Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Matices de estilo en el diálogo texto literario - texto icónico: «El señor de Bembibre», de E. Gil y Carrasco (1844)

Montserrat Ribao Pereira





Son muchas las voces que, desde su publicación, han reparado en la pertinencia de El señor de Bembibre en el panorama narrativo de la primera mitad del siglo XIX1. Decía Azorín en El paisaje de España visto por los españoles (1964: 17) que la novela es «candorosa e infantil», carece de trabazón lógica y su autor no se distingue «por la formación de recios y coherentes caracteres». Sin embargo, estos aspectos son, precisamente, los que demanda el lector de la época2, de ahí que, aun con matices, la obra de Gil y Carrasco figure en el canon de la narrativa romántica como ejemplo de novela histórica3. El cervantino recurso de los diferentes manuscritos y fuentes como orígenes de lo narrado4, la huida hacia la Edad Media en busca de paralelismos con el presente extraliterario, la recreación de referentes históricos verosímiles, la división maniquea de los personajes (la lucha del bien contra el mal), las anagnórisis y las apariciones misteriosas, así como determinadas técnicas heredadas de la influencia de W. Scott, como el empleo de objetos de carácter simbólico (la trenza, la cinta, las dos libretas verdes), la presencia de curanderos o físicos, generalmente de una «raza enemiga»5 (el médico judío de Juan de Lara), la reaparición del que se creía muerto (el propio Álvaro), el uso de los disfraces para la huida6 (los criados del protagonista en las Médulas) o el motivo de los templarios7 y su función como elemento estructurante de la acción novelesca, son algunos de los aspectos de este título que han merecido la atención de la crítica. Sin embargo, poco o nada se ha comentado del componente icónico de la novela tal y como se edita por vez primera, aspecto este del que pueden desprenderse interesantes conclusiones acerca de la recepción literaria de que esta narración fue objeto en su tiempo y, a partir de este aspecto, de la dialéctica que se establece entre la estética del género al que pertenece la novela (histórica de origen romántico en terminología de I. Ferreras)8 y la adaptación icónica que sufre el estilo de la misma en su puesta en libro de 1844.

El señor de Bembibre se había dado a conocer por entregas en el periódico El Sol. Diario político, religioso, literario e industrial, entre el 3 de febrero y el 27 de abril del 843, y la primera edición verá la luz al año siguiente, en la colección «Biblioteca Popular Económica» que edita F. Mellado. Se trata de un volumen poco cuidado y barato, a juicio de J. L. Picoche (1986: 61)9, que, de acuerdo con una tendencia en alza desde mediados de siglo, se adorna con veinte ilustraciones especialmente concebidas para el título al que remiten10. Se trata de xilografías a la testa grabadas por Batanero11 a partir de dibujos de Zarza12, numeradas y seriadas, que se reparten, en página exenta, a lo largo de toda la novela y completan icónicamente los argumentos que se desarrollan allí donde aparecen insertas.

La consideración de las mismas en su conjunto muestra un cuidado equilibrio en el reparto de protagonismo. Salvo la primera y la última, de presentación y de cierre, respectivamente, las demás se centran en los aspectos más efectistas de la relación entre doña Beatriz y don Álvaro, fundamentalmente en el ámbito privado y amoroso, y solo en casos muy concretos y significativos remiten de modo indirecto a contenidos de tipo bélico. Sin embargo, apenas se presta atención a la historia, al componente templario ni a uno de los más significativos valores de la novela, su paisaje y la percepción sentimental del mismo, acaso porque el editor o el ilustrador consideraron más atractivos para el lector los argumentos sentimentales. De hecho, la naturaleza en los grabados de la primera edición se presenta de forma sesgada y como telón de fondo de la peripecia amorosa. Así, del Bierzo vivo y anacrónicamente actual en que se desarrolla la novela apenas si aparecen en sus ilustraciones el lago y la fortaleza de Cornatel, si bien tratados de un modo particular, no coincidente con el sentido de la narración.

