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ArribaAbajoCrítica del canon, estudios culturales, estudios postcoloniales y estudios latinoamericanos: Una convivencia difícil

Grínor Rojo5


El presente artículo contiene una versión sumaria de algunas secciones de los capítulos ocho y nueve de un libro en preparación, que se titula, provisionalmente, Diez tesis sobre la crítica. El libro contiene, simultáneamente, una historia y un argumento, ambos relativos a los avatares de la crítica contemporánea. Esperamos que las páginas que siguen, pese a la desventaja que supone su carácter de entrega parcial, no traicionen el espíritu del proyecto mayor.

I

Vivimos en tiempos de cuestionamiento del canon, se dice. En pocas palabras, este cuestionamiento consiste en poner a los textos en los que hasta ahora depositábamos nuestra confianza en la parrilla y en reputar en cambio, como merecedores de la misma confianza que a ellos les estamos sustrayendo, a una multitud de otros textos a los que hasta ahora no se les había dado la oportunidad de presentar sus credenciales en la oficina de partes disciplinaria. En verdad, no sabemos qué, de todo lo anterior, continúa siendo válido, y se nos ocurre que más de algo de lo que ahora nos reclama admisión pudiera serlo. Todo ello porque hemos dado de baja los criterios que en el pasado nos sirvieron para atribuirle a los textos una dignidad estética que fuese un poco más allá de su clasificación como simples artefactos de lenguaje. Es decir que el nuevo evangelio crítico une a su magnitud a o anticientífica una magnitud a o antiestética, ahora en el alcance axiológico de este complejo vocablo6. En una serie de iluminadores trabajos, publicados todos ellos durante el   —74→   curso de esta década, Walter Mignolo, además de pasar revista al proceso de desestabilización de las obras canónicas que ha tenido lugar en América Latina desde fines de los años setenta (Un libro de Carlos Rincón, de 1978, El cambio de la noción de literatura, podría ser el primero de una ya larga serie), insiste en la necesidad de diferenciar al corpus del canon y da a entender de que este último es bien poco lo que tiene que ver con nuestro oficio. Dice Mignolo:

«Me gustaría partir del ámbito del habla y de la diversidad de sistemas de escritura en los que se enmarcan expresiones humanas complejas y en los que se establecen las condiciones para la existencia misma de interacciones semióticas. Me gustaría, en suma, pensar en el campo de estudio como en un corpus de interacciones semióticas más que como en un canon de obras literarias y ver a este último no como una alternativa sino como una subclase del primero. El canon, en otras palabras, es una parte del corpus y no su antítesis»7.



Esto significa que, si nuestra orientación es epistémica y no «vocacional» (uso las palabras del propio Mignolo), nosotros, al asumir las consecuencias de semejante orientación, nos autodespojamos, debemos autodespojarnos, de cualquier prurito selectivo, estético o ético, permitiendo que nuestro objeto de conocimiento lo constituya el corpus de los textos en su integridad. Habrían pasado así los tiempos en que el oficio crítico pudo asumirse como si él nos proveyera con los medios para correr las alambradas del canon, moviendo hacia allá unos cuantos ítemes desde el espacio del corpus. De lo que ahora se trataría es de prescindir, por lo menos para los efectos de un funcionamiento disciplinario de carácter cognoscitivo, de los servicios del canon. En el último de los textos de Mignolo que conozco acerca del tema, el veredicto fatídico es que «si se acepta que en el campo de los estudios literarios tiene cabida Biografía de un cimarrón y la subliteratura, se acepta que los estudios literarios no se definen por el contenido del campo de estudio sino por los principios metodológicos e ideológicos de la práctica disciplinaria». «Hay», sigue explicando Mignolo,

«una diferencia radical entre canonizar Biografía de un cimarrón (o ejemplo semejante) con la buena voluntad de hacerlo ingresar en el panteón de los estudios literarios, por un lado, y liberar los estudios literarios de las garras del canon para abrirlos a las incertidumbres del corpus (narrativa testimonial, subliteratura, cultura popular, etc.), por otro»8.



¿Cuáles son las repercusiones de esta posición de Mignolo? Pienso yo que ella representa con inmejorable exactitud la despedida a la que hace poco me referí. Ni   —75→   ciencia de la literatura ni estética literaria. En cambio, semiótica textual, interpretación de textos semióticos y con criterios de validación que estarían basados en «principios metodológicos e ideológicos de la práctica disciplinaria».

Pero yo no puedo pasar por alto en esta última frase de Mignolo la insinuación de un repliegue. Porque, si entiendo bien sus palabras, lo que él me está proponiendo es que empujemos al canon fuera del juego (en todo caso, fuera del juego «epistémico»), es decir, que eliminemos la selección y la jerarquía para los efectos de nuestro funcionamiento como investigadores y críticos del discurso y del texto, no importa cuáles sean sus versiones concretas, y que por lo menos para ese tipo de trabajo, pues otra cosa sería la vigencia del canon dentro de un «contexto curricular (presumo que el de los profesores: ¿qué es lo que se debe enseñar y por qué?)»9, nos quedemos con el corpus. Pero he aquí que Mignolo le asigna luego a la disciplina la obligación de establecer ella (¿y con qué objeto?, es lo que yo me pregunto) ciertos misteriosos «principios metodológicos e ideológicos». Parecido al trastabilleo de Catherine Belsey, quien, después de decir que la historia cultural que ella patrocina «no rehúsa nada», acaba abogando por el establecimiento de ciertos «principios de selección»10, yo tiendo a ver en el repliegue de Mignolo el indicio de que operar dentro de una textualidad sin limitaciones es o puede ser también una forma de limitación.

II

¿Por qué sorprendernos entonces de que la clarinada del día sean los «estudios culturales»? Proliferan en los últimos años las publicaciones en las que se plasma esta nueva (y vieja: texto cultural es, dicho de una manera todavía inconsulta, todo lo que no es el texto literario, histórico, filosófico, etcétera, en el sentido que tradicionalmente se les daba a estas compartimentalizaciones) clase de estudios críticos, trabajos más y menos extensos y más y menos sesudos acerca de discursos de tanta trascendencia para la perduración de la especie humana sobre la tierra como son las bitácoras de los exploradores del Polo Norte o las películas de Rambo protagonizadas por Sylvester Stallone. No hay límites de contenidos ni de procedimiento. Materia de los estudios culturales son, según nos informan los editores de la más popular entre las varias antologías que ya circulan al respecto,

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«la historia de los estudios culturales, el género y la sexualidad, la nacionalidad y la identidad nacional, el colonialismo y el postcolonialismo, la raza y la etnicidad, la cultura popular y sus públicos, la ciencia y la ecología, la política de la identidad, la pedagogía, la política de la estética, las instituciones culturales, la política de la disciplinariedad, el discurso y la textualidad, la historia y la cultura global en una edad postmodema»11.



En una palabra, todo, si acaso con una tendencia bastante notoria a dispensarle atención preferente a lo que hasta hace algunos años solía ser enviado al patio de atrás. Me replicarán mis colegas que se precian de su fidelidad para con los protocolos filosóficos del quehacer científico que no es sólo el objeto el que hace a la disciplina, que también la hacen sus procedimientos. Pero incluso respecto de los procedimientos, los antologadores mencionados se adelantan a dejar muy en claro que los estudios culturales «no tienen una metodología que les sea propia, ningún tipo de análisis estadístico, etnometodológico o textual del que puedan llamar suyo» y que ni siquiera «los estudios culturales pueden garantizar cuáles son las preguntas importantes en un contexto dado o cómo responderlas»12.

Por supuesto, esta indeterminación de los estudios culturales con respecto a sí mismos no es casual. No es que estos estudios (o estos estudiosos) no sean capaces de darse a sí mismos un objeto o unos procedimientos metodológicos, lo que pasa es que no quieren hacerlo. Porque los estudios culturales entran a hacer su trabajo en el vacío que deja la imposibilidad, cuando no la indisposición deliberada, por parte de las disciplinas del humanismo moderno, para dar cuenta de una agenda de asuntos que cada vez las presionan con mayor impaciencia. Es evidente que esas disciplinas tradicionales no han querido hasta ahora abrir los ojos a tales presiones. No sólo la crítica literaria, sino también la historia, la sociología, la antropología, la filosofía, la sicología, etcétera, son todos quehaceres especializados que trazan, cada uno con su propio sistema de pesos y medidas, el perímetro de su pertinencia o, para decirlo con más precisión aún, su política de inclusiones y exclusiones. En conjunto, esas políticas forman o formaron la política de inclusiones y exclusiones de las llamadas humanidades o ciencias humanas durante los últimos trescientos o más años de la historia de Occidente, la que no era inmotivada. Por detrás de ella, lo que se alzaba   —77→   era una cierta idea del hombre. Esa idea del hombre era la que autorizaba y desautorizaba, la que protegía y excomulgaba. En el último análisis, lo que los estudios culturales están combatiendo es la legitimidad (y, por lo tanto, la autoridad) de ese constructo ideológico básico, el mismo que respalda aún a las prácticas del humanismo contemporáneo.

Pero hay algo más. Como Mignolo y Belsey en el debate sobre el canon al que nosotros nos referimos previamente, los culturalistas de la nueva hora están convencidos de que su tarea no consiste en desconstruir el programa de las disciplinas cuyas respuestas ya no los satisfacen, para reconstruirlo poco después, refraseando los estatutos exclusionistas que las constituyen de una manera «actualizada». No sólo sienten que habría en ello un proyecto de desenlace dudoso, sino que el intento mismo importaría, a juicio de sus más respetados portavoces, un cazabobos a carta cabal, cuyo fruto previsible no es otro que el reemplazo de un set de exclusiones insatisfactorio por otro set de exclusiones igualmente insatisfactorio o que, en el mejor de los casos, con algo de suerte, podría ser un tanto menos rígido que el anterior Miradas desde el punto de vista del nihilismo epistemológico que orienta a este tipo de pensamiento, queda claro que las humanidades, en la forma que ellas tienen hoy día o en cualquiera otra, son irredimibles. No es de extrañar entonces que los prosélitos del culturalismo opten por refugiarse en los extramuros del juego intelectual, por establecer tienda aparte, por ponerse en una orilla de indeterminación aposta con respecto al objeto y los métodos del quehacer académico establecido, y que es una orilla desde la cual al investigador de la cultura le es posible continuar con su trabajo pero sin correr el riesgo de que el policía disciplinario venga y le diga que lo que está haciendo no tiene cabida dentro de los parámetros que autoriza la Ley.

Tampoco es incomprensible que a la mayoría de los teóricos que manifiestan interés en este tema la falta de objeto y de procedimiento no les preocupe seriamente. Menos aún les preocupa a aquéllos que, dentro del mismo sector, han sido llevados hacia él por un interés esencialmente político y que se concentra de preferencia en los grupos humanos a los cuales la legalidad filosófica anterior dejó, como dice Luce Irigaray respecto de las mujeres, sin representación o con una representación apropiada por los dueños del poder.13 En efecto, los estudios culturales, cuya primera versión se remonta al segundo lustro de la década del cincuenta en Inglaterra, estuvieron ligados desde aquellos lejanos comienzos con necesidades de orden político y social. Más precisamente, ellos se ligaron con necesidades de las que el marxismo prometió hacerse cargo en algún momento de su trayectoria, pero a las que acabó renunciando para disolverlas dentro de una praxis en la que el factor económico y de clase se llevaba la parte del león. Raymond Williams, Richard Hoggart y E. P. Thompson, que se dieron cuenta de las consecuencias menoscabantes que la falta de una reflexión sobre la cultura tenía para los propósitos transformadores de la ciencia revolucionaria de Marx, fueron quienes en los años cincuenta pusieron en marcha el proyecto culturalista de izquierda. Williams sobre todo, a   —78→   partir de su libro Culture and Society, de 1958, fue quien desarrolló la tesis del «materialismo cultural», basada en la premisa de que la cultura es «la totalidad de la vida» y que no constituye por eso la cara opuesta y desechable de la materia (de la economía para el reduccionismo, del que Williams tenía un ejemplo tan radical como heroico en el malogrado Christopher Caudwell).

Por el contrario, la cultura va a ser para Williams la materia misma de que la vida está hecha, el espacio donde todo, incluido el dato económico, se presenta inexorablemente. Escribió en 1958:

«Nunca observamos el cambio económico en condiciones neutrales, de la misma manera en que no podemos observar la influencia exacta de la herencia, la que sólo se halla disponible para su estudio cuando está ya incorporada en un ambiente. El capitalismo, y el capitalismo industrial, que Marx pudo describir en términos generales mediante el análisis histórico, aparece sólo dentro de una cultura existente. La sociedad inglesa y la sociedad francesa se encuentran ambas, hoy, en ciertos estadios del capitalismo, pero sus culturas son perceptiblemente diferentes y por razones históricas sólidas. El que ambas sean capitalistas puede ser determinante al fin, y ello puede constituirse en una guía para la acción social y política, pero es claro que, si lo que nos hemos propuesto es entender las culturas, nos debemos al modo de vida como un todo»14.



Hoy, aunque Williams sigue siendo objeto de veneración en diversas capillas teóricas, su trabajo ha sido revisado y vuelto a revisar varias veces. Su continuidad en Inglaterra, que se cumple a través del Centre for Contemporary Cultural Studies de Birmingham, pasó a manos de los culturalistas postestructuralistas, Stuart Hall, Dick Hebdige y otros, que como el iniciador de la tendencia están también interesados en la potencialidad transformadora que la cultura posee de suyo, pero sintiéndose cada vez más ajenos al objeto y los métodos de la ciencia marxista. Si Williams quiso reformar el marxismo desde adentro, sus sucesores prefieren instalarse en otro sitio.

Pero he aquí que de pronto, en lo que toca a esta manera de acercarse a la problemática político-social por parte de la familia culturalista, en el medio de su último libro, The Location of Culture, Homi K. Bhabha, uno de los nombres de más ancho cartel entre los varios que parecen disputarse el liderazgo de la corriente, escribe:

«La posición enunciativa de los estudios culturales contemporáneos es compleja y problemática. Pretende institucionalizar un espectro de discursos transgresores cuyas estrategias han sido elaboradas en torno a lugares no equivalentes de representación, donde una historia de discriminación y de falsa representación es común entre, digamos, mujeres, negros, homosexuales e inmigrantes del Tercer Mundo. Sin embargo, los 'signos' que construyen   —[79]→   tales historias e identidades, género, raza, homofobia, diáspora de postguerra, refugiados, la división internacional del trabajo, etc., no sólo difieren en contenido sino que a menudo producen sistemas incompatibles de significación y se involucran en distintas formas de subjetividad social»15.



Bhabha escribe estas palabras desde su posición de culturalista postcolonial, una posición a la que nosotros nos referiremos dentro de algunos minutos específicamente. Pero lo que nos está descubriendo, aun en ese sector más acotado de la corriente culturalista at large, es que la reunión indiscriminada de «signos» disímiles dentro de un mismo receptáculo teórico obstaculiza un examen responsable de las diferencias. Si es efectivo que las antiguas disciplinas humanísticas bloquearon el conocimiento de tales o cuales regiones de la realidad (y, peor aún, de la humanidad), no es menos efectivo que la indiferenciación culturalista nos amenaza con devolver el conocimiento del hombre que hasta ahora habíamos logrado hacia etapas que son anteriores a la magna renovación que se inició los siglos XV y XVI que no somos pocos los que creemos que no está caducada de ninguna manera.

¿Cuál es, entonces, la sustancia del «texto cultural», de ese texto que según hemos visto habría llegado hasta el antiguo recinto de las ciencias humanas para reemplazar con evidentes ventajas al texto literario, al filosófico, al antropológico, etcétera? De las frases de Bhabha, yo colijo que la atribución de un «signo» homogéneo a todas las experiencias que tales textos nos están tratando de comunicar, si bien podría justificarse desde el punto de vista político, y aun eso es dudoso, no se puede justificar de ninguna manera si lo que deseamos es hacer abandono de una vez por todas (y es como si nunca lo hubiéramos hecho) de ciertas generalizaciones más bien burdas, como podrían ser las del tercermundismo sesentista de nuestros años mozos o las del liberalismo sensible de algunos intelectuales metropolitanos -transidos éstos de la más conmovedora benevolencia-, y dar cuenta en cambio, con precisión y finura, de las diferentes «formas de significación» y de las diferentes «subjetividades sociales» de los grupos postergados. ¿No estará esto anticipando la etapa que sigue, esa etapa con la cual Homi Bhabha no ha querido hasta ahora comprometerse?

III

Ahora bien, yo siento que una versión en el límite del desempeño culturalista es la que en estos momentos nos están ofreciendo los críticos «postcoloniales», de los que Bhabha es voz de mando y a cuya empresa cognoscitiva me parece que debo referirme en estas páginas. Mi sospecha es que lo que con esta etiqueta se nos ha puesto últimamente sobre la mesa es el resultado de una rebelión de los intelectuales resident aliens y, por extensión, de todos aquellos intelectuales subalternos (sub-alternos) que cumplen funciones dentro de los confines de la cultura metropolitana, pero que no tienen ninguna gana de verse cooptados por esa cultura o por lo peor de esa cultura. Trátase en efecto de un tipo de trabajo culturalista que se produce mayormente dentro de la   —80→   coterie ghettificada hasta la asfixia de los intelectuales periféricos que residen en el centro del mundo. Como sabemos, la tarea que a esos intelectuales se les confió en el pasado fue la de servir de «informantes», esto es, la de garantizar con su presencia y su palabra la verdad de los juicios que acerca del «otro» tercermundista emitían los intelectuales «ciudadanos» de esa misma región. Era cómico, desde luego, considerando que la mayoría de tales individuos había hecho su mutis de las junglas del Tercer Mundo años atrás y que la idea que de él conservaban era con frecuencia obsoleta. En nuestro campo, ellos eran los latinoamericanistas latinoamericanos, aquéllos que validaban lo que los latinoamericanistas no latinoamericanos decían acerca de un paisaje natural y social que a estos últimos les quedaba un poco lejos, por el que no siempre les era cómodo movilizarse (demasiado desorden, sobre todo), pero cuyas complicaciones se les hacía necesario reducir y domesticar a corto plazo de conformidad con fórmulas de interpretación que aparecían y desaparecían con la rapidez con que suelen hacerlo las modas ideológicas del Primer Mundo.

