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ArribaAbajo- XI -

El patriarca de Aldeacorba


-Ya la están ordeñando -dijo antes de saludarles-. Supongo que todos tomarán leche. ¿Cómo va ese valor, doña Sofía?... ¿Y usted, D. Teodoro?... ¡Buena carga se ha echado a cuestas! ¿Qué tiene María Canela?... una patita mala. ¿De cuándo acá gastamos esos mimos?

Entraron todos en el patio de la casa. Oíanse los graves mugidos de las vacas que acababan de entrar en el establo, y este rumor, unido al grato aroma campesino del heno que los mozos subían al pajar, recreaba dulcemente los sentidos y el ánimo.

El médico sentó a la Nela en un banco de piedra en un banco de piedra, y ella, paralizada por el respeto, no se atrevía a hacer movimiento alguno y miraba a su bienhechor con asombro.

-¿En dónde está Pablo? -preguntó el ingeniero.

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-Acaba de bajar a la huerta -replicó el señor de Penáguilas, ofreciendo una rústica silla a Sofía-. Mira, Nela, ve y acompáñale.

-No, no quiero que ande todavía -objetó Teodoro, deteniéndola-. Además va a tomar leche con nosotros.

-¿No quiere usted ver a mi hijo esta tarde? -preguntó el señor de Penáguilas.

-Con el examen de ayer me basta -replicó Golfín-. Puede hacerse la operación.

-¿Con éxito?

-¡Ah! ¡Con éxito!... eso no se puede decir. ¡Cuán gran placer sería para mí dar la vista a quien tanto la merece! Su hijo de usted posee una inteligencia de primer orden, una fantasía superior, una bondad exquisita. Su absoluto desconocimiento del mundo visible hace resaltar más aquellas grandiosas cualidades... se nos presentan solas, admirablemente sencillas, con todo el candor y el encanto de las grandes creaciones de la Naturaleza, donde no ha entrado el arte de los hombres. En él todo es idealismo, un idealismo grandioso, enormemente bello. Es como un yacimiento colosal, como el mármol en las canteras... No conoce la realidad... vive la vida interior, la vida de ilusión pura... ¡Oh! ¡Si pudiéramos darle vista!... A veces me digo: «si al darle   —139→   la vista le convertiremos de ángel en hombre...» Problema y duda tenemos aquí... Pero hagámosle hombre; ese es el deber de la ciencia; traigámosle del mundo de las ilusiones a la esfera de la realidad, y entonces, dado su poderoso pensar, será verdaderamente inteligente y discreto; entonces sus ideas serán exactas y tendrá el don precioso de apreciar en su verdadero valor todas las cosas.

Sacaron los vasos de leche blanca, espumosa, tibia, rebosando de los bordes con hirviente oleada. Ofreció Penáguilas el primero a Sofía, y los caballeros se apoderaron de los otros dos. Teodoro Golfín dio el suyo a la Nela, que abrumada de vergüenza se negaba a tomarlo.

-Vamos, mujer -dijo Sofía- no seas mal criada: toma lo que te dan.

-Otro vaso para el Sr. D. Teodoro -dijo D. Francisco al criado.

Oyose enseguida el rumorcillo de los menudos chorros que salían de la estrujada ubre.

-Y tendrá la apreciación justa de todas las cosas -dijo D. Francisco, repitiendo esta frase del doctor, la cual había hecho no poca impresión en su espíritu-. Ha dicho usted, señor D. Teodoro, una cosa admirable. Y ya que de esto hablamos, quiero confiarle las inquietudes que hace días tengo. Sentareme también.

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Acomodose D. Francisco en un banco que a la mano tenía. Teodoro, Carlos y Sofía se habían sentado en sillas traídas de la casa, y la Nela continuaba en el banco de piedra. La leche que acababa de tomar le había dejado un bigotillo blanco en su labio superior.

-Pues decía, Sr. D. Teodoro, que hace días me tiene inquieto el estado de exaltación en que se halla mi hijo: yo lo atribuyo a la esperanza que le hemos dado... Pero hay más, hay más. Ya sabe usted que acostumbro leerle diversos libros. Creo que ha enardecido demasiado su pensamiento con mis lecturas, y que se ha desarrollado en él una cantidad de ideas superior a la capacidad del cerebro de un hombre que no ve. No sé si me explico bien.

-Perfectamente.

-Sus cavilaciones no acaban nunca. Yo me asombro de oírle y del meollo y agudeza de sus discursos. Creo que su sabiduría está llena de mil errores por la falta de método y por el desconocimiento del mundo visible.

-No puede ser de otra manera.

-Pero lo más raro es que, arrastrado por su imaginación potente, la cual es como un Hércules atado con cadenas dentro de un calabozo y que forcejea por romper hierros y muros...

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-Muy bien, muy bien dicho.

-Su imaginación, digo, no puede contenerse en la oscuridad de sus sentidos, y viene a este nuestro mundo de luz y quiere suplir con sus atrevidas creaciones la falta de sentido de la vista. Pablo posee un espíritu de indagación asombroso; pero este espíritu de investigación es un valiente pájaro con las alas rotas. Hace días que está delirante, no duerme, y su afán de saber raya en locura. Quiere que a todas horas le lea libros nuevos, y a cada pausa hace las observaciones más agudas con una mezcla de candor que me hace reír. Afirma y sostiene grandes absurdos, y vaya usted a contradecirle... Temo mucho que se me vuelva maniático; que se desquicie su cerebro... ¡Si viera usted cuán triste y caviloso se me pone a veces!... Y coge un tema, y dale que le darás, no lo suelta en una semana. Hace días que no sale de un tema tan gracioso como original. Ha dado en sostener que la Nela es bonita.

Oyéronse risas, y la Nela se quedó como púrpura.

-¡Que la Nela es bonita! -exclamó Teodoro cariñosamente-. Pues sí que lo es.

-Ya lo creo, y ahora que tiene su bigote blanco -dijo Sofía.

-Pues sí que es guapa -repitió Teodoro, tomándole   —142→   la cara-. Sofía, dame tu pañuelo... Vamos, fuera ese bigote.

Teodoro devolvió a Sofía su pañuelo después de afeitar a la Nela. Díjole a esta D. Francisco que fuese a acompañar al ciego, y cojeando entró en la casa.

-Y cuando le contradigo -añadió el señor de Aldeacorba- mi hijo me contesta que el don de la vista quizás altere en mí ¡qué disparate más gracioso!, la verdad de las cosas.

-No le contradiga usted y suspenda por ahora absolutamente las lecturas. Durante algunos días ha de adoptar un régimen de tranquilidad absoluta. Hay que tratar al cerebro con grandes miramientos antes de emprender una operación de esta clase.

-Si Dios quiere que mi hijo vea -dijo el señor de Penáguilas con fervor- le tendré a usted por el más grande, por el más benéfico de los hombres. La oscuridad de sus ojos es la oscuridad de mi vida: esa sombra negra ha hecho tristes mis días, entenebreciéndome el bienestar material que poseo. Soy rico: ¿de qué me sirven mis riquezas? Nada de lo que él no pueda ver es agradable para mí. Hace un mes he recibido la noticia de haber heredado una gran fortuna... ya sabe usted, Sr. D. Carlos, que mi primo Faustino ha muerto en Matamoros.   —143→   No tiene hijos; le heredamos mi hermano Manuel y yo... Esto es echar margaritas a puercos, y no lo digo por mi hermano, que tiene una hija preciosa ya casadera; dígolo por este miserable que no puede hacer disfrutar a su único hijo las delicias honradas de una buena posición.