La tipología de las diez láminas iniciales difiere de las restantes: remiten a capítulos diferentes, solo en tres casos consecutivos, y reproducen con bastante fidelidad el fragmento al que remiten. La primera de ellas (vid. figura l)13 representa a los tres criados que vuelven de la feria de Cacabelos y cuya conversación sirve para plantear, verosímil y motivadamente, la prehistoria de la acción. Este primer episodio novelesco, subrayado por la xilografía que lo acompaña, evoca en el lector el capítulo I de Ivanhoe, que confiere a los criados Gurth y Wamba un protagonismo similar, derivado, a su vez, de los versos de la Odisea de Pope que encabezan el relato14. La filiación scottiana de El señor de Bembibre, matizable, por otra parte, previene al lector, como si de una captatio benevolentiae teatral se tratase, de la modernidad de sus fuentes literarias, aun cuando el devenir narrativo revele de una originalidad que supera los moldes scottianos.

R. P. Sebold, de hecho, ha sostenido la adscripción de El señor de Bembibre al subgénero récit, en el que prevalece «la técnica pictórica, con ninguna o poca intervención de la primera persona de los personajes» (Sebold, 1996: 238)15 y B. Torres Bitter señala como rasgo de modernidad en la novela la «nueva preferencia por mostrar -no contar- los hechos narrados, según la conocida distinción hecha por Henry James» (Torres Bitter, 2002: 32). Sin embargo, este grupo de ilustraciones que he mencionado centra su interés en la acción dramática, propiamente novelística, motivada por el diálogo. En todos los casos, las xilografías muestran a los personajes en pleno intercambio de pareceres y subrayando el tono de sus palabras con gestos no exentos de cierto dramatismo teatral16. Veamos todo ello con cierto detenimiento.

La ilustración II, que recoge el momento en que el protagonista llega a la fortaleza de Ponferrada para pedir ayuda a su tío Rodrigo Yáñez, reproduce con fidelidad -aunque con mayor profusión que la sugerida textualmente- el aposento en que es recibido por el maestre:

[...] subió a la sala maestral, habitación magnífica con el techo y paredes escaqueados de encarnado y oro, con ventanas arabescas, entapizada de alfombras orientales y toda ella como pieza de aparato, adornada con todo el esplendor correspondiente al jefe temporal y espiritual de una orden tan famosa y opulenta.


(92)                


Sin embargo, la acción textual mínima a que remite (el maestre «había salido al encuentro de don Álvaro», 92) se invierte icónicamente y es el de Bembibre el que acude a los brazos que le brinda don Rodrigo y se dirige a él, observados ambos por un tercer caballero. Además, la primera representación gráfica del protagonista le coloca ante el lector como un doncel más que como un guerrero, como un joven en busca de consejo más que como el señor de vasallos que, solo unas líneas antes, en la novela, calzado de espuelas de oro y a galope en su caballo Almanzor, determinaba retar en duelo al conde Lemus.

Don Álvaro acude a pedir ayuda más tarde al comendador Saldaña, en Cornatel. La lámina V recoge el momento en que los dos personajes dialogan en uno de los torreones de la fortaleza mientras fijan su mirada en diferentes puntos del horizonte: en el lago que evoca otras aguas -las del mar Muerto-, perdidas para siempre por el Templario, y en los montes que ocultan el convento de Villabuena donde se recluye la amada del protagonista. En este caso, pese a su trascendencia, el paisaje desaparece por completo del grabado, que -de un modo bastante elemental- parece tener por objeto presentar a un nuevo adyuvante del héroe, al segundo templario de la novela.

Teatral es también la plasmación icónica de la partida de Beatriz hacia el convento:

[...] su talla majestuosa y elevada, realzada por un vestido oscuro, la presentaba en todo el esplendor de su belleza. La mayor parte de aquellas pobres gentes [...] se precipitaron a su encuentro con voces y alaridos lamentables besándole unos las manos y otros la falda de su vestido. La doncella como pudo se desasió suavemente de ellos [...].