Mi impresión es que lo que de un tiempo a esta parte está sucediendo entre esos antiguos informantes es un episodio de desobediencia protegida. Hartos de su papel de segunda fila y a la sombra de algunos cambios culturales y políticos que hacen su aparición en las sociedades del Primer Mundo a partir de los años sesenta, v.gr.: el advenimiento de la nueva antropología, el apogeo del «multiculturalismo» y la ideología de la «diversidad», el reflujo marxista y las libertades filosóficas que son causa y consecuencia del postestructuralismo, sobre todo en sus versiones derridiana y foucaultiana, los informantes de otrora han empezado a construirse una posición discursiva propia cuya piedra de toque es la reivindicación a cualquier precio de su «diferencia» profesional y personal. Profesionalmente, lo que ellos buscan es un locus de enunciación que no sea asimilable al de los intelectuales del mundo que dejaron atrás hace tiempo ni tampoco al locus de enunciación de los intelectuales del mundo en el que ahora residen. Personalmente, reivindican su falta de apego para con cualquiera de esos dos sitios.

Desde aquí entonces, desde estas nuevas «posiciones», lo que los críticos postcoloniales pretenden es producir una lectura «descolonizada» de unos cuantos textos que tienen su origen primordialmente entre los grupos marginales y/o subalternos, tanto los de afuera como los de adentro del espacio geográfico ocupado por el establishment hegemónico. El proyecto no empezó así, sin embargo. No era eso lo que se proponía Edward Said en Orientalism, su libro fundacional de 1978. Como es sabido, lo que Said intentó hacer en aquel libro fue sacar a luz los códigos de acuerdo con los cuales, en el marco del imperialismo, como su causa y su consecuencia, Occidente había leído a Oriente durante el siglo XIX. Hoy, ya no interesa tanto la lectura que Occidente ha hecho de Oriente, ni en el siglo XIX ni después, sino leer, con el mismo ojo descolonizador que usó Said en el 78, las lecturas que el Tercer Mundo ha hecho de sí mismo, y no tanto las que se mueven dentro de la órbita del discurso imperial como aquellas otras que, por pertenecer a sus sectores secundarios o secundarizados, se salvaron presumiblemente de toda contaminación.

Hemos pasado así desde Orientalism, de Said, a Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation, de Mary Louise Pratt, y a On Other Worlds: Essays in Cultural Politics, de Gayatri Spivak. Y con un añadido: el Tercer Mundo del que ahora se habla es el   —81→   de afuera y también el de adentro del Primer Mundo. Esta segunda parte del proyecto postcolonial, que se refiere a los marginales y a los subalternos del interior del sistema hegemónico, es de máxima importancia, pues de ahí sale el dispositivo que permite la incorporación, en este selecto club de intelectuales tercermundistas que viven en el Primer Mundo, de algunos de sus colegas que nacieron y crecieron en ese mismo mundo, pero que viven o dicen vivir como en el Tercero. Es un Cornel West, que enseña en Harvard y que se dirige a las «masas negras» de los Estados Unidos con «narrativas e historias cristianas», que les son «familiares», aunque aprovechando al mismo tiempo para la confección de su discurso ensayístico los «desarrollos intelectuales que van de Tocqueville a Derrida». O es un Stuart Hall, que investiga en Birmingham y escribe acerca de las miserias del subproletariado inglés bajo el gobierno de Margaret Thatcher desde una postura política de izquierda, aunque haciendo uso de un lenguaje que se sacude de la ortodoxia marxista y la reemplaza por la lógica «arbitraria» y «no natural» del signo lingüístico16.

De igual manera, definiéndose a sí mismos como «el otro» de la cultura postmoderna y poniéndose rápidamente por encima de la oposición centro/periferia, por lo menos en su significado geopolítico y geoeconómico, los culturalistas de la generación posterior a la de Said practican e incluso teorizan su condición de extranjeros en las academias metropolitanas. Hacen así de una circunstancia de menoscabo el plus que les estaría permitiendo decir lo que dicen desde una zona blanca, expresión rediviva del discurso del filósofo cuyo lenguaje se constituye al margen de toda compulsión. Esta sería la ventaja de la no pertenencia. La posición del intelectual postcolonial -resident-alien no es, en definitiva, para estos teóricos de la última vanguardia, ni la del «intelectual colonizado», ideológica y técnicamente backwards, que tiene unos ideales y que habita en un territorio que en el mejor de los casos siguen siendo «modernos», ni la del «intelectual colonizador», asimismo contaminado ideológicamente, si bien por otras razones, pero técnicamente al día y por eso mismo ciudadano legítimo en el territorio de la postmodernidad. A contrapelo de todo eso, la posición del intelectual postcolonial -resident-alien es la del que está también al día, y muy al día, puesto que vive en el territorio de la postmodernidad indiscutible, pero sin que eso le signifique un compromiso con los supuestos ideológicos y técnicos que dominan en dicha cultura.

En cuanto a lo primero, como ellos se preocupan de hacérnoslo saber, a veces con demasiada insistencia, el intelectual postcolonial no es un ciudadano de la metrópoli. Es decir que es alguien que está en ella, pero que está ahí de prestado y que por consiguiente no tiene los mismos derechos (ni tampoco experimenta las mismas obligaciones, esto es lo mejor naturalmente) que tienen los intelectuales que son ciudadanos. En cuanto a lo segundo, el uso que el intelectual postcolonial -resident-alien hace del instrumental técnico postmodemo no es un uso ortodoxo sino heterodoxo, pues él/ella emplea ese instrumental cuando quiere, donde quiere y sobre todo como quiere.

En su último libro, Outside in the Teaching Machine, Gayatri Spivak nos entrega la versión que el postcolonialismo ha compuesto sobre la realidad de aquellas naciones que están viviendo la experiencia postcolonial. Escribe:

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«las demandas que son más urgentes en el espacio descolonizado se reconocen tácitamente como codificadas dentro de la herencia del imperialismo: nacionalidad, constitucionalidad, ciudadanía, democracia, socialismo y aun culturalismo. En el marco histórico de la exploración, de la colonización, de la descolonización, lo que se demanda efectivamente es una serie de conceptos políticos reguladores, la narrativa supuestamente autorizada de la producción de lo que fue escrito en otra parte, en las formaciones sociales de Europa Occidental [...] la nación nueva se hará funcionar de acuerdo a una lógica reguladora que se deriva de una reversión de la antigua colonia dentro de la episteme del sujeto postcolonial: secularismo, democracia, socialismo, identidad nacional, desarrollo capitalista. Hay, sin embargo, un espacio que no comparte la energía de esta reversión, un espacio que no tuvo una agencia de tráfico firmemente establecida con la cultura del imperialismo. Paradojalmente, este espacio está también fuera del movimiento obrero organizado, debajo de las tentativas por revertir la lógica del capital. Convencionalmente, este espacio se describe como el hábitat del subproletario o del subalterno»17.



Con esto, el objeto de los discursos críticos postcoloniales más recientes queda delimitado con perfecta nitidez. Los blancos de la actividad cognoscitiva del intelectual postcolonial. de nuestros días son la marginalidad, por un lado, y la subalternidad, por el otro (es necesario mantener los dos términos, porque se subentiende que hay subalternos que no son marginales, v.gr.: las mujeres), principal aunque no exclusivamente en ese mundo que él/ella dejó atrás alguna vez, puesto que esa marginalidad y esa subalternidad se habrían librado de la mala influencia de la cultura ilustrada, europea, «reversionista», en el sentido derridiano de una mala desconstrucción, del que padece el resto de la humanidad tercermundista e incluyéndose dentro de ella a un amplio sector de los explotados y los oprimidos de siempre. De otra parte, quien busca esa marginalidad y esa subalternidad y posee los instrumentos técnicos como para descodificar sus mensajes competentemente es el intelectual postcolonial que reside en la metrópoli, pues él/ella tiene la ilustración necesaria pero duda de ella, es dueño/a de una formación europea que no lo/la convence y no es «reversionista» sino desconstruccionista de veras.

A mí todo esto me produce, y soy muy franco al declararlo, una sensación de irrefrenable disgusto y hasta un poco de vergüenza ajena. No sólo porque la posición ideológica que acabo de documentar reinventa y lleva hasta sus últimas consecuencias la falacia de un hablar desideologizado (en las dos puntas del espectro: en los marginales y subalternos periféricos, que se presume que se salvaron de saber, y en los intelectuales postcoloniales, que de tanto saber estarían de vuelta de eso mismo que saben), sino, lo que es aún más inquietante, porque además hace del exilio, de la desposesión de la experiencia de la patria, que es en último término el origen de lo que Gayatri Spivak ha llamado la «condición diáporica del intelectual postcolonial»18, una situación de privilegio.

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A quienes hemos estado en el exilio de verdad y a quienes lo hemos vivido con el dolor y la ira de vernos despojados de un país que nos pertenece mucho más que a nuestros opresores, porque quienes lo hicieron fueron nuestros padres y nuestros abuelos con el sudor de sus espaldas, y el que como bien dice mi amigo Douglas Hübner no tenemos razón alguna para querer regalarles, esta «teoría» nos resulta inaceptable. Por consiguiente, el colmo del desatino (¿o es otra cosa?) nos/me parece que es aquél del que hacen gala nuestros propios intelectuales nativos, cuando ellos se declaran a su vez postcoloniales. Retoman entonces el viejo papel del informante, sólo que un informante que en las circunstancias actuales valida no a los colonizadores metropolitanos de antaño sino a los postcoloniales metropolitanos de hogaño. El mejor ejemplo en este caso es la escritora bengalí Mahasweta Devi, en la descripción que de sus ficciones hace Spivak en el libro que más arriba mencioné, pero que como quiera que sea es una descripción respecto de cuya credibilidad yo no tengo los conocimientos necesarios como para dar un testimonio apto. Podría, en cambio, echar mano de los ejemplos latinoamericanos correspondientes, de los varios intentos que entre nosotros se han hecho, desde unos diez años a esta parte, para «hacer hablar a los que no tienen voz» y en los que han rivalizado profesores y periodistas de muy distinto calibre, pero voy a abstenerme de hacerlo porque no quiero herir susceptibilidades. Prefiero dejarle la palabra al crítico africano Anthony Appiah. Kwame, cuyas expresiones coinciden con mi pensamiento:

«La postcolonialidad es la condición de lo que no muy generosamente podríamos llamar una inteligencia compradora: un grupo relativamente pequeño de escritores y pensadores, de estilo occidental y entrenados en Occidente, que son mediadores del comercio de mercancías culturales del capitalismo mundial en la periferia. En el Oeste, ellos son conocidos por el África que ofrecen; sus compatriotas los conocen en cambio por el Occidente que ellos le presentan al África, así como a través de un África que ellos han inventado para el mundo y para el África también»19.



No sólo se presumen de esta manera nuestros postcoloniales «de adentro» individuos incontaminados por la experiencia de la colonización sino que lo hacen desde el medio de los jugosos beneficios que esa misma colonización les depara.



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ArribaAbajoPoder, resistencia y reacción en Hechos Consumados de Juan Radrigán

Enrique Luengo20


Let us ask... how things work at the level of ongoning subjugation,

at the level of those continuous and uninterrupted processes

wich subject our bodies, govern our gesture, dictate our behaviors.


Foucault, Power / knowledge (1980:97)                


Cualquier consideración valorativa sobre lo que entendemos como estéticamente aceptable está en directa relación con la forma en que nuestra posición política impregna nuestra vida privada y la manera como nuestra localización social moldea no solamente nuestros deseos sino que también nuestras preguntas. Por lo tanto, si entendemos la obra dramática como un producto cultural que deviene de un proceso que incluye creencias y conductas de sujetos humanos reales, el hacer de ella nuestro objeto de estudio es una tarea que nos envuelve de manera personal. En este caso, nuestro interés por la obra de Juan Radrigán es doble; se trata de señalar asuntos relativos al clima político y social en que se genera la obra y, al mismo tiempo, cuestionar el autoritarismo de ciertas relaciones epistémicas entre sujeto y objeto. Esta meta tiene como objetivo definir una relación discursiva y epistémica que hace posible una exploración que, a partir de una localización social21, -mediatizada por el lenguaje, historia o ideología- otorga ciertos privilegios o genera ciertas carencias que afectan nuestras relaciones con el otro. Teniendo en cuenta la afirmación anterior, no es posible señalar que históricamente el discurso literario hegemónico, de manera sistemática, ha excluido toda expresión que no quepa dentro de los parámetros de un modelo cultural previamente canonizado e inscrito en la así denominada «tradición formativa» de una comunidad en particular. Como señala Hernán Vidal al comentar la obra dramática de Radrigán, «La jerarquización (económica y política) conforma un horizonte social aparentemente homogéneo mediante la articulación y limitación de los otros lenguajes por un discurso autoritativo que los penetra y traspasa con sus ideologemas» (43). Vidal, usando el concepto bajtiano de heteroglosia22, describe los mecanismos alternativos para   —86→   confrontar la práctica hegemónica. «Las fuerzas centrífugas», afirma Vidal, «tienden a una descentralización y desarticulación del eje del poder lingüístico, renovando la tensión dialógica con la proposición de visiones de mundo alternativas» (43). Frente a esta práctica conservadora, aparece la necesidad de articular una voz contestaria que reclama participar en el espacio estético de la colectividad a la cual pertenece. El lenguaje teatral se presenta de manera especial a este cometido, pues es capaz de recoger una variedad de claves expresivas que denotan y connotan pertenencias emotivas, afectivas, sociales, etcétera.

Juan Radrigán vierte en Hechos consumados las preocupaciones existenciales de sujetos que articulan sus angustias personales con un lenguaje que se resiste a caber dentro de un modelo valorativo acuñado en la tradición intelectual o versión oficial de lo que se considera lenguaje culto. Estamos frente a una expresión discursiva que reproduce o transcribe la sintaxis y léxico del lenguaje oral propio de un sector marginal de la población chilena de habla castellana. Los personajes expresan las preocupaciones existenciales que los acosan mediante un discurso particular que, al transformarse en objeto estético, reclama un espacio, en tanto sujeto que legitimiza su presencia en el espectro cultural del conglomerado social al cual está vinculado. El reclamar subjetividad se adquiere en la escritura de su propia historia. Los personajes de Radrigán se apropian e imponen una forma discursiva, transformando la escritura y poniéndola en un lugar que le otorga representación como una forma de resistencia que documenta un estilo de vida, una historia personal, una forma de existir particular antes no reconocida en el modelo cultural dominante.

En este contexto, la escritura aparece como una herramienta de resistencia que confrontrar al modelo lingüístico dominante articulado por la cultura del poder, donde, como lo señala Vidal, «el lenguaje de la degradación desafía la inflexibilidad al cambio» (43). Desde esta perspectiva, Hechos consumados se constituye en un mecanismo expresivo que incorpora un experimentalismo radical, pues constituye innovaciones lingüísticas disruptivas que desarticulan los sistemas simbólicos autoritarios, en cuya heteroglosia23 se articula la identidad cultural hegemónica. Esta nueva forma expresiva rehúsa caber dentro de las expectaciones de inteligibilidad propias del discurso considerado culto y bien articulado. La confrontación o desafío al sistema de articulación «normal» tiene un propósito abiertamente contestatario, pues niega, desmiente y, por lo tanto, expone la arbitrariedad de la norma estética preponderante. Ahora, al recuperar las zonas o espacios considerados lingüísticamente marginales, Radrigán desafía y propone una estética que se expone como objeto de arte a la mirada de un espectador condicionado a recibir o procesar el objeto artístico dentro de los parámetros estéticos que ofrece la cultura dominante. Al hacer esto, violenta el mecanismo de recepción tradicional y pone el lenguaje popular, concebido de antemano como un medio no pertinente para expresar preocupaciones existenciales de carácter filosófico, dentro de un contexto significativo anteriormente redundante y unívoco, donde cualquier «riesgo»24 había sido ya inventariado. Radrigán transgrede la convención literaria y desde allí se instala en un espacio cultural fértil e ingente, capaz de   —87→   incorporar en su dominio la voz del otro, ya no como una dócil cámara de eco, sino más bien como un modo expresivo desprendido de un sistema de presuposiciones y creencias sistemáticamente organizadas por el cuerpo social que le subyuga y le es ajeno. En el drama los personajes exhiben una concepción del mundo que propone una nueva manera de experimentar nuestra relación con la realidad y nuestra manera de conocerla.

El lenguaje en Hechos consumados ocupa un lugar central, pues sorprende e interrumpe el sentido de seguridad con que el espectador se enfrenta al mundo que exhibe el drama. El lenguaje ya no será unívoco, la ruptura de las convenciones léxicas y sintácticas propias del lenguaje oral de corte popular pone en el centro el espacio relegado a la periferia, haciendo gala de su propia heteroglosia en una suerte de «exceso lingüístico». A través de esta práctica representacional transgresiva, Radrigán concibe y fija un texto cultural de nuevo cuño; transformando, reimaginando, reinventando el universo del margen, para desde allí exponer una plataforma de resistencia que se opone a caber dentro del modelo ético y estético dominante. El drama de Radrigán se mueve entre dos esferas; por un lado, representa la tragedia de una clase social desposeída de toda pertenencia orgánica al sistema que los origina o del cual deriva; por otro, trae al frente de la escena cultural el tema de la negación del cuerpo social al que pertenece, denunciando los artificios utilizados por los medios de representación simbólica hegemónicos cuya historia está marcada por el ejercicio de la violencia represiva. Desde esta perspectiva, Hechos consumados re-articula lo marginal, re-presenta el cuerpo del reprimido y re-inventa la voz de un organismo social silenciado. Para que lo de afuera pueda hablar, Radrigán despliega la voz de un cuerpo que procesa y expone su historia y el sentido de su existencia a partir de una subjetividad transgresiva que reimagina y recrea el logos de la estructura simbólica dominante. Desde este punto de vista, el margen deviene una posición táctica desde la cual el oprimido se fortalece y formula una oposición consciente con el propósito de enfrentar las estrategias del centro, particularmente la noción de un valor estético preconcebido y de antemano verdadero. El texto de Radrigán responde al discurso oficial en varios niveles; transgrediendo sus límites lingüísticos, invadiendo los márgenes impuestos y, como consecuencia, rehusando aceptar el silencio. Para responder a la famosa pregunta de Gayatri Spivak «Can the subaltem Speak?» Radrigán argumenta que es posible, pero sólo subvirtiendo y repensando las bases de la estructura simbólica de la cultura dominante25.

Hechos consumados confronta las convenciones lingüísticas y políticas, para proponer un espacio escénico que incluye la subjetividad del otro marginal, intengrándolo como sujeto de una experiencia ligada a la estructura del sistema de dominación. La substancia social detentada en el texto incorpora la experiencia del sujeto marginal en un sistema intersubjetivo que contempla o abre nuevas posibilidades de concebir la realidad, donde lo antes entendido como accesorio o prescindible   —88→   asume una entidad textual capaz de establecer una subjetividad social propia. Desde esta perspectiva, la rearticulación del espacio imaginario está al servicio de una reconceptualización del cuerpo social e individual, al mismo tiempo que reconstruye las relaciones jerárquicas del espacio social.

