Max Aub: cara y cruz de una creación literaria1
Ignacio Soldevila Durante
Université Laval. (Québec, Canada)
Mis compañeros del comité organizador de este congreso que me honraron con la tarea de preparar y leer esta conferencia inaugural no saben muy bien lo que este acto de hoy significa para mí. Desde mis lejanos tiempos de estudiante, es la primera vez que subo al estrado universitario de mi ciudad natal. Esta vez el resultado del examen oral al que me someto no depende, como la última, de la opinión de un viejecito entrañable aquejado de una sordera profunda, sino de una audiencia de oídos alertas para quienes soy yo ahora el viejo con el aparato fonatorio castigado por los años y tal vez tembloroso por la emoción de estar aquí y ahora, cuarenta años después. Y precisamente para hablar de Max Aub, tan presente en mi carrera universitaria, puesto que por una parte mi tesina de licenciatura y mi tesis doctoral han sido otros tantos intentos de comprender y de comunicar su obra, y por otra, fue él quien, en muchas ocasiones me dio consejos que facilitaron y orientaron mi carrera de investigador, y quien me abrió puertas para que mis trabajos fueran bien acogidos en las publicaciones más convenientes. A todos les agradezco el permitirme hablar aquí de la obra de un hombre que fue, por voluntad propia, lo que muchos de los aquí presentes hemos sido por voluntad ajena: españoles y valencianos. En el último libro que puso en mi mano, que fue la primera edición española de Crímenes ejemplares, dos meses antes de hacer su mutis final por el foso, me escribió, tras el título de introducción, estas palabras:
CONFESIÓN: Todos somos valencianos, ¡qué le vamos a hacer!, resignación, hermano: hay crímenes peores... |
Max. Madrid, Mayo de 1972. |
Esta ironía postrera no puede encubrir la entrañada verdad: su pasión por una tierra que entre todas las que se le ofrecían al llegar a la mayoría de edad, escogió como suya. José-Luis Aguirre, que tuvo ocasión de conocer a Max en Québec, en donde ambos coincidieron, escribió después para Las Provincias un artículo en el que lo había descrito como «escritor valenciano», Me preguntaba José-Luis si a Aub no le molestaría que le hubiera atribuido ese adjetivo. Transmití la inquietud a Max, que poco después me contestaba: «Dile a Aguirre que no solo no me molesta, sino que es verdad.» Así confirmaba lo que me había escrito en otra ocasión: «Uno es de donde hace su bachillerato». Por lo que él, que lo hizo en el «Luis Vives», resulta ser más de Valencia que yo, que lo hube de hacer en el «José de Ribera», de Xátiva, por fatales consecuencias de la posguerra, que a mí me echó del paraíso infantil de mi Valencia natal, y a Max de su Valencia y de su España adoptadas.
Una España en la que Aub había encontrado un acogedor abrigo tras haber perdido el de su infancia francesa, situado en Paris y en el pueblecito de Montcornet, los dos lugares de los que la primera guerra europea iba a expulsarlo por ser su padre ciudadano alemán, aunque su madre fuera francesa. España no ha tenido nunca la exclusividad europea de la arbitrariedad administrativa. Ni de la rapiña estatal: los bienes y propiedades de sus padres en Francia iban a ser incautados y luego malbaratados en pública subasta como «pertenecientes al enemigo». Cuando Max llega a Valencia recién cumplidos los once años, la lengua castellana no le es desconocida; antes bien, simboliza para él el mundo de los adultos. En efecto, sus padres la utilizaban en casa cuando querían comunicarse sin que los niños o la servidumbre les entendieran. Tal vez eso explica la pasión con que emprendería su aprendizaje primero, y luego su exclusivista adopción como materia prima e instrumento de su creación literaria. Acceder a la lengua castellana era salir de una infancia perturbada, penetrar en el mundo de los adultos. No obstante, nunca Aub llegará a los extremos que hemos podido contemplar en América entre tantos hijos de emigrantes: la abjuración y el odio a la lengua de sus orígenes. En el caso de Aub, las lenguas, puesto que el alemán era la segunda de uso en aquella familia. Para el adolescente, para el joven Aub, la cultura francesa y alemana mantendrían todo su prestigio, posiblemente por razón del que en la cultura española de su tiempo tuvieron. Su dominio del francés y del alemán, y las ventajas en punto a información que le procuraban sus frecuentes viajes a aquellos países fueron sin duda envidiados y aprovechados por sus grandes amigos de entonces, y en particular por los hermanos Gaos y por Medina Echavarría, todos, como él, formados en la lectura de la revista España y luego en la Revista de Occidente.