Siguió a estas palabras un largo silencio, sólo interrumpido por el cariñoso mugido de las vacas en el cercano establo.

-Para él -añadió el patriarca de Aldeacorba con profunda tristeza- no existe el goce del trabajo, que es el primero de todos los goces. No conociendo las bellezas de la Naturaleza, ¿qué significan para él la amenidad del campo ni las delicias de la agricultura? Yo no sé cómo Dios ha podido privar a un ser humano de admirar una res gorda, un árbol cuajado de peras, un prado verde, y de ver apilados los frutos de la tierra y de repartir su jornal a los trabajadores y de leer en el cielo el tiempo que ha de venir. Para él no existe más vida que una cavilación febril. Su vida solitaria ni aun tendrá el consuelo de la familia, porque cuando yo me muera ¿qué familia tendrá el pobre ciego? Ni él querrá casarse, ni habrá mujer de punto que con él se despose, a pesar de sus riquezas, ni yo le aconsejaré tampoco   —144→   que tome estado. Así es que cuando el señor D. Teodoro me ha dado esperanza... he visto el cielo abierto; he visto una especie de Paraíso en la tierra... he visto un joven y alegre y sencillo matrimonio; he visto ángeles, nietecillos alrededor de mí; he visto mi sepultura embellecida con las flores de la infancia, con las tiernas caricias que aun después de mi última hora subsistirán acompañándome debajo de la tierra... Ustedes no comprenden esto; no saben que mi hermano Manuel, que es más bueno que el buen pan, luego que ha tenido noticia de mis esperanzas, ha empezado a hacer cálculos y más cálculos... Vean ustedes lo que me dice... (Sacó varias cartas que revolvió breve rato sin dar con la que buscaba)... En resumidas cuentas, él está loco de contento, y me ha dicho: «Casaré a mi Florentina con tu Pablito, y aquí tienes colocado a interés compuesto el medio millón de pesos del primo Faustino...» Me parece que veo a Manolo frotándose las manos y dando zancajos como es su costumbre cuando tiene una idea feliz. Les espero a él y a su hija de un momento a otro: vienen a pasar conmigo el 4 de octubre y a ver en qué para esta tentativa de dar luz a mi hijo...

Iba avanzando mansamente la noche y los   —145→   cuatro personajes rodeábanse de una sombra apacible. La casa empezaba a humear, anunciando la grata cena de aldea. El patriarca, que parecía la expresión humana de aquella tranquilidad melancólica, volvió a tomar la palabra, diciendo:

-La felicidad de mi hermano y la mía dependen de que yo tenga un hijo que ofrecer por esposo a Florentina, que es tan guapa como la Madre de Dios, como la Virgen María Inmaculada según la pintan cuando viene el ángel a decirle: «el Señor es contigo...» Mi ciego no servirá para el caso... pero mi hijo Pablo con vista será la realidad de todos mis sueños y la bendición de Dios entrando en mi casa.

Callaron todos, hondamente impresionados por la relación tan patética como sencilla del bondadoso padre. Este llevó a sus ojos la mano basta y ruda, endurecida por el arado, y se limpió una lágrima:

-¿Qué dices tú a eso, Teodoro? -preguntó Carlos a su hermano.

-No digo más sino que he examinado a conciencia este caso, y que no encuentro motivos suficientes para decir: «no tiene cura», como han dicho los médicos famosos a quienes ha consultado nuestro amigo. Yo no aseguro la   —146→   curación; pero no la creo imposible. El examen catóptrico que hice ayer no me indica lesión retiniana ni alteración de los nervios de la visión. Si la retina está bien, todo se reduce a quitar de en medio un tabique importuno... El cristalino, volviéndose opaco y a veces duro como piedra, es el que nos hace estas picardías. Si todos los órganos desempeñaran su papel como les está mandado... Pero allí, en esa república del ojo, hay muchos holgazanes que se atrofian...

-De modo que todo queda reducido a una simple catarata congénita -dijo el patriarca con afán.

-¡Oh, no, señor; si fuera eso sólo, seríamos felices! Bastaba decretar la cesantía de ese funcionario que tan mal cumple su obligación... Le mandan que dé paso a la luz, y en vez de hacerlo, se congestiona, se altera, se endurece, se vuelve opaco como una pared. Hay algo más, Sr. D. Francisco. El iris tiene fisura. La pupila necesita que pongamos la mano en ella. Pero de todo eso me río yo, si cuando tome posesión de ese ojo por tanto tiempo dormido, entro en él y encuentro la coroides y la retina en buen estado. Si por el contrario después que aparte el cristalino, entro con la luz en mi nuevo palacio recién conquistado, y   —147→   me encuentro con una amaurosis total... Si fuera incompleta, habríamos ganado mucho; pero si es general... Contra la muerte del aparato nervioso de la visión no podemos nada. Nos está prohibido meternos en las honduras de la vida... ¿Qué hemos de hacer? Paciencia. El caso presente ha llamado extraordinariamente mi atención: hay síntomas de que los aposentos interiores no están mal. Su Majestad la retina se halla quizás dispuesta a recibir los rayos lumínicos que se le quieran presentar. Su Alteza el humor vítreo probablemente no tendrá novedad. Si la larguísima falta de ejercicio en sus funciones le ha producido algo de glaucoma... una especie de tristeza... ya trataremos de arreglarle. Todo estará muy bien allá en la cámara regia... Pero pienso otra cosa. La fisura y la catarata permiten comúnmente que entre un poco de claridad, y nuestro ciego no percibe claridad alguna. Esto me ha hecho cavilar... Verdad es que las capas corticales están muy opacas... los obstáculos que halla la luz son muy fuertes... Allá veremos, D. Francisco. ¿Tiene usted valor?

-¿Valor? ¡Que si tengo valor! -exclamó don Francisco con cierto énfasis.

-Se necesita mucho valor para afrontar el caso siguiente...

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-¿Cuál?

-Que su hijo de usted sufra una operación dolorosa, y después se quede tan ciego como antes... Yo dije a usted: «La imposibilidad no está demostrada, ¿hago la operación?»

-Y yo respondí, y ahora respondo: «Hágase la operación, y cúmplase la voluntad de Dios. Adelante.»

-¡Adelante! Ha pronunciado usted mi palabra.

Levantose D. Francisco y estrechó entre sus dos manos la de Teodoro, tan parecida a la zarpa de un león.

-En este clima la operación puede hacerse en los primeros días de Octubre -dijo Golfín-. Mañana fijaremos el tratamiento a que debe sujetarse el paciente... Y nos vamos, que se siente fresco en estas alturas.

Penáguilas ofreció a sus amigos casa y cena, mas no quisieron estos aceptar. Salieron todos, juntamente con la Nela, a quien Teodoro quiso llevar consigo, y también salió D. Francisco para hacerles compañía hasta el establecimiento.