Esta práctica textual o representación se fundaría en lo que Said define como «contra práctica de la interferencia» (155-157), la cual en hacer evidente los complejos mecanismos que sustentan una visión única del mundo representado en la forma de un artefacto artístico en particular. Para Said, el resultado de esta práctica trae consigo la labor de enfrentarse metódicamente en la tarea de desconstrucción de la hegemonía cultural reproducida en lo que él llama «The Supreme Fictions». Consecuencialmente, de acuerdo a Said, la siguiente etapa consiste en integrar en este nuevo espacio cultural a aquellos sujetos históricamente excluidos o representados por el discurso oficial como sujetos exóticos o folklóricos. En Hechos consumados, Radrigán asume la tarea de «interferir» al reordenar o rearticular los modos de representación dominantes con el propósito de debilitar la densidad monolítica y los modos de representación de la cultura hegemónica. De esta manera, se autoriza un tipo de representación, a la vez que se exhibe los mecanismos represivos de la otra.

El espacio escénico en Hechos consumados se construye con objetos funcionales a la acción. La escena está montada con objetos mínimos y desprovistos de un valor pecuniario, son desechos culturales depreciados que se reciclan para asumir una nueva función práctica, o corresponden a elementos en su estado natural agreste, producto del abandono y olvido social. La acción toma lugar en «un sitio baldío en los extramuros de la ciudad» (1051)26. Los escasos elementos en escena son, «piedras, malezas, algunos papeles, etc... una pequeña fogata, un cordel improvisado en dos estacas, cuelga una blusa una falda, una chomba y un par de medias; también se ven dos sacos, uno quintalero y uno papero, ambos a medio llenar» (1051).

Los personajes habitan un lugar por el desamparo y abandono; aparecen aislados, desvinculados, al margen de un sistema de interacción social marcado por la posesión de objetos materiales fundado en el consumo y adquisición de bienes27. Los sujetos no son partícipes de un orden social basado en valores instrumentales o utilitarios determinados por la política del poder o atraídos por la economía del dinero. Más bien, éstos están conscientes del fracaso y la consecuente injusticia de un sistema social fundado en el intercambio y el consumo de bienes. Debido a su condición social frágil y frente a la precariedad material, los personajes son capaces de distanciarse y cuestionar la funcionalidad de las relaciones humanas fundadas en el ejercicio y control del poder.

Para Emilio el poder funciona como una amenaza siempre inminente e inevitable, como consecuencia, también lo es la dominación y la desigualdad. En este contexto, el poder es una relación social de asimetría y dominio, que excluye en su dinámica una matriz de fuerzas que estructure una operación social generadora de una estrategia de resistencia activa. La actitud de Emilio deviene de una suerte de   —89→   apatía y pasividad que, a primera vista, parece llevarle a concebir la vida como el resultado de un destino irrefutable e injusto. Por ejemplo, cuando Marta trata de averiguar el lugar donde se encuentra, éste le contesta aludiendo al carácter irremediablemente marginal que ocupa su existencia:

Marta-... ya po, dime aónde ´stamos.

Emilio- Aónde te gusta a voh; en la vía. Pero no al medio, al lao. (1056)


En otra ocasión, refiriéndose al «hambre espiritual» de Aurelio, Emilio señala que «el único pan que cura toas las hambres, es la justicia, y esa cuestión anda más perdía que el teniente Bello» (1060). Con un tono amargo y desalentado, cuando se refiere a la dinámica que alimenta las relaciones conyugales, subraya el carácter pragmático de corte económico que define la afectividad humana:

Emilio- ¿Amor? Cuando la mujer no puede entrar al almacén, el hombre no puede entrar a la cama: ése es el amor. Lo que creíamos que existía no existía: lo que los mantenía juntos era el pan, la cama o la necesidad de compañía, pero éramos gente sin amor. (Marta va a protestar.) No, no me vengai na con gestos; anda pa'allá (Señala.), anda pa esa maldita ciudá y pregunta quienes son los que han seguío uníos: los únicos son los que todavía tienen la pega o los que siempre han tenío el billete largo. (1069)


La actitud de Emilio requiere de un análisis más detenido para entender la dinámica relacional que el ejercicio del poder implica. Primero, es necesario señalar que tradicionalmente se ha asumido que toda dominación tiene características estructurales similares. Cada una representa un arreglo institucionalizado para apropiarse de la mano de obra, bienes y servicios de un grupo subordinado. Los grupos subordinados no tienen derechos civiles y su estatuto social está fijado desde el momento de su concepción. En esta dinámica, el sujeto subordinado no tiene acceso a ningún tipo de movilidad social. El grupo dominante justifica la dominación asumiendo de forma abierta la inferioridad o superioridad, lo que encuentra expresión en ciertos rituales o etiquetas que regulan el contacto público entre sujetos pertenecientes a una comunidad. Sin embargo, en este modelo de dominación, el grupo dominado tiene una existencia fuera del control inmediato del grupo que ejerce el poder. En este espacio es donde germina y crece de manera productiva la resistencia ideológica. Desde esta perspectiva, es posible interpretar los gestos sociales del subordinado como un vehículo de denuncia y difusión de los mecanismos articulatorios del poder, al mismo tiempo que pone en un marco de referencia diferente cualquier entendimiento inocuo de la conducta del sujeto subyugado.

De acuerdo con Foucault «In reality power means relations, a more-or-less organized, hierarchical coordinated cluster of relations» (1980:198). Esta aproximación relacional tiene como punto de partida la premisa de que las personas son desiguales, el poder entonces es concebido como una relación de dominación y subyugación. Desde este punto de vista, las prácticas de resistencia ocupan un lugar central para que el grupo subalterno pueda funcionar en el espacio público. De acuerdo a Foucault, «resistance plays the role of adversary, target, support, or handle in power relations» (1981:95). Toda resistencia implica el ejercicio del poder o dominación de un grupo sobre el conjunto que resiste, pero al mismo tiempo esta relación problematiza la noción de que existe un individuo o grupo desposeído de   —90→   poder, puesto que todo acto de resistencia requiere, si no de poder, de una cierta capacidad de impactar en tanto acción activamente contestataria. Por lo tanto, el pesimismo existencial de Emilio, vertido en una forma textual aceptada y canonizada por el modelo cultural dominante, se pone al servicio de una práctica discursiva que incorpora en el centro mismo del poder las preocupaciones existenciales de un conglomerado social anteriormente excluido. De esta manera, Radrigán está, en términos de Said, «interfiriendo», ejerciendo el poder no necesariamente en una relación «dominador-subyugado», sino como una práctica que denuncia los mecanismos empleados por el grupo dominante con el objetivo de producir un efecto deseado. Sin embargo, la mayoría de las aproximaciones teóricas influenciadas por la posición de Foucault resisten la idea de que los grupos subyugados pueden ejercer el poder. Su argumento parte de la premisa de que quienes ejercen el poder son aquellos que lo imponen sobre el sujeto subordinado, a quien sólo le queda una respuesta que es la antítesis del poder, a saber, la resistencia; por lo que si el discurso es poder, el sujeto subalterno no puede utilizarlo de manera cabal. Nuestra tesis es que el ejercicio del poder no está determinado por una jerarquía ontológica de origen, puesto que una comunidad humana no puede desplegar formas discretas de poder cuyo ejercicio no los afecte de manera consecuencial. Más bien, el empleo del poder delinea los intereses, deseos y programas de las fuerzas subyugadas. Desde esta perspectiva el poder funciona como un mecanismo que facilita un proceso, una práctica y un resultado contestatario particular.

En Hechos consumados, Emilio reconoce su condición social de sujeto marginal, víctima de un sistema ideológico dominante generado, sostenido y suministrado por el imperio de ciertas relaciones sociales hegemónicas concebidas como naturales e inevitables. Cuando Marta quiere informarse de la identidad social de Emilio, este le responde con frases truncas que denotan su tribulación personal frente a la injusticia que experimenta como ineludible:

Emilio-  Me llamo Emilio. ¿Y voh?

Marta-   ¿y en qué trabajai?

Emilio-  ¿Voh creís que aunque hubiera pega, alguien m'iba a dar con esta pinta?

Marta-  ¿Y aónde vivís?

Emilio-  Donde me dejan.

Marta-  ¿Y qué erai antes?

Emilio-  Creía que era persona.


(1055)                


A pesar de que su identidad ha sido relegada al margen del sistema ideológico dominante, Emilio, desde su territorio personal, puede emplazar el ideario opresivo, proponiendo un sistema de valores de fuerza contestataria que expone y revela la vacuidad y estrechez del razonamiento en que se sustenta el ejercicio del poder que lo aprisiona:

Marta-  ... Pero debe ser encachao tener un hijo, ¿ah?... Yo he visto que ninguna vez se le pone la cara bonita a las mujeres que cuando aprietan así (Mima) a un hijo en los brazos.

Emilio-  lindo es po... Sobre todo cuando te piden de comer y no tenís que darles. «Los hijos de pobres son sanos y robustos, porque se crían en la tierra y andan en pelota»: ¿Habís oído eso voh?

—91→

Marta-  Claro, las iñoras de los futres siempre dicen así.

Emilio-  Menos mal que tu marío sabía la papa.

Marta-  (Altiva) El Mario no era mi marío, los habíamos juntao nomás. (Pausa). Pero aunque hubiera sío lo que hubiera sío, yo me había pegao la cachá de que no podía tener, porque no teníamos donde criarlo. Pucha, dios debiera...

Emilio-  No lo metaí a él. Él no reparte las cosas, a lo sumo las hizo: son otros los que las reparten.


(1064)                


Puesto que sólo podemos experimentar el mundo como ideología o, siguiendo a Foucault, como discurso, de la cita anterior podemos derivar dos posiciones ideológicas. Primero, que toda ideología dominante o dominada parte siempre desde un marco de referencias interpretativos de la realidad que defiende los intereses del grupo que la propugna o adopta. En segundo lugar, el enunciado que Emilio pone en boca de «las iñoras de los futres», quienes, de acuerdo a Emilio, afirman que «Los hijos de los pobres son sanos y robustos por que se crían en la tierra», pone en evidencia la posición ideológica del conglomerado social que forman las iñoras de los futres y, en el contexto del discurso de Emilio, la denuncia de lo absurdo e insensato de tal disparate cuya trayectoria histórica justifica la carencia como un hecho positivo del que se benefician los individuos en función subalterna.

La precariedad de la existencia material de Emilio y Marta se hace más patente con la llegada de Miguel, quien vicariamente ostenta el poder del dueño del «sitio baldío» que ellos ocupan. Miguel viene a expulsar del lugar a Marta y Emilio, puesto que estos han invadido la propiedad de su patrón, y están usurpando de un espacio que, a pesar de que es un lugar abandonado sin ninguna funcionalidad aparente, no les pertenece y, por lo tanto, no pueden habilitar. El poder aquí deviene de la posesión de un espacio físico limitado al acceso público. La posesión implica el dominio y jurisdicción sobre el espacio y sobre los sujetos que lo transgredan. Para imponer el orden y expulsar a los invasores, Miguel empuña un palo con el cual amenaza y finalmente mata a Emilio28. En el discurso del acotador se describe a Miguel como un sujeto en el cual «hay algo de oscuramente amenazante en su cordialidad; algo que no se debe solamente al hecho de que lleve un palo» (1076:77). La presencia de Miguel en la escena perturba la relación afectiva que Marta y Emilio han desarrollado como consecuencia de una suerte de solidaridad recíproca frente a la escasez material que ambos sufren. Ante su falsa cordialidad, Emilio comenta: «No me gusta la gente que anda armá, ni la gente que llega de lao: siempre paren violencia» (1071). Miguel viene a ejercer el poder de manera violenta; primero sus amenazas son veladas, se dibujan de manera solapada en sus chascarrillos   —92→   inequivocadamente provocativos. Cuando Marta, por ejemplo, asegura figurativamente que a Emilio no le gusta hablar pero cuando lo hace «después hay que hacerlo callar a palos», Miguel sarcásticamente replica diciendo: «entonces yo'stoy flor para hacerlo callar» (1076). Frente a la resistencia de Emilio, quien decide no moverse del lugar que ocupa, Miguel responderá ejerciendo el poder por medio de la fuerza.

Este modo de subyugación de la voluntad o del cuerpo del otro por medio de la coerción, la amenaza o la violencia, encuentra su correspondiente resistencia en el discurso de Emilio, quien, frente al intento de Miguel por imponer su voluntad, reaccionará haciendo explícita, su particular manera de concebir el problema. Su resistencia no radica en la imposición de un paradigma que se asienta en la negación, sino más bien en una concepción del poder como una fuerza productiva que emerge como una respuesta crítica a lo que Foucault define como «the repeated elision made between power and repression». (1980: 119): El siguiente segmento del diálogo evidencia la dinámica argumentativa entre los dos polos presentes en conflicto. Por un lado está la necesidad física de ocupar un espacio y la libertad de elegir dónde; por otra parte, la obligación de detentar e imponer el poder como un absoluto que se justifica en y por sí mismo y que niega, prohíbe, suprime las garantías básicas del grupo social excluido:

Marta-  (Pesa la situación.) Nosotros no tenimos pa donde ir (Comienza a hurgar en el saco).

Miguel-  (Amenazante.)¿Así que se van a botar a Choros?

Marta-  No tenimos pa donde ir.

Miguel-  Esa es cosa de ustedes, yo no tengo na que ver con eso. (Blande el palo.) ¡Ya se corrieron de aquí!

Marta-  (Asustada) ¡No qué v'hacer!

  Miguel- Pero si no quieren entender por las güenas po. ¡Y yo tengo que cuidar mi pega!

Marta-  ¡Mira pos, Emilio!

Emilio-  El que tiene que mirar lo que va'hacer es él. (A Miguel) Matar a una persona no cuesta na, amigo, es un minuto o dos. ¿Pero, y después? ¿Tiene casa? ¿Tiene familia? Saque la cuenta primero.

Miguel-  Ustedes tan en propiedá ajena, no me sale ni por curao.

  Emilio- No sea tonto, iñor, si los mata lo van a crucificar, ¿no ve que no pasa na entre los pobres la ley se muere di´hambre? La ley es un animal muy raro, amigo, no come carne fina, le gusta la carne flaca y transpira, como la suya y la mía.

Miguel-  No me venga na con cuestiones raras, ya lo caché que es bueno pal chamullo; pero a mí no me va a embolinar la perdiz. El patrón siempre me ha mandado a decir que no le aguante leseras a nadie, porque yo'stoy en mi puesto.


(1078-79)                


Emilio desafía el poder fundado en la simple represión, proponiendo un argumento que invita al diálogo al mismo tiempo que evidencia la fragilidad de aquella otra visión antagónica del poder. El poder, de acuerdo a Foucault, es más efectivo cuando dice «sí» que cuando dice «no», es decir, When it creates particular needs, pleasures and discurses rather then generating their prohibition or suppression. (1980:119). Para Foucault, el poder es una facultad frágil si sólo reprime, pues el poder no sólo   —93→   se origina en el tope de la jerarquía social y desde allí hacia abajo. Foucault propone que el poder originates in many places incliding micro-interacction and relations. (1980: 60). Desde este punto de vista, Emilio actúa y asume una posición frente al otro en la cual sus creencias, deseos y acciones son generados a partir de una reacción frente al mundo que lo acosa, al mismo tiempo que, como consecuencia de la reacción, construye una ideología que, de acuerdo a Foucault, circula through a range of terrains and social relationships producing effects on the bodies, desires and knowledge of social subjects. (1980: 60). Emilio reconviene y pone en tela de juicio la autoridad de Miguel proponiendo una conducta de poder productiva que emplaza y neutraliza el poder represivo. El poder de Emilio no implica dominación o control, es una suerte de fuerza colectiva constantemente abierta a fundar una respuesta frente a las arbitrariedades autocráticas de un grupo social, cuyo objetivo fundamental es asegurarse una posición privilegiada a expensas de otro.

De acuerdo con Foucault, el individuo no es un cuerpo dócil expuesto al aparentemente inevitable poder disciplinario. El sujeto es capaz de resistir y cuestionar la estructura de dominación imperante con el objetivo de facilitar procesos, resultados y prácticas particulares. Desde este punto de vista, el poder es un recurso normativo o aclaratorio que subraya y articula un nuevo conjunto de relaciones sociales «descentrando», denunciando el carácter arbitrario e improcedente del modelo político-económico oficial.

Para Emilio, Miguel carece de un nivel de conciencia suficiente que le permita observar su cobardía para confrontar su condición marginal. Cuando Emilio lo emplaza a reconocer sus deberes éste sólo se limita a responder diciendo: «No sé, yo no me meto en eso, lo único que sé es que si no trabajo no como». (1085). Como respuesta a la afirmación de Miguel, Emilio articula un argumento que enjuicia el concepto de bondad divina oficial para ponerlo en una dimensión contestataria impregnada de un escepticismo de naturaleza nihilista:

Emilio- Es que tendría que meterse, pos, compadre; porque esta cuestión significa dos cosas: o los están gueviando en patota, o el enemigo que tenimos es Dios.

Marta- Chis, no te pasís po.

Emilio- Pero claro po; si no hay nadie en la tierra qu'esté contra nosotros, tiene que ser Él nomás el que no lo deje estudiar, el que lo echa de las pegas, el que los saca a bofetá de las casas y el que los hace las mil y una.

Marta- No, yo no creo que los están gueviando en patota; porque Él no: Dios es lo único que tenimos, es el único que los escucha.

Emilio- No, si pa escuchar es como navaja, pa contestar es lo que cuesta.


(1085-86)                


El escepticismo de Emilio no implica una depreciación de la vida, sino más bien una denuncia a la ficción que envuelve la idea en otro mundo, en una substancia suprasensible en todas sus formas: Dios, lo bueno, la verdad; en suma, la idea de un valor superior a la vida concreta. Estos preceptos son, para Emilio, elementos constitutivos de una «verdad-ficción» que autoriza el control y ejercicio del poder de un grupo social sobre otro. En este contexto, para Emilio, aquellos valores presumiblemente superiores a la vida son inseparables de su efecto, a saber, la negación de la justicia, la depreciación de la vida, la desvalorización de este mundo.   —94→   Si estos valores son inseparables de sus efectos es porque sus principios básicos han sido puestos al servicio de la voluntad de negar, reducir y moldear la realidad de acuerdo a los intereses particulares del grupo dominante.