Pero si por sus orígenes familiares, sus zarandeadas circunstancias y su formación estética Aub fue un paneuropeo, por su inclinación ética, sería heredero formal de una tradición no ajena a nuestro país, y por la cual no se acababa de entender un cuerpo de doctrina estética que no se sustentara en unos sólidos andamios morales. Una moral, en su caso, sin dimensión escatológica, adscrita a una religiosidad laica cuyos fundamentos están, no obstante, en las religiones bíblicas. A Max Aub le tocó vivir en una España en ebullición, y ver agonizar un régimen y de sus incruentas cenizas nacer otro más democrático, saludado con unas jornadas de júbilo popular inolvidables para quienes, como él, las vivieron con la gran ilusión juvenil de estar poniendo la vieja España a la hora europea. En 1962, recordando desde México aquellas jornadas, decía:
[HCH (1967):133] |
En el fervor de ese país renaciente están escritas sus obras primeras, en las que solo alcancé a ver, hace ya años, una orientación, una escritura bajo el signo de Narciso, cuyo nombre campea en el título de una de sus obras teatrales de entonces. Obras todas, hasta 1934, de inspiración solar, de ambición circular, imperfectas pero con ansia de perfección armónica. Por ella se baten y se debaten los agonistas primeros de Aub: tanto desde la inocencia infantil de Margarita Claudia, la protagonista de Fábula Verde, como desde la fracasada vocación del héroe de Luis Álvarez Petreña. Esa creatividad alcanza su cénit en la prosa poética de Yo vivo, que dejara interrumpida el estallido de la guerra y que Aub no dará a la imprenta sino en 1953, dedicándosela a sí mismo, «in memoriam» de lo que iba a ser y no fue.
En el combate de la guerra, la plenitud se reduce a carencia, la luz se eclipsa por la sombra, y los radios del círculo se enredan irremisiblemente en un laberinto en el que sus criaturas pierden el norte y se pierden. Se pierden por las carreteras que llevan a la muerte en el relato de El Cojo (1938), por las entrañas y las singladuras del barco San Juan, por los mil vericuetos las mil encerronas y las puertas falsas en las que se desbandan y se entrecruzan las mujeres y los hombres de la Historia y la intrahistoria, y los personajes de las historias del Laberinto mágico. Una magia cuyo control y dominio buscan en balde sus medio-esperanzados, medio cansados héroes, pensando más en los otros que en sí mismos, con una ejemplar solidaridad humana que sobrevuela partidos y partidismos. En mi ya vieja monografía sobre Aub, he hablado de los significados simbólicos, de las raíces míticas de esa visión laberíntica del mundo que preside ese grandioso conjunto que es la obra narrativa titulada El laberinto mágico2. Pero no creo haber percibido hasta ahora una imagen metafórica de la totalidad de la obra de Aub basada en la simbología mitológica, que podríamos dar como entramado o cañamazo a la vez exterior e interno sobre el que parece que se haya ido fabricando y tejiendo ese vasto mundo narrativo mucho más histórico que ficticio. Es cierto que ya propuse entonces titular «El laberinto español» a lo que Max llamara El laberinto mágico -es decir, la obra narrativa en torno a la guerra civil-, y que el contenido de éste se ampliase para abarcar el conjunto de su obra de posguerra. Ahora, tras de nuevo examen de los elementos mitográficos en los que se sustenta la visión maxaubiana, creo que son fundamentalmente dos, y que los dos estaban ya presentes en la obra de preguerra, personificados en las figuras de Narciso y Teseo. Estos simbolizarían -en una polarización antagónica- a los campeones de un singular combate por el predominio en la orientación de su obra literaria3. Por un lado, la tentación narcísica y la autocrítica del narcisismo, personificadas, no solo en el Narciso del drama de 1928 (que, en cierto modo, contrasta y replica al Traîté de Narcisse de André Gide) o en el triste protagonista de esa novela palimpsesto que es Luis Álvarez Petreña, sino en tantos otros personajes y personajillos del Laberinto4. Por otro lado, la actitud cívica y la dedicación a la defensa e ilustración de la democracia, que simboliza Teseo, y a cuya sombra se mueven tantos héroes de los Campos. Entre ambos polos se construye dialécticamente el mundo literario aubiano. Todas las figuras y figuraciones míticas que aparecen en ella, cuando no se polarizan en Narciso, se satelizan alrededor de Teseo: Hipólitos y Fedras, bajo distintos nombres y parecidas peripecias, antihéroes minoicos y minotáuricos, amantísimas Pasifaes y Ariadnas, elusivas Helenas conflictivas, padres egeicos, sabios Conidas que aconsejan, e inseparables Pirithoos para acompañar al héroe en las aventuras.