Convidados del silencio y belleza de la noche, fueron departiendo sobre cosas agradables; unas relativas al rendimiento de las minas, otras a las cosechas del país. Cuando los   —149→   Golfines entraron en su casa, volviose a la suya don Francisco solo y triste, andando despacio y con la vista fija en el suelo. Pensaba en los terribles días de ansiedad y de esperanza, de sobresalto y dudas que iban a venir. Por el camino encontró a Choto y ambos subieron lentamente la escalera de palo. La luna alumbraba bastante, y la sombra del patriarca subía delante de él quebrándose en los peldaños y haciendo como unos dobleces que saltaban de escalón en escalón. El perro iba a su lado. No teniendo D. Francisco otro ser a quien fiar los pensamientos que abrumaban su cerebro, dijo así:

-Choto, ¿qué sucederá?



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ArribaAbajo- XII -

El doctor Celipín


El señor Centeno, después de recrear su espíritu en las borrosas columnas del Diario, y la Señana, después de gustar el más embriagador deleite sopesando lo contenido en el calcetín, se acostaron. Habían marchado también los hijos a reposar sobre sus respectivos colchones. Oyose en la sala una retahíla que parecía oración o romance de ciego; oyéronse bostezos, sobre los cuales trazaba cruces el perezoso dedo... La familia de piedra dormía.

Cuando la casa fue el mismo Limbo, oyose en la cocina rumorcillo como de alimañas que salen de sus agujeros para buscarse la vida. Las cestas se abrieron y Celipín oyó estas palabras:

-Celipín, esta noche sí que te traigo un buen regalo; mira.

Celipín no podía distinguir nada; pero alargando   —152→   su mano tomó de la de María dos duros como dos soles, de cuya autenticidad se cercioró por el tacto, ya que por la vista difícilmente podía hacerlo, quedándose pasmado y mudo.

-Me los dio D. Teodoro -añadió la Nela- para que me comprara unos zapatos. Como yo para nada necesito zapatos, te los doy, y así pronto juntarás aquello.

-¡Córcholis!, ¡que eres más buena que María Santísima!... Ya poco me falta, Nela, y en cuanto apande media docena de reales... ya verán quién es Celipín.

-Mira, hijito, el que me ha dado ese dinero andaba por las calles pidiendo limosna cuando era niño, y después...

-¡Córcholis! ¡Quién lo había de decir!... D. Teodoro... ¡Y ahora tiene más dinero!... Dicen que lo que tiene no lo cargan seis mulas.

-Y dormía en las calles y servía de criado y no tenía calzones... en fin, que era más pobre que las ratas. Su hermano D. Carlos vivía en una casa de trapo viejo.

-¡Jesús! ¡Córcholis! Y qué cosas se ven por esas tierras... Yo también me buscaré una casa de trapo viejo.

-Y después tuvo que ser barbero para ganarse la vida y poder estudiar.

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-Miá tú... yo tengo pensado irme derecho a una barbería... Yo me pinto solo para rapar... ¡Pues soy yo poco listo en gracia de Dios! Desde que yo llegue a Madrid, por un lado rapando y por otro estudiando, he de aprender en dos meses toda la ciencia. Miá tú, ahora se me ha ocurrido que debo tirar para médico... Sí, médico, que echando una mano a este pulso, otra mano al otro, se llena de dinero el bolsillo.

-D. Teodoro -dijo la Nela- tenía menos que tú, porque tú vas a tener cinco duros, y con cinco duros parece que todo se ha de venir a la mano. Aquí de los hombres guapos. Don Teodoro y D. Carlos eran como los pájaros que andan solos por el mundo. Ellos con su buen gobierno se volvieron sabios. D. Teodoro leía en los muertos y D. Carlos leía en las piedras, y así los dos aprendieron el modo de hacerse personas cabales. Por eso es D. Teodoro tan amigo de los pobres. Celipín, si me hubieras visto esta tarde cuando me llevaba al hombro... Después me dio un vaso de leche y me echaba unas miradas11 como las que se echan a las señoras.

-Todos los hombres listos somos de ese modo -observó Celipín con petulancia-. Verás tú qué fino y galán voy a ser yo cuando   —154→   me ponga mi levita y mi sombrero de una tercia de alto. Y también me calzaré las manos con eso que llaman guantes, que no pienso quitarme nunca como no sea sino para tomar el pulso... Tendré un bastón con una porra dorada y me vestiré... eso sí, en mis carnes no se pone sino paño fino... ¡Córcholis! Te vas a reír cuando me veas.

-No pienses todavía en esas cosas de remontarte mucho, que eres más pelado que un huevo -le dijo ella-. Vete poquito a poquito; hoy me aprendo esto, mañana lo otro. Yo te aconsejo que antes de aprender eso de curar a los enfermos, debes aprender a escribir para que pongas una carta a tu madre pidiéndole perdón y diciéndole que te has ido de tu casa para afinarte, hacerte como D. Teodoro y ser un médico muy cabal.

-Calla, mujer... ¿Pues qué creías que la escritura no es lo primero?... Deja tú que yo coja una pluma en la mano y verás qué rasgueos de letras y qué perfiles finos para arriba y para abajo, como la firma de D. Francisco Penáguilas... ¡Escribir!, a mí con esas... a los cuatro días verás qué cartas pongo... Ya las oirás leer y verás qué concéitos los míos y qué modo aquel de echar retólicas que os dejen bobos a todos. ¡Córcholis! Nela, tú no sabes   —155→   que yo tengo mucho talento. Lo siento aquí dentro de mi cabeza, haciéndome burumbum, burumbum, como el agua de la caldera de vapor... Como que no me deja dormir, y pienso que es que todas las ciencias se me entran aquí, y andan dentro volando a tientas como los murciélagos y diciéndome que las estudie. Todas, todas las ciencias las he de aprender, y ni una sola se me ha de quedar... Verás tú...

-Pues debe de haber muchas. Pablo Penáguilas que las sabe todas, me ha dicho que son muchas y que la vida entera de un hombre no basta para una sola.

-Ríete tú de eso... Ya me verás a mí...

-Y la más bonita de todas es la de D. Carlos... Porque mira tú que eso de coger una piedra y hacer con ella latón. Otros dicen que hacen plata y también oro. Aplícate a eso, Celipillo.

-Desengáñate, no hay saber como ese de cogerle a uno la muñeca y mirarle la lengua, y decir al momento en qué hueco del cuerpo tiene aposentado el maleficio... Dicen que don Teodoro le saca un ojo a un hombre y le pone otro nuevo, con el cual ve como si fuera ojo nacido... Miá tú que eso de ver un hombre que se está muriendo, y con mandarle tomar,   —156→   pongo el caso, media docena de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella que se llame Juana, dejarle bueno y sano, es mucho aquel... Ya verás, ya verás cómo se porta D. Celipín el de Socartes. Te digo que se ha de hablar de mí hasta en la Habana.

-Bien, bien -dijo la Nela con alegría-: pero mira que has de ser buen hijo, pues si tus padres no quieren enseñarte es porque ellos no tienen talento, y pues tú lo tienes, pídele por ellos a la Santísima Virgen y no dejes de mandarles algo de lo mucho que vas a ganar.

-Eso sí lo haré. Miá tú, aunque me voy de la casa, no es que quiera mal a mis padres, y ya verás como dentro de poco tiempo ves venir un mozo de la estación cargado que se revienta con unos grandes paquetes; y ¿qué será? Pues refajos para mi madre y mis hermanas y un sombrero alto para mi padre. A ti puede que te mande también un par de pendientes.