De acuerdo con la formación ontogénica de Emilio, si Dios no contesta a las súplicas de los desposeídos, o si «el enemigo es Dios» la bondad divina es sólo ficción y, por lo tanto, Dios no existe o, citando a Nietzsche, Dios ha muerto. La sentencia «Dios ha muerto» en la genealogía nietzscheniana está fundada en una concepción histórica de Dios. Para Nietzsche el nihilismo es la consecuencia del hecho de que Dios y todas las verdades y convicciones eternas son dudables, pues los «altos valores» se han devaluado por sí mismos. Para Nietzsche Dios ha muerto porque el hombre se convirtió en un sujeto extremadamente débil para sostenerlo, frágil para crear y recrear el Dios o la verdad necesaria que sustente el orden prevalente de manera justa, razonable y efectiva. En este lenguaje metafórico, Dios muere porque no puede soportar y se compadece de la fragilidad del hombre. «Dos mil años», dice Nietzsche, «y aún no hay un nuevo Dios» (1968: 183). Emilio expresa esta decepción frente al absurdo que implica la desvalorización de la existencia de manera amarga y sarcástica:

Emilio- ¿Crestón el mundo, no? (Va hacia el fondo) ¿Cuándo comenzaría esto y por qué? Claro, porque al principio partimos iguales, o sea, que no había un bacán y un torreja: éramos iguales y partimos pa onde mismos.

Miguel- ¿Pa ónde?

Emilio- No sé po. Somos hechos consumandos, no tuvimos arte ni parte en nosostros mismos; los hicieron y los dijeron: «Aquí están, vayan pa allá», pero no los dijeron por qué los habían hecho ni a qué teníamos que ir a ese lao que no conocíamos... A ese lao que lo único seguro que había, era que teníamos que morir...


(1091)                


Una manera de medir la decadencia de una cultura sería haciendo un diagnóstico comparativo entre el grado de propensión hacia el nihilismo y el nivel de arbitrariedad o violencia articulativa que organiza o funda su estructura. El espacio social en que el que se enclava la existencia de los personajes está marcado por la decadencia de un sistema de valores que sustente un modo de vida, una cultura capaz de resolver problemas de subsistencia del conjunto humano que alberga. Como John Foster señala:

A culture is decadent so long as it offers a system o values that can shape experience to some extent, event though its capacity to affirm life fully and directly has slipped to a marked degree or never existed. Of course Nietzsche sees all cultures as victories over chaos and hence has arbitrary. But a decadent culture represents a new level of the arbitrary, since its form giving impulse is capable of mastering only a part of the reality presented for assimilation; its operates only by virtue of a radical exclusion, and this exclusion is the measure of its decadence. The situation of nihilism arises when the shaping principle breaks down still further, to the point where no cultural form at all is produced. In that case, people confront the essential chaos of the universe from which all meaning has disappeared, and they experience a total loss of coherence.


(86)                


  —95→  

Las culturas decadentes gradualmente pierden su habilidad de establecer su sistema de valores, manipulando sólo parte de la realidad a través del uso de sus articulaciones exclusionarias. En Hechos consumados, los personajes, además de ser víctimas de la miseria material, experimentan un desamparo existencial que los impulsa responder desde una cosmovisión de la vida fundada en el desengaño, las frustraciones y falta de sentido de la existencia:

Emilio- Perseguíos sin enemigos, locos, maríos, conformándose con la muerte de la esposa, gente (Señala) perdía entre el cielo y la tierra, hambre, soledad, mieo... ¿Sabe le que diría a Dios si lo encontrara por ahí? Le diría esta pura cuestioncita: «Eh, compadre; no le haga a otro lo que no le gustaría que le hicieran a usté, po». Eso le diría.

Miguel- Es que usted es un resentío, po, usted no cree en na.

Emilio- Ta equivocao: creo que hay que creer en algo, si la mala cueva es que no hay na en qué.


Los sujetos en una cultura nihilista, de acuerdo a John Foster, pierden la capacidad de affirm life fully and completely. Esta pulsión de muerte (revenge against life) es, según Nietzsche, una respuesta natural al desconcierto y caos del nihilismo (1969: 554-55). Desde esta perspectiva los personajes en Hechos consumados son al mismo tiempo el producto y la respuesta a una cultura, un documento del espacio social, político e ideológico propio de la crisis moderna, cuya aproximación a la vida está marcada por una suerte de desgaste e identificación con lo fragmentario y deficiente29.

Aunque los personajes son el «producto» de una cultura nihilista, el nihilismo en los personajes es una reacción en contra de los valores de esa cultura. Es decir, se rechaza la existencia y validez de aquellos valores. Esto no es ya la devolución de la vida en nombre de los valores supremos, sino que más bien es la depreciación de los valores mismos. Cuando Emilio dice que «si encontrara a Dios le diría que no haga con otro lo que no quiere que hagan con Él», está cuestionando toda conducta humana que justifica la injusticia dentro de los parámetros de una concepción cristiana de la vida y la esencia divina y altruista de Dios. En este contexto, la devaluación de los valores supremos de Dios, Emilio niega la existencia de dios y de todas   —96→   las formas de lo suprasensible: nada es verdad, nada es bueno, Dios ha muerto. Cuando lo preceptualmente aceptado se revela como irreal, la vida como una experiencia particular se transforma en una fuerza reactiva. La vida es simultáneamente ficticia como un todo y reactiva en particular. De allí nace la fuerza de Emilio, su fuerza es distintivamente reactiva y se manifiesta en la forma en particular como reacciona frente a la arbitrariedad del poder: Cuando se le niega a ocupar un espacio físico que lo albergue dirá: «¿No cree que si uno nació tiene que estar en alguna parte?». (1090) Cuando se trata de aclarar el sentido de la existencia en un espacio social que niega la vida, Emilio afirmará lo siguiente:

Emilio- No, si cada vez me pego más la cachá... claro po; morir no cuesta na, tamos hecho pa eso, lo que cuesta es nacer; porque uno no nace cuando lo paren, nace cuando es capaz de vivir... El que quiere vivir tiene que romper un mundo... ¿De aónde saqué eso? ¿Aónde lo oí? Pucha qu's cierto... (Ensimismado) Con la Yola no pudimos romper el mundo... Uno no nace cuando lo paren, nace cuando es capaz de vivir...

Marta- ¿Quién es la Yola?

Emilio- ¿La Yola? No sé: no quiso nacer.


(1092)                


La visión trágica de la vida en Emilio la podemos verificar en el precepto sartreano de que el destino del hombre radica en él mismo. Para Sartre First of all, man exists, turns up, appears on the escene, and only afterward defines himself... Thus there is no human nature, since there is no God to conceives. Not only is man what he conceives himself to be, but he is also only what he wills himself to be after this thrust toward existence (18). Para Sartre la existencia humana está vinculada a algo que la trasciende, que la precede; este algo, en el pathos filosófico sartreano, es la nada. Su propósito es describir al hombre como una entidad que no tiene nada que lo soporte, por lo que el hombre sabe que debe vivir sin Dios y reconoce el terror y la desesperación de tal destino. Como dice Emilio, «el que quiere vivir tiene que romper un mundo... uno no nace cuando lo paren, nace cuando es capaz de vivir», cuando es capaz de reconocer, en términos nietzschianos, the will to nothingness, cuando para vivir es absolutamente necesario asumir una forma de poder que nace del acto mismo de negar o refutar el poder. De esta manera, las fuerzas reactivas detentan el poder de negar lo que las hizo triunfar.

Dios ha muerto, pero ¿de qué ha muerto? Él ha muerto de dolor, de compasión, dice Nietzsche, «His pity knew no shame: he crept into my dirtiest corner. This most curious, most over importunate, over-compassionate god had die. He always saw me: Y desidere to take revenge on such a witness- or cease to live myself. The god who saw everything, even man: this god had to die! Man could not endure that such a witness should live» (1961:27879) ¿Qué entendemos por dolor o compasión? Para Emilio, es deseo de vivir, es amor a la vida, a la vida reactiva. Es el dolor que anuncia la victoria del pobre, del que sufre, del impotente, de aquel que no puede tolerar la vida cuando no es reactiva. Es el poder del que rechaza todo aquello que es activo en la vida, es el poder del desposeído. El hombre reactivo ha matado a Dios porque ya no puede soportar el ser testigo, ha decidido ponerse en el lugar de Dios («si encontrara a Dios le diría que le haga a otro lo que no quiere que hagan con él,» dice Emilio), ya no reconoce ningún valor superior a la vida, sólo se identifica con la vida reactiva, cuyos valores   —97→   emanan de su propia fuente. Heidegger, comentando a Nietzsche, afirma que «if God has disappeared from this authoritative position in the suprasensory world, then this authoritative place itself is still always preserved, even though as that which has become empty. The now empty authoritative realm of the suprasensory and the ideal world can still be adhered to. What is more, the empty place demands to be occupied a new and to have the god now vanished from it replaced by something else». (69) Ésta es la razón por la cual Nietzsche piensa que el nihilismo entendido de esta manera no es un evento en la historia, sino que el motor de la historia del hombre universal.

En Hechos consumados, los personajes son agentes de una orden social y cultural en el que no encuentran las más mínimas condiciones para subsistir de manera digna; dada esta condición, la ansiedad y desesperación inevitablemente crece y los recursos internos para manejar la angustia y el dolor se debilitan. Cuando esta situación no tiene una salida pragmática inmediata, la evacuación del dolor se hace indispensable para la supervivencia emocional. Ahora, si podemos concebir tal esquizoide discontinuidad de la experiencia existe en relación dialéctica al pensamiento reflexivo, entonces emerge una nueva posibilidad de estructuración de la subjetividad. Tal reconstitución del sujeto es factible puesto que, como lo señala Cornelius Castoriadis, el ser humano es fundamentalmente imagination (non-functional imagination) that it can posit as an «entity» something that is not so: its own process of thought. It is because its imagination is unbridled that it can reflect; otherwise, it would be limited to calculating, to «reasoning». Reflectiviness presupposes that it is posible for the imagination posit as existing that which is not, to see Y and X specifically, to see double, to see oneself double, to see oneself while oneself as other (27). La inteligibilidad del espacio social y cultural que propone la obra de Radrigán sólo es posible cuando el texto cultural propuesto se constituye en objeto de su propia reflexión, sembrando el germen que hace posible la transmutación o transvaluación de los mecanismos o tecnologías del poder coercitivo30. Si la naturaleza reflexiva del hombre le permite procesar su propia experiencia con el objetivo de dibujar un mapa cognitivo que reimagina y reespacializa las relaciones entre el sujeto y el poder, una teoría política del poder puede jugar un rol crucial en el examen y desmitificación de las variadas formas de dominación existentes. Pero esta es sólo la primera etapa de un proyecto emancipatorio real, puesto que igualmente es indispensable la dedicación práctica de todo un colectivo humano para facilitar el proyecto histórico que requiere la revitalización de las más diversas aproximaciones a la realidad.

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Obras citadas

Burt Foster Jr. John. Heirs Dionysus: A Nietzschean Current in Literary Modernism. Princeton University Press, 1981.

Castoriads, Cornelius. Philosophy, Politics, Autonomy: Essays in Political Philosophy. New York: Oxford University Press, 1992

Deleuze, Gilles and Claire Parnet. Dialogues. Trans. Hugh Tomlinson and Barbara Habberjam. New York: Columbia University Press. 1987.

Foucault, M. The History of sexuality. London: Pinguin. 1981.

Foucault, M. Power Knowledge. New York: Pantheon. 1980.

Heidegger Martin. «The word of Nietzsche: God is dead», en The question conserning technology and other essays. Trans. W. Lovitt. New York: Harper and Row, 1977.

Hurtado, María de la Luz. «Los niveles de marginalidad en Radrigán». Teatro de Juan Radrigán. Ed. María de la Luz Hurtado, Juan Andrés Piña y Hemán Vidal. Minneapolis: CENECA, University of Minnesota, 1984. 5-37.

Hutcheon, Linda. «Colonialism and post colonial contition». PMLA. 110: 1 (Jan. 1995)

Kristeva, Julia. Revolution in Poetic and Language. Trans. Margaret Waller. New York: Columbia University Press, 1984.

Lyotard, Jean Françoise. The Differend: Phrases in Dispute. Trans. George Van Den Abbeele. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1988.

Lyotard,Jean Françoise. The Posmodern Condition: a Report on Knowledge. Trans. Geoff Bennigton and Brian Massumi. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984.

Nietzsche, Friedrich. Thus Spoke Zarathustra. Trans. R. J. Hollingdale. New York: Penguins Books, 1961.

Nietzsche, F. The Antichrist. Trans. R. J. Hollingdale. Penguin, 1968.

Nietzsche, F. The Twilight of the idols, in The Portable Nietzsche. Selected and tras. W. Kaufmann. New York: Viking Press, 1969.

Said, Edward. «Opponents, audiences, constituencis and community». En The Anti-Aesthetic: Essays on Post Modern Culture. Ed. Hal Foster. Seattle: Bay Press, 1989. 135-59.

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Sartre, Jean Paul. Existentialism and Humanism. Trans. Philip Mairet. London: Methuen & Co., Ltd., 1948.

Spivak, Gayatry-Chakravorty. In Other World.. Essays in Culture Politics. New York: Routledge, 1987.

Vidal, Hernán. «Juan Radrigán: Los límites de la imaginación dialógica». Teatro de Juan Radrigán. Ed. María de la Luz Hurtado, Juan Andrés Piña y Hernán Vidal. Minneapolis: CENECA, University of Minnesota, 1984. 39-61.





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ArribaAbajoCarlos Sepúlveda Leyton: nueva forma de novelar

Jaime Valdivieso B.


Siendo estudiante en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, me sorprendí, más de alguna vez, mientras preparaba un examen sobre El Quijote, interrogándome con cierta estupefacción por las razones últimas del atractivo de este libro, su inagotable vigencia. Desde aquella vez, fui sometiendo las obras más famosas a la misma pregunta. Y en cada caso, luego de pasar por esta mi horca caudina privada, desemboco en una conclusión similar: en todas ellas, más que su maestría artesanal o estética, descubro un atributo inalienable e intransferible: su grandeza de espíritu, el que se manifiesta incluso en los momentos de odio o de crueldad.

Años después, sorprendí una idea semejante en el poeta Max Jakob y, como era de esperar, me apropié rápidamente de ella. Dice aproximadamente: «Para ser un gran poeta, es necesario primero ser un 'gran hombre', luego 'hombre poeta', de lo contrario se es un pequeño pájaro mucho más ridículo que un cerdo».

En el caso de Sepúlveda Leyton, y ahora a los cien años de su nacimiento, las anteriores consideraciones adquieren especial actualidad y significado, ya que en su obra descubrí, precisamente, más allá de cualquier valoración artística, la densidad y universalidad de los grandes escritores.

En esa época yo vivía la alucinación de las técnicas vanguardistas de la narrativa, y mi interés por su obra que se había iniciado fundamentalmente por el uso que hacía de nuevos recursos novelísticos, terminó ganándome también por sus ricos valores humanos y espirituales, por su profundo conocimiento del pueblo visto con la inocencia y trasparencia de ese niño, Juan de Dios, donde todo lo odioso e injusto de la vida quedaba de inmediato trasmutado en un realismo desprejuiciado y piadoso.

Nacido en 1895 en un suburbio de Santiago, el barrio de San Miguel, pasó su niñez y adolescencia conviviendo con la más variada gama de personajes populares; más tarde, fue estudiante en la Escuela Normal de Profesores en un período de enseñanza deshumanizada e implacable; luego luchador y dirigente gremial perseguido, exonerado de sus cargos y encarcelado. Como se ve más de agraz que de almíbar.

En 1934 aparece su primera novela Hijuna cuando ya había cumplido una rica trayectoria de experiencias sociales y humanas: «Material humano tengo: ilusiones, exoneraciones, miseria, prisiones, todo lo que se ve y se siente y, además, seis hijos, ¿que más para una novela?», decía sin amargura en carta al poeta Préndez Saldías. Es decir, como pocos fue primero un hombre cabal, luego un «hombre escritor».

Adversidades que a otros habrían vuelto apesadumbrados y escépticos a él, por el contrario, hicieron más tolerante surgiendo de cada golpe con una sonrisa sabia y comprensiva. Sin ser católico fue amigo de curas y obispos; genuino representante del pueblo y decidido espíritu revolucionario, mantenía relaciones cordiales con burgueses de ideas conservadoras.

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Desgraciadamente hoy día, luego de más de sesenta años de la aparición de su primera novela, muy pocos son los que han oído hablar de él. Y esto es grave si se considera que Sepúlveda Leyton es uno de los precursores en nuestra literatura en el manejo de las técnicas que modificaron el status novelístico tradicional: uso de símbolos, ruptura del tiempo cronológico, corriente del pensamiento, manejo simultáneo de varios planos narrativos, acción interior, collages con noticias y anuncios de los diarios, todo mucho antes de haberse traducido las obras europeas y norteamericanas de mayor influencia.

Con Hijuna comienza su gran ciclo biográfico a través de cuatro novelas que termina con su obra póstuma, Una hora. En ella describe su vida de niño huérfano en el conocido barrio de San Miguel en Santiago, durante la primera década del siglo. La novela revela algunas características que se irán acentuando y perfeccionando en las siguientes: humorismo, preocupación social, crítica a los valores establecidos y un agudo conocimiento del espíritu nacional, lo que suele llamarse «el alma de un pueblo».

Esta línea de humor y espíritu popular que inicia Hijuna se continúa en la obra de González Vera, de Manuel Rojas y Fernando Alegría. Se comprueba así, una vez más, cierta corriente de desarrollo y de perfeccionamiento en la novelística de Latinoamérica. Tal como existe una de la selva que inicia el regionalismo en Gallegos y Eustasio Rivera, la cual culmina en las obras de Carpentier, José María Arguedas y Guimaraes Rosas, también ocurre lo mismo con la novela proletaria.

Sin embargo, ya Hijuna dentro de una estructura narrativa aparentemente tradicional, descubre recursos desconocidos de entonces: uso sistemático de ritmos, símbolos, planos paralelos sin intervención del narrador influidos por el cine, nuevas posibilidades en el uso del paréntesis y empleo del collage a la manera de John Dos Passos en la trilogía U.S.A.

En 1935, aparece su segunda novela con un título simbólico La fábrica. Continuación de la primera, recogía otra etapa de su vida: la que corresponde a sus años como estudiante en la Escuela Normal de Profesores, de donde salían, como de una fábrica, maestros autómatas, hechos en serie.

La obra consta de 16 capítulos, divididos en la siguiente forma: los doce primeros describen las 24 horas iniciales, desde el momento en que llega al internado; el capítulo siguiente hace referencias al penúltimo día de clases y narra, por medio de reiterados flash backs, los momentos más significativos de los cinco años de estudios. Los tres restantes, cuentan los últimos acontecimientos (el almuerzo con los discursos de despedida), y algunas horas de aventuras del protagonista Juan de Dios en bares de la Estación Central, luego de dejar para siempre la escuela. Estas páginas pueden considerarse todavía como de la mejor ficción latinoamericana.