Evidentemente, no estamos sólo pensando, con ser verdad, que la formación clásica de Aub sea manantial de estas figuraciones, sino que la mitología encierra en su memoria ancestral los grandes y casi siempre recurrentes problemas de la condición humana, y que la aventura personal y espiritual en la que cada uno se conforma, encuentra, por poco que escarbe en esa fuente de los mitos, materia idónea sobre la que retejer una interminable y por necesidad inacabada historia en la que el creador se ve y se reconoce, demiurgo de un mundo a la vez propio y enajenado. En esa tradicional posada española, cada quien viene a descubrir lo que a ella ha traído, más sin saberlo que sabiéndolo, aunque no la hayan construido ingenios legos, sino ingeniosos arquitectos que, a semejanza de Dédalo, dan pasto previsor a todos los eruditos que el futuro pueda depararles. Pensando en los más jóvenes, tal vez la formación actual en institutos y universidades no incite hoy a la mayoría, como en mis tiempos, a interesarse por el mundo clásico, y que el sentido -es decir, la orientación de nuestro acercamiento desde la mitología clásica a la textualidad contemporánea- que exige una lógica progresión hermenéutica de lo conocido a lo desconocido, no funcione hoy como antes. Pero sospecho, por otra parte, que si no a través del estudio del mundo clásico, la avenida sigue abierta en los territorios explorados desde Freud y Jung a esta parte, y que tan profusamente han utilizado esos elementos metafóricos y metonímicos para ilustrar sus buceos en las profundidades de la psique humana.
Los investigadores trabajamos con paciencia de hormigas, acopiando brizna a brizna, acarreando datos e indicios. Pero esta paciente labor de acarreo, este incesante hormiguear, no puede metamorfosearse en válida metaliteratura sin un soplo primero creador. Fue precisamente aquí en Valencia, siendo yo estudiante, cuando una sabia Minerva Marina puso en mis manos, aconsejándome encarecidamente su lectura, dos libros de ensayos literarios de Dámaso Alonso, recién aparecidos, en los que aprendí una lección que nunca, ni en los momentos más tiránicos del dictado estructuralista, he olvidado: que por mucho material que acarree la erudición literaria, no alcanzará su norte sin una chispa primera intuitiva que ilumine y señale el camino. Esa chispa en la que se funda la intuición poética también. Muchos años después de haber sido puesta en entredicho en nombre de cientifismos más o menos rigurosos, ha venido de nuevo a plantarse sobre sus pies cuando los más avanzados científicos de nuestra cultura, los físicos, nos han revelado que también ellos, si algo descubrían, era cuando en un punto de su larga e infatigable ascesis, un chispazo inesperado venía a iluminar y dar sentido a la ingente acumulación de los frutos de sus investigaciones. Un hombre especialmente dotado como Dámaso Alonso, a la vez alumno ejemplar de la escuela filológica española, y poeta de aquella pléyade nuclear de la bien llamada -Mainer amigo- Edad de Plata, estaba en condiciones óptimas de proclamar esa verdad. Por mi parte, reconozco haber accedido a esa percepción que me