-Muy pronto regalas -dijo la Nela sofocando la risa-. ¡Pendientes para mí!...

-Pero ahora se me está ocurriendo una cosa. ¿Quieres que te la diga? Pues es que tú debías venir conmigo, y siendo dos, nos ayudaríamos   —157→   a ganar y a aprender. Tú también tienes talento, que eso del pesquis a mí no se me escapa, y bien podías llegar a ser señora, como yo caballero. ¡Qué me había de reír si te viera tocando el piano como doña Sofía!

-¡Qué bobo eres! Yo no sirvo para nada. Si fuera contigo sería un estorbo para ti.

-Ahora dicen que van a dar vista a don Pablo, y cuando él tenga vista nada tienes tú que hacer en Socartes. ¿Qué te parece mi idea?... ¿No respondes?

Pasó algún tiempo sin que la Nela contestara nada. Preguntó de nuevo Celipín, sin obtener respuesta.

-Duérmete, Celipín -dijo al fin la de las cestas-. Yo tengo mucho sueño.

-Como mi talento me deje dormir, a la buena de Dios.

Un minuto después se veía a sí mismo en figura semejante a la de D. Teodoro Golfín, poniendo ojos nuevos en órbitas viejas, claveteando piernas rotas y arrancando criaturas a la muerte, mediante copiosas tomas de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella. Viose cubierto de riquísimos paños, con las manos aprisionadas en guantes olorosos y arrastrado en coche, del   —158→   cual tiraban cisnes, que no caballos, y llamado por reyes o solicitado de reinas, por honestas damas requerido, alabado de magnates y llevado en triunfo por los pueblos todos de la tierra.



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ArribaAbajo- XIII -

Entre dos cestas


La Nela cerró sus conchas para estar más sola. Sigámosla; penetremos en su pensamiento. Pero antes conviene hacer algo de historia.

Habiendo carecido absolutamente de instrucción en su edad primera; habiendo carecido también de las sugestiones cariñosas que enderezan el espíritu de un modo seguro al conocimiento de ciertas verdades, habíase formado Marianela en su imaginación poderosa un orden de ideas muy singular, una teogonía extravagante y un modo rarísimo de apreciar las causas y los efectos de las cosas. La idea de Teodoro Golfín era exacta al comparar el espíritu de Nela con los pueblos primitivos. Como en éstos, dominaba en ella el sentimiento y la fascinación de lo maravilloso; creía en poderes sobrenaturales, distintos del único y grandioso Dios, y veía en los objetos de la Naturaleza   —160→   personalidades vagas que no carecían de modos de comunicación con los hombres.

A pesar de esto, la Nela no ignoraba completamente el Evangelio. Jamás le fue bien enseñado; pero había oído hablar de él. Veía que la gente iba a una ceremonia que llamaban misa, tenía idea de un sacrificio sublime; mas sus nociones no pasaban de aquí. Habíase acostumbrado a respetar, en virtud de un sentimentalismo contagioso, al Dios crucificado; sabía que aquello debía besarse; sabía además algunas oraciones aprendidas de rutina; sabía que todo aquello que no se poseía debía pedirse a Dios; pero nada más. El horrible abandono en que había estado su inteligencia hasta el tiempo de su amistad con el señorito de Penáguilas era causa de esto. Y la amistad con aquel ser extraordinario, que desde su oscuridad exploraba con el valiente ojo de su pensamiento infatigable los problemas de la vida, había llegado tarde. En el espíritu de la Nela estaba ya petrificado lo que podremos llamar su filosofía, hechura de ella misma, un no sé qué de paganismo y de sentimentalismo, mezclados y confundidos. Debemos añadir que María, a pesar de vivir tan fuera del elemento común en que todos vivimos, mostraba casi siempre buen sentido y sabía apreciar sesudamente   —161→   las cosas de la vida, como se ha visto en los consejos que daba a Celipín. La grandísima valía de su alma explica esto.

La más notable tendencia de su espíritu era la que la impulsaba con secreta pasión a amar la hermosura física, donde quiera que se encontrase. No hay nada más natural, tratándose de un ser criado en soledad profunda bajo el punto de vista de la sociedad y de la ciencia, y en comunicación abierta y constante, en trato familiar, digámoslo así, con la Naturaleza, poblada de bellezas imponentes o graciosas, llena de luz y colores, de murmullos elocuentes y de formas diversas. Pero Marianela había mezclado con su admiración el culto, y siguiendo una ley, propia también del estado primitivo, había personificado todas las bellezas que adoraba en una sola, ideal y con forma humana. Esta belleza era la Virgen María, adquisición hecha por ella en los dominios del Evangelio, que tan imperfectamente poseía. La Virgen María no habría sido para ella el ideal más querido, si a sus perfecciones morales no reuniera todas las hermosuras, guapezas y donaires del orden físico, si no tuviera una cara noblemente hechicera y seductora, un semblante humano y divino al mismo tiempo, que a ella le parecía resumen y cifra de   —162→   toda la luz del mundo, de toda la melancolía y paz sabrosa de la noche, de la música de los arroyos, de la gracia y elegancia de todas las flores, de la frescura del rocío, de los suaves quejidos del viento, de la inmaculada nieve de las montañas, del cariñoso mirar de las estrellas y de la pomposa majestad de las nubes cuando gravemente discurren por la inmensidad del cielo.

La persona de Dios representábasele terrible y ceñuda, más propia para infundir respeto que cariño. Todo lo bueno venía de la Virgen María, y a la Virgen debía pedirse todo lo que han menester las criaturas. Dios reñía y ella sonreía. Dios castigaba y ella perdonaba. No es esta última idea tan rara para que llame la atención. Casi rige en absoluto a las clases menesterosas y rurales de nuestro país.

También es común en éstas, cuando se junta un gran abandono a una gran fantasía, la fusión que hacía la Nela entre las bellezas de la Naturaleza y aquella figura encantadora que resume en sí casi todos los elementos estéticos de la idea cristiana. Si a la soledad en que vivía la Nela hubieran llegado menos nociones cristianas de las que llegaron; si su apartamiento del foco de ideas hubiera sido absoluto, su paganismo habría sido entonces   —163→   completo habría adorado la Luna, los bosques, el fuego, los arroyos, el sol.

Esta era la Nela que se crió en Socartes, y así llegó a los quince años. Desde esta fecha su amistad con Pablo y sus frecuentes coloquios con quien poseía tantas y tan buenas nociones, modificaron algo su modo de pensar; pero la base de sus ideas no sufrió alteración. Continuaba dando a la hermosura física cierta soberanía augusta; seguía llena de supersticiones y adorando en la Santísima Virgen como un compendio de todas las bellezas naturales; haciendo de esta persona la ley moral, y rematando su sistema con las más extrañas ideas respecto a la muerte y la vida futura.