Unos párrafos del primer capítulo nos mostrarán la actualidad y modernidad de su visión del mundo:

«Como viniendo de muy lejos se extiende poco a poco un estremecimiento suave. El piso entablado parece encogerse, levemente rumoroso. El estremecimiento del piso se va acercando cautamente, como si un enorme oso felpudo de esos que se ven en las estampas nevadas avanzara agazapado.

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En la penumbra alucinante de la puerta que se esfuma, en el extremo del largo salón, brillan rutilantes los cristales redondos en lo alto de un brochazo de sombras, y los cristales dividen en dos una cabezota esférica, y todo eso se asemeja a la inusitada aparición de un buzo. Emerge, poco a poco, desde el seno de las aguas sombrías, y, a la suave luz del gas, la pretensión del buzo -en maravillosa prestidigitación- se transforma en un anciano majestuoso».



El sentido visual, cinematográfico de este trozo; la morosidad narrativa, la audacia de las figuras literarias: animismo, sinécdoques, símiles; la repetición de vocablos, el lenguaje en su capacidad expresiva y poética, lo hacen sin duda un precursor de la actual narrativa, especialmente en lo que se refiere a la capacidad simbólica del lenguaje y la manera de estructurar la narración. Humberto Díaz Casanueva, con quien me encontré en la calle en los días en que escribía mi tesis sobre Sepúlveda Leyton, iba aún más lejos: la sentía emparentada con los novelistas franceses de la nouvelle vague, la nueva ola, Michell Butor, Allan Robe Grillet, Nathalie Sarraute, Marguerite Duras. Díaz Casanueva, junto con Gerardo Seguel y César Godoy Urrutía fueron igualmente profesores primarios y luchadores gremiales, compañeros de Sepúlveda Leyton.

Con respecto a la primera novela acentúa en ésta su espíritu crítico, su humor que se vuelve alegoría y caricatura. Se adentra en la conciencia del personaje empleando intuitivamente la corriente del pensamiento, y, sobre todo, abre las puertas, hasta allí completamente cerradas, a la experimentación y a una nueva visión del hombre y la realidad, rompiendo de esta manera con el realismo tradicional de toda la novelística latinoamericana en esos días.

Es pues, esta novela y no Hijo de ladrón, quince años después, la que rompe el estatus vigente en la narrativa.

La última novela editada, Camarada, aparece en 1938.

La obra prosigue el ciclo de recuerdos y experiencias personales iniciado con Hijuna, en ella el mismo personaje, Juan de Dios, es ya un profesor en un liceo de Quillota que actúa en las luchas y convenciones del magisterio. Tal como Eugenio González en la novela Más afuera y Diego Muñoz en la Avalancha, describe el período de las represiones en tiempos de Ibáñez y la segunda administración de Alessandri. Pero en Camarada, la política es sólo el trasfondo en que se despliegan situaciones y personajes que valen independientemente como ficción. La novela trasciende lo histórico inmediato y revela en las situaciones humanas símbolos universales: descubre los hilos que mueven el mundo absurdo de la burocracia, de los valores tradicionales y de los emblemas vacíos.

Constituía esta obra un nuevo experimento de lenguaje, sintaxis, planos narrativos.

Dos años antes, en septiembre del 1936, había aparecido en el diario Ilustrado un cuento titulado «Una carta», el único que parece publicó en su vida, que por sus situaciones, por el espíritu del personaje, recuerda directamente a Kafka, y a Herman Melville en su cuento «Bartleby».

Antes de morir en Linares el año 1941, escribía una novela que dejó inconclusa con el título de Una hora que gracias a su hijo tuvimos la oportunidad de leer. En   —104→   ella describe el conflicto de un hombre enamorado de una mujer que ha puesto el intelecto sobre la emoción. Todo pretende ocurrir en una hora, mientras el protagonista (Juan de Dios, otra vez) espera a esa mujer. Durante este lapso se van sucediendo los recuerdos de su vida. Aparecen personajes desconcertantes empujados por misteriosos designios, trozos de un lirismo impulsivo y conmovedor, escenas de la vida nacional en un café de la época, el Iris, inmersos en la historia de los años del Frente Popular.

Esta obra, como muchos compatriotas detenidos desaparecidos, sufrió la pena de la prestidigitación siniestra de las fuerzas de la anticultura: desapareció con innumerables otros libros de los anaqueles del Instituto de Literatura Chilena, donde para mayor seguridad lo entregué en esos años en que no había fotocopiadora. Esperamos que alguien un día dé noticias de su paradero.

En ella, nuevamente ensayaba otros procedimientos, otros lenguajes, otras situaciones.

Sólo por una capacidad intuitiva agudísima, se logra entender el hecho de que en un medio como el suyo, en el ambiente intelectual de su época, sin mayores lecturas extranjeras, sin haber salido nunca del país, hubiera empleado alguna de las formas más avanzadas de la literatura de vanguardia, y que toda su obra parezca, tanto por su lenguaje, enfoque de la realidad, concepción tiempo-espacial, poder imaginativo, por su humor caricaturesco y sentido de lo absurdo, como algo enteramente nuevo en las letras hispanoamericanas.

Como pocos creadores, Sepúlveda Leyton muestra, en su conjunto, una obra más cerrada y orgánica, tanto en su desarrollo novelístico como en las ideas que configuran toda una cosmovisión crítica y personalísima de nuestra sociedad, de nuestra historia, de nuestras instituciones políticas y gremiales.



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ArribaAbajoLa pieza poética de Óscar Hahn: ¿práctica de una estética (post)moderna?

Malva Marina Vásquez


La obra del poeta chileno Óscar Hahn31 opera un continuo juego de desplazamientos en relación a su posible filiación a una estética moderna o postmoderna. Este rasgo se evidencia en la multifacética y copiosa crítica de que ha sido objeto su poesía. El rastreo tanto del imaginario poético del autor como de los procesos de textualización que inciden en este fenómeno estético es el pretexto de nuestra actual reflexión.

En una lectura panorámica de la producción hahniana el rasgo postmodemo más acusado es el desplazamiento de la figura del autor hacia su borramiento o autotachadura. En su poesía la figura del «autor» se desdibuja ya que el trazado escritural recrea los grandes imaginarios epocales como productos ya cristalizados de la producción simbólica. De este modo, la marca registrada de los derechos de autor (individual o grupal) con respecto a la propiedad intelectual que encarnan en la figura máxima del manifiesto vanguardista se socavan mediante la autotachadura del carácter aurático del rol del poeta.

Las confesiones públicas hahnianas desacralizan «el mito de la originalidad»32 creativa que respalda el pretendido carácter fundacional de las vanguardias. Así, frente a la «ideología del cambio» como movimiento progresista y rupturista de paradigmas y convenciones artísticas precedentes, su autoposicionamiento escritural está animado por la voluntad de inscribirse en una línea de continuidad con la tradición literaria.

GENEALOGÍA ESCRITURAL

Pero esta búsqueda poética no se asume en la investidura de un cosmopolitismo escritural, sino a través de un diálogo con los orígenes, situándose el escritor como deudor de la gran tradición hispánica; la del Siglo de Oro y la del barroco español. Parte así, reconociendo el hecho de que como latinoamericanos nuestro derecho a cobrar conciencia de nuestra identidad se ejerce a través de hablar una lengua prestada, la de la Madre Patria. Y apropiarse de una lengua lleva aparejado el hacerse cargo de un imaginario, lo que en su poemario Arte de morir (1977) conlleva la asunción de la visión esperpéntica de la muerte del medioevo español barroco, reelaborada desde la mirada panóptica del desgarro moderno existencialista. Considérese   —106→   su posterior inspiración en los motivos del idealismo romántico de la literatura fantástica en su poemario Mal de amor (198l), y en algunos de sus sonetos de Estrellas fijas en un cielo blanco (1988).

Hahn realiza así, un viaje de ida y vuelta por el espejo que nos devuelve la imagen de esta identidad desplazada, dependiente que como alma en pena está condenada a desdoblarse, a verse reflejada; ya mediante la práctica fetichista de recreación de los grandes modelos clásicos; ya desde la rebelión al operar en ellos la «transvaluación verbal»33 que resulta del diferente entramado con que se reactivan estos «modelos para armar».

EL POETA COMO BRICOLEUR

El vanguardismo se caracteriza por su carácter fundacional como comportamiento cultural que intenta operar un: «corte anmésico basado en la supresión de la historia». Por el contrario, «el postmodemismo exacerba la recuperación del pasado y el juego -citacional y parodiante- de las rememoriaciones críticas y de la mezcla de tradiciones»34. Esta recuperación de las tradiciones se lleva a efecto en la poesía de Hahn haciendo ostentación del gesto de apropiación y reelaboración de materiales textuales de las más diversas procedencias, entendiéndose al texto literario como zona de encuentro de todos los otros textos de la cultura. El lenguaje, este «hijo de la grandísima» (Invocación al lenguaje) impone su yugo al hablante, territorializando su conciencia, pues su devenir se realiza en el espacio cultural en el cual el hombre como creador se asemeja a un bricoleur, en tanto manipulador de los textos culturales que lo constituyen.

Hahn desprovisto de la mala conciencia que obsesiona al creador de estas latitudes a la hora de señalar los préstamos foráneos que acrecen la deuda externa nacional se asume como el agradecido acreedor de las técnicas ad usum de los grandes modelos hispánicos. Cabría preguntarse ¿dónde radica la postura crítica de su práctica estética o nos encontramos ante el gesto ya automatizado en la reproducción ciega de lo ya adquirido como patrimonio cultural literario?

Daremos un rodeo a esta cuestión mediante la demarcación del territorio por el cual Hahn transita. Su sistema de preferencias como sensibilidad «ageneracional», se delata a primera vista como anacrónica, si se la mira desde la inmediata contingencia política que aún hasta hoy nos arrasa. Rasgo que la diferencia de la de otros poetas de su generación, la llamada «promoción emergente» de los 60 -formada por Omar Lara, Floridor Pérez, Gonzalo Millán, Manuel Silva Acevedo, Jaime Quezada y Federico Shopft-, llamada también generación de la «diáspora»35. Si bien   —107→   ninguno de ellos se arroga la pretensión de constituirse en la imagen prototípica del poeta, léase como vate o signado por su condición de marginalidad social, sí hay sesgos de militancia partidista como huellas de inscripción en una u otra de las tradiciones de la poesía chilena. Así, tenemos el Lara «lárico», el Quezada «antipoetaprofeta», el Pérez «poeta testimonial», etcétera.

La disidencia hahniana actúa promoviendo una ruptura con los cultos atávicos profesados a los poetas que se mantienen en una de las líneas de combate o resistencia, demarcando zonas, y por lo mismo, fronteras culturales dentro del mosaico cultural nacional. Su renuencia a afiliarse a una de ellas le permite transitar por distintas vías practicando lo que él ha llamado una «estética pluralista», en la cual la amplitud de registros culturales van desde la recreación de la oralidad popular ya elaborada en las canciones del folclor popular chileno («Correveidile del lustrabotas», «Velorio del Angelito»), pasando por poemas de corte onírico-surrealista, («Tractatus de Sortilegio»), y por el remedo manierista de los tópicos de la literatura fantástica.

POSTMODERNISMO LATINOAMERICANO

La comentada filiación literaria de esta poesía con el tronco hispánico se lleva a cabo mediante la apropiación de los lugares comunes poéticos como inserción en un espacio compartido, literariamente socializado. En «Misterio Gozoso» (Mal de amor), es el código de la modernidad el que es exhibido realizando el poema el gesto desacralizador del texto bíblico:


    Pongo la punta de mi lengua
en el misterio gozoso que ocultas entre tus piernas
tostadas por un sol calientísimo el muy cabrón ayúdame
a ser mejor amor mío limpia mis lacras libérame
       de todas mis culpas
arrásame de nuevo con puros pecados originales, ¿ya?

Este poema promueve una inversión de valores simbólicos, al atraer a la relación erótico-comunicativa de los amantes, intertextos que consisten en códigos convencionales del ámbito religioso. El «Misterio Gozoso» como metáfora del sexo de la amada, se ve reforzado a partir del tercer verso por la realización del ruego amoroso a través de la fórmula convencional de la plegaria. La apelación a la amada como al cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, recibe una vuelta de tuerca con la petición del verso final. Así, frente al amor místico, al ascetismo exacerbado en que el entusiasmo del Eros divino llega al amor del amor, a un deseo vacío de objeto, hay en estos poemas una concepción del amor que exalta el contacto carnal.

Es a través de la instauración de este lugar de zona franca donde se convoca a desplazar las jerarquías o dicotomías del sensus communis, en relación a la topología de los códigos, donde nos hace sus señas esa diferencia que se puede pretender como latinoamericana. La integración de expresiones del lenguaje coloquial en   —108→   «Misterio Gozoso»; «el muy cabrón» y la muletilla «¿ya?», confirman las palabras de Enrique Lihn a propósito de Arte de morir, y que pueden aplicarse también a Mal de amor: «Lo notable es la integración a la vez que el choque de los distintos actos de lenguaje, una convivencia democrática de lo culto, lo popular, lo banal, lo religioso»36. Rasgo que apunta a eliminar la distancia que separa la cultura ilustrada de la popular, y que muestra la heterogeneidad cultural de nuestras sociedades mestizas.

Este entrecruce de códigos -bricolage- en base a préstamos de las más diversas índoles en el espacio de un sólo poema, lleva a efecto a nivel textual, lo que Jaime Giordano llama «la desenmarcación del discurso lírico», rasgo que caracteriza a gran parte de la poesía contemporánea, en la cual «el régimen del valor se ha desplazado desde el hablante lírico hasta la palabra lírica, desde la historia del que conversa, hasta la pura historia de la conversación»37.

EROS / TÁNATOS

La poesía de Óscar Hahn escenifica la tensión irresuelta entre Eros y Tánatos, ya como destino natural o histórico-cultural. En el prefacio a Arte de morir, se invita al lector a asistir a este espectáculo de escandalosa promiscuidad, de contaminación mutua en que conviven la vida y la muerte: «Venir a la fiesta mortal los nacidos». Se recrean diversas actitudes en el trato con la muerte; una visión profética y apocalíptica («Reencarnación de los carniceros», «Visión de Hiroshima», «Gladiolos junto al mar»); visión esperpéntica medieval con elementos de humor negro y popular: «La muerte está sentada a los pies de mi cama», personificándose a la muerte como a una mujer que «se calentó conmigo, y quiere dejarme más chupado que higo». En otros poemas es la conciencia existencialista en su devenir autorreflexivo mismo, el tema recurrente («La caída», «Movimiento perpetuo» etcétera). A nivel discursivo este rasgo se acentúa mediante el uso recurrente de las formas «ser» y «estar»; marca idiomática que nos identifica como hispano-hablantes.

Para situarnos en la perspectiva adecuada diremos que estamos ante un «Arte de Morir», y no ante un Diario de muerte, (Lihn, 1986) puesto que en él no se recrea una experiencia individual autorreflexiva frente a la muerte, sino que se hallan los ecos de las visiones que de ella heredamos de la tradición de la poesía del Siglo de Oro y barroca españolas. El morir visto así, como un ars poética, imita esas obsesivas imágenes que conforman el imaginario del hombre del medioevo.

POÉTICA DE LO FANTÁSTICO: FRAGMENTOS DE UN DISCURSO AMOROSO

Mal de amor, segundo poemario de Hahn, genera un espacio intertextual como lugar de reflexión sobre el quehacer literario, siendo la poética de lo fantástico la que   —109→   le permite establecer el estrecho lazo que anuda el impulso erótico y el proyecto utópico.

Es a la travesía crítica de la conciencia moderna que asistimos aquí como al tránsito desde la zona de arraigo de un imaginario compartido que se mantiene vivo mediante la recreación de los grandes modelos del proyecto utópico-literario, hacia la mutación postmodemista que a la vez que instalar al hablante en el espacio del exilio, del desarraigo, suspende la ya tensionada relación entre las cosas del mundo y la conciencia. «Aerolito», poema inaugural de Mal de amor, nos sitúa en lo onírico; metamorfosis del mundo producida por los efectos del amor:


La velocidad del amor rompe la barrera de lo real
y el mundo estalla en astillas de sueño
sin la menor consideración para los despiertos.

Nutre al poema una concepción romántica del sueño, entendido como ars poética, en la cual coexisten como producción simbólica del imaginario tanto lo fantástico, lo alegórico, lo metafórico, lo paródico, etcétera. A este espacio de apertura -espacio del arte- puede aplicársele la misma definición que Hahn da de lo fantástico: «Se caracteriza no sólo por la presencia de lo inverosímil, sino por la yuxtaposición y contradicción de diversos verosímiles»38. La puesta en cuestionamiento del límite entre lo real y lo irreal, propio de toda literatura se reduplica como efecto estético en el género fantástico. Así, al decir el poema que «el mundo estalla en astillas de sueño», estas astillas «suprareales», resultado de la colisión cósmica, son los poemas diseminados a lo largo del texto, y en los cuales se da este juego de verosímiles que permiten la actualización de diversas lecturas interpretativas, lecturas que intentan armar un rompecabezas con estos fragmentos de un discurso amoroso.

Rememorando los juegos literarios, recordamos que las «reglas de juego» del género fantástico dicen relación con el uso que el lector debe hacer del lenguaje, (el significado es el uso, nos dice Wittgenstein). Dado que las «reglas de juego» del género fantástico nos obligan a tomar el discurso figurado en su sentido literal, se contrapone así, a la convención que cualifica al género poético como lenguaje figurado, potenciando el texto al menos dos lecturas posibles.

Desplazándonos desde los acontecimientos del mundo a la sede de la conciencia creativa misma, el poema «Ningún lugar esta aquí o está ahí», también echa por tierra la consabida antinomia realidad-ficción que en líneas generales nos dice que el mundo real es el marco de los orbes ficticios y autónomos:


Ningún lugar está aquí o está ahí
todo lugar es proyectado desde dentro
todo lugar es superpuesto en el espacio.

La nota dominante de reflexividad se pone en marcha al referirse el hablante a una realidad que él mismo hace devenir a través del acto de escribir: «Ahora estoy   —110→   echando un lugar para afuera/ estoy tratando de ponerlo encima de ahí». El discurso deviene en reflexión metapoética que señala que el lugar-mundo, se construye y se instaura por medio del lenguaje que lo nombra. No habría así, un estado de cosas del mundo ya dado, sino un estado «posible» del mundo; provisional e indeterminado, los espacios posibles de ser habilitados por la subjetividad humana.