ilumina toda la obra de Aub, después de largos, muy largos años de asedio, después de muchas vueltas y acarreos de hormiga. Pues bien, cuando andaba buscando las palabras de Aub antes citadas sobre el catorce de abril de 1931, me topo con un poema de Vicente Aleixandre que, he de reconocerlo, había leído distraídamente en otras ocasiones, como leí siempre las cosas que los editores ponen pescadoramente en las contraportadas de los libros. Ese poema está escrito hacia 1965 para Max Aub y aparecería en su libro Retratos con nombre. Yo lo tomo de la contracubierta de la colección Hablo como hombre. Y dice:
¿Huyes por los canales? ¿Regresas por las sirtes? | |||
¿O llegas despedido de nobles luces, suyas | |||
y tuyas, pues te envían desde un fondo de pájaros? | |||
Soledad, compañía, Palabra abracadabra; | |||
Max mago que levantas la ciudad hoy tangible, | |||
palpitada en tu pecho, con amor recordada, | |||
con amor fiel creada desde tí para el mundo. | |||
Ciudad hermosa y dura, población de los hombres. | |||
Hombre cual tú, como ellos, cual nosotros. | |||
-¡Existe! |
Reemplácese en ese poema el nombre de Max por el de Teseo, y quienes conocen la leyenda en torno al mitificado fundador de la Atenas democrática sabrán que ni una palabra sobra ahí que no se le pudiera decir al héroe antiguo. Aleixandre, en una chispa de inspiración, alcanzó instantáneamente lo que a mí me ha llegado tras años de esfuerzo y acarreo. Es erudito quien se empeña y machaca, poeta, quien los hados eligen. A menos, como quieren otros, que el poeta sea también una ascética hormiga, acarreadora de idioma, que va llenando sus almacenes subterráneos con lecturas, que no tiene más casa ni más patria que su lengua, ni más trabajo que martillearla una y mil veces en su forja. Pero esa es otra historia, y como dijo Aub, «a los poetas hay que echarles de comer aparte».
El retrato aleixandrino con nombre, con el nombre de Aub, nos podría llevar a plantearnos otra cuestión. ¿Se trata de un retrato literario, o de un retrato personal? En otras palabras, ¿está retratando al Max amigo, o al Max creador? Yo por ahí no quiero aventurarme, ni seguir a Freud, y menos a Jung y a sus discípulos, que en El hombre y sus símbolos, proyectan esas sombras del pasado en la personalidad de sus pacientes de carne y hueso. No me dejaré atrapar por las peligrosas sirenas que en las páginas de Jung dedicadas a Teseo nos llevarían a cuestiones personales sobre Max Aub, el hombre. Otra vez sea mi maestro Dámaso quien pilote nuestra nave entre Escila y Caribdis, porque cualquier molienda de cuestiones matriarcales y patriarcales o de las figuras de animus y anima, puede darnos harinas mal cernidas para tentadoras hojuelas que bien pudieran acabar indigestas. En una ocasión, un alumno mío norteamericano quiso que le dirigiera su tesis doctoral, cuyo tema sería una biografía de Max. Le escribí a la inminente víctima para introducirle al estudiante, y le dije, usando de un modismo corriente: Te irá a visitar a México, porque quiere que le des pelos y señales de tu vida. A lo que Max contestaría, tajantemente: «Señales, las que quiera; pelos, ni uno».