Encerrándose en sus conchas, Marianela habló así:

-Madre de Dios y mía, ¿por qué no me hiciste hermosa? ¿Por qué cuando mi madre me tuvo no me miraste desde arriba?... Mientras más me miro más fea me encuentro. ¿Para qué estoy yo en el mundo?, ¿para qué sirvo?, ¿a quién puedo interesar?, a uno solo, Señora y madre mía, a uno solo que me quiere porque no me ve. ¿Qué será de mí cuando me vea y deje de quererme?... porque ¿cómo es posible que me quiera viendo este cuerpo chico, esta   —164→   figurilla de pájaro, esta tez pecosa, esta boca sin gracia, esta nariz picuda, este pelo descolorido, esta persona mía que no sirve sino para que todo el mundo le dé con el pie. ¿Quién es la Nela? Nadie. La Nela sólo es algo para el ciego. Si sus ojos nacen ahora y los vuelve a mí y me ve, caigo muerta... Él es el único para quien la Nela no es menos que los gatos y los perros. Me quiere como quieren los novios a sus novias, como Dios manda que se quieran las personas... Señora madre mía, ya que vas a hacer el milagro de darle vista, hazme hermosa a mí o mátame, porque para nada estoy en el mundo. Yo no soy nada ni nadie más que para uno solo... ¿Siento yo que recobre la vista? No, eso no, eso no. Yo quiero que vea. Daré mis ojos porque él vea con los suyos; daré mi vida toda. Yo quiero que D. Teodoro haga el milagro que dicen. ¡Benditos sean los hombres sabios! Lo que no quiero es que mi amo me vea, no. Antes que consentir que me vea, ¡Madre mía!, me enterraré viva; me arrojaré al río... Sí, sí; que se trague la tierra mi fealdad. Yo no debía haber nacido...

Y luego, dando una vuelta en la cesta, proseguía:

-Mi corazón es todo para él. Este cieguito que ha tenido el antojo de quererme mucho,   —165→   es para mí lo primero del mundo después de la Virgen María. ¡Oh! ¡Si yo fuese grande y hermosa; si tuviera el talle, la cara y el tamaño... sobre todo el tamaño de otras mujeres; si yo pudiese llegar a ser señora y componerme!... ¡Ay!, entonces mi mayor delicia sería que sus ojos se recrearan en mí... Si yo fuera como las demás, siquiera como Mariuca... ¡qué pronto buscaría el modo de instruirme, de afinarme, de ser una señora!... ¡Oh! ¡Madre y reina mía, lo único que tengo me lo vas a quitar!... ¿Para qué permitiste que le quisiera yo y que él me quisiera a mí? Esto no debió ser así:

Y derramando lágrimas y cruzando los brazos, añadió medio vencida por el sueño:

-¡Ay! ¡Cuánto te quiero, niño de mi alma! Quiéreme mucho, a la Nela, a la pobre Nela que no es nada... Quiéreme mucho... Déjame darte un beso en tu preciosísima cabeza... pero no abras los ojos, no me mires... ciérralos, así, así.



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ArribaAbajo- XIV -

De cómo la Virgen María se apareció a la Nela


Los pensamientos que huyen cuando somos vencidos por el sueño, suelen quedarse en acecho para volver a ocuparnos bruscamente cuando despertamos. Así ocurrió a Mariquilla, que habiéndose quedado dormida con los pensamientos más raros acerca de la Virgen María, del ciego, y de su propia fealdad, que ella deseaba ver trocada en pasmosa hermosura, con ellos mismos despertó cuando los gritos de la Señana la arrancaron de entre sus cestas. Desde que abrió los ojos, la Nela hizo su oración de costumbre a la Virgen María; pero aquel día la oración fue una retahíla compuesta de la retahíla ordinaria de las oraciones y de algunas piezas de su propia invención, resultando un discurso que si se escribiera habría de ser curioso. Entre otras cosas, la Nela dijo:

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Anoche te me has aparecido en sueños, Señora, y me prometiste que hoy me consolarías. Estoy despierta y me parece que todavía te estoy mirando y que tengo delante tu cara, más linda que todas las cosas guapas y hermosas que hay en el mundo.

Al decir esto, la Nela revolvía sus ojos con desvarío en derredor de sí... Observándose a sí misma de la manera vaga que podía hacerlo, pensó de este modo: -A mí me pasa algo.

-¿Qué tienes, Nela?, ¿qué te pasa, chiquilla? -le dijo la Señana, notando que la muchacha miraba con atónitos ojos a un punto fijo del espacio-. ¿Estás viendo visiones, marmota?

La Nela no respondió porque estaba su espíritu ocupado en platicar consigo mismo, diciéndose:

-¿Qué es lo que yo tengo?... No puede ser maleficio, porque lo que tengo dentro de mí no es la figura feísima y negra del demonio malo, sino una cosa celestial, una cara, una sonrisa y un modo de mirar que, o yo estoy tonta, o son de la misma Virgen María en persona. Señora y madre mía, ¿será verdad que hoy vas a consolarme?... ¿Y cómo me vas a consolar? ¿Qué te he pedido anoche?

-¡Eh!... chiquilla -gritó la Señana con voz   —169→   desapacible, como el más destemplado sonido que puede oírse en el mundo-. Ven a lavarte esa cara de perro.

La Nela corrió. Había sentido en su espíritu un sacudimiento como el que produce la repentina invasión de una gran esperanza. Mirose en la trémula superficie del agua, y al instante sintió que su corazón se oprimía.

-Nada... -murmuró- tan feíta como siempre. La misma figura de niña con alma y años de mujer.

Después de lavarse, sobrecogiéronla las mismas extrañas sensaciones que había experimentado antes, al modo de congojas placenteras. Marianela, a pesar de su escasa experiencia, tuvo tino para clasificar aquellas sensaciones en el orden de los presentimientos.

-Pablo y yo -pensó- hemos hablado de lo que se siente cuando va a venir una cosa alegre o triste. Pablo me ha dicho también que poco antes de los temblores de tierra se siente una cosa particular, y las personas sienten una cosa particular... y los animales sienten también una cosa particular... ¿Irá a temblar la tierra?

Arrodillándose tentó el suelo.

-No sé... pero algo va a pasar. Que es una cosa buena no puedo dudarlo... La Virgen me   —170→   dijo anoche que hoy me consolaría... ¿Qué es lo que tengo?... ¿Esa Señora celestial anda alrededor de mí? No la veo, pero la siento, está detrás, está delante.

Pasó por junto a las máquinas de lavado en dirección al plano inclinado y miraba con despavoridos ojos a todas partes. No veía más que las figuras de barro crudo que se agitaban con gresca infernal en medio del áspero bullicio de las cribas cilíndricas, pulverizando el agua y humedeciendo el polvo. Más adelante, cuando se vio sola, se detuvo, y poniéndose el dedo en la frente y clavando los ojos en el suelo con la vaguedad que imprime a aquel sentido la duda, se hizo esta pregunta:

-¿Pero yo estoy alegre o estoy triste?»

Miró después al cielo, admirándose de hallarlo lo mismo que todos los días (y era aquél de los más hermosos) y avivó el paso para llegar pronto a Aldeacorba de Suso. En vez de seguir la cañada de las minas para subir por la escalera de palo, se apartó de la hondonada por el regato que hay junto al plano inclinado, con objeto de subir a las praderas y marchar después derecha y por camino llano a Aldeacorba. Este camino era más bonito y por eso lo prefería casi siempre. Había callejas pobladas de graciosas y aromáticas flores, en   —171→   cuya multitud pastaban rebaños de abejas y mariposas; había grandes zarzales llenos del negro fruto que tanto apetecen los chicos; había grupos de guinderos, en cuyos troncos se columpiaban las madreselvas, y había también corpulentas encinas, grandes, anchas, redondas, hermosas, oscuras, que parece se recreaban contemplando su propia sombra.