(113)                


La ilustración III (figura 2) muestra lo que bien pudiera ser el final en cuadro de un drama romántico, en el que no se representa ciertamente el esplendor de la dama, sino la resignación de la heroína que se sabe a merced del sino aciago que se cierne sobre los personajes masculinos, de los que depende enteramente17. Su caracterización como ángel de bondad se percibe de modo sencillo al aparecer, vestida de blanco, en el centro de una escena de claroscuros propiciados por la propia técnica xilográfica empleada en el grabado. Su lánguida mirada al cielo, su ensimismado alejamiento emocional del afecto que recibe de sus criados, la ofrenda de sus manos en un gesto de dejación o de sacrificio más que de emoción, como prescribe el texto literario, la convierte en una heroína romántica convencional, bien distinta de la Beatriz de Ossorio, sobre la que recae la fuerza y la originalidad de El señor de Bembibre18.

La protagonista femenina recobra dinamismo en las láminas IV y VI, que ilustran dos motivos comunes a la estética romántica (el encierro forzoso en el claustro y el intercambio de prendas), relacionados con la subversión de las normas sociales establecidas que en un determinado momento llevan a cabo los personajes y de la que, finalmente, serán víctimas. Tras las rejas del convento, Beatriz insta enérgicamente a Lemus: «Pues sabed -añadió con una mirada propia de una reina ofendida- que no es así como se gana mi corazón. Id con Dios, y que el cielo os guarde, porque jamás nos volveremos a ver» (128).

Más adelante, cuando el abad interrumpe los planes de huida de los amantes y convence a la muchacha de la necesidad de volver a Villabuena, el grabado recoge el momento de la separación de los jóvenes: «-Tomad este anillo, prenda y símbolo de mi fe pura y acendrada como el oro- y enseguida, cogiendo el puñal de don Álvaro, se cortó una trenza de sus negros cabellos [...] y se la dio igualmente. Don Álvaro besó entrambas cosas [...]» (158).

Aspectos como el gesto amenazante de la mano en un caso y el puñal que sostiene con su diestra en el otro, la ausencia de cualquier evidencia guerrera tanto en Lemus como en el de Bembibre, la presencia de los criados y de un abad en la despedida que se plantea como definitiva..., reducen la complejidad de la trama a lo esencialmente amoroso dentro de los parámetros esperables en el ámbito de la novela sentimental y ofrecen una alternativa de lectura paralela a la de la novela histórica en sí misma.

Igualmente efectista es el episodio que recrea la ilustración VIII (figura 3), que representa en una sola dos escenas contiguas del relato literario: el anatema del abad de Carracedo ante el cadáver de doña Blanca y la posterior postración de don Alonso. El gesto del religioso, el ademán airado de ese dedo que invoca a la justicia divina, potencia el dramatismo implícito al anticipo premonitorio que encierran sus palabras:

Pero vos -añadió, volviéndose al señor de Arganza con el ademán de un profeta-, ¡vos habéis herido el árbol en la raíz! Y sus ramas no abrigarán vuestra casa, ni vos os sentaréis a su sombra, ni veréis sus renuevos florecer y verdeguear en vuestros campos. La soledad os cercará en la hora de la muerte. Y los sucesos que ahora os fascinan serán vuestro más doloroso torcedor.