Quedémonos, pues, en el problema, también disputado, de la relación entre el mito y la historia. Si hemos dicho que la obra aubiana parece haberse construido sobre esos pilares míticos, ¿estamos diciendo que cuando Aub ha tomado de la Historia española coetánea la materia de su Laberinto, la ha sometido a un tratamiento mitificador? En otras palabras, ¿sería Aub, como Sender, el creador de un contramito de la Historia de España que se opusiera, que contradijera la mitificación de España fabricada, si no bajo el dictado del propio Franco, por lo menos bajo su dictadura, para exaltar una visión de su «autenticidad eterna», opuesta a la donjulianesca anti-España de los vencidos de la guerra? Sería en tal caso la de Aub una labor distinta a la iniciada años después por Luis Martín Santos, y libremente desarrollada por tantos otros de mi generación, y que consistió en mostrar el tapiz por su envés, la trama y las costuras, la chapucería manipuladora de la Historia en que había consistido aquella mitificación. Aub, o Sender, ¿habrían propuesto, como lo hacía entre los historiadores de la cultura un Américo Castro, todos desde la diáspora del 39, una mitificación de la Historia de signo opuesto, otra España no menos eterna, y no menos víctima de sus Don Julianes? Limitándome, ahora, a la obra aubiana, no encuentro en ella indicios de ese contramito sino en boca de algún exaltado, de algún delirante historiador (o archivero), y, por consiguiente, distanciadamente de la responsabilidad autorial. Por otra parte, cuando, dedicado Aub al estudio de nuestra llamada literatura nacional, y arrimando el ascua a sus propias abundancias, proclama el realismo de aquella, ¿podría haber caido en el mito del realismo eterno? ¿Un realismo en el que se troquelaría el inconfundible y perenne perfil de aquella divina dama de nuestros pensamientos? Pero entonces, ¿cómo casaría ese perenne realismo, defendido por todos nuestros Menéndez Pidal, con el Jusep Torres Campalans, con la Antología traducida del propio Aub? En un escrito titulado «De la novela de nuestros días y de la española en particular» redactado en 1963, cuando ya ha aparecido Tiempo de silencio, aunque no dé señales de conocerlo aún, afirma Aub:
(Hablo como hombre, pp.155-56) |
En suma, si bien entiendo este texto, y si bien he alcanzado a leer toda su obra literaria, para Aub el realismo no es la escuela realista decimonónica, sino la utilización de la realidad material y social como objeto de la escritura literaria. La visión de mundos ideales e imaginarios, que en otros tiempos o en otras latitudes ha funcionado creativamente, en la España de los tiempos vividos por Aub no funcionó receptivamente: no produjo textos notables, y si los produjo, no fueron de recibo. Pero si lo castizo era la irresistible inclinación por el realismo mimético, es evidente que el propio Aub no formaba en las filas del casticismo, cuando en 1946 escribía al dar a la imprenta El rapto de Europa: «Creo que no tengo derecho todavía a callar lo que ví para escribir lo que imagino.» Salvo si castiza es la actitud del que antepone el deber cívico al placer lúdico. En esta frase tan escueta está, creo yo, el meollo de su labor de dramaturgo y de narrador en esos años entre 1935 y 1953. No sentirse con derecho a callar lo que se ha visto es reconocer y asumir la función testimonial. En una palabra bien dicha por los existencialistas franceses, aceptar el engagement. A propósito de esto hago mío lo que decía André Gide: ya lo he dicho otras veces pero como pocos leen y casi todos olvidan, hay que volver a decirlo. Repetiré, pues, que traducir littérature engagée por literatura comprometida, fuera quien fuese el que cometió el estropicio, fue hacerle un mal favor a los creadores que para la España de su tiempo y sazón, y respondiendo al mismo imperativo moral que en Francia, solo que cien veces más motivado, asumieron como deber cívico escribir primero de lo que habían visto, mientras su conciencia no les permitiera dar suelta a sus imaginaciones placenteras. Si se hubiera traducido littérature engagée por literatura responsable, y engagement por responsabilidad, a los escritores que la asumieron de grado no les hubieran luego colgado, cuando ya las conciencias se liberaron del peso, unos sambenitos que todavía cargan sus espaldas, doblemente infames por ser además de anacrónicos, mentirosos. De hecho, la