La Nela seguía andando despacio, inquieta de lo que en sí misma pasaba y de la angustia deliciosa que la embargaba. Su imaginación fecunda supo al fin hallar la fórmula más propia para expresar aquella obsesión, y recordando haber oído decir: Fulano o Zutano tiene los demonios en el cuerpo, ella dijo: -«Yo tengo los ángeles en el cuerpo... Virgen María, tú estás hoy conmigo. Esto que siento son las carcajadas de tus ángeles que juegan dentro de mí. Tú no estás lejos, te veo y no te veo, como cuando vemos con los ojos cerrados».

La Nela cerraba los ojos y los volvía a abrir. Habiendo pasado junto a un bosque, dobló el ángulo del camino para llegar a un sitio donde se extendía un gran bardo de zarzas, las más frondosas, las más bonitas y crecidas de todo aquel país. También se veían lozanos helechos, madreselvas, parras vírgenes y otras   —172→   plantas de arrimo, que se sostenían unas a otras por no haber allí grandes troncos. La Nela sintió que las ramas se agitaban a su derecha; miró... ¡Cielos divinos! Allí estaba dentro de un marco de verdura la Virgen María Inmaculada, con su propia cara, sus propios ojos, que al mirar ponían en sí mismos toda la hermosura del cielo. La Nela se quedó muda, petrificada, y con una sensación que era al mismo tiempo el fervor y el espanto. No pudo dar un paso, ni gritar, ni moverse, ni respirar, ni apartar sus ojos de aquella aparición maravillosa.

Había aparecido entre el follaje, mostrando completamente todo su busto y cara. Era, sí, la auténtica imagen de aquella escogida doncella de Nazareth, cuya perfección moral han tratado de expresar por medio de la forma pictórica los artistas de diez y ocho siglos, desde San Lucas hasta los contemporáneos. La humanidad ha visto esta sacra persona con distintos ojos, ora con los de Alberto Dürer12, ora con los de Rafael Sanzio, o bien con los de Van Eick13 o Bartolomé Murillo. Aquella que a la Nela se apareció era según el modo Rafaelesco, que es el más sobresaliente de todos, si se atiende a que la perfección de la belleza humana se acerca más que ningún otro recurso   —173→   artístico a la expresión de la divinidad. El óvalo de su cara era menos angosto que el del tipo sevillano, ofreciendo la graciosa redondez del tipo itálico. Sus ojos de admirables proporciones, eran la misma serenidad unida a la gracia, a la armonía, con un mirar tan distinto de la frialdad como del extremado relampagueo de los ojos andaluces. Sus cejas eran delicada hechura del más fino pincel y trazaban un arco sutil y delicioso. En su frente no se concebían el ceño del enfado ni las sombras de la tristeza, y sus labios un poco gruesos, dejaban ver al sonreír los más preciosos dientes que han mordido manzana del Paraíso. Sin querer hemos ido a parar a nuestra madre Eva, cuando tan lejos está la que dio el triunfo a la serpiente de la que aplastó su cabeza; pero la consideración de las distintas maneras de la belleza humana conduce a estos y a otros más lamentables contrasentidos. Para concluir el imperfecto retrato de aquella visión divina que dejó desconcertada y como muerta a la pobre Nela, diremos que su tez era de ese color de rosa tostado, o más bien moreno encendido que forma como un rubor delicioso en el rostro de aquellas divinas imágenes, ante las cuales se extasían lo mismo los siglos devotos que los impíos.

  —174→  

Pasado el primer instante de estupor, lo que primero fue observado por Marianela, causándole gran confusión, fue que la bella Virgen tenía una corbata azul en su garganta, adorno que ella no había visto jamás en las Vírgenes soñadas ni en las pintadas. Inmediatamente observó también que los hombros y el pecho de la divina mujer se cubrían con un vestido, en el cual todo era semejante a los que usan las mujeres del día. Pero lo que más turbó y desconcertó a la pobre muchacha fue ver que la gentil imagen estaba cogiendo moras de zarza... y comiéndoselas.

Empezaba a hacer los juicios a que daba ocasión esta extraña conducta de la Virgen, cuando oyó una voz varonil y chillona que decía:

-¡Florentina, Florentina!

-Aquí estoy, papá; aquí estoy comiendo moras silvestres.

-¡Dale!... ¿Y qué gusto le encuentras a las moras silvestres?... ¡Caprichosa!... ¿no te he dicho que eso es más propio de los chicuelos holgazanes del campo que de una señorita criada en la buena sociedad?... criada en la buena sociedad?

La Nela vio acercarse con grave paso al que esto decía. Era un hombre de edad madura,   —175→   mediano de cuerpo, algo rechoncho, de cara arrebolada y que parecía echar de sí rayos de satisfacción como el sol los echa de luz; pequeño de piernas, un poco largo de nariz, y magnificado con varios objetos decorativos, entre los cuales descollaba una gran cadena de reloj y un fino sombrero de fieltro de alas anchas.

-Vamos, mujer -dijo cariñosamente el señor D. Manuel Penáguilas, pues no era otro-, las personas decentes no comen moras silvestres ni dan esos brincos. ¿Ves?, te has estropeado el vestido... no lo digo por el vestido, que así como se te compró ese, se te comprará otro... dígolo porque la gente que te vea podrá creer que no tienes más ropa que la puesta.

La Nela, que comenzaba a ver claro, observó los vestidos de la señorita de Penáguilas. Eran buenos y ricos; pero su figura expresaba a maravilla la transición no muy lenta del estado de aldeana al de señorita rica. Todo su atavío, desde el calzado a la peineta, era de señorita de pueblo en día del santo patrono titular. Mas eran tales y tan supinos los encantos naturales de Florentina, que ningún accidente comprendido en las convencionales reglas de la elegancia podía oscurecerlos. No   —176→   podía negarse, sin embargo, que su encantadora persona estaba pidiendo a gritos una rústica saya, un cabello en trenzas y al desgaire, con aderezo de amapolas, un talle en justillo, una sarta de corales, en suma, lo que el pudor y el instinto de presunción hubieran ideado por sí, sin mezcla de ninguna invención cortesana.

Cuando la señorita se apartaba del zarzal, D. Manuel acertó a ver a la Nela a punto que esta había caído completamente de su burro, y dirigiéndose a ella, gritó:

-¡Oh!... ¿aquí estás tú?... Mira, Florentina, esta es la Nela... recordarás que te hablé de ella. Es la que acompaña a tu primito... a tu primito. ¿Y qué tal te va por estos barrios?...

-Bien, Sr. D. Manuel. ¿Y usted, cómo está? -repuso Mariquilla, sin apartar los ojos de Florentina.

-Yo tan campante, ya ves tú. Esta es mi hija. ¿Qué te parece?

Florentina corría detrás de una mariposa.

-Hija mía, ¿a dónde vas?, ¿qué es eso? -dijo el padre, visiblemente contrariado-. ¿Te parece bien que corras de ese modo detrás de un insecto como los chiquillos vagabundos?... Mucha formalidad, hija mía. Las señoritas criadas14   —177→   entre la buena sociedad no hacen eso... no hacen eso...

