo preocupase? Nada, nada de esos mil estímulos de ilusiones mujeriles que se esconden en la naturaleza sensible y superficial del sexo, cuya alma no ha pasado por la lija de fierro que el alma de Manuela.

¡Infeliz!, infeliz hasta el martirio el día que una pasión se abriese paso en su alma, condenada como está por su padre a no entregar su corazón a ningún hombre, ¡infeliz o criminal, no hay medio!

Y entre tanto, ¿con qué la ha compensado su padre de esta orfandad glacial a que destina su alma, si es posible que haya para esto compensación humana?

Desde 1845 empieza Rosas a variar de instrumentos y de formas para la prosecución de su dictadura. A la manera de Cromwell, con quien tiene tantas similitudes, empieza a despejarse de aquellos hombres que le sirvieron para sus hechos inauditos de sangre, luego de que estos hechos se consumaron, y da principio a la organización de una especie de corte, con ciertos oropeles y fausto que le hicieran menos repugnantes en el exterior, con quien empezaron en esa época sus célebres cuestiones que continúan hoy.

Manuela entonces, sombra viviente y forzada del pensamiento de su padre, tiene que pedir a su inteligencia cuantos recursos le quedaban de los que la providencia le había dado, para suplir con ellos todos los defectos de su descuidada educación de cultura, y hacerse de repente dama de estrado y de gabinete, para ayudar a su padre a engañar y extraviar en sus juicios a los diplomáticos europeos, y para dar al pueblo de Buenos Aires la iniciativa de una vida ficticia, llena de abandono, de lujo y algazara a que el dictador lo destinaba por algunos años, a fin de que olvidase el cáncer que devora las entrañas de la sociedad civil y política.

Pero, ¿es eso bastante? ¡Oh, Dios mío! ¡Eso no es si no hacerla marchar por otra vereda en el camino del vicio! Ayer la prostituía con los asesinos, hoy la prostituye con la mentira, con el artificio, con el dolo.

Pero aun concediendo que esa vida de apariencias civilizadas que hoy goza Manuela en su palacio de Palermo pudiera distraer su espíritu, ¿será menos verdad que para las pasiones nobles su corazón es un desierto donde la flor que brotara sería arrancada por la mano parricida de Rosas? ¿Será menos cierto que del cielo que la cubre no es posible que se desprenda una sola gota de rocío para apagar esa sed de la naturaleza humana que se llama el amor, sino es entre una nube de misterio y culpa?

Alma endurecida en el yunque de los delitos, Rosas es incapaz de apiadarse de la situación a que él mismo ha condenado el corazón de su hija. Pero la naturaleza habla alguna vez hasta en el corazón de los tigres, y alguna vez, allá quizá cuando el frío de la muerte empiece a helar la fiebre de sangre en su cabeza, echará una mirada sobre su hija, tan fiel, tan sumisa, tan leal a su voluntad, por su desgracia, y sentirá quizá todo el torcedor de los remordimientos en su alma, cuando vea en su hija la primera víctima de sus delitos.

Por su padre, ella ha sido profanada de un lodazal de crímenes y vicios, rozando sus vestidos de virgen con el poncho ensangrentado de la Mashorca y con las sedas infamemente adquirida de mujeres sin honra.

Por su padre, ha perdido la parte más florida de su juventud, en un laberinto perpetuo de inquietudes, de sobresaltos y de intrigas.

Por su padre, ha dado cabida en su corazón a odios y a sentimientos repulsivos que le han yermado en él todos los afectos dulces y delicados con que la mujer embellece y endulza hasta sus mismas lágrimas.

Por su padre, ha sido aborrecida y calumniada, porque los vicios y los delitos de él no provocaban, durante el vértigo de la guerra civil, sino el horror a cuanto le rodeaba y le pertenecía.

Por su padre, ha tenido que divorciarse con la humanidad entera, y cerrar su alma a todo otro sentimiento que no sea de partidos políticos.

Por su padre, su corazón no conoce, a los treinta y tantos años de su vida, la felicidad que la voz misma de Dios ha santificado en la humanidad. Su juventud se ha perdido; se perderá su vida, y su cabeza no se habrá reclinado jamás sobre el seno de un esposo.

Por su padre, tiene que proscribir de su lado todas las personas honradas y cultas de su país.

Y por su padre, en fin, pasará su nombre a la posteridad, a recibir el juicio más o menos imparcial de la historia.

He ahí lo que es Manuela Rosas: una víctima y nada más que una víctima de D. Juan Manuel Rosas.

Los aduladores del dictador, conviértanla en una diosa; sus enemigos irreflexivos y pasionistas, háganla un demonio; unos y otros se desviarán de la verdad, pues ella no es más que una mujer desgraciada, que sin ser un ángel de bondad, no es tampoco un genio del mal. Una mujer que hubiese podido ser excelente con otra educación y otro padre, pero a quien ni su padre ni su educación han conseguido hacer mala, rigorosamente hablando.

Es así como la creo; y en honor de la tierra en que he nacido, de la que no brotan tantos monstruos como algunos quieren, he creído deber dibujar, aunque a grandes rasgos, la fisonomía de esta mujer histórica, a quien se ha presentado siempre bajo tan falsos colores, para que una vez a lo menos se haya escrito la verdad sobre ella.





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