(192-193)                


Como podemos observar, no solo lo histórico está ausente en la síntesis visual que ofrecen los grabados hasta este momento, sino también lo guerrero de la trama. De hecho hay que aguardar a la ilustración del capítulo XIV (figura VII) para encontrar la primera de estas referencias en las armas que cuelgan a la cabeza del lecho en que don Álvaro se recupera tras ser hecho prisionero en Tordehúmos. El protagonismo no recae, sin embargo, en esta circunstancia, sino en la sugestiva presencia del rabino Ben Simuel, el físico responsable de la artimaña con la que se hará pasar por muerto a don Álvaro:

Finalmente, a la cabecera se descubría un personaje de ruin aspecto, con ropa talar oscura y una especie de turbante o tocado blanco en la cabeza. [...] hombre muy versado en los secretos de las ciencias naturales y a quien el vulgo ponía, por lo tanto, sus ribetes de nigromante y hechicero. Su raza y su creencia le hacían odioso, y su exterior tampoco era a propósito para granjearse el cariño de nadie.


(174)                


La aparición gráfica del señor de Bembibre como guerrero (figura IX) se verifica en uno de los momentos de mayor efectismo de la novela, en el capítulo XVIII, a propósito de la reaparición del que se creía muerto y la revelación de la auténtica naturaleza del caballero negro, «que parece el mesmo enemigo malo», cuya presencia en la zona, junto a «uno de esos nigrománticos de templarios», había sido ya señalada por los criados de los protagonistas: «Dios sabe lo que vendrá, porque ni uno ni otro me han dado buena espina» (199), afirma Mendo. De las dos anagnórisis que se suceden en el capítulo (ante Beatriz y frente a Lemus y don Alonso, respectivamente) el grabado reproduce la segunda, si bien aglutina en una sola escena los diferentes episodios relevantes para este desenlace parcial de los hechos. Así, mientras don Álvaro levanta su celada y produce el asombro de Ossorio, el maestre Saldaña esgrime el pliego que demuestra la participación del conde en la muerte aparente del héroe19, el de Lemus intenta desenvainar y Beatriz vuelve en sí para intentar, tímidamente, mediar en el conflicto, circunstancias todas ellas que se suceden, pero que en ningún caso se simultanean en la novela. Una vez más, la ilustración condensa y sintetiza para el lector del texto icónico una selección de los argumentos más sugerentes y efectistas del literario y propone, en definitiva, un avance selectivo de contenidos en una clave de estilo buscadamente alejada del modelo textual al que acompaña.

La disposición de los diez primeros grabados, intercalados allí donde la narración lo exige, así como la cercanía argumental de la ilustración al texto narrativo, se modifican a partir de la lámina XI. Formalmente, las xilografías se refieren ahora a capítulos tanto alternos como consecutivos, dos incluso referidas al mismo (capítulo 35), y presentan una mayor libertad argumental con respecto al texto literario que las hasta ahora analizadas. Además -aspecto este sí relevante-, irrumpe en ellas el récit, la acción no dialogada, la recreación de episodios reflexivos por parte del narrador o de introspección en los personajes, aun cuando todo ello de forma moderada y sin soslayar el contenido altamente emocional de los argumentos que se elige para ser ilustrados.

Tres son, concretamente, las láminas que muestran a los protagonistas en un momento de reflexión. La primera de ellas, la XI, es la que acompaña al capítulo en que don Álvaro profesa como templario y no se refiere a ningún momento concreto del mismo, sino que recrea, con autonomía del texto literario, la soledad que preside la nueva vida del protagonista. Vestido ya con el hábito de la orden, en la sobriedad de su celda y apoyado su rostro en la mano, tan solo la luz que asoma por su ventana y el libro abierto a su derecha acompañan la tristeza del personaje, acaso más meditabundo en la ilustración que en su correlato literario.

La segunda (lámina XV) muestra a doña Beatriz absorta en la contemplación del atardecer en Carucedo, desde el mirador de la vieja fortaleza, y la tercera, la número XVII, recoge un momento de plácido recreo interior en la belleza del alba a orillas del lago:

Una mañana que, unas veces a pie y otras embarcada, había recorrido con su padre y su doncella gran parte de las orillas del lago, se recostó, por último, al pie de un castaño para descansar un poco de su fatiga. [...] el sol recién salido alumbraba con una luz purísima el paisaje, y únicamente en un recodo algo más sombrío de aquella líquida llanura una neblina azul y delgada parecía esconderse de sus rayos.