El poema juega con dos «yo textuales» (Goffman): uno es el sujeto de la escritura que aquí podemos identificar con el rol social del poeta, el otro «yo textual» es el personaje de la historia contada; el amante que intenta generar el lugar de encuentro con la amada: «Aparécete ahí aparécete sin miedo/ y desde afuera avanza hacia aquí/ ...a ver si reaparecemos los dos tomados de la mano». Se enfatiza la necesidad de realizar una acción conjunta con la amada para que gracias a la fuerza del deseo amoroso se cree el lugar común de encuentro, espacio utópico de la página en blanco.

Pero en este «espacio literario», el lenguaje sólo constata su fracaso, la amada sólo aparece en tanto cuerpo ausente, bajo la condición fantasmática del lenguaje que sólo hace aparecer las cosas en tanto desaparecidas (Blanchot). Mal de amor, variante popular del tópico Eros/Tánatos deviene así en el relato de un amor que es pasión, y que se padece como una enfermedad, tópico que se inicia ya en la novela griega Dafne y Cloe, pasando por las distintas reelaboraciones epocales. En «Nacimiento del fantasma», este proceso alcanza su clímax, la pérdida del objeto amoroso, el «Cuerpo de todas mis sombras», transforma al sujeto en la sombra de sí mismo. De este modo, lo que en una lectura poética funcionaba como metáfora de la amada, en otra de corte fantástico funciona como la instauración del acontecimiento sobrenatural mismo: «y soy la sábana ambulante/ que te busca de cama en cama». La dependencia amorosa es tal que la constatación de la pérdida definitiva del ser amado provoca la pérdida del instinto libidinal castrando el proyecto vital del sujeto.

ESTADIO DEL ESPEJO: EL TELEVIDENTE

El itinerario del mutante se constituye como el intento frustrado de generar el lugar de encuentro con el otro, la amada, a través de producciones simbólicas que son formas de proyección de su interioridad, de su imaginario: proliferación de imágenes de corte surrealista que evidencian la obsesiva pulsión inconsciente: «Algo por todas partes deja imágenes tuyas a medio roer» («Hombre con cajones»). El recurso a la fantasía, en los poemas que constituyen la serie del fantasma con sus continuas metamorfosis al servicio del contacto erótico con la amada. Por último, está el intento de crear el espacio utópico a través del arte: «Te estoy haciendo un destino aquí mismo/ lo estoy dibujando en las alas de un pájaro». («Eso sería todo»).

El poema de cierre «Televidente», quiebra este continuum, en él el yo del hablante se halla completamente enajenado en lo otro, en la realidad exterior, como un estado de cosas ya dado:



«Aquí estoy de nuevo
en mi cuarto de Iowa City.
—111→

Tomo a sorbos mi plato de Sopa Campbell
frente al televisor apagado.

La pantalla refleja la imagen
de la cuchara entrando a mi boca.

Y soy el aviso comercial de mí mismo
que anuncia nada a nadie».

¿Poema, antipoema? En otra forma de ausencia el amante se halla reducido ahora a la inercia de lo cotidiano; es la realidad exterior la que le devuelve su imagen, quedando a merced de lo otro, enajenado en la omnipotencia del reflejo. Despojándose de su identidad individual, adquiere de esta manera, la nueva condición de lo masificado.

El efecto final de boomerang del «Mal de amor» que padece el amante es de este modo, su cosificación en lo real, que aquí no ingenuamente, es su imagen proyectada por la pantalla televisiva. Así, en una lectura prospectiva y retrospectiva del acontecer narrativo, desprendemos que lo que quiere comunicar su autor implícito, es que el sentido de la literatura como apertura a mundos posibles, tanto «como el sentido de la cultura, es precisamente, la suspensión de la cosificación»39. Ese estado de iconolatría, que Win Wenders, otro cronista de la sociedad contemporánea espacializa en su filme «Hasta el fin del mundo», en Mal de amor, mediante los lugares comunes visuales; «Sopa Campbell», «televisor apagado», que representan el non plus ultra de lo cotidiano, de lo trivial en una cultura sobresaturada de bienes de consumo, se sitúa en la ciudad de Iowa (exilio biográfico del poeta) caracterizándose a la sociedad postindustrial estadounidense como un universo de percepción cerrado.

Texto de corte apocalíptico, a través de sus imágenes poéticas ilustra en forma cabal la paradojal función del arte en la cultura. Es bajo la «ironía de la realidad» (Baudrillard) que viene a cumplirse la profecía de que sin proyecto utópico el hombre queda sometido a constituirse en mero reflejo de las cosas. Así, si bien la práctica escritural de Hahn se puede connotar como postmoderna, su concepción del arte como construcción de espacios que deben poseer «autonomía cultural» (Bourdieu) se inscribe en el marco de una de las utopías más frecuentes de la cultura moderna40.

Este paradigma estético-utópico señala que ante el hecho de la convención, que es lo que posibilita lo verosímil, «restricción arbitraria y alienante de los posibles» (Barthes), la obra literaria, como creación de un mundo autónomo, creado en, y por el lenguaje, nos comunica que la realidad es una realidad posible. De ahí que el texto se clausure como espacio poético, al constituirse en una mera crónica de la escena doméstico-cotidiana (poema «Televidente»), acaso remedando reflexivamente   —112→   con su gesto final, el otro gesto cultural del antiarte de Andy Warhol («Sopa Campbell»), quien es acusado, entre otros, -Dada, Duchamp-, de promover la muerte de la utopía moderna al poner en circulación artística la banalidad de las imágenes de la vida cotidiana.





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ArribaAbajoCiencias Sociales

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ArribaAbajo«Publicistas» y «modernistas». El diario La Época (1881-1892) y las crónicas41

Carlos Ossandón B.42


I

El agotamiento de un dispositivo que, bajo una gama muy amplia de recursos discursivos, había articulado una relación compleja (de inspiración, sustento, creación y legitimidad) con el poder político-estatal, permitió -en conjunción con una serie de factores histórico-sociales propios de la segunda mitad del siglo XIX- la emergencia de mundos culturales y subjetivos ya no directamente dependientes de las tareas inaugurales propias de un Estado-nación que había que construir. Estos mundos, liberados de esa tremenda «carga» histórica y política, problematizarán aquellos vínculos o tejidos comunicacionales «clásicos» entre el ámbito de la cultura y el del poder. Nuevas formas de validación y modernización del discurso se reconocerán a partir de la crisis que experimenta un engranaje que había establecido una intrincada relación entre las letras y la construcción u organización del Estado.

En otra parte (Mapocho, Nº 41, 1997) hemos señalamos que, con la prensa de los hermanos Justo y Domingo Arteaga Alemparte, se dan las condiciones para que ésta tome «consciencia de sí» y de su propio poder de creación de sentidos, estableciendo nuevos plexos estructurales entre prensa y poder político, a partir precisamente de esta (su) capacidad «autónoma» de producción o distribución de «significaciones». En efecto, el nuevo tejido comunicacional se identifica sobre todo con un tipo de prensa independiente y raciocinante, literaria o informativa (v.gr. La Semana, 1859-1860; La Libertad, 1866-1871; Los Tiempos, 1877-1882.), que da cuenta de un posicionamiento que supone la distinción hegeliana entre la esfera estatal y la de la sociedad, la activación y el afincamiento en esta última, y el esfuerzo de constitución o desarrollo de una «publicidad» política y crítica capaz de mediar entre estas dos esferas y de conectar argumental y «libremente» a las voluntades43.

Este nuevo escenario, que se confunde con un tipo de prensa privada aunque definida por su propia capacidad de «significación» e intervención en el ámbito público, tiene como característica básica la sustitución, o al menos la pérdida de vigor, de aquellas funciones que legitimaban otras publicaciones periódicas. En particular, la proclama o el llamamiento (v.gr. La Asamblea Constituyente, 1858), la   —116→   exposición doctrinaria (v. gr. El Valdiviano Federal, 1827-1844; La Revista Católica, 1843-1874), la defensa o el ataque ad hominem de las posiciones políticas (v.gr. El Hambriento, 1827 y El Canalla, 1828), la constitución adánica de referentes literarios (v.gr. la «Sociedad Literaria» de 1842 y El Semanario de Santiago del mismo año), la necesidad de ilustrar o propagar conocimientos nuevos (v.gr. esa suerte de «journal des savants» que fue El Mercurio Chileno de 1828 o el Museo de Ambas Américas de 1842) y el desarrollo de una perspectiva preferentemente estatal-fundacional (v.gr. El Araucano, 1830-1877).

En vez de estas funciones, y a partir de su propia disposición u organización textual, la nueva prensa hará valer unos artefactos (el raciocinio, la información, la discusión y la capacidad comunicativa) y unos objetivos (la autonomía de la esfera social y la regulación de la sociedad civil y política) que buscan fracturar una relación «simbiótica», ya sea con intereses circunstanciales o particulares (vinculados con partidos o grupos políticos, por ejemplo), ya sea con los más «universales» de un Estado que había que construir o consolidar. Aun cuando los artefactos y objetivos indicados aparecen muchas veces enredados con algunas de las funciones señaladas más arriba, los nuevos elementos son suficientemente visibles o centrales como para dar cuerpo a un emplazamiento comunicacional distinto, que expresa una nueva hegemonía o distribución de sus factores, cuestión que lo hace no reductible a los emplazamientos que lo preceden.

La nueva prensa, emancipada de su «culpable incapacidad» (Kant) y también del «aura» estatal, fabulando ad líbitum su propia autonomía, buscará contribuir a la constitución y ampliación de una esfera crítica, raciocinante e independiente de la autoridad política, tendente a regular o supervisar las cuestiones de interés o carácter público. Esta prensa se concibe como una importante o consustancial competidora en el nuevo juego social que ella misma pretende impulsar. A diferencia de otras formas o unidades del discurso, tales como el libro y el folleto, ella advierte, además, la especificidad de su rol en este juego, autocomprendiéndose como el reflejo en el día a día del pensamiento de la sociedad (Justo Arteaga Alemparte, La Semana, n. 35, 3 marzo 1860).

Agreguemos que La Libertad y Los Tiempos, que incorporan los nuevos elementos comerciales y noticiosos que habían inaugurado periódicos tales como El Mercurio de Valparaíso (1827) o El Ferrocarril de Santiago (1855-1911), tienen como correlato la emergencia de un público más amplio y heterogéneo que el público «ilustrado» o «literario» de La Semana; público que hará intervenir distintas o plurales voces en los asuntos generales, corporizando una cierta (o restringida) «opinión pública» en sentido moderno. Mientras La Semana (74 números publicados) habla de «nuestros ilustrados lectores» y decide suspender temporalmente su publicación entre el 7 de enero y el 3 de marzo de 1860, aduciendo «la emigración al campo de la mayor parte de nuestra sociedad» (n. 34, 7 enero 1860), los diarios La Libertad y Los Tiempos (1581 números publicados el primero, y 1318 el segundo) con una cobertura a la vez noticiosa, política, de servicios y comercial, responden ciertamente a un público nuevo. Este público, incluyendo aquel que «emigra» al campo en el período de la canícula, se compone también -en principio- de todos aquellos que saben leer y que desean estar informados o participar en las distintas modulaciones de la vida pública.

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La inicial ampliación de un público básicamente elistista-ilustrado o la configuración de un público «moderno» (aunque no todavía de «masas») que se reconoce precisamente en su calidad de tal, son las nuevas condiciones dentro de las cuales se desenvuelve la prensa que estamos destacando. Ella se constituye «ante» o «frente» la esfera gubernamental y estatal (cuestión que, a pesar de dirigirse a un público restringido, capta auroralmente La Semana). Desde este posicionamiento -afectado por impregnaciones de distinta naturaleza y peso- da cuenta de unas realidades (propias de una sociedad civil en desarrollo) y expresa unas opiniones que buscan incidir en cuestiones relativas a la administración o reforma de la sociedad. Este nuevo espacio comunicacional es impulsado por, y define a, un sujeto que ya poco tiene que ver con la figura del «déspota ilustrado» o, más precisamente, con la del «sabio» (Juan Egaña, José Joaquín de Mora, Andrés Bello), característica de la primera mitad del siglo XIX.

Podemos sostener que, más allá de la figura «universal» y «fundadora» que encarnó Andrés Bello principalmente, en el nuevo espacio comunicacional descrito se abre paso la del «publicista». Esta se construye en la peculiar relación que establece entre unos productos escriturales que reconoce como propios y el espacio público en formación donde simultáneamente los hace circular. No es ésta una figura interesante por sus ribetes «psíquicos» o trágicos. En esta función aparecen «autores» y periódicos distintos, en particular periodistas-escritores como Justo Arteaga Alemparte, Zorobabel Rodríguez y Manuel Blanco Cuartín.

Al igual que Arteaga, los dos últimos citados poseen una personalidad intelectual que exhibe constelaciones o temples propios. Blanco Cuartín un conservador laico, independiente, en quien no prevalecen, según Pedro Pablo Figueroa, «las gazmoñerías del fanatismo ni los escrúpulos del creyente de fe»44. Zorobabel Rodríguez un católico liberal, discípulo de Courcelle Seneuil, que realiza un serio y extraño esfuerzo de reelaboración y armonía entre Adam Smith, John Stuart Mill, Herbert Spencer y el dogma católico45. Estos «publicistas» intervienen en la arena pública desde un «otro» lugar, privado y construido por ellos mismos. Este otro lugar evita su disolución sin más en lo público o en la política46. A los nombres arriba destacados se pueden sumar los de Fanor Velasco, Manuel Rodríguez Mendoza, Julio Bañados Espinoza y Carlos Silva Vildósola, entre otros47.

El desarrollo, desde la esfera privada, de una red de periódicos más vasta, diversa e interconectada (también de tiradas más masivas) que la que se dio en la primera mitad del siglo XIX48; la instalación entre 1840 y 1880 del ciclo completo de   —118→   la «industria impresora»: producción, circulación, comercio y lectura49; el acrecentamiento y diversificación de los lectores o la paulatina incorporación de nuevos sectores sociales a la producción y al consumo cultural (es ilustrativa en esta dirección la prensa de artesanos que se aprecia desde la década de 1840, la prensa satírica de Juan Rafael Allende, los periódicos obreros o los vinculados al Partido Democrático, la prensa de provincias, etc.), así como la inicial constitución de una mercado de bienes culturales y de la información, que comienza a ser capaz de hacer sus propias demandas, constituyen el entramado comunicativo dentro del cual se desenvuelve, estimula o posibilita la figura que aquí estamos destacando.

Ésta se reconoce en vínculo precisamente con las nuevas demandas de la sociedad civil y simultáneamente con la necesidad de crear «opinión pública»: esa voz de los privados en los asuntos de incumbencia pública. La prensa que da origen al «publicista» rompe los distintos cercos que sobre ella habían caído, reconstituyéndose a partir de estas nuevas demandas: desde los avisos de empleos dirigidos al servicio doméstico en El Chileno (1883-1924), la incentivación y articulación de los mercados, la necesidad de informar y «entretener», hasta el comentario de los hechos políticos recientes, la puntualización doctrinaria o la promoción o crítica a las novedades de la «ciudad letrada».

A pesar de que varios de estos «publicistas» aparecen ligados, y de manera directa, a la actividad política (Zorobabel Rodríguez fue diputado y miembro del Partido Conservador), la función específica que los distingue es, sin embargo, la de asentar un juicio fundado e independiente (en el caso de Zorobabel Rodríguez en aspectos importantes a contrapelo de la tendencia predominante del conservadurismo católico) que contribuya a su vez a asentar otros juicios50.

El «publicista» consagra la distinción entre los que hacen política (aunque él también la haga) y los que emiten y crean «opinión pública», anclando aquí su identidad más propia. Su espacio de legitimación no es el de la política partidista principalmente sino el de los hombres «libres» y opinantes; no es el «golpe» de cátedra, ni la opción voluntarista por uno de los grupos políticos en pugna, sino la capacidad comunicativa o interpeladora del raciocinio; no es tampoco lo público (estatal) sino el público.

Lejos de la ritualidad y del halo de atemporalidad que ostentan los grandes proyectos «históricos» o fundacionales, el «publicista» es básicamente un creador y abastecedor de bienes culturales fungibles, de suministros capaces de circular por una esfera social contradictoria y de alimentar o dar cuerpo a una «publicidad» política activa.

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II

La red de periódicos que contribuye a formar y dentro de la cual se va definiendo la figura del «publicista» es menos reducida de lo que pudiera creerse. Hemos dicho que ésta discurre desigualmente por «autores» y periódicos que son distintos entre sí. Sin embargo, ella comienza a tomar cuerpo más específicamente en esa prensa «literaria», independiente, no exenta de vocación periodística y pública, que pudimos ver cuando examinamos, en otro artículo, La Semana de los hermanos Arteaga Alemparte. Este modelo se prolonga, aunque con menor tonelaje raciocinante, en publicaciones tales como El Mosaico (1860) y El Cóndor (1863)51. Retoma su peso con la aparición de las dos nuevas publicaciones ya citadas de los Arteaga: La Libertad y Los Tiempos, exhibiendo éstas un sesgo más periodístico que «literario», y continúa en periódicos tales como La Voz de Chile (1862-1864), El Independiente (1864-1891) donde «raciocinó» durante un largo período Zorobabel Rodríguez, y La Época, entre tantos otros.

La Época se sitúa entre la guerra del Pacífico y la guerra civil de 1891. Enfrentado a estas dos guerras este diario liberal («montino», dice Emilio Rodríguez Mendoza)52 no se mantiene neutral, manifestando una posición nacionalista en el primer caso, inicialmente balmacedista y después antibalmacedista en el segundo53.

Digamos, además, que La Época es uno de los diarios que mejor cristaliza los elementos característicos de la prensa moderna: órgano privado (propiedad del empresario Agustín Edwards Ross), independiente del ámbito político estatal, interesado en mantener vínculos con el Gobierno (Edwards fue miembro del gabinete de Balmaceda), con la sociedad civil y con las demandas de distinta naturaleza que   —120→   provienen de esta esfera, y de contribuir a la ampliación de un espacio público, «libre», mediador, informado y raciocinante. La Época no se aparta de lo que se puede decir de una parte importante de la prensa de la segunda mitad del siglo XIX: interés por la autonomía de lo social, por responder a la demanda creciente de información, por la ampliación y articulación de los mercados, y por los problemas de la administración, modernización y reforma de la sociedad civil y política. A esta altura este diario opera dentro de lo que parece ya como una adquisición: la idea de que el funcionamiento de la sociedad es un asunto público, donde todos (el Estado, el Gobierno, los partidos) deben dar cuenta argumental y pública de sus actos, estando la prensa vitalmente concernida en esta tarea54. De hecho una de las más importantes críticas que La Época hará a Balmaceda tiene que ver precisamente con el escamoteo de esta obligación.