D. Manuel tenía la costumbre de repetir la última frase de sus párrafos o discursos.

-No se enfade usted, papá -repitió la joven, regresando después de su expedición infructuosa hasta ponerse al amparo de las alas del sombrero paterno-. Ya sabe usted que me gusta mucho el campo y que me vuelvo loca cuando veo árboles, flores, praderas. Como en aquella triste tierra de Campó donde vivimos no hay nada de esto...

-¡Oh! No hables mal de Santa Irene de Campó, una villa ilustrada, donde se encuentran hoy muchas comodidades y una sociedad distinguida. También han llegado allá los adelantos de la civilización... de la civilización. Andando a mi lado juiciosamente puedes admirar la Naturaleza; yo también la admiro sin hacer cabriolas como los volatineros. A las personas educadas entre una sociedad escogida se las conoce sólo por el modo de andar y por el modo de contemplar los objetos todos. Eso de estar diciendo a cada instante: «¡ah!, ¡oh!... ¡qué bonito!... ¡Mire usted, papá!», señalando a un helecho, a un roble, a una piedra, a un espino, a un chorro de agua, no es cosa de muy buen gusto... Creerán que te has   —178→   criado en algún desierto... Con que anda a mi lado... La Nela nos dirá por dónde volveremos a casa, porque a la verdad, yo no sé dónde estamos.

-Tirando a la izquierda por detrás de aquella casa vieja -dijo la Nela- se llega muy pronto... Pero aquí viene el Sr. D. Francisco.

En efecto, apareció D. Francisco gritando:

-Que se enfría el chocolate...

-Qué quieres, hombre... Mi hija estaba tan deseosa de retozar por el campo, que no ha querido esperar, y aquí nos tienes de mata en mata como cabritillos... de mata en mata como cabritillos.

-A casa, a casa. Ven tú también, Nela, para que tomes chocolate -dijo Penáguilas, poniendo su mano sobre la cabeza de la vagabunda-. ¿Qué te parece mi sobrina?... Vaya que es guapa... Florentina, después que toméis chocolate, la Nela os llevará a pasear a entrambos, a Pablo y a ti, y verás todas las hermosuras del país, las minas, el bosque, el río...

Florentina dirigió una mirada cariñosa a la infeliz criatura, que a su lado parecía hecha expresamente por la Naturaleza para hacer resaltar más la perfección y magistral belleza de algunas de sus obras.

  —179→  

Al llegar a la casa esperábalos la mesa con las jícaras donde aún hervía el espeso licor guayaquileño y un montoncillo de rebanadas de pan. También estaba en expectativa la mantequilla, puesta entre hojas de helechos, sin que faltaran algunas pastas y golosinas. Los vasos transparente y fresca agua reproducían en su convexo cristal estas bellezas gastronómicas, agrandándolas.

-Hagamos algo por la vida -dijo D. Francisco, sentándose.

-Nela -indicó Pablo- tú también tomarás chocolate.

No lo había dicho, cuando Florentina ofreció a Marianela el jicarón con todo lo demás que en la mesa había. Resistíase a aceptar el convite; mas con tanta bondad y con tan graciosa llaneza insistió la señorita de Penáguilas, que no hubo más que decir. Miraba de reojo D. Manuel a su hija, cual si no se hallara completamente satisfecho de los progresos de ella en el arte de la buena educación, porque una de las partes principales de esta consistía, según él, en una fina apreciación de los grados de urbanidad con que debía obsequiarse a las diferentes personas según su posición, no dando a ninguna ni más ni menos de lo que le correspondía con arreglo al fuero social;   —180→   y de este modo quedaban todos en su lugar y la propia dignidad se sublimaba, conservándose en el justo medio de la cortesía, el cual estriba en no ensoberbecerse demasiado delante de los ricos, ni humillarse demasiado delante de los pobres... ni humillarse demasiado delante de los pobres...

Luego que fue tomado el chocolate, don Francisco dijo:

-Váyase fuera toda la gente menuda. Hijo mío, hoy es el último día que D. Teodoro te permite salir fuera de casa. Los tres pueden ir a paseo, mientras mi hermano y yo vamos a echar un vistazo al ganado... Pájaros, a volar.

No necesitaron que se les rogara mucho. Convidados de la hermosura del día, volaron los jóvenes al campo.



  —181→  

ArribaAbajo- XV -

Los tres


Estaba la señorita de pueblo muy gozosa en medio de las risueñas praderas sin la enojosa traba de las pragmáticas sociales de su señor padre, y así, en cuanto se vio a regular distancia de la casa, empezó a correr alegremente y a suspenderse de las ramas de los árboles que a su alcance estaban, para balancearse ligeramente en ellas. Tocaba con las yemas de sus dedos las moras silvestres, y cuando las hallaba maduras cogía tres, una para cada boca.

-Esta para ti, primito -decía poniéndosela en la boca- y esta para ti, Nela. Dejaré para mí la más chica.

Al ver cruzar los pájaros a su lado no podía resistir movimientos semejantes a una graciosa pretensión de volar, y decía: «¿A dónde irán ahora esos bribones?» De todos los   —182→   robles cogía una rama y abriendo la bellota para ver lo que había dentro, la mordía, y al sentir su amargor, arrojábala lejos. Un botánico atacado del delirio de las clasificaciones no hubiera coleccionado con tanto afán como ella todas las flores bonitas que le salían al paso, dándole la bienvenida desde el suelo con sus carillas de fiesta. Con lo recolectado en media hora adornó todos los ojales de la americana de su primo, los cabellos de la Nela, y por último, sus propios cabellos.

-A la primita -dijo Pablo- le gustará ver las minas. Nela, ¿no te parece que bajemos?

-Sí, bajemos... Por aquí, señorita.

-Pero no me hagan pasar por túneles, que me da mucho miedo. Eso sí que no lo consiento -dijo Florentina, siguiéndoles-. Primo, ¿tú y la Nela paseáis mucho por aquí?... Esto es precioso. Aquí viviría yo toda mi vida... ¡Bendito sea el hombre que te va a dar la facultad de gozar de todas estas preciosidades!

-¡Dios lo quiera! Mucho más hermosas me parecerán a mí, que jamás las he visto, que a vosotras que estáis saciadas de verlas... No creas tú, Florentina, que yo no comprendo las bellezas; las siento en mí de tal modo, que casi, casi suplo con mi pensamiento la falta de la vista.

  —183→  

-Eso sí que es admirable... Por más que digas -replicó Florentina- siempre te resultarán algunos buenos chascos cuando abras los ojos.

-Podrá ser -dijo el ciego, que aquel día estaba muy lacónico.

La Nela no estaba lacónica sino muda.

Cuando se acercaron a la concavidad de la Terrible, Florentina admiró el espectáculo sorprendente que ofrecían las rocas cretáceas, subsistentes en medio del terreno después de arrancado el mineral. Comparolo a grandes grupos de bollos, pegados unos a otros por el azúcar; después de mirarlo mucho por segunda vez, comparolo a una gran escultura de perros y gatos que se habían quedado convertidos en piedra en el momento más crítico de una encarnizada reyerta.