(348)                


Son estas las únicas incursiones gráficas en el paisaje berciano de la obra, aun cuando la pertinencia del mismo en la novela de E. Gil y Carrasco fuese, en 1844, bien conocida por todos. Sin embargo, el editor, que encarga las xilografías para la puesta en libro de la novela, decide prescindir no solo de láminas paisajísticas (a las que podría acceder fácilmente teniendo en cuenta que al tiempo que edita su Biblioteca Popular Económica está preparando su España geográfica, histórica, estadística y pintoresca20, publicada al año siguiente), sino de cualquier alusión visual concreta a los espacios de la obra21 e incluso a la naturaleza cuyos ritmos se acompasan a los vitales de los protagonistas. Solo Carucedo (su lago, ya oteado desde los riscos de Cornatel, y la llanura) merecen el interés de Mellado y ello, acaso, por su relación con el estado de mortal melancolía que afecta a la protagonista, es decir, por el contenido sentimental de la ilustración más que por el valor literario del espacio al que remite.

La selección de la vertiente más romancesca (misterios, prendas, anagnórisis, físicos hebreos, maldiciones y anatemas) y sentimental (la reclusión en el convento, las prendas de amor, la melancolía de los amantes) del texto literario en el icónico acaso responda a la necesidad editorial de presentar el producto de la forma más atractiva posible ante los múltiples horizontes lectores de una colección de las características de la «Biblioteca Popular»22. El engranaje empresarial de la época concebía las ilustraciones de las ediciones más asequibles como un reclamo para su venta. Por ello, quizá, las láminas de El señor de Bembibre construyen un texto con sentido completo y coherente pero cuyo contenido y estilo sesgan los de la novela de la que parten. Los grabados de la primera edición ofrecen al lector la sinopsis de un argumento general de novela romántica que acaso satisficiera las expectativas primeras y elementales del gran público y le animase a adquirir el volumen.

Esta búsqueda motivada del efectismo explicaría las libertades argumentales que se advierten en las láminas XII y XIII. La primera representa un momento indeterminado del asedio a Cornatel, que no se corresponde con ningún episodio concreto de la novela. Sin embargo, el grabado plantea visualmente la trama bélica que da sentido al siguiente, fundamental, este sí, para el desenlace de la obra. En efecto, la ilustración XIII (figura 4) da cuenta del duelo entre don Álvaro y Lemus en el torreón de Cornatel. Si bien el texto literario señala que es el conde quien «rugiendo como un león, arremetió a don Álvaro que le recibió con aquella serenidad y reposado valor que viene de un corazón hidalgo y de una conciencia satisfecha» (291), y que «don Álvaro, armado de punta en blanco, no podía acosarle con el ahínco necesario» (291), es evidente que la ilustración subraya la iniciativa del de Bembibre en el combate: protegido por el escudo con el emblema templario -los dos hombres sobre un mismo caballo- él es el que ataca, avanza y domina, sugiriendo una victoria en el cuerpo a cuerpo sobre Lemus que en realidad no se verifica en la narración, ya que es finalmente Saldaña quien le da muerte arrojándole al vacío.

Singular es el protagonismo de Cosme Andrade, el hidalgo gallego al servicio del conde, en el que se centran las ilustraciones XIV y XVI. Este pastor, cuya honradez merece el reconocimiento de Saldaña y de los Ossorio, será uno de los valedores de don Álvaro ante el tribunal de Salamanca que se encargue de dirimir el futuro de la orden templaria y el del propio protagonista. Las láminas alusivas recogen fielmente todos los detalles que el texto señala en el encuentro del montañés con sus benefactores; entre ellos destaca el afecto con que se despide doña Beatriz, mortalmente herida de desesperanza.