La Época comparte con otros periódicos informativos, raciocinantes y comerciales una determinada escenificación o representación de los materiales. Los juegos entre sus textos y el medio físico en el cual recaen o, mejor dicho, las síntesis entre los elementos escriturales y espaciales, así como la concurrencia y preeminencia de determinados géneros y secciones, no son muy distintas que las que exhiben otros periódicos de similar impronta.

Estas síntesis arrojan luces, más allá de lo que las palabras dicen sobre las cosas, sobre el propio carácter del periódico. El editorial, la persistente «Revista de la prensa» y la sección «Actualidad» (que reproducen tanto editoriales como textos de opinión de otros periódicos), la focalización que se hace sobre ciertos tópicos que permite el manejo de las principales variables públicas intervinientes en la configuración de determinados problemas, la transcripción de los debates de las sesiones del Congreso, la presentación o crítica de textos distintos así como la reproducción de artículos de autores significativos (John Stuart Mill, Emilio Castelar, etcétera) o que versan sobre temáticas sujetas a debate (la reproducción en varios números de la «Pastoral sobre el matrimonio» de 1883, por ejemplo), la necesidad de «dejar hablar» voces distintas e incluso contrapuestas al liberalismo, la publicación de artículos variados que buscan ya sea fiscalizar, ya sea entregar antecedentes, ya sea mostrar realidades nuevas, son todas cuestiones a través de las cuales la publicación de marras va enseñando su reconocible carácter público, liberal, informativo y raciocinante. Respecto de esto último, la réplica que por partes, punto a punto, hace La Época (Nº 257, 5 agosto 1882) a los criterios económicos expresados por Zorobabel Rodríguez en El Independiente, corona bien la positividad descrita. Aunque nunca desaparece del todo, es claro, por otra parte, que este sesgo «raciocinante» no siempre se mantiene con la misma fuerza, ya que a ratos se diluye entre el cúmulo de noticias, variedades, avisos, etcétera.

En seguida, hay que decir que La Época, al igual que muchos otros periódicos del siglo XIX, no sólo se alimenta y responde a las demandas propias del proceso «expansivo» (Sergio Villalobos) y modernizador que entonces vivía nuestro país; estas compulsiones son parte de su propia mise en scène.

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Esta suerte de modelización primaria que constituye su modernidad se manifiesta en la superficie misma del periódico. Las novedades -más importantes que el pan según uno de sus cronistas (Nº 343, 16 noviembre 1882)-, actualizaciones y aperturas de distinto tipo que estimula el diario, establecen un correlato con todos aquellos elementos que forman parte de su estructura más regular: noticias, avisos, telegramas, telégrafos, comentarios, reproducciones de textos de la prensa periódica, etcétera.

Dicha modelación se proyecta en tres elementos más, muy activos, presentes de un modo distinto en la exterioridad de los materiales: 1. un nuevo público (más amplio, diverso, capaz de desdoblarse, también femenino); 2. unas nuevas escrituras (que tanto contienen la pluma como la hacen correr de aquí para allá); 3. unos nuevos gestos de lectura (que tanto (h)ojean como focalizan, que tanto seleccionan como levantan poco la cabeza)55. Estos gestos desorganizan o reconstruyen unas exterioridades que están precisamente dispuestas para ser permanentemente transgredidas o resignificadas por ellos.

Rotemos la dirección del análisis. Marquemos ahora las diferencias entre La Época y otros modelos periodísticos. Respecto de El Correo Literario de 1858 (ver Mapocho, Nº 38, 1995) hay una diferencia básica: La Época no practica una suerte de rechazo «adolescente» a la política y, tal como en los periódicos de los Arteaga, su perspectiva es menos barroca o quisquillosa en este punto. Trabaja más naturalmente con y dentro de ella. Más aún, está particularmente atenta al debate político, y ya no siente el apremio de buscar una identidad en la «distancia» o socavando56 los estereotipos de este debate. Para validarse le basta intervenir con argumentos, y desde una óptica liberal, en el espacio político público. Es la diferencia que existe entre una subjetividad apenas descubierta, y que no encuentra su «lugar», y el nuevo posicionamiento dentro del cual se ampara el «publicista».

En comparación con los periódicos de los Arteaga y, en particular con La Semana, La Época asume con menos estridencias su «independencia» hace menos gala de la separación característica de las formaciones sociales modernas así como de su afincamiento en una de sus esferas, y no se percibe «fundando» una «publicidad» política y crítica de la cual formaría parte. Como si ya hubiese terminado el momento de máxima conciencia posible respecto del instrumento periodístico mismo, particularmente visible en Justo Arteaga. Como si de un período de «deslumbramiento» se hubiese pasado a otro de «normalidad» y de expansión. Como si lo excepcional se trastrocase ahora en «diario».

Es claro, por otra parte, que son otros los «referentes» periodísticos principales con los cuales La Época establece un diálogo crítico, salda cuentas o afirma identidad. Ya no es principalmente esa prensa pasional o «guerrillera» en ruptura con la cual desde El Araucano, pasando ciertamente por La Semana, se creyó inaugurar una etapa nueva para la prensa. Aunque no está del todo olvidado el antiguo referente, que no termina de borrarse, La Época tiende más bien a vincularse con una red de periódicos igualmente informativos, políticos y raciocinantes. Del mismo modo como   —122→   los «publicistas» tienden a discutir entre sí, reconociendo en las diferencias y «de cara al público» un espacio común, que por momentos es más fuerte o cohesionador que sus distancias ideológicas: son ilustrativos en este sentido los nítidos distingos que establece un editorial de La Época entre Zorobabel Rodríguez y otros que fácilmente pierden la compostura crítica (Nº 1747, 4 febrero 1887)57. Por último, en relación con La Libertad y Los Tiempos, si bien estas responden grosso modo al mismo modelo que La Época, ésta última, cuya modernidad y cosmopolitismo es mayor, porta, además, como veremos un poco más adelante, unas coexistencias subjetivas o unas síntesis discursivas que los Arteaga no sospecharon.

III

Se puede afirmar que en los tiempos de La Época se cuenta ya con un cierto haz de enunciaciones diversas (crónica de sucesos, información de novedades, revista de lo publicado en otros periódicos, puntualizaciones políticas, incrustaciones que «dan que pensar», etcétera) y de «posiciones de los sujetos» (sujeto que escudriña en los asuntos públicos, sujeto transmisor de novedades, sujeto opinador, sujeto observador, sujeto que en la información de hechos o en la transcripción del cable niega su calidad de tal, etcétera) más o menos establecidas, constantes o propias del espacio periodístico58.

Junto a estas modalidades, en 1887 principalmente, el «año literario» de La Época, hace su estreno un sujeto que busca expresar una «sensibilidad» estética y ensoñadora, que tiene en el periódico una de sus superficies de emergencia y de delimitación. Esta «sensibilidad», que la crítica ha reconocido como «modernista» se desarrolla, como se sabe, por distintos espacios de sociabilidad (el Palacio de La Moneda, el restaurante Papa Gage), uno de los cuales es la sala de redacción de La Época. Esta nueva «sensibilidad», alejada de la «sobriedad patriarcal» de Bello así como «del espíritu fáustico del Vicuña Mackenna Intendente de Santiago, pero   —123→   cercana al final esteticista de Lastarria»59, se articula a partir de un haz de espacios, lecturas, amistades, intercambios, novedades europeas, etcétera. Ella no es independiente ni aparece construida o estimulada con antelación a estos espacios. Formando parte de este manojo de llaves o de aperturas está La Época.

Son conocidos los nombres de los escritores jóvenes que se congregaron en La Época: Pedro Balmaceda, Rubén Darío, Alfredo Irarrázaval, Alberto Blest Bascuñán, Luis Orrego Luco, Jorge Huneeus, entre otros. Según Gonzalo Catalán, este grupo, la «bohemia dorada» del XIX, constituye la «primera promoción donde es posible apreciar elementos de ruptura con el pasado literario inmediato. Más interesados en la literatura que en la política, se anuncia en ellos una sensibilidad definitivamente moderna y esteticista hacia las letras»60. Durante 1887 aparecen en La Época títulos tales como «A rosa», «El rey Krupp» «El fardo», «El palacio del sol», «Primaveral», «El velo de la reina Mab» y muchos abrojos más de Rubén Darío. En ese año se publica también su «Canto épico a las glorias de Chile « (La Época, Nº 1954, 9 octubre 1887), no reconocible aún en la nueva «sensibilidad», premiado en el Certamen Varela y dedicado al Presidente José Manuel Balmaceda, padre -dice Darío- de uno de mis mejores amigos»61. Son muy abundantes también las poesías de Alfredo Irarrázaval. Esta «primavera artística» como se la ha llamado, se reúne en la sala de redacción del diario donde se discuten, según recuerda Narciso Tondreau, «las escuelas poéticas de París, los decadentes, los simbolistas, los parnasianos»62.

Simultáneamente, aparecen en las páginas del diario narraciones de autores franceses tales como los naturalistas Alphonse Daudet y Guy de Maupassant, traducciones de textos de Anatole France, Charles Dickens, etcétera, ensayos y crónicas de José Martí63 y otros contemporáneos que, junto al desarrollo y modernización de los aspectos propiamente periodísticos (telegramas de la Agencia Havas y del cable submarino, noticias de Europa y América, etcétera), constituyen también, al igual que las reuniones en la sala de redacción, parte importante del campo enunciativo y de articulación, no puramente suplementario, de la presente «sensibilidad».

Por este campo se filtra un tipo de escritura que, aquejada de indefinición, permite unas coexistencias, movilidades y síntesis que son impulsadas por las nuevas subjetividades. Nos referimos a las «crónicas». Un género que, diluido o bajo la égida del «cuadro de costumbres», se puede ya encontrar en las modulaciones propias de José Antonio Torres en El Correo Literario y de Domingo Arteaga. Escrituras   —124→   híbridas e inestables a través de las cuales se destaca una progresiva ajenidad respecto de la «prosa de ideas» de índole iluminista, así como de su figura correlativa. En una línea que entremezcla elementos del ensayo político con los de la crónica interpretativa se podrían citar también unos modos bastante pulcros que operan en La Voz de Chile (1862-1864), con Isidoro Errázuriz y los hermanos Matta. Línea que coexiste con una crónica o nota más informativa, amena y desubjetivada (también «policial») que se dio, por ejemplo, en El Ferrocarril (1855-1911) de Santiago64.

Ahora bien, ¿qué vemos en La Época de 1887? Básicamente tres tipos de «crónicas», más o menos combinados. Tenemos, en primer lugar, lo que suele denominarse más bien «nota informativa»65. Ella se atiene más al «qué» de los hechos que al «cómo», registra realidades muy distintas entre sí (desde pequeños sucesos al boletín meteorológico), no une lo que transcribe o no construye propiamente una narración, y no tiene ni un «sujeto» ni una firma que le resista. La Época está llena de este tipo de abigarradas «notas» (que rompiendo un cierto canon vienen bajo la sección: «crónica») y ellas tienen una relevancia claramente mayor, si nos atenemos a su volumen, que las crónicas concebidas como «relatos».

Vemos, en segundo lugar, unos escritos que están firmados por el seudónimo Kar, que aparecen con regularidad, que continúan privilegiando el «qué» del «cómo», que ofrecen, sin embargo, un nivel de elaboración o de unidad mayor, y que se construyen en torno a la «noticia» como tal. Para fabricar este apetecido objeto de la modernidad, Kar nos cuenta que ha debido recorrer «oficina por oficina, escritorio por escritorio», llegando al convencimiento que «Santiago es ciudad que vive muerta» (Nº 1970, 28 de octubre de 1887). A pesar de esta convicción, el resultado de sus búsquedas desembocan normalmente en una descripción o narración de hechos, sin pretensión estética, que establece sí una primera distancia respecto de una escritura crudamente desubjetivada. Con todo, Kar es claramente más un reporter que un «fabulador».

Un tercer tipo expresa un conjunto muy impreciso de escrituras, por donde circula también la «publicística», cuyos énfasis son muy distintos caso a caso, que fluctúan entre la crónica y el ensayo, entre lo factual y lo lírico, entre el artículo de costumbres y la reseña de la vida de la ciudad, entre la descripción de hechos y los juicios valorativos, entre el referente externo y los estados anímicos del hablante, entre la mayor o menor actualidad del referente, entre la narración «realista» y la «recreativa», entre un orden secuencial y otro más arbitrario, y mil combinaciones más. En esta línea se pueden citar los escritos de Pic, Rien, Tres, Raúl, A. De Gilbert   —125→   (Pedro Balmaceda), Daniel Riquelme, ITO (Alberto Blest Bascuñan) y Jil Pérez (José Gregorio Ossa). El panorama se enredaría todavía más si nos detuviésemos en el carácter eminentemente nómade de estas firmas.

Desde sus propias, cambiantes y abigarradas condiciones de existencia, estos maltrechos sistemas de formación retoman de otra manera los viejos vínculos entre escritura y sociedad; vínculos que no se establecen apelando a los criterios políticos o propiamente argumentales de legitimación. Sistemas que, aunque en coexistencia y mezclados con el de los «publicistas», dan específicamente cuenta de unos poderes expresivos de los nuevos juegos de las letras y de la comunicación, de las compulsiones faústicas y de los cercos de «esa invasora autoridad de nuestros tiempos» (el público moderno).

En la propia superficie del periódico se llevan a cabo así unas síntesis o suturaciones que fueron problemáticas para el propio «modernismo» literario. En la presión de su planicie se conjuran las tendencias a contraponer el artista del ciudadano, la escritura del mundo, la fragmentación de la creación, lo íntimo de lo público. En esa planicie deja de ser una evidencia la afirmación de que la «negación del presente y / la / evasión a otros mundos / son las / características del artista en la moderna sociedad burguesa»66.

Finalmente, un modo de decir que ya no requiere, como dijo José Martí, de «luengas y pacientes obras», ¿no deja entrever uno de los rasgos importantes, tan liberador como privativo, del desarrollo posterior de la cultura moderna?



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ArribaAbajoVersos por rebeldía. La protesta social en la poesía popular. (Siglos XIX y XX)

Jorge Núñez Pinto


La visión festiva y pintoresquista acerca de la poesía popular, prohijada por la literatura de manual y el periodismo, comienza a ser revisada por investigadores y ensayistas, acentuando su carácter testimonial como sincera «autoconfesión» del alma colectiva. El camino abierto por Julio Vicuña Cifuentes, Antonio Acevedo Hernández, Juan Uribe Echevarría y Diego Muñoz es ahora transitado por estudiosos que han reivindicado las «décimas» como fuente historiográfica, valorizándolas como documentos fidedignos de nuestro pasado67.

La multiplicidad temática abordada por los poetas derivó en crónica apasionada de la sociedad chilena; sus voces se escucharon en las calles o en periódicos que predicaban una «pedagogía de la subversión» ante un orden excluyente y petrificado.

La historia oficial idealizaba el pasado -armónico y unánime en su interpretación- mientras los cantores populares rimaban el doloroso «presente» y la generosa rebeldía de los oprimidos.

Las desigualdades sociales agitaron a las colectividades políticas, el periodismo sindical y, obviamente, a la poesía de cordel que desnudó a la Arcadia republicana en versos simples e imaginativos. Daniel Meneses publicó un extenso «Contrapunto entre un obrero pobre y un rico millonario», captando en su vigencia cotidiana el eterno esquema del «poder y la subordinación».




El Obrero

Pretenden los millonarios
les diré yo en mi entender,
como dueño del poder
quitarnos nuestros salarios.
Fíjense, pues, perdularios
que el pueblo es soberano;
ya verán su fin cercano
los de la infame impiedad;
reclamemos libertad
compatriota ciudadano.
—128→


El Rico

El pueblo con su insolencia
sigue en las marchas airosas,
reclamando tantas cosas
me va sacar de paciencia;
castígalo Providencia
porque es un ignorante
está por salir triunfante
en un letargo profundo;
siendo que por todo el mundo
yo soy rico retumbante68.

La sociedad finisecular fue conmovida por el conflicto civil de 1891 y sus consecuencias repercutieron durante años en los estratos medios y populares. El fracaso del «constitucionalismo» ensombreció la primavera que prometieron sus ideólogos:


Prometida nube de oro
anunció bañar la tierra
la nobílisa guerra
de los Dioses del tesoro
mas ¡vergüenza! hoy es el lloro
del huérfano sin aliento
de viudas sin alimento
que a las puertas piden pan
mientras de los Dioses van
sus millones en aumento69.

El endeudamiento del nuevo gobierno ante la banca internacional provocó la desvalorización de la moneda, la reducción del poder adquisitivo y el costo de la vida alcanzó límites apenas soportables. La cesantía, el alza de precios y las huelgas dieron un marco patético al cambio de siglo. Adolfo Reyes glosó el desencanto por «la baja del cambio»:

  —129→  
Tan robando a discreción
todos estos caballeros
porque se hacen altaneros
y empobrecen la nación;
la culpa es del señor Montt,
que tal cosa permitió,
el millonario aceptó
hacer sufrir a nosotros
y de un momentito al otro
la plata se nos perdió70.

Juan Bautista Peralta -testigo fiel de su tiempo- derivó francamente a la militancia política reflejando la madurez del pueblo ante una realidad lacerante. Fue cofundador del Partido Conversionista en 1895 y luego reconocería filas en el Centro Social Obrero junto a Juan Rafael Allende y Carlos Pezoa Véliz, editando El Grito del Pueblo, vocero oficial de la colectividad. Fundó también el periódico José Arnero, donde defendía a obreros y domésticas. En los últimos años de su vida derivaría al anarquismo. En una celebrada «lira» retrataba «la situación del pueblo»:



En un lamentable estado
se encuentra el pueblo actualmente
a este estado indigente
se nos tiene condenado.

En vano el pobre andará
calle arriba, calle abajo
en busca de algún trabajo
porque no lo encontrará;
a tan gran necesidad
se nos tiene condenado,
y si el gobierno ha pensado
en salvar la situación,
tal vez71 por ver la nación
en un lamentable estado72.

  —130→  

La percepción sobre el derecho y la administración de justicia fue un tema recurrente entre los bardos callejeros que discurrieron acerca de «la desigualdad de la ley». Adolfo Reyes dio un tono intimista al conflicto en «La Libertad en Chile»:


    Si un hombre anda rotoso
aunque sea el más de bien
luego un guardián sin vaivén
lo acrimina que es mañoso,
me lo lleva al calabozo
porque no se disculpó.
Si este tan fatal cayó
sería por andar sin ni cobre
en tal suerte para el pobre
la libertad se acabó73.