campaña se orquestó contra la mal llamada literatura comprometida, y concretamente, contra la novela y la poesía social, a partir del supuesto, no infundado, de que ciertas promociones editoriales tenían objetivos más políticos que económicos y que detrás de ellas se agitaba la sombra «antiespañola» de un fantasma europeo que hoy parece desvanecido. Es ciertamente curioso que por un lado se vea tan negativamente valorada la politización de la literatura, como si civismo y creación literaria no solo fueran difícilmente compatibles sino imposibles, y por otra parte se dé por bueno o no se quiera apuntar el dedo contra la sumisión de la literatura a las exigencias de la mercantilización, o por decirlo con palabras hoy fantasmales, y pido por ello perdón a Juan Goytisolo, la degradación de la literatura de valor de uso en valor de cambio. Decir que la literatura de Aub era una literatura escrita al dictado, y menos estando el término dictado emparentado con dictadura, era, mexicanamente hablando, mentarle a la madre. O vengan aquí Elena Aub, o Federico Álvarez y lo digan, si a mí no me creen. Pero Aub no era fanático sino de una cosa: la fe en la democracia y en el pueblo español, Consciente de ello relativiza sus afirmaciones, dándolas sólo por valederas para sí y para su tiempo, cuando añade:
(Ib. 156) |
Y por aquí vuelvo a lo mío: la mitificación de la historia, y no solo, por cierto de la Historia con mayúscula, sino de la intrahistoria, tan mitificable como la anterior, aunque por carriles menos trillados y ¿por qué no decirlo, puesto que viene a cuento? de la Historia de la Literatura, que tiene también dos figuras míticas como objeto, cuando se llama, además, Historia de la literatura española o Histoire de la Littérature française. Como ha dicho Aub, todo pasa, y también parece haber pasado el nacionalismo que él conoció, el de esas literaturas nacionales, substituido, de un lado, por los vastos y todavía imprecisos conjuntos de un canon literario dictado no sé si por las comunidades supranacionales o simplemente por los grandes consorcios editoriales transnacionales, y de otro lado, por las nacionalidades étnicas -sometidas o no a procesos purificadores- y cuyas mitificaciones están teniendo en nuestra Europa nueva su peaje de sangre y sus haceldamas.
Convendría, y no de una vez por todas (si fuera cierto, como dice Gide en su Traîté de Narcissse, que del paraíso a esta parte, la condición de todo cuanto existe está sometida a un perenne volver a empezar) sino para que aquí y ahora intentemos entendernos y quién sabe si ponernos acordes, aclarar las posiciones relativas de Mito e Historia, ambas en función de esa famosa realidad a la que parece apuntar siempre nuestro castizo realismo. No hace mucho, en un precioso y divertido libro, cuya lectura aconsejo a quienes no tienen problemas con la lengua inglesa, y cuya traducción recomiendo a los editores avispados, la hispanista británica Jo Labanyi examinaba las características y el funcionamiento del Mito y de la Historiografía en nuestra literatura de posguerra, y venía a poner en claro cómo nuestros literatos afranquistados habían construido una versión mitificada de nuestra historia para legitimar y glorificar al régimen nacido de la guerra. Y cómo, posteriormente, otros literatos sin franquía se divirtieron, como ya antes dijimos, poniendo del envés las sutiles fabricaciones tapiceras sin necesariamente caer a su vez en mitificaciones de signo contrario, aunque de todo hubo, y estoy en esto tan de acuerdo con Labanyi que me lo apropio5.
Vengamos ahora a reconsiderar esta contradictoria pareja de Historia y Mito, y preguntarnos cómo se relacionan y cómo se distinguen una y otro, Empecemos por refrescar el hecho semántico de que ambos términos abarcan, cuando menos, dos acepciones: la primera se refiere a acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado, la segunda se refiere al texto lingüístico en el que un narrador informa acerca de dichos acontecimientos. Para quienes esta ambivalencia molesta, y que desconfían de que el contexto en que se usan baste para desambiguarlos, se han forjado dos términos que vienen a significar la segunda acepción: historiografía y mitografía. Lo cierto es que seguimos utilizando, por comodidad, Historia y Mito en ambas acepciones, salvo cuando queremos despejar cualquier malentendido, como ahora es el caso.