Acaso sean los grabados XVIII y XIX los que concentren una mayor carga sentimental y lírica, respectivamente. Visualmente resulta muy efectista el contraste entre la dama, blanca y enferma, que vuelve en sí para descubrir, a los pies de su cama, como si de un espectro se tratase, a un hombre de armadura oscura en quien ella adivina a don Álvaro: «-¡Él es!, ¡él es! -exclamó doña Beatriz con la mayor vehemencia-, ese es el mismo yelmo y el mismo penacho que llevaba en la noche fatal de Villabuena. ¡Salid, salid, noble don Álvaro!» (357).

La muerte de la protagonista, poco después de este encuentro, se plantea irónicamente en términos simbólicos. El grabado XIX (figura 5) reproduce el inicio del último paseo de la muchacha por el lago. La escena no es correlato exacto del pasaje textual al que remite, sino que lo completa refiriéndose a circunstancias posteriores. Así, en lugar de ver a la joven bajar las escaleras hasta el embarcadero, como leemos en la novela, la contemplamos a punto de subir a la embarcación, cuyos remeros (de los que nada se dice en la obra) están ya preparados para iniciar el viaje. Del mismo modo, no la sostienen Martina y don Álvaro, sino el abad y el protagonista, tal y como sí sucederá en el momento de su muerte. Doña Beatriz, vestida de blanco («tráeme mi vestido blanco, porque quiero pasearme por el lago», había pedido a su criada momentos antes), parte por fin, sostenida por la fe y de la mano de su esposo, hacia el horizonte escondido tras las múltiples ventanas que se han sucedido en el texto icónico. La gótica que la ilustración coloca a su espalda es la única de todas ellas que observamos desde el exterior, porque el tiempo del encierro (vital y metafórico) ha pasado para los amantes y ambos pueden salir ya a encontrarse, libremente, con su propio destino.

La imagen de cierre, por último (figura XX), devuelve al lector a la primera aparición icónica de don Álvaro en su encuentro con el maestre, pero a la inversa. Don Rodrigo abría entonces sus brazos al sobrino que buscaba consejo y ayuda para sus cuitas amorosas en el templario. Ahora es el señor de Bembibre quien, solo, extiende sus brazos, que no encuentran acogida, hacia el sepulcro de Beatriz. El ciclo del héroe romántico se ha completado.

Es evidente que el texto icónico, en tanto sistema autónomo de representación, no está obligado a seguir, avant la lettre, las líneas argumentales, estéticas o de estilo del texto literario al que remite. Sin embargo, de las divergencias rastreables en el planteamiento de ambos productos pueden surgir relevantes hipótesis de trabajo que, como en el caso de la primera edición El señor de Bembibre, conducen a plantear la coexistencia de dos niveles de lectura diferentes: el literario, que se recrea en el estilo personal, lírico e intimista de E. Gil y Carrasco, y el visual que vuelca su interés en aspectos generales de la estética. El lector que accede a la edición de un título (tanto en la actualidad como en el siglo XIX) recibe la primera información sobre el mismo de su paratexto y, en este sentido, las veinte ilustraciones de El señor de Bembibre no solo contribuyen a embellecer la puesta en libro de la novela, sino que ofrecen una síntesis de la misma buscadamente orientada en los términos que he planteado. Esta disparidad de criterio del editor y/o del ilustrador con respecto al texto sobre el que trabaja, buscada o no, contribuye a filiar esta novela histórica con los títulos más conocidos del momento, con los que comparte los motivos que recogen los grabados: la lucha del individuo contra su propio destino, los avances premonitorios, el intercambio de prendas, la anagnórisis, la reaparición del que se creía muerto, el duelo singular, el final aciago, la impotencia del héroe. El texto icónico funciona como un reclamo para los lectores de novelas románticas, que comparten estética y anaquel con la obra de Gil y Carrasco23, pero silencia, precisamente por particular y acaso menos comercial, su especificidad estilística, los «innegables encantos» de la misma a los que se refería D. L. Shaw, reservados estos sí, solo para el placer lector.