-Sentémonos en esta ladera -dijo- y veremos pasar los trenes con mineral, y además veremos esto que es muy curioso. Aquella piedra grande que está en medio tiene su gran boca, ¿no la ves, Nela?, y en la boca tiene un palillo de dientes; es una planta que se ha nacido sola. Parece que se ríe mirándonos, porque también tiene ojos; y más allá hay una con joroba, y otra que fuma en pipa, y dos que se están tirando de los pelos, y una que bosteza, y otra   —184→   que duerme la mona, y otra que está boca abajo sosteniendo con los pies una catedral, y otra que empieza en guitarra y acaba en cabeza de perro, con una cafetera por gorro.

-Todo eso que dices, primita -observó el ciego- me prueba que con los ojos se ven muchos disparates, lo cual indica que ese órgano tan precioso sirve a veces para presentar las cosas desfiguradas, cambiando los objetos de su natural forma en otra postiza y fingida; pues en lo que tienes delante de ti no hay confituras, ni gatos, ni hombres, ni palillos de dientes, ni catedrales, ni borrachos, ni cafeteras, sino simplemente rocas cretáceas y masas de tierra caliza embadurnadas con óxido de hierro. De la cosa más sencilla hacen tus ojos un berenjenal.

-Tienes razón, primo. Por eso digo yo que nuestra imaginación es la que ve y no los ojos. Sin embargo, éstos sirven para enterarnos de algunas cositas que los pobres no tienen y que nosotros podemos darles.

Diciendo esto tocaba el vestido de la Nela.

-¿Por qué esta bendita Nela no tiene un traje mejor? -añadió la señorita de Penáguilas-. Yo tengo varios y le voy a dar uno, y además otro, que será nuevo.

  —185→  

Avergonzada y confusa, Marianela no alzaba los ojos.

-Es cosa que no comprendo... ¡que algunos tengan tanto y otros tan poco!... Me enfado con papá cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por igual todo lo que hay en el mundo. ¿Cómo se llaman esos tipos, Pablo?

-Esos serán los socialistas, los comunistas -replicó el joven sonriendo.

-Pues esa es mi gente. Soy partidaria de que haya reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de sobra... ¿Por qué esta pobre huérfana ha de estar descalza y yo no?... Ni aun se debe permitir que estén desamparados los malos, cuanto más los buenos... Yo sé que la Nela es muy buena, me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho también tu padre... No tiene familia, no tiene quien mire por ella. ¿Cómo se consiente que haya tanta y tanta desgracia? A mí me quema el pan la boca cuando pienso que hay muchos que no lo prueban. ¡Pobre Mariquita, tan buena y tan abandonada!... ¡Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las criaturas!... Se me parte el corazón de pensarlo.

  —186→  

Marianela estaba atónita y petrificada de asombro, lo mismo que en el primer instante de la aparición. Antes había visto a la Virgen Santísima, ahora la escuchaba.

-Mira tú, huerfanilla -añadió la Inmaculada- y tú, Pablo, óyeme bien: yo quiero socorrer a la Nela, no como se socorre a los pobres que se encuentran en un camino, sino como se socorrería a un hermano que nos halláramos de manos a boca... ¿No dices tú que ella ha sido tu mejor compañera, tu lazarillo, tu guía en las tinieblas? ¿No dices que has visto con sus ojos y has andado con sus pasos? Pues la Nela me pertenece; yo me entiendo con ella. Yo me encargo de vestirla, de darle todo lo que una persona necesita para vivir decentemente, y le enseñaré mil cosas para que sea útil en una casa. Mi padre dice que quizás, quizás me tenga que quedar a vivir aquí para siempre. Si es así, la Nela vivirá conmigo; conmigo aprenderá a leer, a rezar, a coser, a guisar; aprenderá tantas cosas, que será como yo misma. ¿Qué pensáis?, pues sí, y entonces no será la Nela, sino una señorita. En esto no me contrariará mi padre. Además, anoche me ha dicho: «Florentinilla, quizás, quizás dentro de poco, no mandaré yo en ti; obedecerás a otro dueño...» Sea lo que Dios quiera, tomo a   —187→   la Nela por mi amiga. ¿Me querrás mucho?... Como has estado tan desamparada, como vives lo mismo que las flores de los campos, tal vez no sepas ni siquiera agradecer; pero yo te lo he de enseñar... ¡te he de enseñar tantas cosas!...

Marianela, que mientras oía tan nobles palabras había estado resistiendo con mucho trabajo los impulsos de llorar, no pudo al fin contenerlos, y después de hacer pucheros durante un minuto, rompió en lágrimas. El ciego, profundamente pensativo, callaba.

-Florentina -dijo al fin- tu lenguaje no se parece al de la mayoría de las personas. Tu bondad es enorme y entusiasta como la que ha llenado de mártires la tierra y poblado de santos el cielo.

-¡Qué exageración! -dijo Florentina riendo.

Poco después de esto la señorita se levantó para coger una flor que desde lejos había llamado su atención.

-¿Se fue? -preguntó Pablo.

-Sí -replicó la Nela, enjugando sus lágrimas.

-¿Sabes una cosa, Nela?... Se me figura que mi prima ha de ser algo bonita. Cuando llegó anoche a las diez... sentí hacia ella grandísima   —188→   antipatía... No puedes figurarte cuánto me repugnaba. Ahora se me antoja, sí, se me antoja que debe ser algo bonita.

La Nela volvió a llorar.

-¡Es como los ángeles! -exclamó entre un mar de lágrimas-. Es como si acabara de bajar del cielo. En ella cuerpo y alma son como los de la Santísima Virgen María.

-¡Oh!, no exageres -dijo Pablo con inquietud-. No puede ser tan hermosa como dices... ¿Crees que yo, sin ojos, no comprendo dónde está la hermosura y dónde no?

-No, no; no puedes comprender... ¡qué equivocado estás!

-Sí, sí... no puede ser tan hermosa -manifestó el ciego, poniéndose pálido y revelando la mayor angustia-. Nela, amiga de mi corazón; ¿no sabes lo que mi padre me ha dicho anoche?... Que si recobro la vista me casaré con Florentina.

La Nela no respondió nada. Sus lágrimas silenciosas corrían sin cesar, resbalando por su tostado rostro y goteando sobre sus manos. Pero ni aun por su amargo llanto podían conocerse las dimensiones de su dolor. Sólo ella sabía que era infinito.

-Ya sé por qué lloras tanto -dijo el ciego estrechando las manos de su compañera-.   —189→   Mi padre no se empeñará en imponerme lo que es contrario a mi voluntad. Para mí no hay más mujer que tú en el mundo. Cuando mis ojos vean, si ven, no habrá para ellos otra hermosura más que la tuya celestial; todo lo demás será sombras y cosas lejanas que no fijarán mi atención. ¿Cómo es el semblante humano, Dios mío? ¿De qué modo se retrata el alma en las caras? Si la luz no sirve para enseñarnos lo real de nuestro pensamiento, ¿para qué sirve? Lo que es y lo que se siente, ¿no son una misma cosa? La forma y la idea ¿no son como el calor y el fuego? ¿Pueden separarse? ¿Puedes dejar tú de ser para mí el más hermoso, el más amado de todos los seres de la tierra cuando yo me haga dueño de los inmensos dominios de la forma?

Florentina volvió. Hablaron algo más; pero después de lo que hemos escrito, nada de cuanto dijeron es digno de ser transmitido al lector.