La cárcel y la represión, corolario lógico de esta paradojal institución de justicia llevó a Bernardino Guajardo a titular sus versos, precisamente, «La Justicia de este mundo»:


Por robarme cuatro pesos
y sin ser un forajido
aquí me encuentro mi amigo
hasta los tuétanos preso.
Con mucha pena confieso
mis negras desilusiones
porque sé que las prisiones
sólo se hicieron pal pobre
y es posible que zozobre
por no robarme millones74.

El rechazo a la pena de muerte también lo podemos dimensionar a través de las «liras». Su lectura nos entrega la percepción de un segmento social ante la legislación, implacable y selectiva, que lo victimó en aras de intereses y prejuicios.

Para el pueblo (y sus voceros) la pena capital no fue un acto punitivo generado por la ley, sino represión despiadada de un sistema estamental que negaba a los pobres la defensa equitativa... y, a veces, la última comunión.

  —131→  

En los muros de la cárcel de Santiago, en 1884, un verso sentenciaba:


En este lugar maldito
donde reina la tristeza
no se castiga el delito
se castiga la pobreza75.

La poesía popular del siglo XIX recogió las protestas colectivas promovidas por organizaciones sindicales, peticiones de indultos a las autoridades e incluso alegó razones místico-religiosas para forzar la supresión de las ejecuciones. Estas llegaron a límites traumáticos a fines del siglo: cuatro en 1895. Ese año, Daniel Meneses reclamó:


Al fin me pregunto hasta cuándo
regirá en Chile esta ley
que con imperio de rey
siguen y siguen baleando.
Mucho está ya esto afeando
en nuestra patria florida,
el banco del homicida
borrarlo será mejor
porque solo el Hacedor
es el que da muerte y da la vida76.

En esta singular fuente documental se «advierte que el pueblo no justificó los crímenes de los condenados», pero tampoco legitimó la última pena, decisión inhumana y contraria al carisma de un Estado que entonces reconocía como religión oficial a la católica, apostólica y romana.

La pena de muerte demostró, en forma irrefutable y dramática, la «desigualdad entre el rico y el pobre».


Los ricos ¿Por qué77 razón
ninguno muere baleado?
El pobre por cualquier nada
a la muerte es sentenciado.
—132→
Hay una desigualdad
en el Código Penal,
porque al rico criminal
lo miran con más piedad.
Al pobre digo en verdad
no le tiene compasión;
las leyes de la nación
digo al fijar la partida,
pocos pagan con la vida
los ricos ¿por qué razón?78.

La coyuntura económica, incidentalmente feliz, iniciada al mediar el siglo pasado creó fortunas impresionantes para la época. La elite emergente construyó palacios y edificios inspirados en el gusto europeo. La capital vio levantarse una arquitectura rutilante, pero el rostro de la ciudad continuó ensombrecido por el conventillo y la cité. La «tugurización» de Santiago fue una realidad impactante que promovió el debate periodístico y parlamentario... y el reclamo del poeta popular:


El pueblo vive oprimido
en un cuarto nauseabundo
de aquel conventillo inmundo
que el arriendo le han subido;
allí vive acometido
por microbios purulentos79.

El tono esperanzado y optimista no estuvo ausente en la voz del pueblo. Juan Bautista Peralta recuerda que:


La Lira siempre ha abogado
porque se hagan poblaciones
con limpias habitaciones
por cuenta del propio Estado
por el obrero esforzado
viviría como gente
así el gobierno realmente
construyera casitas
higiénicas y bonitas
y baratas francamente.
—133→
Así abría competencia
y sin apelar a leyes
    viviríamos como reyes
los hijos de la indigencia
salud, limpieza y decencia
daría al pueblo el Gobierno
su nombre sería eterno
por más que fuese sencillo
y entonces el conventillo
irá a parar al infierno80.

El conventillo y su entorno social ocupó un lugar en la novela y el cuento, trasladando a la literatura el día a día de un microcosmo doliente y siniestro. El tema alcanzaría su paradigma en La viuda del conventillo de Alberto Romero (1930) y La sangre y la esperanza de Nicomedes Guzmán (1943).

La mendicidad y el vagabundaje fueron la «otra herencia» de la sociedad colonial y se mantuvieron inconmovibles durante los años republicanos. Los relatos de viajeros y cronistas comentan o insinúan discretamente la presencia de «malentretenidos», vagos y mendigos en el medio rural y urbano.

Un estamento sin filiación social, desarraigado, dispuesto siempre a la asonada o al bandidaje cuando la ocasión lo favorecía. Estos elementos, decantados por una estructura de clases, preocuparon a la dirigencia política y a la jerarquía eclesiástica; ambas, con perspectivas diferentes entregaron fórmulas para la supresión, pasiva o violenta. No debe extrañar entonces que en 1872, Benjamín Vicuña Mackenna, brillante intendente de Santiago, dictara un decreto prohibiendo el ejercicio de la mendicidad. El periodismo comentó el insólito documento, alabando o impugnando sus intenciones. El Independiente editorializaba en mayo de ese año:

«Estamos cansados de oír que en Santiago nadie se muere de hambre; y entre tanto los que han vivido algunos años visitando a los pobres a domicilio, los que saben cómo viven, dónde viven, y con qué viven, saben que no exageramos afirmando que de diez párvulos que se mueren en la clase menesterosa, cinco al menos mueren de hambre y de miseria, y que de diez adultos, tres mueren por esa misma causa81.



El mendigo es un personaje obligado en el paisaje urbano de Chile, diríamos «folclorizado» por su persistencia y un referente para muchas generaciones que conservan sus apodos y anécdotas en los recuerdos de infancia. Bernardino Guajardo dejó estos versos, en 1881, al asumir Domingo Santa María:

  —134→  
Uno sale a recorrer
por las calles y caminos
y está lleno de mendigos
que da lástima de ver.
Esto le doy a entender
hoy al nuevo presidente
haga que toda la gente
pueda vivir otra vez
y que destierre después
la miseria al indigente82.

La devaluación monetaria y la baja del cambio, fenómeno endémico en la economía nacional, golpeó dramáticamente a los pobres de la ciudad que resintieron las debilidades de una economía dependiente y la incapacidad de las minorías gobernantes, siempre atentas a cautelar sus intereses e inversiones. Los sutiles debates de ministros y economistas no alcanzaron al estrato popular, pero estos versos no admiten dudas:


En grande abismo está el pobre
y es preciso que se ataje,
por mucho que este trabaje
no conserva nunca un cobre;
aunque este no lo malogre
dinero no guarda en caja
menos comprará una alhaja,
porque hoy el rico usurero
atacando al despachero
el cambio se halla de baja83.

El detalle fue asimilado por el poeta y las consecuencias no escaparon a su agudeza:


Veintitrés cobres cabales
es lo vale hoy un peso
y estando hundido por eso
hay que remediar los males.

La depresión económica se prolongó en el siglo actual y los signos oscuros de la miseria quedaron en la sociedad chilena con caracteres definitivos:

  —135→  
El arriendo está muy caro
de todita habitación,
en muy triste situación
por causa del rico avaro
sin hallar ningún reparo;
se ve el pueblo delirando
por todas partes reinando
está la peste y el hambre
de miseria como alambre
el Pobre se está quejando84.

En la década del veinte -tiempo de crisis y conflictos políticos- el panorama seguía inconmovible. Juan Esteban Montero, recibió este llamado de Juan Bautista Peralta, al asumir provisionalmente el poder:


Por favor Sr. Montero,
escuche por compasión
    esta queja y petición
que le formula un obrero,
don Juanito, desde Enero
a que no sé trabajar,
mucho menos almorzar,
por lo cual mis tripas vanas
pasan tocándome dianas
en la guata sin cesar85.

La carestía, la escasez y los abusos del comercio menudo eran los efectos residuales del quiebre que, obviamente, sufrían los desposeídos. Rosa Araneda no necesitó motivaciones para expresar este sombrío panorama:

  —136→  
El sueldo no está alcanzando
con esta vida tan cara
me contaba doña Clara
cuando estaba cocinando.
El té está por las alturas
fideos y tallarines
zapatos y calcetines
la grasa y la levadura.
Los pulpos con gran frescura
lo están todo fondeando
el pan se sigue achicando
que diremos de la leche
y pa'hacer un escabeche
el sueldo no está alcanzando86.

Para muchos la emigración se presentó tentadoramente. El atractivo de «comenzar otra vida», nuevamente apareció en el imaginario popular:


emigrar a la Argentina
piensan muchos del país
en un estado infeliz
hasta que cese la ruina.

La poetisa, sensible e intuitiva, versificó acerca de la ruina del chileno y protección del extranjero», dando una visión inmediatista pero sincera acerca del inmigrante que arribaba al país, protegido por una legislación sentimentaloide e inmadura, aunque no discrimina a aquellos que lograron una situación después de años (o generaciones) de sacrificios y privaciones en un entorno extraño conmovido por contradicciones profundas.


De Europa vienen millones
que la suerte los maltrata,
a juntarse a Chile plata
por sacos y por montones.
De aquellas vastas regiones
llegan esos hombres viles
como grandes varoniles
y luego se hacen feliz,
porque hallan en mi país
quien lo habilite con miles.
—137→
De los empleos mejores
siempre son los preferidos;
del nacional distinguidos
como ricos inventores;
puestos y grandes honores
se le da al todo el que viene87.

La conciencia de los trabajadores, galvanizada por la pobreza y la marginalidad, les obligó a repensar su presencia en el espectro social. El obrero y el «roto» fueron idealizados como paradigmas del trabajo creador y símbolos de la rebeldía. A comienzos de siglo circuló una curiosa «Marsellesa socialista» cuyo anónimo autor declamaba apasionadamente:


Vamos hijos del trabajo
a afianzar la libertad
que otra vez el sangriento estandarte
los tiranos pretenden alzar.
Ved cruzar por esas calles
a esa turba cobarde y audaz
fusilar a los rotos pretenden
¡y arrasar con la sangre su hogar!
Ciudadanos: la gloria presida,
del trabajo al obrero feliz,
y más tarde la patria querida
nuestros huesos podrá bendecir,
de Bilbao, a la sombra bendita
reclamemos altura y tesón,
invocando al pendón que se agita
haga en Chile triunfar la razón88.

Con el mismo sentir, el tipógrafo Cosme Damián Lagos escribió en 1875 el «Himno del Obrero». Dos años después, Valentín R. Molina le puso música, siendo ejecutado en 1879 en la Filarmónica Obrera de Santiago. Las estrofas finales cantaban que:

  —138→  

El obrero es el hombre más libre
el obrero ante nadie se humilla
y aunque su alma parezca sencilla
lleva un germen en sí de altivez.
Él será la paloma que siempre
a los pueblos ventura procure;
no palanca servil que asegure
la prez de otros; su yugo después.

En sus venas circula la sangre
que hace al hombre valiente y patriota,
mientras de ella le quede una gota
sus derechos sabrá disputar.
Del deber en la senda del mundo
seguirá con anhelo la vía
su bandera, su norte, su guía
libertad y progreso será89.

El largo y tortuoso camino en busca de justicia y equidad estuvo jalonado de episodios traumáticos que la poesía popular recogió, divulgando el heroísmo cotidiano de esos «rebeldes primitivos» que oscuramente comprendieron que «alguna vez» debían responder a la indiferencia. El siglo presente se abrió con la trágica tarde del 21 de diciembre de 1907, en la plaza aledaña a la Escuela Santa María, en Iquique, donde cerca de dos mil obreros salitreros fueron inmolados:


Sublimes víctimas que bajaron
desde la pampa, llenas de fe
y a su llegada lo que encontraron
la ruin metralla tan solo fue90.

La masacre fue conocida en detalle por los informes de prensa y el testimonio de quienes vivieron esa jornada que paralizó momentáneamente al movimiento sindical.

Juan Bautista Peralta escribió sobre «La horrible matanza de Iquique»:

  —139→  
En esa ciudad gloriosa
teatro ayer del heroísmo,
hoy cuna del despotismo
se mata en forma horrorosa.
Se fusila y se destroza
a la multitud explotada,
sin haber obrado nada
que mereciera tal suerte;
esa ciudad llora inerte
sumamente acongojada91.

El Congreso Social Obrero llamó a una huelga general que no tuvo eco. El mismo poeta lo consigna en estos versos:


Los gremios de resistencia
que en el país hay formados,
ir a Montt han acordado
solicitando clemencia.
Si en él no hallan condolencia,
nuestro Congreso Social
llamará en forma especial
a los obreros de Chile,
para hacer en un desfile
una huelga general92.

Mas tarde el «oro blanco» volvería a teñirse de rojo en San Gregorio (1921), La Coruña (1925) y Pedro de Valdivia (1956) y, en fin, donde se alzaran las voces que clamaban por un orden más justo y humanitario.

Las obligaciones impuestas por el servicio en la «guardia nacional» y la recluta forzosa para el ejército y la armada fueron una constante pesadilla para los estratos populares que interpretaron estos deberes como otra forma de opresión. Hasta 1900 cuando se implanta el Servicio Militar Obligatorio, las unidades debían completar sus dotaciones con voluntarios que servían por cinco años, pero el rechazo a la vida militar, llevó a la conscripción violenta, en campos y ciudades.

  —140→  
Siendo guaina me agarraron
mientras andaba vaqueando
gente que andaba enganchando
y en un cuartel me filiaron;
a la cuadra me llevaron
en contra todo mi agrado
como al mes fui acariciado
por membrillana varilla,
por esta razón sencilla
yo no quiero ser soldado93.

La falta de presupuesto para el ejército fue un problema crónico durante el siglo pasado y el actual. La paga destinada a la tropa, según un Ministro de Guerra «es inferior al diario de que disfruta el último de los jornaleros».


Y cuando el mes se desliza
y cobra lo que ha ganado,
nota que le han descontado
la mitad de lo que gana,
le pagan una nuez vana
y el trabajo redoblado94.

Los castigos físicos -azotes y palos- eran parte de la rutina cuartelera e incluso durante Guerra del Pacífico se aplicaron ostentosamente. La introducción de reglamentos prusianos y la profesionalización del ejército modificaron la crueldad del régimen disciplinario y disminuyeron las deserciones masivas.

Las contiendas electorales -rito secular del liberalismo- garantizaban el ejercicio democrático del poder, según predicaban sus doctrinarios desde 1810. Sin embargo, la realidad mostraba el rostro patético y carnavalesco de la «cosa política», manejada por una elite que decidía en los salones y en los bancos la postulación y elección de los «representantes del pueblo».

En 1901, Enrique Mac-Iver declaraba amargamente:

«¡Cuántos esfuerzos y cuántos sacrificios costó el derecho electoral! Esa conquista del trabajo de muchos años, ese fruto de las lágrimas de nuestras mujeres y de la sangre de nuestros conciudadanos, ese precio de la energía y de la perseverancia de nuestros políticos y del pueblo, esa base de nuestras instituciones, del buen gobierno y del orden público, es mercancía que se compra y que se vende, materia que se falsifica, tema de una burda y siniestra comedia»95.



  —141→  

Bernardino Guajardo confirma en sus versos la tragicomedia de las elecciones y las votaciones, que periódicamente convocaba a los ciudadanos, en medio de sonoros discursos y violentos encuentros callejeros:


Los temibles oficiales
o de Satanás, ministros,
despedazaban registros
y herían a los vocales;
como fieras infernales
profanaban lo sagrado;
hemos visto y presenciado
lo que dice aquel adagio:
para vender su sufragio
unos se han calificado96.

Las jornadas «cívicas» eran minuciosamente preparadas por el oficialismo a través de sus agentes territoriales e igual tarea asumía la oposición que pretendía usufructuar del poder o coaccionar a sus titulares mediante mayorías parlamentarias obstruccionistas.

Claro está, la pugna ideológica -en la prensa o el folleto- se dirimía, finalmente, a punta de palos y sablazos repartidos selectivamente por grupos especialmente aleccionados.



A estos valientes les dieron
algunos tragos de chicha,
y otros tragos de aguardiente
válgame Dios qué desdicha,
y con esto se pusieron
los rotos como una víbora.

Después de recibir órdenes
ya todos se repartían
en distintas direcciones
según el mando que había97.

El escepticismo y la amargura de los estratos populares era explicable, pues luego de las elecciones nada parecía cambiar. El «mundo feliz» ofertado por los candidatos desaparecía al día siguiente y continuaba la pobreza secular junto al desdén del patriciado, que con igual ligereza olvidaba lo prometido.

  —142→  
A dónde vamos a dar
con semejante doctrina;
allí están chupa que chupa
la teta día por día,
y el pobre pueblo paciente
tiene la gran garantía
de ser hacheado y sableado
con la mayor villanía98.

Juan Bautista Peralta lúcidamente versificó sobre esta fatal opción que motivaba incidentalmente a las masas y que tardíamente pudo quebrar cuando las colectividades políticas de raigambre popular se crearon un espacio en el sistema parlamentario.



¡Cuidado con los Pilatos!
¡Alerta, tú, Democracia!
Es una infame desgracia
ir con estos altaneros
¡No sé cómo los obreros
siguen a la aristocracia!

No seamos ignorantes,
trabajemos más constantes
para podernos unir
y jamás nunca seguir
a los partidos farsantes99.

CONCLUSIONES

Desvelar100 la conciencia histórica del «pueblo profundo» en Chile es, sin duda, una empresa plena de dificultades y exigencias. La limitante lógica de las fuentes (perecibles) y el prejuicio institucionalizado, conspiran febrilmente para lograr el rescate de las «otras voces» que se escucharon en calles y plazas, testimoniando el sentir de los desposeídos.

Los poetas populares, esos «bardos carnales transhumados» como los llamó Pablo Garrido101 dejaron en sus versos ingenuos y rebeldes el sentir de los «eternos ausentes» que, sin embargo, construyeron una nacionalidad con energía, devoción y sufrimiento. No encontraremos en ellos una declamación amarga y desesperada, sino una arenga que convoca la esperanza y la solidaridad.

  —143→  

Muchos autores reconocieron filas en el Partido Democrático y otras entidades representativas de los intereses colectivos. Esta conciencia (ahora política) clarificó sus ideas -anárquicas o sentimentales, a veces- y cimentó una percepción más combativa que, obviamente, se trasladó a sus décimas. Juan Bautista Peralta, Rosa Araneda, Adolfo Reyes, Nicario García, Rómulo Larrañaga y Juan Rafael Allende unieron a su talento e intuición, el carisma del militante.

El quehacer de una novel generación de escritores y ensayistas ha captado el potencial de la poesía popular como fuente historiográfica, quebrando el esquema consagrado que la condenó al silencio.

El protagonismo de los humildes revive, entonces, como un acto de justicia y reivindicación. La historia como acción humana y social no puede olvidar a nadie; ni menos a aquellos que cantaron la rebeldía contra un orden compulsivo e injusto.