Bibliografía

  • AZORÍN (1964; 1.ª ed. 1941), El paisaje de España visto por los españoles, Madrid, Espasa-Calpe.
  • BERGQUIST, I. L. (1997), «Imágenes de los templarios del Siglo de Oro al romanticismo», Boletín de la Sociedad Española de Estudios Medievales, 7 (151-186).
  • FERRERAS, J. I. (2010), La novela en España. Historia, estudios y ensayos. Tomo III. Siglo XIX. Primera parte (1800-1868), Madrid, La Biblioteca del Laberinto.
  • GARCÍA GONZÁLEZ, J. E. (2005), «Consideraciones sobre la influencia de Walter Scott en la novela histórica española del siglo XIX», Cauce, 28 (109-119).
  • LOMBA Y PEDRAJA, J. R. (1915), «Enrique Gil y Carrasco: su vida y su obra literaria», Revista de Filología Española, 2 (137-179).
  • LÓPEZ CRIADO, F. (1995), «La poética imaginaria en El señor de Bembibre», España Contemporánea, 8-1 (43-68).
  • LUBBOCK, P. (1947), The Craft of Fiction, New York, Peter Smith.
  • MATA, C. (1995), «Estructuras y técnicas narrativas de la novela romántica española (1830-1870)», en K. Spang, I. Arellano y C. Mata (eds.), La novela histórica: teoría y comentarios, Navarra, Universidad de Navarra (145-298).
  • O'BYRNE CURTIS, M. (1990), «La doncella de Arganza: la configuración de la mujer en El señor de Bembibre», Castilla: Estudios de Literatura, 15 (149-159).
  • PICOCHE, J. L. (1978), Un romántico español: Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), Madrid, Gredos.
  • —— (1986), «Introducción» a E. Gil y Carrasco, El señor de Bembibre, Madrid, Castalia.
  • RIBAO PEREIRA, M. (1999), «La locura femenina como resorte espectacular: obnubilación, delirio y demencia en el drama romántico», Letras Peninsulares, 12-2 (185-199).
  • —— (en prensa), «La visión literaria de los Caballeros Templarios en El señor de Bembibre, de E. Gil y Carrasco», Revista de Literatura.
  • RIEGO, B. (2001), La construcción social a través de la fotografía y el grabado informativo en la España del siglo XIX, Cantabria, Universidad de Cantabria.
  • RÍOS-FONT, W. C. (1993), «Encontrados afectos: El señor de Bembibre as a Self-Conscious Novel», Hispanic Review, 4 (469-482).
  • RUBIO CREMADES, E. (1986), «Introducción» a E. Gil y Carrasco, El señor de Bembibre, Madrid, Cátedra (47-55).
  • —— (2008), «La paz y la guerra en El señor de Bembibre, de E. Gil y Carrasco», España Contemporánea, XXI-2 (39-52).
  • —— (2011), «El estudio del paisaje y su incorporación a la novela histórica: El Señor de Bembibre, de Enrique Gil y Carrasco», en D. Thion Soriano-Mollá (ed.), La naturaleza en la Literatura Española, Vigo, Academia del Hispanismo (89-100).
  • SAMUELS, D. G. (1939), Enrique Gil y Carrasco: A Study in Spanish Romanticism, Nueva York, Instituto de las Españas.
  • SEBOLD, R. P. (1996), «Tuberculosis y misticismo en El señor de Bembibre», Hispanic Review, 1 (237-257).
  • TORRES BITTER, B. (2002), «El señor de Bembibre, una novela original en el romanticismo español», Analecta Malacitana, XXV-1 (23-40).
  • ZELLERS, G. (1931), «Influencia de Walter Scott en España», Revista de Filología Española (49- 62).




Figura 1

Figura 1



Figura 2

Figura 2



Figura 3

Figura 3



Figura 4

Figura 4



Figura 5

Figura 5



 
Indice