Puestas así las cosas, la fundamental distinción entre Historia e Historiografía por un lado, y Mito y Mitografía, por otro, es que en la primera pareja, en cualquier momento en que aparecen, se supone que se está tratando de la realidad, mientras que en la segunda, se supone que se está tratando de algo -el mito- que pudiera tener vagos orígenes históricos, es decir, que se refieren tal vez a un acontecimiento real, pero que las sucesivas narraciones y manipulaciones del mismo han ido transfigurando, deformando, idealizando, hasta dejarlo en un relato que no se refiere fidedignamente a ningún acontecimiento real, es decir, histórico, es decir, historiográficamente aceptable, aunque puedan quedar en él retazos identificables de realidad, generalmente referida menos a acontecimientos, y más a la ubicación geográfica de los mismos. Es, me parece, evidente, que hemos llegado al meollo de la distinción entre historiografía y mitografía, distinción que se sitúa en el espacio de la recepción tanto o más que en el de la producción de sus discursos: cuando a un relato (que aparece enunciado desde el principio de la veracidad) se le acuerda verosimilitud, es decir, probabilidad de que el relato sea verdadero, o sea, correspondiente punto por punto a la realidad del acontecimiento, estamos dispuestos a aceptar el relato, en principio, como historiográfico, es decir, informador de la Historia. Cuando esa buena disposición receptiva no aparece, nos sentimos ante un relato que no puede ser historiográfico, y por consiguiente, lo recibiremos como mitográfico, es decir, como resultante de una serie de manipulaciones ficcionalizadoras no necesariamente intencionales. Esta condición, por otra parte, nos permite trazar una frontera, ciertamente permeable, entre mitografía y ficción literaria. Permeable porque, como es sabido, los literatos han utilizado profusamente los mitos y las mitografías para sus creaciones líricas, dramáticas o narrativas y, por otra parte, porque los mitógrafos han explotado las fuentes literarias para remodelar sus propios relatos acerca de los mitos. Basta examinar cualquier diccionario de mitología para encontrar esa curiosa pero natural mezcolanza entre mitografía y literatura clásica, Y no necesito insistir en que, tanto desde el punto de vista de la producción como de la recepción, no siempre ni en todas las culturas se ha hecho la distinción que ayer nos parecía tan evidente entre Mitografía, Historiografía y Literatura. Véase en qué condiciones se recibieron los textos homéricos en la Grecia antigua, y, mucho después, la actitud historiográfica, por ingenua que luego haya parecido, con que Plutarco, en el siglo segundo, al redactar sus Vidas paralelas, o la actitud hermenéutica de nuestro Alonso de Madrigal, en su monumental comentario a Eusebio, se enfrentan con lo que les parece inverosímil en los relatos mítico-literarios del pasado.
No muy distantes de Plutarco están los narradores básicos de las novelas de Gironella o Ignacio Agustí, y aun algunos de las senderianas, en punto a creencias sobre sus capacidades. Las que tendría un narrador, a la vez testigo empeñado en relatar fielmente lo que ha visto y a la vez documentado acerca de lo que no ha presenciado, para construir un relato que informe verdaderamente, si no totalmente, acerca de un conjunto de hechos históricos, así sea tan vasto y complejo en actores, acciones y lugares como nuestra última guerra civil, asumiendo la herencia inmediata de Galdós y de Baroja. No olvido a Valle-lnclán, por cierto, como introductor que es en nuestra literatura de una nueva posición del narrador frente a los hechos y los personajes históricos, que ya abre las puertas a la actitud postmoderna ante la historia y ante la realidad que el relato historiográfico tenía la pretensión de transcribir textualmente6.
Seríamos, por cierto, injustos, atribuyendo aquella actitud realista ingenua a nuestro Max Aub. Basta leer dos páginas de su estudio antes mencionado, sobre la novela española de nuestros días, en los que, a propósito de la nueva visión de la realidad, describe con precisión y claridad la teoría de los quanta de Planck y la aplicación de esta teoría por Einstein para desembocar en la de la relatividad. Las consecuencias que aquella famosa ecuación sobre la intercambiabilidad de los dos elementos constitutivos del universo ha tenido en la transformación de la vida humana, están claramente descritas por Aub. En su estimación, sin embargo, ese acontecimiento transformador de la vida humana todavía no le parecía haber dado un nuevo cauce a la literatura. La multiplicación del interés por las novelas de anticipación científica no le parecía, y en eso estoy de acuerdo con él, sino un aspecto superficial de la cuestión.
Este hecho lo atribuía, con perspicacia, a la resistencia del ser humano a la aceptación de lo nuevo. Citando a Juan Rof Carballo, reiteraba que nuestra especie «procura a toda costa ignorar concepciones, teorías o experiencias que perturben su tranquila imagen del mundo, que alteren sus bien establecidos esquemas de percibir la realidad. Estos mecanismos, decía Rof Carballo, son a mi juicio, de una amplitud inmensa y hasta el intelectual más crítico sucumbe a su poder.» (Hablo como hombre: 149). Y sin embargo hay una afirmación del mismo Rof Carballo que Aub no parece haber captado en todas sus implicaciones. Dice como sigue:
Afirmación útil para la explicación del lugar cada vez más marginal que ocupa hoy la literatura dentro de las actividades culturales y de las características de la aceptación de sus textos, que no es confundible con las de su recepción, aunque se venga confundiendo.
Examinando el estado de cosas en ese año de 1963, afirmaba Aub, centrándose en su siempre viva preocupación: «Lo que le falta al español de hoy y naturalmente al escritor español es fe, fe en un mundo mejor, en un hombre nuevo.» Y como para rebatir cualquier sospecha de partidismo en tal afirmación, él, viejo militante del P.S.O.E. en España y en el exilio, añade:
(Hablo como hombre: 154) |
Esa carencia de fe, en este nuestro mundo actual de las letras, es ya la tarjeta de crédito, la necesaria limpieza de tinta para que un creador literario sea reconocido y admitido como tal por sus colegas, por los críticos universitarios y por los críticos independientes, si quedan. Estoy hablando del parnaso postmoderno. Un pequeño mundo tranquilo en el que cualquier tipo de fe -pongamos por caso la fe cristiana- es algo que, excepcionalmente, y sin que sirva de precedente, se le puede condonar a un creador de la talla de José Jiménez Lozano. No lo imagino: en mis lecturas recientes acabo de encontrar esa actitud de generosidad condescendiente expresada en un erudito artículo sobre la obra de este excelente narrador. No digo nada ya de la fe en ideologías políticas de cualquier signo, tal vez con la excepción de un neofascismo cínico (generosamente diré que no siempre muy consciente) de corte posmoderno.
En la presencia de esa fe en toda la obra de Aub, tanto en la testimonial como en la hecha a caballo de su fantasía, es probable que resida buena parte del desvío manifiesto con que, fuera de celebraciones como ésta, y con las excepciones minoritarias de rigor, se desconsidera su obra en la institución literaria de la posmodernidad. La otra parte del desvío, desgraciadamente, tiene su origen en los del propio Max, de quien ninguna entidad ni colectivo étnico-político puede sacar motivo de autosatisfacción orgullosa. Los franceses, porque de sus orígenes parisinos abjuró indirectamente al abstenerse de hacer de la lengua de Molière su instrumento creador; los españoles, porque siendo de origen extranjero, cae sobre sus méritos la sombra que siempre se cierne sobre los hijos adoptivos, apuntalada además por razón de haber apostado por una España que iba a ser la perdedora en el conflicto de 1936, y de la que tuvo que exiliarse forzosamente en 1939. Su combativa agresividad contra los usurpadores, su actividad como miembro del PSOE en el exilio, unida a todo lo demás, hizo que se le denegara el regreso a España que otros obtuvieron muy pronto. Y en fin, cuando obtuvo un breve permiso para venir de visita, no supo contenerse y guardar su tremenda reacción frente a la realidad de una España desconocida que le disgustó profundamente, al descubrirla teniendo como fondo la memoria de otra España, la de su pasado. La publicación de la gallina ciega, tremenda revelación de su último y fatal desengaño, en donde arremete con todo y con todos, le enajenó las simpatías que le hubieran sido tan necesarias para reivindicar su figura en el momento en que la transición hacia la democracia tenía necesidad de recuperar a las grandes figuras del exilio. Dió la cara hasta el final, y lleva su cruz a cuestas desde entonces. No sé si servirán de algo reuniones como la nuestra en la que se quiere revalorizar frente a un público que él consideraba el suyo, la labor de un hombre que puso todo su excepcional talento, sus grandes dotes y su imaginación de creador al servicio de una causa, la de un pueblo en el que se fundió amorosamente, y al que quiso pertenecer totalmente. Por mí, por nosotros, es evidente que no quedará. Pero la última palabra no es nuestra, sino de ese pueblo en cuyas manos está su obra y su memoria. Ojalá sea digno de tan precioso legado.